Ciclo vital
Invariable (John R. Pierce)
El doctor John R. Pierce (1910- ) fue director de los laboratorios de la compañía Bell Telephone desde 1952 a 1971, y posteriormente ha ocupado el cargo de profesor de Ingeniería en el Instituto de Tecnología de California. Es uno de los científicos más distinguidos que han escrito relatos de ciencia ficción, aunque sólo se han publicado algunos de sus relatos cortos, a partir de 1930. Sus incursiones más celebradas en la ciencia ficción han sido como autor de diversos artículos que aparecieron en la revista Astounding Science Fiction (que cambió su nombre posteriormente por el de Analog) a partir de la segunda guerra mundial, algunos de ellos bajo el seudónimo de J. J. Coupling. El profesor Pierce ha escrito catorce libros científicos y reside en Pasadena, California.
La muerte es parte de la vida.
En cierto sentido, la vida es inmortal. Cada molécula de ácido nucleico de un organismo vivo es una réplica de otra anterior, que a su vez lo es de otra y así sucesivamente, hasta el mismo origen de la vida. Todos los ácidos nucleicos que existen hoy forman parte de una cadena ininterrumpida que ha resistido durante al menos tres mil millones de años. En teoría, algunas moléculas de ácido nucleico en concreto pueden haber sobrevivido durante eras geológicas, aunque las probabilidades en contra son astronómicas.
No obstante, si dejamos de lado las moléculas únicas y nos centramos en los organismos constituidos por muchas células, formadas a su vez por muchas moléculas, todas las formas de vida, por longevas que sean, acaban por morir.
Los seres humanos están en mejor situación que la mayoría de los seres vivos. Los mamíferos normales poseen un corazón que late mil millones de veces hasta que le sobreviene la muerte. Cuanto mayor es el tamaño del mamífero, más lento es el ritmo cardíaco y más larga es su vida. Una musaraña apenas vive un año, mientras que un elefante puede alcanzar los setenta, y algunas ballenas de gran tamaño posiblemente hasta los noventa. En cambio, los seres humanos, mucho más pequeños que elefantes y ballenas, pueden alcanzar una edad de 115 años, y poseen un corazón que late hasta cuatro mil millones de veces antes de detenerse.
¡Qué sorprendente! ¡Y todavía desconocemos el porqué!
Pero incluso el ser humano acaba por morir, y debemos admitir esa muerte como una necesidad para el bien común de la especie. Si no muriera nadie y siguieran naciendo niños, la Tierra se llenaría rápidamente y, en un puñado de miles de años, lo mismo sucedería con el Universo (en el supuesto de que pudieran diseñarse medios para trasladar fácilmente a los seres humanos a planetas situados en torno a otras estrellas).
No obstante, las personas sueñan con la inmortalidad y podemos sospechar que, si el precio de la inmortalidad fuera la eliminación de nuevos nacimientos, mucha gente lo aceptaría. Quizás optarían por la vida para una generación a costa de la no vida de cualquier generación futura.
Esto no sería sólo egoísmo, sino que representaría la muerte de la especie. Los niños no sólo tienen cerebros jóvenes, sino cerebros nuevos; cerebros y cuerpos que contienen nuevas combinaciones de ácidos nucleicos, capaces de producir cosas nuevas, de razonar, de crear, de solucionar las situaciones de modos diversos a como lo hicieron las generaciones anteriores. Esos niños introducen también nuevas mutaciones que pueden llevar a una posterior evolución.
En resumen, la muerte del individuo significa un cambio —y una vida nueva y mejor— para la especie. Al contrario, la inmortalidad del individuo significa la inmutabilidad de la especie, las mismas mentes siguiendo siempre el mismo camino, la estupefacción y la decadencia irremisible de la especie hasta su extinción.
En cierto modo, esto puede aplicarse al individuo con un ejemplo de la vida diaria. Mientras vivimos, cambiamos constantemente, y con la edad nos deterioramos. Si nos salvamos de accidentes y enfermedades y alcanzamos la decadencia final de la senilidad, el deterioro llega a tal punto que nos resulta un alivio morir y descansar por fin.
¿Cuál es la alternativa? ¡No deteriorarse! ¡No cambiar!
Y, sin embargo, ¿es eso preferible? Vea lo que tiene que decir al respecto Pierce en Invariable.
Isaac Asimov
Ustedes ya conocen a grandes rasgos las características de Homer Green, así que me ahorraré hacer la descripción de su persona y sus circunstancias. Aunque yo también conocía esos detalles y algunos más, no por ello dejé de sentir una cierta extrañeza, imposible de traducir en palabras, al verme vestido con aquellas ropas tan anticuadas, en aquel ambiente tan distinto del mío habitual, y encontrarme frente a frente con Homer Green.
La casa no es más extraña de lo que aparece en las imágenes. Rodeada de otros edificios del siglo XX, no debe ser muy distinta de la estructura original y de su entorno. Entrar en ella, pisar sus alfombras, contemplar las sillas cubiertas de tela y llenas de lanilla, ver los implementos de fumar, tocar y escuchar un receptor de radio primitivo, aunque en realidad funcione gracias a diversas transcripciones auténticas y, por encima de todo, contemplar una chimenea de verdad me causó una profunda sensación de irrealidad pese a que me había preparado para ello. Green estaba sentado en una silla junto a la chimenea encendida, como era habitual encontrarle, con su perro a los pies. Aquél era quizá, pensé yo, el hombre más valioso del mundo. Sin embargo, no podía quitarme de encima la sensación de irrealidad que me producía aquel ambiente físico en que me hallaba. También él me parecía irreal, y me dio lástima.
La sensación de irrealidad se prolongó durante el formalismo de mi autopresentación. «¿Cuántos habrían pasado ya por allí?», pensé. Naturalmente, podía acudir a los registros para saberlo.
—Soy Carew, del Instituto —le dije—. No nos conocemos, pero me han dicho que se alegraría de verme.
Green se levantó y me tendió la mano. La estreché obedientemente, haciendo aquel saludo tan extraño para mí.
—Me alegro de verle —respondió—. Estaba dormitando un poco, ahí sentado. El tratamiento ha sido un poco fuerte y me parece que me tomaré unos días de descanso. Espero que los efectos sean permanentes. ¿No quiere sentarse? —añadió.
Los dos tomamos asiento frente al hogar. El perro, que se había levantado, volvió a tenderse, enroscado a los pies de su amo.
—Supongo que querrá medir mis reacciones, ¿verdad? —preguntó Green.
—Más tarde —contesté—, no hay prisa. Qué cómodo está uno aquí…
Green se distraía fácilmente. Se relajó, fijando la mirada en las llamas. Aquélla era una buena oportunidad, me dije, y empecé a hablar con voz resuelta:
—Parece un buen momento para discutir de política, ¿no cree? Sobre las intenciones de los suecos, y sobre si los franceses…
—Empapan nuestros pensamientos de alegría… —replicó Green; yo había pensado, por lo anotado en los registros, que la mención de la política tendría algún efecto—. Pero uno no deja la política para empapar sus pensamientos de alegría —continuó—. Uno la estudia…
No proseguiré con la conversación. Ustedes pueden leerla completa en el apéndice A de mi tesis Visión de la política y el lenguaje del siglo XX. La charla con Homer Green fue breve, como ya sabrán. Podía considerarme afortunado de haber podido verle, y más afortunado aún de haber acertado al inicio con un tema adecuado. Por alguna razón, no se me había ocurrido pensar hasta entonces que los políticos del siglo XX creyeran realmente, o pensaran creer, en lo que decían. O que verdaderamente consideraran sus palabras cargadas de importancia, que a nosotros no nos parecen sino frases sin sentido o irrelevantes. Resulta difícil explicar una idea tan extraña; quizás un ejemplo ayude a expresarla.
Por poner un caso: ¿consideran ustedes que un hombre acusado de hacer una determinada declaración podría responder en serio diciendo que «no tengo por costumbre hacer declaraciones de este tipo»? ¿Creerían ustedes que esto significaría que el hombre ni siquiera había hecho tal declaración? ¿O que, incluso si la hubiese hecho, considerara sus palabras como una especie de caso especial y no valorase su respuesta como evasiva? Siempre que intento sumergirme en el siglo XX considero acertado hacerme estas conjeturas. Sin embargo, jamás se me habría ocurrido planteármelas antes de hablar con Green. ¡Qué valioso resulta este hombre!
Ya he mencionado que la conversación registrada en el apéndice A es muy breve. En efecto, no era necesario continuar con el tema de la política una vez captada la idea básica. Los registros históricos sobre el siglo XX son mucho más completos que la memoria de Green, y el tema ya ha sido estudiado en profundidad. Lo útil y sugerente de la entrevista con Green no era la información pura y limpia, sino el contacto personal, la infinita variedad de combinaciones, la estimulación de la cálida relación humana.
Así pues, allí estaba yo con Green y disponía de casi toda la mañana. Ya saben ustedes que él puede decidir libremente el horario de sus comidas y que sólo recibe una visita entre comida y comida, así que no íbamos a sufrir interrupciones. Me sentí agradecido y favorablemente dispuesto hacia Homer y, al mismo tiempo, algo trastornado en su presencia. Deseaba hablar con él acerca de lo más querido para él. No había ninguna razón para no hacerlo. Tengo registrado el resto de la conversación, aunque no la he publicado. Acaso sean sólo trivialidades, pero tienen un gran significado para mí. Quizá no sean más que recuerdos e impresiones personales, pero he creído que les gustaría conocerlos.
—¿Qué le llevó a realizar su descubrimiento? —le pregunté.
—Las salamandras —repuso él sin vacilar—. Las salamandras.
El relato que obtuve de sus experimentos sobre la regeneración perfecta es, naturalmente, lo que se ha publicado. ¿Cuántos miles de veces se habrá expresado ya? Y, sin embargo, juro que he detectado variaciones respecto a los registros. Las combinaciones posibles son realmente casi infinitas… No obstante, los puntos principales aparecieron en el orden normal: la regeneración de los miembros en las salamandras condujo a la idea de lograr la regeneración perfecta de los órganos humanos; es decir, la curación de las heridas sin dejar cicatrices, consiguiendo una réplica perfecta del tejido dañado, la reposición del tejido —cuando el metabolismo es normal— no de modo imperfecto, como sucede en el organismo al envejecer, sino de manera perfecta, e indefinidamente. Ya lo habrán visto en animales, en las técnicas de biología coercitiva. Me refiero a esos pollos cuyo metabolismo reemplaza los tejidos pero de manera siempre exacta, invariable, sin cambiar jamás. Resulta perturbador pensar en algo parecido en un ser humano. Homer Green parecía muy joven, tanto como yo. Desde el siglo XX…
Cuando Green concluyó su explicación, incluido el momento de la inoculación, una noche, de la substancia en su propio cuerpo, aventuró una profecía:
—Confío en que esto funcione —dijo—, y que lo haga indefinidamente.
—Funciona, doctor Green —le aseguré—. Indefinidamente.
—No saque conclusiones precipitadas —contestó—. Después de todo, ha transcurrido muy poco tiempo…
—¿Recuerda usted qué fecha es hoy, doctor? —pregunté.
—Onde de septiembre —respondió—. De 1943, si quiere que sea aún más exacto.
—Doctor Green, hoy es cuatro de agosto de 2170 —le informé, sin mentirle.
—Vamos, vamos —dijo él—. Si eso fuera cierto, yo no estaría aquí, vestido de esta manera, y usted tampoco iría vestido así.
La situación sin salida habría podido prolongarse indefinidamente. Saqué de un bolsillo el comunicador y se lo enseñé. Green lo observó con aire de creciente asombro y complacencia mientras yo lo accionaba, hasta mostrarle finalmente una proyección binaural y estereoscópica. No era un aparato sencillo, sino precisamente el tipo de muestra de progreso electrónico que un hombre del tiempo de Green asociaría con el futuro. Green parecía haber olvidado por completo la conversación que me había llevado a enseñarle el comunicador.
—Doctor Green —insistí—, estamos en el año 2170. En el siglo XXII.
Homer Green me miró asombrado, pero esta vez sin un asomo de incredulidad. Sus rasgos mostraban un extraño aire aterrorizado.
—¿Ha habido algún accidente? —preguntó—. ¿Mi memoria?
—No, no ha habido ningún accidente —respondí—. Su memoria está intacta, hasta donde alcanza. Escúcheme y concéntrese en mis palabras.
Entonces le expliqué lo sucedido, con palabras sencillas y breves para que sus procesos mentales captaran la idea sin pérdidas de tiempo. Mientras yo hablaba, él me contemplaba con aire aprensivo, como si su mente estuviera funcionando a toda velocidad. Esto fue lo que le dije:
—Su experimento tuvo éxito, más éxito de lo que usted hubiera podido esperar. Sus tejidos adquirieron la facultad de reformarse con total exactitud año tras año. La forma de sus tejidos y órganos se hizo invariable.
»Las fotografías y las mediciones más precisas lo demuestran, año tras año, siglo tras siglo. Sigue usted exactamente como era hace doscientos años.
»Su vida no ha estado exenta de accidentes, pero las heridas y lesiones poco importantes, e incluso las más graves, al curar no han dejado el menor rastro. Sus tejidos, doctor, son invariables.
»Su cerebro también es invariable, en lo que se refiere a la distribución celular. El cerebro puede ser comparado a una red eléctrica. La memoria es la red, las bobinas y condensadores y las interconexiones entre ellos. El pensamiento consciente es el tipo de voltaje que circula por la red y la corriente que fluye por la misma. Este tipo de voltaje y corrientes es muy complejo, pero transitorio, cambiante. La memoria cambia la red del cerebro y afecta a todos los pensamientos, o tipos de voltaje, posteriores. Pues bien, la red de su cerebro, doctor, no cambia jamás. Permanece invariable.
»El pensamiento también puede compararse con el complejo funcionamiento de los relés y clavijas de una central telefónica de su época, mientras que la memoria es la interconexión de sus elementos. Las interconexiones de los cerebros de las demás personas cambian en el proceso del pensamiento, rompiéndose y rehaciéndose, lo que proporciona nuevos recuerdos. En cambio, el modelo de interconexiones de su cerebro no cambia jamás, doctor, sino que permanece invariable.
»Las demás personas pueden adaptarse a nuevos ambientes, aprender dónde están los objetos que necesitan, la forma de las habitaciones, las variaciones de su entorno, y se adaptan a ellas inconscientemente, sin dificultades. Usted, doctor Green, no puede, ya que su cerebro es invariable. Sus costumbres se limitan al conocimiento de una casa, la suya, tal como estaba el día antes de aplicarse el tratamiento. La casa ha sido conservada y renovada sin cambios durante doscientos años para que pueda seguir viviendo sin dificultades. En ella vive y revive, día tras día, la jornada siguiente al día en que se inoculó la substancia que transformó en invariable su cerebro.
»No crea que los cuidados que le dedicamos son a cambio de nada. Le consideramos quizás el hombre más valioso del mundo. Mañana, tarde y noche, recibe usted tres visitas diarias cuando los pocos afortunados a los que se considera que merecen o necesitan su colaboración consiguen permiso para entrevistarle.
»Yo soy estudiante de Historia. He venido para conocer el siglo XX a través de los ojos de un hombre inteligente de esa época. Y es usted una persona muy inteligente, una persona brillante. Su mente ha sido analizada más profundamente que cualquier otra. Pocos cerebros son mejores que el suyo. He acudido a usted para saber a través de ese cerebro tan profundamente observador qué representaba la política para el hombre de su tiempo. Y he podido saberlo de una fuente inmediata y nueva, su cerebro, que no ha tenido influencias posteriores, que no ha sido modificado en el tiempo transcurrido, sino que sigue exactamente como era en 1943.
»Sin embargo, yo no soy importante. Otros investigadores mucho más importantes vienen a verle, principalmente psicólogos. Le hacen preguntas, después se las vuelven a hacer con ligeras diferencias, y observan sus reacciones. En usted los experimentos no se ven viciados por el recuerdo de los realizados anteriormente. Cuando se interrumpe su hilo de pensamientos, no queda en su cerebro el recuerdo de estos. Su mente permanece invariable. Y esos psicólogos y científicos, que de no ser por usted sólo podrían extraer conclusiones generales de experimentos sencillos con multitudes de individuos diferentes, de constituciones y preparaciones distintas, pueden observar en usted indiscutibles diferencias de respuesta debidas a levísimos cambios en los estímulos. Algunos de esos hombres le han sometido a una actividad frenética, pero usted no se altera. Su cerebro no puede cambiar; es invariable.
»Usted resulta tan valioso que parece que el mundo apenas podría avanzar sin su cerebro invariable. Y, sin embargo, no le hemos pedido a nadie que haga lo que hizo usted. En animales, sí. Su perro es un ejemplo. La decisión que usted tomó fue voluntaria, y desconocía las consecuencias. Hizo al mundo este extraordinario servicio sin saberlo, pero nosotros sí lo sabemos, y le rendimos tributo de gratitud.
Homer Green mantenía la cabeza hundida sobre el pecho. Tenía una expresión preocupada en los ojos y pareció buscar consuelo en el calor de la chimenea. El perro se agitó a sus pies y el doctor bajó la mirada hacia el animal, con una súbita sorpresa en el rostro. Supe que el hilo de sus pensamientos se había interrumpido. Los hechos transitorios se habían desvanecido de su cerebro. Todo nuestro encuentro había desaparecido de sus procesos mentales.
Me levanté y salí de la habitación antes de que volviera a levantar la mirada. Quizá desperdicié la hora que todavía restaba de aquella mañana.