Introducción

La palabra biología procede de dos vocablos griegos, bios y logos. El primero significa «vida»; el segundo, «palabra» o, en términos más abstractos, «discurso racional» o, traducido a fórmulas modernas, «pensamiento científico». La biología es, pues, tal como indica la propia palabra, «la ciencia de la vida».

Ningún otro tema puede ser más importante para nosotros, ya que nosotros mismos somos un ejemplo de lo que se entiende por seres vivos.

La importancia de la biología no es, sin embargo, un asunto de mera contemplación egoísta de nosotros mismos. Tengamos en cuenta que, en nuestro inmenso Universo formado por cien mil millones de galaxias constituidas cada una de ellas por un promedio de cincuenta mil millones de estrellas, sólo conocemos un mundo —el que habitamos— que posea vida.

Parece improbable que en un Universo de estas dimensiones sólo haya un rincón donde pueda encontrarse vida, y puede argumentarse (como de hecho sucede) que en realidad hay muchos lugares, muchos millones de lugares en cada galaxia, quizás, en los que exista vida. No obstante, tal posibilidad sigue constituyendo una especulación y carecemos de pruebas de primera mano, de evidencias concluyentes, acerca de la existencia de vida en otros puntos del Universo, salvo aquí, en la Tierra.

Más aún: si limitamos nuestro estudio a la Tierra, podemos decir que la vida es un fenómeno que únicamente se da en la superficie del planeta. La vida es algo frágil que depende de una gama muy limitada de condiciones ambientales, las cuales amenazan siempre con cambiar, hasta el punto de borrar de la faz del planeta muchas variedades de seres vivos. Heladas, incendios, sequías, inundaciones, erupciones volcánicas, depredadores, parásitos…

Incluso existen indicios que llevan a pensar que, periódicamente, se han producido (al menos en seis ocasiones distintas) colisiones de la Tierra con pequeños asteroides que han tenido por resultado la destrucción casi total de la vida en el planeta. La más reciente de estas ocasiones pudo haber sucedido hace apenas 65 millones de años.

Así pues, debemos concebir la vida como un fenómeno que únicamente se da en un planeta y sólo de manera precaria, pendiente de un hilo.

Sin embargo, ¿no demostraría tal situación que la vida es un hecho de ínfima importancia en el Universo como conjunto? ¿No sería la vida, entonces, un fenómeno evanescente, una insignificante y temporal enfermedad de la materia, un pequeño forúnculo surgido en el poderoso todo de la existencia?

Un momento…

De todas las substancias y materias que conocemos, sólo los seres vivos parecen mostrar alguna señal de «conciencia», de percepción de su entorno, de capacidad de demostrar respuestas adaptativas; es decir, de reaccionar al medio ambiente de forma que se obtenga un máximo de posibilidades de autoconservación y de supervivencia.

Y ello es, con toda certeza, una propiedad única. Todos los objetos no vivos soportan las condiciones ambientales que se les presentan. La materia no viva afronta los desastres exactamente igual que afrontaría las condiciones más favorables. Sólo los seres vivos «saben protegerse de la lluvia», metafóricamente hablando. Incluso los árboles, que no pueden moverse para evitar el hacha, extienden las raíces para buscar agua y abren las hojas para recibir la luz del Sol.

Esta conducta singular del ser vivo otorga al mismo unas cualidades que compensan e incluso superan lo insignificante de su cantidad y su tremenda fragilidad.

Cabría aducir que, al ser nosotros mismos —ejemplos de seres vivos— quienes valoramos la importancia relativa de la capacidad de dar respuestas adaptativas en contraposición a las mencionadas desventajas de la reducida cantidad y la gran fragilidad, nuestro juicio mal puede ser considerado imparcial.

Esto es cierto, pero precisamente en poder afirmarlo radica la diferencia fundamental. Sólo la vida puede emitir tal juicio, porque únicamente la vida posee la conciencia suficiente para hacer que surja una cuestión de juicio. La vida posee una suprema importancia por la razón misma de que únicamente ella puede señalar y decidir la importancia de una cuestión.

De hecho, ahora nos estamos refiriendo no ya a la capacidad de respuesta adaptativa, sino al pensamiento abstracto, lo cual es algo todavía más restringido. En la actualidad hay quizás unos dos millones de especies vivas y, en los tres mil millones de años en que la vida ha venido existiendo en el planeta, quizás haya habido en total unos veinte millones de especies. Y, de entre todas ellas, sólo una especie, el Homo sapiens, ha dado pruebas irrefutables de capacidad de pensamiento abstracto.

Por supuesto, quizás esto sea una muestra de vanidad por nuestra parte. Es posible que chimpancés, gorilas, elefantes, delfines, ballenas, cuervos, pulpos y quién sabe cuántas especies más, disfruten de algo que pueda definirse, en una interpretación más o menos amplia, como pensamiento abstracto. No obstante, queda fuera de toda duda que, incluso si ello es cierto, los seres humanos poseemos un grado de pensamiento abstracto tan superior al de las restantes especies que nos eleva a un plano netamente superior al de éstas; casi podemos afirmar que tal superioridad cuantitativa representa una diferencia cualitativa.

Remitámonos a hechos o ejemplos concretos: el Homo erectus, un predecesor nuestro de menor capacidad cerebral, fue la primera especie de toda la historia de la Tierra en utilizar deliberadamente el fuego. El Homo sapiens heredó esta capacidad, mientras que ninguna otra especie de seres vivos del planeta, aunque sea o haya sido inteligente, ha hecho uso del fuego.

No consideremos, sin embargo, al Homo sapiens como un mero beneficiario pasivo del genio inventor e innovador del Homo erectus. El primero ha elaborado, en lo que es apenas un instante en términos geológicos, la inmensa parafernalia de lo que denominamos civilización tecnológica, y no cabe la menor duda de que sólo el Homo sapiens posee o ha poseído (en la Tierra) la capacidad necesaria para desarrollar una tecnología tan compleja.

Ello significa que sólo los seres humanos, de todas las especies vivas que conocemos, poseen la capacidad de desarrollar herramientas que potencien sus sentidos físicos: ver lo invisible, oír lo inaudible, acumular y registrar datos, sopesar su significación y alcanzar conclusiones.

Así pues, no es sólo la vida, sino una única especie entre veinte millones, la especie humana, quien tiene conciencia del Universo más o menos como es, y quien trabaja por comprenderlo.

Puede haber en otros lugares del Universo diversas especies de seres vivos tan conscientes, hábiles e interesados en su propio progreso como el ser humano. Puede haber millones de ellas, algunas mucho más avanzadas en tal proceso que la nuestra…, pero carecemos de pruebas de su existencia.

Por lo tanto, hasta donde sabemos, somos los únicos seres en todo el Universo que dirigimos miradas de interrogación a las estrellas, a los átomos, a nosotros mismos, y buscamos respuestas.

¿No resulta terrible, entonces, que todos nuestros conocimientos, puestos al servicio de nuestras pasiones, nos hayan colocado al borde de la autodestrucción? Y si nos destruimos a nosotros mismos, ¿no es evidente que estaremos destruyendo algo que puede ser absolutamente único en el Universo y que quizá jamás podrá ser reemplazado? ¿No deberíamos trabajar para mantenernos vivos como individuos y como civilización, aunque sólo fuera por egoísmo y vanidad, ya que no por otras emociones más nobles?

Si escogemos el camino de la respuesta adaptativa a los aspectos destructivos de nuestra tecnología, si sobrevivimos, la especie humana continuará indudablemente haciéndose preguntas, aprendiendo y progresando en el conocimiento.

Y es una característica de la inquietud de la mente humana que, por rápidos que sean los progresos y por espectaculares que sean sus descubrimientos, el éxito nunca será suficiente para saciar nuestra curiosidad. El ser humano siempre va por delante de sus hallazgos, haciéndolo en forma de especulación.

La ciencia ficción es la rama de la literatura dedicada específicamente, entre otros temas, a tal especulación, y ¿dónde puede ésta asumir formas más fascinantes que en el estudio de la propia vida, que es el aspecto más sorprendente y prácticamente impenetrable del Universo?

Aquí presentamos, pues, una selección de excelentes textos de ciencia ficción sobre temas relacionados con la biología, entresacados de la producción del género en este siglo.

Isaac Asimov