BERNIE EL FAUSTO - William Tenn

BERNIE el Fausto, así es cómo me llama Ricardo. Yo no sé quién soy.

Aquí estoy, sentado en mi pequeña oficina de nueve pies por seis, leyendo noticias acerca de las subastas de suministros excedentes del Gobierno. Estoy intentando decidir dónde es posible echarle el guante a algún dólar, pero todo lo que consigo son dolores de cabeza.

Se abre la puerta de mi oficina. Y un tipo pequeño, sucio, desgarbado que viste una camisa Palm Beach también sucia, entra en ella, tose un poco y me dice:

—¿Estaría usted interesado en comprar veinte por uno?

Así, de golpe y porrazo. Quiero decir, eso es todo, lo que me soltó, sin preámbulo alguno. Le miro con atención y le digo:

—¡¡Quéee!!

El tipo arrastra un poco los pies, vuelve a toser otro poco y farfulla:

—Sí, un billete de veinte dólares por uno de cinco.

Le hice bajar los ojos y que se mirara fijamente los zapatos. Estaban estropeados, sucios y desharrapados como el resto de su indumentaria. De tanto en tanto, su hombro izquierdo se movía de una forma rara, como en una especie de tic nervioso.

—Yo le doy veinte —dijo, como si explicara aquello a sus zapatos— y yo le compro con él un billete de cinco. Yo me quedo con el de cinco y usted con el de veinte.

—¿Cómo se las ha arreglado usted para entrar en el edificio?

—Pues sencillamente, entrando —dijo el hombrecito un poco confuso.

—Usted entró, sencillamente —repetí yo con cierta ironía en la voz, remedándole—. Ahora, todo lo que tiene que hacer es dar media vuelta y marcharse por donde ha venido y largarse al propio infierno. En la puerta hay un letrero que dice: «PROHIBIDO EL PASO A LOS MENDIGOS».

—No estoy mendigando nada —respondió con cierta firmeza, metiéndose las manos en los bolsillos de su chaqueta—. Yo quiero venderle algo. Un billete de veinte dólares por uno de cinco. Yo le doy...

—¿Quiere usted que llame a un policía?

Dio entonces la impresión de sentirse muy asustado.

—No. ¿Por qué tendría usted que llamar a la policía? ¡No he cometido ninguna mala acción para que tenga usted que hacer eso!

—Llamaré a un policía de aquí a un segundo. Estoy avisándole bien claramente, amigo. Llamaré al vestíbulo y mandarán al policía de servicio. No quieren mendigos en este edificio. Éste es un edificio destinado sólo a negocios.

Se restregó las manos por la cara, arrancándose de paso alguna suciedad.

—¿No hay trato, entonces? ¿Un billete de veinte dólares por uno de cinco? Usted compra y vende cosas. ¿Qué hay de malo en mi proposición?

Yo levanté el teléfono.

—Está bien —dijo él, levantando las manos en un gesto de impaciencia. Me iré.

—Es mejor que lo haga así. Ah, y cierre la puerta tras usted cuando se marche.

—En el caso de que cambie de opinión —dijo, rebuscándose y sacando una tarjeta del bolsillo—, aquí tiene las señas en donde puede tomar contacto conmigo. Casi durante todo el día.

—Bah —le dije, despectivamente.

Se adelantó unos pasos, dejó la tarjeta encima de mi despacho sobre los periódicos y catálogos, tosió un par de veces, me miró como para ver si iba a morderle. En vista de que no era tal mi intención, se marchó.

Recogí la tarjeta entre las yemas de los dedos, con cierta repugnancia y comencé a dejarla caer en el cesto de los papeles. Pero algo me detuvo. Una tarjeta. Aquello era tan fuera de lo corriente... Un desgraciado como aquél con tarjetas de visita... Sí, era una tarjeta de visita.

Comprendí entonces que no me había portado muy bien con aquel individuo, fuese quien fuese y que no le había permitido explicarse mejor. Después de todo, ¿qué otra cosa hacía sino ofrecerme algo de lo que yo quería? Mi negocio era comprar saldos y artículos depreciados y de intentar ganar con ellos un dólar. Yo compro y vendo; aunque la mitad de mis artículos son buenas ideas. Tendré que utilizar las ideas, aunque procedan de un vagabundo.

La tarjeta aparecía limpia y blanquísima, excepto en el lugar en que había puesto sus sucios dedos. Impreso en el centro y orlado con una cierta filigrana de caligrafía, aparecía el nombre de Mr. Ogo Eksar. Bajo el nombre, figuraba el número del teléfono de un hotel de la zona de Times Square, no lejos de mi oficina. Yo conocía aquel hotel; no era caro, aunque tampoco ninguna cosa despreciable, algo así como una cosa de término medio.

En una esquina aparecía el número de su habitación. Me quedé mirándolo fijamente y sentí que todo aquello comenzaba a resultar realmente divertido. En realidad no lo sabía. Sin embargo, seguí pensando, ¿cómo es que daban acceso en aquel hotel a un tipo astroso semejante? «Vamos, no seas un «snob», Bernie», me dije a mí mismo.

Veinte por cinco. ¿Qué clase de turbios manejos o de chifladura podría esconderse tras aquello? ¡Era algo que no podía quitarme de la cabeza! Sólo había una cosa que hacer. Preguntar a alguien al respecto. ¿Ricardo? Un profesor de un importante colegio, después de todo. Uno de mis mejores contactos.

Ricardo me había ayudado en varias ocasiones a conseguir partidas de excedentes del Gobierno y últimamente me había hecho ganar sin trabajo apenas, quinientos dólares en el derribo de un edificio para un nuevo Instituto, procedente de las Naciones Unidas. Y cada vez que tenía necesidad de hacerle alguna consulta sobre cosas que ignoraba, lo tenía a mi disposición. Yo solía darle alguna comisión por su ayuda, naturalmente.

Miré mi reloj. Ricardo tendría que estar en su oficina en aquel momento, envuelto entre sus papeles o lo que tuviera que hacer allí. Marqué su número en el teléfono.

—¿Ogo Eskar? —repitió tras haberme oído—. Eso suena como si fuese un finlandés. O tal vez un estoniano. Yo diría, de todos modos, que es del Báltico oriental.

—Bueno, olvida eso —le dije—. Lo que importa ahora es esto.

Y le conté el ofrecimiento que me había hecho de darme veinte dólares a cambio de cinco.

Ricardo se echó a reír al otro extremo del aparato.

—¡Vaya, otra vez eso!

—¿Es algún viejo truco que los griegos hicieran ya con los egipcios?

—No. Es algo que ya ha ocurrido en América. Y no es ningún juego de tontos. Durante la Depresión, un periódico de Nueva York envió un reportero por la ciudad con un billete de veinte dólares ofreciéndolo a la venta por sólo un dólar. No hubo quien se quedara con él. La cuestión curiosa es que incluso la gente que moría de hambre, o los más pillos de la ciudad rehusaron un beneficio tan fácil del mil novecientos por ciento.

—¿Veinte por uno? Esta vez ha sido veinte por cinco.

—Bueno, Bernie, ya sabes, es la inflación —dijo, riéndose de nuevo—. Y en los días que vivimos puede constituir un espectáculo propio de la televisión.

—¿La televisión? ¡Tenías que haber visto de la forma en que se ha presentado vestido ese individuo!

—Puede que sólo sea un extra, como un lógico agente para hacer que la gente rehúse tomar la oferta en serio. Los investigadores de la Universidad suelen operar muchas veces de esa forma. Hace unos cuantos años, un grupo de sociólogos comenzaron a efectuar una investigación de las reacciones del público por las calles en cuestiones de caridad. Ya sabes, gentes que llevan una gran caja y que se sitúan en las esquinas con una pancarta que dice: «¡AYUDEN A LOS NIÑOS CON DOS CABEZAS! ¡ALIVIE EL HAMBRE DE LOS HABITANTES DE LA ATLÁNTIDA!» Bien, vistieron de forma estrafalaria a algunos estudiantes...

—Entonces, ¿crees tú que ese individuo se comporta en forma parecida?

—Creo que hay una gran posibilidad de que haya sido así. Sin embargo, no acabo de ver por qué ese tipo te dejó su tarjeta.

—Bueno, eso me parece que lo estoy averiguando ahora. Si se trata de un enlace enmascarado de la T.V., tiene que haber muchas otras cosas que estén relacionadas con lo mismo. Es posible que ofrezcan coches, refrigeradores, un castillo en Escocia y toda clase de botín.

—¿Crees que se trata de eso? Bueno... puede que sí.

Colgué el receptor, respiré hondo y llamé al hotel de Eksar. En efecto, estaba registrado allí correctamente con tal nombre. Y acababa de llegar en aquel momento.

Bajé las escaleras rápidamente y tomé un taxi. ¿Quién sabía la serie de conexiones que iría a hacer con tal motivo?

Mientras subía en el ascensor, seguí preguntándome lo que debería hacer. ¿Cómo iba a hablarle de la cuestión de los veinte dólares por cinco, la broma seguramente montada por la televisión, sin dar a conocer a Eksar que lo sabía todo? Bien, a lo mejor tenía suerte. Quizá me proporcionara una oportunidad para cualquier otro negocio.

Llamé a la puerta. Cuando me dijo que entrara, entré. Pero por un par de segundos no vi nada.

Era una pequeña habitación, como todas las habitaciones de aquel hotel, pequeñas, malolientes y algo sucias. Pero no había encendida ninguna luz eléctrica y la persiana estaba totalmente echada hasta abajo.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, estuve en condiciones de saber algo de aquel personaje que se llamaba Ogo Eksar. Estaba sentado en la cama, en la parte más próxima a mí. Todavía llevaba puesta aquella estrafalaria y sucia camisa Palm Beach. ¿Y saben ustedes otra cosa? Pues se hallaba viendo un programa de televisión en un curioso aparato portátil que tenía puesto sobre la mesita frente a la cama. Televisión en colores. Sólo que no funcionaba correctamente. No se veían rostros ni fotografías, ni imágenes, sólo una serie de colores mezclados. Una gran burbuja de rojo, otra de naranja con un borde dentado de azul, verde y negro. Una voz hablaba algo; pero aquellas palabras me dejaron confuso, no tenían para mí el menor significado:

—Wah-wahp, de-wah... de-wah...

En el momento de aproximarse, cerró el aparato.

—Times Square es mala zona para ver la televisión —le dije—. Hay demasiadas interferencias.

—Sí —me repuso—. Demasiadas interferencias.

Colocó el aparato de forma que yo no apreciase bien su forma. Me entraron deseos de haber comprobado cómo era cuando funcionase bien. Una cosa divertida... Yo había esperado oler a licores en aquella pequeña habitación, o ver algún par de botellas vacías tiradas por el suelo; pero no había ni la menor traza de ello.

El único olor que se apreciaba, era el característico del propio Eksar, concentrado.

—Hola —dije, sintiéndome un tanto incómodo al recordar la forma en que le había recibido en mi oficina. La verdad es que me había comportado rudamente. Eksar permaneció en la cama.

—Tengo los veinte dólares —me dijo—. ¿Tiene usted esos cinco?

—Ah, sí, supongo que sí —dije, mirando en mi billetera y tratando de aparecer divertido. Eksar no dijo una palabra, ni incluso me invitó a que me sentara. Yo saqué el billete—. ¿Está bien?

Se adelantó con el cuerpo un poco y me miró fijamente, como si pudiese ver —en aquella oscuridad— qué clase de billete le estaba ofreciendo.

—De acuerdo —dijo—. Pero quiero un recibo. Un recibo legalizado.

Bueno, qué diablos, ¿por qué negárselo? Si lo deseaba así no había por qué negarle el recibo legalizado.

—Bueno, tendremos que salir a la calle. Hay un farmacéutico en la calle 45.

—Vamos —dijo, poniéndose en pie y tosiendo ligeramente cuatro veces rítmicamente, una vez tras otra.

De camino a la farmacia, me detuve en una librería y compré un taco de recibos en blanco. Yo los había utilizado más de una vez. Allí mismo, lo rellené. New York, N. Y., y la fecha. He recibido del señor Ogo Eksar la suma de veinte dólares por un billete de cinco dólares que ostenta la serie... y el número...

—¿Le parece bien así? —le pregunté—. Estoy poniendo la serie y el número para darle un carácter completamente legal a la transacción, ya sabe usted, en caso preciso, es la Ley...

Ladeó la cabeza y leyó el recibo. Después comprobó la serie y el número del billete que le estaba mostrando. Entonces hizo un signo de aprobación.

Tuvimos que esperar a que el farmacéutico terminase de despachar a un par de clientes. Cuando firmé el recibo, lo leyó por sí, se encogió de hombros y estampó el sello de su establecimiento como un notario que da fe. Eksar me entregó un billete completamente nuevo de veinte dólares. El farmacéutico lo miró al trasluz, después por un lado y finalmente por otro hasta convencerse de su legitimidad.

—¿Es bueno? —preguntó.

—Sí, desde luego. Ya comprenderá usted, no le conozco, ni conozco su dinero.

—Claro, es natural. Yo lo habría hecho igual con cualquier extraño.

Eksar se puso el recibo junto con mi billete de cinco dólares en el bolsillo y comenzó a marcharse del establecimiento.

—¡Eh! —le dije—. ¿A qué tanta prisa?

—No —respondió—. No tengo ninguna prisa. Pero usted ya tiene sus veinte dólares que ha conseguido por un billete de cinco. Hicimos ese trato. El negocio ha terminado.

—De acuerdo, así hicimos el trato. ¿Qué tal si nos tomáramos una taza de café?

Eksar pareció vacilar.

—Le invito yo —le dije—. Es cosa de poco dinero. Vamos, vayamos a tomarnos un buen café, entonces.

Eksar pareció preocupado.

—¿No querrá volverse atrás ahora, verdad? Tengo el recibo del trato que hemos hecho y que está legalizado. Yo le di a usted veinte dólares y usted me dio cinco. Así se hizo el trato.

—Sí, hombre, un trato es un trato —le dije, empujándole fuera del establecimiento—. Ha sido un trato correcto, firmado, sellado y legalizado. Nadie va a volverse atrás ahora. Todo lo que quería es que nos tomásemos un café y yo tengo gusto en invitarle...

Su rostro se aclaró, a través de la suciedad que le recubría.

—Café no. Una sopa. Me gustaría tomarme una sopa de setas.

—Muy bien, sopa o café, es igual. No me importa. Yo me tomaré un café.

Nos sentamos en el café y le estudié de cerca. Se ocupaba de tomarse la sopa de setas que había pedido, cucharada tras cucharada, con la viva imagen de un vagabundo que no ha probado bocado en todo el día. Era la quintaesencia del mendigo vagabundo, destilado por tres veces, con la más fina etiqueta.

Un individuo así debería estar acurrucado en cualquier portal intentando que la policía no le echara el guante encima, y debería estar apestando a vino barato. Un individuo a quien todo el mundo le soltara la carcajada en plena cara cuando oyera hablar de un negocio en que se obtuviera semejante beneficio como el que había hecho conmigo. No debería vivir en un hotel regularmente bueno y decente. Pero aquello debía tener sentido. Tenía que tratarse de una exhibición para la televisión, habiendo alquilado a algún viejo actor bien pagado para encargarle de encarnar semejante papel.

—¿No quiere tomarse nada más? —le pregunté—. ¿Comprar algo?

Sostuvo la cuchara a medio camino hacia la boca y me miró con sospecha.

—¿Como qué?

—Oh, pues no sé. Tal vez quisiera de nuevo comprar un billete de diez dólares por uno de cincuenta... o quizás uno de veinte por cien dólares...

Pareció pensarlo. Después, volvió a la tarea de apurar su plato de sopa.

—Eso no es ningún trato —dijo despectivamente—. ¿Qué clase de negocio es ése?

—Excúseme por vivir de los negocios. Sólo pensé que debería preguntárselo. No quería de ninguna manera aprovecharme de usted, desde luego. —Encendí un cigarrillo y, aunque sin saber por qué, esperé.

Mi amigo, con la cara sucia como un estropajo, acabó la sopa y alargó la mano en busca de una servilleta de papel. Se limpió los labios. Le observé detenidamente. No tenía absolutamente la menor mancha alrededor de la boca. Era limpio realmente, en su especial forma de serlo.

—¿No quiere adquirir nada más? Aquí me tiene. Tengo todo el tiempo a su disposición. Cualquier cosa que se le ocurra y podremos considerarlo.

Hizo una pelota con la servilleta de papel y la dejó caer en el plato de sopa. Se mojó. Se había comido las setas y dejado la sopa.

—El puente de Golden Gate —dijo de repente. A mí se me cayó el cigarrillo de las manos.

—¿Qué?

—El puente de Golden Gate. El que hay en San Francisco. Lo compraría por... —Y levantó los ojos hasta las fluorescentes luces del techo pensando lo que fuera durante unos segundos—. Por un centenar y cuarto. Ciento veinticinco dólares. Pago al contado.

—¿Y por qué el puente de Golden Gate? —le pregunté yo como un idiota.

—Es el que quiero. Usted me ha preguntado qué otra cosa quiero comprar... pues bien, eso es: el puente de Golden Gate.

—¿Y qué le parece el puente de George Washington? Está aquí mismo, en New York, y atraviesa el río Hudson. ¿Por qué comprar algo que está tan alejado en la Costa del Pacífico?

Me miró fijamente como si admirase mi agudeza.

—Oh, no —dijo, mientras que el hombro le daba saltitos arriba y abajo con aquella especie de tic nervioso que solía darle a veces—. Se lo que quiero. Es el puente de Golden Gate en San Francisco y por ciento veinticinco dólares. Tómelo o déjelo.

—Lo aceptaré. Si es eso lo que quiere, usted manda. Pero mire, todo lo que puedo venderle es mi participación en el puente de Golden Gate, sea cual fuese el valor variable que ello implique.

Eksar aprobó con un gesto.

—Quiero un recibo. Ponga eso por escrito en un recibo.

Y lo hice constar así. Volvimos otra vez al boticario para legalizar el documento, quien puso el sello que tenía guardado en un cajón, volviéndonos la espalda a renglón seguido. Eksar contó seis billetes de veinte dólares y uno de cinco, de un gran rollo de billetes, todos ellos nuevos, como recién salidos de la Fábrica Nacional de Moneda. Volvió a guardarse el rollo en el bolsillo del pantalón y comenzó a alejarse de nuevo.

—¿Más café? —le pregunté mientras le retenía—. ¿Qué tal otro plato de sopa?

Me devolvió una mirada sorprendida.

—¿Para qué? ¿Qué es lo que quiere vender ahora?

Yo me encogí de hombros.

—¿Qué quiere usted comprar? Dígalo. Veamos cuáles otros tratos podemos realizar.

Esta vez tuvimos que hablar por los codos y se llevó la cosa bastante tiempo; pero yo no podía quejarme. Había ganado ciento cuarenta dólares en quince minutos. Bueno, eran en realidad ciento treinta y ocho, descontando los pequeños gastos que había realizado, con el café, la sopa, la pequeña comisión notarial y demás. La verdad es que no tenía motivos de queja.

Pero yo esperaba el gran negocio. Tenía que producirse lo grande.

Por supuesto, aquello podría ser posible hasta que durase el programa de T.V. Entonces, me preguntarían qué es lo que tenía en la mente cuando vendía todo aquello a Eksar y yo debería explicarlo, aprovechando la circunstancia para hacer propaganda de refrigeradores y vaya usted a saber, lo propio de la televisión...

Eksar había dicho algo mientras yo andaba por las nubes. Algo condenadamente usual y poco familiar. Le pedí que lo repitiera.

—El mar de Azov —me dijo—. En Rusia. Le daré trescientos ochenta dólares por él.

La verdad es que nunca había oído hablar de aquel sitio. Me apreté los labios y pensé por un segundo. Un buen bocado... trescientos ochenta dólares. Y por todo un mar. Intenté sacar partido.

—Pague cuatrocientos y haremos el trato.

Comenzó a toser de su forma peculiar y pareció irritado.

—¿Qué le ocurre, amigo? —me dijo entre golpes de tos—. ¿Es que trescientos ochenta dólares es un mal precio? Es un mar muy pequeño, uno de los más pequeños. Sólo tiene catorce mil millas cuadradas. Y... ¿sabe usted cuál es su máxima profundidad?

Yo quise dar la sensación de que estaba enterado.

—Es bastante profundo...

—Cuarenta y nueve pies —gritó Eksar—. Eso es todo, cuarenta y nueve pies. ¿Dónde va usted a encontrar mejor precio que trescientos ochenta dólares por un mar como ése?

—Está bien, tómelo con calma —le dije dándole unas palmaditas en su sucio hombro—. Partamos la diferencia. Usted ha dicho trescientos ochenta y yo quiero cuatrocientos. ¿Qué le parece si lo dejamos en trescientos noventa?

La verdad es que tenía poca importancia diez dólares de más que de menos. Pero yo quería saber lo que ocurriría. Eksar pareció calmarse.

—Trescientos noventa dólares por el mar de Azov —murmuró como consigo mismo—. Todo lo que quiero es el mar de Azov en sí mismo y no le estoy pidiendo que se incluya el Estrecho de Kerch o tal vez el puerto de Taganrog u Osipenko...

—Dígalo usted mismo —dije levantando las manos, como si no quisiera mostrarme duro con él—. Déme trescientos noventa y le daré el Estrecho de Kerch como un regalo gratis incluido en ese precio. ¿Qué le parece?

Pareció estudiar la idea. Resopló un poco. Se limpió la nariz con el reverso de la mano.

—De acuerdo —dijo—. Trato hecho. El mar de Azov y el Estrecho de Kerch por trescientos noventa dólares.

Y de nuevo el golpe del sello del farmacéutico. Los golpes iban sonando cada vez más fuertes.

Eksar me pagó con seis billetes de cincuenta, cuatro de veinte y uno de diez, todos nuevecitos, para estrenar, procedentes del gran rollo del bolsillo de sus pantalones. Yo seguí pensando en los billetes de cincuenta dólares que todavía le quedaban en el rollo y me pareció que deberían pasar a mi poder cuanto antes mejor.

—De acuerdo —le dije—. Y ahora, ¿qué mas?

—¿Sigue usted vendiendo todavía?

—Por el precio adecuado, desde luego. No tiene más que nombrarlo.

—Hay muchísimas cosas que pueden serme útiles —dijo como en un suspiro—. Pero, ¿acaso las necesito ahora? Eso es lo que estoy preguntándome a mí mismo.

—Precisamente ahora es cuando tiene usted la oportunidad de comprarlo. Más tarde... ¿quién sabe? Puede que yo no esté por aquí, puede que haya otros individuos haciéndole la competencia, pueden ocurrir toda clase de cosas inesperadas. —Esperé un poco, mientras que Eksar gruñía y tosía de vez en cuando—. ¿Qué le parece Australia? —le sugerí—. ¿Podría utilizar Australia por digamos... quinientos dólares? ¿O la Antártida? Podría hacer un trato magnífico con la Antártida.

Eksar pareció interesado.

—¡La Antártida! ¿Qué querría usted por ella? No, no voy a conseguir nada de esa forma. Un trocho por aquí, otro por allá... Eso cuesta mucho.

—Amigo, está usted consiguiendo unos precios condenadamente favorables y usted lo sabe. No podría usted comprar mejor que haciéndolo al por mayor.

—Sí, bueno, ¿qué le parece una venta al por mayor? ¿Cuánto por todo?

Yo sacudí la cabeza.

—No sé de qué está hablando. ¿A qué se refiere con todo?

Pareció impaciente.

—Pues todo. El mundo. La Tierra.

—¡Eh! Eso es mucho.

—Bien, sepa que estoy cansado ya de pagar un precio cada vez. ¿Quiere darme un precio al por mayor si hago esa adquisición?

Yo sacudí la cabeza, en una especie de gesto que no quería decir del todo ni que sí ni que no. El dinero me estaba llegando en grandes cantidades. Aquí es donde se supondría que tendría que reírme ante sus narices y alejarme. Pero ni siquiera inicié una sonrisa.

—Por todo el planeta... claro, es natural que quiera usted un precio global. Pero ¿qué es, quiero decir, qué es exactamente lo que quiere comprar?

—La Tierra —dijo aproximándose de forma que pude oler su mal aliento—. Quiero comprar la Tierra. Dinero al contado, como de costumbre.

—Eso cuesta un buen precio. Tendré que venderla completamente...

—Yo pagaré también un buen precio. Pero el trato es éste: yo pagaré al contado y en efectivo dos mil dólares. Con ello me quedo con toda la Tierra, con el planeta entero, incluyendo, naturalmente, algo de la Luna. Derechos de minerales, de tesoros ocultos, etc. ¿Qué le parece?

—Es muchísimo lo que quiere, amigo.

—Ya sé que es muchísimo; pero le estoy pagando muchísimo dinero.

—No por lo que está pidiendo. Déjeme pensarlo.

Allí estaba el gran negocio, la gran oportunidad. No ignoraba cuánto dinero le habría dado la gente de la televisión para seguir la broma, pero estaba bastante seguro de que los dos mil dólares era la cifra de donde partir. Pero, ¿qué precio podía ponérsele a todo el mundo?

Yo no debía estar hecho de la madera de los que trabajan para la televisión. Eksar debía ser una gran figura, elegida por el director de los programas.

—Con que realmente quiere usted todo... —dije volviéndome hacia él—. La Tierra y la Luna...

Eksar levantó una mano sucia.

—No toda la Luna. Sólo los derechos sobre su explotación. Puede quedarse con el resto.

—Sigue siendo muchísimo todavía. Parece que no tiene idea de lo que quiere conseguir por dos mil dólares, en comparación con una propiedad tan grandiosa, amigo...

Eksar comenzó con su tic nervioso.

—¿Cuánto... cuánto más?

—Bien, dejemos ya las bromas aparte. ¡Esto es muy serio! No estamos hablando de puentes, de ríos o de mares. Es todo un mundo completo y parte de otro lo que está usted comprando. Hace falta mucha pasta. Y tiene usted que estar dispuesto a soltarla.

—¿Cuánto?

Eksar parecía estar saltando dentro de su sucio traje Palm Beach. La gente salía y entraba del establecimiento y se quedaba mirándonos con fijeza.

—¿Cuánto? —susurró en voz baja con ansiedad.

—Cincuenta mil. Es un precio ridículamente bajo. Y usted lo sabe.

Eksar se quedó perplejo. Incluso sus extraños ojos parecían desorbitarse.

—Está usted loco —dijo en una voz hueca, callada y desamparada—. Tiene usted que haber perdido la cabeza.

Se volvió encaminándose a la puerta giratoria, con una seria determinación, sin volver la cabeza ni una sola vez. Daba la impresión de querer marcharse, lejos, muy lejos de allí.

Me apresuré a sujetarle por el borde de la sucia chaqueta y sostenerlo.

—Mire, Eksar —le dije rápidamente, mientras tiraba de él—. Ya comprendo que voy a agotar su presupuesto; me doy cuenta; pero tendrá que convenir que tendrá que pagar algo más que la ridícula cantidad de dos mil. Quiero conseguir cuanto pueda. ¡Qué diablo, me estoy molestando y perdiendo el tiempo con usted para servirle! ¿Cuántos individuos lo harían?

Aquello pareció hacerle alguna impresión. Agachó la cabeza e hizo un signo de aprobación. Le solté la chaqueta y de nuevo estábamos negociando.

—Bueno. Póngase usted a tono conmigo y yo me pondré con usted. Suba algo más. ¿Cuál es su mejor precio? ¿El mejor que pueda fijar?

Se quedó mirando calle abajo, pensando, mientras sacaba la lengua para limpiarse su sucia boca. Tenía la lengua sucia también. Era algo negruzco, grasiento, lo que se extendía por toda su boca.

—¿Qué le parece —dijo tras unos momentos— que sean dos mil quinientos? Eso es lo más que puedo dar. No me queda ya más, ni un centavo.

Era como yo: un regateador nato.

—Puede usted llegar a los tres mil —le urgí—. ¿Cuánto son tres mil dólares? Sólo otros quinientos dólares. Mire lo que consigue usted por ello. La Tierra, todo el planeta con los derechos de pesca, extracción de minerales y de tesoros enterrados y todo lo demás de la Luna. ¿Qué dice usted a eso?

—No puedo. Sencillamente es que no puedo. Me gustaría, si pudiera. —Y sacudió la cabeza, como si al hacerlo dejara de mostrar aquella serie de tics nerviosos que le agitaban—. Quizás le convenga esto: llegaré hasta los dos mil seiscientos. En ese precio usted me entregará la Tierra y los derechos de pesca, además de los de los tesoros escondidos en la Luna. Puede usted guardarse los derechos sobre explotación de minerales. Me las arreglaré sin ellos.

—Suba a dos mil ochocientos y tendrá también esos derechos sobre los minerales. Usted los quiere, y así se los doy. Vamos, no sea tan duro; son sólo doscientos dólares más y puede usted tener todo eso...

—No puedo tener nada. Algunas cosas cuestan demasiado. ¿Qué le parece dos mil seiscientos cincuenta, sin los derechos minerales y sin los de los tesoros escondidos?

Entonces estábamos los dos bailando en la cuerda floja. Me parecía sentirlo.

—Esta es mi oferta última, absolutamente —le dije—. No puedo perder todo el día con esto. Bajaré hasta dos mil setecientos cincuenta, ni un centavo menos. Por ese precio, le daré la Tierra y los derechos de pesca sobre la Luna. O más bien, los de descubrir tesoros escondidos en el satélite. Puede usted elegir el que más le guste de esos derechos.

—De acuerdo —respondió—. Es usted un hombre duro y difícil. Lo haremos así.

—¿Dos mil setecientos cincuenta por la Tierra y los derechos de la Luna?

—No, dos mil setecientos, sin ningún derecho sobre la Luna. Olvidaré la Luna, no me interesa. Dos mil setecientos y todo lo que me quedo es la Tierra entera.

—¡Trato hecho! —exclamé, dándole un apretón de manos.

Después, con mi brazo por encima de sus hombros. —¿Quién iba a preocuparse de sus ropas sucias cuando aquel tipo valía dos mil setecientos dólares?— volvimos de nuevo a la farmacia.

—Quiero un recibo —me recordó.

—De acuerdo —le dije—. Pero ya sabe que hará constar en él que le vendo mi participación en lo que le vendo, sea cual fuese su valor cambiante, y mi derecho a venderlo. Usted consigue muchísimo por su dinero.

—Y usted muchísimo dinero por lo que está vendiendo —me replicó al instante.

Me gustaba Eksar. Con sus raros tics o sin ellos, era la clase de individuo de mi especie.

Volvimos a la farmacia para legalizar el recibo y honradamente en mi vida he visto a una persona tan disgustada.

—El negocio es bueno, ¿eh? —dijo—. Por lo visto ustedes dos se están aprovechando bien...

—Oiga usted —le dije al farmacéutico—. Limítese a legitimarlo. —Entonces mostré el recibo a Eksar—. ¿Es así de la forma en que lo quiere?

Eksar estudió el recibo que había extendido y tosió tres o cuatro veces.

—Sea cual sea el valor de su participación o tenga derecho a vender. De acuerdo. Y ponga además, ya sabe, su capacidad como agente de ventas, su capacidad profesional; es muy importante que el trato sea absolutamente legal. Quiero las cosas bien hechas.

Cambié el recibo y lo firmé. El farmacéutico hizo su papel de notario, estampando el sello.

Eksar sacó su rollo de billetes, todos nuevos y flamantes, de los bolsillos de sus pantalones. Contó con calma cincuenta y cuatro billetes de cincuenta dólares, que dejó sobre el mostrador. Después tomó el recibo, lo guardó y se dirigió hacia la puerta.

Yo tomé el dinero rápidamente y le seguí.

—¿Algo más?

—Nada más —dijo—: Se acabaron las compras. Ya hemos cumplido el trato.

—Sí, ya sé; pero pudiera ser que quisiera usted cualquier otra cosa, otro artículo u objeto...

—No hay nada más que comprar. Ya terminamos con nuestros tratos.

Y por el tono de su voz, me dio a entender que hablaba completamente en serio. Salió a la calle, giró a la izquierda y comenzó a caminar de prisa, como si fuera a perder algún tren.

Bien, ya no había más negocios que hacer. Tenía tres mil doscientos treinta dólares en mi billetera, que había ganado en una mañana. Comencé a pensar si había actuado bien. Quiero decir, que cuál sería la cifra del presupuesto dedicada a aquella exhibición de la T.V. ¿Hasta dónde me habría aproximado?

Yo tenía un contacto que tal vez pudiera descubrirlo: Morris Burlap.

Morris Burlap está metido en negocios como yo, sólo que él es un agente teatral, agudo, realmente listo como una ardilla, y en vez de vender algún cargamento de alambre de cobre usado, por ejemplo, o cualquier opción a una esquina en Brooklyn, él vende talento. Vende un puñado de bailarinas para un hotel de montaña, cede un pianista para un bar o el disco de moda para la emisión nocturna de la radio. La razón de que le llamen Morris Burlap es a causa de esos pesados trajes de «tweed» que se pone en invierno y verano, todos los días del año. Él dice que eso refuerza la imagen.

Le llamé desde la cabina existente cerca de la entrada y le conté todo lo sucedido y lo concerniente al número de televisión, rogándole que viera la forma de descubrir de qué se trataba.

—No hay nada que descubrir —me interrumpió—. No hay tal número en la T.V., Bernie.

—Morris, es seguro, te lo digo. A lo mejor es que no has oído hablar de él...

—Te repito que no hay tal número. No está programado, ni se está ensayando. Mira: cada vez que eso sucede, yo tengo miles de formas de averiguarlo por mis contactos; eso me interesa mucho, ya lo sabes, es lo mío. No intentes decirme cómo debo llevar mis negocios, Bernie. Cuando te digo que no hay tal programa, es que no existe.

De aquella forma tan positiva me respondió mi amigo. De repente me vino una loca idea a la cabeza; pero la deseché casi al instante. No. Aquello no. No.

—Entonces debe ser algún periódico o alguna investigación universitaria, como dice Ricardo.

Mi amigo pareció pensarlo al otro extremo del teléfono. Yo esperaba pacientemente; Morris Burlap tenía una cabeza muy bien organizada y una fenomenal memoria.

—Oye, Bernie, esos condenados documentos, esos recibos... los periódicos y universidades no suelen utilizarlos jamás. Ni tampoco lo hacen los chiflados. Creo que te han cogido bien cogido, Bernie; de qué forma has caído en cualquier trampa, es algo que ignoro, pero ten por seguro que te han cazado.

Colgué el teléfono y pensé. Aquella idea anterior me volvió a la cabeza como un explosivo.

Un puñado de personajes procedentes del espacio exterior, por ejemplo, quieren la Tierra. La quieren para establecer una colonia, para un albergue de vacaciones o lugar de descanso, ¿quién diablos puede imaginar para qué? Y tienen sus razones. Son suficientemente fuertes y avanzados como para venir y tomar posesión de ella por la fuerza. Pero no quieren proceder así. Necesitan y prefieren mejor un medio legal.

De acuerdo. Esos personajes procedentes del espacio exterior quizás pensaran que lo mejor sería tener un trozo de papel precisamente procedente de un verdadero ser humano acreditado, firmando la venta de la Tierra en ese papel. Pero no, eso no podría ser lógico. ¿Cualquier trozo de papel? ¿Firmado por cualquier Fulano de Tal?

Metí una moneda en el teléfono y llamé a Ricardo a la Universidad. No estaba allí. Le dejé recado a la señorita que era muy importante; ella me contestó que le parecía muy bien, que tomaba nota y que trataría de localizarle.

Todo aquel lío, seguí pensando, el puente de Golden Gate, de San Francisco, el mar de Azov... eran en gran parte la rutina del procedimiento subsiguiente al del cambio de veinte dólares por cinco. Hay una comprobación segura de la que se cuida un agente de ese tipo: cuando deja de hablar, levanta el vuelo y se pierde.

Con Eksar había sido la Tierra. ¡Y todo aquel teatro respecto a los derechos de la Luna! Los había utilizado como tapadera para encubrir su verdadero objetivo. Así había sido la forma en que Eksar me había trabajado. Era una forma especial de estudiar la forma específica que yo tenía de operar y conducirme. Tenía que comprarlo solamente por mi mediación.

Pero... ¿por qué de mí?

Todo aquel lío de los recibos, aclarando mis opciones, respecto a mi capacidad profesional, ¿qué diablos significaría? Yo no soy dueño de la Tierra, no me dedico al negocio de vender planetas enteros. Es preciso poseer un planeta antes de venderlo; es la Ley.

Por tanto, ¿qué es lo que pude haber vendido a Eksar? Yo no poseo ninguna propiedad. ¿Vendrán a hacerse cargo de mi oficina, a reclamar el trozo de acera por el que ando o quedarse con los utensilios que utilizo cuando tomo mis comidas? Aquello me llevó a la primera pregunta: ¿Quiénes eran «ellos»? ¿Quién diablos podrían ser «ellos»?

La señorita de la central de la Universidad localizó finalmente a Ricardo. Aparecía irritado.

—Me vienes a fastidiar en medio de una reunión de la Facultad, Bernie. ¿No puedes volver a llamar?

—Te suplico que me escuches un segundo —le rogué—. Estoy metido en algo y no sé lo qué hacer. Necesito tu consejo.

Hablando rápidamente —oía mientras las voces y ruidos de fondo— le conté toda la historia desde el momento en que le llamé por la mañana. El aspecto de Eksar, a lo que olía, aquel divertido aparato portátil de televisión en color, la forma en que había renunciado a sus derechos sobre la Luna en la compra, una vez asegurados sus derechos sobre la Tierra. Y lo que me había contado Morris Burlap, todo, en fin.

—La cuestión es —dije riendo con un esfuerzo, para no aparecer demasiado serio—, ¿a quién he tratado para ese negocio, eh?

Mi amigo pareció pensarlo seriamente durante unos momentos.

—No lo sé, Bernie, es posible. Parece que encajan bien esas sospechas. Pero hay un aspecto que se relaciona con las Naciones Unidas.

—¿Las Naciones Unidas? ¿A qué te refieres?

—El aspecto de la situación relacionado con las Naciones Unidas. El... estudio que hicimos hace años para la Organización Mundial.

Ricardo estaba haciendo uso de un doble juego de palabras para evitar la gente que tenía en sus proximidades. Me di cuenta en el acto.

Eksar tenía que haberlo sabido todo en relación con el negocio que Ricardo me proporcionó, consistente en aquella ocasión en que las Naciones Unidas, aquí en New York, se quitó de encima todo el equipo viejo y pasado de moda que poseía en la Organización. Me habían dado lo que ellos llamaban un documento autorizado. En algún archivo y en alguna parte, existía un trozo de papel de carácter estacionario y fijo de las Naciones Unidas, en donde se hacía constar que yo era su agente autorizado para la venta de instalaciones de excedentes y equipos de segunda mano.

¡Aquello era un documento absolutamente legal!

—¿Crees que todavía se mantiene en vigor? —pregunté a Ricardo—. Veo claramente que la Tierra todo lo que tiene son instalaciones y equipos de segunda mano. Pero... ¿excedentes?

—La Ley Internacional es un campo enmarañado, Bernie. Y esto puede ser aún más complejo. Sería prudente y aconsejable que hicieras algo al respecto.

—Pero... ¿qué? ¿Qué debería hacer yo, Ricardo?

—Bernie —dijo, con una voz agria como el infierno—. Te dije antes que estoy en una reunión de la Facultad. ¡Maldita sea! ¡Una reunión de la Facultad! —Y colgó.

Salí corriendo de la farmacia como un loco y eché mano del primer taxi que encontré para que me llevase al hotel de Eksar.

¿De qué tenía más miedo? No lo sabía, tan histérico me hallaba. Esto es demasiado para un pobre hombre como yo, demasiado peligroso por el alcance que pueda tener. Aquello podría poner mi nombre en todas partes como el más colosal estafador que había conocido la Historia. ¿Quién podría confiar más en mí como agente de ventas? Tenía la sensación de que si alguien me pidiera venderle un rifle, por ejemplo, yo me las arreglaría para venderle un «Nike Zeus», ya saben ustedes, esos proyectiles atómicos del más alto secreto del Pentágono. Igual podría venderle el país entero por equivocación. Sólo que esto era muchísimo peor: había vendido el planeta entero, la Tierra en conjunto. ¡Tenía que deshacer el trato, como fuera!

Cuando llegué a la habitación de Eksar, sabía que estaría dispuesto para largarse de allí. Estaba encerrando aquel extraño aparato de T.V. en una vieja maleta de cuero, de las que se venden en los almacenes de tipo corriente. Dejé la puerta abierta, para que hubiera alguna luz.

—Ya hicimos nuestros negocios —me dijo—. No hay más tratos.

Yo seguí allí, sin moverme, bloqueándole el paso.

—Eksar —le dije—, escuche lo que he descubierto. Primero, usted no es humano, como yo, quiero decir.

—¡Valiente tontería! ¡Yo soy tan humano como usted, amigo...!

—Puede ser. Pero usted no es de la Tierra... eso es lo que quiero decir. ¿Por qué necesita usted la Tierra?

—Yo no la necesito. Soy un agente. Represento a alguien.

Morris Burlap tenía razón, allí lo tenía frente a mí con sus ojos de besugo clavados en los míos. Ni que decir tiene que no estaba dispuesto a abandonar la partida así como así.

—Con que usted es el agente de otra persona —repetí lentamente—. ¿De quién? ¿Para qué quieren la Tierra?

—Esa es una cuestión que a mí me tiene sin cuidado. Yo soy un simple agente. La he comprado sencillamente para ellos.

—¿Trabaja usted a comisión?

—No trabajo por amor al arte.

Seguro como el infierno que no trabajas por amor al arte, pensé. Esa tos, esos tics nerviosos... Entonces comprobé lo que significaban. El aire de la Tierra no era el tipo de aire que precisaba para respirar normalmente. Es como cuando yo voy al Canadá, que inmediatamente me siento atacado de diarrea. Debe ser el agua o cualquier otra cosa...

¡La suciedad con que llevaba embadurnada la cara era una especie de protección contra los rayos solares! ¡Sí! Aquello tenía su razón de ser. Eksar no era ningún truhán ni vagabundo. Cualquier cosa menos aquello. El granuja era yo. Piensa rápido, Bernie, me dije a mí mismo. ¡Este tipo te ha enganchado bien!

—¿Cuánto percibe usted... el diez por ciento?

Ninguna respuesta.

Se aproximó a mí, respirando fuerte y haciendo gestos raros.

—Le subiré al máximo su ganancia, Eksar —le dije—. ¿Sabe usted cuánto le daría? ¡El cincuenta por ciento! Detesto ver a un agente que va de acá para allá sólo por un diez por ciento.

—¿Y qué me dice de la ética profesional? Tengo un cliente.

—Mire quién va a hablar de ética... Un tipo que compra la Tierra por dos mil setecientos dólares. ¿Y llama usted ética a eso?

Entonces se le agrió el carácter. Dejó caer la maleta y apretó los puños.

—No, yo le llamo a eso negocios. Un trato. Yo ofrezco y usted recibe. Usted se va tan feliz con sus ganancias y todo terminado. Y ahora me viene usted gritando y diciéndome que ha vendido demasiadas cosas por el precio convenido de mutuo acuerdo. ¡Es una lástima! Yo tengo también mi ética. No pierdo un cliente por el llanto de un bebé.

—Yo no soy ningún bebé que llora. Soy un pobre hombre que tiene que luchar para ir viviendo. Y tengo mis recursos y mis trucos para conseguirlo decentemente.

—Bien, ¿y por qué no los utiliza?

—En ciertas cosas me es imposible usarlos. No se ría, Eksar, hablo en serio. Yo no empujaría a ningún tipo del mundo a que entrara en un pulmón de acero. Y comprenderá usted que no soy tampoco el individuo indicado para vender su planeta entero.

—Usted lo ha vendido realmente, amigo —me dijo—. El recibo es perfectamente legal en cualquier parte. Y nosotros tenemos la maquinaria precisa para hacerlo valer. Una vez mi cliente tome posesión, la raza humana está acabada, kaput, olvídelo ya.

Yo me encontraba exaltado ya en aquel umbral de la habitación, sudando la gota gorda como un desesperado. Pero me sentía mejor. De repente, Eksar deseó hacer negocios nuevamente conmigo. Yo le hice un guiño alentador. Cambió ligeramente de color bajo aquella desagradable máscara de suciedad.

—Bueno, ¿cuál es su oferta, de cualquier modo? —me dijo tosiendo—. Señale una cifra.

—Diga usted una. Usted tiene la propiedad ahora...

—¡Aaah! —gruñó impaciente, y me empujó, apartándome del camino.

¡Era un tipo fuerte! Corrí tras él hasta el elevador.

—¿Cuánto quiere, Eksar? —le pregunté mientras descendíamos a la planta baja.

Se encogió de hombros.

—Yo tengo ahora un planeta entero y un comprador. Usted está en un buen lío. El que está en apuros es el que tiene que salir de ellos.

¡El muy piojoso! Para cada uno de mis movimientos tenía siempre dispuesto el contraataque.

Siguió andando y le seguí hasta la calle. Seguimos Broadway abajo, mientras yo le ofrecía los tres mil doscientos treinta dólares que me había pagado, y él diciéndome que maldito el negocio que hacía volviendo a recibir el dinero que ya había pagado y perdido su tiempo.

—¿Tres mil cuatrocientos? —le ofrecí—. Bueno, ¿tres mil cuatrocientos cincuenta?

Pero Eksar continuaba andando como si le hablase a una pared.

Si no conseguía convencerle con alguna cifra, podía darme por muerto. Corrí hasta ponerme ante él.

—Eksar, dejemos ya de perder el tiempo con palabras y regatear tanto el uno con el otro. Si no quisiera vender, no debería hablarme. Le ruego que fije una cifra. Sea la que sea, se la pagaré.

Aquello pareció despertar en él cierta reacción.

—¿Habla en serio? No querrá embaucarme...

—¿Cómo puedo intentar embaucarle? Estoy sobre un barril de dinamita.

—De acuerdo, pues. Le daré una oportunidad y me ahorraré así un largo viaje de vuelta hasta donde está mi cliente. ¿Qué es lo más limpio para tratar entre usted y yo y para todos? Veamos. ¿Ocho mil dólares?

Ocho mil dólares... Santo Dios... era casi exactamente todo el saldo que tenía en el Banco. Sin duda conocía el saldo de mi cuenta bancaria puesta al día. También debía conocer mis pensamientos, sin duda alguna.

—Va usted a hacer ahora negocios con hombre de negocios —me dijo entre golpes de tos—. Debe pensarlo un poco. Tiene usted ocho mil dólares, y con ello hacemos el cambio. No es mucho dinero para salvar el cuello.

Yo hervía de furia.

—¿Que no es mucho? Entonces déjeme decirle, maldita Florence Nightingale, que no va a conseguirlo! ¡Maldita sea su estampa! Es una pobre piel la que tengo que entregar algún día, pero ¡ni un centavo de lo que tengo, ni por usted, ni por la Tierra, ni por nadie!

Se acercó un policía para comprobar por qué estaba gritando de aquella forma y tuve que calmarme hasta que se alejó de nuevo.

—¡Socorro! ¡Policía!! ¡Nos están invadiendo seres de otro mundo! —casi grité. ¿Qué aspecto tendría aquella calle donde estábamos dentro de diez años si no hubiera sacado aquel maldito recibo a Eksar?

—Eksar, su cliente mostrará el recibo... y a mí me colgarán muy alto. Pero yo sólo tengo una vida, y mi vida es comprar y vender. No puedo comprar ni vender sin capital. Si se lo lleva, no habrá diferencia alguna para mí sobre quién poseerá la Tierra o quién no.

—¿A quién diablos cree usted que está tomando el pelo?

—No estoy intentando tomarle el pelo a nadie. Honradamente, es la verdad. Llévese mi capital y no habrá diferencia alguna entre si estoy vivo o muerto.

Aquellas palabras parecieron afectarle un tanto. Lo cierto es que yo tenía ya lágrimas en los ojos en mi desesperación en la forma en que estaba conduciéndome. ¿Cuánto capital necesitaba? ¿Me bastaría con quinientos dólares? Le dije que no podría operar ni en un día siquiera sin al menos siete veces aquella suma. Me preguntó si realmente hablaba en serio al querer recuperar el planeta que había vendido o es que se trataba de mi cumpleaños y quería recibir un presente como regalo suyo.

—No tiene que regalarme nada —le dije—. Eso le va bien a la gente gorda, que lo prefieren con mucho a seguir una dieta.

Y así continuamos. Hablando y hablándonos en la cara, jurando a cada momento, argumentando y regateando, dándole vueltas a la misma cosa y haciendo proposiciones y contraproposiciones. Lo importante era ver quién se rendía el primero.

Pero ninguno de los dos lo hizo. Ambos nos sostuvimos en nuestras respectivas posturas. Hasta que por fin me dijo la cifra: seis mil ciento cincuenta dólares. Ni un centavo más.

Aquél era el precio, y ni una palabra más que añadir a la cuestión. Bueno, pudo haber sido peor...

Aun así, estuvimos a punto de echarlo todo a perder cuando comenzamos a hablar del pago.

—Su Banco no está lejos. Vamos antes de que cierren.

—¿Para qué tener que andar hasta que me dé un ataque al corazón? Mis cheques son tan seguros como el oro.

—¿Quién quiere un trozo de papel? Quiero dinero en efectivo. El dinero al contado es lo definitivo.

Finalmente, me las arreglé para darle un cheque. Escribí la cifra y lo firmé, lo tomó y me dio los recibos, todos. Todos los que había firmado. Después, recogió el cheque y se alejó. Siguió Broadway adelante, sin siquiera decirme adiós. Eksar era una máquina de hacer negocios, nada más que el negocio personificado. No volvió la vista atrás ni una sola vez.

Todo negocios. Descubrí a la mañana siguiente que se había ido en derecho al Banco y cobrado mi cheque certificado antes de la hora de cierre. ¿Qué piensan ustedes de todo esto? No puedo hacer maldita la cosa. Había perdido seis mil ciento cincuenta dólares. Sólo por hablar con un individuo sucio y maloliente.

Ricardo dijo que yo era un Fausto. Salí del Banco golpeándome la cabeza con los puños. Le llamé y también a Morris Burlap para comer juntos. Les llevé a un lugar lujoso donde continué con mi famosa aventura. El restaurante lo había elegido Ricardo.

—Eres un Fausto —me dijo.

—¿Qué Fausto? ¿Quién es ese Fausto? ¿Qué cosa?

Y así tuvo que explicarnos quién era el personaje famoso, sólo que yo era una nueva clase de Fausto, uno del siglo XX americano. Los otros Faustos habían querido saberlo todo, conocerlo todo. Yo sólo quería poseerlo todo.

—Pero me he estrellado —comenté—. Fui bien cogido. Seis mil ciento cincuenta dólares...

Ricardo dejó escapar una risita entre dientes y se retrepó en su asiento.

—Oh, mi dulce oro —dijo suavemente, como recitando una cita poética—. Oh, mi dulce oro...

—¿Qué?

—Es una cita, Bernie. De la Trágica Historia del Dr. Fausto, de Marlowe. Olvidé el contexto; pero creo que viene a cuento ahora. «Oh, mi dulce oro...»

Aparté la vista de Ricardo y miré a Morris Burlap; pero nadie puede decir nunca cuándo Burlap se encuentra confuso. En realidad, tiene más aspecto de profesor que Ricardo, con aquellos trajes de tweed estilo Harris y aquella pesada y honda mirada. Ricardo es más bien un tanto garboso y elegante. Entre los dos pusieron su inteligencia y saber para hacer un rato agradable y responder a cuanto cualquier tipo quisiera saber de la vida. Bien valía la pena el gasto que estaba realizando, olvidando las pérdidas enormes que había sufrido con Eksar.

—Morris, di la verdad. ¿Tú le comprendes?

—¿Qué es lo que hay que comprender, Bernie? ¿Una cita sobre el dulce oro? Podría ser la respuesta precisamente.

Entonces miré a Ricardo. Estaba muy ocupado despachando un buen trozo de pudding cremoso italiano. En aquel lugar costaban dos dólares cada uno.

—Admitamos que es un ser extraterrestre —dijo Morris Burlap—. Digamos que procede de alguna parte del espacio exterior. De acuerdo. Pero ¿por qué tiene un extraterrestre que desear los dólares de los Estados Unidos? ¿Cuál será la tarifa de cambios por esos otros mundos?

—Quieres decir que necesitaba ese dinero para adquirir mercancías en la Tierra...

—Eso es exactamente lo que quiero decir, pero qué clase de mercancías, es la cuestión. ¿Qué podría tener la Tierra y que él necesitara?

Ricardo acabó con el pudding y se limpió los labios con una servilleta.

—Creo que estás sobre la verdadera pista, Morris —opiné entonces, lo que me hizo volver la atención sobre él—. Podemos postular la existencia de una civilización muchísimo más avanzada que la nuestra. Una que sepa que no estamos en condiciones de saber nada respecto de ella. Una, que haya tomado a la Tierra como un lugar primitivo, en los límites alejados como un castigo, como una restricción que sólo los criminales desesperados se atrevan a ignorar.

—¿Y de dónde pueden provenir esos criminales, Ricardo, estando tan avanzados?

—Las leyes producen los delincuentes, Bernie, como las gallinas los huevos. La civilización no tiene que ver nada con eso. Creo que estoy comenzando a ver claro a Eksar ahora. Debe ser un aventurero sin escrúpulos, ni principios, un hombre de las estrellas como versión de aquellos degolladores que navegaban por los mares del Sur hace cien años atrás. De vez en cuando, un barco se estrellaba contra los bancos de coral y todo un oportunista sanguinario de Boston, por ejemplo, se quedaba embarrancado para toda su vida entre aquellos hombres atrasados de sus tribus. Estoy seguro que podéis poner el resto a la historia.

—No, no puedo. Si no te importa, Ricardo...

Morris Burlap expresó su deseo de tomarse otro coñac. Lo pedí. Casi sonrió un poco en la forma que suele hacerlo al aproximarse a mí.

—Creo que Ricardo ha dado en la tecla, Bernie. Ponte tú mismo en la postura de ese fulano de Eksar. Ha tenido que tomar contacto con su astronave sobre un pequeño planeta sucio y atrasado, cosa que está fuera de ley, en primer término. No tiene más remedio que comprar determinados artículos para efectuar alguna reparación, mercancías que pueden estar disponibles aquí... Pero tiene que comprarlas. Cualquier ruido, cualquier sospecha y le pescarían en el acto. Digamos que tú fueses Eksar. ¿Qué harías en su lugar?

Entonces creí verlo claro.

—Pues me tendría que inventar la forma de conseguirlo. Brazaletes de cobre, objetos de valor, dólares... todo lo que tuviese en las manos para comprar mercancías nativas. Y seguiría haciendo toda suerte de negocios de cambiar, comprar y vender. Quizás haya empezado a conseguir sus primeros dólares con alguna pieza importante o valiosa de su astronave y entonces ha seguido. Pero bueno, ésa es la forma de hacer los negocios al estilo humano...

—Bernie —me dijo Ricardo—. Los indios, en tiempos, comerciaron entregando valiosas pieles a cambio de conchas de mar, en el mismo sitio en que ahora está la Bolsa. Alguna especie de negocios tiene que haber en el mundo de Eksar, te lo aseguro. Y te eligió a ti como víctima.

Bien, aquello parecía cierto.

—Así que yo fui el elegido para picar en el anzuelo por un superhombre de otro mundo... ¡Perra suerte la mía!

Ricardo aprobó con un gesto.

—Por un hombre de negocios, el propio Mefistófeles deja caer rayos y truenos del cielo. Él necesitaba doblar su dinero una vez más hasta tener bastante para reparar su nave. Tuvo a su disposición una fantástica sofisticación en todos los caminos del comercio.

—Lo que Ricardo está diciendo —dijo entonces Morris Burlap con voz suave— es que el tipo que te ha ganado la mano era algo mucho más grande que tú.

Creo que mis hombros se aflojaron.

—¡Qué diablos! Uno puede ser derribado por un caballo o por un elefante. Siempre está uno expuesto a ser derribado.

Pagué la cuenta y nos fuimos.

Después comencé a preguntarme si tal vez, después de todo, aquello habría sido realmente lo sucedido. Mis amigos la gozaron viéndome como un aventurero interplanetario. Ricardo es un tipo brillante, y Morris Burlap otro individuo listo como el diablo, pero ¿con eso, qué? Muchas ideas, cierto; pero hechos no.

Pero el hecho llegó.

Al final de aquel mes me llegó el extracto de mi cuenta en el Banco con el cheque cancelado que le había entregado a Eksar. El cheque había sido endosado a un gran almacén situado en la zona de Cortland Street. Conozco muy bien esos almacenes. He tratado y negociado con ellos. Fui hasta allá y pregunté al respecto.

En esos almacenes se manejan equipos electrónicos en su mayor parte, rebajados de precio, como excedentes del Gobierno o procedentes de otras fuentes de suministro. Es lo que venden en su mayor parte. Me dijeron que habían despachado un enorme pedido de transistores y transformadores, resistencias y circuitos impresos, tubos electrónicos, cable, herramientas y toda clase de útiles parecidos. Todo revuelto, me dijeron, en forma de un enorme componente que parecía no tener pies ni cabeza. Al encargado de la sección le había dado la impresión de que eran para atender un trabajo de suma urgencia y que la persona que los había adquirido les había rogado lo hicieran con toda prisa. Eksar tuvo que pagar, además, una crecida cantidad por gastos de transporte, porque los paquetes tuvieron que ser expedidos a un pueblo escondido entre bosques, allá en el norte del Canadá.

Éste era un hecho admitido y real. Pero aún había más.

Como he dicho, yo había comerciado con estos almacenes. Sus precios son los más bajos de toda la vecindad y en un amplio sector del comercio de la competencia. Es natural preguntarse por qué vendían tan barato. No hay más que una sola respuesta: porque todo lo compraban muy barato. Todo lo adquirían a precios muy reducidos, sin importarles un comino la calidad. Personalmente, yo mismo les había vendido ingentes cantidades de chatarra electrónica, que no hubiera podido colocar en ninguna otra parte, en su mayor parte material condenado, de baja calidad, mal terminado, artículos que incluso podían considerarse como peligrosos. El lugar donde poder vender y obtener beneficio, ya que lo vendido había sido comprado como de última mano en cualquier otra parte.

¿Se pueden ustedes imaginar lo que sigue? Incluso a veces siento que me sonrojo...

Me figuro a Eksar por el espacio, en la forma en que yo lo veo. Arregló su astronave lo suficientemente bien como para poder despegar de la Tierra, yendo a su camino en busca del próximo lío en que meterse. Los motores zumban, la nave sigue su curso y él permanece en sus controles con una gran sonrisa por su sucia cara. Estará pensando ahora que se quedó conmigo como un corderito inocente, tan fácil le resultó el truco.

Sí, debe estar riéndose a mandíbula batiente.

Pero de pronto se oye un chasquido y se percibe el olor de algo que se está quemando. Un circuito cualquiera de los que enlazan con un motor de la astronave se está fundiendo, un cable que pierde su envoltura aislante y el circuito se va al cuerno. Eksar se descompone y comienza a sentirse aterrado. Se vuelve hacia los motores auxiliares. Pero éstos no funcionan tampoco, y... ¿saben por qué? Los tubos al vacío y otros componentes electrónicos están gastados, terminados y ya son incapaces de transmitir la corriente. ¡Bluuuii! Es el motor trasero que sufre un cortocircuito. ¡Ka... puuuhh! Es un transformador defectuoso que está fundiéndose en el centro de la astronave.

Y allá está, a millones de millas de cualquier parte, con el espacio vacío a su alrededor, sin piezas de repuesto, ni herramientas que prácticamente se romperían en sus manos... y sobre todo sin un alma a quien pueda pedir ayuda.

Y aquí estoy yo, en mi oficina, pensando en todo eso, y riéndome hasta la locura. Porque es muy posible, y esto suele ocurrir, que lo que va mal en su astronave sea a consecuencia de los muchos cacharros semiinútiles de material electrónico que yo, precisamente yo mismo, Bernie el Fausto, ha vendido como excedentes a los almacenes en donde adquirió ese material.

Sí, es bien posible que eso haya sido lo que ha debido ocurrir. Entonces tendrá a Fausto allá en su propia cara, en medio del espacio cósmico. Sí, Fausto, que impersonalmente ha ido hasta allá para romperle la cabeza.

La dificultad de todo esto es que nunca tendré ocasión de comprobar si ha sido verdad. Todo lo que sé como cosa segura es que yo he sido el solo individuo en la Historia que ha vendido la totalidad del planeta. ¡Y que volví a comprarlo de nuevo!