ROBERT SHECKLEY

MATE DESCABELLADO

Fool’s Mate

Los jugadores se enfrentaban en el inmenso e infinito tablero del espacio. Las piezas eran destellantes notas que flotaban en sus separados cuadros. Y en esta configuración, al comienzo, antes aun de que se hiciera el primer movimiento, estaba determinado el resultado del juego.

Ambos contrincantes lo sabían, y sabían quién ganaría. Pero jugaban.

Porque la partida tenía que ser jugada.

—¡Nielson!

El teniente Nielson se hallaba sentado ante su cuadro de disparo, con una sonrisa idílica en el rostro. No alzó la vista.

—¡Nielson!

El teniente se estaba mirando ahora los dedos, con la fijeza de un chiquillo perplejo.

—¡Nielson! ¡Espabile ya! —el general Branch advertía severo—. ¿Me oye, teniente?

Nielson movió la cabeza torpemente. Volvió a mirarse los dedos y, luego, la reluciente colección de botones del panel de disparo le prendió la vista.

—Bonito —dijo.

El general Branch entró en el camarote, asió a Nielson por los hombros y lo zarandeó.

—Bonitos objetos —dijo Nielson, señalando con un ademán de la cabeza al panel.

Sonrió a Branch.

Margraves, segundo en mando, asomó la cabeza por el umbral. Todavía llevaba los galones de sargento en su guerrera, aunque había sido promovido a coronel sólo hacía tres días.

—Ed —dijo—, está aquí el delegado del presidente. Visita de información.

—Espere un minuto —respondió Branch—. Quiero completar esta inspección —hizo una mueca; era una inspección infernal, pues había que buscar cuántos hombres válidos le quedaran—. ¿Me oye, teniente? —dijo a Nielson.

—Diez mil naves —respondió Nielson—. ¡Diez mil naves… todas desaparecidas!

—Lo siento —dijo Branch.

Se inclinó y le dio una viva bofetada.

El teniente Nielson se echó a llorar.

—Eh, Ed… ¿qué hay de ese delegado?

A corta distancia, el aliento del coronel Margraves era un denso olor a whisky, pero Branch no le reprendió. Cuando sólo queda un buen oficial, no hay que reprenderle, haga lo que haga. Y por otra parte, Branch aprobaba el whisky. Era un buen alivio, dadas las circunstancias. Probablemente mejor que el suyo propio, pensó, lanzando una ojeada a sus cicatrizados nudillos.

—Ahora mismo estaré con usted… Nielson, ¿puede comprenderme?

—Sí, señor —dijo el teniente con voz temblorosa—. Ya me encuentro bien, señor.

—Bien —dijo Branch—. ¿Puede permanecer en servicio?

—Por algún tiempo —respondió Nielson—. Pero, señor… no estoy bien. Lo noto.

—Lo sé —dijo Branch—. Merece un descanso. Pero usted es el único oficial artillero que me ha quedado en esta parte de la nave. El resto está en las enfermerías.

—Lo intentaré, señor —dijo Nielson, volviendo a mirar de nuevo el panel de disparo—. Pero a veces oigo voces. No puedo prometer nada, señor.

—Ed —insistió Margraves—, ese delegado…

—Ya voy. Buen chico, Nielson.

El teniente no levantó la vista cuando se marcharon Branch y Margraves.

—Le escolté hasta el puente —dijo inclinándose un poco a estribor mientras andaba—. Le ofrecí una bebida, pero no quiso.

—Está bien —dijo Branch.

—Rebosaba de preguntas —continuó Margraves, riendo entre dientes para sí mismo—. Uno de esos serios y estirados hombres del Departamento de Estado, dispuestos a ganar la guerra en cinco minutos. Muy cordial, el muchacho. Deseaba saber por qué yo, personalmente, pensaba que la flota había estado maniobrando en el espacio durante un año sin haber emprendido ninguna acción.

—¿Y qué le dijo usted?

—Le dije que estábamos en espera de un envío de cañones destructores ultrarrápidos —respondió Margraves—. Creo que casi me creyó. Luego empezó a hablar de logística.

—Hummm —hizo Branch.

No tenía objeto saber lo que Margraves, medio borracho, habría dicho al delegado. Tampoco importaba. Ya hacía tiempo que era conveniente una encuesta oficial sobre la prosecución de la guerra.

—Voy a dejarle aquí —dijo Margraves—. Tengo algún asunto por terminar.

—Está bien —dijo Branch, porque era todo cuanto podía decir.

Sabía que el asunto por terminar de Margraves era una botella.

Y se dirigió solo al puente.

El delegado del presidente estaba contemplando la enorme pantalla de localización posicional. Cubría una pared entera, y tenía una serie de relucientes motas que se movían lentamente. Los millares de luces verdes de la izquierda representaban a la flota de la Tierra, separadas por un negro vacío de las naranjas del enemigo. Mientras la contemplaba, varió lentamente el fluido frente tridimensional. Los ejércitos de motas se apiñaron, se desplazaron, se retiraron, y avanzaron, moviéndose con hipnótica lentitud.

Pero el vacío negro permaneció entre ellas. El general Branch había estado contemplando este espectáculo durante casi un año. En cuanto a él, creía que la pantalla era un lujo. A través de ella no podía determinar lo que estaba sucediendo en realidad. Sólo las computadoras programadas podían hacerlo, y no las necesitaban.

—¿Cómo está usted? —saludó el delegado, adelantándose y tendiendo su mano—. Me llamo Richard Ellsner.

Branch le estrechó la mano, observando que la descripción de Margraves había sido muy buena. El delegado no tenía más de treinta años. Su piel atezada daba una rara impresión, tras un año de caras pálidas.

—Mis credenciales —dijo Ellsner, tendiendo a Branch un manojo de documentos.

El general los examinó superficialmente, tras tomar buena nota del nombramiento de Ellsner como Voz Presidencial en el Espacio. Un gran honor para un hombre tan joven.

—¿Cómo van las cosas en la Tierra? —preguntó sólo por decir algo.

Indicó con un gesto un sillón a Ellsner, mientras él tomaba asiento en otro.

—Tensas —respondió Ellsner—. Hemos estado limpiando el planeta de elementos radiactivos para mantener operando a su flota. Por no mencionar el tremendo costo del abastecimiento en alimentos, oxígeno, piezas de repuesto, y todo el suministro que necesita usted para mantener sobre el terreno a una flota de este tamaño.

—Lo sé —murmuró Branch, sin expresión alguna en su ancho rostro.

—Prefiero empezar exponiendo de inmediato las quejas del presidente —dijo Ellsner con una risita de excusa—. Sólo para zafarme de ellas.

—Adelante —dijo Branch.

—Pues bien —comenzó Ellsner, consultando un cuadernito de notas—, usted ha tenido la flota en el espacio durante once meses y siete días. ¿Es exacto?

—Exacto.

—Durante este tiempo se han producido pequeños encuentros, pero no hostilidades reales. Usted, y el comandante enemigo, se han contentado, evidentemente, con darse mutuos bufidos como perros malhumorados.

—Yo no hubiese empleado esa analogía —dijo Branch, sintiendo un ramalazo de antipatía por el joven—. Pero siga.

—Dispense. Fue una desafortunada, aunque inevitable comparación. Sea como sea, no se ha entablado ninguna batalla, aun cuando dispone usted de una superioridad numérica. ¿Es eso exacto?

—Sí.

—Y usted sabe que el mantenimiento de esta flota supone un gravamen a los recursos de la Tierra. El Presidente desearía saber por qué no ha tenido lugar esa batalla.

—A mí me gustaría oír primero el resto de las quejas —repuso Branch.

Apretó sus quebrantados puños, pero, con extraordinario dominio de sí mismo, los mantuvo a ambos costados.

—Muy bien. El factor moral. Estamos recibiendo informes de usted sobre la incidencia de fatiga de combate… desfallecimiento, en lenguaje claro. ¡Las cifras son absurdas! Un treinta por ciento de sus hombres parecen estar afectados. Eso pasa de la raya, aun en una situación tensa.

Branch no respondió.

—Bien, para zanjar esto —prosiguió Ellsner—, desearía la respuesta a esas cuestiones. Luego, su ayuda en la negociación de una tregua. Esta guerra, ante todo, era absurda. Nadie en la Tierra la escogió. El Presidente opina que, en vista de la situación estática, al comandante enemigo se le podría inducir a adoptar la idea.

El coronel Margraves irrumpió tambaleante y con el rostro encendido. Había resuelto, al parecer, el asunto pendiente… añadiendo otro cuarto a su semiborrachera.

—¿Qué es lo que he oído sobre una tregua? —barbotó.

Ellsner le miró fijamente durante un momento, y luego se volvió a Branch.

—Supongo que querrá cuidarse de ello usted mismo. Si entra en contacto con el comandante enemigo, yo intentaré llegar a un acuerdo con él.

—A ellos no les interesa —dijo Branch.

—¿Cómo lo sabe?

—Yo lo he intentado ya. He estado tratando de negociar una tregua hace meses. Quieren una capitulación completa.

—¡Pero eso es absurdo! —exclamó Ellsner, sacudiendo la cabeza—. No tienen ninguna base de sustentación para pretenderlo. Las flotas son del mismo tamaño aproximadamente. Hasta ahora no se han producido grandes enfrentamientos. ¿Cómo pueden…?

—Muy fácilmente —rugió Margraves, yendo al delegado y escudriñándole truculentamente el rostro.

—General. Este hombre está borracho —dijo Ellsner poniéndose en pie.

—¡Desde luego, pequeño idiota! —farfulló Margraves—. ¿Es que no lo comprende aún? ¡La guerra está perdida! Por completo, sin remisión.

Ellsner se volvió colérico a Branch. El general suspiró y se puso en pie a su vez.

—Así es, Ellsner. La guerra está perdida y todas las dotaciones de la flota lo saben. Por eso es que anda tan baja la moral. Sólo estamos pendientes de que nos barran de la existencia.

Las flotas se desplazaban y entrelazaban. Miles de motas flotaban en el espacio en enroscadas formas casuales.

Aparentemente casuales.

Las formas se engranaban, se abrían y se cerraban. Dinámica y delicadamente equilibrada, cada configuración era un movimiento planificado sobre un frente de cien mil millas. Las notas opuestas se desplazaban para acomodarse a las exigencias de la pauta siguiente.

¿Dónde estaba la ventaja? Para el ojo inexperto, una partida de ajedrez es una insensata ordenación de piezas y posiciones. Pero para los jugadores… la partida ya puede estar ganada o perdida.

Los jugadores mecánicos que movían los miles de motas sabían quién había ganado… y quién había perdido.

—Relajémonos todos —dijo Branch en tono apaciguador—. Margraves, prepárenos un par de combinados. Voy a explicarlo todo.

El coronel se dirigió a una surtida licorera que estaba en una esquina del camarote.

—Estoy esperando —dijo Ellsner.

—Pasemos primero revista. ¿Recuerda usted cuándo se declaró la guerra, hace dos años? Ambas partes subscribieron el pacto Holmstead, acordando no bombardear planetas nacionales. Se dispuso una cita en el espacio, para que se enfrentasen las flotas.

—Ésa es una vieja historia —dijo Ellsner.

—Tiene un particular. La flota de Tierra se agrupó y voló a la cita —Branch carraspeó—. ¿Conoce usted los CPC? —prosiguió—. ¿Los Calculadores de Probabilidad de Configuración? Son como jugadores de ajedrez, enormemente extendidos. Disponen a la flota en una óptima formación de ataque-defensa, basada en la configuración de la flota oponente. Así fue cómo se estableció la primera norma.

—No veo la necesidad… —empezó a decir Ellsner, pero Margraves, volviendo con las bebidas, le interrumpió.

—Espere, muchacho. Pronto habrá una luz cegadora.

—Cuando las flotas se encuentran —prosiguió Branch—, los CPC calculan las probabilidades de ataque. Encuentran que hemos perdido aproximadamente el ochenta y siete por ciento de nuestra flota por el sesenta y cinco por ciento el enemigo. De haber atacado ellos, hubiesen perdido setenta y nueve por ciento, por sesenta y cuatro nosotros. Así era la situación entonces. Por extrapolación, su norma óptima de ataque, en ese momento, les había producido un cuarenta y cinco por ciento de pérdidas. Las nuestras habrían alcanzado un setenta y dos.

—Yo no sé mucho de CPC —confesó Ellsner—. Mi terreno es psíquico.

Sorbió su bebida, gesteó y sorbió de nuevo.

—Piense en ellos como jugadores de ajedrez —dijo Branch—. Pueden estimar las probabilidades de ataque en un momento dado, con cualquier norma. Pueden extrapolar los probables movimientos de ambos lados. Ésta es la causa de que no se declarara la batalla en nuestro primer encuentro. Ningún comandante va a aniquilar toda su flota así como así.

—Pero entonces —repuso Ellsner—, ¿por qué no explotó usted su ligera superioridad numérica? ¿Por qué no obtuvo una ventaja sobre ellos?

—¡Ah! —exclamó Margraves, tomando un trago—. ¡Ya aparece la luz!

—Permítame expresárselo en forma de analogía —contestó Branch—. Si tiene usted dos jugadores de ajedrez de igual destreza, el final del juego está decidido cuando uno de ellos obtiene ventaja. Una vez que ésta se ha impuesto, no hay nada que el otro jugador pueda hacer, a menos que el primero cometa un error. Si todo va como debiera, el final del juego está predeterminado. El punto crucial puede llegar unos cuantos movimientos después de que el juego comienza, si bien el propio juego podría arrastrarse durante horas.

—Y recuerde —intervino Margraves— que un espectador casual puede que no vea ninguna ventaja. Puede que ni siquiera se pierda una pieza.

—Esto es lo que ha sucedido aquí —terminó tristemente Branch—. Las unidades CPC de ambas flotas son de la máxima eficiencia. Pero el enemigo dispone de un margen que está explotando cuidadosamente. Y no hay nada que podamos hacer.

—Pero ¿cómo sucedió eso? —preguntó Ellsner—. ¿Quién se equivocó?

—Los CPC han advertido la causa del fracaso —dijo Branch—. El final de la guerra era inherente a nuestra formación de salida.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Ellsner, dejando a un lado su vaso.

—Sólo eso. La configuración de la flota estaba trazada, a años luz de la batalla, antes de que hubiésemos contactado con la enemiga. Cuando las dos se encontraron, ellos tenían una ventaja infinitesimal de posición. Era suficiente. Suficiente para los CPC de todos modos.

—Si le sirve de consuelo —intervino Margraves—, la probabilidad estaba al cincuenta por ciento. Y también podríamos haber sido nosotros quienes dispusiéramos del margen.

—Tengo que descubrir más sobre eso —dijo Ellsner—. Todavía no comprendo bien todo.

—La guerra está perdida —gruñó Branch—. ¿Qué más quiere saber?

Ellsner meneó la cabeza.

—Me has puesto el cepo de la predestinación —citó Margraves—, ¿e imputas luego mi caída en el pecado?

El teniente Nielson se hallaba sentado frente al panel de disparo, con sus dedos entrelazados… Lo cual era necesario, porque Nielson sentía un casi irresistible deseo de apretar los botones.

Los bonitos botones.

Lanzando un juramento se sentó sobre las manos. Había prometido al general Branch que seguiría en su puesto, y eso era importante. Habían pasado ya tres días desde que le viera, pero estaba decidido a continuar. Fijó resueltamente la mirada en los cuadrantes de disparo.

Los delicados indicadores oscilaban y temblaban. Los cuadrantes medían la distancia y ajustaban la apertura a alcance. Los gráciles indicadores subían y bajaban cuando la nave maniobraba alzándose hacia la línea roja, pero sin alcanzarla por completo.

Esta línea roja señalaba emergencia. Ésta se produciría cuando él comenzara a disparar, al cruzar la flechita negra la rayita roja.

Él llevaba ya casi un año esperando a esa flechita negra. Flechita negra. Flechita negra. Flechita negra.

Detenía. Eso sería cuando él comenzara a disparar.

El teniente Nielson alzó sus manos y examinó las uñas. Limpió fastidiosamente algo de suciedad de una de ellas, y volviendo a entrelazar de nuevo los dedos, se quedó mirando los bonitos botones, la flechita negra, y la rayita roja.

Sonrió para sí mismo. Había prometido quedarse ante el panel, sin hacer nada.

Por ello aparentaba no oír lo que los botones le estaban cuchicheando.

—Lo que no puedo ver —dijo Ellsner— es por qué no puede usted hacer algo con respecto a la norma. Retirarse y reagruparse, por ejemplo…

—Yo lo explicaré —intervino Margraves—. Así le daré la oportunidad a Ed de tomarse un trago. Venga usted aquí —y condujo a Ellsner a un panel de instrumentos.

Habían estado enseñándole la nave durante tres días, más para aliviar su propia tensión que por cualquier otro motivo. El último día se había convertido en un prolongado asalto a la bebida.

—¿Ve usted este cuadrante? —Margraves apuntó a uno.

El panel instrumental cubría una superficie de metro y medio de ancho por siete de largo. Sus botones y conmutadores controlaban los movimientos de toda la flota.

—Observe la superficie ensombrecida. Señala el límite de seguridad. Si empleamos una configuración prohibida, el indicador sobrepasa y se desata el Infierno.

—¿Y qué es una configuración prohibida? —preguntó Ellsner.

Margraves pensó durante un momento.

—Las configuraciones prohibidas —dijo— son aquéllas que darían al enemigo una ventaja de ataque. O, para expresarlo de otra manera, movimientos que cambian el cuadro de ataque-probabilidad-pérdida, como para garantizar un ataque.

—¿Así que ustedes sólo pueden moverse dentro de unos límites estrictos? —preguntó Ellsner, mirando el cuadrante.

—Exacto. Del número Infinito de posibles formaciones, sólo podemos emplear unas cuantas, si queremos jugar a lo seguro. Es como en el ajedrez. Supongamos que le guste a usted poner un peón de la sexta fila tras la fila de su oponente. Ello requeriría dos movimientos. Y después de que se moviese usted a la séptima fila, su oponente tendría un paso despejado, conduciendo inevitablemente al jaque-mate.

—Desde luego, si el enemigo avanza con demasiada audacia, las probabilidades cambian de nuevo, y nosotros atacamos.

—Es nuestra única esperanza —intervino el general Branch—. Estamos haciendo votos porque cometan alguna equivocación. La flota está presta para un inmediato ataque, si nuestro CPC muestra que el enemigo se ha extendido demasiado en alguna parte.

—Y ésa es la razón del desfallecimiento —dijo Ellsner—. Todos los hombres de la flota, con los nervios en punta, están esperando una oportunidad que no ha de llegar nunca. ¿Cuánto tiempo ha de seguir así la cosa?

—Este movimiento y tanteo puede dilatarse un poco más de dos años —dijo Branch—. Entonces ellos estarán en la formación óptima para el ataque, con un veintiocho por ciento de probabilidades de pérdida por nuestras noventa y tres. Tendrán que atacar entonces, o de lo contrario, las probabilidades se tornarán a nuestro favor.

—¡Qué pobres diablos son ustedes! —dijo Ellsner con aire de conmiseración—. Esperando una oportunidad que no ha de llegar nunca. Sabiendo que, tarde o temprano, van a ser barridos del espacio.

—Nada, pura juerga —dijo Margraves, con instintiva aversión a la simpatía de un civil.

Algo zumbó en el tablero de conmutación. Branch se dirigió hacia él e introdujo una clavija en una línea.

—¿Hola? —dijo—. Sí, sí… Está bien, Williams. Bien —desconectó la línea—. El coronel Williams —explicó— ha tenido que encerrar a sus hombres en sus camarotes. Es la tercera vez que sucede en este mes. Habré de conseguir del CPC que establezca una formación de forma que podamos retirarlo del frente.

Se fue a un panel lateral y comenzó a apretar botones.

—Y así está la cosa —dijo Margraves—. ¿Qué piensa usted hacer, señor representante presidencial?

Las relucientes motas se desplazaban y desplegaban, avanzaban y se retiraban, manteniendo siempre una barrera de espacio negro entre ellas. Los jugadores mecánicos de ajedrez vigilaban cada movimiento, calculando su efecto en un lejano futuro. Las piezas se movían atrás y adelante en el gran tablero de ajedrez.

Los jugadores actuaban desapasionadamente, conociendo de antemano el resultado de la partida. En su Universo estrictamente ordenado no cabía ninguna fluctuación posible, ninguna torpeza, ningún fallo.

Movían las piezas. Y sabían. Y seguían moviéndolas.

—Oh, sí —dijo el teniente Nielson al sonriente camarote—. Oh, sí.

Y miró a todos los botones, riendo para su capote.

Qué cosa tan estúpida. Georgia.

Nielson aceptaba el azul obscuro de la santidad cubriéndole los hombros. Cantaban los pájaros en alguna parte.

Desde luego.

Tres botones rojos. Los apretó. Tres botones verdes. Los apretó también. Cuatro cuadrantes. Lectura marginal.

Oh, oh. Nielson está chiflado.

«Tres es para mí», dijo Nielson, tocándose la frente con la mayor cautela. Tendió luego de nuevo la mano al tablero. Un inimaginable tropel de ideas le recorría la mente, producidas por innumerables estímulos.

Mejor será asirlo. ¡Cuidado!

Suaves manos me rodean mientras oprimo dos marrones para el principal y uno, el fijante, para todos los demás.

—¡Detenedle, qué no dispare todos esos cañones!

Soy elevado al aire, vuelo, vuelo.

—¿Hay alguna esperanza para ese hombre? —preguntó Ellsner, después de que hubieron encerrado a Nielson en un camarote.

—Quién sabe —respondió Branch.

Su ancho rostro se tensó y sobresalieron nudos de músculos en sus mejillas. De súbito, se volvió y asestó un violento puñetazo contra el mamparo metálico, gruñendo y gesteando luego mansamente.

—Disparatado, ¿no es así? Son las bebidas de Margraves. Las hago evaporar golpeando las paredes. Ea, vamos a comer.

Los oficiales comían separados de la tripulación. Branch había descubierto que algunos oficiales podían ser asesinados por tripulantes psicópatas. Era preferible apartarlos.

Durante la comida, Branch se volvió de pronto a Ellsner.

—Mire, no le he dicho toda la verdad. ¿Le dije que esto seguiría durante dos años? Bueno, los hombres no resistirán tanto. Yo no sé si podré mantener unida esta flota dos semanas más.

—¿Qué sugeriría usted?

—No lo sé —respondió Branch.

Se negaba todavía a considerar la rendición, aunque sabía que era la única respuesta realista.

—No estoy seguro —dijo Ellsner—, pero pienso que puede haber un medio aparte de su dilema.

Los oficiales dejaron de comer para mirarle.

—¿Acaso tiene usted algún superarmamento para nosotros? —preguntó Margraves—. ¿Algún desintegrador en su maleta?

—Siento no tenerlo. Pero pienso que han estado ustedes tan pegados a la situación, que no la ven en su verdadero aspecto. Un caso algo así como el de los árboles que impiden ver el bosque.

—Siga —dijo Branch, masticando metódicamente un trozo de pan.

—Consideran el Universo tal como lo ve el CPC. Un Mundo de estricta causalidad. Un Universo lógico, coherente. En este Mundo, todo efecto tiene una causa. Todo factor puede explicarlo instantáneamente… Y ésa no es una imagen del Mundo real. Realmente, no hay ninguna explicación para todo. El CPC está construido para ver un Universo especializado, y para extrapolar basándose en ello.

—Así pues, ¿qué es lo que haría usted? —preguntó Margraves.

—Desquiciar el Mundo —respondió Ellsner—. Llevarlo a la incertidumbre. Introducir un factor humano que no puedan calcular las máquinas.

—¿Cómo podría introducir usted la incertidumbre en una partida de ajedrez? —preguntó Branch, interesado, a su pesar.

—Estornudando en un momento crucial, quizá. ¿Cómo podría una máquina calcular eso?

—No tendría que hacerlo. Lo clasificaría tan sólo como un extraño ruido, y lo ignoraría.

—Correcto —Ellsner pensó durante un momento—. Esta batalla… ¿cuánto tiempo durará una vez que comiencen las hostilidades efectivas?

—Unos seis minutos —respondió Branch—. Veinte segundos más o menos.

—Eso confirma mi idea —dijo Ellsner—. La analogía que ustedes emplean del juego de ajedrez es deficiente. No existe una comparación real.

—En una manera conveniente de pensar sobran las circunstancias —objetó Margraves.

—Pero es falsa —repuso Ellsner—. El dar jaque mate al rey no puede equipararse a destruir una flota. Ni el resto de la situación es como en el ajedrez. Aquí se juega de acuerdo a reglas previamente acordadas por los jugadores. En esta partida se pueden establecer las propias reglas.

—Esta partida tiene inherentes reglas propias —dijo Branch.

—No —dijo Ellsner—. Sólo los CPC tienen reglas. Supóngase que prescindiera de los CPC… y que dejase a juicio de cada comandante la decisión de atacar, sin norma alguna. ¿Qué sucedería?

—Que no serviría —dijo Margraves—. Los CPC pueden totalizar el cuadro, basándose en la capacidad promedio de planeamiento del ser humano. Y todavía más, pueden manejar con facilidad el ataque de unos cuantos miles de calculadores humanos de segundo orden. Sería como disparar contra pichones de arcilla.

—Pero ustedes han de intentar algo —instó Ellsner.

—Espere un momento —dijo Branch—. Usted puede soltar toda la teoría que quiera. Yo sé lo que me dicen los CPC, y les creo. Estoy todavía al mando de esta flota, y no voy a arriesgar las vidas de mis subordinados en un plan descabellado.

—Los planes descabellados ganan a veces las guerras —dijo Ellsner.

—Y generalmente las pierden —repuso Branch—. La guerra está ya perdida, según su propia admisión —objetó Ellsner.

—Todavía puedo esperar que ellos cometan un error.

—¿Todavía cree que pueda suceder?

—No.

—¿Así pues…?

—Seguiré esperando.

El resto de la comida transcurrió en taciturno silencio. Después, Ellsner se fue a su camarote.

—¿Y bien, Ed? —preguntó Margraves, desabrochándose la camisa.

—Usted dirá —respondió el general.

Se hallaba tendido en su cama, tratando de no pensar. Aquello era demasiado. Logística. Batallas predeterminadas. El próximo desastre. Estuvo a punto de golpear su puño contra el mamparo, pero se contuvo. Lo tenía ya dislocado. Decidió dormir.

En el borde entre el dormitar y el sueño, oyó un golpe seco.

¡La puerta!

Saltó de la cama, fue a ella y empuñó el picaporte.

Luego le dio un empellón.

Cerrada.

—General, haga el favor de sujetarse bien. Estamos atacando. —Era la voz de Ellsner por el teléfono interior—. Miré el teclado —prosiguió— y di con el cierre magnético de las puertas. Muy conveniente en caso de motín, ¿no es así?

—¡Idiota! —barbotó Branch—. ¡Va usted a matarnos a todos! Ese CPC…

—He desconectado nuestro CPC —dijo Ellsner—. Soy una persona sumamente lógica, y me parece que sé cómo les va a sentar un estornudo.

—Está loco —voceó Margraves a Branch.

Unieron ambos sus fuerzas para dar un nuevo empellón a la puerta, y de pronto fueron lanzados al suelo.

—¡Todos los artilleros… fuego a voluntad! —radiodifundió Ellsner a la flota.

La nave estaba en movimiento. ¡El ataque estaba en marcha!

Las motas avanzaban agrupándose y atravesando la tierra de nadie del espacio. Fulguraba la energía, y se encendía la batalla.

Seis minutos en tiempo humano. Horas para el jugador de ajedrez electrónicamente rápido. Comprobó sus piezas durante un instante, deduciendo la norma del ataque.

¡No había norma alguna!

La mitad de las piezas del jugador adversario se dispararon en el espacio, de manera impropia a la batalla. Flancos enteros avanzaban, se separaban, volvían a unírsele, tiraban adelante, disolvían su formación, la reordenaban de nuevo.

¿Ninguna norma? Tenía que haber una norma, una pauta. El jugador de ajedrez sabía que todo la tenía. Era sólo cuestión de descubrirla, de considerar los movimientos ya hechos y, extrapolándose, determinar cuál podía ser el fin.

El fin fue… ¡el caos!

Las motas surcaban con celeridad metiéndose y saliendo, se disparaban fuera en ángulos rectos a la batalla, se detenían y volvían a la carga, insensatamente.

¿Qué significaba aquello?, se preguntaba el jugador de ajedrez con la calma del metal. Esperaba que surgiera una configuración reconocible.

Contemplando desapasionadamente cómo conformaban barridas sus piezas del tablero.

—Voy a dejarles salir —voceó Ellsner—, pero no traten de detenerme. Creo que les he ganado su batalla. Se abrió la puerta, y los dos oficiales se precipitaron por el pasillo al puente, decididos a hacer pedazos a Ellsner.

Ya en el interior, se rebajó su ímpetu hasta cesar por completo.

La pantalla mostraba la gran masa de motas de Tierra abatiéndose sobre un desperdigamiento de motas enemigas, y barriéndolas.

Sin embargo, lo que más les dejó parados, fue ver a Nielson riendo mientras sus manos recorrían conmutadores y botones del gran tablero principal de control.

El CPC estaba ahora anunciando monótonamente las pérdidas. Tierra: dieciocho por ciento. Enemigo: ochenta y tres. Ochenta y cuatro. Ochenta y seis. Tierra: diecinueve por ciento.

—¡Mate! —gritó Ellsner; estaba en pie junto a Nielson, con una llave inglesa apretada en la mano—. ¡Falta de norma! Le proporcioné al CPC de ellos algo que no pudo resolver. Un ataque sin norma aparente. ¡Una configuración insensata!

—Pero ¿qué es lo que están haciendo? —preguntó Branch, con un ademán a las menguantes motas enemigas.

—Siguen fiándose de su jugador de ajedrez —respondió Ellsner—. Todavía esperan que les resuelva la norma de ataque de esta mente extraviada. Demasiada fe en las máquinas, general. Este hombre ni siquiera sabe que está precipitando un ataque.

… Y empuja tres, eso es para papi en el olivo; yo siempre quería ir a la feria de Dunbury con zapatos marrones de hebilla y botones marrones…

Fluían las incoherencias de la boca de Nielson mientras sus manos continuaban revolviendo el tablero.

—¿Para qué es esa llave inglesa? —preguntó Margraves a Ellsner.

—¿Esto? —Ellsner la sopesó en su mano—. Es para cerrar a Nielson después del ataque…

Margraves le miró perplejo, mientras Nielson proseguía con sus manipulaciones y sus incoherencias.