GORDON R. DICKSON

OBSTRUCCIÓN

Monkey Wrench

Cary Harmon no era un joven poco dotado. Tenía la inteligencia suficiente para labrarse una posición como abogado, lo cual no es fácil de conseguir en Venus. Y también tuvo la perspicacia de consolidar esa posición, ingresando por matrimonio en la familia de uno de los principales exportadores de drogas. Mas, a pesar de ello, era un lego desde el punto de vista científico; y a los legos, en su ignorancia, nunca debería permitírseles jugar con un delicado equipo técnico, pues el resultado sería un trastorno, como ocurre la primera vez que un chiquillo echa mano a una cerilla.

Su mujer era muy orgullosa, y habría sido difícil de tratar a veces, de no haber sido por el hecho de que era lo bastante boba como para amarle. Y puesto que él no la amaba en absoluto, era lo suficientemente simple y práctico como para terminar todas las querellas desapareciendo durante varios días, hasta que el temor de ella a perderle la volvía a poner en su posición de humilde. Cada vez que desaparecía, se ocupaba de escoger un escondrijo nuevo y seguro, donde su esposa no le pudiese localizar. Disfrutaba realmente pensando en nuevos escondites, imposibles de descubrir, y hacía un «hobby» de su descubrimiento.

En consecuencia, se sentía muy animado en la tarde gris de invierno, en que descendió sin ser anunciado en la estación meteorológica de Burke Mclntyre, en la cima de las Montañas Solitarias, una serrada y arisca cadena de las desiertas riberas del mar del Norte de Venus. Por minutos había conseguido rehuir la ventisca, y ahora, con su pequeño aparato volador de dos plazas alojado, y con las mejores provisiones de su huésped bajo el cinto, se recreaba en la comodidad de su posición, escuchando cómo los fríos vientos bajo cero azotaban a ciento cincuenta millas por hora el techado en arco.

—Diez minutos más —dijo a Burke—, y me hubiese resultado duro de hacer.

—¡Duro! —bufó Burke; era un hombre grandote y rubio, de acusados rasgos, que reservaba un amable desprecio para toda la humanidad aparte de la favorecida clase de los meteorólogos—. Vosotros los del llano estáis demasiado acostumbrados a ese actual Jardín del Edén que tenéis abajo. Diez minutos más y habrías sido sembrado por uno de estos picos y esperarías a que la partida de inspección de primavera recogiese tus huesos.

Cary se rió con alegre incredulidad.

—Pruébalo si no me crees —dijo Burke—. No te preocupes por mí, si no tienes bastante juicio para atender a razones. Ea, toma tu sabandija y ve arriba si quieres.

—No seré yo —los blancos dientes de Cary brillaron en su atezado rostro—. Sé cuándo estoy cómodo. Y ésa no es manera alguna de tratar a tu huésped, echándole a la tormenta cuando acaba de llegar.

—Algún huésped —rezongó Burke—. Estrecho las manos contigo tras los exámenes de graduación, luego no sé nada de ti durante seis años, y de pronto estás llamando a mi puerta aquí, en el Hinterland.

—Vine por impulso —dijo Cary—. Es la primera regla de mi vida. Se ha de actuar siempre por impulso, Burke. Ello pone la chispa en la existencia.

—Y te envía a una temprana tumba —añadió Burke.

—Si tienes impulsos errados —dijo Cary—. Pero si de súbito se te ocurre saltar por riscos o jugar a la Ruleta Rusa, entonces eres demasiado estúpido para vivir.

—Cary —dijo Burke pesadamente—, tú eres un pensador barato.

—Y tú, uno indigesto —gesteó Cary—. Suponiendo que ya te has descargado, insultándome, espero que me digas algo sobre ti mismo. ¿Cómo es esta existencia de ermitaño tuya? ¿Qué es lo que haces?

—¿Qué es lo que hago? —repitió Burke—. Trabajo.

—Pero ¿cómo? —dijo Cary retrepándose en su butaca—. ¿Mandas globos a lo alto? ¿Coges nieve en un cubo para ver cuánta cae? ¿Tomas vistas de las estrellas? ¿O qué?

Burke meneó la cabeza, sonriéndole con tolerancia.

—Bien, ¿qué es lo que quieres saber? —preguntó—. No hará sino entrarte por un oído y salirte por el otro.

—Oh, algo se me podría pegar —dijo Cary—. Ve adelante como sea.

—Bueno, si insistes en mi charla para entretenerte —respondió—, pero no hago nada tan pintoresco como lo que decías. Me limito a sentarme ante un escritorio y a preparar los datos para la transmisión al Centro Meteorológico de la Capital.

—¡Ajá! —exclamó Cary, agitando con gesto reprobatorio ante él un dedo índice—. Ya te he atrapado. Has estado tumbado a la bartola. Tú eres el único aquí; así que si no tomas las observaciones, ¿quién las toma?

—¡Idiota! —dijo Burke—. La máquina, desde luego. Estas estaciones tienen un Cerebro para hacerlo.

—Eso es peor —respondió Cary—. Tú has estado sentado aquí caliente y confortablemente mientras algún pobre pequeño Cerebro anda por ahí afuera en la nieve y te hace todo el trabajo.

—¡Bah, cállate! —exclamó Burke—. Aunque en realidad estás más cerca de la verdad de lo que te piensas, no te haría daño aprender unas cuantas cosas sobre los milagros mecánicos que te permiten llevar una ignorante vida feliz. Últimamente se han efectuado algunas innovaciones maravillosas en el equipo de estas estaciones.

Cary sonrió burlonamente.

—Lo digo de veras —prosiguió Burke, iluminándosele el rostro—. El Cerebro del que disponemos aquí es la última palabra en ese tipo de instalación. En realidad, fue instalado recientemente… hasta hace pocos meses tuve que arreglarme con un dispositivo, que era sólo colector y computador. O sea, que recogía los datos del tiempo en torno a la estación y me los presentaba. Entonces se tenían que preparar para el calculador, el cual los manipulaba y daba los resultados que de nuevo tenía que preparar para la transmisión al Centro.

—Fatigoso, estoy seguro —murmuró Cary, tendiendo la mano a la bebida situada al final de la mesa, junto a su butaca.

Burke lo ignoró, prendido en su propia apreciación sobre el desarrollo mecánico de lo que estaba hablando.

—El trabajo te mantiene ocupado, pues los datos llegan constantemente, y se estaría siempre detrás, puesto que una tanda se estaría acumulando mientras se trabajaba la anterior. Una estación como ésta es el punto central para dispositivos mecánicos de observación situados en lugares a más de quinientas millas cuadradas de territorio; y, siendo humano, lo que se había de hacer todo el tiempo es descremar la substancia de los informes y someter una imagen bosquejada al calculador. Y luego había cierta responsabilidad que implica el cuidado de la estación y de uno mismo.

»Pero ahora —Burke se inclinó decididamente hacia delante y asestó un grueso índice a su visitante— disponemos de una nueva instalación que toma los datos directamente de los dispositivos mecánicos de observación, los resuelve en la debida forma para que los manipule el calculador y los traduzca a los resultados finales. Todo lo que yo tengo que hacer es preparar el cuadro completo de los resultados y enviarlo abajo. Además, dirige las plantas caloríferas y luminosas, comprobando automáticamente el mantenimiento de la estación. Efectúa reparaciones y correcciones por orden verbal y dispone de una sección entera aparte para la consideración de problemas teóricos.

—Una especie de pequeño ídolo de barro —dijo Cary despectivamente.

Estaba acostumbrado a la atención y subconscientemente molesto por el hecho de que Burke pareciera más entusiasta por su máquina que por el brillante y entretenido huésped que, hasta donde el meteorólogo podía saber, había caído por allí animado por el amable impulso de aliviar una aburrida existencia de eremita.

Imperturbable, Burke le miró y se rió entre dientes.

—No —replicó—. Un gran dios de metal, Cary.

El abogado se enderezó ligeramente en su butaca. Como la mayoría de las personas a las que les gusta punzar maliciosamente a los demás, era muy susceptible si le raspaban un poco.

—Supongo que lo ve todo, lo sabe todo y lo dice todo —dijo sarcásticamente—. No comete nunca un error. Infalible.

—Podrías decirlo —respondió Burke, con una mueca sonriente aún en su rostro.

Estaba disfrutando del insólito placer de tener al otro a la defensiva. Pero Cary, adepto a las batallas verbales, se retorció como una anguila.

—No exageres, Burke —dijo—. Todas esas cualidades no bastan por sí solas para elevar a tu artilugio a la divinidad. Falta un atributo de suprema importancia… la invulnerabilidad. Un dios no se desmorona nunca.

—Ni tampoco éste.

—Vamos, Burke —reprobó Cary—, no debes permitir que tu entusiasmo te conduzca a la falsedad. Ninguna máquina es perfecta. Un par de cables que se cruzan, una válvula que se funde… ¿y dónde queda tu pichoncita? ¡Plunk! Fuera de servicio.

—No hay cable ninguno —repuso Burke meneando la cabeza—. Emplea conexiones de haces. Y en cuanto a fusión de válvulas, ni siquiera plantean un problema. Su perfección es tal que las reparaciones las efectúa la propia máquina. En este modelo, Cary, ninguna parte hace una tarea específica sola. Cualquiera de ellas puede hacer todo tipo de tareas, desde calentar la instalación hasta operar el calculador. Si aparece algo que es demasiado grande para que pueda manejarlo una, ella enlaza una o más de las otras… hasta que consigue dominar la situación.

—Ah —dijo Cary—, ¿pero qué sucede si se presenta algo que requiere la intervención de todas las partes, y aún de más? ¿No se recargarían y se fundirían?

—Veo que estás decidido a toda costa a encontrar un fallo, Cary —respondió Burke—. La respuesta es no. No sucedería. Teóricamente es posible que la máquina tope con un problema que requiera de todas sus partes para tratarlo. Por ejemplo, si esta estación salta de súbito por los aires y vuela sin ninguna razón discernible, la parte que primero advirtiera la situación requeriría ayuda hasta que todas las demás se aunasen a considerarlo, y ensamblaran todas las demás funciones que realiza la máquina. Pero, aún entonces, no se sobrecargaría y fundiría. Las partes proseguirían sólo considerando el problema hasta que desarrollaran una teoría que explicara por qué estábamos volando por el aire y lo que debía hacerse para que volviéramos a nuestro propio lugar y funciones.

Cary se enderezó y chasqueó sus dedos.

—Entonces la cosa es sencilla —dijo—. Sólo tengo que ir y decir a tu máquina, por el circuito verbal, que estamos volando por los aires.

Burke lanzó una estrepitosa carcajada.

—¡Cary, desvarías! —dijo—. ¿No piensas que los hombres que diseñaron la máquina tomaron en cuenta la posibilidad de un error verbal? Dices que la estación está volando por los aires, e inmediatamente lo comprueba la máquina por sus propias observaciones; y cortésmente responde «lo siento, su contestación es incorrecta», y lo echa al olvido.

Los ojos de Cary se entornaron, y dos leves pinceladas de color motearon la tersa piel de sus pómulos; pero mantuvo su sonrisa.

—Hay sección teórica —murmuró.

—La hay —repuso Burke, disfrutando de lo lindo—, y puedes utilizarla diciendo: Considerar la falsa constatación o dato… de que esta estación está volando por los aires… y la máquina comenzaría inmediatamente a actuar sobre ello —hizo una pausa y Cary le miró expectante—. Pero… —continuó triunfantemente el meteorólogo— …consideraría la declaración solamente con aquellas partes no en uso a la sazón; y dejaría al margen las partes cuando las requiriese una sección empleando datos reales.

Terminó mirando a Cary con burlón buen humor. Pero Cary no dijo nada; sólo le devolvió la mirada como una comadre podría hacerlo a un perro que le ha arrinconado contra la valla de un gallinero.

—Déjalo, Cary —dijo por fin—. No sirve de nada. Ni Dios ni Hombre ni Cary Harmon pueden interrumpir a mi Cerebro en la debida y exacta ejecutoria de su tarea.

Chispearon los ojos de Cary en sus cuencas, bajo sus contraídas cejas, con la mirada fija durante un largo segundo, y luego dijo quedamente:

—Yo podría hacerlo.

—¿Hacer qué? —preguntó Burke.

—Yo podría trucar tu máquina —dijo Cary.

—¡Oh, olvídalo! —tronó Burke—. No tomes las cosas tan en serio, Cary. No pienses en introducir un impedimento en la maquinaria. Nadie podría hacerlo.

—He dicho que podría —repitió Cary.

—De una vez por todas —repuso Burke—, eso es imposible. Deja ya de buscar imperfecciones en algo garantizado, y hablemos de otra cosa.

—Pues yo te apuesto —dijo Cary, hablando con lenta y firme intensidad— cinco mil créditos que si me dejas sólo con tu máquina durante un minuto, puedo trastornarla por completo.

—Olvídalo, ¿quieres? —explotó Burke—. No quiero quitarte tu dinero, aun cuando cinco mil es el equivalente de mi sueldo anual. Lo malo contigo, Cary, es que nunca quieres dar el brazo a torcer en nada. ¡Ea, olvídalo!

—O lo tomas o lo dejas —dijo Cary.

—Mira —dijo Burke, respirando profundamente y con un acento de enojo en su profunda voz—. Quizás he metido la pata pinchándote con lo de la máquina. Pero descarta la idea de que te dé la razón. Tú no sabes nada de la tecnología que se encuentra detrás de la máquina, ni tampoco de lo seguro que estoy de que tú, por lo menos, no tienes nada que hacer para interferir en su operación. Tú crees que hay un ligero elemento de duda en mi mente y que puedes encandilarme, proponiéndome una apuesta astronómica. Luego, si no quiero apostar, te dirás a ti mismo que has ganado. Pues bien, escucha, yo no estoy seguro de mí mismo al noventa y nueve con novecientos noventa y nueve por ciento. Lo estoy al cien por cien, y la razón de que no quiera apostar contigo es que sería un robo; y además, una vez que hubieses perdido, me odiarías el resto de tu vida por haberte ganado.

—La apuesta sigue en pie —dijo Cary.

—¡Está bien! —rugió Burke, poniéndose en pie de un brinco—. Si quieres seguir en tus trece, allá tú. Es una apuesta.

Cary hizo una mueca sonriente y se puso en pie, siguiéndole a la agradable y espaciosa sala de estar, donde cálidas lámparas desvanecían la gris lobreguez del firmamento preñado de nieve más allá del ventanal. Llegaron a un corto pasillo de paredes metálicas y resplandecientes techos, que atravesaron hasta una estancia cuya pared frontera al pasillo y puerta era de vidrio.

—Aquí está la máquina —dijo Burke deteniéndose y apuntando a la pared transparente; volviéndose hacia Cary prosiguió—: Si quieres comunicarte con ella verbalmente, habla en esta verja. El calculador está a tu derecha; y esta puerta ulterior conduce a la estancia albergando las plantas de alumbrado y calefacción. Pero si estás pensando en sabotaje físico, igual podrías dejarlo. Los sistemas de alumbrado y calefacción ni siquiera tienen controles manuales de emergencia. Están gobernados por una pequeña pila atómica que sólo puede ser manipulada por la máquina… o sea, excepto por un dispositivo automático que humedece la pila en caso de que el alumbrado encienda la máquina o algo por el estilo. Y tú no podrías atravesar el protector ni en una semana. En cuanto a abrirte paso a esta máquina, este panel en el que se encuentra encajada la verja está hecho de hojas de acero de dos pulgadas con sus bordes acoplados a presión.

—Te lo aseguro —dijo Cary—. No intento estropear nada.

Burke le miró con ojos penetrantes, pero no hubo el menor asomo de sarcasmo en la sonrisa que contrajeron sus delgados labios.

—Está bien —dijo retirándose de la puerta—. Ve adelante. Puedo esperar aquí, ¿o prefieres tenerme fuera de la vista?

—Oh, puedes estar presente —dijo Cary—. Nosotros los mistificadores de las máquinas no tenemos nada que ocultar —se volvió burlonamente a Burke, y alzó sus brazos—. ¿Ves? Nada en mi manga derecha. Nada en mi izquierda.

—Sigue —interrumpió bruscamente Burke—. Adelante con ello. Quiero volver a mi bebida.

—En seguida —dijo Cary, y atravesó la puerta, cerrándola tras sí.

A través de la pared transparente, Burke le vio aproximarse al panel en línea con la verja de locución y detenerse a medio metro de ella, quedándose completamente inmóvil, de espaldas a Burke, con los hombros pendientes y ambas manos caídas a los lados. Durante un minuto, Burke forzó la vista para descubrir qué acción se estaba produciendo bajo el disfraz de la aparente inmovilidad de Cary. De pronto le asaltó una idea y se rió.

—«Vaya —se dijo— está fanfarroneando hasta el último instante, esperando que me preocupe y corra a detenerle».

Relajado, encendió un pitillo y consultó su reloj. Quedaban unos cuarenta y cinco segundos. En menos de un minuto, Cary saldría, obligado a admitir la derrota… a menos que hubiese desarrollado algún fantástico argumento para probar que la derrota era realmente victoria. Burke frunció el entrecejo. Era casi patológica la manera en que Cary había rehusado siempre admitir la superioridad de lo que fuese; y a menos que se hallase algún modo de suavizarle, sería un compañero sumamente desagradable los restantes días que la tormenta le tuviese enclaustrado con Burke. Sería literalmente un asesinato obligarle a partir con vientos de velocidad de tornado y a una temperatura que debía ser para entonces de sesenta bajo cero. Y al mismo tiempo, la contemporización estaba en contra de la índole del meteorólogo…

Cesó bruscamente la vibración del generador, sentida a medias a través del piso y las suelas de sus zapatos, y tan familiar como el movimiento de sus propios pulmones. Las revoloteantes cintas, sujetas a la verja del ventilador, sobre su cabeza cesaron la colorinesca danza y se abatieron lacias al detenerse la corriente de aire que las agitaba. Las luces se obscurecieron y apagaron, dejando sólo la de las gruesas ventanas a cada extremo del pasillo para iluminarlo a éste y a la estancia. El pitillo se desprendió de los dedos de Burke quien, de dos rápidas zancadas, llegó a la puerta y la atravesó.

—¿Qué has hecho? —espetó con voz restallante a Cary.

El otro le miró burlonamente, fue a la pared más próxima de la habitación, e inclinó negligentemente sus espaldas contra ella.

—Te toca descubrirlo —dijo con evidente satisfacción.

—No seas insensato… —comenzó el meteorólogo.

Luego, reprimiéndose como un hombre que no tiene tiempo que perder, giró sobre el panel y prestó atención a los instrumentos de su superficie.

La pila estaba humedecida. El sistema de ventilación estaba cerrado, y el eléctrico apagado. Sólo la energía en las células de almacenaje de la máquina estaba disponible, pues la luz funcional lucía aún rojiza en el panel. Las grandes puertas exteriores, lo bastante amplias como para permitir la entrada y salida de una volandera biplaza, estaban cerradas, y así permanecerían, puesto que necesitaban energía para abrirse y cerrarse. Y por la misma causa se hallaban igualmente silenciosos y sin vida el video, la radio y el teletipo.

Pero la máquina seguía funcionando.

Burke se dirigió a la verja y oprimió por dos veces el rojo botón de alarma bajo ella.

—Atención —dijo—. La pila está humedecida y todos los dispositivos necesitan energía. ¿A qué se debe?

No hubo respuesta alguna, aunque la luz roja continuó reluciendo industriosamente en el panel.

—Es una obstinada bribonzuela, ¿no es así? —dijo Cary desde la pared.

Burke no le hizo caso, volviendo a apretar nerviosamente el botón.

—¡Contesta! —ordenó—. ¡Contesta en seguida! ¿Qué dificultad hay? ¿Por qué no funciona la pila?

No hubo ninguna respuesta.

Volvió al calculador y pasó expertamente los dedos por sus botones. Alimentada por la energía almacenada en el interior de la máquina, la cinta taladrada describió un frágil arco blanco y desapareció a través de una ranura en el panel. Acabó su taladro y esperó.

Siguió sin recibir respuesta.

Durante un largo momento permaneció con la mirada fija en el calculador, como incapaz de creer que, aún en esta última esperanza, hubiese fallado la máquina. Luego se volvió lentamente y se enfrentó a Cary.

—¿Qué es lo que has hecho? —repitió con expresión embotada.

—¿Admites que estabas equivocado? —preguntó Cary.

—Sí —dijo Burke.

—¿Y que he ganado la apuesta? —insistió alegremente Cary.

—Sí.

—Voy a contártelo entonces —dijo el abogado.

Puso un cigarrillo en sus labios y lo encendió, aspirando el humo con fruición y lanzando una gran bocanada que quedó flotando en el quieto aire de la habitación, la cual, falta de calor de los acondicionadores, se estaba enfriando rápidamente.

—Ese magnífico y pequeño artilugio tuyo puede ser muy bueno en meteorología, pero no está muy bien en lógica. Chocante situación, si se considera la estrecha relación existente entre las matemáticas y la lógica.

—¿Qué es lo que hiciste? —reiteró Burke con voz ronca.

—Voy a ello —dijo Cary—. Como dije, es una situación chocante. He aquí esta infalible máquina tuya, que supongo vale varios millones de créditos, devanándose los sesos sobre una paradoja.

—¡Una paradoja! —exclamó Burke casi sollozando.

—Una paradoja —cantó Cary—, la más ingeniosa de las paradojas —volvió a su voz natural—. La cual, en caso de que no lo sepas, está tomada de la opereta cómica Piratas de Penzance, de Gilbert y Sullivan. Se me ocurrió mientras estabas jactándote de que tu amiguito no podía ser deteriorado, que podría ser inmovilizado ofreciéndole un problema que fuese demasiado grande para que pudiese tratarlo su cerebro mecánico. Y recordé cierta cosita de uno de mis cursos de lógica… un asuntejo llamado Paradoja Epimenides. No recuerdo cómo era originalmente expresada —esos cursos de lógica eran insulsos, una especie de cuestiones soporíferas, de todos modos—, pero, por ejemplo, si yo te digo que todos los abogados son embusteros, ¿cómo puedo decirte si la afirmación es verdadera o falsa, puesto que yo soy un abogado y, de ser verdad, debo estar mintiendo al decir que todos los abogados son embusteros? Pero, por otra parte, si estoy mintiendo, entonces todos los abogados no son embusteros, y la afirmación es falsa, o sea una falsedad. Si la afirmación es falsa, es verdad, y si es verdad, falsa, y así sucesivamente… ¿dónde pues está uno? —lanzó de pronto una estrepitosa carcajada—. Debieras verte la cara, Burke —voceó—. Jamás vi a nadie tan aturdido en mi vida… Esto es, de todos modos lo que hice, se lo suministré a la máquina… Mientras tú estabas esperando cortésmente afuera, fui a ella y le dije que debía rechazar la exposición que le estaba haciendo, porque todas las exposiciones que yo hago son incorrectas —hizo una pausa y miró al meteorólogo—. ¿Lo ves, Burke? —prosiguió—. Introduje esta exposición y lo consideré para rechazo. Pero ella no podía rechazarlo sin admitir que era correcta, ¿y cómo podía ser correcta al afirmar yo que todas las exposiciones que hacía eran incorrectas? Ya ves… sí, lo ves, puedo verlo en tu cara, Oh, si pudieses verte ahora. El orgullo del servicio de la meteorología, desbaratado por una paradoja…

Y Cary estalló en carcajadas que duraron casi un minuto. Cada vez que intentaba recobrarse, volvía a empezar a reír, al ver la expresión de espanto del rostro de Burke, que ni se movía ni hablaba; tenía clavada una indefinible mirada en su huésped, como si estuviese contemplando a un fantasma.

Finalmente, y como agotado por su regocijada explosión, Cary empezó a recomponerse, y recostándose en la pared, respiró profundamente y se irguió. Le recorrió un escalofrío y se alzó el cuello de su zamarra.

—Bien —dijo—. Ahora que sabes cuál fue el truco, Burke. supongo que dirigirás tu juguete a su debida función. Está arreciando el frío, y esa luz del día que atraviesa las ventanas no es tampoco la cosa más agradable del Mundo.

Pero Burke no hizo ningún movimiento hacia el panel. Sus ojos estaban tan penetrantemente fijos en Cary como antes.

—Vamos, Burke —dijo Cary sonriéndole con gesto un tanto bobalicón—. Dale a la bomba. Ya te recuperarás más tarde de tu impresión. Si es la apuesta lo que te preocupa, olvídala. Dispongo del dinero suficiente como para no tener que birlarte tu dinero. Y si es por el fallo de este juguete, no lo sientas demasiado. Lo hizo mejor de lo que esperaba. Yo pensé que iba a fundirse por completo, pero veo que sigue ocupado en hacer que cada parte obtenga una solución. Yo diría —bostezó Cary— que está operando hacia el desarrollo de una teoría de tipos. Eso le daría la solución. Probablemente lo conseguiría, en un año o cosa así.

Burke siguió sin moverse, y Cary le miró extrañado.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó con acento irritado.

La boca de Burke se entreabrió, y una salivilla brotó de las comisuras.

—Tú… —dijo, como en el ronco estertor de un hombre agónico.

—¿Qué…?

—¡Tú, estúpido! —barbotó Burke, encontrando su voz—. ¡Estúpido idiota! ¡Imbécil cretino!

—¿Yo? ¿Yo? —clamó Cary, con voz estridente, casi como un chillido femenil—. ¡Yo tenía razón!

—Sí, tú tenías razón —dijo Burke—. Tenías demasiada razón. ¿Cómo puedo distraer la mente de la máquina de este problema y animar la pila a calor y luz, cuando todos los circuitos están ocupados en considerar tu paradoja? ¿Qué puedo hacer yo, cuando el Cerebro está sordo, mudo y ciego?

Los dos hombres se miraron a través de la silenciosa estancia. El cálido aliento de su respiración formaba gélidas plumillas en el aire; y el aullido distante de la tormenta amortiguado por los gruesos muros de la estación parecía acrecentarse en el silencio, comportando uno de salvaje triunfo.

La temperatura de la estación estaba descendiendo muy rápidamente…