TÉOPHILE GAUTIER

La muerta enamorada

Hermano, me preguntas si conozco el amor. Pues sí, lo conozco. Se trata de una historia singular y terrible y, aunque ya tengo sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de semejante recuerdo. No me negaré a confiártela, pero jamás expondría esa historia ante un alma menos íntegra que la tuya. Tan extraños fueron los hechos que me niego a creer que hayan ocurrido. Sin embargo, durante más de tres años, fui víctima de una ilusión singular y diabólica. Yo, pobre sacerdote de provincias, viví en sueños, una noche tras otra (¡y quiera Dios que sólo haya sido un sueño!), una vida de réprobo, una vida mundana, una vida de Sardanápalo. Bastó que posara una mirada complaciente sobre una mujer para que arriesgase el alma; finalmente, con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, logré conjurar el espíritu maligno que me dominara. Mi existencia se había bifurcado en una existencia nocturna totalmente diversa. Durante el día, era un humilde sacerdote, casto, consagrado a la plegaria y a sus santos deberes; durante la noche, una vez que cerraba los ojos, me transformaba en un joven señor, fino conocedor de mujeres, perros y caballos, amante de los dados, bebedor y blasfemo; al amanecer, cuando despertaba, creía dormirme para soñar que era un sacerdote. De esa vida sonámbula conservo incontenibles recuerdos de objetos y palabras y, si bien jamás abandoné los muros del presbiterio, quien me oyera creería que soy un hombre ahíto de placeres mundanos, que ha procurado en la religión un modo de confiar a Dios la culminación de sus días turbulentos, y no un humilde seminarista que ha envejecido en una parroquia ignorada en medio de la foresta, sin relación alguna con las cosas del siglo.

Sí, conozco el amor: amé como nadie en el mundo, con furia y tenacidad, y con tal violencia que asombra que no haya estallado mi corazón. ¡Ah, qué noches! ¡Qué noches!

Desde la más tierna infancia tuve vocación por el sacerdocio, hacia el cual dirigí todos mis estudios; hasta los veinticuatro años, mi vida no fue sino un largo noviciado. Una vez que culminé mis estudios de teología y aprobé a su debido tiempo los grados menores, mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mis pocos años, de dar el último paso, el más temible. Decidieron ordenarme sacerdote en la semana de Pascua.

Yo ignoraba el mundo; éste, para mí, se limitaba al cerrado ámbito del colegio y del seminario. Vagamente sabía que había algo denominado «mujer», pero jamás me detuve a pensar en ello; mi inocencia era perfecta. Sólo veía, dos veces al año, a mi débil y anciana madre. Esa era toda mi relación con el mundo externo.

No tenía nada que deplorar y jamás vacilé ante este compromiso irrevocable; me colmaban la impaciencia y la alegría. Jamás novio alguno contó con ardor tan febril las horas que lo apartan de su boda; no dormía: soñaba que daba misa, nada en el mundo me parecía más bello que el sacerdocio; mi ambición no concebía nada más digno y me habría negado a ser rey o poeta.

Te lo digo para que veas que no tenía por qué ocurrirme lo que me ocurrió, para que veas que fui víctima de un inexplicable sortilegio.

Llegó el gran día. Me dirigí a la iglesia con pasos tan leves que creía estar suspendido en el aire, tener alas sobre los hombros. Me creía un ángel y el aspecto grave y sombrío de mis compañeros —porque éramos varios— no dejó de llamarme la atención. Había consagrado la noche a la plegaria y mi estado lindaba con el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía Dios Padre contemplándome desde Su eternidad. A través de las bóvedas del templo, yo veía el cielo.

Conoces los detalles de la ceremonia: la bendición, la comunión según las dos especies, la unción de las palmas de ambas manos con el óleo de los catecúmenos y, finalmente, el santo sacrificio que se ofrece junto al obispo. No me demoraré en ellos. ¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Qué imprudente aquél que no sella un pacto con los propios ojos! Por casualidad alcé la cabeza, que hasta entonces mantuviera reclinada, y vi delante de mí, a tan poca distancia que casi hubiera podido tocarla —aunque en realidad estaba muy lejos, del otro lado de la balaustrada—, una joven mujer extrañamente bella y magníficamente vestida. Fue como si de mis pupilas cayeran las escamas que las cubrían; tuve la sensación del ciego que súbitamente recobra la vista. El resplandor del obispo se disipó, palidecieron los cirios tal como las estrellas al alba, una oscuridad absoluta cubrió el templo. La deliciosa criatura se destacaba entre las sombras como una revelación angélica; parecía iluminarla su propio fulgor, del cual el día no era sino un triste reflejo.

Bajé la mirada, resuelto a no dejarme dominar por la influencia de objetos externos, pues la paulatina distracción apenas me permitía ser dueño de mis actos.

Un minuto más tarde abrí nuevamente los ojos, pues a través de mis pestañas la veía radiante con los colores del prisma, en medio de una penumbra purpúrea, tal como cuando enfrentamos el sol.

¡Era tan bella! Los pintores más grandes, que tras procurar en el cielo la belleza ideal nos han legado el divino retrato de la Virgen, no logran siquiera aproximarse a realidad tan fabulosa. No hay verso de poeta ni paleta de pintor capaz de describirla. Era alta; su talle y su porte eran dignos de una diosa; sus cabellos, delicadamente rubios, se derramaban sobre sus sienes como ríos de oro: parecía una reina con su diadema; su frente, con su traslúcida y azulada palidez, se expandía con sereno aspecto sobre el arco de sus cejas castañas, singularidad que acentuaba el efecto de sus ojos verde mar, cuya vivacidad y esplendor eran insondables. ¡Qué ojos! Podían decidir, con un guiño, el destino de un hombre; jamás he visto otros tan plenos de vida, de limpidez, de ardor, tan húmedos y rutilantes; despedían rayos que, como venablos, herían mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba provenía del cielo o del infierno, pero no cabe duda de que provenía del uno o del otro. Esa mujer era un ángel o un demonio, acaso ambos. Por cierto que no procedía del vientre de Eva, nuestra madre común. Dientes perfectos resplandecían a través de su sonrisa y pequeños hoyuelos herían el delicado raso de sus adorables mejillas a cada inflexión de la boca. Su nariz ostentaba una suavidad y un orgullo propios de una reina y delataba un noble origen. Sobre la piel tersa y reluciente de sus hombros titilaban brillantes de ágata y descendían sobre el pecho hileras de gruesas perlas doradas cuyo tono igualaba al del cuello. A veces su cabeza se erguía con un movimiento ondulante de culebra o de vanidoso pavo real, imponiendo un leve temblor a la alta gorguera bordada que la rodeaba como un enrejado de plata.

Lucía un vestido de terciopelo nacarado, y de sus amplias mangas forradas de armiño surgían sus manos patricias, infinitamente delicadas, con dedos largos y torneados, cuya transparencia ideal el día atravesaba tal como los de la aurora.

Recuerdo los detalles con tanta nitidez como si los hubiera visto ayer y, aunque me abrumaba en extremo tal circunstancia, nada se me escapaba; el rasgo más tenue, el pequeño lunar en el extremo del mentón, el vello imperceptible de las comisuras de los labios, el terciopelo de la frente, la trémula sombra que las cejas arrojaban sobre las mejillas: todo lo advertí con asombrosa lucidez.

Noté que al contemplarla se abrían en mí puertas que hasta entonces permanecieron cerradas; huecos obstruidos se despejaban para dar paso a una múltiple luz que hería ignoradas perspectivas; la vida, cobraba un aspecto totalmente diverso; nacía en mí una nueva existencia, otro orden de ideas. Una angustia espantosa me atenazaba el corazón; cada minuto que se deslizaba me parecía, a un tiempo, un segundo y un siglo.

Entretanto continuaba la ceremonia, y me apartaban de aquel mundo cuya entrada asediaban mis nacientes deseos. Dije «sí» aunque anhelaba decir «no», aunque todo en mí se revelaba y aborrecía la violencia que mi lengua ejercía sobre mi alma; un poder furtivo me arrancó las palabras. Así ha de ocurrirles a tantas jóvenes que se dirigen hacia el altar con la firme resolución de rechazar clamorosamente al esposo que les ha sido impuesto, sin que ninguna realice su proyecto. Así ha de ocurrirles a tantas pobres novicias que toman el hábito aun cuando estén resueltas a desgarrarlo en el instante de pronunciar sus votos. No nos atrevemos a causar tal escándalo ante el mundo, a decepcionar tantas expectativas; tantas voluntades, tantas miradas parecen agobiarnos como una lámina de plomo; por otra parte, se han tomado las medidas con tal precisión, todo está tan bien dispuesto de antemano y de modo tan irrevocable que el pensamiento sucumbe a la opresión de las circunstancias.

El rostro de la bella desconocida mudaba de expresión a medida que progresaba la ceremonia. Su ternura y suavidad se transformaron en desdén y ofuscación, como si no la hubiesen comprendido.

Hice tal esfuerzo para gritar que no quería ser sacerdote que hubiese logrado arrancar una montaña; no pude; mi lengua se clavó a mi paladar y me fue imposible traducir mi voluntad al gesto negativo más insignificante. Aunque despierto, me hallaba en un estado similar al de esas pesadillas en que intentamos, sin lograrlo, proferir la palabra de la que depende nuestra vida.

Ella pareció comprender el martirio que yo padecía y, como para impulsarme, me lanzó una mirada plena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema animado por la melodía de sus miradas.

Me decía:

—Si quieres ser mío, yo te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Desgarra ese fúnebre sudario con que van a envolverte; soy la belleza, soy la juventud, soy la vida: si acudes, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Jehová a cambio? Nuestra existencia se deslizará como un sueño y será un beso eterno. Derrama el vino de ese cáliz y serás libre. Te llevaré a islas desconocidas, dormirás junto a mí en un lecho de oro macizo, bajo un dosel de plata; porque te amo y quiero arrancarte a tu Dios, hacia quien tantos corazones vierten torrentes de amor sin alcanzarlo jamás.

Creí escuchar tales palabras como si las acompañara un acorde infinitamente dulce, pues su mirada tenía el don de la sonoridad y las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si labios invisibles las hubiesen insuflado en mi alma. Estaba dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, cumplía maquinalmente con las formalidades de la ceremonia. La bella me miró con ojos tan implorantes, tan desesperados, que aceradas lágrimas apuñalaron mi corazón. Yo, como una mater dolorosa, sentí en mi cuerpo la hoja de múltiples espadas.

Ya estaba hecho: era sacerdote.

Jamás vi pintada en rostro alguno una angustia tan desgarradora. La joven cuyo amante cae junto a ella, súbitamente fulminado; la madre que descubre vacía la cuna de su hijo; Eva sentada en el umbral del Paraíso; el avaro que encuentra una piedra en lugar de su tesoro; el poeta que ha dejado caer al fuego el único manuscrito de su obra maestra, no ofrecen un aspecto tan desolado e inconsolable. La sangre abandonó su rostro encantador, que adquirió una palidez marmórea; cayeron sus hermosos brazos a ambos lados del cuerpo, como si sus músculos se hubiesen aflojado; se apoyó contra un pilar, porque cedían sus piernas. Lívido, con la frente cubierta de un sudor más ardiente que el del Calvario, me dirigí, con pasos vacilantes, hacia la puerta de la iglesia. Estaba sofocado; las bóvedas agobiaban mis hombros, creí sentir sobre mi cabeza el grave peso de la cúpula.

Estaba a punto de cruzar el umbral cuando, bruscamente, una mano aferró la mía. ¡Una mano de mujer! Jamás había tocado una. Era fría como la piel de las serpientes y, sin embargo, su huella ardió como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.

—¡Desdichado! ¡Desdichado! ¿Qué has hecho? —me dijo en voz baja. Luego se perdió en la multitud.

Pasó el viejo obispo y me dirigió una mirada severa. Mi aspecto, sin duda, era extraño; palidecía, enrojecía, sufría mareos. Uno de mis compañeros se apiadó de mí, me tomó en sus brazos y me llevó con él; solo, habría sido incapaz de retornar al seminario.

Al rodear una calleja, mientras el joven sacerdote miraba hacia otro lado, un paje negro, extrañamente ataviado, se me acercó y me entregó, sin detener su carrera, una cartera pequeña, recamada en oro, y me hizo señas de que la guardara; la deslicé dentro de la manga y esperé a estar solo en mi celda. Hice saltar el broche; sólo contenía dos hojas con estas palabras: «Clarimonda, Palazzo Concini». Tan divorciado estaba yo de los hechos mundanos que desconocía a Clarimonda, a pesar de su fama, e ignoraba totalmente la ubicación del palacio Concini. Me entregué a mil conjeturas, unas más extravagantes que otras; aunque en verdad, con tal de volver a verla, poco me importaba que se tratase de una dama de alcurnia o de una cortesana.

Apenas nació, mi amor arraigó con vigor indestructible; ni siquiera pensé en intentar arrancarlo de mí, pues no creí que fuera posible hacerlo. Esa mujer se había adueñado de mí; una mirada había bastado para cambiarme e imponerme su voluntad; ya no vivía en mí, sino en ella y para ella. Cometía mil extravagancias, besaba la parte de mi mano que había recibido su contacto, repetía su nombre durante largas horas. Me bastaba cerrar los ojos para verla con tal claridad como si la tuviese delante de mí, y pronunciaba una y otra vez las palabras que ella me dirigiera en el portal de la iglesia: «¡Desdichado! ¡Desdichado! ¿Qué has hecho?». Comprendí el horror de mi situación, y los aspectos funestos y terribles del estado al que acababa de consagrarme se me revelaron con claridad. ¡Ser sacerdote! O sea: ser casto, no amar, no detenerse ante el sexo o la edad, apartar los ojos de toda belleza, vaciarse los ojos, reptar bajo la glacial penumbra de un claustro o una iglesia, sólo visitar moribundos, velar al lado de cadáveres desconocidos y vestir luto constante con esta sotana negra, de tal modo que el propio hábito pudiera servir de cortinado a mi catafalco.

La vida, como un hirviente lago interior, pugnaba por desbordarme; mi sangre se debatía furiosamente en las arterias y mi juventud, tanto tiempo contenida, estalló súbitamente como el áloe, que tarda un siglo en florecer y luego irrumpe con estruendo.

¿Cómo hacer para ver a Clarimonda? No contaba con pretexto alguno para abandonar el seminario, pues a nadie conocía en la ciudad; tampoco había de permanecer largo tiempo en ella, donde solo aguardaba que me indicaran la parroquia que debía ocupar. Intenté quitar los barrotes de mi ventana, pero estaba a una altura tan aterradora que bajar sin una escala era imposible. Por otra parte, sólo de noche podría hacerlo. ¿Como orientarme, pues, en el inextricable dédalo de calles? Tales dificultades, que otros hubiesen arrostrado sin vacilación, me resultaban insuperables; no era sino un pobre seminarista enamorado, sin experiencia, sin dinero, sin ropas apropiadas. ¡Ah, de no haber sido sacerdote, habría podido verla todos los días! Habría sido su amante, su esposo: así me lo repetía mi ceguera; en lugar de verme envuelto en mi triste sudario, dispondría de ropajes de seda y terciopelo, de cadenas de oro, de una espada y de plumas, como los jóvenes caballeros. Mis cabellos, en lugar de sufrir el oprobio de la tonsura, colgarían alrededor de mi cuello en bucles ondulantes. Luciría un hermoso bigote embetunado, sería un joven apuesto.

Pero una hora transcurrida ante un altar, un par de palabras mal articuladas, me sustraían al mundo de los vivos. Yo mismo había sellado mi tumba con una piedra; mi propia mano había asegurado el cerrojo de mi prisión.

Me asomé a la ventana. El cielo era admirablemente azul, los árboles estaban ataviados de primavera, la naturaleza hacía gala de un irónico júbilo. La plaza estaba colmada de gente que iba y venía; jóvenes parejas paseaban por los jardines y procuraban la sombra de las pérgolas. Pasaron grupos que entonaban canciones de borrachos; tanto movimiento, tanta animación, tanta vida, tanta alegría no hacían sino destacar mi tristeza y soledad. Una madre joven jugaba con su hijo en el umbral; sonreía, le besaba la pequeña boca rosada, perlada de gotas de leche, y jugaba con él como sólo las madres saben hacerlo. El padre, que estaba de pie, a cierta distancia, los contemplaba con dulzura y sus brazos cruzados contenían el júbilo de su corazón. No pude tolerar tal espectáculo; cerré el ventanal y me arrojé a mi catre presa de un odio y unos celos incontenibles; mordí mis dedos y mi manta con tanta voracidad como un tigre que hubiera padecido un prolongado ayuno.

No sé cuántos días toleré tal situación pero cuando me volví, en un espasmo de furia, advertí que el abad Serapione se erguía en el centro de la celda y me observaba con atención. Me avergoncé de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el pecho, me cubrí el rostro con las manos.

—Romualdo, hijo mío, algo extraordinario te ocurre —me dijo Serapione al cabo de unos minutos de silencio—. Tu conducta es realmente inexplicable. Tú, tan calmo, tan dulce, tan pío, te agitas en tu celda como una fiera enjaulada. Cuídate, hermano, y desoye los consejos del diablo; el espíritu maligno, irritado porque te has consagrado al Señor para siempre, te acecha como un lobo hambriento y realiza un último esfuerzo para transformarte en su presa. No te dejes abatir: hazte una coraza de plegarias y un escudo de mortificaciones, combate con valor al enemigo; lo vencerás. La prueba es necesaria a la virtud; el oro sale más puro de la copela. No te aterres ni desanimes; incluso las almas más firmes y vigilantes han padecido tales momentos. Ora, ayuna, medita, y el mal espíritu se batirá en retirada.

El discurso del abad Serapione me volvió a mis cabales y pude recobrar la calma.

—Venía a anunciarte que te han designado para la parroquia de C***; el sacerdote que la tenía a su cargo acaba de morir y Monseñor me encargó que te guíe para que te instales en ella; prepárate para salir mañana.

Asentí con un gesto y el abad se retiró. Abrí el misal y me consagré a leer plegarias; pronto los renglones se confundieron, las ideas se embrollaron en mi cerebro y el libro no tardó en deslizarse de mis manos sin que yo lo advirtiera.

¡Partir al día siguiente sin haberla vuelto a ver! ¡Añadir otro obstáculo a los muchos que nos separaban! ¡Perder para siempre toda esperanza que no se cifrara en el milagro! ¿Escribirle? ¿Y por quién haría llevar la carta? Mi sagrada investidura me impedía confiarme a nadie. Me sofocó la ansiedad. Luego recordé los comentarios del abad sobre los artificios del diablo; lo extraño de tal aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el fulgor incandescente de sus ojos, la marca candente de su mano, el modo en que su presencia me conturbara, el súbito cambio que se había operado en mí, la brusca desaparición de mi piedad: en todo podía sospecharse la presencia del diablo, y acaso esa mano satinada no fuera sino el guante con que ocultaba su garra. Tales reflexiones me aterraron y recogí el misal, que de mis rodillas había caído al suelo, para sumirme en mis plegarias.

Al día siguiente vino a buscarme Serapione; dos mulas nos aguardaban ante la puerta, cargadas con nuestro humilde equipaje; mal o bien montamos en ellas. Al recorrer las calles de la ciudad, indagaba cada ventana y cada balcón, ansioso por ver a Clarimonda; pero era temprano y la ciudad aún dormitaba. Mis ojos buscaban los sitios que velaban las persianas, los cuartos de cada palacio ante los que pasábamos. Sin duda, Serapione atribuyó tal curiosidad a la admiración que debía suscitarme la belleza arquitectónica del lugar, pues contuvo el paso de su montura para darme tiempo a observar. Llegamos, por fin, a las puertas de la ciudad y comenzamos a ascender por la colina. ¡La ciudad en que vivía Clarimonda! Una vez en la cima, me volví para observarla nuevamente; la sombra de una nube la cubría por completo: una profusa media tinta en que flotaban blancos copos de espuma —las brumas de la mañana— confundía sus rojos y azules tejados; un singular efecto óptico destacó un edificio dorado y resplandeciente que, herido por los destellos matinales, excedía en altura a las construcciones vecinas, que naufragaban en la niebla; aunque estaba a más de una legua, parecía muy cercano. Cada íntimo detalle era visible; las torres, las plataformas, los cruceros y hasta las veletas con cola de golondrina.

—¿Qué es ese palacio que se ve allá, iluminado por un rayo de sol? —le pregunté a Serapione. Se cubrió los ojos con la mano, observó, y me dijo:

—Es un antiguo palacio que el príncipe Concini donó a la cortesana Clarimonda; en él se perpetran hechos espantosos.

Aún ignoro si fue visión o realidad, pero en ese instante creí ver deslizarse por la terraza una forma pálida y esbelta cuyo fulgor perduró un segundo antes de extinguirse. ¡Clarimonda!

¿Sabía que a esa hora, desde lo alto del áspero camino que me alejaba de ella y por el cual ya no habría de volver, yo devoraba con ojos tenaces y ardientes el palacio que habitaba y que un azaroso juego de luz parecía ponerlo a mi alcance, como invitándome a entrar en él como dueño y señor? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba excesivamente ligada a la mía para no vibrar ante mis emociones más delicadas, y por tal razón se había expuesto, sin despojarse de sus velos nocturnos, al gélido rocío matinal en lo alto de la terraza.

La sombra avanzó sobre la ciudad, que pronto no fue sino un inmóvil océano de cúpulas y tejados, del que sólo se distinguían abruptas ondulaciones. Serapione apremió a su mula, cuyos pasos la mía no tardó en seguir, y una curva del sendero me arrebató para siempre la ciudad de S***, a la que jamás habría de regresar. Al cabo de tres días de marcha a través de tristes campiñas, se irguió, sobre la copa de los árboles, el chapitel de la iglesia en que debía servir. Recorrimos tortuosas callejas que penosamente eludían chozas y corrales hasta hallarnos ante la fachada del edificio y su triste magnificencia. Un portal ornado con algunas nervaduras, un par de pilares de areniscas toscamente tallados, techo de tejas y contrafuertes del mismo material que los pilares; eso era todo. A la izquierda, el camposanto, cubierto por un pastizal montaraz en cuyo centro se erguía una cruz de hierro; a la derecha, la sombra de la iglesia, el presbiterio. Todo era simple hasta la aridez. Entramos. Unas gallinas picoteaban avena; parecían acostumbradas al hábito negro de los eclesiásticos y nuestra presencia no las alarmó; se apartaron con desgana para dejarnos pasar. Nos sorprendió un ladrido áspero y ronco y se nos acercó un viejo perro.

Era el perro de mi predecesor. Su mirada blanda, su pelo gris y otros síntomas semejantes delataban la vejez más extrema que pueda agobiar a un perro. Lo acaricié levemente y se echó a andar a mi lado con aire de inexpresable satisfacción. Una anciana, el ama de llaves del cura anterior, acudió a nuestro encuentro y, después de hacerme entrar a una sala de paredes bajas, me preguntó si tenía la intención de protegerla. Le dije que estaba dispuesto a protegerla a ella, al perro, a las gallinas, y a todo el mobiliario que su amo le había dejado al morir; la conmovió una exaltada alegría pues, por otra parte, el abad Serapione le había pagado en el acto el precio que ella reclamara.

En cuanto me instalé, el abad regresó al seminario. Permanecí, pues, a solas y sin otro apoyo que yo mismo. Nuevamente me obsesionó el recuerdo de Clarimonda y, aunque me esforzaba por ahuyentarlo, no siempre era capaz. Una noche, mientras paseaba por los senderos bordeados de boj de mi pequeño jardín, creí ver a través de las matas una forma de mujer que seguía todos mis movimientos y, entre las hojas, el destello de unas pupilas verde mar; sin embargo, sólo se trataba de una ilusión, y cuando cruzaba al otro lado del sendero no hallaba sino una pequeña huella en la arena, tan pequeña que semejaba el pie de un niño. Altas murallas rodeaban el jardín; yo examinaba cada uno de sus rincones sin hallar a nadie. Jamás pude explicarme tal circunstancia que, por otra parte, era menos asombrosa que los extraños hechos que aún había de afrontar. De ese modo viví durante un año; cumplí con exactitud todos los deberes de mi condición, oré, ayuné, exhorté y protegí a los enfermos; di limosna hasta privarme de las necesidades más elementales. Pero una extrema aridez reinaba dentro de mí y las fuentes de la gracia me estaban vedadas. No gozaba de la dicha que otorga el cumplimiento de una santa misión; mi pensamiento vagaba en otra parte y las palabras de Clarimonda acudían a mis labios como un involuntario estribillo. ¡Medita sobre ello, hermano! Por haber mirado a una mujer sólo una vez, por cometer una falta en apariencia tan leve, padecí durante años los tormentos más insidiosos; mi vida fue perturbada para siempre.

No me detendré en cada una de mis derrotas y victorias interiores, a las que seguía, inexorablemente, una caída aún más profunda; pasaré de inmediato a una circunstancia decisiva. Una noche llamaron perentoriamente a la puerta. El ama de llaves acudió a abrir y un hombre de tez cobriza, vestido lujosamente, aunque de acuerdo a una moda extranjera, con un largo puñal, compareció a la luz de la linterna de Bárbara. Ésta esbozó un gesto de terror, pero el hombre la calmó y le dijo que necesitaba verme de inmediato por un asunto relacionado con mis funciones. Bárbara lo hizo subir. Yo estaba por acostarme. El hombre declaró que su señora, una dama de alto rango, estaba a punto de morir y requería un sacerdote. Respondí que estaba dispuesto a ir con él; llevé conmigo lo que hacía falta para la extremaunción y descendí con premura. Ante la puerta aguardaban dos caballos negros como la noche que resoplaban con impaciencia y exhalaban espesas volutas de humo. El hombre me sostuvo el estribo y me ayudó a montar en uno de ellos; luego, apoyando su mano sobre la perilla de la montura, saltó sobre el otro. Apretó las rodillas y aflojó las riendas de su caballo, que partió como una flecha. El mío, cuyas bridas él aferraba, también se echó a galopar con idéntico ritmo. Devorábamos el camino; azotábamos con los cascos la tierra confusa e incierta, y las negras siluetas de los árboles huían como un ejército en desbandada. Atravesamos un bosque cuya penumbra opaca y glacial me provocó un estremecimiento de supersticioso terror. Las herraduras arrancaban a las piedras enjambres de chispas que formaban una estela de fuego; si alguien, a esa hora de la noche, nos hubiese visto, nos habría tomado por un par de espectros montados sobre atroces demonios. Fuegos fatuos se cruzaban en el camino y las cornejas graznaban lastimosamente en la espesura donde, desde lejos, nos acechaban los ojos ardientes de los gatos salvajes. Desgreñábase la crin de los caballos, el sudor humedecía sus flancos, sus narices exhalaban un vapor denso y feroz. En cuanto los veía desfallecer, el escudero profería un alarido gutural (que nada tenía de humano) para reanimarlos, y el galope recobraba su furia. Finalmente, cesó aquel torbellino: una masa negra, erizada de puntos brillantes, se irguió súbitamente ante nosotros; los pasos de nuestras cabalgaduras resonaron sobre un camino de piedra y entramos bajo una bóveda que abría sus fauces sombrías entre dos altas torres. Una gran agitación reinaba en el castillo: domésticos con antorchas recorrían los patios en diversas direcciones, luces vacilantes subían y bajaban por los corredores. Confusamente, advertí los pormenores de una construcción imponente y fantástica; enormes columnas, arcadas, escalinatas y rampas. Un paje negro, el mismo que me había entregado el mensaje de Clarimonda y al cual reconocí de inmediato, me ayudó a descender, y un mayordomo vestido de terciopelo negro, con una cadena de oro al cuello y un bastón de marfil en la mano, se me acercó. Gruesas lágrimas inundaron sus ojos, recorrieron sus mejillas y humedecieron su barba blanca.

—¡Demasiado tarde! —exclamó bajando la cabeza—. ¡Demasiado tarde, padre! Pero, ya que no habéis podido salvar su alma, venid al menos a velar su cuerpo.

Me tomó del brazo y me condujo a la cámara mortuoria. Lloré no menos que él, pues comprendí que la muerta no era sino Clarimonda, la mujer a quien amara con locura. Al lado del lecho se alzaba un reclinatorio; una llama azulada vacilaba sobre una pátera de bronce y arrojaba en la sala una luz débil e incierta; las aristas de los muebles o de las cornisas danzaban en la sombra. Sobre la mesa, dentro de una urna cincelada, expiraba una ajada rosa blanca cuyos pétalos, con la sola excepción de uno que conservaba cierta lozanía, caían como aromáticas lágrimas; una negra máscara rota, un abanico, disfraces de toda especie cubrían los sillones y revelaban que la muerte se había introducido en esta suntuosa residencia de un modo imprevisto y sin hacerse anunciar. Me arrodillé sin osar dirigir los ojos al lecho y comencé a recitar los salmos: agradecí a Dios que hubiese interpuesto el muro de la muerte entre esta mujer y yo y pude incluir en mis plegarias su nombre ya santificado. Tal fervor, sin embargo, paulatinamente disminuyó y la ensoñación se adueñó de mí. La sala no parecía una cámara mortuoria. En lugar del aire fétido y fúnebre que estaba habituado a respirar en tales circunstancias, flotaba en la atmósfera tibia el lánguido aroma de esencias orientales, un voluptuoso olor a mujer. El pálido resplandor parecía más bien una media luz dispuesta para los placeres que el turbio reflejo que suele acariciar a los cadáveres. Medité sobre el extraño azar que propiciaba un nuevo encuentro con Clarimonda en el preciso instante en que la perdía para siempre y exhalé un suspiro de dolor. Creí percibir otro suspiro a mis espaldas e involuntariamente me volví. Era el eco. Entonces mis ojos se detuvieron en el catafalco que hasta entonces eludieran. Los cortinados de damasco rojo, cubiertos de enormes flores realzadas por entorchados de oro, dejaban ver a la muerta extendida, con las manos unidas sobre el pecho. La cubría un velo de lino cuyo blanco fulgor no ofuscaban las purpúreas colgaduras y cuya levedad no acertaba a simular las formas seductoras de su cuerpo, pues permitía seguir sus perfectas ondulaciones a las cuales —tal como al cuello de un cisne— ni la muerte lograba imponer rigidez. Semejaba una estatua de alabastro que un hábil artista hubiese esculpido para erigir sobre el túmulo de una reina, o una joven dormida cuyo cuerpo hubiese sorprendido la nieve.

No lograba contenerme; me embriagaba esa atmósfera de alcoba, el febril aroma de la rosa semimarchita me enturbió el cerebro y a grandes pasos recorrí la sala una y otra vez; a cada instante me detenía ante el estrado para contemplar la gracia de ese cuerpo envuelto en un sudario transparente. Me acosaron extraños pensamientos; sospeché que en realidad no había muerto, que se trataba de un simulacro mediante el cual me había atraído a su castillo para revelarme su amor. Creí advertir que un movimiento de su pie hería la blancura de los velos y que se agitaban los pliegues del sudario.

Me pregunté: «¿Será Clarimonda? ¿Qué prueba tengo de ello? Es probable que el paje negro haya entrado al servicio de otra mujer. Es una locura desesperar de tal modo». Pero a cada latido me respondía mi corazón: «Es ella, es ella». Me acerqué al lecho y contemplé con mayor atención el objeto de mi incertidumbre. ¿Habré de confesarlo? Tal perfección de formas, aunque la muerte las purificara y santificara, ejercía sobre mí una voluptuosa fascinación; su reposo se asemejaba tanto al sueño que habría sido fácil confundirse. Olvidé que había acudido a ese lugar para un servicio fúnebre e imaginé que era un joven esposo que entraba al cuarto de su prometida y que ésta sólo por pudor insistía en ocultarse. Transido de dolor, ebrio de alegría, trémulo de temor y placer, me incliné ante ella y tomé un extremo del cortinado; lo alcé con lentitud, mientras contenía el aliento por temor a despertarla. Mis arterias palpitaban con tal fuerza que sentía su latido en las sienes; mi frente resplandecía de sudor, como si alzara una losa de mármol. Era, en efecto, Clarimonda, tal como la viera en la iglesia el día de mi ordenación; no había perdido uno solo de sus encantos y en ella la muerte parecía una coquetería más. La palidez de las mejillas, los labios descoloridos, las largas pestañas cuya oscuridad resaltaba sobre tal lividez, le otorgaban una expresión de castidad melancólica y de reflexivo sufrimiento cuyo poder de seducción es inexpresable en palabras; flores azules languidecían sobre sus largos cabellos derramados, que le servían de almohada y protegían la desnudez de sus hombros; las bellas manos, más puras y diáfanas que una hostia, se entrecruzaban en una actitud de piadoso descanso y de tácita plegaria que atenuaba la excesiva seducción que, incluso en la muerte, podían ejercer sus brazos exquisitamente torneados, blancos como el marfil, ceñidos por brazaletes de perlas. Durante largo tiempo permanecí en muda contemplación y cuanto más la observaba menos podía creer que la vida hubiese abandonado para siempre su hermoso cuerpo. No sé si fue una ilusión o un reflejo de la lámpara, pero hubiérase dicho que la sangre una vez más comenzaba a circular bajo esa opaca palidez; su inmovilidad, sin embargo, era perfecta. Rocé levemente el brazo; estaba frío, aunque no más que su mano el día en que aferrara la mía en el portal de la iglesia. Volví a inclinarme sobre ella y dejé caer sobre sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Qué amarga sensación de desesperación e impotencia! ¡Qué agonía! Habría hecho de mi vida un único fragmento para cedérselo y soplar sobre ella la llama que me devoraba. Avanzó la noche y, al aproximarse el momento de la eterna separación, no pude negarme la triste y suprema dulzura de posar un beso sobre los muertos labios de quien fuera dueña de mi amor. ¡Oh prodigio, un ligero aliento se mezcló al mío y la boca de Clarimonda respondió con ardor a mi pasión! Sus ojos se abrieron y recobraron la luz; suspiró y abrió los brazos para echármelos, con aire de éxtasis inefable, alrededor del cuello.

—¿Ah, eres tú, Romualdo? —dijo con voz lánguida y dulce, como las últimas vibraciones de un arpa—. ¿Qué has hecho? Tanto te aguardé que me venció la muerte; pero ahora nos pertenecemos, podré verte y acudir a ti. ¡Adiós, Romualdo, adiós! Te amo; es todo lo que anhelaba decirte, y te entrego la vida que con tus besos has logrado convocar sobre mí por un instante. Hasta pronto.

Su cabeza cayó hacia atrás, pero Clarimonda me rodeó con los brazos como si deseara retenerme. Un torbellino de viento abrió el ventanal e irrumpió con violencia en la sala; el último pétalo de la rosa blanca vaciló, como un ala palpitante, en el extremo del tallo; luego el viento la arrebató y voló a través de la ventana abierta, llevando consigo el alma de Clarimonda. La lámpara se apagó y yo caí desvanecido sobre el pecho de la bella difunta.

Cuando volví en mí estaba en cama, en el pequeño cuarto del presbiterio, y el viejo perro de mi predecesor me lamía la mano extendida sobre la colcha. Bárbara circulaba por el cuarto con senil agitación: abría y cerraba cajones, cambiaba polvillos de un frasco a otro. Al verme abrir los ojos profirió un grito de alegría. El perro ladró y movió la cola; la debilidad me impidió pronunciar una sola palabra o hacer movimiento alguno. Luego me enteré de que había permanecido en tal estado durante tres días, sin dar otra señal de vida que una imperceptible respiración. Esos tres días no cuentan en mi vida e ignoro dónde haya estado mi espíritu mientras tanto; de ellos no conservo recuerdo alguno. Bárbara me contó que el hombre de tez cobriza que me había llamado durante la noche, me había devuelto por la mañana en una litera cerrada y luego se había ido. En cuanto pude ordenar las ideas, recapitulé cada circunstancia de esa noche fatal. Al principio creí haber sido víctima de una ilusión mágica; pero circunstancias reales y palpables no tardaron en destruir tal suposición. No podía creer que se tratara de un sueño, pues Bárbara, al igual que yo, había visto al hombre de los caballos negros, cuyo porte y vestimenta me describió con exactitud. Sin embargo, nadie conocía un castillo en los alrededores cuya descripción se ajustara a la del castillo en que había encontrado a Clarimonda.

Una mañana entró el abad Serapione. Bárbara le había informado sobre mi enfermedad y él había acudido presurosamente. Si bien su preocupación demostraba afecto e interés por mi persona, su visita no me complació tanto como hubiera debido. Había algo en la mirada penetrante e inquisitiva del abad que lograba inquietarme. Ante él me sentía incómodo y culpable. Había sido el primero en descubrir mi turbación interior y yo temía su clarividencia.

Mientras me preguntaba con un tono hipócritamente meloso por mi salud, sus pupilas de león hundían, como una sonda, sus miradas en mi alma. Luego me hizo otras preguntas; cómo dirigía mi parroquia, si me gustaba, qué hacía en su tiempo libre, si había entablado alguna relación con los paisanos del lugar, cuáles eran mis lecturas favoritas y mil detalles por el estilo. Yo respondía con la mayor concisión posible; él, por su parte, sin aguardar el fin de mis respuestas, cambiaba inmediatamente de tema. Era evidente que tal conversación no guardaba relación alguna con lo que pretendía decirme. Luego, bruscamente, tal como si se tratara de una noticia que recordara en ese preciso instante y que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante que resonó en mis oídos como las trompetas del Juicio Final:

—La gran cortesana Clarimonda murió recientemente, tras una orgía que duró ocho días y ocho noches. En medio de un esplendor infernal, se repitieron las abominaciones de los festines de Balthazar y de Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, Dios mío! Esclavos negros que hablaban una lengua desconocida y que no son, a mi juicio, sino verdaderos demonios, servían a los invitados; la librea del menor de ellos habría vestido de gala a un emperador. Sobre Clarimonda se han difundido historias muy extrañas y todos sus amantes han encontrado un final miserable o violento. Se ha dicho que era una ghoul, una mujer vampiro; yo creo que era Belcebú en persona.

Calló y me observó con mayor atención para ver qué efecto me habían producido sus palabras. No pude evitar estremecerme al escuchar el nombre de Clarimonda y la noticia de su muerte, además del dolor que me causaba por su curiosa coincidencia con la escena nocturna que había presenciado; me conturbó y aterró de tal modo que no pude simularlo a pesar de todos mis esfuerzos por dominarme. Serapione me observó con inquietud y severidad; luego me dijo:

—Hijo mío, debo, advertirte: tienes un pie al borde del abismo; cuídate de caer. Son largas las garras de Satanás, y las tumbas no siempre son definitivas. Un triple sello debería asegurar la lápida de Clarimonda pues, según dicen, no es la primera vez que muere. ¡Dios vele, por tu alma, Romualdo!

Dijo estas palabras, se marchó con lentitud y no volví a verlo, pues partió casi de inmediato hacia S***.

En cuanto me restablecí volví a mis funciones habituales. Perduraban en mí el recuerdo de Clarimonda y las palabras del viejo abad; no obstante, como ningún acontecimiento extraordinario confirmó sus funestas previsiones, di en suponer que mis temores pecaban de exageración; pero una noche tuve un extraño sueño. Acababa de dormirme cuando escuché que corrían el cortinado de mi lecho, cuyos anillos resonaron y me hicieron incorporar bruscamente. Vi una sombra de mujer erguida ante mí. Reconocí de inmediato a Clarimonda. Llevaba en la mano una pequeña lámpara, como las que suelen ponerse en las tumbas, cuyo fulgor concedía a sus dedos afilados una rosada transparencia que insensiblemente se difuminaba en la opaca palidez del brazo desnudo. Llevaba, por toda vestimenta, el sudario de lino que luciera en su catafalco y cuyos pliegues aferraba contra el seno como si su ligero atavío la avergonzara, aunque, de todos modos, apenas lograba cubrirse; era tan blanca que, a la luz de la lámpara el color de sus ropas se confundía con el de sus carnes. Envuelta en ese tejido tenue, que delataba cada contorno de su cuerpo, semejaba más bien la marmórea estatua de una bañista antigua que una mujer dotada de vida. Muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza era siempre la misma; sólo se había debilitado el verde fulgor de sus pupilas, y su boca, antes bermeja, estaba apenas teñida de un débil color rosado que casi no difería del de sus mejillas. Las pequeñas flores azules que yo advirtiera en sus cabellos estaban totalmente secas y habían perdido casi todos sus pétalos; lo cual en modo alguno le impedía ser fascinante, a tal punto que, a pesar de la singular circunstancia y del modo inexplicable en que había entrado en mi cuarto, en ningún instante el miedo se apoderó de mí.

Posó la lámpara sobre la mesa, tomó asiento al pie de mi lecho e, inclinándose sobre mí, me dijo con esa voz argéntea y aterciopelada que sólo en ella he conocido:

—Me hice esperar demasiado, querido Romualdo, y acaso hayas creído que me había olvidado de ti. Pero vengo de muy lejos, y de un sitio del que aún nadie ha vuelto. Vengo de un país en el que no hay lunas ni soles, sólo un horizonte de inescrutable penumbra; no hay caminos ni senderos; no hay tierra en que posar el pie ni aire en que batir las alas; sin embargo, aquí me tienes, pues el amor es más poderoso que la muerte y acabará por vencerla. ¡Ah, en mi viaje he contemplado rostros tristes y cosas terribles! ¡Cuánto padeció mi alma, que sólo el poder de la voluntad ha devuelto a este mundo para recobrar su cuerpo e instalarse en él! ¡Cuántos esfuerzos para apartar la losa con que cubrieran mi tumba! ¡Mira! Observa mis palmas cubiertas de heridas. ¡Bésalas, mi amor, para curarlas!

Me ofreció ambas manos, sobre las que una y otra vez posé los labios mientras ella me observaba con una sonrisa de inefable complacencia.

Confieso, para mi vergüenza, que había olvidado por completo tanto las advertencias del abad como el hábito que vestía. Había cedido ante el primer embate sin oponer resistencia alguna. Ni siquiera había intentado rechazar al tentador; la frescura de la piel de Clarimonda penetró en la mía y una trémula voluptuosidad recorrió mi cuerpo. ¡Pobre niña! A pesar de todo cuanto he visto, aún vacilo en creer que fuese un demonio; al menos no tenía tal aspecto, y por cierto que Satanás jamás ocultó las garras y los cuernos con mayor delicadeza. Había recogido los talones y se mantenía echada al borde de la cama, en una actitud plena de inocente coquetería. De vez en cuando su pequeña mano recorría mis cabellos y formaba bucles, como si quisiera comprobar en mí el efecto de diversos peinados. La dejé hacer con la delectación más culpable, mientras añadía los encantos de un delicioso murmullo. Vale destacar que no sentí asombro alguno ante circunstancia tan fuera de lo común y que —con esa propensión a aceptar como sencillos los acontecimientos más extraordinarios que demostramos en nuestras visiones— todo me parecía absolutamente natural.

—Te amaba mucho antes de conocerte, querido Romualdo, y te busqué por todas partes. Eras mi sueño y cuando, en ese instante fatal, te vi en la iglesia, me dije: ¡Es él! Te arrojé una mirada en que latía toda mi devoción por ti; una mirada capaz de perder a un cardenal, capaz de humillar ante mí a un rey frente a toda su corte. Tú permaneciste impasible y preferiste a tu Dios y no a mí. ¡Cuántos celos tengo de Dios, pues aún lo amas más que a mí! ¡Cuántos infortunios me agobian! ¡Clarimonda la muerta, a quien has resucitado con un beso, que por tu causa fuerza las puertas de su tumba, que viene a consagrarte una vida a la que sólo ha vuelto para hacerte feliz, jamás podrá ser tu única dueña!

Interrumpía estas palabras con frenéticas caricias, que a tal punto aturdieron mis sentidos y mi razón que no temí proferir una aterradora blasfemia para consolarla; le dije que la amaba tanto como a Dios.

Sus pupilas recobraron la luz y refulgieron como crisopacios.

—¡Es cierto! ¡Es cierto! ¡Tanto como a Dios! —dijo envolviéndome en sus bellos brazos—. Y ya que es así, vendrás conmigo, me seguirás donde yo quiera. Dejarás este horrendo hábito negro. Serás el caballero más apuesto y envidiado. Serás mi amante. ¡Nada menos que el amante de Clarimonda, que ha rechazado a un papa! ¡Y qué vida hemos de compartir, colmada de placeres y felicidad! ¿Cuándo partimos, mi señor?

—Mañana, mañana —grité en mi delirio.

—Muy bien, mañana. Así me podré cambiar la ropa; ésta es muy leve y no es apropiada para el viaje. También he de avisar a mis servidores, que realmente me creen muerta y no cesan de llorarme. Dinero, vestidos, carruaje: ¡todo estará listo! Vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, amor mío.

Sus labios rozaron apenas mi frente. Se apagó la lámpara. Se extinguió la luz, y el cortinado, al cerrarse, me impidió ver nada más. Un pesado sueño sin sueños me venció y se apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Me desperté más tarde que de costumbre y el recuerdo de visión tan singular me conturbó durante todo el día; concluí por convencerme de que no eran sino vapores exhalados por mi exaltada imaginación. No obstante, tan vivaces habían sido las sensaciones que me costaba creer que no hubieran sido reales, de modo que me acosté, no sin aprehensiones ante lo que pudiera ocurrirme, tras rogarle a Dios que apartara de mí los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi sueño.

No tardé en dormirme profundamente y mi sueño no tardó en proseguir. Se abrió el cortinado y vi a Clarimonda; ya no estaba pálida, envuelta en el blanco sudario y ornada con violetas mortuorias, sino alegre, ligera y rozagante, ataviada con un soberbio vestido de terciopelo verde recamado de oro que, recogido a un costado, dejaba entrever una falda de raso. Sus rubios cabellos escapaban de un enorme sombrero de fieltro negro colmado de plumas blancas caprichosamente dispuestas; llevaba en la mano una fusta que culminaba en un silbato de oro. Me tocó ligeramente con ella y me dijo:

—Y bien, bello durmiente, ¿estáis listo? Esperaba encontraros despierto. Levántate en seguida, pues no hay tiempo que perder.

Salté del lecho.

—Vamos, vístete y partamos de una vez —me dijo, indicándome un pequeño paquete que había traído—. Los caballos muerden impacientes el freno ante la puerta. Ya deberíamos estar a diez leguas de aquí.

Me vestí de prisa, mientras ella me alcanzaba la ropa, riéndose a carcajadas de mi torpeza e indicándome, cuando yo me equivocaba, el uso adecuado. Luego me peinó y al concluir me tendió un pequeño espejo de bolsillo hecho de cristal de Venecia, con filigranas de plata, y me dijo:

—¿Cómo te encuentras? ¿Quieres tomarme a tu servicio como tu criada personal?

Yo no era el mismo y me desconocía. Me parecía a mí mismo tanto como una estatua a un bloque de piedra en bruto. Mi vieja figura no parecía sino el grosero bosquejo de la que el espejo reflejaba. Era hermoso, y tal metamorfosis halagó sensiblemente mi vanidad. Atavíos tan elegantes, una chaqueta con tan ricos bordados, hacían de mí un personaje totalmente diferente y admiré el poder que oculta un simple corte de tela. El espíritu de mi hábito me penetró la piel y al cabo de diez minutos mi fatuidad ya me parecía aceptable.

Di un par de vueltas por el cuarto para adquirir cierta soltura. Clarimonda me observaba con maternal complacencia: parecía satisfecha de su obra.

—Basta de niñerías. ¡En marcha, querido Romualdo! Vamos muy lejos y acaso no lleguemos.

Me tomó la mano y me llevó con ella. A su paso abríanse las puertas apenas las tocaba. Pasamos delante del perro sin despertarlo.

Ante la puerta encontramos a Margaritone; era el escudero que yo conocía; sostenía por las bridas a tres caballos negros como los anteriores, uno para mí, otro para él, un tercero para Clarimonda. Tratábase sin duda de caballos árabes españoles, nacidos de yeguas fecundadas por el céfiro, pues corrían como el viento; la luna, que a nuestra partida se elevara para iluminarnos el sendero, rodaba en el cielo como una rueda salida del carro; la veíamos a nuestra diestra, brincando de un árbol a otro, esforzándose por alcanzarnos. Pronto llegamos a una llanura donde, detrás de un grupo de árboles, nos aguardaba un carruaje tirado por cuatro vigorosas bestias; entramos en él y los postillones no tardaron en lanzarlo a una carrera desenfrenada. Rodeé con el brazo el talle de Clarimonda, que apoyaba en la mía una de sus manos. Posó su cabeza en mi hombro, rozándome el brazo con el cuello desnudo. Jamás había sentido dicha comparable. En ese momento lo olvidé todo; recordaba menos mi vida de sacerdote que la que llevara en el seno de mi madre, pues tal fascinación ejercía sobre mí el espíritu maligno. A partir de esa noche, mi naturaleza en cierto modo se desdobló y convivieron en mí dos hombres que se ignoraban mutuamente. A veces creía ser un sacerdote que cada noche soñaba ser un gentilhombre; otras, creía ser un gentilhombre que soñaba ser un sacerdote. Era incapaz de discriminar entre el sueño y la vigilia e ignoraba dónde comenzaba la realidad y dónde terminaba la ilusión. El joven señor, fatuo y libertino, se burlaba del sacerdote; el sacerdote aborrecía al joven disoluto. Dos espirales entreveradas y confundidas que, sin embargo, no se tocan jamás, configuran una representación precisa de la vida bicéfala que llevaba. A pesar de lo extraño de tal situación, creo que ni por un instante me amenazó la locura. Jamás dejé de percibir las diferencias entre una y otra vida. Solo había un hecho absurdo que era incapaz de explicarme: que el sentimiento de un solo yo existiera en dos hombres tan diversos. Jamás dejaba de advertir tal anomalía, ya creyera ser el cura del pueblo de ***, ya il signor Romualdo, amante oficial de Clarimonda.

El caso es que residía, o creía residir, en Venecia; aún no he podido distinguir qué había de real y qué de ilusorio en tan extraña aventura. Habitábamos un gran palacio de mármol sobre el Canal Grande, colmado de frescos y estatuas, con dos Tizianos de la mejor época en la cámara de Clarimonda; un palacio digno de un rey. Cada uno de nosotros disponía de su góndola y sus barcarolas con nuestro sello, de su cámara de música, de su poeta personal. Clarimonda concebía la vida según un estilo exigente, y había algo de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, llevaba una vida de príncipe y exhibía tal orgullo que parecía un descendiente de la familia de alguno de los doce apóstoles o los cuatro evangelistas de la Serenísima; jamás me habría apartado del camino para dejar paso al Dux y no creo que, desde que Satán se precipitó al abismo, nadie haya sido más insolente y vanidoso que yo. Iba al Ridotto, donde jugaba un juego infernal. Frecuentaba círculos distinguidos, señoritos caídos en desgracia, mujeres de teatro, estafadores, parásitos y espadachines. Sin embargo, a pesar de mi vida, siempre fui fiel a Clarimonda. La amaba con locura. Ella era capaz de excitar al mismo hartazgo, de aferrar a la misma inconstancia. Ser dueño de Clarimonda era como serlo de veinte amantes, como serlo de todas las mujeres, pues era tan cambiante y multiforme como el camaleón. Uno cometía con ella la infidelidad que hubiese cometido con otras, pues adoptaba el carácter, el porte y la belleza de la mujer que a uno le gustara. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano los jóvenes patricios e incluso los ancianos del consejo de los Diez le hicieron magníficas propuestas; un Foscari llegó a pedirla en matrimonio. Los rechazó a todos. Estaba colmada de oro; sólo quería amor, un amor joven y puro que ella misma despertara a su antojo, que fuera el primero y el último. Mi felicidad habría sido perfecta de no haberlo impedido esa maldita pesadilla que me agobiaba todas las noches y en que creía ser un cura que se laceraba y hacía penitencia para expiar mis excesos diurnos. Tanto me habitué a la presencia de Clarimonda que dejó de intrigarme el extraño modo en que la había conocido. Ocasionalmente, de todos modos, las palabras del abad asediaban mi memoria sin dejar de inquietarme.

Paso el tiempo y la salud de Clarimonda se resintió; el color de su tez se esfumaba de un día a otro. Los médicos que la asistían nada podían hacer frente a su enfermedad. Prescribieron remedios insignificantes y no regresaron. Ella palidecía a ojos vistas y su cuerpo se enfriaba. Se la veía tan blanca y mortecina como en la noche del castillo desconocido. Tal decadencia me desesperaba. Ella, conmovida ante mi dolor, me sonreía con dulzura y tristeza, con esa sonrisa fatal que exhiben quienes no ignoran la proximidad de muerte.

Una mañana, yo estaba sentado cerca de su lecho, desayunando ante una mesita, dispuesto a no dejarla sola un instante. Mientras cortaba una fruta, me infligí accidentalmente una profunda herida en el dedo. La sangre se esparció en hilillos purpúreos y algunas gotas saltaron sobre Clarimonda. Sus ojos recobraron el fulgor y advertí en su rostro una expresión de alegría salvaje y feroz que no le conocía. Saltó del lecho con agilidad animal —la agilidad de un mono o de un gato— y se precipitó sobre mi herida, que succionó con indecible voluptuosidad. Sorbió lentamente mi sangre, con la delectación de un gourmet que saborea un vino de Jerez o Siracusa; entrecerraba los ojos, cuyas verdes pupilas ya no eran redondas sino oblongas. De vez en cuando se interrumpía para besarme la mano, luego volvía a posar sus labios sobre los labios de la herida, para beber otra gota más. Cuando vio que la sangre había dejado de fluir, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, más rosada que una aurora primaveral, con la mano húmeda y tibia, más lozana y bella que nunca y en perfecto estado de salud.

—¡Jamás moriré! ¡Jamás moriré! —exclamó ebria de alegría, colgándose de mi cuello—. Aún podré amarte mucho tiempo. Mi vida está en la tuya y todo lo que soy proviene de ti. Unas gotas de tu rica y noble sangre, más preciosa y eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto la vida.

Tal escena me preocupó sobremanera y me inspiró extrañas dudas respecto a Clarimonda; esa misma noche, cuando el sueño me llevó al presbiterio, vi al abad Serapione, más grave y preocupado que nunca. Me observó atentamente y me dijo:

—No contento con perder el alma, también quieres perder el cuerpo. ¡Joven desdichado, en qué trampa has caído!

El tono en que me dirigió tales palabras logró conmoverme; mi impresión, no obstante, pronto se disipó y mil otros cuidados acudieron a desplazarla. Una noche, sin embargo, observé en el espejo, cuya pérfida posición ella no había tenido en cuenta, que Clarimonda derramaba un polvillo en la copa de vino sazonado que solía prepararme después de la cena. Tomé la copa, fingí llevarla a los labios, la posé sobre un mueble como si estuviera dispuesto a terminarla más tarde y en cuanto mi amada me volvió la espalda derramé el contenido debajo de la mesa; luego me retiré a mis aposentos, dispuesto a no dejarme vencer por el sueño y a observar lo que ocurriera. No tuve que aguardar mucho; entró Clarimonda envuelta en su bata y, despojándose de sus velos, se recostó a mi lado. En cuanto se aseguró de que yo dormía me descubrió el brazo y extrajo de su cabello un alfiler de oro; luego murmuró:

—Una gota, sólo una gota, un ínfimo rubí en la punta de mi aguja… Puesto que me amas, no debo morir… Pobre amor mío, he de beber tu sangre, cuyo color me deslumbra. Duerme, mi único bien, duerme, mi dios, mi niño; no te haré daño, sólo tomaré de tu vida lo que sea necesario para que la mía no se extinga. Si no te amara tanto, me procuraría otros amantes cuyas venas dejaría exangües; pero desde que te conozco los aborrezco a todos. ¡Ah, qué hermoso brazo! ¡Qué blanco y torneado! Jamás osaré pinchar esta hermosa venita azulada.

Mientras hablaba no cesaba de llorar y yo sentía que sus lágrimas se deslizaban por mi brazo, que ella tenía entre sus manos. Finalmente se decidió, me infligió una pequeña herida con la aguja y se dedico a sorber la sangre que brotaba de ella. Aunque no bebió más que unas gotas, la contuvo el temor a extenuarme; me rodeó cuidadosamente el brazo con una pequeña banda, después de untar la herida con cierto ungüento que la cicatrizó de inmediato.

Ya no me cabían dudas; Serapione tenía razón. No obstante, a pesar de tal certidumbre, me era imposible no amar a Clarimonda, y con placer le hubiese dado toda la sangre que necesitara para sostener su artificiosa existencia. Por otra parte, no albergaba grandes temores; en la mujer residía la explicación del vampiro, y lo que había visto y oído me daba plena seguridad al respecto; entonces disponía de venas generosas que no era fácil agotar y nada me incitaba a escatimar unas gotas de vida. Yo mismo me habría abierto el brazo, diciéndole: «¡Bebe! ¡Y que mi amor penetre tu cuerpo junto a mi sangre!». Evité toda alusión al narcótico que había volcado en mi copa y a la escena de la aguja, y vivimos en perfecto acuerdo. Sin embargo, mis escrúpulos de sacerdote me torturaban cada día más, y ya no sabía qué tormento inventar para mortificar y lacerar mis carnes. Aunque tales visiones fueran involuntarias y yo en nada participase, no osaba tocar al Cristo con manos tan impuras, con un espíritu mancillado por tales excesos, reales o soñados. Para evitar alucinaciones tan enervantes, intentaba eludir el sueño, mantenía las pupilas abiertas con los dedos, me paraba contra la pared, hacía todos los esfuerzos posibles, pero la arena del sueño no tardaba en irritarme los ojos y, al comprobar que todo era inútil, me abandonaba, presa de la lasitud y el desánimo, a esa corriente que me arrastraba a pérfidas orillas. Serapione me hacía las exhortaciones más vehementes y reconvenía con dureza mi desidia y escaso fervor. Un día en que yo había estado más agitado que de costumbre, me dijo:

—Para despojarte de esta obsesión sólo hay un medio, y aunque sea extremo, hay que ponerlo en práctica; a grandes males, grandes remedios. Sé donde han sepultado a Clarimonda; es necesario desenterrarla para que veas en que estado lamentable se encuentra el objeto de tu amor; no estarás dispuesto a perder tu alma por un cadáver inmundo al que devoran los gusanos y que no tardara en convertirse en polvo; así volverás a tus cabales.

Por mi parte, tan harto estaba de mi doble vida que acepté, deseoso de saber quién era víctima de una ilusión, si el sacerdote o el gentilhombre; estaba dispuesto a matar, en beneficio del otro, a uno de los dos hombres que en mí coexistían, o incluso a los dos, pues tal vida no podía durar. El abad se proveyó de pico, palanca y linterna, y a medianoche nos dirigimos hacia el cementerio de ***, cuya disposición él conocía minuciosamente. La luz de nuestra linterna sorda acarició las inscripciones de diversas tumbas, hasta que al fin llegamos a una piedra, semioculta por el pastizal, devorada por musgos y plantas parásitas, donde desciframos este comienzo de inscripción:

Aquí yace Clarimonda,

que fue, mientras vivió,

la más bella del mundo

.....................

—Es aquí —dijo Serapione. Dejó la linterna en tierra, deslizó la palanca en el intersticio que dejaba la piedra y comenzó a alzarla. La piedra cedió y él se puso a trabajar con el pico. Yo, con una expresión nocturna en el rostro, lo veía hacer; Serapione, inclinado sobre su obra macabra, resplandecía de sudor, jadeaba entrecortadamente; su aliento agitado parecía el estertor de un moribundo. Era un extraño espectáculo; si alguien nos hubiese sorprendido, nos habría tomado por profanadores de tumbas y ladrones de sudarios, y no por ministros de Dios. Por la dureza salvaje que demostraba en su empeño, el abad semejaba más bien un demonio que un apóstol o un ángel, y su rostro, cuyos rasgos austeros y pronunciados destacaba esa áspera luz, resultaba inquietante. Un sudor glacial me perlaba los miembros y mis cabellos se erizaron dolorosamente; en el fondo, reprobaba el acto del severo Serapione como si se tratara de un abominable sacrilegio, y habría querido que desde las umbrías nubes que pesaban sobre nosotros prorrumpiera un triángulo de fuego que lo calcinara. Los búhos, alarmados por el fulgor de la linterna, acudieron desde los cipreses a batir pesadamente sus alas polvorientas contra el vidrio, con gemidos desgarradores; los zorros emitían, a lo lejos, chillidos inquietantes; mil ruidos siniestros laceraron el silencio. Finalmente, el pico de Serapione tocó el ataúd, cuya madera resonó sordamente, con ese ruido espantoso que produce la nada cuando la tocamos; abrió la tapa y vi a Clarimonda, pálida como el mármol, las manos unidas sobre el pecho; su blanco sudario exhibía un único pliegue desde la cabeza a los pies. Una ínfima gota purpúrea brillaba como una rosa en un extremo de su boca lívida. Serapione, al verla, enfureció:

—¡Ah, demonio! ¡Hete aquí! ¡Cortesana impúdica, bebedora de oro y de sangre!

Roció el cuerpo y el ataúd con agua bendita y con su hisopo trazo sobre ellos la señal de la cruz. Apenas el sacro rocío tocó el hermoso cuerpo de Clarimonda, éste se transformó en polvo; sólo quedó una mezcla aterradora e informe de cenizas y huesos corruptos.

—¡Ahí tienes a tu amante, signor Romualdo! —dijo este hombre implacable, señalándome los tristes despojos—. ¿Aún deseas pasearte por el Lido y por Fusine con esta belleza?

Bajé la mirada; algo había cedido dentro de mí. Regresé al presbiterio y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se despidió del pobre sacerdote, a quien durante tanto tiempo honrara con su extraña compañía. Sólo volví a ver a Clarimonda a la noche siguiente; me dijo, tal como la primera vez en el umbral de la iglesia:

—¡Desdichado! ¡Desdichado! ¿Qué has hecho? ¿Por qué has escuchado a ese cura imbécil? ¿No eras feliz? ¿Qué te hice para que violaras mi pobre tumba y pusieras al descubierto las miserias de mi nada? Toda comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos se ha quebrado para siempre. Adiós. Lamentarás mi ausencia.

Se disipó en el aire, tal como el humo, y jamás volví a verla.

No se equivocó: lloré su ausencia, y aún la lloro. Pagué un alto precio por la paz de mi alma; no bastaba el amor de Dios para reemplazar el suyo. Tal es, hermano mío, la historia de mi juventud. Jamás mires a una mujer y marcha con los ojos fijos en el suelo, porque por casto y prudente que seas, basta un segundo de distracción para que pierdas la eternidad.