LA NOVA - Isaac Asimov

ARTHUR Trent les oyó clara y distintamente. En su receptor sonaron bien claras e irritadas las palabras:

—¡Trent! No puedes escapar. ¡Interceptaremos tu órbita dentro de dos horas y si intentas resistirte te volaremos en mil pedazos por el espacio!

Trent sonrió y no dijo una palabra. No disponía de armas, ni tenía tampoco necesidad de luchar. En mucho menos de aquellas dos horas, su astronave habría dado el salto a través del hiperespacio y jamás le encontrarían. Y llevaría con él casi un kilogramo de krilium, lo suficiente como para construir los circuitos de un millar de cerebros de robots, por un valor de diez millones de créditos en cualquier mundo de la Galaxia... y sin que nadie le hiciese preguntas.

El viejo Brennmeyer había planeado el asunto. Lo había estado planeando durante treinta años. El trabajo de toda una vida.

—Es la salida, muchacho —le había dicho—. Por eso te necesito. Tú puedes tripular una astronave y salir al espacio. Yo no.

—Salir al espacio es un mal negocio, Mr. Brennmeyer —repuso Trent—. Nos echarán el guante en medio día.

—No, si damos el gran Salto —le había advertido el viejo cautelosamente—. No si salimos como un relámpago y terminamos a años luz de distancia.

—Se llevará medio día preparar el Salto y aunque incluso pudiéramos disponer del tiempo preciso, la policía pondría en alerta los sistemas estelares.

—No, Trent, no. —El viejo insistía en su punto de vista, temblando de excitación—. No serán todos los sistemas estelares, sólo la docena que tenemos a nuestro alrededor. La Galaxia es muy grande y los colonos de los últimos cincuenta mil años, han perdido contacto unos con otros.

El viejo hablaba con avidez, haciendo más vivida la pintura de la imagen que estaba expresando. La Galaxia era como la superficie del planeta donde se originó el hombre (la Tierra, le habían llamado) en sus tiempos prehistóricos. El hombre se había esparcido por todos sus continentes; pero cada grupo había conocido sólo la zona de su inmediato entorno.

—Si hacemos el Salto al azar —continuó Brennmeyer— nos encontraríamos en cualquier parte del Universo, tal vez a cincuenta mil años luz de distancia y entonces no habría más oportunidad de que nos encontrasen que la de encontrar un pedrusco cualquiera en un enjambre de meteoritos.

Trent sacudió la cabeza.

—Tampoco nos encontraríamos nosotros mismos. No tendríamos apenas la oportunidad de hallar un planeta habitado.

Los vivaces ojos de Brennmeyer inspeccionaron los alrededores. No tenía a nadie en sus proximidades; pero su voz se redujo a un susurro.

—He empleado treinta años, recogiendo datos de cada planeta habitado en la Galaxia. He buscado y rebuscado en todos los antiguos registros. He viajado por miles de años luz, mucho más allá que cualquier piloto del espacio, que cualquier astronauta. Y la localización de cada planeta habitado se encuentra segura en el registro de memoria del mejor computador del mundo.

Trent levantó los ojos con respeto hacia el anciano buscador de los espacios siderales. El anciano continuó:

—Yo diseño computadores, como sabes y tengo el mejor de cuantos existen. También he hecho un meticuloso registro de cada estrella luminosa de las existentes en la Galaxia de las clases espectrales F, B y A, además del Grupo O, y colocado todo en ese banco de memoria del computador. Una vez hagamos el gran Salto, el computador realizará por su cuenta un perfecto sondeo espectroscópico de los cielos y comparará los resultados con el mapa de la Galaxia que contiene en su banco de memoria electrónica. Una vez halle el lugar adecuado, lo que hará más pronto o más tarde, la astronave quedará localizada en el espacio normal y entonces, guiada automáticamente mediante un segundo Salto hacia la vecindad del planeta habitado más próximo.

—Eso suena demasiado complicado...

—No puede fallar. Todos estos años he trabajado sin descanso en ello y no puede fallar. Todavía me quedarán diez años para ser millonario. Pero tú eres mucho más joven, y lo serás por mucho más tiempo.

—Cuando se salta al hiperespacio al azar, puede terminar el salto en el interior de una estrella...

—No hay ni una posibilidad en cien billones, Trent. También podríamos caer tan lejos de cualquier estrella luminosa, que el computador no pudiese encontrar cualquier punto de referencia para contrastarlo con lo que tiene programado en su banco de memoria. Podríamos descubrir que sólo hemos saltado a un año o dos luz de distancia y que la policía del Espacio nos sigue la pista. Las posibilidades de esta eventualidad, siguen siendo muy pequeñas. Si quieres preocuparte en el asunto, preocúpate pensando de que podrías morir de un ataque al corazón en el momento del despegue. Las posibilidades de eso son mucho mayores.

—Podría ocurrirle a usted, Mr. Brennmeyer. Usted es más viejo.

El anciano se encogió de hombros.

—Yo no cuento. El computador lo hará todo automáticamente.

Trent hizo finalmente un gesto de aprobación y recordó bien aquellas palabras. Y un mediodía, cuando la astronave estaba dispuesta y Brennmeyer lleva con él el krilium en una cartera de negocios, lo que no le supuso dificultad alguna, ya que era un hombre honorable en quien todos confiaban, Trent tomó la cartera con una mano y con la otra actuó rápidamente y con seguridad.

Un cuchillo seguía siendo todavía lo mejor, tan rápido como un despolarizador molecular, igualmente fatal y mucho menos ruidoso. Trent dejó el cuchillo enterrado en la víctima, incluso con las huellas digitales. ¿Qué diferencia existía? Nunca le echarían el guante.

Y ahora, en el espacio profundo, con la policía tras él, sentía la tensión propia que precede al salto en el hiperespacio. Ningún fisiólogo había conseguido explicarlo bien; pero todos los astronautas sabían qué era lo que se sentía en tales momentos.

Existía una sensación momentánea de tener la certeza angustiosa de que la nave y el piloto, al lanzarse al no-espacio y al no-tiempo se convirtiesen en la no-materia y la no-energía para ensamblarse después, instantáneamente, en cualquier otra parte de la Galaxia.

Trent sonrió. Estaba vivo, todavía vivo. Ninguna estrella estaba todavía demasiado próxima y existían millares que pronto lo estarían. El cielo aparecía deslumbrante con sus miríadas de estrellas; pero en una disposición que el Salto al hiperespacio había deshecho por completo. Algunas de aquellas estrellas tenían que ser de la clase espectral F o mejor aún. El computador dispondría de una vasta riqueza de elementos que contrastar con su prodigiosa memoria. No le llevaría mucho tiempo el hacerlo.

Se echó hacia atrás en su asiento, confortablemente, y observó la espléndida visión de aquellos cielos desconocidos para él. Una brillante estrella se apareció ante su vista, en especial muy brillante. Daba la impresión de no hallarse a más de dos años luz de distancia y el sensor de la astronave le tradujo en cifras que era una caliente, de alta temperatura superficial; buena y llena de vida juvenil a escala cósmica de la vida de las estrellas. El computador la utilizaría como base y la contrastaría tomándola como centro del entorno estelar, Y volvió a pensar una vez más que la operación no se llevaría mucho tiempo.

Pero no ocurrió así. Transcurría el tiempo. Pasó una hora. Y el computador funcionando con sus bulbos intermitentes y los chasquidos de sus engranajes trabajando a una loca velocidad, con sus cálculos extrarrápidos.

Trent acabó frunciendo el ceño. ¿Por qué no descubría el computador su objetivo? Allí estaba la pauta. Brennmeyer se lo había mostrado en sus largos años de trabajo. No podía haber dejado atrás ninguna estrella, ni haber dejado de registrarla en su lugar apropiado.

Trent sabía que las estrellas nacen, envejecen y mueren, como todo en el Universo, a través del espacio y el tiempo; pero tales cambios son lentísimos a escala humana. Cualquier cambio apreciable para el trabajo efectuado por Brennmeyer se habría llevado un millón de años cuando menos...

De pronto, un súbito pánico se apoderó de Trent. ¡No! Aquello no podía ser... Las posibilidades de que aquello sucediera eran aún menores de que en un salto al hiperespacio se fuera a dar en el corazón de una estrella...

Mientras giraba suavemente la astronave, Trent esperó a que nuevamente estuviera a la vista y con manos temblorosas la llevó al foco del telescopio de a bordo. Lo puso a toda magnificación posible y comprobó que alrededor del brillante fleco de su corona de luz se hallaba la legendaria niebla de gases turbulentos, como captados a medio vuelo.

¡Era una nova!

Desde la profunda oscuridad, la estrella surgía por sí misma a la más brillante luminosidad... tal vez haría solo un mes. Debería estar graduada procedente de una clase espectral lo suficiente baja como para ser ignorada por el computador y como digna de haberla tomado en cuenta. Pero además aquella nova que existía en el espacio, no existía en el banco de memoria del computador, sencillamente porque Brennmeyer no la había situado allí. No había existido cuando el viejo astronauta investigador de los cielos había reunido sus datos a lo largo de toda su vida... al menos no como una estrella luminosa.

—¡No le hagas caso! —gritó Trent—. ¡Ignórala!

Pero estaba gritándole a una máquina automática, sin alma, aunque precisa y fría como lo son las máquinas, y seguiría tomando aquel punto brillantemente luminoso como contraste contra el de la Galaxia y así continuaría, a pesar de cuanto quisiera hacer Trent para contrastar y seguir contrastando tanto tiempo como su suministro de energía la mantuviera en funcionamiento.

El suministro de aire no duraría demasiado; pero la vida de Trent acabaría mucho antes. Abandonado de todo y de todos, Trent se dejó caer deshecho en su sillón, observando la burlona e irónica disposición de la luz de la estrella y comenzó a la espera de una tremenda y larga agonía que acabaría con su muerte.

—Si al menos hubiera guardado el cuchillo...