ESTACIÓN OCHO - David Stringer
PARA Rick Cameron, las dificultades comenzaron una hermosa mañana en la oficina de Stan Mainwaring.
Stan era el controlador de trabajos de la Central de Energía de Saskeega, y Rick el jefe del equipo de mantenimiento de las líneas de conducción de la Compañía. Ambos eran grandes amigos, fueron juntos al colegio y ahora trabajaban casi quince años también juntos en Saskeega. Rick estaba sentado en el despacho de su jefe, hojeando una revista de la Compañía, cuando sonó el teléfono. Stan levantó el receptor.
—¿Sí? ¿Qué? Bien, creo que es mejor que vayas a ver lo que es...
El teléfono continuó su mensaje durante un buen rato. La cara de Stan cambió, sus dedos apretaban rítmicamente el receptor como un reflejo inconsciente. Finalmente repuso:
—Bien, lo haré. Sí, ahora mismo.
Colgó el receptor y se quedó mirándolo fijamente por unos instantes con las manos extendidas por la mesa del despacho. Rick miraba distraídamente al techo.
Ambos habían estado utilizando un canal de toma en el laboratorio para comprobar las características de la corrosión sobre algunos nuevos revestimientos metálicos y normalmente debían salir aquella mañana y echar un vistazo a lo que había estado ocurriendo durante la noche. Rick había ido al Bloque Principal para recoger a Stan y hacer la visita juntos en coche. Ahora, tenía el fuerte presentimiento de que no harían el viaje.
—¿Qué ocurre, Stan? —preguntó a su amigo y jefe—. ¿Dificultades?
El otro le miró sombríamente.
—Ha habido un suicidio esta noche. Un viejo se ha matado en la barra colectora. Le han encontrado, y Billy dice que lo que ha quedado de él es poco agradable de ver. El «sheriff» va de camino y tendré que subir a ver lo que sucede.
—¿Y dónde ha sido, Stan, dónde ha ocurrido?
Stan se encogió de hombros.
—En el lugar más loco de todos. En la Estación Ocho.
De Saskeega partían una docena de líneas de distribución de energía eléctrica, el trabajo de Rick era su mantenimiento y servicio en un radio de veinticinco millas a partir de la Central. El camino más corto del sector era utilizar la línea del Valle Indio. Aquella línea ascendía en derecho hacia las montañas y en dirección oeste, a través del Paso del Caballo Negro y hacia abajo por el Valle Indio hasta el otro lado de la montaña. Era difícil; pero con mucho, el más importante; alimentaba el Centro de Sand Creek de donde la Estación de Investigaciones Atómicas de Sand Creek se proveía de corriente eléctrica. Y Sand Creek era casi lo más importante del país... Había algo más, las dos instalaciones en el interior de la montaña y los dos transformadores escalonados que las alimentaban. Rick había oído ciertos rumores, había escuchado de sus muchachos murmurar que eran parte de algo misterioso e infernal y que llevaban la corriente hacia lo que llamaban el Cerebro del Juicio Final. Rick, por su parte, no se había dejado llevar de aquellas murmuraciones y ciertamente no se había preocupado. Su trabajo era el cuidar de las líneas de suministro.
El primer transformador estaba en el fondo de la colina y el segundo en la cabeza del Paso del Caballo Negro. La línea era la número dos y el sector el número ocho y aquél era el nombre que le habían dado. La Estación Ocho.
Rick siguió a su jefe. Privadamente pensaba que aquella era su criatura más que para Stan. Condujeron el coche a través de Freshet, la pequeña localidad que había surgido alrededor de Saskeega para alojar a los funcionarios y a sus familias. Al pasar por donde vivía Rick, su esposa le hizo un gesto cariñoso con la mano. Rick sacudió la cabeza ligeramente. Ella no sabía hacia dónde se encaminaban ni por qué y Judy siempre andaba recelosa con la cuestión del trabajo de su marido y preocupada por los cables de la energía eléctrica. Pasaron a través del poblado y la carretera comenzó a subir flanqueados por las torres de soporte a ambos lados. Sobre la montaña había poco espacio disponible, la línea de cables seguía paralela a la carretera la mayor parte del tiempo. Cuando llegaron a bastante altura, Rick pudo ver Saskeega allá abajo y a millas de distancia, con los canales de toma corriendo hacia abajo y los blancos trazos de los desaguaderos.
Se volvió hacia Stan.
—¿Cómo diablos se las arregló ese desgraciado para caer sobre las barras de contención? Tendría que estar loco...
Al decir aquello no pensaba de él mismo como nada grandioso, ya que una vez, estando en el ejército, había visto a un individuo recibir una descarga de alto voltaje y no quedó de él más que los zapatos. Y la supertensión era aún peor, no pueden hacerse tonterías con cien mil voltios, el resultado es demasiado terrible para intentarlo. Las barras colectoras eran los grandes terminales donde se hacían los contactos entre los transformadores y los cables, y estaban protegidas con vallas apropiadas. Dejar caer algo o intentar aproximarse y tomar contacto con ellas era algo que ponía escalofríos en la mente. Rick se pasó los dedos por su cabellera revuelta. Y se dirigió de nuevo a Stan.
—Ese viejo tiene que haber estado tan loco como un cencerro para arrastrarse al interior...
Stan no repuso a su compañero, se limitó a pisar el acelerador más a fondo. Pasaron la Estación Siete, unas pocas millas más adelante y se encontrarían con la Estación Ocho como colgada de un acantilado, con sus blancas paredes brillando al sol. Cuando llegaron, Stan se salió al margen de la carretera y detuvo el coche. Salieron del vehículo. Había ya dos coches aparcados, uno de la estación de servicio de camiones y otro el del «sheriff». Se encaminaron hacia la Estación y el «sheriff» Stanton salió a recibirles a la entrada. Uno de sus alguaciles le seguía de cerca, quitando un bulbo eléctrico de una cámara fotográfica. Stanton hizo un gesto a los hombres de Saskeega, mientras que con la mano señalaba a la Estación Ocho.
—Será mejor que echen un vistazo por ahí dentro, amigos, su parrilla ha hecho un buen trabajo. —Y entraron.
Pudo haber sido aún peor. El cuerpo yacía acurrucado a la entrada y correspondía a un hombre anciano, de cabellos grises y ropas desharrapadas. Un clásico vagabundo. La descarga eléctrica le había fulminado instantáneamente en vez de haberlo carbonizado; tenía las manos achicharradas y aquello era todo. Se había aplastado el cráneo en el guardariel. No es que importase mucho, después de todo, ya que estaba muerto cuando se había golpeado con el cráneo. A una yarda de distancia se apreciaba la existencia de una pequeña caja. Se había abierto y unos cuantos papeles yacían esparcidos junto a un par de fotografías. Y las barras colectoras brillando en aquella media oscuridad ambiental y el zumbido de la tremenda energía eléctrica de la estación envolviendo el entorno.
Se había llamado una ambulancia, en la que fue cargado tan pronto como llegó. Stan recogió los pobres enseres del desgraciado muerto y miró entre ellos. Se encogió de hombros.
—No hay nombres. Me imagino que es uno de esos tipos a quien no le interesa que nadie les conozca... Tal vez sea mejor así, pobre viejo... Muchachos, ¿habéis visto algo así antes?
Rick denegó lentamente con la cabeza. Habían ocurrido suicidios, siempre habían ocurrido; pero muy pocas personas habían elegido el morir en los cables. Después de todo, quizá fuese una magnífica forma de irse de este mundo...
La cerradura de la puerta estaba deshecha, donde seguramente el viejo suicida había operado al entrar en la Estación Ocho. Stan la palpó y comentó a renglón seguido:
—Tal vez sólo viniese en busca de refugio y de un lugar donde dormir tranquilo. Y se encontró con el fin...
Entonces ordenó a uno de los hombres del servicio de vigilancia que fuese a buscar otro nuevo cerrojo, que era todo lo que se podía hacer, dadas las circunstancias. Rick condujo el coche de nuevo rehaciendo el camino de vuelta con Stan, tratando de apartar de la mente todo lo sucedido. Se las arregló hasta que llegó la noche en casa. Vio entonces el rostro de Judy y comprendió que lo sabía todo. Le preguntó cómo lo había descubierto. Ella le dijo que había visto el movimiento de gentes en el poblado y que había preguntado a uno de los muchachos de la compañía; Rick maldijo entre dientes a aquellos individuos que tenían la mala costumbre de tener la boca demasiado grande. Aquello no era la especie de asunto que podía caerle mejor a Judy, ignorando la idea que ella tenía respecto a los cables y a las instalaciones de energía eléctrica. Rick la había llevado un día a la Estación Ocho y tuvo que arrepentirse de haberlo hecho por el terror causado a su esposa. Aquel enorme edificio con sus zumbidos y murmullos, los ruidos estáticos de la electricidad y probablemente el efecto de los efluvios eléctricos sobre su sensibilidad, la habían puesto enferma de pánico. Siguió manteniendo aquel miedo durante años y no conseguía alejarlo de sí.
Rick pudo apreciar que el antiguo pánico volvía de nuevo sobre ella.
—¿Por qué tendría que hacerlo, Rick? —le preguntó Judy—. A lo mejor dejó una nota o algo, diciendo por qué...
—No dejó ninguna nota, cariño, nada. Aunque no sea una razón muy concreta, creo que estaba completamente loco, eso es todo.
Y permaneció mirándola y procurando por todos los medios poder aquietarla en su tensión interna y en su angustia. Pero ella sacudió la cabeza violentamente.
—Yo sé por qué lo hizo, Rick. Puedo verlo... ¿tú no? —Judy pareció hacer un esfuerzo y tragar saliva antes de continuar—: ¿Estaba... muy quemado?
—Mira, Judy...
—Fueron los cables. Son siempre los cables. Como los raíles en la estación del ferrocarril, en el metro, atraen, Rick. ¿No has sentido nunca esa atracción? Estás allí esperando a que el tren llegue y vas sintiendo esa atracción más y más fuerte...
—Cariño, por favor...
Ella pareció ignorar a su marido.
—Eso pasa con los cables eléctricos, Rick. Le atrajeron como una maldición. ¿No puedes figurártelo allí arriba, a ese pobre viejo, solo, sin nadie que le viese, ni adonde ir y sin nadie a su alrededor? Entonces es cuando le atrajeron más. Tenía hambre y frío, la noche se echaba encima y vio unas brillantes luces dentro de la Estación Ocho, como una especie de ojos de color de ámbar y rojos diciéndole: ven, entra, aquí estarás bien, con esa música del diablo a su alrededor y aquellas cosas brillantes tras de la valla, atrayéndole y atrayéndole...
Rick tuvo que tomar a su esposa por los hombros y sacudirla.
—¡Judy, por amor de Dios!
Ella escapó de sus manos y se fue corriendo a la cocina. Y encendió los conmutadores eléctricos.
—La electricidad, Rick. Me da espanto. Mira a tu alrededor. Piensa... le estaba esperando... le atraía como un hechizo...
Rick dio rienda suelta a su carácter ya irritado. Y le gritó:
—Por amor de Dios, ¡cállate ya! Yo fui uno de los que le recogieron y le metió en la ambulancia. No me ha gustado nada, cariño, no me gusta eso. Crees que soy una especie de fantasma que va por ahí recogiendo gente de entre los cables... Quieres saberlo, has querido saberlo, pues bien: tenía las manos quemadas, achicharradas. Estaban negras, se le podían ver los huesos. Ahora ya estarás contenta, he estado intentando olvidarlo todo el día...
Ella se puso una mano en la boca como para evitar gritar de dolor. Se produjo una larga pausa. Después, con lágrimas en los ojos, Judy dijo a su marido:
—Lo siento... Rick. Lo siento, cariño, no sé qué es lo que me hace ponerme así. Es una manía que le he tomado a los cables y a la electricidad... Lo siento...
Rick suspiró, sintiendo la desazón que siempre experimentaba cuando tenía alguna disputa con su esposa.
—Está bien, Judy. Los dos nos hemos salido de nuestras casillas. Creo que debemos olvidar todo esto. Esas cosas ocurren, cariño, no es razón para perder la cabeza...
—Rick... ¿no podríamos marcharnos de aquí? Ya sabes, podrías encontrar otro empleo, podríamos irnos a muchas millas lejos de Saskeega, donde no viéramos esos malditos cables...
Ya habían hablado aquello, cincuenta, cien veces antes. Rick hubiera hecho muchas cosas por su mujer, aunque hubieran sido lo más disparatado; pero no podía elegir otro empleo, el trabajo en las líneas era todo cuanto sabía hacer, era su oficio, el trabajo que conocía. O al menos así lo creía. Pero había algo más, algo de lo que no hablaría con Judy porque ella no lo entendería. Las líneas de conducción eléctrica acaban por formar parte de la vida de un hombre de su oficio, pasado algún tiempo. No en la forma maniática en que ella lo creía; pero había algo en ellas, era una admiración secreta por las torres metálicas con sus cables llevando la fuerza que gobernaba al mundo a través de los campos, las montañas, las ciudades, la energía que era la base de la civilización. Sí, había algo en todo aquello. De vez en cuando solía hablar con Stan sobre el particular, nunca sabía cómo expresarlo muy bien en palabras: pero Stan comprendía su significado.
Aquella noche Rick la pasó evitando volver a un antiguo sueño que solía asaltarle de tanto en tanto. Le parecía que el teléfono estaba sonando y que él evitaba contestar, porque entonces es que se habría descubierto otro cuerpo quemado por la electricidad y aquella noche en la Estación Ocho. Por quinta o sexta vez, se halló sentado en la cama, dándole vueltas en la cabeza todo lo que Judy le había dicho y que de alguna forma se le había agarrado a la mente. Miró a su alrededor. La habitación estaba a oscuras y comprobó claramente las manecillas del reloj en su fosforescencia, sobre la mesita de noche del dormitorio. Comprobó que eran las tres. Bostezó y se restregó los ojos y entonces el ruido que le había despertado, comenzó de nuevo.
El teléfono estaba sonando.
Se incorporó y contestó. Escuchó cuanto le dijeron y después puso el receptor en su sitio y por unos instantes se preguntó si estaría soñando. Pero no, era real. Se volvió al dormitorio y comenzó a vestirse. Sus manos actuaban de una forma mecánica, casi como si tuvieran una voluntad propia. Había otro cuerpo en la Estación Ocho, las líneas se habían quedado sin fluido y tenía que ir tan pronto como pudiera.
Judy encendió las luces y Rick se volvió hacia ella. Estaba temblando:
—Rick... ¿qué sucede, qué ha pasado? ¿Qué te han dicho por teléfono?
—Mira, cariño, tengo que salir. Parece que hay alguna dificultad en el suministro de la energía. Trataré de volver cuanto antes...
Ella se aferró a su brazo.
—Es que ha sucedido otra desgracia. Sí, en ese maldito lugar...
—No, amor mío, no te preocupes, no es nada de eso.
Tienen dificultades en la Central. Creo que es un enfriamiento de los aisladores por caída de nieve...
Al decir aquello, dijo lo primero que se le vino a la cabeza. No podía hacer nada mejor; pero la mirada de su esposa le convenció de que parecía comprender la realidad.
Rick tomó el coche y se dirigió a donde le habían llamado. Al pasar por el poblado, comenzó a sentir el silbar del viento, con sus mil ruidos fantasmales en la noche. Siempre soplaba un viento salvaje en el Caballo Negro, y lo hacía endemoniadamente día y noche. Algo le vino a la mente. Recordó el viento en aquel poema en que el viento soplaba en un desierto a donde nadie iba. No existía nada en la montaña excepto la Estación Ocho.
No se preocupó mucho por aquella idea. Esencialmente, Rick era un individuo racional; pero la mañana había sido mala y con el viento silbando en aquella forma y todo a su alrededor negro como el infierno, todo era mucho peor. Intentó pensar en algo diferente y comenzó a pensar en una mental discusión con Judy.
«Mira, cariño, no hay nada malo con la electricidad. Tú la usas y es estupenda. Si te confías y haces tonterías con ella, tendrás dificultades; pero muchísimas cosas son lo mismo. Mira, las líneas de electricidad, los cables, son una cosa buena. Ellos llevan la luz a nuestro hogar, cuecen nuestras comidas, hacen funcionar la televisión y te ayudan a ser más feliz y a trabajar menos. Te ayudan a mantener el calor en la casa y a que vivamos con más comodidad. No podríamos hacer nada de eso sin las líneas eléctricas...»
En cierto modo, Rick sabía qué es lo que ella le habría respondido. Era como si ella fuese dentro del coche y a su lado.
«Las líneas esperan, Rick. En todas partes, en todo momento. Esperan. Y el día...»
Rick tomó una curva de la carretera. Los faros del coche brillaron contra la base plateada de una torre metálica de conducción en una forma especial. Se preguntó repentinamente si aquella cosa sería un truco, si alguien se habría decidido a divertirse con él enviándole a aquellas horas de la noche a semejante lugar. No parecía verosímil; pero siempre existía la posibilidad. Aquello significaba que llegaría a la Estación Ocho y que no encontraría un alma a su alrededor, sino sólo el viento, rugiendo en el escarpado y los ojos coloreados de la Estación brillando en la oscuridad... Intentó mirar hacia arriba, en el paso; pero por cuanto pudo ver, todo seguía negro y envuelto en la más densa oscuridad. Entonces creyó estar seguro de que aquella cosa era una broma, un truco. Sintió deseos de dar la vuelta al coche y volverse atrás; pero sabía que no podía ni debía hacerlo.
Rick se sacó un cigarrillo de su chaquetón de cuero y lo encendió. Se sentía irritado consigo mismo, estaba actuando y pensando como un muchacho recién salido del instituto.. Lo que tenía que hacer era seguir conduciendo el coche y comprobar el lugar, y si no encontraba a nadie por ningún sitio, telefonear a Saskeega y alguien recibiría el castigo merecido por aquella falsa alarma y aquella pesada broma. Aquello era todo lo que tenía que hacer.
Pero allí había gente. Un coche de patrulla, del que apreció el faro giratorio del techo a dos millas de distancia. Alguien balanceaba una luz. Detuvo el coche y salió. El viento era terrible, sintiéndole como una cosa sólida y animada. Defendiéndose contra las rachas de aquel viento enfurecido, se dirigió a la Estación Ocho.
En el interior todo estaba más quieto, el viento parecía haber enmudecido y los locales permanecían en silencio porque las líneas estaban sin corriente. Un par de hombres de servicio nocturno de Saskeega estaban allí y dos policías. Todos formaban un grupo que miraba a las barras colectoras de electricidad. Uno de los ingenieros decía cuando é! entró:
—¡Eh, miren eso! ¡Miren eso! —Y hablaba en voz baja, como alguien ante un despliegue de fuegos de artificio—. ¡Miren eso!
La Cosa aparecía sentada en cuclillas con la espalda vuelta a Rick, mostrando la cabeza calva. Sus manos estaban sobre las barras colectoras; pero ya había dejado de formar contacto con ellas. Los brazos los tenía achicharrados hasta las muñecas. Los trozos desprendidos del cuerpo, aparecían secos y retorcidos. El hombre debía haber chocado primero con la cabeza y haberse agarrado después con las dos manos a las barras colectoras. Dios sólo sabía cómo. Después la descarga no había cesado hasta que sus brazos habían quedado separados del cuerpo. En varias yardas a la redonda el piso de cemento aparecía negro con señales en donde las chispas habían incidido y quemado todo.
El viento ululaba al exterior. El hombre seguía diciendo:
—¡He, miren eso!
Rick se volvió hacia él y se las arregló para decir algo.
—¡Cállese ya! ¿Quiere? Haga el favor de callarse...
El vigilante atravesó el edificio hasta llegar al teléfono. Llamó a Saskeega y consiguió tener al habla al ingeniero de servicio en el Bloque Oeste. Entonces le dijo con dureza:
—Donell, ¿a qué diablos estáis jugando por ahí abajo?
En la línea telefónica se produjeron una serie de ruidos estáticos. El teléfono zumbaba, silbaba y producía una serie de chasquidos, formando una especie de palabras en embrión. Rick apenas si pudo oírle y a su propia voz, repitiendo :
—¿A qué diablos estáis jugando por ahí abajo?
De repente se detuvo en sus gritos ante el micrófono. Sintió el deseo de tener a alguien a la mano y romperle la cara de un puñetazo, por lo que había ocurrido. Pero no había nadie a quien echarle la culpa...
Donell contestó en el colmo del estupor:
—Rick, no sé qué es lo que haya podido suceder. No sé en absoluto qué diablos ha ocurrido. Los disyuntores han debido cortar las líneas. No funcionan y vuelvo a repetirte que no sé qué diablos ha podido ocurrir...
—¿Y para qué queréis los ojos? ¿Qué hay con el voltaje de las líneas? ¿Qué estáis haciendo ahí abajo, para qué tenéis los ojos en la cara?
Un nuevo repiquetear de estáticos. Momentos después, le contestaban:
—Desconecté la línea tan pronto como subió el voltaje, Rick. No puedo explicarme qué es lo que ha ocurrido.
—Sí, tan pronto... Las manos de un individuo friéndose aquí, Donell, mientras que estáis ahí sentados esperando que los calibradores muevan las agujas. Maldita sea... habéis destrozado el cuerpo de este hombre...
—Rick, te digo que no sé qué diablos ha sucedido...
El vigilante colgó violentamente el receptor del teléfono. La estación entera olía a carne quemada, como si alguien la hubiera estado cociendo sin sal, y Rick sabía que dentro de un par de minutos se encontraría mareado y enfermo.
Tuvieron que esperar a que se hicieran fotografías. Siempre hay que tener fotografías de una cosa como aquélla, reflexionó amargamente Rick, para el caso de que llegue a olvidarse lo sucedido. Después comenzaron a poner los cables en funcionamiento y a retirar lo que estorbaba. Rick habría llamado a Stan; pero de nada le hubiera servido, había salido la tarde anterior para asistir a una reunión de la compañía y no se esperaba su vuelta hasta un par de días después...
La energía quedó restaurada sobre las seis de la mañana y Rick Cameron volvió a Saskeega y a meterse en aquel nido de avispas; el alimentador había quedado fuera de servicio la mayor parte de la noche y había sido preciso solicitar fluido a través de medio país para mantener en funcionamiento el Centro de Sand Creek. Llamó a Stan desde su oficina en una conferencia de larga distancia. Todavía se sentía estremecido y nervioso. Tuvo que intentar buscar en tres hoteles hasta dar con su jefe; cuando llegó al teléfono ya sabía lo que había ocurrido. Stan salió a toda prisa en la misma mañana y estaría en Saskeega en unas seis horas. Ambos fueron juntos a ver al sheriff Stanton.
Se habían tomado todas las precauciones posibles, el cerrojo de la puerta de acceso había quedado bien fijo; pero la segunda víctima no había entrado por aquel sitio. Había un par de ventanas en el recinto del transformador; pero daba la impresión de que el suicida había arrancado los barrotes con sus propias manos, al igual que los cristales y los marcos de las ventanas. No aparecía el menor signo de que se hubiese utilizado una palanca y se apreciaba un rastro de sangre sobre el pretil de la ventana por la que había entrado el suicida y en el suelo, que conducía hasta las barras colectoras. Daba la impresión de que se hubiera destrozado las manos arrancando la ventana de cuajo. Stanton opinó que tal vez se sabría algo más tras haberle hecho la autopsia; pero había algo que aparecía claro; el individuo debía haber estado completamente loco, como el pobre vagabundo anterior. Sacudió la cabeza negativamente y después manifestó que había conocido al hombre en vida, y que le había visto trabajar como granjero allá abajo en el Valle Indio. Y añadió:
—Lo que me sorprende es que un hombre de tan poca fuerza y pequeño como ése, haya podido destrozar la ventana y arrancarla entera. Ha tenido que hallarse totalmente trastornado, completamente loco de atar, pero eso no nos ayuda en nada. Y ustedes, muchachos, ¿qué es lo que van a hacer respecto a este asunto?
Los hombres de Saskeega se miraron unos a otros sin saber qué decir. Entonces, Stan tomó la palabra:
—No parece que sea mucho lo que pueda hacerse, Andy. Como dijo usted, los suicidios ocurren sin que nadie sepa cómo prevenirlos. Si un individuo se vuelve loco, no sabemos leer nada en su mente. No podríamos matar a esa gente...
Stanton emitió un gruñido entre dientes.
—Lo hizo su fluido eléctrico. Miren, amigos, ya he visto cosas como éstas antes, les doy mi palabra. Pero no con los cables de la electricidad, esto es algo nuevo; pero sí les digo que si ocurre un suicidio, digamos por alguien que se ahoga y se propaga la noticia, se producirán una decena de suicidios más. Parece como si la idea se aferrara a las mentes de la gente y disparara un mecanismo que predispone a los chiflados que haya en el condado. Bien, ahora ya he visto esto y no quiero más cadáveres en esta montaña. ¿Qué es lo que piensan hacer?
—¿Cree usted que este individuo pudiera haber oído lo sucedido con el vagabundo anterior? —preguntó Rick con precaución.
—No veo cómo. Vivía solitario, en una pequeña granja lejos del pueblo y apenas si veía a nadie. Lo comprobaré de todas formas, pero no sé cómo demonios ha podido saberlo.
—Bien —dijo Stan—, no podemos considerarlo como una maldición, ni una señal de mala suerte. Podemos poner una guardia permanente durante unas cuantas noches, Rick, hasta que las cosas se aquieten y todo vuelva a la normalidad, ¿qué te parece?
Rick se imaginó la negrura y la oscuridad de aquel lugar espeluznante, con el viento silbando como los aullidos de un lobo sobre los cables toda la noche. Le vinieron a la memoria las palabras de Judy.
—Sí, Stan, dos hombres y mejor armados. Eso les hará sentirse mejor.
Stan miró al vigilante y compañero atentamente; pero no se dijo una palabra más. Mientras volvían, llevando Rick el coche, la idea fue dándole vueltas en la cabeza. Al fin dijo a Rick:
—Ya está bien un guarda para vigilar que en ese transformador del diablo no se vaya la gente a transformar en carne quemada. Pero... ¿por qué dos?
Rick arrugó el entrecejo y tomó una curva pronunciada de la carretera.
—¿No crees que es mejor así, Stan, y que vale la pena intentarlo?
—Bien, lo haremos así y veremos... creo que el viejo va a clavarme las orejas contra la pared por esto.
Se colocó la guardia doble y se fue cuidando de las cosas de la Estación Ocho por algún tiempo. Pero la Estación Ocho no era ya la preocupación principal. Lo que Rick quería saber, junto con Stan, y lo que parecía el deseo de todo el mundo en Saskeega, era por qué aquellos disyuntores no habían funcionado. En las líneas de alta tensión existen siempre unos dispositivos para cortar el circuito de suministro en caso de emergencia, si por ejemplo, una torre metálica cae azotada por un huracán o fulminada por un rayo. Si las líneas se mantienen con su potencial, lo queman todo y pueden matar a cualquiera en un radio de muchas yardas a la redonda. Para eso están los disyuntores, de ocurrir cualquier eventualidad de fuerza mayor, retirar la corriente a los tres o cuatro segundos y evitar cualquier daño al exterior. Pero el suicida había estado sobre las barras colectoras mucho más tiempo que aquél y las líneas no se habían interrumpido en absoluto hasta que Donell no lo hubo hecho a mano.
Aquél era otro misterio, por supuesto. ¿Cómo pudo Donell y todo el personal nocturno haber fallado viendo las cosas ir mal? Donell juró que entró en acción tan pronto como el voltaje se salió fuera de lo normal. Y Donell era un buen ingeniero, cosa que Stan sabía muy bien.
—Pero por todos los diablos, Rick —comentaba a su amigo—, Donell no retiró esas líneas hasta que casi ya no quedaba nada de ese individuo... Es algo que no consigo comprender. De esta forma pudo haber tenido el suministro quemándolo todo hasta bajo su propia nariz...
El Controlador preguntó a todos; pero no pudo obtener la menor pista. No parecía existir razón alguna. El dispositivo de los disyuntores fue comprobado y vuelto a comprobar una docena de veces, sin que faltara lo más mínimo fuera de su lugar correcto de funcionamiento. Aquella línea tenía que haber sido apagada. Pero no lo fue.
Tuvieron que dejar las cosas en aquel punto muerto. A nadie le gustó; pero no había nada que pudiera hacerse. Los guardias se mantuvieron en la Estación Ocho por un par de semanas; pero no volvió a ocurrir nada más. Rick puso otro juego de barrotes en la ventana, un doble cerrojo en la puerta y esperó que todo funcionara bien en lo sucesivo. Pero no ocurrió así.
Al día siguiente de haber retirado la guardia y llevada a Saskeega, se perdieron tres hombres.
Dos de ellos fueron muertos en un interruptor cíclico que se hundió en el acantilado existente precisamente debajo de la Estación Ocho. Nadie pudo explicarlo; un granjero que lo había visto, dijo que la máquina pareció salir volando y estrellarse contra las rocas. La Compañía dispuso el envío de media docena de helicópteros, ideales instrumentos para patrullar líneas en aquellos difíciles terrenos. Stan ordenó el inmediato arreglo del destrozo y dejó en tierra los aparatos en cuanto le fue posible. Aquello no hizo las cosas más fáciles para Rick; pero tenía conciencia de que Stan sabía lo que se hacía y nada tenía que reprocharle a su buen amigo y compañero.
El otro muerto lo fue en el alimentador del Valle Indio también. Se llamaba Halloran. Rick lo había conocido en vida muy bien. Era medio irlandés, individuo templado que daba la impresión de no tener un solo nervio en su cuerpo. Era el capataz de un grupo de mantenimiento de las líneas y llevaba años en Saskeega.
Aquel día había tomado un camión, sin que nadie le viese a dónde iba. Nadie le echó de menos tampoco. Sobre las cinco de la tarde, una patrulla llegó al Valle Indio en una misión de rutina y vieron algo que jamás creyeron que podrían ver. Uno de aquellos hombres se lo contó a Rick más tarde: iban en el coche, se detuvieron, salieron fuera, miraron fijamente lo ocurrido y todavía continuaban sin poder explicárselo. Aparcado junto a una de las torres, se hallaba el camión y allá arriba, recortándose contra el cielo, Jim Halloran aparecía acurrucado sobre un aislador, con un fuego azul en las manos y todo el dolor de una terrible agonía en los ojos...
Rick comenzó a perder gente. Se fueron despidiendo aisladamente o de dos en dos, encontraron otro trabajo y allí siguieron donde no tuvieran que estar angustiados a cada momento, preguntándose qué iba a suceder al minuto siguiente. La muerte de Halloran les había impresionado más que nada de cuanto había ocurrido hasta entonces.
Los viejos granjeros podían perder la cabeza y volverse chiflados, los vagabundos podían cansarse de la vida; pero Halloran era un individuo joven, fuerte y lleno de vida, con quien habían trabajado y con quien se habían emborrachado, llegada la ocasión. No podía haberse quitado la vida de ninguna manera, aquello era lo que importaba. Algo le arrastró hasta aquella torre. Halloran no pudo haber dispuesto de su propia vida, y fuese lo que fuese, si aquello había matado a Halloran, mataría a cualquier otra persona con mucha mayor facilidad.
Rick sabía que los rumores se iban extendiendo cada vez más, pero era algo contra lo que nada podía hacer. Se sintió sobrecargado de trabajo, había incontables operaciones de rutina que hacer en las líneas, trabajos de reparación que nunca cesaban, roturas constantes de aisladores y cosas por el estilo. Los interruptores cíclicos se desmontaron para descubrir qué es lo que había causado el que cayeran volando sobre las rocas y tuvo que servirse de lo que quedaba de media docena de grupos de trabajadores, nombrar nuevos capataces entre ellos y llegar a sentirse agotado de semejante trabajo. Trabajaba muchas más horas de lo que debía y podía y su esposa se hallaba ya abocada a una depresión nerviosa a causa de aquellas dificultades. Lo ocurrido, y dadas sus aprensiones particulares, eran ya más que suficiente. Entonces fue cuando oyó hablar de Stallion Jim.
Parecía ser que uno de los obreros era medio indio de sangre. Cualquiera que fuese la verdad de su historia, contó que muchos años atrás su pueblo había sido el dueño de la mayor parte del condado de Saskeega. Relató que el Valle Indio había sido su principal terreno de caza, lo que explicaba su nombre actual, y que el Caballo Negro era una tierra sagrada, el santuario de sus dioses tribales. Stallion Jim era el tótem o el espíritu principal del santuario del Caballo Negro, y existía la leyenda de que un día volvería y empujaría a los rostros pálidos hacia el Este. Existirían cosas portentosas cuando llegara el día profetizado, sonarían el trueno y el rayo en la cumbre, y la gente moriría por el fuego que caería del cielo. Todo parecía, pues, dar la razón a la leyenda y aquello era precisamente lo que había que comenzar a destruir cuanto antes.
Rick decidió que había algo que podía hacer de momento. Tenía al indio —le llamaban Joey— en su oficina y con él a sus padres. A la primera ocasión le habló de fantasmas de caballos aparecidos, de maldiciones venidas del cielo y que habría más fuego que caería sobre la tierra y que seguramente todo aquello le empujaría al otro lado de Saskeega. Joey apenas repuso gran cosa; pero mientras que su jefe estaba hablándole sus ojos miraban sin pestañear por la ventana de la oficina. Desde allí eran visibles las líneas de conducción que se alejaban colinas arriba y el Caballo Negro sobresalía imponente en la distancia...
El indio le ahorró a Rick toda preocupación. Desapareció el mismo día y nadie volvió a verlo, como si se lo hubiese tragado la tierra.
Pero el daño ya estaba hecho. Saskeega perdió más hombres que nunca hasta entonces, hasta que Rick tuvo que trabajar prácticamente con lo que era el esqueleto pelado y mondo de los bien organizados grupos de obreros. No tuvo un día libre durante un mes, hasta que llegó el momento que se sintió enfermo y agotado. Le dijo a su esposa que preparase un almuerzo para salir al campo. Ya estaba hasta la coronilla de todo, y si mientras en su ausencia todo aquello se iba al cuerno, que Dios dispusiera lo que quisiera. Ya no podía resistir más.
Se fueron en el coche por millas y millas de distancia hacia el Valle Indio. Aquél había sido siempre el lugar favorito de Judy. Era un día caluroso. Rick puso el coche bajo un grupo de árboles a la fresca sombra. Tomaron asiento por el suelo en un lugar agradable y se tomaron la comida, después se tumbó y encendió un cigarrillo, mirando a través del follaje hacia donde podía ver la imponente masa rocosa del Caballo Negro en la distancia.
La cima de la montaña parecía moverse al mirarla fijamente, arrastrándose hacia arriba en busca de las nubes y como si no tuviera que llegar a ninguna parte. Rick comenzó a quedarse dormido y entonces creyó sentirse en paz con todo el mundo.
A poco escuchó el más temible ruido que jamás hubiera escuchado en toda su vida. No era como el trueno, ni parecido a nada que pudiera imaginar o pensar. Era algo que llenaba el aire por todas partes, algo hueco y profundo al mismo tiempo, como una serie de sacudidas que le golpeasen el corazón. No había nada que ver, sólo la montaña y las nubes que discurrían suavemente por el cielo. Se incorporó con el cigarrillo en los dedos y la boca abierta. Aquel fenómeno duró diez segundos, tal vez veinte. Cuando acabó, Judy comenzó a temblar como una hoja en el árbol.
—Stallion Jim... —murmuró.
Y se acurrucó temerosa, como si la vista de la montaña fuese a quemarla. Fue así la primera vez que Rick supo que ella había oído la leyenda india.
Rick la condujo hasta el coche y arrancó. No tenía la menor idea de adonde ir, lo único que sabía era que tenía que alejarse de aquel lugar y rápido. Aquel extraño ruido le había conmocionado profundamente, mucho más de lo que estaba preparado a admitir tanto entonces, como más tarde. Se oyó a sí mismo decir:
—Ha sido una tormenta, cariño, un trueno, eso ha sido todo; pero no te preocupes...
Pero ni él mismo se lo creía. Aquello no tenía el sonido de ningún trueno de los que jamás hubiera escuchado en su vida. Aquello había sonado como lo que tendría que haber sido, el batir tremendo y horrísono de unos cascos de caballo por la montaña...
Cuando llegaron a su hogar el teléfono llamaba sin descanso. Se llamaba con urgencia a Rick Cameron para que fuese inmediatamente al Caballo Negro. La Estación Siete había explotado.
Rick no perdió el tiempo en explicar que los transformadores de fase no explotaban. Volvió a subir a Judy en el coche y se encaminó a toda velocidad en busca de Stan. Jeff estaba en casa, y le dio gracias a Dios, al menos, por aquella circunstancia. La esposa de Stan aparecía pálida y trastornada; pero Rick le aseguró que las cosas estaban bajo control, le rogó que cuidase de Judy y que permaneciesen juntas mientras se dirigía a las colinas. Tras aquello se sintió mejor, porque sabía que su mujer estaría bien. Y a toda marcha se dirigió hacia el Caballo Negro.
El tiempo que le llevó el camino fue infernal para su impaciencia. El tráfico estaba atascado sobre la montaña; alguien dijo que una torre de conducción estaba caída sobre la carretera. Rick pudo haber ido más de prisa en una caballería; pero sólo disponía de su propio coche y sin ninguna identificación especial. Tuvo que rendirse, cansado de disputar con la gente. Tuvo que ir conduciendo de una forma suicida y a contramano hasta llegar a la Estación Siete. La torre no estaba caída sobre la carretera, pero sí lo suficientemente inclinada como para caerse de un momento a otro. El cielo aparecía lleno de cables. Rick tuvo finalmente que abandonar el coche y caminar.
Parecía como si toda Saskeega estuviera allí reunida. Allí estaba Stan con el sheriff Stanton. Decían que el viejo Perkins había estado allá; pero que se había marchado. Aquello satisfizo a Rick. Entonces se dirigió a echar un vistazo sobre lo que quedaba del transformador de fase. No quedaba mucho, en realidad: unos cuantos trozos de metal esparcidos alrededor, algunos bloques de cemento deshechos y piezas de aisladores del transformador. En el lugar que había ocupado el transformador se apreciaba un hoyo enorme, como un cráter. Debía tener como unos doce o quince pies de profundidad por treinta de anchura. Resultaba horrible mirar aquello; en el interior todo aparecía negro como cuando la tierra ha sido quemada, saliendo hacia el exterior, en forma radial, unos tentáculos negruzcos y achicharrados por el fuego que había destrozado todo aquello. Rick se aproximó al borde con Stan y miró hacia el fondo. No sabía realmente qué pensar. Finalmente dijo con calma:
—¿Cómo interpretas esto, Stan?
Su jefe sacudió la cabeza negativamente.
—Creo que no hay más que una respuesta. Alguien lo ha volado. Hemos sido saboteados de firme...
Rick se le quedó mirando fijamente e hizo una mueca sin ningún humor.
—No. Oh, no... ¿Que alguien lo ha volado? No tienes más que fijarte en ese agujero, Stan... ¿Sabes la carga que tendría que poner para producirlo?
Stan pareció irritado.
—Entonces es que no sabían lo que estaban haciendo... Utilizaron, desde luego, una gran carga.
—Sí, una gran carga —aprobó Rick con un gesto—. Y el trueno que oí fue la carga desvaneciéndose. Sí, claro...
Se fue desplazando por el borde del cráter. Stan le seguía.
—Entonces esto debió explotar por sí mismo, ¿no? Así de sencillo.
Rick sintió que el sudor le perlaba el rostro. Era como estar a punto de volverse loco.
—Los transformadores de fase no explotan —dijo—. Yo no soy ningún hombre de ciencia, pero conozco muy bien mi trabajo y puedo asegurarte esto: los transformadores de fase no explotan espontáneamente.
Nunca había tenido ninguna disputa con Stan. Tampoco entonces la estaba teniendo; pero las cosas andaban muy cerca de parecerlo. Cuando se fueron calmando los ánimos, dijo:
—Está bien, Rick, de acuerdo. Bien, tomaremos las cosas por el principio. ¿Qué vamos a hacer?
Rick estaba todavía sin apartar la vista del enorme agujero y repuso:
—Ordena que se bloquee esta carretera, Stan, al Este hacia Saskeega y al Oeste hacia el Valle Indio.
—Ya está hecho.
—Dispon que se alivie la maquinaria y jarcia de la torre de allá abajo en la colina y después que se despeje el tráfico. La dispondremos de forma que no se caiga, porque, de ser así, tendremos la línea en el suelo hasta Saskeega. Cuando la hayamos asegurado volveremos a la colina y nos encararemos con la música. Para entonces puede que esté tocando una canción de moda...
Pusieron manos a la obra inmediatamente. Reforzar una torre metálica de conducción es una faena difícil; era ya casi de noche cuando hubieron terminado, y una tormenta estaba amenazando sobre Caballo Negro. Una extraña fantasía se había mezclado persistentemente en la cabeza de Rick, como si alguien le dijera que no fuese tan lejos. La torre próxima, colina abajo, era en la que había muerto Jim Halloran. Siguió evitando pensar que debería mirar hacia arriba para verlo como un cuervo negro y requemado entre los cables. Cuando el trabajo estuvo terminado los vehículos hicieron una especie de convoy y tomaron el camino de vuelta. Rick miró por el espejo retrovisor y vio tras de sí otro coche; sin saber por qué, se alegró de no ser el último del convoy.
Si creyó que las dificultades estaban en los suicidios, descubrió bien pronto que aquello era apenas nada. Siguieron más y más dificultades. Saskeega era una cosa importante, ocurriera lo que ocurriera, era muy importante. Saskeega alimentaba a Sand Creek, y Sand Creek era parte del Esfuerzo Nacional, y aquello era realmente importante. Nadie pensó mucho en dormir hasta que la fase destruida fue reconstruida y las líneas estuvieron en marcha de nuevo. Stan y Rick fueron interrogados por el FBI. Insistió personalmente en si creían que hubiera sido un sabotaje, a lo que contestaron que sí, que no podían pensar en que pudiera decirse otra cosa. Sí, era cierto que algo hizo explotar el transformador, alguien que sin duda quería que Sand Creek cesara en sus investigaciones. Y aquello pareció ser todo lo que se precisaba. Se hizo volver a las tropas estatales, y tras aquello Rick se quejó amargamente de tener que utilizar un pase firmado para ir desde su casa a su propio garaje.
Un coche de patrulla pasó por el Caballo Negro la noche en que voló el transformador para comprobar que todo iba bien. El conductor dijo más tarde que allí ocurría algo extraño y que el aire soplaba tan fuerte que la trasera del coche estuvo a punto de salírsele de la carretera un par de veces. Stan opinó que no había nada de extraño en aquello, ya que cualquier cosa podía pasar en aquella montaña con semejantes vientos y que tal cosa ya había ocurrido más de una vez. El otro operario se comportó extrañamente, no habló una palabra en las colinas, sino que pasó todo el tiempo mirando los cables con los ojos desorbitados por el terror. Se mató aquella misma noche al llevar su coche al garaje. Con él, ya iban seis...
Rick descubrió también algo en sí mismo. Estaba aterrado del Caballo Negro. Era una cosa loca y estúpida, y se lo repitió una y cien veces; pero no pudo quitarse de encima aquel extraño terror. El Caballo Negro era una montaña. Sólo, en definitiva, un montón de piedras en un camino, sobre el que se habían instalado unas líneas de energía eléctrica, una colina sobre la que se hubiese puesto un collar de cables. Rick se repitió a sí mismo que las líneas eran sólo líneas de conducción de energía eléctrica y que llevaban una tensión de alto voltaje desde Saskeega hasta el Valle Indio y hacia Sand Creek. Sólo eso, líneas conductoras de energía, aquello era todo. Pero en el fondo de su mente se rebullía algo diciéndole que era algo más, insistiendo que había algo más...
Se levantaba durante las noches, iba hacia las ventanas y observaba el intermitente verde situado sobre la montaña o escuchaba el retumbar del trueno. Aquello era la línea en donde moría la gente. Allí era donde echaban mano a las barras colectoras y se convertían en momias. Allí era donde saltaban las torres, como si fuesen arrancadas de raíz por una terrible e implacable mano de la Muerte. Allí era donde explotaban los transformadores y había volado media montaña al producirse el hecho. Era la línea que llevaba a la Estación Ocho.
Nunca habíase sentido de aquella forma, nunca tuvo una cosa en la mente que fuese absurda y fuera de todo razonamiento; pero no podía quitárselo de encima. Intentó decirse a sí mismo que había una Razón, siempre había una razón para todas las cosas; pero de nada le servía, ya que no veía dónde aplicarla. Se veía a sí mismo escurriéndose de su hogar, caminando sobre sus piernas, alumbrado por el resplandor de los relámpagos y mirando hacia abajo, desde allá arriba, hacia Saskeega, para terminar introduciéndose en un pequeño edificio blanco y buscando refugio hasta el amanecer, en que la aurora acabaría con su vida. Así es cómo llegó Rick a sentirse respecto a la Estación Ocho y el Caballo Negro.
Construyeron el nuevo transformador, llevándose las piezas y erigiéndolo y montándolo de nuevo, probándolo, corrigiéndolo hasta que finalmente funcionó perfectamente. Después comenzó nuevamente el paso de la energía, y la esperanza de Rick comenzó a cobrar alguna vida.
Y así fue durante un par de meses. Consiguió que Judy se fuese una temporada a casa de sus padres, de donde volvió con un color sano en el cutis y con buen aspecto. Comenzaron de nuevo a visitar la casa de Stan, donde procuraban divertirse como buenos amigos que eran. Y la línea del Valle Indio permaneció como debería hacerlo, como una serie de torres metálicas soportando una serie de cables que subía por las colinas para descender del otro lado. Todo parecía ir como sobre ruedas.
Pero un día le llegó a Rick otra llamada, y esta vez de urgente alerta.
Estaba en su oficina una tarde. Hacía un día espléndido, el sol brillaba y se hallaba sentado con los pies sobre la mesa y una taza de café en la mano. Sonó el teléfono. Descolgó el auricular.
—Sí, aquí Cameron, servicio de mantenimiento de líneas...
Una voz restalló en su oído.
—¿Eres tú, Rick? ¡Por los clavos de Cristo, ven aquí arriba, Rick, ven... tenemos una torre que se está fun...
Cameron frunció el entrecejo.
—¡Eh! ¡Diga! ¿Cómo?
Parecía haber querido oír en el teléfono: «Tenemos una torre que se está fundiendo.»
Y así era.
Rick no podía imaginar qué sería lo que habría vuelto loco de aquella forma a uno de sus muchachos. Farfulló en el teléfono:
—Oye... Mira, Johnny, ¿estás en tu juicio cabal? ¿Quién está contigo por ahí? ¡Vamos, contesta...!
—Rick, por amor de Dios, ven pronto...
—Vamos, tómalo con calma, Johnny. ¿No tienes a Grabowsky contigo? Pues mirad juntos la línea... Y... vamos, Johnny, tómalo con calma.
En el teléfono sonó un juramento.
—¡Maldito el infierno si me ocurre nada! Rick, no he perdido ningún tornillo, estoy en la Estación Ocho y todo aquí parece haberse trastornado; hay gente por todas partes. ¿Querrás venir, por...? —y la línea se interrumpió en seco.
El temor tenía un efecto galvánico y precipitó a Rick fuera de su sillón y fuera de la oficina. Tomó el «jeep» y a toda marcha pasó por la Central. Buscó inmediatamente a Stan.
—¡Stan, otra vez la Estación Ocho! Hay algo que va mal con una torre. ¿Puedes venir?
El Controlador no tuvo tiempo que perder, sino echar mano del sombrero y salir corriendo.
AI exterior de la Central encontraron a mano una ambulancia y Stan puso en funcionamiento su ululante sirena. Salió por las vallas de la central, apartando a la gente a un lado y a otro. Rick le gritó:
—Vamos a tener un buen lío por esto, Stan. El Viejo nos va a dar un serio disgusto por utilizar la sirena sin una alarma de importancia...
—Si es un engaño, ya daremos una explicación. Si es algo de importancia, lo guardaremos para nosotros mismos; creo que es lo mejor. ¿Qué diablos decías que estaba ocurriendo?
—Dicen que una torre está fundiéndose...
—¡Qué!
—Fundiéndose... —repitió Rick entre dientes. Stan no repuso una palabra, sino que hundió el pie en el acelerador. Salieron rápidamente hacia la carretera principal, tras haber salvado los obstáculos del recinto de la Central.
Debía haber mucho de error en aquella alarma, no cabía duda.
Pasaron la Número Siete y todo parecía normal y en correcto orden. La ambulancia tomó la penúltima curva, más allá aparecía la Estación Ocho, por encima de la montaña, pequeña y diminuta todavía en la distancia.
—Jesucristo... —dijo, sin poder evitarlo. Las torres de conducción de cables de alto voltaje son construcciones fuertes, resistentes y embutidas en la roca como para sostener el tirón de los cables, en especial cuando cambian de dirección. La última estaba en el Valle, precisamente debajo de la Estación Ocho, y como había dicho el operario del servicio de las líneas, estaba fundiéndose. No había la menor duda de que así estaba sucediendo. El metal se desprendía en goterones que caían por sus brazos, como si estuviera sometida a un gigantesco soplete, aplastándose contra las rocas aquel incesante goteo metálico, como las gotas de cera de una vela que se quema rápidamente. Mientras Rick miraba fascinado lo que estaba sucediendo con la torre, toda su armadura se combó como un gigante que cayera de rodillas y se inclinara pidiendo misericordia a la hora de ser ejecutado. Más allá de la torre estaba una ambulancia y una pequeña figura vestida con el uniforme azul de Saskeega corría desesperada montaña abajo. Frente a él estaba la masa de gente.
La carretera estaba llena de personal. Seguramente podía haber doscientas personas, tal vez más. Aparecían en una columna serpenteante que se dirigía por medio del camino que llevaba a la Estación Ocho. Eran gente de toda condición. Se veía a un empleado con su blanco uniforme de garajista, a una chica con un vaporoso vestido de moda... Y, frente a todos ellos, la torre se inclinaba adoptando una forma alucinante, mientras que por sus cabezas los cables danzaban de un lado a otro.
Rick puso la sirena en marcha y se dirigió hacia ellos, ululando al máximo de su potencia. Stan, con la cabeza fuera del vehículo, gritaba al tope de su voz:
—¡Salgan fuera de los cables, vuelvan atrás! ¡Quítense del alcance de los cables!
Por lo que pudieron apreciar la gente ni se dio cuenta de que la ambulancia estaba allí. Stan la detuvo casi demasiado tarde. En el último instante dio un terrible frenazo, se agarró al volante y el vehículo dio media vuelta, siendo arrastrado sobre el polvo durante cuarenta o cincuenta yardas, hasta ir a aplastarse de costado contra una roca, quedando la conducción fuera de servicio. Rick se golpeó la cabeza contra el parabrisas y oyó algo así como el caer de unos cables que habían golpeado en la carretera tras ellos a poca distancia de la trasera de la ambulancia. Saltaron inmediatamente, teniendo buen cuidado de evitarlos. Stan iba ante él, y Rick fue siguiéndole. El chisporroteo de la torre comenzó a declinar y comprendió que los fusibles de seguridad y los cortacircuitos habían entrado en función de algún modo. Lo que servía de suministro a Sand Creek estaba otra vez fuera de servicio.
Boris Grabowski llegó hasta ellos. Tenía la cara blanca como una hoja de papel y sus ojos parecían querer salírsele de las órbitas. Sólo pudo farfullar irregularmente:
—Jefe, estoy volviéndome loco...
—Tú y yo, los dos, Grabowski —le dijo Rick entre dientes.
Rick miró de nuevo la torre conductora. Casi había desaparecido en su estructura superior; sólo quedaba en pie, como el tocón de un viejo árbol, el pie hasta una altura de seis u ocho pies, requemado y ennegrecido y con muchas de sus partes retorcidas. Todo lo que faltaba había caído derretido a noventa o cien pies de profundidad por la colina, y la carretera era una verdadera jungla de cables. La gente continuaba en medio de aquella maraña. Los cables habían caído entre ella; pero todo el mundo seguía en pie, y sólo Dios sabía por qué. Los hombres de Saskeega trataron de hablarles; pero fue completamente inútil. Comenzaron a empujarles y a gritarles que se apartasen de los cables. Fue un trabajo difícil y penoso. Aquellos extraños miraban todos con fijeza hacia adelante, caminaban cuando eran empujados y se detenían en cuanto se les dejaba solos.
—Lo que necesitamos —exclamó Rick con furia— es un buen perro pastor...
Envió a Boris a telefonear pidiendo troncos para bloquear la carretera, la ambulancia con su equipo y el coche grúa para despejar el camino. Después se encaminó hacia la Estación Ocho con Stan. Allí recibieron otra nueva sorpresa. La gente que habían visto había sido sólo la segunda oleada, la primera muchedumbre de fanáticos había llegado antes de producirse la catástrofe. Había señales de rojo sobre la puerta en donde habían hecho saltar los cerrojos de la Estación. Era la gente a que Johnny había querido referirse cuando intentó telefonear.
Rick entró en la estación; Johnny estaba muerto. Parecía como si hubiera intentado impedir que la gente se aproximase a las barras colectoras. Pero no debió tener ninguna oportunidad; la gente debió cogerle en vilo y tirarlo sobre los contactos... Seis personas más habían muerto; el resto, como una docena más, miraban fijamente a la maquinaria de una forma estúpida y fascinada, hurgando entre las barras colectoras como deseando que ocurriera algo que todavía no se había producido. Rick cargó contra ellos y los empujó a patadas fuera de la estación. Uno de aquellos individuos volvió, como hechizado, y Rick volvió a empujarle de malos modos; pero no pudo detenerse a tiempo. Cayó rodando por el suelo y el fanático se lanzó otra vez sobre las barras colectoras, como deseando ser electrocutado cuanto antes. Rick acabó por dejarle donde estaba. Era como dejar a un chiquillo un juguete para que se apaciguase...
La única criatura que aún mostraba signos de haber sido un ser humano era una muchacha. Estaba sentada a la puerta y lloraba. Stan le puso su chaquetón sobre los hombros.
—Dios sabe qué habrá ocurrido con los otros; pero esta chica parece hallarse en pleno «shock» —añadió Stan. Y comenzó a hablar con ella.
Consiguió saber que se llamaba Allison Foster, que vivía con una tía suya a unas cuantas millas de Freshet. La chica dijo que había oído la música; y aquello era todo. Que habían oído la música. Y que habían cogido sus coches y se habían encaminado hacia la montaña, siguiendo a quien les llamaba. Habían tenido un accidente por el camino y el resto lo hicieron subiendo a pie hasta la Estación Ocho. Le dijo a Stan que entonces se había detenido la música misteriosa. Se había desvanecido como por encanto. Y a partir de aquello la chica comenzó a llorar desconsoladamente, sin que nada pudiera hacerse por calmarla.
El Controlador levantó los ojos de la chica y sacudió la cabeza. Entonces se oyeron las sirenas en dirección a Saskeega...
La montaña fue acordonada. La carretera fue cerrada al tráfico desde Freshet hasta el Valle Indio. Parecía que cada laboratorio de investigación de todo el país enviaba un equipo para husmear lo que allí estaba ocurriendo. Incluso enviaron a gentes procedentes del Cabo Kennedy, sin que Rick pudiera imaginar qué es lo que los astronautas deseaban buscar allí. Stan repuso sardónicamente que a lo mejor, entre el personal de la Compañía, había algunos hombres verdes procedentes de otro mundo.
Todo fue siendo analizado sistemáticamente, lo que quedaba de la torre misteriosamente fundida, los aisladores, la superficie de las rocas y los trozos de cable esparcidos aquí y allá. Si aquello dio lugar a algunos informes, ni Stan ni Rick pudieron saberlo. Seguían sabiendo lo mismo que el día que ocurrió la misteriosa catástrofe. Todo lo que sabían es que una hermosa mañana aquella torre se había fundido. No era imaginable que hubiese ocurrido así; pero había ocurrido.
Se volvió a montar otra vez el suministro de energía. Se hizo un empalme sobre lo que quedaba de la vieja torre fundida y se le adaptaron las piezas necesarias para montar los cables sobre ella. Se restauró el servicio de energía eléctrica, que quedó listo dos días después del accidente. Las tropas que se enviaron permanecieron allí de servicio. El Caballo Negro estaba literalmente sembrado de guardias armados.
Pasada una semana, la gente que se había salvado murió y comenzó un pánico a escala nacional. Se rumoreó que todo el condado de Saskeega debía ser puesto en cuarentena. Aquello debió haberse llevado a cabo; pero nadie pudo descubrir por qué murieron las víctimas. No parecía ser nada físico, sino sencillamente que morían sin causa aparente. Nadie pudo hacer nada. Rick oyó decir que el mismo día que la corriente fue restablecida, la gente volvió a subir y a dirigirse al paso del Caballo Negro, haciendo lo mismo que antes. La chica a quien Stan había hablado no parecía hallarse tan mal; pero, al igual que otros, su corazón se detuvo sin causa aparente y murió.
Rick se fue a vivir con la familia de Stan durante algún tiempo, porque no le gustaba la idea de que Judy permaneciese en la casa que hasta entonces habían habitado tan felices. Cuando estaba junto a Jeff, Judy no estaba tan mal. Unos diez días después de lo ocurrido, volvió de Saskeega una tarde y Stan le rogó que le acompañara al taller. Tenía algo que mostrarle.
Lo tenía en un rincón pequeño y encantador de la parcela que habitaba, en un cobertizo, en cuyo interior y entre otras herramientas y útiles tenía un par de tornos y una fresadora. La cosa de que quería hablarle estaba en pleno suelo. Rick la miró con perplejidad.
—¿Qué diablos es eso, Stan?
—Échale un vistazo con cuidado. Imagina cómo funciona.
Rick miró cuidadosamente. Aquel dispositivo tendría como unos cuatro pies de altura, en forma de una caja cuadrada, montada sobre unas patas de duraluminio. La mayor parte de su interior estaba cuajada de circuitos electrónicos. Rick no era hombre entendido en electrónica, pero sabía distinguir lo que era un oscilador cuando veía uno. Sobre el tope había dispuesto un cono en forma de altavoz, montado horizontalmente, y por encima de todo una cosa que parecía el elemento de un fuego eléctrico y sobre él, todavía, una estructura complicada de finos cables.
Rick se encogió de hombros.
—La parte inferior parece una cosa obvia. Parece que sea algo para calentar la casa. ¿Qué se supone que debe hacer?
—Es una trampa para bichos.
—¿Y qué atrapa esto?
—Por el momento sirve para atrapar mosquitos. Échame una mano, te lo mostraré.
Entre ambos levantaron la máquina, la sacaron al exterior y Stan le enchufó un cable del distribuidor, mientras apuntaba a una línea de potenciómetros montada sobre el chasis de la máquina.
—Observa con cuidado. Es como la recomposición de una serie de notas inaudibles. Rick había leído algo sobre aquello en alguna parte, cómo las hembras de ciertos insectos emiten una nota que atrae a los machos, o algo parecido. No estaba demasiado seguro al respecto, pero el principio era obvio.
—Quieres decir que ese aparato genera la llamada, con su frecuencia de emisión, y que los mosquitos vienen volando...
—Y aterrizan sobre la plancha caliente que hay sobre la fuente generadora del sonido. Y funciona muy bien. Ya lo verás.
Stan conectó aquella máquina. No se oyó ningún sonido audible, los paneles laterales tenían un aspecto aterciopelado, aquello era todo. Los elementos comenzaron a resplandecer de un color naranja; dentro de pocos segundos después, los insectos comenzaron a caer. Primero cayó uno, que al tocar la plancha superior emitió una leve chispita de color y se desvaneció. Después, fue otro y otro. Pronto toda una riada de insectos venían volando para incinerarse a sí mismos. Stan desconectó el aparato.
—Bien, creo que es bastante para una demostración. La verdad es que no me preocupa en este momento matar mosquitos, estoy empezando a saber de qué forma se sentirán...
Se llevó unos segundos para que la implicación de sus palabras llegase a la mente de Rick. Cuando se produjo, Rick creyó haber recibido un fuerte golpe en el estómago.
—Stan... si estás sugiriendo lo que pienso... Pero eso es una locura. Y es demasiado horrible para expresarlo en palabras.
Stan se encogió de hombros.
—No te he sugerido nada, amigo mío. Sólo te he mostrado un atrapa insectos; tú puedes hacer tus propias comparaciones. —Y recogió el depósito superior—. Lo dejé funcionando la noche pasada. Éste fue el resultado.
Rick lo tomó de manos de Stan. Era como había esperado. Aquello estaba repleto de insectos muertos, electrocutados, carbonizados. Chasqueó los labios y Stan se apartó del lugar. Rick le siguió.
En cierta forma, aunque algo que ya existía en su mente tenía que ser expresado en palabras desde hacía tiempo, sintió llegado el momento de discutirlo. Sentía el espanto de oír decir a Stan algo que podría ser verdad.
—Stan, si esperas que yo te siga en una cosa tan horrible como ésta...
Su interlocutor se volvió en redondo.
—Cristo, Rick, yo no lo creo. —Y extendió las manos en un gesto vago—. No lo puedo creer. Pero he seguido eso y hay sólo una respuesta que satisface mi lógica. No puedo creer tal respuesta. Pero también sé, Rick, que lo que has visto hacer a esa pequeña máquina es un modelo de lo que está sucediendo en la Estación Ocho. Esto sí que puedo jurarlo ante Dios y sus ángeles. —Y volvió la espalda al taller.
Rick le siguió como un hombre desamparado. Stan rebuscó por una alacena. Había una botella de whisky y un par de vasos. Rick tomó su trago y el vaso le retemblaba entre los dientes. Lo dejó y se lo quedó mirando fijamente.
—Ahora sé que voy a volverme loco de verdad...
Stan se frotó la cara con las manos.
—Rick, escucha y óyeme. Puede que no tenga la oportunidad de repetir lo que voy a decir. Tú no puedes explicar lo que ha sucedido en el Caballo Negro, yo tampoco; nadie puede hacerlo. Por tanto, tomaremos las cosas que han ocurrido como puntos de referencia y ver lo que pueden mostrarnos. Si vemos algo que está fuera del alcance de nuestra tecnología, es una lástima. Porque, como dijo aquel individuo, una vez que has eliminado lo imposible, lo que queda, sea lo que sea, no obstante su improbabilidad, es la verdad.
Stan se tomó otro sorbo de su bebida para continuar:
—Eliminaremos el sabotaje. Si alguien quisiera destrozar nuestras líneas, sería comprensible, pero ¿cómo puede nadie fundir una torre? Eliminaremos también la posibilidad de que todos estuviéramos durmiendo y hubiéramos soñado esto porque yo me corté la cara afeitándome esta mañana y sangré... Descontaremos también la idea de que hemos sufrido una serie de peripecias inconexas entre sí porque esto entraría en el orden de la probabilidad de la clase de que un mono fuese capaz de tocar a la perfección una sinfonía de Beethoven al piano. Tomaremos los hechos como sucesos interrelacionados entre sí y seguiremos a partir de ese momento.
»Murió un viejo vagabundo. Después fue el granjero. Más tarde los muchachos en el interruptor cíclico. Y Halloran allá sobre los cables. Después la gente que vimos el día en que se fundió la torre. Ahora yo sé y tú también que Jim Halloran no pudo haberse suicidado. Es como dicen por ahí esos tipos, que fue arrastrado allá arriba. Aquellos fanáticos tampoco se mataron a sí mismos conscientemente; tú sabes esto muy bien, al igual que yo, porque ayudaste a sacarlos de entre los cables. Ninguno estaba consciente de maldita la cosa al respecto. No creo que ninguna de esas muertes haya sido un suicidio, excepto tal vez la del viejo vagabundo. La gente ha sido arrastrada, llevada hasta los cables, a las líneas de conducción, en particular hacia la Estación Ocho, y tampoco maldito si han podido evitarlo. Todo esto, pues, me sugiere la existencia de una fuerza, una Voluntad, si quieres pensarlo más bien así. Alguna cosa más fuerte que lo humano, algo que pueda cortar, suprimir el instinto básico de la supervivencia, que haga que una persona suba allá y... entre en comunión con ello. Y las cifras dicen algo más. Primero fue una persona, después dos, después tres, más tarde un centenar. La Voluntad es cada vez más fuerte. Por tanto, mantengo que es un proceso de estimulación...
—Por amor de Dios, Stan —dijo Rick con voz ronca.
Pero Stan continuó hablando, sin hacer caso de las observaciones de su amigo:
—Ahora es mucho más fuerte, porque se ha llevado a los que han muerto en el hospital. Es algo fuerte, sin lugar a dudas. Hizo algunos errores en el pasado. Y notables. Pero ya no los hará más. Lo que ocurrió en la Estación Siete puede que nunca lo hubiéramos sabido. O en la torre. Yo diría que la última vez se ha superado en astucia a sí mismo. Se ha concentrado poderosamente en un lugar. Porque puede concentrarse y dispersarse. Puede ajustar nuestro voltaje a sus necesidades. Esto es cosa que ya lo he probado.
—Pero nuestro fluido... —intervino Rick tímidamente.
—No se trata de nuestro fluido —repuso Stan irritado—. Eso, lo que sea... utiliza la corriente como un medio. Puede hacer del voltaje lo que quiera, según le convenga. Por ejemplo, puede utilizar la corriente donde le convenga y lee en los registradores, en los diales, en todas partes; pero las líneas no se sobrecargan...
—Pero eso es una locura...
—Rick, no sabes esto porque se ha hecho a espaldas tuyas. En esto tengo que lamentarlo. Yo puse voltímetros registradores en esa línea. Uno a la salida de Saskeega, otro en la Estación Siete, otro en la Ocho y media docena más en medio. Se colocaron una noche y fueron retirados a la mañana siguiente. Conseguí los rollos de registro y aquí los tengo. —Se volvió y abrió un cajón. Después entregó a Rick los gráficos.
Rick los miró fijamente. Le pareció en aquel momento que las sombras del taller se hacían más densas y se amontonaban por todas partes. La teoría puede ser una cosa grandiosa; pero, en fin de cuentas, sólo es cuestión de jugar con palabra. Pero aquello era algo que podía ver y tocar con sus manos. Rick era un realista y creía en lo que tocaba.
La línea que subía hasta el paso del Caballo Negro aparecía en la gráfica llena de nudos y bucles en una maraña terrible, el gráfico lo demostraba. Había una serie de alteraciones en el voltaje, subidas y bajadas hasta cero. Existía una serie de ritmos donde algo había jugueteado a capricho toda la noche en su paso hacia arriba y hacia atrás, hasta la Central de Saskeega. Algo imposible, malévolo, algo terriblemente fuerte. Allison había hablado de escuchar una música. Aquello era la verdadera notación de la melodía que la pobre chica había escuchado...
—Hice la misma comprobación por el Valle Indio —continuó Stan con calma—. Más allá de la Estación Ocho, el voltaje permanece inmutable. Las líneas funcionan perfectamente.
Rick apenas si pudo murmurar:
—¿Qué diablos es esto? ¿Tú tienes alguna idea, Stan?
—¿Cómo puedo responderte? —contestó su amigo encogiéndose de hombros—. ¿Cómo podría hacerlo nadie? Puede que sea el vagabundo, el viejo. Tal vez es que consiguiera de alguna forma enredarse entre los cables. Y está solo, deseando compañía... Puede ser algo que derive de la influencia de los rayos cósmicos, tal vez lo generamos nosotros mismos a partir del cobalto y el hidrógeno, quizá se trata de una segunda Creación y que en lo profundo de la oscuridad y el calor vaya a surgir un nuevo Adán. Demonio o espíritu, el Stallion Jim o el propio anti Cristo... no lo sé. Pero sé por qué utiliza nuestras líneas y por qué está ubicado allá arriba, en la Estación Ocho.
—¿Por qué?
—Usa tu cabeza, Rick. Somos el gran suministro vital de la Estación Investigadora de Sand Creek. Y sobre la montaña está el fundamento de las unidades del día del Juicio Final. Pensemos lo que pensemos, ocurra lo que ocurra, esas líneas tienen que permanecer intactas. Esa cosa puede llegar hasta allí, salir volando hacia otro lugar, recorrer todo el país, volver, dar caza a algo especial que busca. Tuvo que haberse ido cuando voló el transformador y cuando se fundió la torre. Pero vuelve de nuevo cuando sabe que se encuentra a salvo.
Rick Cameron comenzaba a ver algunas posibilidades entre toda aquella inmensa locura que le relataba su amigo y jefe. Tuvo que humedecerse los labios para decir:
—Stan..., ¿cuál va a ser el final de todo esto...?
El Controlador estaba de pie y entre las sombras, fuera del círculo de la lámpara del taller. Rick le vio encogerse otra vez de hombros con un gesto de fatalismo.
—Todo esto aún sigue siendo una suposición. Pero en la forma en que yo lo veo, no es preciso que haya ningún fin. Mira las líneas, Rick, piensa en ellas. Piensa en la forma en que Judy lo hace. Piensa cómo salen desde las Centrales hasta las subestaciones, cómo se dividen una y otra vez para dirigirse hacia las calles principales de las poblaciones y ciudades, y hacia los teatros, los cines, las fábricas, las granjas, los hospitales, las casas... Es como un bosque inmenso e intrincado, eso es una red de distribución eléctrica, ya lo sabes... Es como un millón de árboles que surgen de un mismo tronco. Y si esas líneas se vuelven locas y eso ha comenzado en la Estación Ocho, aquí mismo... puede alcanzarnos a todos nosotros. No habría forma de escapar.
»Nadie se daría cuenta, en realidad, cuando comenzase a arrastrarnos. Quizás influiría en los científicos, en los políticos, en cualquiera que pudiera comprenderlo y que sepa qué es lo que está tratando de hacer. Quizá se dé comienzo a alguna guerra, quién sabe... Una cosa es cierta: hasta que quede en pie uno de nosotros, esas líneas que conducen energía hasta Sand Creek, permanecerían manejadas por hombres y Saskeega bajo control. Después, cuando no quede nadie..., ¿quién sabe? Puede ser que Saskeega siga siendo controlada...
»Si yo no fuese un ingeniero, si yo no fuese el Controlador de Saskeega y si yo creyese esto, me marcharía en el acto. Me iría a vivir al Tíbet. De esa forma, moriría alguna vez, lejos de todo esto. Pero no soy un agente libre. Tengo que decir que todo esto es una basura, y que es una locura lo que estamos hablando. Tengo que seguir con mi trabajo.
Stan encendió un cigarrillo. El súbito resplandor de la cerilla, resultó algo sorprendente. Rick le vio el rostro por un segundo. Daba la impresión de estar preocupado mortalmente.
—Podemos destruir esto, Stan —dijo súbitamente Rick—. Cortar las líneas en Saskeega y más allá de la Estación Ocho, ponerlo todo en cuarentena, dejar que eso se muera por falta de energía, y...
Stan le interrumpió con una carcajada en la que había muy poco humor.
—¿Destruirlo? ¿Es que no ves lo que ocurriría, no te imaginas al viejo Perkins y al Gobierno? ¿Qué podría decirles? Cortar las líneas sobre el Caballo Negro, sólo porque el Diablo está entre los cables y queremos que se muera de hambre por falta de energía eléctrica... ¿Puedes imaginarte que yo haga una cosa parecida? No, amigo mío, no hay salida posible.
—Bien —dijo Rick—, lo tienes en tus manos. Y yo estoy contigo, y mis muchachos también.
Stan permaneció en silencio y en calma por unos instantes. Después, dijo:
—Olvidaré lo que has dicho, Rick. Pero debo avisarte sobre esto: te prohíbo como superior, que hagas cualquier cosa que pueda alterar el suministro de energía a Sand Creek o que perjudique el funcionamiento de Saskeega. Sigo siendo el Controlador y por Dios, si ese es mi trabajo y mi deber, seguiré haciéndolo y cumpliéndolo. ¿Está claro esto, Rick? Cameron sacudió la cabeza, disciplinadamente. Era como si ya no fuese capaz de seguir pensando por su cuenta en nada más.
—No puedes dejar que las cosas sigan así, Stan. Es demasiado horrible para pensarlo. Si esto ya ha comenzado...
Stan hizo un gesto sacudiendo la cabeza.
—Rick, estoy cogido en la misma trampa que todo el mundo. Es la clase de trampa que sólo la raza humana pudo haber inventado para sí misma. Tuvo que haber surgido alguna vez. Pero el momento escogido ha sido el de ahora. Estamos inmersos en la misma red de nuestra propia tecnología. Esas líneas tienen que estar donde están. Las necesitamos. Somos algo muerto sin ellas. Podríamos estar muertos también sin ellas y es una lástima. Pero no podemos hacer que el reloj del tiempo y de las cosas vuelva atrás. No podemos despreciar la electricidad sólo porque se ha vuelto peligrosa. Te dije que sé que es verdad. Pero no te dije que lo creyera. Esta es una de esas ocasiones en que el conocimiento y la creencia son dos cosas diferentes. No puedo permitirme a mí mismo creer esto porque estoy en Saskeega. No puedo creerlo tampoco sobre una base personal porque ello representa la caída a lo que se me ha enseñado a considerar como irrazonable. No puedo cometer un error como ése, ni caer en semejante estado.
Se paseó a pasos cortos por el cobertizo y encendió la otra luz. Después otra.
—Seguiré en pie o caeré por lo que te he dicho. Tengo que demostrarlo de una forma u otra.
Repentinamente, Rick se sintió aterrado.
—Stan, qué diablos...
Stan puso en marcha el torno y después el otro y finalmente la fresadora. Ya no había más aparatos eléctricos que tuviesen que funcionar. El pequeño recinto zumbaba y se estremecía ante la energía mecánica producida por la electricidad, mientras que las luces proyectaban sus haces de claridad contra el césped del exterior, en la oscuridad. Y allá lejos, el Caballo Negro era como una enorme sombra en la noche. La montaña parecía tener diez millas de altitud.
—Esta misteriosa energía proviene de los cables. Ha sido la causante de todo lo ocurrido, de la gente que ha muerto, de la que fue llevada al hospital, la que atrapó a esa chica Allison y la hizo cometer algo que aún me estremece cuando lo pienso. Y así pueden hacerlo también con nosotros, y puede estar aquí presente. Entre estos tornos, a la luz de las lámparas.
»Yo digo, que esa Cosa, sea lo que sea, tiene su lógica. Hasta ahora se ha movido con hechos que pueden ser y han sido explicados. Siendo lógico, eso sabe que yo soy el único individuo que lo comprende y puedo matarla. Te he absuelto de toda responsabilidad y también, por el momento, del riesgo de darte las órdenes que he llevado a cabo en persona. —Stan puso la mano sobre uno de los tornos y miró a la montaña—: ¡Te desafío, bastardo, sea quien seas! Y a donde quiera que vayas, te perseguiré... Si perezco en el desafío, la gente sabrá al fin que eres real y sabrán cómo sacarte el corazón, si es que lo tienes...
No ocurrió nada. La montaña emergía hacia el cielo como una nube y los tornos continuaban girando suavemente con sus diversos mecanismos, deslizándose las correas de enlace. Y aquello fue todo. Esperaron, y pasado algún tiempo, Stan desconectó la maquinaria, apagó las luces y se volvieron a casa.
Más tarde, entrada la noche, oyeron una emisión de radio. Las noticias eran fantásticas. Por todos los Estados Unidos se habían producido las desapariciones de diez mil personas que habían abandonado sus hogares en las últimas veinticuatro horas. El FBI llevaba a cabo encuestas de ámbito nacional con sus poderosos recursos informativos. Un avión de pasajeros se había estrellado contra las Montañas Rocosas, a quinientas millas de su ruta normal. Un vaquero, cabalgando a gran distancia de su rancho, había visto una cosa extraña. Juró que había sido testigo del paso de todo un ejército de gente harapienta, con mirada ausente, que como un hormiguero pasó junto a él sin pronunciar palabra, como empujados hacia Dios sabía dónde. Y siguieron muchas otras cosas más por el estilo.
Stan rebuscó una serie de mapas y realizó una meticulosa comprobación. La ruta del avión siniestrado, el paso de aquella horda vagabunda, otros sucesos relacionados y fuera de lo común y fue bosquejando una gráfica, con una serie de líneas. Todas apuntaban hacia un mismo lugar.
A Rick le dio la impresión de que no podía dar crédito a sus ojos; pero tuvo que creer la realidad evidente.
—Stan, por Dios, eso está moviéndose. Ha comenzado a moverse...
Stan se sentó y no contestó una palabra a su amigo.
Después, hablaron a sus mujeres para que se marcharan hacia el este. No podían explicar qué debían temer ni lo que estaba ocurriendo, sino que les repitieron una y otra vez que algo singularmente extraño iba mal en las cosas. Les costó mucho convencerlas, hasta que se rindieron finalmente ante el deseo de sus maridos. Stan consiguió que Judy tomara el coche y saliera por la mañana tan pronto como le fuera posible y que le seguirían ellos a la mayor brevedad. Después, intentaron descansar un poco. Rick estaba levantado al amanecer. Era demasiado temprano, pero Stan ya se había marchado. El garaje estaba vacío, sin duda se había ido a Saskeega.
Rick tomó su coche y se dirigió a su casa. Todo estaba en la mayor quietud. Se cambió de ropas, buscó la vieja navaja de afeitar y se dio un afeitado de circunstancias. Por lo general, no le gustaba utilizar su «Remington» eléctrica y menos en aquella ocasión. Después, salió a donde pudiera contemplar el valle y la montaña más allá, y el tendido de las líneas que como telas de araña se alejaban en millas de distancia. Evitó pensar que debía empaquetar todas sus cosas y salir de allí. Pero resultaba demasiado fantástico. Era como tirar por la ventana su trabajo y su futuro, su hogar y perder a todos los amigos que conocía en la región, sólo porque una noche se ha tenido un mal sueño. Todo aparecía en una paz completa. El aire olía a flores, puro y limpio... Era imposible que pudiera haber alguna cosa en los cables de conducción eléctrica que estuviera dispuesta a matar a lo que encontrase por delante...
Volvió a Saskeega en el coche. Se encontró tropas en la carretera, y todo parecía inmerso en la mayor confusión. Nadie sabía con certeza qué era lo que estaba ocurriendo. Vio la presencia de tanques con los cañones preparados, sin apuntar a ninguna parte. Oyó a alguien decir si es que había comenzado otra nueva guerra.
Saskeega estaba solitaria y vacía. Aquello era una locura. Rick podía oír el ruido de las turbinas y el de otros muchos propios de la Central. La energía había cesado de suministrarse; pero la estación marchaba por sí sola.
Una sirena aullaba en algún lugar; pero incluso su sonido era algo solitario. Comprendió que no había nadie a quien llamar y Rick se dirigió hacia la oficina del Viejo, en las Oficinas Principales. La puerta estaba abierta de par en par, su sillón volcado y papeles de todas clases esparcidos por el suelo. Salió de allí como alma que lleva el diablo. No había allí nada que hacer y se dirigió decidido hacia la Estación Oeste.
El sol estaba bien alto en el cielo prometiendo un día caluroso. Salió del coche y corrió por el firme de la carretera. Las pisadas de sus pasos eran lo único que parecía vivo en aquel lugar. Llegó a la sala de control. Donnell estaba allí. Rick le preguntó dónde diablos estaba el turno de guardia y por qué no había solicitado ayuda. Lo había intentado, los teléfonos no habían funcionado y no podía dejar aquello totalmente abandonado, estando como estaba sudando y con aspecto de hombre que está a punto de perder la cabeza. El voltaje había estado pasando sobre el Caballo Negro, las desconexiones no habían hecho enmudecer las líneas de conducción. Stan Mainwaring había estado allí y se había dirigido allá arriba, a la Estación Ocho. Había dejado recado de que llamaría desde el paso del Caballo Negro, pero todavía no había llamado...
Rick miró a los diales sobre el panel principal y permanecían firmes en sus lecturas. Todo el edificio vibraba con un pulso misterioso e imposible. No era lo que pudiera calificarse de ruido, era la sensación de una docena de turbinas inyectando energía en los cables y enviándola a la lejanía y por sobre el Caballo Negro. Donnell estaba desconcertado sin saber qué hacer. Los cables estaban mal, se habían vuelto locos de nuevo, algo estaba equivocado más allá de toda imaginación. Desconcertado, pidió autorización a Rick para tomar una medida drástica en la situación aquella.
Pero Rick Cameron soltó un juramento. Aquello era asunto de Donell, no suyo. El ingeniero daba un lastimoso aspecto, como si estuviera a punto de estallar en una crisis de histerismo. Comenzó a dar golpes a todos los controles y diales, como si no pudiera creer que nada de aquello fuese realmente cierto. Entonces, sonó el teléfono.
Rick le echó mano en el acto. Pero no era Stan, era Judy. De algún modo, aquella llamada le estremeció de pies a cabeza, pensando si todos estarían muertos en el cambio. Judy, al teléfono, quería saber si las cosas iban bien. Estaba empaquetándolo todo y estaba a punto de marcharse, insistiendo una vez más si las cosas marchaban bien.
Donell estaba tirando del brazo de Rick y murmurando algo respecto a una música. Rick le apartó bruscamente y Donell comenzó a gritar.
—¡La música, Rick, ha comenzado de nuevo, es la música de la última vez, vi cómo esos diales se movían, todos lo vimos y no pudimos hacer absolutamente nada para evitarlo, sólo limitarnos a oírla a la fuerza. Por Cristo, Rick, la música...! —Donell había caído de rodillas y perdido todo su control.
Rick permaneció todavía en pie, sintiendo la energía eléctrica a través de las suelas de sus zapatos. Y Judy que estaba al otro extremo del teléfono, sin saber qué hacer. Le resultaba ya imposible seguir pensando en nada razonable. El voltaje estaba comenzando a volverse loco y a bailar su fantástica danza de nuevo y así ya no podía pensar en nada. Finalmente, dijo a su esposa:
—Judy, mira, las cosas no marchan bien, ten cuidado y oye bien lo que te digo. Hay algo fantástico que está ocurriendo. Vete inmediatamente, y pronto, rápidamente, lo más pronto que puedas.
Entonces una nueva idea le asaltó. Judy estaba empaquetando las cosas más precisas del hogar, lo que resultaba evidente al llamar desde la casa. No tendrían que haber vuelto más a la casa y entonces deseó con urgencia salir de allí cuanto antes. Y le gritó:
—¡Judy! ¡Márchate ahora mismo de la casa!
—¿Qué...?
Vaciló un instante; pero tuvo que decirle:
—Judy, las líneas. Como tú decías, hay algo terriblemente equivocado y fantástico en las líneas eléctricas. Judy, no te aproximes a ninguna. No intentes cocinar nada, no utilices ninguna luz, no hagas ninguna llamada telefónica. Limítate a salir de la casa cuanto antes mejor. Dile a Jeff que esto concierne a Stan y a mí. Dile a ella que iremos en cuanto nos sea posible y dile que me llevaré a Stan conmigo. Me lo llevaré aunque tenga que llevármelo a rastras. Pero, ¡sal de ahí inmediatamente! Tienes que hacerlo, tienes que hacerlo ahora mismo, ¿me oyes, Judy?
—Sííí...
—Bien, sé buena chica, acaba con las maletas y márchate inmediatamente. Bueno cariño, te veré tan pronto como me sea posible...
Puso el receptor en su lugar. Donell continuaba gritando.
—Lo oí la última vez, Rick, no pude decírtelo, no podía perder mi trabajo, habrías dicho que estaba loco, no podía decir lo que había oído...
—Por amor de Dios, quítate de en medio. —Pasó y echó mano de nuevo al teléfono. Hizo una llamada a la Estación Ocho. Allí no había nadie. Los ruidos estáticos en la línea resultaban horribles, daba la impresión que gritaba todo un ejército de dementes. Jamás en su vida había percibido semejante ruido estático. Gritó en el aparato:
—¿Hay alguien ahí? Vamos, responda, ¿hay alguien que pueda contestarme?
Creyó haber oído que alguien descolgaba el receptor.
—Stan, ¿eres tú? ¿Estás ahí arriba, en la Estación Ocho?
Se oyó algo parecido a un ronquido, al menos así sonaba en los oídos de Rick. Y una palabra por encima de los sonidos estáticos de la línea telefónica. Aquello sonaba como a «No puedo...» Después dejó de escucharse toda traza de voz humana.
Rick golpeó el teléfono repetidas veces en el interruptor.
—Stan, Stan, ¿estás ahí? Llamo desde la Central Oeste a Estación Ocho..., ¿estás ahí?
La Estación Ocho contestó a su manera. Ambos lo vieron. Comprobaron cómo todos los diales y registradores marcaban la tremenda subida de voltaje que se dirigía a la montaña...
Rick, enfurecido, se lanzó a los controles y tiró del contacto, dejando la línea sin energía alguna, destrozando las conexiones. Después, sin pronunciar una palabra corrió hacia su coche. Existía un atajo pasado Freshet que acortaba la distancia a la montaña; un camino en malas condiciones, que apenas era un sendero de caballerías y carretas de las granjas cercanas. Por allí lanzó el coche, y dando tumbos a punto de romperle los amortiguadores continuó su marcha febril, sin preocuparse de abollar el vehículo ni destrozar los cromados del automóvil contra los peñascos del mal camino.
Cuando llegó a la Estación Ocho las líneas seguían aún con vida. Alguien había autorizado a Donell a volver a ponerlas en funcionamiento. O tal vez lo habrían hecho por sí mismas. Aquello no marcaba ninguna diferencia para Rick. Ni para las pobres gentes que habían llegado hasta allá antes que él.
Durante toda la noche habían estado llegando aquellas pobres gentes, el primero de los ejércitos harapientos... Estaban apiladas alrededor de los colectores, mientras que los transformadores cantaban su misteriosa música. Y alrededor de las paredes, trozos negruzcos como los bichos cogidos en un atrapainsectos y por encima y sobre los cables, como una cosecha de fruta podrida. Debería haber habido un cordón de tropas a todo alrededor de la colina. Era duro decirlo; pero parecía como si los guardias estuviesen en su mayor parte escondidos bajo tierra.
Rick comenzó a reír. Rió con una carcajada salvaje, incontrolada, histérica. Se rió de la Estación Ocho, de la gente, de lo que estaba viendo allí, de lo que había prometido a Jeff. Le dijo que le llevaría a Stan. Si podía llevárselo... Pero no podría hacerlo. No podía moverlo, se habría deshecho en pedazos, estaba demasiado quebradizo y frágil...
Volvió corriendo montaña abajo. Nunca supo cómo llegó al fondo. Tuvo que correr la última milla. Inútil tomar el coche, estaba inservible.
Había una gran tienda almacén de la línea aproximadamente a una milla de la Estación Siete, la construyeron cuando tuvieron que hacer todo el trabajo sobre la colina. Rick tuvo suerte, cuando llegó hasta ella uno de los camiones de la Compañía estaba al exterior. No había nadie a la vista en los alrededores. Abrió la puerta como pudo y cargó lo que quiso en la trasera de la camioneta. Cuando no le cupo más, arrancó y se dirigió hacia Freshet como alma que lleva el diablo. Sólo quería ver a Judy fuera de aquel infierno, comprobar que se había marchado muy lejos de allí.
Condujo con dificultades. Primero, un corte en la carretera formado con enormes troncos que atravesaban el paso. Se dio cuenta de que el ejército se movía tras él. Detuvo la camioneta y un soldado se aproximó. Llevaba una carabina en las manos y tenía todo el aspecto del que está dispuesto a utilizarla. Rick le gritó que era el jefe de mantenimiento de las líneas de Saskeega y que tenía un asunto urgente que hacer. Le mostró su pase y el soldado llamó al sargento.
Cameron creyó que perdía la cabeza. Sabía lo que iba a sucederle más o menos. El sargento se aproximó. Estaba aterrado. Era un individuo de cara abotargada, en donde se leía el miedo desde lejos, casi podía olérsele el pánico que dominaba su ánimo. Hizo un gesto con el pulgar de la mano:
—Vamos, abajo...
En aquel momento, pareció que el propio infierno había abierto sus puertas y comenzaron a oírse gritos y disparos por todas partes. Una columna de gente se aproximaba por la carretera. Los soldados tiraban sobre sus cabezas, intentando hacerla volver. Pero el resultado era totalmente negativo, la gente marchaba y marchaba hacia adelante, como si no oyese nada.
Rick metió una marcha a la camioneta y la disparó hacia adelante. Oyó el golpe que dio el sargento al rodar por el suelo y el estampido de la delantera del vehículo al destrozar los palos entrecruzados ante el vehículo, que saltaren en pedazos, mientras que el vehículo giraba de un lado a otro abollándose en los guardabarros y haciendo saltar el obstáculo interpuesto. Algo parecido al tableteo de una ametralladora sonó tras él, pero a poco, el azul del cielo se abrió frente a él en el parabrisas y el camino apareció despejado de nuevo. Nadie le persiguió, seguramente deberían hallarse demasiado ocupados con la columna que avanzaba.
Rick consiguió al fin llegar. El coche de Jeff estaba a la vista. Detuvo la camioneta y salió. Algo le impulsó a mirar en el garaje. La puerta había saltado, el viejo «Pontiac» de su esposa había desaparecido. Trató de decirse a sí mismo que todo iba bien, que habían tomado el «Pontiac» para irse y que todo estaba conforme, pero no resultó. Sintió miedo. Era como una garra que le atenazase el corazón, hasta que ya no pudiese estar más reducido, ni más frío. Caminó lentamente hacia la casa, murmurando... «Judy..., Judy...». Finalmente llamó fuerte a su esposa.
Nada. Ninguna respuesta. El agua corría en alguna parte del interior, notando además otro ruido. Siguió la dirección apropiada. Provenía de la sala de estar. Entró en ella. Sobre la alfombra estaba tirado un secador del cabello zumbando en solitario con un cable que lo conectaba a un enchufe de la corriente.
Jeff estaba en la cocina. Sentada sobre el fregadero, con la cabeza caída. Cameron la levantó. Una enorme cantidad de sangre aparecía esparcida sobre el fregadero, roja y como un abanico que se extendiese hasta el fondo. Tenía la cara desgarrada desde el cabello hasta la barbilla, como de haber sido arañada profundamente por un gato salvaje de las montañas. Debió aproximarse al fregadero para intentar detener la hemorragia; pero no pudo, la pobre mujer estaba demasiado mal herida... Rick la dejó, no había nada que pudiera hacer por ella en aquellas circunstancias. Permaneció unos instantes de pie, sabiendo que no debería perder la cabeza en aquellos instantes.
Supo lo que había ocurrido y pudo apreciarlo claramente. Judy hizo lo que había dicho, mantenerse alejada de todos los aparatos eléctricos, pero se olvidó del secador. Se había bañado y cambiado y después comenzó a secarse los cabellos, dejando así que hablase la Estación Ocho, manteniendo el motor a la altura de su cara para oírlo más claro. Rick tuvo que haberlo recordado, tuvo que haberle repetido también lo concerniente al secador...
Jeff trató de detenerla. Cuando ella oyó... fuese lo que fuese que pudiera oírse, salió corriendo y sacó el «Pontiac» y Jeff trató de sostenerla y ella le golpeó una y otra vez el rostro hasta destrozárselo... Pero no era Judy quien había hecho aquello, era la Cosa, que ya pertenecía a la Estación Ocho... Y allí fue a donde se dirigió, dejando a Jeff en el suelo y conduciendo el viejo «Pontiac»... Rick pareció enloquecerse... ¡Dios mío! ¡Óyeme! ¡Se ha ido a la Estación Ocho!
Rick debió haber hecho lo que ella dijo. Debería habérsela llevado lejos, ella siempre había tenido pánico de los cables y de las líneas de electricidad, y sin duda sabía que un día se sentiría fatalmente arrastrada hacia ellos.
Se había llevado a Stan, se había llevado a Judy y a todo lo que había querido. Tenía que llevárselo a él también. La Cosa sabía que Rick la odiaba y sabía que él podría matarla. Allí estaría en las alturas, en los vientos de la montaña, satisfecha y perezosa; pero sabía también que tendría que irse porque Rick iría a matarla.
Rick hizo un terrible esfuerzo para concentrarse en lo que tenía que hacer. Sobre la espalda llevaba una caja de detonadores y en la camioneta, al exterior, toda una carga de cartuchos de potentes explosivos. Poner cargas eslabonadas sobre las cabezas de todas las torres de conducción a cada lado de la Estación Ocho y volarlo todo, y después hacer tabla rasa de la propia Estación Ocho, hasta destrozar en moléculas su maldito corazón azul... Pero Rick no iba a hacerlo... Tenía todo dispuesto, lo comprobó cuidadosamente; pero en el fondo sabía que no lo haría. No lo haría, porque tendría que entrar al interior y recoger el cuerpo carbonizado de su amada Judy entre los cables...
Y de repente, se sintió atacado del hechizo.
La Estación Ocho le estaba llamando...
Dio vueltas sobre sí mismo, con las manos en la cabeza. Sentía como si oyera todos los sonidos imaginables. Como una música endemoniada; pero sin ser música. Como el viento entre los árboles. Algo delicioso, encantador, fascinante...
Uggghhhh...
Como Judy...
Pero no le arrastró inmediatamente. Trató de hacerlo; pero no pudo. Tenía que llevarle de un lado a otro, y desviarlo, seguir y desviarse, jugar con él, martirizarle...
Se puso en marcha, dando traspiés como un hombre borracho. Con los detonadores en la mano y las cargas explosivas en la camioneta y el viento en los árboles suspirando, Judy llamándole... y no olvidarse de los detonadores, ni de los explosivos... y hacia arriba... siempre en movimiento. Un levantarse y caer, arrastrándose. Un movimiento que no era movimiento. Moléculas que no eran moléculas, formándose y disolviéndose, burbujeando, formando remolinos...
Y por primera vez, el miedo...