Pájaros lentos
por Ian Watson
Era el primero de mayo, y ese año el festival de patinaje a vela se celebraba en Tuckerton.
A primera hora de la mañana, después de que los árbitros hubieran estado en la llanura de cristal disponiendo banderas rojas alrededor del circuito, nubes en forma de cúmulo empezaron a llenar un cielo anteriormente azul, prometiendo condiciones ideales para el juego de la tarde. Nada de lluvia; así que el cristal no tendría un palmo de agua como el año pasado en Atherton. Ningún reflejo para cegar a los espectadores, como el año anterior a ese, en Buckby. Y una brisa que era vivaz sin llegar a fuerte: perfecta para dar velocidad a las velas de los competidores sin llegar a derribar a la gente, como cuatro años antes en Edgewood cuando se dieron un par de tobillos rotos y numerosas contusiones.
Después de la competición habría un asado de cerdo; o más bien los suculentos frutos de éste, pues el cerdo había estado dando vueltas lentamente en el espetón las últimas treinta y seis horas. Y habría barriles de Oíd Codger Ale para abrir. Pero en aquel momento la mente de Jason Babbidge estaba ocupada básicamente comprobando sus patines para cristal y su excelente vela manual color amarillo azafrán.
Tan alta como un hombre de buena estatura, y de la mejor seda vieja, con sólo un par de parches, la varilla delantera de la vela, de fresno flexible, era curvada por una fuerte cuerda de cáñamo. Jason la estiró pensativo como un arpista, comprobando la tensión. Ya había un buen número de corredores en el cristal, exhibiendo sus pasos para ser aplaudidos. Gente de Tuckerton principalmente…, actuando como si la zona de cristal fuera suya, y la conocieran más íntimamente de lo posible para cualquier visitante. Pero no había ninguna diferencia en el cristal, el mismo que en dirección hacia Atherton.
Daniel, el hermano menor de Jason, silbó apreciativamente cuando un hombre de Tuckerton con seda púrpura ejecutó círculos perfectos a toda velocidad, su vela estremeciéndose al virar.
—¡Jay, mírale!
—¿Qué, Bob Marchant? El año pasado se lució. ¿De qué sirve cansarse antes de que suene el silbato?
Para entonces dos hermanas de Buckby habían salido también, las dos con velas negras, trazando odios una alrededor de otra, evitando el choque por un pelo.
—Venga, Jay —le instó el joven Daniel—. Enséñales.
Participantes de otros pueblos empezaban también a inundar el cristal, pero Jason notó que Max Tarnover estaba no muy lejos, observando las exhibiciones con una sonrisa de sapiencia. El señor Tarnover de Tuckerton, vencedor del año pasado en Atherton a pesar del chaparrón… Siguiendo su ejemplo, y mejorándolo, Jason ignoró lo que sucedía en el cristal y en vez de ello examinó la multitud.
Vio al tío John Babbidge charlando vehementemente con un hombre de Edgewood, junto al lugar donde tocaba la banda; lugar que no era precisamente el más tranquilo para hablar, así que quizás estaban haciendo negocios. Mientras tanto, en el césped más allá de la banda los niños de cinco pueblos zumbaban como moscas del hoopla a los bolos, y de éstos a la tina de salvado y las manzanas en cubos de agua. Y los mayores que no atendían a la banda o a las carreras de práctica o a cualquier otra cosa, como el cotilleo, asaltaban el edificio y sacaban sillas. En el festival habría un millar de personas, y el pueblo, a lo lejos, parecía desierto. Junto al borde del cristal se habían dispuesto alfombras, bancos y mitades de barril para los viejos de Tuckerton.
Mientras la banda dejaba sus instrumentos para tomar aliento después de terminar La danza floral, un balido de pánico cortó el parloteo de muchas voces. Un granjero acababa de inclinarse sobre un pequeño aprisco donde había un cordero casi tan grande como su trasquilada y protestona madre, tras la que se acurrucaba para esconderse y seguir mamando. Riendo, el granjero lo sacó y lo sostuvo por el cuello y las patas traseras para adivinar su peso, y ganar quizás un premio.
Y ahora la madre de Jason se abría paso a través de la multitud, masticando los restos de un pastel.
—¡Mucha suerte, hijo! —sonrió.
—Mamá, ya te lo he dicho —protestó Jason—. Da mala suerte decir «buena suerte».
—¡Oh, que tengas suerte si quieres! De todos modos, ¿qué es la suerte?
Tocó su nuez de Adán como para empujar hacia abajo el último pedazo de carne y patatas, aunque en realidad estaba indicando que en su garganta no había ningún amuleto o ensalmo.
—Supongo que haré mejor moviéndome.
Sacándose las sandalias, Jason se sentó para atarse los patines. Con una ayudita de Daniel se levantó y permaneció con las rodillas tocándose, las hojas cortando la hierba mientras que el chico disponía la vela sobre sus hombros. Jason aferró las tiras de cuero del arco y la verga de la columna.
—Vale. —Movió la vela a uno y otro lado—. Vamos entonces. No saldré volando.
Pero justo cuando iba a descender al cristal, a menos de un centenar de metros de éste apareció un pájaro lento.
Se materializó justo delante de una de las hermanas de Buckby. Incapaz de desviarse, no tuvo otra opción que dejarse caer de espaldas. Llorando de rabia, y quizá dolorida por la caída, se arrastró por debajo del pájaro lento, su vela rota y arrugada sirviéndole de trineo…
Les llamaban pájaros lentos porque volaban por el aire… a la majestuosa velocidad de casi un metro por minuto.
También se parecían un poco a los pájaros, aunque sólo un poco. Sus cuerpos tubulares de metal se redondeaban en la cabeza y terminaban en la cola con una punta provista de aletas, y dos cortas alas hacia la mitad. Pero esas alas nada podían tener que ver con mantener su masa en el aire; la anchura del pájaro era la de un caballo, y su longitud dos veces la de un hombre tendido. Quizás esas alas controlaban la orientación o el equilibrio.
Su color era un gris plateado; aunque éste era sólo el color de su capa externa, hecha de un metal blando como el plomo. Unos centímetros debajo de esa capa, sus tejidos internos eran negros y duros como el acero. La nariz de los pájaros estaba siempre marcada, como mínimo, con unos cuantos arañazos debidos a encuentros con obstáculos a lo largo de los años; los pájaros lentos siempre mantenían el mismo nivel por encima del suelo —el vientre a la altura de los hombros de un ser humano—y se desviaban para evitar grandes edificios o árboles crecidos, limitándose a empujar cualquier otro obstáculo más débil. De ahí provenían los juegos individuales de arañazos. Sin embargo, un modo más fácil de distinguirlos era los graffiti esculpidos en muchos de sus costados: iniciales enmarcadas por corazones, fechas, nombres de lugares, fragmentos de mensajes. Éstos confirmaban ampliamente cuántos pájaros lentos debían de existir en total…, algo de lo que la gente no se habría convencido totalmente de otro modo. Pues nadie podía seguir el rastro de un pájaro lento en concreto. Después de que hubiera aparecido uno; sobre la colina, por una pradera, en mitad de un pastizal o por la calle de un pueblo, volaría lentamente hacia adelante por un espacio de tiempo entre una hora y un día, cubriendo cualquier distancia entre unas decenas de metros y un kilómetro y medio. Y volvería a desvanecerse. Para reaparecer en otro lugar, también de modo impredecible: muy lejos o cerca, quizá mucho después o puede que pronto.
Normalmente, un pájaro se desvanecía para reaparecer de nuevo.
No siempre, sin embargo. Media docena de veces al año, dentro de los confines particulares de la isla, un pájaro lento llegaba al final de su viaje.
Se autodestruía, y todo el terreno que le rodeaba en un radio de unos cinco kilómetros, fundiendo instantáneamente el paisaje en una capa de vidrio. Una capa plana y circular de vidrio. Una zona limitada y polarizada de aniquilación. A unos metros fuera del borde una persona podía escapar intacta, sólo ensordecida y temporalmente deslumbrada.
Hasta el momento ningún pájaro lento había explotado encima de una capa de cristal anterior. Consecuentemente, muchos pueblos y aldeas se aferraban a las fronteras de lo que ya había sido destruido, y nuevas de una llanura de cristal reciente harían brotar allí granjas y viviendas. Aun así, la mayoría de la gente permanecía llena de fatalismo en las viejas ciudades históricas. Asumían que ningún pájaro lento explotaría en ellas durante sus vidas. Y si lo hacía, ¿de qué iban a enterarse? A menos que el cristal meramente partiera en dos una ciudad…, en cuyo caso, terminado el llanto y el luto, los ciudadanos restantes podían relajarse y sentirse en seguridad.
Cierto, a largo plazo el país entero de costa a costa y de norte a sur no sería sino una capa sólida de cristal. O quizá sería meramente un tablero de ajedrez, de círculos tocando a círculos; un mosaico de cristal. ¿Qué habría en medio? Pedazos de polvo desértico, si el clima se hacía más seco a causa de los reflejos del cristal. O agua encharcada, tierra de pantanos. Pero ese día estaba aún muy lejos: a un centenar de años, doscientos, trescientos. Así que la gente no se preocupaba demasiado. Habían estado acostumbrados a esto toda su vida, y sus padres antes que ellos. Quizás un día los pájaros lentos dejarían de llegar. Y de venir. Y de explotar. Igual que una vez empezaron, de repente. Cierto, la situación era la misma, en todos los aspectos, en cualquier lugar del mundo. Sólo los mares estaban libres de pájaros lentos. Así que quizá la raza humana tendría algún día que vivir en balsas. Aunque, para entonces, ¿con qué las construirían? Mientras tanto, la gente se las arreglaba; y la mayoría hacía mucho que había dejado de preguntarse el porqué. Pues no había respuesta alguna.
La hermana de la muchacha la ayudó a levantarse. Parecía que no se había roto ningún hueso. Sólo la dignidad herida; y su vela.
Los demás patinadores se habían detenido a los costados y contemplaban con resentimiento al pájaro lento surgido entre ellos. Su vientre y sus flancos estaban casi desnudos de graffiti; viéndolo, un grupo de jóvenes corrió hacia el cristal, aferrando cortaplumas, clavos oxidados y objetos parecidos. Pero un árbitro les indicó irritadamente que retrocedieran.
—¡Fuera! ¡Largo de aquí! —Su mirada pareció centrarse en Jason y, por un instante de fatuidad, Jason imaginó que era a él a quien iba a apelar el árbitro; pero el hombre dijo—: ¡Señor Tarnover! —en vez de ello, y Max Tarnover se acercó anadeando y se deslizó luego sobre el cristal para conferenciar.
Finalmente el árbitro ahuecó las manos.
—Retrasamos la salida media hora —gritó—. Lo justo es lo justo: la señorita debe tener la oportunidad de arreglar su vela, visto que no fue culpa suya.
Jason percibió un pequeño gesto de diversión en el rostro de Tarnover; pues ahora los demás competidores deberían seguir dando vueltas y cansándose con un entrenamiento extra que ninguno de ellos necesitaba, o bien deberían desfilar fuera del cristal para una pausa perdiendo cierta ventaja psicológica. De hecho, casi todos optaron por un descanso y algún refresco.
—¡Vaya suerte! —resopló la señora Babbidge, mientras Max Tarnover se les acercaba ruidosamente.
Tarnover se detuvo junto a Jason.
—Francamente, yo diría que su vela está arruinada —le confío—. Pero ¿qué se puede hacer? De lo contrario, todos los de Buckby habrían estado dando la lata. «Oh, ella podría haber ganado. Si hubiera tenido diez minutos para arreglarla.» Ese maldito pedazo de metal entrometido. —Tarnover paseó una mirada señorial sobre la vela de Jason—. ¿De qué sirve la habilidad entonces?
Daniel Babbidge miró a Tarnover con una mezcla de adoración al héroe y camaradería hostil con su hermano. Jason se limitó a asentir y dijo:
—Es lo justo.
No estaba seguro de si Tarnover actuaba con generosidad… o con una arrogancia despectiva. ¿O acaso esa confidencia significaba que Tarnover veía en Jason a un rival válido para la ponchera de plata de la competición de este año?
Obviamente, al joven Daniel la respuesta de Jason no le pareció adecuada.
—Entonces, ¿dónde cree usted que van los pájaros, señor Tarnover, cuando no están aquí? —dijo con voz aflautada.
Una buena pregunta: absolutamente imposible de responder, pero Max Tarnover se sentiría probablemente obligado a ofrecer una respuesta aunque sólo fuera para mantener su pose de sabiduría mundana. Jason sintió más simpatía por su hermano, en tanto que la señora Babbidge, entendiendo el dilema, empujó suavemente al chico.
—No malgastes el tiempo del señor Tarnover. Seguro que en todos sus días de vida, no ha pensado en ello ni un momento.
—Oh, sí que lo he pensado —dijo Tarnover.
—¿Bien? —insistió el chico.
—Bien…, puede que no vayan a ninguna parte. La señora Babbidge rió, y Tarnover se ruborizó.
—Lo que quiero decir es que quizá dejan de estar en un sitio y, de pronto, están en el lugar siguiente.
—¡Si se pudiera patinar así! —rió Jason—. Algo lento, de todos modos… Todos te rebasarían en el último instante.
—Tienen que ir a algún sitio —dijo tozudamente el joven Dan—. Quizás es un lugar que no podemos ver. Otra especie de sitio, con otra gente. Quizá son ellos los que construyen los pájaros.
—Mira, cara pecosa, los pájaros no vienen de Russ, o de Menea, o de ningún otro sitio. Así que, ¿dónde está ese otro lugar?
—Puede que aquí mismo, sólo que no podemos verlo.
—Y quizá los cerdos tienen alas —Tarnover desvió la mirada disponiéndose a marchar hacia el puesto de la sidra y el licor de peras pero la señora Babbidge se interpuso hábilmente.
—Oh, en cuanto a eso, estoy segura de que nuestra cerda Betsey no podría volar, con alas o sin ellas. Colgar en el aire de ese modo, y con tanto peso.
—¿Ha pesado algún pájaro recientemente?
—Parecen pesados, señor Tarnover.
Tarnover no lograba rebasar del todo a la señora Babbidge, obstaculizado por su vela. Se limitó a mirar a lo lejos, murmurando: «Si no tenemos nada inteligente que decir sobre ellos, en mi opinión lo mejor es cerrar la boca.»
—Pero eso no es lo mejor —protestó Daniel—. Están destrozando el mundo. Pedazo a pedazo. Como si estuvieran en guerra con nosotros.
Jason se sintió humorísticamente inventivo.
—Quizá sea eso. Puede que esas otras personas de Dan estén en guerra con nosotros… sólo que se olvidaron de mencionarlo. Y cuando nos hayan convertido a todos en cristal, vendrán aquí para las vacaciones. Y patinarán felizmente para siempre jamás.
—Una guerra condenadamente larga, si de eso se trata —gruñó Tarnover—. Ahora ya lleva un siglo.
—Quizá por eso los pájaros vuelan tan lentamente —dijo Daniel—. ¿Y si un año nuestro es como una hora para esa gente? Por eso los pájaros no se caen. No tienen tiempo.
La expresión de Tarnover era casi salvaje.
—¿Y si los pájaros vienen sólo para castigar nuestros pecados? ¿Y si son sencillamente una prueba milagrosa…
—… de que el Señor se preocupa de nosotros? ¿Y que un día nos perdonará? Oh, santo cielo —y la señora Babbidge resplandecía—, ¿no será usted uno de ellos? Un muchacho brillante como usted. Yo ni siquiera pongo velas en las ventanas y ya no hago nudos en las sábanas para alejar a los pájaros —revolvió la mata de cabello pelirrojo de su hijo—. Todos nos morimos más pronto o más tarde, Dan. Ya te acostumbrarás a eso cuando hayas crecido. Cuando es hora de morir, es hora de morir.
Tarnover parecía furiosamente vencido; aunque también el joven Daniel parecía disgustado de un modo distinto.
—¡Y cuando estás sediento, es hora de beber! —Espiando una abertura, y su oportunidad, Tarnover se deslizó rápidamente rodeando a la señora Babbidge y se alejó. Ella rió mientras le veía marcharse.
—¡Eso le ha arrugado un poco la vela!
Cuarenta participantes más, aparte de Jason y Tarnover, se congregaron entre las banderas de salida. Aunque no la muchacha que había caído; pese a todos sus esfuerzos estaba fuera de la carrera, y se quedó sentada mirando desganadamente.
Entonces el árbitro de Tuckerton tocó su silbato, y partieron.
El recorrido tenía la forma de una hoja alargada. Primero se curvaba suavemente alrededor del borde del cristal durante algo más de un kilómetro, torcía después dando media vuelta y volvía directamente hacia Tuckerton. Al final de la recta, otro brusco semicírculo volvía a traerlo a la línea de salida, y de llegada. Había que patinar a vela un total de tres circuitos antes de que sonara el silbato de la victoria. Más que eso, y el lapso entre los líderes y los rezagados podría inducir a confusión.
En la primera vuelta Jason precedía al resto, y toda su práctica desde el año pasado rendía sus frutos. Sus patines corrían sobre el cristal. La brisa le impulsaba convincentemente. Mientras rodeaba el final de la hoja, haciendo girar su vela en otra dirección, vio a Max Tarnover manteniéndose en cuarto lugar. Determinado a incrementar la ventaja, Jason se inclinó tan cerca de la bandera en la entrada a la recta que casi la derribó. Compensando, se portó mal en la recta, perdiendo unos metros. Cuando Jason pasó sobre la línea de llegada, vitoreado por los aldeanos de Atherton, Tarnover se hallaba en tercera posición; aunque no se esforzaba demasiado por avanzar. Jason se dio cuenta de que Tarnover le estaba dejando llevar el paso, sencillamente.
Pero una carrera de patín a vela no es lo mismo que una carrera a pie, donde el escapado generalmente acaba quedándose atrás. Jason se esforzó más. Pero al cruzar la línea por segunda vez, Tarnover se hallaba a unos veinte metros detrás, moviéndose sin esfuerzo aparente como si él, su vela, el viento y el cristal fueran uno. Percibiendo la mirada de Jason, Tarnover sonrió y apretó un poco la velocidad para impulsarle a esfuerzos aún mayores. Y al entrar en el tercer circuito Jason percibió también el progreso del pájaro lento, a su izquierda, ahora a medio camino entre la larga curva y la recta, dirigiéndose hacia Edgewood. Incluso los rezagados podrían recorrer la recta final antes de que la cosa se interpusiera en su camino, calculó.
Esta breve distracción fue un error: Tarnover se hallaba ahora aún más cerca detrás de él, su vela inclinada en un ángulo que debía hacer que las muñecas le dolieran. Estaba ya deslizándose a un lado para rebasar a Jason. Y en ese momento Jason vio cómo podía ganar: dejando que Tarnover pensara que estaba empujando a Jason más allá de sus capacidades… de modo que Tarnover se engañara cansándose él mismo demasiado pronto.
—¡No puedes cogerme! —le dijo Jason al viento, suponiendo que Tarnover malinterpretaría esto como una bravata y asumiría que Jason no preveía realmente las cosas. Al mismo tiempo Jason añojo ligeramente el paso, esperando que su rival no lo notaría, ya que ello contradecía su propia fanfarronada. Intentando parecer asustado, dejó que Tarnover ganara terreno… y vio cómo Tamover seguía aferrando fuertemente su vela aunque él se movía un poco más despacio que antes. Sin darse cuenta, Tarnover se hallaba en mal ángulo; estaba haciendo actuar su muñeca innecesariamente.
Ahora Tarnover llevaba la delantera. Inmediatamente, toda la presión psicológica desapareció de Jason. Con facilidad y gracia, se mantuvo a unos metros por detrás, justo donde podía beneficiarse del «ojo» del aire en la estela de Tarnover. Y así permaneció hasta la mitad de la recta final, sintiéndose como un aguilucho colgado en el cielo con un mero guiño de las alas antes de lanzarse en picado.
Se contuvo; aguantó. Entonces, cambiando de pronto la inclinación de su vela, se lanzó…, de nuevo hacia la delantera.
Era un error. Había sido un error todo el tiempo. Pues mientras Jason le rabasaba, Tarnover se río. Sacudiendo su vela marrón y naranja de seda con una inclinación más sencilla y eficiente, Tarnover empezó a mover las piernas, patinando como un demonio. Estaba ya de nuevo en la delantera. Por diez metros. Por veinte. Y entraba en la curva final.
Mientras Jason intentaba alcanzarle en el breve tiempo que restaba, supo cómo había sido engañado; aunque el conocimiento llegaba demasiado tarde. Tan inteligentemente había fijado Tarnover la mente de Jason en la posición de las velas, manteniendo la suya de aquel modo —un modo que, también, creaba aquel conveniente ojo de aire—que Jason había descuidado completamente la contribución de sus piernas y patines, tomándola por garantizada, fracasando en vigilarla de un momento a otro. Le costó sólo unos instantes recobrarse y empezar a mover sus propias piernas, pero esos escasos momentos fueron fatales. Jason cruzó la Línea final unos metros por detrás del vencedor del año pasado; que era también el vencedor de este año.
Mientras se deslizaba hasta frenar, apenado y amargado, Jason fue muy consciente de que era él quien debía perder con gracia antes que permitirle a Tarnover que se apoderara también de esa ventaja.
Le llamó, lo bastante alto para que todos le oyeran:
—Magnífico, Max! ¡Un patinar espléndido! Realmente me cogiste ahí. Tarnover sonrió en beneficio de todos los espectadores.
—Qué familia tan ruidosa sois los Babbidge —dijo suavemente; y se alejó patinando para que se le ofreciera de nuevo la ponchera de plata.
Mucho después, por la tarde, lleno de cerdo asado e inundado de Old Codger Ale, Jason agitaba una jarra de cerveza vacía mientras hablaba con Bob Marchant en medio de una muchedumbre ruidosa. Bob, el que se había caído tan espectacularmente el año pasado. Quizá por eso este año había patinado como sin confianza, terminando entre los rezagados.
El cielo estaba densamente nublado, y también la luz diurna declinaba. Pronto debería empezar la vuelta a casa.
Uno de los compañeros de patinaje y bebida de Atherton, Sam Partridge, se abrió paso por entre la multitud.
—¡Jay! Ese hermano tuyo está en el cristal. Se las ha arreglado para subirse al pájaro. Lo está montando.
—¿Qué?
Jason recobró rápidamente la sobriedad y siguió a Partridge con Bob Marchant detrás.
Y así era, a unos doscientos metros de distancia en el crepúsculo Daniel estaba montado a horcajadas sobre el pájaro lento. Su cabello rojizo era inconfundible. Pero entonces muchas otras personas empezaban a darse cuenta y le señalaban. Hubo algunos vítores dispersos, y unas cuantas protestas irritadas.
Jason aferró el brazo de Partridge.
—Alguien debe haberle ayudado a subir. ¿Quién fue?
—No tengo ni la menor idea. Ese chico necesitaba una buena azotaina.
—¡Daniel Babbidge¡ —La señora Babbidge le estaba llamando desde cerca. También ella lo había visto. Avanzó precavidamente sobre el cristal, temiendo perder el equilibrio.
Jason y los que le acompañaban pronto estuvieron junto a ella.
—Todo anda bien, Mamá —la tranquilizó—. Cogeré a ese tunante. Cortésmente Bob Marchant le ofreció su brazo y escoltó a la señora Babbidge de vuelta al terreno normal. Jason y Partridge avanzaron, poniendo bien planos los pies, sobre la superficie vitrificada acompañados, como mínimo, por una docena de espectadores curiosos.
—¿Vio alguien al que le ayudó a subir? —les preguntó Jason. Nadie admitió haberlo visto.
Cuando el grupo se hallaba a una buena veintena de metros del pájaro, todos se detuvieron excepto Jason. Avanzando en solitario, Jason bajó la voz para que sólo el chico le oyera.
—Déjate caer —le ordenó con severidad—. Yo te cogeré. Buenos nos has dejado, a tu madre y a mí.
—No —susurró Daniel. Se agarró más fuertemente, las manos desplegadas como ventosas, las rodillas apretando los flancos del pájaro como si fuera un jockey—. Voy a ver a donde va.
—¿Va? Infiernos, no pienso malgastar el tiempo discutiendo. ¡Baja! —Jason agarró un tobillo y tiró, pero su acción sólo sirvió para acercarle al pájaro. Junto al pie de Dan había grabado un corazón con las iniciales «ZB» y «EF» entrelazadas. Volviéndose, Jason gritó —¡dadme una mano, pandilla! ¡Que venga alguien para auparme!
Nadie se ofreció voluntario, ni siquiera Partridge.
—¡No va a morderos! No pasa nada por tocarlo. Cualquier chico lo sabe —irritado, retrocedió andando con los pies planos hacia ellos—. Maldita sea, Sam.
Por fin Partridge avanzó torpemente, y una pareja de los demás también. Pero se detuvieron, boquiabiertos. Su expresión asombró a Jason por un momento… hasta que Sam Partridge hizo un gesto; hasta que Jason giró en redondo.
El aire detrás de él estaba vacío.
El pájaro lento había partido repentinamente. Llevándose a su jinete con él.
Media hora después sólo los visitantes de Atherton y sus anfitriones permanecían sobre el césped de Tuckerton. Los contingentes de Buckby, Edgewood y Hopperton habían partido hacia sus hogares. Tío John seguía consolando a una lloriqueante señora Babbidge. La mayoría de rostros en la multitud circundante parecía simpatizar con ella, aunque había también cierto aire de resentimiento entre alguna gente de Tuckerton porque la travesura de un muchado hubiera arrojado esta sombra negra sobre su festival del Primero de Mayo.
Jason contempló ferozmente a los mirones.
—¿Nadie vio al que ayudó a mi hermano a subir? —gritó—. No pudo hacerlo solo, ¿verdad? ¿Dónde está Max Tarnover? ¿Dónde está?
—¿No estará acusando al señor Tarnover por casualidad? —gruñó un corpulento granjero con una gran verruga en la mejilla—. ¡Uvas rancias, señor Babbidge! A eso me suena, a uvas rancias, y aquí no nos gusta ese sabor.
—¿Dónde está, maldita sea?
Tío John puso una mano en el brazo de su sobrino.
—Jason, chico. Calla. Esto no ayuda a tu Mamá.
Pero en ese momento la multitud se apartó y Tarnover apareció andando como si nada, sosteniendo aún la ponchera de plata que había ganado.
—¿Bueno, señor Babbidge? —inquirió—. Di que deseaba cambiar unas palabras conmigo.
—¿Vio quién ayudó a mi hermano a subirse a ese pájaro? Bien, ¿lo vio? No lo vi —replicó Tarnover fríamente.
Jason se dio cuenta enseguida de que había sido la pregunta equivocada. Pues si Tarnover lo había hecho, ¿cómo era posible que se hubiera visto a sí mismo?
—Entonces usted…
—Eh, eh —objetó el mismo granjero—. Le ha preguntado, y ya ha tenido su respuesta.
—Y supongo que también su hermano ha tenido la suya —dijo Tarnover—. Espero que esté bien satisfecho con ella. Naturalmente, le ofrezco mi más sincera simpatía, de todo corazón, a la señora Babbidge. Si es que el chico ha sufrido algún daño. Porque de eso no podemos estar seguros, ¿verdad?
¡Por supuesto que no!
Jason se tensó, y Tío John apretó su abrazo.
—No, muchacho. Es inútil.
El paseo de vuelta a casa ese anochecer fue triste y silencioso para los tres Babbidge que aún quedaban, aunque algunos habitantes de Atherton les seguían cantando, felices y bastante ebrios. De vez en cuando Jason buscaba con la mirada a Sam Partridge, pero Sam Partridge parecía evitar con éxito tales miradas.
Al día siguiente, el dos de mayo, la señora Babbidge intentó animarse y lo declaró «día de limpieza»; lo que significaba un día para disponer de todas las ropas de Daniel, los libros infantiles y los viejos juguetes con todo cariño antes de ponerlos a un lado para no verlos más. A Jason le mandó a su trabajo en el aserradero, con una buena bronca por dar vueltas a su alrededor como un sabueso apaleado.
Y ese día, mientras Jason trabajaba desbastando planchas, los mismos pensamientos avergonzados, irritados y llenos de frustración patinaban una y otra vez en el mismo circuito por su cabeza.
—Para mi es un asesino… No se le da un cuchillo a un bebé para que juegue con él. Después estaba tan fresco como un pepino. No estaba alterado, no. Presuntuoso…
¿Pero qué podía hacerse al respecto? El pájaro podría haberse quedado por ahí durante horas. Sólo que no lo había hecho…
¿Preparar una búsqueda para encontrar a Daniel? ¿Pero cómo? ¿Y dónde? Los pájaros iban sin rumbo. Aquí, allá, por todas partes. Sin ninguna razón ni armonía. ¡Qué búsqueda tan inútil sería!
Una búsqueda para probar que Dan estaba vivo. Y si estaba vivo, entonces Tarnover no le había matado.
—Para mí es un asesino…
Los pensamientos de Jason giraban impotentes en círculo. Era como patinar con los dos pies atados.
Tres días después se divisó un pájaro lento en dirección de Edgewood. Jim Mitchum, el que ponía los tejados en Edgewood, buscó a Jason en el aserradero para traerle las noticias. De todos modos, tenía que venir a un trabajo.
Sin duda su visita fue un acto de bondad, pero llenó a Jason de culpa tanto como le levantó la moral. Pues ahora estaba obligado a ir y ver por sí mismo, cuando obviamente no había nada que descubrir. Dejando las herramientas, se fue apresuradamente a casa para recoger sus patines y su vela, y dirigirse velozmente por el cristal hacia Edgewood.
El pájaro seguía allí; pero era un pájaro distinto. No había ningún corazón grabado con las iniciales amorosas entrelazadas, «ZB» y «EF».
Y cuatro días después de eso, llegaron noticias de Buckby sobre un pájaro divisado a unos cuantos kilómetros al oeste de la aldea, en el camino principal hacia Harborough. Esta vez Jason pidió prestado un caballo y fue en él. Pero la noticia había llegado tarde; el pájaro había volado un día antes. Con todo, se sintió obligado a registrar el área donde le habían avistado en busca de un cuerpo caído o cualquier otra señal.
Y la semana siguiente a ésa un pájaro apareció a sólo un kilómetro y medio de la misma Atherton; éste desapareció justo cuando Jason llegaba al lugar…
Una noche Jason fue a la Gavilla de Trigo. Hacía varías semanas, de hecho, desde la última vez que había estado en la taberna; ahora pretendía emborracharse en el largo mostrador bajo los caballos de latón.
Sam Partridge, Ned Darrow y Frank Yardley estaban allí bebiendo; y una hora o así después Ned Darrow le ofrecía consejos empapados en cerveza.
—Mira, Jay, ¿de qué sirve lanzarse de cabeza cada vez que alguien ve uno de esos puñeteros pájaros? Sigue con eso y te convertirás en un puñetero tonto. ¿Y si un pájaro aparece en Tuckerton? Tiene que suceder más tarde o más temprano. ¿Saldrás corriendo hacia allí también, con la lengua fuera?
—Llevas todo este tiempo abandonando el trabajo —dijo Frank Yardley—. Acabarás perdiéndolo. Sigue viviendo, ése es mi consejo.
—No sé que decir —habló inesperadamente Sam Partridge—. A mí me parece que un hombre debería conseguir su revancha. Suponiendo que Tarnover le hiciera la guarrada a los Babbidge…
—¿Qué hay que suponer ahí? —interrumpió irritadamente Jason.
—Tranquilo, Jay. Iba a decir que los Babbidge son gente de Atherton. Así que nos hizo la guarrada a todos nosotros, ¿correcto?
—Gracias a que cierta gente fue bastante lenta para ayudar. San se ruborizó.
—Ahora no empieces a atacar a todo el mundo a diestro y siniestro. Nadie es perfecto. Limítate a recordar quienes son tus verdaderos amigos, eso es todo.
—Oh, lo recordaré, no temas.
Una cosa llevó a otra, y Jason tenía resaca a la mañana siguiente.
Por la tarde, Ned golpeó la puerta de los Babbidge.
—Pájaro en el cristal, Sam dice que te avise —anunció—. ¿Vamos a dar una vuelta para verlo?
—Me parece recordar que la noche pasada dijiste que estaba perdiendo el tiempo.
—Sí, corriendo por todo el país. Pero éste será sólo una vuelta. Además hace una tarde preciosa. Claro que si no quieres tomarte la molestia… Después nos podemos tomar unas jarras en la Gavilla de Trigo.
Los chicos debían haberle echado realmente de menos las últimas semanas. Rápidamente, Jason recogió sus patines y su vela.
—Pero ¿y tu cena? —preguntó su madre—. Estofado de cabeza de cordero.
—Oh, se guardará, ¿verdad? Podría tomarme un pastel o dos en la Gavilla de Trigo.
—Es mejor que salgas y te diviertas —dijo ella—. Me parece muy bien. Tengo cosas que remendar.
Veinte minutos después, Jason, Sam y Ned patinaban a unos tres kilómetros en el interior del cristal. El cielo tenía un color escarlata y capas de estratos, y un claro río dorado corría a lo largo del horizonte: mal tiempo mañana, pero un atardecer glorioso. La extensión vítrea ondulaba con reflejos rojos y dorados: un lago de sangre, fuego y metal fundido. Al principio no vieron al otro patinador a vela solitario, ni él a ellos, hasta que se hallaron muy cerca del pájaro lento.
San lo percibió primero.
—¿Quién es ése?
La otra vela era marrón y naranja. Jason la reconoció fácilmente.
—¡Es Tarnover!
—Entonces, ahora es tu oportunidad de descubrirlo —dijo Ned.
—¿Te refieres a eso? Ned sonrió.
—¿Por qué no? Podría ser divertido. Cojámosle.
Moviendo las piernas, los tres patinadores a vela se dividieron para rodear a Tarnover… que les espiaba y empezó a desviarse. Pero lo hizo demasiado bruscamente. O quizá había corrido hasta un charco de agua en el cristal. Para alegría de Jason, Max Tarnover, campeón de los cinco pueblos, resbaló.
Le cogieron. Hecho esto, no hacía falta la fuerza de un buey para impedirle a un patinador que se moviera, por mucho que luchara y diera patadas. Pero Jason golpeó a Tarnover la mandíbula, dejándole sin sentido.
—¿Para qué infiernos haces eso? —preguntó Sam, suavizando la caída de Tarnover sobre el cristal.
—¿De qué otro modo le subimos al pájaro? Sam miró a Jason y luego asintió lentamente.
Izar un cuerpo pesado e inerte sobre un objeto que se movía lentamente y estando de pie sobre una superficie resbaladiza no resultó ser la más sencilla de las operaciones; sin embargo, después de quitarse los patines lo consiguieron. Antes de que transcurriera mucho rato, Tarnover yacía desparramado e inmóvil, las piernas colgando. Con su navaja de bolsillo Jason cortó rápidamente la cuerda de cáñamo de la vela de Tarnover y le ató los tobillos, apretando fuertemente el lazo por debajo del pájaro.
Tarnover se despertó al fin, y luchó aturdidamente por incorporarse. Gimió, se movió hacia los costados, recobró el equilibrio.
—¿Babbidge… Partridge, Ned Darrow…? ¿Qué diablos estáis haciendo?
Jason se puso las manos en las caderas.
—Oh, sólo estamos haciendo una pequeña travesura, la misma que le hiciste a mi hermano Dan. El cual ahora anda perdido; puede que para siempre, gracias a ti.
—Yo nunca…
—Admítelo, y puede que te bajemos.
—Y puede que no —dijo Ned—. No hasta que cierre la Gavilla de Trigo. Pero mira el lado bueno: puede que lo hagamos.
Las piernas de Tarnover se removieron mientras probaba las ligaduras. Se encogió.
—Con toda honestidad, no quería hacerle daño a tu hermano. Sam lanzó una risita.
—Y nosotros a ti tampoco. No es culpa nuestra si un pájaro decide salir volando. De todos modos, sólo has estado aquí una hora más o menos. Podría ser fácilmente toda la noche. ¿Correcto, chicos?
—Correcto —dijo Ned—. Y yo tengo sed. ¿Una carrerita? ¿El último paga?
—Ha admitido que lo hizo —dijo Jason—. Le habéis oído.
—Mira, sinceramente siento mucho si…
—Cállate —dijo Sam—. Puedes cocerte un poco, visto cómo has hecho cocerse a los Babbidge. Puedes ir pensando cuánto lo sientes en realidad.
Partridge enderezó su vela.
No era así exactamente como Jason había visualizado su venganza. Esto parecía casi un anticlímax. Pero, sin duda, para Tarnover era lo bastante serio. El campeón sudaba ligeramente… Jason enderezó también su vela. Por fin, los hombres se alejaron patinando… para detenerse, por un acuerdo silencioso, a medio kilómetro de distancia. Volvieron la vista hacia la pequeña silueta de Tarnover sobre su montura metálica.
—Si fuera yo —observó Sam—, me iría deslizando hasta caer por la parte frontal… Te escocería un poco, pero ése es el modo de hacerlo.
—No hace falta regresar, realmente —dijo Ned—. Eh, ¿qué está intentando?
La silueta se había agachado. Quizá Tarnover se había aterrorizado y no pensaba claramente, pero parecía como si estuviera tratando de inclinarse lo bastante como para desatar el nudo inferior, o liberar uno de sus tobillos. De pronto la figura distante quedó invertida. Giró alrededor del pájaro, y la cabeza de Tarnover y su pecho quedaron colgando del revés, con los brazos agitándose. O quizá Tarnover había esperado que la cuerda se rompería bajo su peso; pero no lo hizo. Y una vez atascado en esa posición no había forma de que pudiera volver a ponerse recto, o hacer algo jara irse moviendo centímetro a centímetro hacia la parte delantera del pájaro.
Ned silbó.
—Ahora sí que se ha hecho un lío, de veras. El muy puñetero se ha crucificado.
Jason vaciló antes de hablar:
—¿Quizá deberíamos volver? Quiero decir, un hombre puede morirse colgando cabeza abajo demasiado tiempo… ¿No?
De pronto todo el episodio parecía suciamente insatisfactorio.
—¿Regresar? —Sam Partridge casi k gruñó—. Anoche el bocazas eras tú. ¿Y de quién fue la idea de atarle al pájaro? Querías darle una lección, y se la estás dando. Sólo intentamos ayudarte, Jay.
—Sí, aprecio eso.
—Hiciste mucho ruido con eso. No se va a marchitar como un ramo de flores en el tiempo que tardemos en tragarnos un par de pintas.
Y así fue como se alejaron patinando, de vuelta a la Gavilla de Trigo en Atherton.
A las diez y media, un poco más desaliñados, los tres salieron de la taberna a la calle Sheaf. Un cuarto de luna aparecía y desaparecía por los claros del cielo nuboso, arrojando una luz escasa.
—Me voy a la cama —dijo Sam—. Que ese idiota se retuerza hasta soltarse.
—¿Ya quién le importa si no se suelta? —dijo Ned—. De ese modo, nadie lo sabrá. ¿Quién desea un enemigo para toda la vida? ¿Lo deseas tú, Jay? Así puedes seguir con tus cosas. Puede que Tarnover traiga de vuelta a tu hermano del lugar donde quiera que se encuentre.
Poniéndose la vela al hombro y balanceando sus patines, Ned se alejó por la calle Sheaf.
—Pero… —dijo Jason. Se sentía como si se hubiera metido en un muladar. Todo lo sucedido apestaba a sordidez. El recuerdo de Tarnover colgando cabeza abajo le había deprimido.
—¿Pero qué? —dijo Sam.
Jason fingió bostezar aparatosamente.
—Nada. Hasta la vista. Y se dirigió hacia su casa.
Pero apenas estuvo fuera de la visión de Sam se deslizó por Butcher's Row en dirección del cristal, solo.
Estaba oscuro allí, sin estrellas y sólo un atisbo ocasional de luz de luna, pero la brisa era constante y no había nada con que tropezar en el cristal. El pájaro no se habría movido más de un centenar de metros. Jason viajó a buena velocidad.
El pájaro lento seguía allí. Pero Tarnover no estaba con él; su vientre estaba libre de todo hombre colgado.
Mientras Jason detenía su patinar, para mirar más de cerca, unas figuras se alzaron de la oscuridad donde habían estado, tendidas sobre el cristal, cubiertas por sus velas. Seis figuras. Ocho. Nueve. Todas habían estado acechando a unos doscientos o trescientos metros del pájaro, aunque no demasiado cerca… y ninguna en dirección de Atherton. Habían dejado abierto un ancho pasillo; que ahora estaban cerrando.
Los hombres de Tuckerton avanzaron hacia él y Jason permaneció inmóvil, sabiendo que no tenía ninguna oportunidad.
Max Tarnover se acercó patinando, acompañado por el mismo granjero corpulento de la verruga.
—Regresé por ti —empezó a decir Jason. El granjero habló, pero no a Jason.
—¿De verás? Eso es muy noble por tu parte. Podría haberse ahorrado el tiempo, con Tim Earnshaw pasando casualmente por aquí… cuando el señor Tarnover llevaba largo tiempo ausente. Así que, ¿qué vamos a hacer con él, eh?
—Ojo por ojo, diría yo —habló otra voz.
—Dejadle marchar y que busque a su hermano pequeño —ofreció un tercero—. En vez de mandar a otros para que le hagan los recados. Vaya cara.
Tarnover no dijo nada; se limitó a permanecer inmóvil y silencioso en la noche.
Así que, finalmente, Jason fue subido a la espalda del pájaro y le ataron fuertemente los pies por debajo de él. Pero también le ataron las muñecas, y por si acaso la cuerda fue unida a través de su cinturón.
En unos cuantos minutos todos los patinadores se habían alejado velozmente hacia Tuckerton.
Jason se sentó. Recordando las palabras de Sam intentó reptar hacia adelante, pero con las dos manos unidas a la cintura eso resultaba imposible; no podía agarrarse lo bastante. Además, tenía miedo de perder el equilibrio como le había pasado a Tarnover.
Permaneció sentado y pensó en su madre. Quizá empezara a alarmarse cuando no regresara a casa. Quizá saldría y despertaría al Tío John… Y quizá ya se había metido en la cama.
Pero puede que se despertara por la noche, echara una mirada a su cuarto y enviara ayuda. Con una concentración feroz intentó proyectar pensamientos e imágenes de sí mismo hacia ella, a tres kilómetros de distancia.
Pasó una hora, luego dos; o eso supuso por el movimiento de la luna creciente. Deseó poder dejarse caer hacia delante y dormir. Puede que fuera lo mejor, entonces no se enteraría de nada. Se notaba aún lo bastante bebido como para adormilarse, incluso con la cara apretada contra el metal Pero en su sueño podría resbalar fácilmente hacia un lado u otro.
¿Cómo podría sobrevivir su madre a una doble pérdida? Le parecía como si una maldición hubiera caído sobre la familia Babbidge. Pero, naturalmente, esa maldición tenía un nombre humano; y el nombre era Max Tarnover. Así pues, durante un rato, Jason le maldijo, e imaginó cobrar venganza por todos los habitantes de Atherton. Una deuda de sangre. Chalets ardiendo. Quizá una violación. Incluso muertes. Nunca otro festival del Primero de Mayo.
¿Pero hablarían Sam y Ned? ¿Y acaso la gente de Atherton estaría lo bastante indignada, lo bastante decidida a destruir la armonía de cinco aldeas en un mundo donde las demás cosas eran tan inseguras? En particular cuando ciertas personas, no muy dispuestas a simpatizar, podrían decir que Jason, Sam y Ned lo habían empezado todo.
Jason estaba tan absorto imaginando una contienda futura entre Atherton y Tuckerton que casi había olvidado que estaba montando un pájaro lento. No había sensación alguna de movimiento, ningún sentido de ir a alguna parte. Cuando recordó donde estaba, fue toda una sacudida.
Estaba cabalgando un pájaro.
¿Pero cuánto llevaba?
Habría sido alrededor de, ¿qué, seis horas ya? Un pájaro podía quedarse un día entero. En cuyo caso tenía otras dieciocho horas para que le rescatasen. O si se quedaba sólo medio día, eso le haría llegar hasta la mañana. A duras penas.
Se descubrió preguntándose qué había bajo la piel metálica del pájaro. Algo que podía convertir unos ocho kilómetros de paisaje en una capa de cristal, con toda seguridad. Pero otras cosas también. Cosas que le permitían ignorar la gravedad. Cosas que le permitían entrar y salir de la existencia. ¿Un cerebro de algún tipo, incluso?
—¿Puedes oírme, pájaro? —le preguntó. Quizá nadie le había hablado antes a un pájaro lento.
El pájaro lento no respondió.
Quizá no podía, pero quizá podía oírle, de todos modos. Quizá podía obedecer órdenes.
—No desaparezcas conmigo en tu espalda —le dijo—. Quédate aquí. Sigue volando del mismo modo.
Pero ya que eso era lo que estaba haciendo, no tenía idea de si le estaba obedeciendo o no.
—Aterriza, pájaro. Pósate en el cristal. Quédate inmóvil.
No lo hizo. Se sintió estúpido. No sabía nada del pájaro. Nadie sabía nada. Pero en algún lugar, alguien sabía. A menos que los pájaros lentos vinieran realmente de Dios, como milagros, para castigar. Para hacer a los hombres temerosos de Dios. Pero, ¿por qué un Dios debería desear ser temido? A menos que Dios estuviera loco, en cuyo caso los pájaros bien podían proceder de Él.
Eran algo irracional, algo de otro lugar, algo que sus victimas no podían entender más de lo que una colonia de hormigas entendía la bota del jardinero, dejando al descubierto los blancos huevos para el sol y los gorriones.
Puede que algo hubiera penetrado en los mares desde algún otro lugar el siglo anterior, algo a lo que no le gustaban los moradores del suelo. Cualquiera de ellos. Gente o corderos, pájaros, gusanos o plantas… No parecía probable. El agua salada herrumbraría el acero, pero por primera vez en su vida Jason pensó intensamente en ello.
—Pájaro, ¿qué eres? ¿Por qué estás aquí?
¿Por qué, pensó, están aquí las cosas? ¿Por qué existe un mundo, un cielo y unas estrellas? ¿Por qué, sencillamente, no debería existir sólo la nada para siempre jamás?
Quizás esa era la naturaleza de la muerte: la nada para siempre jamás. Y la vida era como un pájaro lento. Apareciendo y desvaneciéndose luego, con nada antes y nada después.
Un período inconmensurable de tiempo después, el amanecer empezó a estriar el cielo detrás de él, destiñéndolo del negro al gris. La grisura avanzó lentamente por encima de su cabeza a medida que espesas nubes filtraban la luz del sol naciente que seguía oculto. Pronto hubo iluminación suficiente para ver con claridad alrededor. Debían ser las cinco. O las seis. Pero el cristal grisáceo permanecía desnudamente vacío.
¿Quién soy?, se preguntó Jason, tranquilo e inmóvil. ¿Por qué soy consciente del mundo? ¿Por qué la gente tiene cerebros, y piensa ideas? Por primera vez en su vida sintió que estaba pensando realmente… y el pensar no ofrecía salidas. No llevaba a ninguna parte.
Estaba, se dio cuenta, preparándose para morir. Igual que moriría el mundo entero, pedazo a pedazo, fundido hasta convertirse en cristal. Entonces nadie más pensaría, así que no importaba si un tal Jason Babbidge había dejado de pensar a las seis y media de la madrugada en mayo. Después de todo, sucedía lo mismo cada noche cuando te ibas a dormir, ¿verdad? Dejabas de pensar. Quizá todo sería más puro y limpio después. Menos desordenado, menos agitado: una pura bola de cristal. De hecho, no habría agitación alguna, aunque todas las estrellas del cielo chocaran entre sí, aunque la tierra fuera tragada por el sol. Silencio para siempre: cuando no hubiera nadie para escuchar.
Quizá este era el mensaje de los pájaros lentos. Pero la gente no hacía más que grabar sus iniciales en ellos. Y corazones. Y los nombres de los lugares que habían sido vitrificados en un relámpago; o los que iban a serlo.
Me estoy convirtiendo en un filósofo, pensó Jason maravillado.
Debía haberse deslizado a algún estado hiperconsciente de la mente: lleno de lúcida claridad, aunque sin conciencia inmediata de lo que le rodeaba. Pues no fue totalmente consciente de que había llegado ayuda hasta que la cuerda que le ataba los tobillos fue cortada y su pie derecho saltó hacia arriba bruscamente, derribándole por encima del otro costado del pájaro en unos brazos que le aguardaban.
Sam Partridge, Ned Darrow, Frank Yardley y el Tío John, y Brian Sefton del aserradero… quien se agachaba bajo el pájaro blandiendo un cuchillo, y cortó la cuerda para liberar sus muñecas.
Se retiraron rápidamente del pájaro arrastrando a Jason con ellos. El se resistió débilmente. Tendió un brazo hacia el pájaro.
—Todo anda bien, chico —le tranquilizó Tío John.
—No, quiero ir —protestó.
—¿Eh?
En ese momento el pájaro lento, que había estado ya el tiempo suficiente, se desvaneció; y Jason, sin habla, se quedó mirando el lugar donde había estado.
Al final sus amigos y su tío tuvieron que llevárselo de aquel indistinguible punto del cristal, como si fuera un idiota. Alguien rozado por la imbecilidad.
Pero Jason no permaneció mucho tiempo sin habla.
Finalmente empezó a enseñar. O a predicar. Una cosa o la otra. Y la gente escuchó; primero en Atherton, luego también en otros lugares.
Había aprendido la sabiduría del pájaro lento, decía la gente de él. Había entrado en comunión con el pájaro durante esa vigilia nocturna sobre el cristal.
Su doctrina de la nada y el silencio se extendió, enraizando en suelo fértil, allí donde quedaba aún suelo en vez de cristal… lo que seguía siendo en la mayoría de sitios. Una paradoja, quizá; cuan elocuentemente hablaba… ¡sobre el permanecer en silencio! Pero al hacerlo así parecía hacer cantar al silencio de los lagos de cristal; y a esto la gente prestó nuevo oído.
Jason viajó por toda la isla. Y esto era otra paradoja, pues lo que enseñaba era una suerte de pasividad, una bendita espera de una muerte que era más que meramente personal, una muerte que era también la muerte del sol y de las estrellas y de toda la existencia, una muerte cósmica que transfiguraba la mortalidad individual. Y a veces incluso llegaba a sentarse sobre la espalda de un pájaro que pasaba por allí, para hablarle a una multitud… como aceptando el riesgo del destino o desafiándolo, suplicando al pájaro que se lo llevara. Pero nunca permaneció sentado más de una hora, luego se deslizaba de él, temblando pero tranquilamente radiante. Así que aparte de ser conocido como «El Profeta Silencioso», era conocido también como «El hombre que monta los Pájaros Lentos».
Haciendo balance, podría haberse dicho que su obra era de una gran bondad psicológica para las comunidades que sobrevivían; y sus palabras se esparcieron más allá del mar. Su madre murió orgullosa de él (o eso le parecía) aunque siempre hubo en su actitud un elemento de melancólica reserva…
Muchos años después, cuando Jason Babbidge se acercaba a los sesenta, y aún ningún pájaro se lo había llevado, volvió a establecerse en su vieja casa de Atherton, a la que llegarían peregrinos del silencio, trayendo la prosperidad a la aldea y en particular a la Gavilla de Trigo, regentada ahora por la hija del dueño anterior.
Y cada Primero de Mayo seguía celebrándose el festival de patinaje a vela, pero ahora siempre en el cristal de Atherton. Ya no era una carrera y una competición; ya que a fin de cuentas la carrera de la vida no podía ganarse. En vez de eso se había convertido en un desfile, un ballet sobre el cristal, una repetición de los acontecimientos de hacía muchos años… una interpretación de la pasión por los cuatro pueblos restantes. Tuckerton y toda su gente habían sido vitrificados diez años antes por un pájaro que se destruyó de tal modo que el círculo de aniquilación tocaba exactamente el borde del cristal donde Tuckerton se había alzado hasta entonces.
Una mañana, el día antes del festival, un golpe resonó en la puerta de Jason. Su ama de llaves, Martha Prestidge, estaba de compras en el pueblo; así que Jason respondió.
Había un muchacho, de cabello rojizo y pecas.
Por un instante Jason no reconoció al chico. Pero luego vio que era Daniel Daniel, sin un cambio. O quizás un poco mayor. Quizá un año más viejo.
—¿Dan…?
El chico examinó a Jason atónito: su calva, su vientre prominente, sus piernas que ahora parecían palillos, y el pesado bastón con una cabeza estilizada de pájaro sobre el que se apoyaba.
—Jay —dijo un momento después—. He vuelto.
—¿Vuelto? Pero…
—¡Ahora sé lo que son los pájaros! Son armas. Misiles. Decenas, centenares, millares de ellos. Hay una guerra. Pero también es como un juego: un tablero dirigido por máquinas. Máquinas que piensan. En su tiempo sólo ha durado unos días. Los misiles avanzan y retroceden en el tiempo para llegar a su destino. Pero no pueden hacerlo en el tiempo de ese mundo, por culpa de la causa y el efecto. Así que lo hacen aquí. En nuestro mundo. El otro mundo de posibilidad.
—Esto son tonterías. No te escucharé.
—¡Pero debes hacerlo, Jay! Puede ser detenido para nosotros antes de que sea demasiado tarde. Sé cómo. Ambos lados pueden interferir con los misiles del otro y hacerlos explotar fuera de su objetivo, lo que sucede aquí, si pueden encontrarlos lo bastante deprisa. Pero allí la guerra está totalmente fuera de control. Hay una forma de ganarla, pero eso sólo les importa a las máquinas, y están enterradas bajo el suelo. Construyen los pájaros a un ritmo enorme con material de la corteza de la Tierra, y los lanzan automáticamente al otro tiempo.
—Basta, Dan.
—Me caí del pájaro allí… pero me caí en un lago, de modo que no me maté, sólo quedé herido. Aún quedan algunas bolsas de tierra, alrededor de las Bases. La gente de allí me curó. Están condenados, en unas cuantas horas de su tiempo… aunque para nosotros son docenas de años. Les traje grandes esperanzas, porque significaba que no toda la vida había terminado. Sólo la de ellos. La vida puede continuar. Lo que debemos hacer es construir una máquina que impedirá a sus máquinas encontrar a los pájaros lentos aquí. Creando interferencias en el aire. Hay ondas. Como ondas de luz, pero no puedes verlas.
—Estás delirando.
—Entonces los pájaros seguirán maniobrando aquí. Pero sin daño. Sin convertirnos en cristal. Y en unos cien años, o unos cuantos centenares, hasta dejarán de llegar, porque para entonces la estrategia de triunfo habrá sido culminada. Una de las máquinas de guerra abandonará, porque perdió el juego. ¡Oh, sé que debería ser capaz de abandonar ahora! Pero hay un elemento de irracionalidad programado también en el cerebro de las máquinas; así que no se rinden demasiado pronto. Cuando lo hagan, todo el mundo en esa tierra hará mucho que habrá muerto… y algunos sobrevivientes piensan que las máquinas de guerra empezarán a convertir en vidrio el fondo del océano como estrategia final antes de acabar. Pero podemos construir algo para crear ondas en el aire. Encerraron el conocimiento en mi cerebro. Tardaremos unos cuantos años en buscar los metales adecuados, fabricar las herramientas y obtener una fuente de energía… —Al joven Daniel se le acabó el aliento por unos instantes. Jadeó—. Tenían un prototipo de pájaro lento. Me sentaron en él y me enviaron de nuevo al otro tiempo. Consiguieron guiarlo. Emergió a unos veinte kilómetros escasos de aquí. Y me fui andando hacia casa.
—¿Prototipo? ¿Ondas aéreas? ¿Fuente de energía? ¿Qué es todo eso?
—Puedo decírtelo.
—Eso sólo son palabras. Balbuceos fantasiosos. ¡Oh, si el balbuceo del mundo se callara por sí solo!
—Dame tiempo, y yo…
—¿Tiempo? ¿Deseas tiempo? ¿El loco tictac de las mentes humanas en vez del vacío puro y grande del eterno silencio? ¿Rechazas la aceptación? ¿Quieres que nos esparzamos eternamente en forma de enjambres sin rumbo, ensordeciéndonos nosotros mismos con nuestro ruidoso parloteo?
—Mira… Jay, supongo que has tenido una vida larga y dura. Quizá no debería haber venido primero aquí.
—Oh, has hecho muy bien, mi impetuoso y tonto hermano. Y no creas que he malgastado mi vida.
Daniel se dio una palmada en la frente.
—Todo está aquí. Pero será mejor que lo ponga en el papel. Que haga copias y las difunda…, por si Atherton es convertida en cristal. Entonces alguien más sabrá cómo construir el transmisor. Y la vida podrá continuar. Ahí piensan que la raza humana es quizá la única vida de todo el universo. Así que tenemos el deber de seguir existiendo. Sólo los otros se han destruido a sí mismos discutiendo sobre el modo de existir. Pero nosotros aún tenemos tiempo suficiente. Podemos construir naves para cruzar el espacio hasta las estrellas. También sé un poco de eso. Te digo que mi visita les trajo auténtica alegría en sus últimas horas, sabiendo que todo seguía siendo posible aún.
—Oh, Dan.
Y Jason gruñó. Como un patriarca, alzó su bastón y lo estrelló en el cráneo de Daniel.
Habría supuesto que no podría distinguir realmente la sangre entre el brillante cabello rojo de Daniel. Pero sí pudo.
El cuerpo del muchacho se derrumbó en el umbral. Con un esfuerzo Jason lo arrastró hacia adentro, y luego con un esfuerzo aún mayor lo subió por las escaleras de roble hasta el ático donde Martha Prestidge casi nunca iba. El cadáver podría empezar a oler después de un tiempo, pero podría envolverlo en mantas viejas o algo parecido.
De todos modos, el regreso de su ama de llaves distrajo a Jason. Dejando el cuerpo en el suelo se apresuró a salir, haciendo girar la llave en el cerrojo y guardándosela en el bolsillo.
Había llegado a ser costumbre invitar huéspedes selectos a la mansión de los Babbidge después de las festividades del Primero de Mayo; así que Martha Prestidge andaría atareada todo el resto del día limpiando, cocinando y poniendo en orden la casa. Como suele suceder con las amas de llaves, insinuó que Jason la estorbaría; así que éste se fue hacia el cristal para sentarse y meditar sobre su perfecta llanura. Aldeanos y visitantes, espiando la figura solitaria, asintieron alegremente. Su profeta se hallaba en paz, presidiendo sus vidas. Y sus muertes.
La mascarada del patinaje a vela, la representación de la pasión, tuvo lugar con tanta brillantez y gracia como siempre al día siguiente.
Llegó el tres de mayo antes de que Jason se decidiera a subir de nuevo al ático, llevando cuerda y tela de saco. Abrió la puerta.
Pero aparte de una negra mancha de sangre seca las tablas del suelo estaban vacías. No había sino el revoltijo usual apilado contra las paredes. No había ningún cuerpo en la habitación. Y la ventana estaba abierta.
Así que, después de todo, no había matado a Daniel. El muchacho se había recuperado del golpe. Emociones salvajes se removieron en Jason, turbando su habitual compostura. Miró por la ventana como si pudiera descubrir al muchacho tendido más abajo sobre el empedrado. Pero no había señal alguna de Daniel. Buscó por Atherton, como un hombre acosado, sin hacer preguntas pero lanzando miradas penetrantes por todos lados. No hallando rastro alguno, pidió un caballo y un carro para que le llevaran a Edgewood. Desde allí viajó rodeando el cristal, a través de Buckby y Hopperton; y ahora preguntaba en todas partes, «¿Han visto a un muchacho pelirrojo?» Los aldeanos se dijeron unos a otros que Jason Babbidge había tenido otra visión.
Bien podría haberla tenido, pues ese mismo año llegaron nuevas lejanas que empezaban a extenderse de un nuevo maestro, con un nuevo mensaje. Este nuevo maestro era sólo un joven, pero también él había cabalgado en un pájaro lento…, mucho más lejos de lo que jamás cabalgara el Profeta Silencioso.
Con todo, parecía que este joven maestro tenía cierta imperfección, pues no podía recordar todos los detalles de su mensaje, de lo que se le había dicho que contara. A veces se golpeaba la cabeza con los puños de frustración, hasta que parecía iba a fluir la sangre. Y, perversamente, este toque de teatro atraía cierta tendencia inquieta y turbadora en sus públicos. Le creían porque veían su angustia, y reflejaba sus propias ansiedades suprimidas.
Jason Babbidge habló lleno de celo para oponerse a las rebeldes ideas nuevas, hasta agotarse a sí mismo. Toda la belleza filosófica que había traído al mundo agonizante parecía hallarse pendiente de un hilo; y, lleno de reluctancia, predicó una «cruzada» contra el nuevo maestro, para defender su propio sueño de Sumisión.
Dos años después, habría deseado tragarse sus palabras, pues su consecuencia fue que la gente recorría la comarca entre las zonas de aniquilación, armada de horcas y ganchos, trinchantes y hoces. Se quemaron aldeas; muchos centenares murieron; y hubo violaciones…, todo lo cual parecía recordar una antigua pesadilla de Jason anterior al tiempo de su revelación.
En el tercer año de la aparentemente interminable guerra de escaramuzas entre los Pacifistas y los Supervivientes Jason murió, lleno de amargura bajo su capa de serenidad; y a modo de entierro su cuerpo fue atado a un pájaro lento. Leales plañideras acompañaron al pájaro en silenciosa procesión hasta que se desvaneció horas después. Un poco después de eso, todo terminó repentinamente en la batalla del Cristal de Ashton, que trajo la victoria a los Supervivientes conducidos por su joven campeón pelirrojo, de quien se notó guardaba una sorprendente semejanza con el viejo Jason Babbidge, de modo que casi parecía como si dos principios básicos de la existencia hubieran entrado en liza en el mundo: dos aspectos del mismo ser, dos caras de un solo hombre.
Cincuenta años después de eso, época en la cual una tercera parte de la tierra era cristal y el clima estaba empeorando, el Colegio de Supervivencia en Ashton inventó al fin la máquina prometida; y de entonces en adelante los pájaros lentos siguieron apareciendo, volando y desapareciendo como antes, pero ahora ninguno de ellos explotaba.
Y cien años después de eso los pájaros lentos se desvanecieron de la Tierra. En algún lugar, una guerra había terminado, lógica y finalmente.
Pero para entonces, de una Tierra en la que cuatro quintas partes del terreno eran desierto o pantano, entre collares de cristal desnudo y brillante, la primera nave espacial se puso en órbita.
La llamaron Pájaro Lento. Pues volaría lentamente hacia las estrellas. Lentamente en términos humanos; tardaría dos generaciones. Pero eso era comparativamente rápido.
Una segunda nave espacial la seguiría; llamada Daniel.
Aunque después de ese esfuerzo masivo y agotador, no habría más naves espaciales. El resto de la raza humana se retiraría a cultivar lo que restaba de su jardín entre las dunas, las zonas inundadas y los acres de cristal. El que cada nave espacial hallara un nuevo hogar tan habitable, al menos, como la Tierra parcialmente convertida en cristal, sería simplemente un artículo de fe.
En su lecho de muerte, a los ochenta años de edad, en el Colegio de Ashton, yacía Daniel, quien nunca había admitido ningún apellido.
La habitación estaba casi indecentemente atestada, aunque ventilada, si bien cálidamente, por un viento que soplaba sobre el Cristal de Ashton, y brillantemente iluminada por la luminosidad plateada que reflejaba la extensión vitrificada.
El anciano que agonizaba en la cama bajo una solitaria sábana de seda se parecía ahora a un pájaro: encogido, con huesos delgados, una nariz en forma de pico, ojos como cuentas y una cabellera roja que parecía la cresta de un gallo.
Alzó una mano delgada como para llamar aún más cerca a los que estaban cerca. En realidad fue para tocar la vieja herida en su cráneo que últimamente le había empezado a doler con ferocidad como si estuviera a punto de reventar o estallar hacia dentro, abriendo la puerta del recuerdo…, sin importar que nadie necesitara ahora la llave allí escondida, desde que los del Colegio le habían descubierto de modo independiente, dado el conocimiento de que existía.
Los rostros se inclinaron sobre él: rostros llenos de confianza y dedicación.
—¿Entonces, han dejado de explotar? —preguntó, desmemoriado.
—¡Sí, sí, hace años! —le tranquilizaron.
—¿Y las estrellas…?
—Construiremos las naves. Descubriremos cómo. Su mano volvió a hundirse en la sábana.
—Llamad una de ellas…
—¿Sí?
—Daniel. ¿Lo haréis? Se lo prometieron.
—De ese modo… mi espíritu…
—¿Sí?
—… volará…
—¿Sí?
—… al silencio del espacio.
Eso asombró levemente a los testigos de su muerte; pues no podían saber que el último pensamiento de Daniel era que cuando llegara el día del lanzamiento, él y su hermano podrían reconciliarse al fin.