Ciencia Ficción: un esbozo preliminar
I. Algunos problemas
La gran desventaja de que la ciencia ficción esté tan de moda actualmente es que la cantidad de gente que la lee y tiene una vaga idea, sin ánimo de ofender, de lo que tal etiqueta designa, ha crecido enormemente.
Por ejemplo, hace unos diez años, no habría sido demasiado necesario, ni siquiera en España, donde tradicionalmente siempre se llega tarde a todo, un escrito como éste en el que se pretende explicar someramente lo que se entiende por ciencia ficción en tanto que género literario y trazar un breve y me temo que insuficiente esbozo de su evolución histórica.
¿Porqué?
Pues porque los interesados españoles en la ciencia ficción eran cuatro gatos y tenían, para bien o para mal, las cosas muy claras. Para unos, la ciencia ficción era un mero pretexto para dejar volar la imaginación y soñar futuros maravillosos, y horribles, pero siempre llenos de magníficos trucos tecnológicos y aparatitos prodigiosos que lo hacían todo, incluso lo que no osamos enunciar en voz alta. Para otros era el pretexto de una especulación política o sociológica donde no importaba tanto el barniz científico como el suponer nuevos tipos de sociedad o, incluso, el colar un mensaje de tapadillo sobre lo mal o lo bien que podían llegar a ir las cosas si seguíamos como hasta el momento en ciertos asuntos.
Todo estaba muy claro, pero han pasado montones de cosas desde entonces: una de ellas, por ejemplo, es que la colección Super Ficción, de esta editorial, ha llegado a un número de volúmenes tan respetable como para justificar la edición de este libro que ahora tiene usted entre las manos. Y eso quiere decir que constantemente llegan nuevos lectores al género, que cada día alguien lee por primera vez su primer libro de ciencia ficción y que, inevitablemente, hay montones de cosas que no entiende y de preguntas que se hace sobre lo que está leyendo…
Porque hoy en día vivimos sumergidos en un mundo donde los medios de comunicación están impregnados de ciencia ficción; porque en todo el mundo millones de personas han visto films como Alien o La guerra de las galaxias; porque los juguetes con los que empiezan a enloquecer todos los niños eran hace pocos años parte del mobiliario más sofisticado del género (los juegos de vídeo y computador, por ejemplo) y porque hasta la publicidad se inunda con anuncios diseñados por láser y ordenador, y unos tejanos se venden mejor recortados contra el marco de una aséptica estación espacial.
Y, en definitiva, parafraseando al ilustre y difunto Karl Marx, porque un fantasma recorre el mundo: el de la ciencia ficción.
II. En busca de la definición perdida
Todo lo que se escribe alrededor de la ciencia ficción desde una ligera perspectiva histórica empieza encarando el horrendo problema de la definición del género. Que yo sepa, los quebraderos de cabeza que todos los estudiosos de la ciencia ficción sufren para ello carecen de precedentes en el amplio campo de la crítica literaria: los tratados sobre la novela picaresca o el naturalismo francés no se atormentan definiendo con tal rigurosidad su tema de estudio y, de hecho, esta obsesión por acotar lo que se estudia es mirada hoy día, mayormente, como más digna de un manual de enseñanza general básica que de otra cosa.
Pero lo cierto es que la ciencia ficción es un género joven, que se debate entre las dudas de seguir en un ámbito restringido pero seguro (como es el de las colecciones y las revistas especializadas y etiquetadas) o abrirse al crudo mundo de la literatura sin etiquetas, algo que los cultivadores más modernos y ambiciosos del género se plantean como objetivo por el que luchar.
Por tanto, aquí también se va a intentar dar una definición de la ciencia ficción, aunque con todas las reservas y peros posibles.
Las hay de todos los colores, desde las teñidas de ironía o realismo amargo (según las cuales la ciencia ficción es aquello que se publica con esa etiquetita en la cubierta o en el lomo); las que rehuyen el problema tirando por la calle de en medio (la ciencia ficción es lo que un servidor entiende como tal, y a quien no le sirva, lo siento) o las que se embarullan poniendo vallas alrededor de algo tan impresionante y huidizo como es la sensación: realmente todo el mundo que ha leído ciencia ficción sabe lo que entiende por tal, pero cualquier intento de expresar su definición de modo que sirva, a la hora de la verdad, como instrumento operativo con el que distinguir lo que es ciencia ficción de lo que no lo es se ve en un serio aprieto.
Así pues, y sabiendo que será atacada por todos lados, propongo, siguiendo a David Pringle, sentar que la ciencia ficción es una forma de ficción fantástica que explota las perspectivas imaginativas de la ciencia moderna. Veamos los pedacitos que componen la definición:
—Evidentemente, la ciencia ficción es ficción, en tanto que opuesta al ensayo: trata de algo que el autor no pretende que haya sucedido, lo que sí ocurre en la autobiografía, la crónica o el libro de viajes, por poner ejemplos claros. La ciencia ficción es ficción, por tanto, y es además fantástica en el sentido de que el autor no piensa que lo narrado pueda suceder o haber sucedido en el mundo, tal y como lo conocemos, o creemos conocerlo: es seguro que la historia de la humanidad está llena de Madame Bovary o Ana Karenina ignoradas, pero la saga galáctica de las Fundaciones o la cosmología del planeta Dune son inimaginables en nuestro universo conocido.
—La ciencia ficción imagina perspectivas para explotarlas. De hecho, se ha llegado a decir que la ciencia ficción es la literatura del qué-pasaría-si (y en ese condicional puede caber lo que se quiera, dada la inventiva del escritor y su respeto a los límites pseudofraccionales que se imponga), y ahí radica gran parte del poder adictivo del género para cualquier lector con una mentalidad mínimamente inquieta. Después de todo, el impulso de fantasear y su hermana menor, la curiosidad, son lo que impulsaron al hombre a salir de las cavernas que, bien mirado y en su momento, no eran ni la mitad de incómodas de lo que el cine de segunda fila nos ha enseñado a suponer.
—Y esas perspectivas nacen de la ciencia moderna. Aquí la ciencia ficción se aparta radicalmente de sus primos, el horror y la fantasía, que no requieren justificación alguna (por traídas de los pelos que sean éstas) para desarrollar sus aventuras y que pueden permitirse la alegría de acudir a la magia cuando quieran.
La ciencia ficción en cambio, se limita —o debería limitarse—a desarrollar algo que está en potencia en el estado actual de la ciencia y, a partir de ahí, expone el dilema de unos personajes obligados a reaccionar ante ello. El escritor riguroso del género, en realidad, suele limitarse a introducir una o dos suposiciones paracientíficas y se conforma desarrollando el resto de su universo literario de un modo acorde con las variables introducidas; al otro extremo del espectro, hay escritores de ciencia ficción que trufan literalmente sus historias de perspectivas científicas que les permiten salir de cualquier embrollo sin romperse la cabeza con problemas de ajedrez literario, como sería Alfred Van Vogt. Conste que esos autores están escribiendo fantasía disfrazada (a veces, muy poco disfrazada) y conste igualmente que optar por un tratamiento u otro no implica juicio alguno de valor a priori.
Esta definición, o intento de ella, hace que la ciencia ficción sea un género joven, pues su nacimiento es inseparable del momento en que el público lector corriente toma conciencia de que existe algo llamado ciencia y que ésta tiene una influencia directa en su vida: que en una novela griega o romana aparezca un autómata no debe llevar a la apresurada conclusión, como se ha hecho a veces, de que allí empieza la ciencia ficción pues no existe mentalidad científica en tales obras. El autómata es allí un juguete mágico o un truco literario alegórico, no la posibilidad más o menos lejana que el autor actual de ciencia ficción se limita a adelantar en sus páginas.
La juventud, sin embargo, es relativa, pues la ciencia ficción llegará pronto a su centenario (cuando sea éste exactamente, depende de la definición dada, claro. Para algunos, la ciencia ficción empezó con Luciano de Samosata, y tiene ya por tanto centenares de años por detrás), y su historia es prolija, deficientemente estudiada y llena de evoluciones apresuradas.
III. Una brevísima historia
Hay tres grandes nombres, a finales del siglo pasado e inicios del actual, que dan a luz al género. Son Jules Verne, H. G. Wells y Olaf Stapledon.
El primero pasa por ser, para muchos, el padre del género, pero la verdad es que sus maravillas científicas se parecen más a un desfile de juegos de salón que a otra cosa: sus libros son novelas de aventuras en las que la ciencia está allí para dar el pistoletazo de salida, pero sus héroes no suelen reflexionar demasiado (salvo raras excepciones) sobre lo que está pasando y, lo que es más importante, qué pasará si las cosas siguen así.
El segundo sí posee perspectivas científicas, aunque menos de la que él cree y más orientada a las ciencias sociales que a la física o la química. Sin embargó, Wells ha tratado todos los grandes temas que siguen conformando la ciencia ficción actual (el mutante, la vida en otros mundos, el papel del sabio como Dios y demonio moderno) y, aunque ello sea un tanto subjetivo, sus libros siguen teniendo un sabor mucho más moderno que las encantadoras miniaturas decimonónicas del abuelo Veme.
Y el tercero era, sin rebozo, un filósofo y un pensador que inauguraba la tradición de servirse del género como pantalla en la que proyectar sus opiniones sobre el devenir del hombre y el universo. No es que Stapledon carezca de perspectiva científica, lo que sucede es que normalmente ésta es tan vasta que se hace prácticamente invisible.
Quienes leían a estos tres precursores no tenían conciencia de consumir una literatura especializada. El culpable de que la ciencia ficción pasara a ser, a los ojos del profano, algo tan confinado como las novelas del oeste o de enfermeras enamoradizas fue un americano, faltaría más, aunque de origen alemán: Hugo Gemsback, en «los felices años 20», fundó en los EEUU una serie de revistas impresas en papel barato (pulpa de papel, de hecho, y de ahí que se las conociera como pulps, y que éste haya sido durante mucho tiempo un adjetivo algo feo) en las que, al lado de divulgaciones científicas, se ofrecían una serie de historias en las que a cada página desfilaban cacharros maravillosos que, nos aseguraba el buen Gemsback, se hallaban a la vuelta de la esquina.
Para bien o para mal, la ciencia ficción sigue siendo en gran medida lo que Gemsback hizo de ella: el máximo galardón que se sigue dando a los libros del género, junto con el Nébula, se llama Hugo en su honor y un lector de la década de 1940 podría hallar todavía en activo a muchos de los nombres que figuraron en el sumario de las revistas por él fundadas: Williamson, Asimov, del Rey, Van Vogt, etcétera.
La ciencia ficción sigue moviendo a su alrededor un mundillo de fanáticos y convenciones que no difieren demasiado del creado en la década de 1940 y, después de Lucas y Spielberg, el género sigue siendo para muchos cosa de locos que creen en platillos volantes.
¿No ha cambiado nada en todos esos años?
Sí, evidentemente. A mediados de la década de 1960, impulsada por una antología llamada Visiones peligrosas, recopiladas por Harían Ellison, estalló la llamada nueva ola, que pretendía abrir el género a una serie de temas hasta entonces rehuidos (el sexo y la religión, por ejemplo) y, además, reducir la importancia de la ciencia pura y dura para aumentar el espacio concedido a la experimentación literaria y a la autoexpresión del escritor. Como suele suceder, Ellison no inventó nada nuevo: escritores como Sturgeon, Bester o Sheckley, a la chita callando, llevaban muchos años intentando hacer lo mismo con mayor o menor fortuna, según les dejaran, y al otro lado del Atlántico, en la cuna de Wells, autores como Ballard o Moorcock llevaban años empeñados prácticamente en lo mismo, sólo que con más discreción y menos sentido de la publicidad.
Muchas cosas cambiaron en el género, y las mayores dosis de libertad, aunque condujeran a descubrir ciertas cosas que el resto de la literatura sabía desde hacía décadas (desde los tiempos de Proust o Joyce), por ejemplo, siempre le han sentado bien a quien escribe.
Hoy los efectos de la revolución se han desvanecido un tanto. Bajo la influencia potentísima del cine, por un lado, imponiendo una ciencia ficción estrictamente visual y que con toda la misericordia del mundo no puede calificarse lo que se dice de imaginativa (Blade Runner y poco más aparte) y atendiendo a un público un tanto cansado de experimentos a veces tirando a vacuos, que exige primordialmente ser entretenido, la ciencia ficción se halla en un momento de vacilación y asimilación de experiencias.
Hoy el género sufre la contaminación, a veces fecunda, a veces nefanda, de la fantasía —heroica o no—, de cuyo auge es testigo también la colección Fantasy de esta editorial. Aunque los escritores de ciencia ficción nunca han sido muy remilgados a la hora de tocar los dos géneros, sean testigo nombres como Leiber o Zelazny, lo cierto es que hoy, de la mano de escritores como Ursula Leguin, cada vez más reconocida por todos los sectores del público, o el fallecido Tolkien, los dragones parecen estar cobrando cierta ventaja sobre las espacionaves.
Pero si de algo ha dado pruebas la ciencia ficción a lo largo de su movida historia es de su capacidad de adaptación a todos los cambios futuros. Porque, después de todo, si algo hay que el género pueda reclamar como suyo es justamente eso: el futuro.
Albert Solé