AUGUST DERLETH

Entre la nieve

El eco de los pasos de tía Mary se detuvo bruscamente a cierta distancia de la mesa, y Clodetta se volvió para ver qué le ocurría. Tía Mary estaba inmóvil con el cuerpo muy rígido, los ojos clavados en los ventanales que había enfrente de la puerta por la que acababa de entrar, con el bastón extendido ante ella.

Los ojos de Clodetta fueron rápidamente hacia su esposo, sentado al otro lado de la mesa, quien también estaba mirando a su tía; la expresión de su rostro no dejaba traslucir nada de lo que sentía. Cuando se volvió vio que la anciana estaba contemplándola en un pétreo silencio. Clodetta empezó a sentirse incómoda.

—¿Quién ha descorrido las cortinas de las ventanas del lado oeste?

Clodetta se acordó y el rubor invadió su rostro.

—Yo, tía. Lo siento. Olvidé que no querías que se descorrieran.

La anciana emitió una especie de extraño gruñido y sus ojos volvieron a posarse en los ventanales. Hizo un movimiento apenas perceptible, y Lisa llegó corriendo de entre las sombras del pasillo, desde donde había estado contemplando a los dos comensales con una mueca de hosca desaprobación. La sirvienta fue directamente hacia los ventanales del lado oeste y corrió las cortinas.

Tía Mary se acercó lentamente a la mesa y ocupó su sitio en la cabecera. Colocó el bastón al lado de su silla, tiró de la cadenilla que rodeaba su cuello haciendo que sus impertinentes cayeran sobre su regazo y miró primero a Clodetta y luego a Ernest, su sobrino.

Después clavó los ojos en la silla vacía que había al otro extremo de la mesa, y habló como si no viera a las dos personas sentadas junto a ella.

—Ya os he dicho que las cortinas de esas ventanas no deben descorrerse después de la puesta de sol, y debéis haberos dado cuenta de que durante la noche ninguna de esas ventanas está abierta ni un solo segundo. Os instalé en habitaciones que dan al este, y la sala también da al este.

—Estoy seguro de que Clodetta no quería oponerse a tus deseos, tía Mary —dijo Ernest con voz seca.

—No, tía, claro que no.

La anciana enarcó las cejas y siguió hablando con expresión impasible.

—No me pareció prudente explicaros la razón de que os pidiera tal cosa. No pienso daros ninguna explicación. Pero lo que sí quiero decir es que descorrer esas cortinas es peligroso. Ernest ya ha oído hablar de ello antes, pero tú no, Clodetta.

Clodetta le lanzó una mirada de perplejidad a su esposo.

La anciana se dio cuenta.

—Podéis pensar que estoy empezando a perder la cabeza o que me estoy volviendo excéntrica —dijo—. No me importa, pero creo mi deber aconsejaros que no os conforméis con eso.

Un joven entró en la habitación y fue hacia la silla colocada al otro extremo de la mesa, dejándose caer en ella con un saludo casi inaudible dirigido a los otros tres comensales.

—Vuelves a llegar tarde, Henry —dijo la anciana.

Henry murmuró algo ininteligible y empezó a comer apresuradamente. La anciana suspiró y también empezó a comer. Clodetta y Ernest la imitaron. La vieja sirvienta, que se había quedado inmóvil detrás de la silla de tía Mary, se retiró lanzándole una mirada despectiva a Henry.

Pasado un rato Clodetta alzó los ojos y se atrevió a hablar.

—No estás tan aislada como creía que lo estarías, tía Mary.

—No, querida mía, los teléfonos y los coches han acabado con el aislamiento. Pero puedo asegurarte que hace veinte años todo era muy distinto. —Sonrió como si recordara el pasado, y miró a Ernest—. Entonces tu abuelo aún vivía, y solíamos quedar bloqueados por la nieve sin que hubiera forma de ponerse en contacto con nadie.

—Cuando estás en Chicago y oyes hablar de «el norte» o «los bosques de Wisconsin» te parece que quedan muy lejos —dijo Clodetta.

—Bueno, no cabe duda de que esto queda lejos —dijo Henry de repente—. Tía, espero que tengas algunas provisiones por si se da el caso de que nos quedemos bloqueados aquí durante uno o dos días. Parece que va a nevar y la radio ha dicho que se aproxima una ventisca.

La anciana lanzó un gruñido y le miró.

—Ah, Henry…, me parece que eso te tiene realmente-preocupado. Me temo que empezaste a arrepentirte de haber hecho este viaje nada más poner el pie en mi casa. Si tanto te preocupa esa tormenta de nieve, puedo hacer que Sam te lleve a Wausau, y mañana mismo puedes estar de vuelta en Chicago.

—Claro que no.

El silencio que siguió a estas palabras se prolongó hasta que la anciana llamó a la sirvienta y Lisa entró en la habitación para ayudarla a levantarse de su asiento, aunque tía Mary no necesitaba que la ayudaran, tal y como le había dicho antes Clodetta a su esposo.

Tía Mary les dio las buenas noches desde el umbral —sostenía el bastón en una mano y los impertinentes en la otra, y tenía un aspecto realmente formidable—, y se desvaneció en la penumbra del pasillo desde la que les llegaron los cada vez más débiles ecos de sus pasos, acompañados por los de la sirvienta, quien rara vez era visible a mucha distancia de su señora. Las dos ancianas se pasaban la mayor parte del tiempo solas en la casa, con algunos períodos muy breves en que la vieja dama estaba acompañada por su sobrino Ernest, «el chico de mi querido John», o por Henry, de cuyo padre jamás hablaba, y que ayudaban a aliviar la plácida somnolencia de sus tranquilas existencias. Sam, que dormía en el garaje, no contaba.

Clodetta le lanzó una mirada llena de nerviosismo a su esposo, pero fue Henry quien dijo aquello en lo que todos estaban pensando.

—Creo que está perdiendo la cabeza —declaró como sin darle importancia.

Se puso en pie, atajando con un gesto de la mano la protesta que ya asomaba a los labios de Clodetta, y fue a la sala: unos instantes después oyeron la música que brotaba de la radio.

Clodetta acarició distraídamente el mango de su cuchara y acabó decidiéndose a hablar.

—Creo que es un poco rara, Ernest.

Ernest sonrió con una expresión de tolerancia.

—No, no lo creo. En cuanto a eso de por qué quiere que las ventanas del lado oeste siempre estén tapadas por las cortinas…, me parece que sé a qué se debe. Mi abuelo murió ahí fuera…, se extravió una noche en que hacía mucho frío y acabó congelado en la ladera de la colina. No sé muy bien cómo ocurrió…, por aquel entonces estaba fuera. Supongo que no le gusta recordarlo.

—Pero entonces, ¿cuál es el peligro del que hablaba?

Ernest se encogió de hombros.

—Quizá radique en ella misma…, podría sentirse afectada y, a su vez, eso nos afectaría a nosotros. —Se quedó callado durante unos instantes y, finalmente, añadió—: Supongo que a ti puede parecerte un poco extraña, pero que yo recuerde siempre ha sido así; en tu próxima visita ya te habrás acostumbrado.

Clodetta contempló a su esposo en silencio durante unos segundos antes de replicar.

—Creo que esta casa no me gusta, Ernest —dijo por fin.

—Oh, tonterías, querida.

Se dispuso a levantarse, pero Clodetta le detuvo.

—Escucha, Ernest, me acordaba de que tía Mary no quiere que esas cortinas estén descorridas…, pero sentí que tenía que hacerlo. No quería pero…, algo me obligó a hacerlo.

Habló con voz entrecortada y vacilante.

—¿Por qué, Clodetta? —le preguntó su esposo en un tono levemente alarmado—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

Clodetta se encogió de hombros.

—Tía Mary podría haber pensado que estoy chiflada.

—Bueno, no es nada serio, pero has permitido que eso te ponga nerviosa y no te conviene. Olvídalo; piensa en otra cosa. Ven a escuchar la radio.

Se pusieron en pie y fueron a la sala juntos. Henry les recibió en la puerta. Se hizo a un lado y les dijo:

—Tendría que haberme imaginado que acabaríamos atrapados aquí —dijo y, al ver que Clodetta se disponía a protestar, añadió—: Sí, vamos a quedar atrapados, te lo aseguro. El viento cada vez es más fuerte y está empezando a nevar, y sé lo que eso significa.

Pasó junto a ellos y fue hacia el comedor, quedándose inmóvil un instante con los ojos clavados en aquella mesa demasiado grande para el tamaño de la estancia. Después se dio la vuelta y fue hasta los ventanales. Descorrió las cortinas y se dedicó a contemplar la oscuridad. Ernest, que seguía en la sala, le vio de pie ante los ventanales.

—A tía Mary no le gusta que esas cortinas estén descorridas, Henry —protestó.

—Bueno, puede que ella crea que es peligroso, pero yo puedo correr el riesgo —replicó Henry medio volviéndose hacia él.

Clodetta había estado contemplando la noche que se extendía al otro lado de los ventanales.

—¡Hay alguien ahí fuera! —exclamó de repente.

Henry se volvió rápidamente hacia el cristal.

—No, es la nieve —dijo—. Está cayendo con fuerza y el viento la impulsa de un lado para otro.

Corrió las cortinas y se apartó de los ventanales.

—Podría haber jurado que vi a alguien ahí fuera pasando ante la ventana —dijo Clodetta con voz vacilante.

—Supongo que desde aquí es fácil confundirse —dijo Henry, que había vuelto al salón—. Pero, personalmente, creo que te has dejado impresionar demasiado por las excentricidades de tía Mary.

Al oírle Ernest hizo un gesto de impaciencia, y Clodetta no respondió. Henry se sentó delante de la radio y fue haciendo girar el dial muy despacio. Ernest había cogido un libro y pronto estuvo totalmente absorto en la lectura, pero Clodetta siguió con los ojos clavados en las cortinas, que aún se movían lentamente ocultando los ventanales que había detrás. Acabó levantándose y salió de la habitación, fue por el largo pasillo que llevaba al ala este y llamó suavemente a la puerta de tía Mary.

—Entre —dijo la anciana.

Clodetta abrió la puerta y entró en la habitación. Tía Mary se había puesto una bata y su dignidad, representada por el bastón y los impertinentes, reposaba en un rincón del cuarto y sobre la cómoda. Tenía un aspecto sorprendentemente benigno, y Clodetta así lo admitió nada más verla.

—Ja, pensabas que era un ogro disfrazado, ¿verdad? —dijo la anciana sonriendo a pesar de sí misma—. No lo soy, como puedes ver, pero ya has comprobado que sufro una especie de manía relacionada con los ventanales del lado oeste.

—Quería decirte algo sobre esos ventanales, tía Mary… —dijo Clodetta.

No llegó a terminar la frase. La expresión de la anciana se había alterado bruscamente convirtiéndose en una curiosa mezcla de abatimiento y preocupación. No había ira ni disgusto…, sólo tensión. ¡La anciana estaba asustada!

—¿Qué querías decirme? —le preguntó secamente a Clodetta.

—Estaba mirando por ellos…, sólo fue un momento, entiéndeme…, y me pareció ver que había alguien ahí fuera.

—No había nadie, Clodetta. Fue cosa de tu imaginación, o quizá fuera la nieve.

—¿Mi imaginación? Quizá. Pero entonces no hacía viento y la nieve no se arremolinaba, aunque después el viento ha empezado a soplar con bastante fuerza.

—Yo también me he dejado engañar por el viento y la nieve en más de una ocasión, querida. A veces hasta he llegado a salir por la mañana en busca de huellas…, y nunca he encontrado ninguna. Estamos bastante lejos de la civilización, aislados por una tempestad de nieve pese a nuestros teléfonos y nuestras radios. Nuestro vecino más próximo se encuentra al final de la pendiente, a unos seis kilómetros de distancia, y todo el terreno que se interpone entre él y nosotros está cubierto por un bosque muy frondoso. El camino más próximo queda a esa misma distancia.

—Estaba tan segura… Podría haberlo jurado.

—¿Quieres salir por la mañana a echar un vistazo? —le preguntó la anciana.

—Claro que no.

—Entonces no viste nada, ¿verdad?

Era en parte una orden y en parte una pregunta.

—Oh, tía Mary, no hagas que discutamos por eso —dijo Clodetta.

—Clodetta, ¿viste algo o no?

—Supongo que no, tía Mary.

—Muy bien. Y ahora, ¿crees que podríamos hablar de algo más agradable?

—Oh, sí, seguro que… Lo siento, tía Mary. No sabía que el abuelo de Ernest había muerto ahí fuera.

—Vaya, así que te lo ha contado, ¿eh? ¿Y bien?

—Sí, me contó que por eso no te gusta ver la ladera después del ocaso…, que no querías que eso te recordara su muerte.

La anciana contemplo a Clodetta con expresión impasible.

—Quizá nunca llegue a saber lo mucho que se ha acercado a la verdad.

—¿Qué quieres decir, tía Mary?

—No es cosa que te incumba, querida. —Volvió a sonreír y su rostro perdió la severidad que se había apoderado de él—. Y ahora creo que será mejor que te vayas, Clodetta; estoy cansada.

Clodetta se levantó obedientemente y fue hacia la puerta, pero la voz de la anciana la hizo detenerse antes de salir.

—¿Qué tal anda el tiempo?

—Está nevando… Henry dice que con mucha fuerza. Y hace viento.

El rostro de la anciana mostró claramente el disgusto que le inspiraban aquellas noticias.

—No me gusta, no me gusta nada… —Hablaba consigo misma, como si hubiera olvidado que Clodetta estaba de pie en el umbral. Sus ojos volvieron a posarse en ella y añadió—: Pero tú no sabes nada de eso, Clodetta. Buenas noches.

Clodetta se quedó inmóvil con la espalda pegada a la puerta después de cerrarla, preguntándose qué habría querido decir la anciana con esas palabras. Pero tú no sabes nada de eso, Clodetta. Qué extraño… Durante unos instantes la anciana se había olvidado completamente de su presencia.

Se apartó de la puerta y vio a Ernest, que acababa de entrar en el ala este.

—Oh, estás aquí —dijo—. Me preguntaba dónde te habías metido.

—He estado hablando con tía Mary.

—Henry ha vuelto a mirar por los ventanales del oeste…, y cree que hay alguien ahí fuera.

Clodetta se detuvo.

—¿De veras lo cree?

Ernest asintió, muy serio.

—Pero hay unos remolinos de nieve realmente terribles, y no me cuesta nada imaginar el efecto que lo que dijiste antes ha tenido sobre su mente.

Clodetta dio la vuelta y fue por el pasillo.

—Voy a decírselo a tía Mary.

Ernest abrió la boca para protestar, pero no llegó a hacerlo, pues Clodetta ya estaba llamando a la puerta de la anciana y, de hecho, la abrió y entró en la habitación antes de que le vinieran a la cabeza las palabras que habrían podido impedírselo.

—Tía Mary, no quiero molestarte, pero Henry ha estado mirando por los ventanales del comedor y dice que hay alguien ahí fuera.

El efecto que aquellas palabras tuvieron sobre la anciana fue mágico.

—¡Les ha visto! —exclamó. Se puso en pie y fue rápidamente hacia Clodetta—. ¿Cuánto hace de eso? —le preguntó, cogiéndola por los brazos de una forma casi brusca—. Dímelo, deprisa. ¿Cuánto hace que les vio?

El asombro que sentía hizo que Clodetta enmudeciera durante unos instantes, pero acabó hablando, sintiendo los vivaces ojos de la anciana clavados en su rostro.

—Hace un rato, tía Mary, después de cenar.

Los dedos de la anciana se relajaron y su tensión desapareció con ese gesto.

—Oh —dijo.

Se dio la vuelta y fue lentamente hacia su sillón, cogiendo el bastón que había dejado en una esquina del cuarto.

—Entonces hay alguien ahí fuera, ¿verdad? —preguntó Clodetta con voz desafiante cuando la anciana hubo llegado al sillón.

La respuesta tardó mucho en llegar. La anciana acabó moviendo suavemente la cabeza en un gesto afirmativo, y un «sí» apenas audible escapó de sus labios.

—En tal caso será mejor que les hagamos entrar en la casa, tía Mary.

La anciana contempló en silencio a Clodetta durante unos segundos; cuando replicó lo hizo en un tono de voz tan bajo como firme, con los ojos clavados en la pared que había a su espalda.

—No podemos dejar que entren, Clodetta…, porque no están vivos.

Clodetta recordó las palabras de Henry —«Está perdiendo la cabeza»—, y el respingo involuntario que no pudo contener traicionó sus pensamientos.

—Me temo que no estoy loca, querida…, al principio albergué la esperanza de estarlo, pero no lo estaba. Y ahora tampoco lo estoy. Al principio sólo se veía a la chica; el otro es mi padre. Hace mucho tiempo, cuando yo era joven, mi padre hizo algo que lamentó durante todos los días de su vida. Tenía un genio demasiado vivo, y a veces perdía el control de sus actos. Una noche descubrió que uno de mis hermanos —el padre de Henry—, se había tomado ciertas libertades con una sirvienta, una chica muy guapa, mayor de lo que yo era entonces. Mi padre creyó que ella había sido la culpable de todo, aunque no tenía ninguna culpa, y cuando descubrió su error ya era demasiado tarde. La echó de la casa. El invierno aún no había llegado, pero hacía mucho frío y la joven debía recorrer casi diez kilómetros a pie para llegar a su hogar. Le suplicamos que no la echara —aunque entonces no sabíamos qué había ocurrido—, pero no nos hizo caso. La chica tenía que marcharse.

»Poco después de que se hubiera ido empezó a soplar el viento y la tormenta no tardó en desencadenarse. Papá ya se había arrepentido, y mandó a algunos hombres en su busca. No la encontraron, pero a la mañana siguiente descubrieron su cuerpo: había muerto congelada en la ladera que da al oeste.

La anciana suspiró, se quedó callada durante unos instantes y siguió hablando.

—Años después…, volvió. Volvió durante una tormenta de nieve, como cuando se había marchado; pero se había convertido en una vampira. Todos la vimos. Estábamos cenando y mi padre fue el primero en verla. Los chicos ya habían subido al piso de arriba. Mi padre no la reconoció y mi hermana y yo tampoco la reconocimos. No era más que una silueta borrosa que flotaba entre la nieve al otro lado de los ventanales. Papá salió corriendo de la casa gritándonos que avisáramos a los chicos. No volvimos a verle con vida. Le encontramos por la mañana, en el mismo sitio donde habían encontrado a la chica años antes. El también había muerto congelado.

»Unos cuantos años después la chica volvió con las primeras nieves, y le trajo consigo; él también se había convertido en un vampiro. Se quedaron ahí fuera hasta la última nevada, intentando atraer a alguien más. A partir de entonces estuve segura e hice tapar los ventanales durante las noches de invierno, desde el ocaso hasta el amanecer. Nunca van más allá de la ladera oeste.

»Ahora ya lo sabes todo, Clodetta.

La réplica de Clodetta, fuera la que fuese, no llegó a nacer: oyeron un veloz ruido de pasos por el corredor, una apresurada llamada a la puerta y la cabeza de Ernest apareció bruscamente por el umbral.

—Venid las dos —dijo casi con alegría—. Hay gente en la ladera oeste…, una chica y un viejo. ¡Henry ha salido a buscarles!

Se marchó después de haber hecho su triunfante anuncio. Clodetta se levantó pero la anciana le tomó la delantera: la dejó atrás y casi corrió por el pasillo, llamando en voz alta a Lisa, quien acabó saliendo de su habitación en camisón y gorro de dormir.

—Lisa, ve a buscar a Sam y haz que venga al comedor —le dijo la anciana.

Fue corriendo al comedor, con Clodetta pisándole los talones. Los ventanales estaban abiertos, y Ernest había salido a la terraza cubierta de nieve: oyeron cómo llamaba a su primo. La anciana fue en línea recta hacia él, pisando la nieve hasta llegar a su lado, aunque el viento impulsaba con gran fuerza los remolinos blancos mandándolos contra ella. La boscosa ladera oeste estaba perdida en una neblina de nieve; los árboles más cercanos apenas eran discernibles.

—¿Dónde pueden haber ido? —exclamó Ernest, volviéndose hacia la anciana creyendo que era Clodetta—. Tía Mary —dijo al ver quién era—. ¡Y apenas llevas nada puesto! Cogerás un resfriado.

—No importa, Ernest —dijo la anciana—. Estoy bien. He hecho llamar a Sam para que te ayude a buscar a Henry…, pero me temo que no le encontraréis.

—No puede estar muy lejos, acaba de marcharse.

—Se marchó antes de que vieras adonde iba; con eso ya es suficiente.

Sam llegó corriendo del comedor envuelto en un chaquetón para toparse con los remolinos de nieve. Era bastante más viejo que Ernest, casi tan mayor como la anciana. Le lanzó una mirada interrogativa y pregunto:

—¿Han vuelto?

Tía Mary asintió.

—Tendrás que buscar a Henry. Ernest te ayudará. Y recuerda que no debéis separaros. No os alejéis mucho de la casa.

Clodetta apareció con el abrigo de Ernest, y las dos mujeres se quedaron inmóviles observándoles hasta que los dos hombres acabaron siendo engullidos por el muro de nieve. Después se dieron la vuelta muy despacio y entraron en la casa.

La anciana se dejó caer en un sillón colocado ante los ventanales. Estaba pálida y parecía cansada. Como diría después Clodetta, «daba la impresión de que el mundo se le hubiera caído encima». Permaneció en silencio durante un rato bastante largo. Acabó lanzando un leve suspiro y se volvió hacia Clodetta.

—Ahora habrá tres —dijo.

Ernest y Sam aparecieron al otro lado del cristal, tan de repente que ninguna de las dos supo cómo habían llegado hasta allí, sosteniendo a Henry entre los dos. La anciana se levantó corriendo para abrir los ventanales y los tres hombres entraron en la habitación envueltos en un torbellino de nieve.

—Le encontramos…, pero me temo que el frío le ha afectado bastante —dijo Ernest.

La anciana le ordenó a Lisa que trajera agua fría y Ernest fue corriendo a cambiarse de ropa. Clodetta le acompañó, y cuando estuvieron en su habitación le contó lo que le había revelado la anciana.

Ernest se rió.

—Me parece que te lo has creído todo, ¿eh, Clodetta? Sé que Sam y Lisa lo creen, porque Sam me contó la historia hace mucho tiempo. Creo que el shock provocado por la muerte del abuelo fue demasiado para ellos.

—Pero la historia de la chica, y luego…

—Me temo que esa parte es cierta. Fue un asunto muy desagradable, pero ocurrió.

—¡Pero Henry y yo vimos a esas personas! —protestó Clodetta sin demasiada convicción.

Ernest se quedó inmóvil donde estaba.

—Cierto —dijo—, y yo también las he visto. Siguen ahí fuera, ¡y tendremos que encontrarlas!

Ernest volvió a coger su abrigo y salió de la habitación. Clodetta le siguió, protestando con un tono de voz extrañamente agudo. La anciana había oído cómo Clodetta le suplicaba a Ernest que no saliera de la casa y les recibió en la puerta del comedor.

—No, Ernest…, no puedes volver a salir —dijo—. Ahí fuera no hay nadie.

Ernest la apartó suavemente para entrar en el comedor y se volvió hacia Sam.

—¿Vienes, Sam? Ahí fuera sigue habiendo dos personas…, casi nos olvidamos de ellas.

Sam le miró de una forma extraña.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó con bastantes malos modos.

Le lanzó una mirada desafiante a la anciana, y ésta negó con la cabeza.

—La chica y el anciano, Sam. Tenemos que encontrarles.

—Oh, ellos —dijo Sam—. ¡Están muertos!

—Entonces iré solo —dijo Ernest.

Henry se levantó de repente: parecía aturdido. Dio unos cuantos pasos hacia adelante y sus ojos se posaron en cada uno de los presentes, dando la impresión de no reconocerlos. Cuando habló lo hizo en un tono de voz extrañamente semejante al de un niño.

La nieve —murmuró—, la nieve, esas manos tan hermosas, tan pequeñas, tan delicadas y hermosas…, sus hermosas manos…, y la nieve, la hermosa nieve, cayendo y revoloteando a su alrededor

Se dio la vuelta muy despacio y miró hacia los ventanales. Los demás siguieron la dirección de su mirada. Al otro lado del cristal había una muralla de nieve blanca que se estrellaba incesantemente contra la casa. Henry la contempló en silencio durante unos instantes; de repente una silueta blanca emergió de entre la nieve…, una muchacha vestida con ropajes nevados cuyos ojos ardían con un resplandor extrañamente fascinante.

La anciana se lanzó hacia adelante y extendió los brazos para sujetar a Henry, pero ya era demasiado tarde. Henry corrió hacia los ventanales, los abrió y se esfumó en el muro de nieve que había al otro lado: el grito de Clodetta rompió el silencio en ese mismo instante.

Ernest corrió hacia los ventanales, pero la anciana le puso los brazos alrededor del cuerpo estrechándole con todas sus fuerzas.

—¡No irás! —murmuró—. ¡Ya no podemos hacer nada por Henry!

Clodetta fue a ayudarla y Sam se colocó ante los ventanales con una expresión amenazadora en el rostro, cerrándolos para no dejar entrar el viento y la amenaza de la nieve. Las dos mujeres le mantuvieron sujeto y no le dejaron marchar.

—Mañana iremos a sus tumbas y les clavaremos una estaca —dijo la anciana en un ronco susurro—. Tendríamos que haberlo hecho hace mucho tiempo.

Por la mañana encontraron el cuerpo de Henry acurrucado junto al tronco de un roble muy viejo, allí donde años antes habían encontrado otros dos cuerpos. Las huellas de lo que le había arrastrado hasta allí casi habían desaparecido, pero el surco irregular abierto en la nieve todavía era visible: aun así, no había pisadas, sólo unos extraños huecos esparcidos a lo largo de ese surco, como si el viento y nada más que el viento se hubiera llevado la nieve de aquellos puntos.

Pero sobre su piel estaban las señales de la vampira de las nieves…, las pequeñas y delicadas huellas dejadas por las manos de una muchacha.