El gato de Brasil

Arthur Conan Doyle

Muy pocos personajes de ficción han llegado eclipsar el nombre de su autor como en el caso de Sherlock Holmes, el extravagante detective modelo de lógica y razonamiento. Pero Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), un humilde médico de la pequeña localidad de Southsea, cerca de Portsmouth, no sólo es famoso por haber creado tan peculiar personaje. Sus novelas policíacas, de misterio y terror, le hacen merecedor de un puesto relevante e indiscutible en este género literario. Y como muestra, permítanos el lector y la lectora que les presentemos este pavoroso relato, en el que la imaginación del autor les hará vivir la angustia opresiva de su argumento.

Porque Conan Doyle conocía todos los recursos de la literatura de acción, de lo que mejor llegaba al público. Hombre muy culto, preocupado por los avances de la técnica y de las ciencias ocultas, se convirtió en uno de los mejores propagandistas del Espiritismo. Además, dio con las claves para atrapar la atención de quienes le leyeran. En la magia de mantener el «suspense» fue, y es, un consumado maestro.

Siempre conduce al infortunio el que un hombre alimente aficiones caras, planee grandes sueños y tenga familiares de alto rango, no poseyendo la correspondiente fortuna o una ocupación con la que llegar a obtenerla. La cuestión es que mi padre, de buen corazón, apasionado y rico, confiaba en el capital y en la tolerancia de su hermano mayor, el soltero lord Southerton, por lo que se convenció de que yo, su único descendiente, nunca podría ser forzado a sobrevivir por mis propios recursos. Daba por supuesto que, en el caso de faltarme un cargo en las fabulosas propiedades Southerton, resultaría fácil que se me proporcionara una ocupación en el servicio diplomático, que continúa siendo un coto reservado únicamente a nuestra casta. Falleció prematuramente para entender lo equivocado de sus planes. Ni mi tío ni sus riquezas me dedicaron el más mínimo interés, ni se preocuparon por mi futuro. Recibí dos faisanes alguna vez, o un envío de licores, acaso para que no olvidase que era el heredero de Otwell House y de uno de los millonarios más importantes de Inglaterra. Al mismo tiempo, fui arrastrado a ser un soltero de ciudad, que residía en una suite de apartamento en Grosvenor Mansions, sin más tareas que el tiro de pichón y el juego de polo en Hurlingham. Pasado el tiempo fui aceptando que se hacía imposible razonar con los prestamistas para que aplazaran el vencimiento de mis letras o consintieran en recibir otros pagarés que sólo contaban con el aval de una fortuna aún no heredera. Por lo que la penuria se apoderó de mí como una infección.

La herida de esta situación se patentizaba cuando tenía en cuenta, sin dejar de pensar en los millones de lord Southerton, que la totalidad de mis familiares gozaban de una existencia privilegiada. El más cercano de ellos era Everard King, sobrino de mi padre y primo en primera línea, el cual contaba con unas apasionantes experiencias en el Brasil, y acababa de regresar a Londres con un gran capital. Ignorábamos de qué forma se había valido para hacerse rico, y nos admiraba que hubiese podido comprarse las propiedades de Greylands, cerca de Clipton-on-the-Marsh, en Suffolk. A lo largo de los primeros meses de su estancia en Inglaterra no se molestó en conocerme; sin embargo, una mañana veraniega, con gran satisfacción por mi parte, me llegó una invitación para realizar una corta visita a la mansión Greylands. Yo andaba por entonces bajo el presentimiento de tener que mantener una larga visita a la Mansión de los Miserables, y esta fuga me vino como un golpe de suerte. Porque si conseguía entenderme con ese desconocido familiar, existía alguna posibilidad de que yo pudiera sobrevivir. En bien de la tradición de mis apellidos, era injusto que no me ayudase a salir del acoso al que me veía sometido. Dije a mi servidor que hiciera mi equipaje, y por la tarde salí de viaje a Clipton-on-the-Marsh.

Después de un transbordo en Ipswich, un pequeño tren rural me colocó en una minúscula estación solitaria, en el centro de una ondulada llanura cubierta de hierbas y donde un río de adormecidas aguas jugaba a formar curvas entre las riberas cubiertas de fango, lo que probaba que me hallaba en el campo de actividad de las mareas. No me aguardaba ningún vehículo (más tarde, supe que mi telegrama no había llegado a su debido tiempo), por lo que debí contratar un coche de alquiler en el hotelucho local. Su conductor, un sujeto agradable, se entregó a elogiar desmesuradamente a mi primo, y así me permitió saber que el nombre Everard King era el mejor salvoconducto en esta parte del país. Se le consideraba el mecenas de la escuela, mantenía sus propiedades accesibles a todos los que querían visitarlas, había realizado infinidad de donaciones monetarias... Resumiendo, su bondad era de tal calibre que mi acompañante únicamente la justificaba en la suposición de que un hombre así debía tener ambiciones políticas.

Mi interés se alejó de los elogios del cochero por la visión de un ave preciosa, que se posó en lo alto de un poste telegráfico junto a un sendero. Al principio me pareció un grajo, pero me di cuenta de que era muy grande y de plumas más brillantes. Aquel excelente hombre justificó mi extrañeza diciendo que el pájaro venía de la casa a la que nosotros nos dirigíamos. Por lo visto, la aclimatación de los animales que mi primo había traído de Brasil suponía una de sus diversiones más permanentes. Nada más rebasar las verjas del parque de Greylands, obtuvimos una generosa prueba de esa afición. Un diminuto antílope de piel moteada, un singular cerdo salvaje de nombre, eso me parece, pécari, una oropéndola de fastuoso plumaje, una clase de armadillo, y una curiosa bestia de torpes movimientos, con las patas recogidas hacia dentro y similar a un gordísimo oso perezoso, destacaban entre las demás bestias que contemplé mientras recorríamos la sinuosa avenida.

Everard King, mi primo, me esperaba en las escaleras de la mansión, pues nos había visto desde lejos. Su presencia no podía ser más normal: me pareció de corta talla y de fuerte complexión; contaría unos cuarenta y cinco años, y su rostro circular, cargado de buen humor, se veía dorado por el sol de los trópicos y atravesado por un sinfín de arrugas. Lucía una indumentaria blanca de lino, al estilo del colono; llevaba un cigarrillo entre los labios, y se dejaba caer un ancho sombrero panamá hacia la parte de la nuca. Me pareció un personaje de los que sólo pueden hallarse en un bungalow provisto de porche, pues resultaba singularmente ajeno a aquella enorme mansión de piedra.

—¡Querida! —exclamó, volviendo la cabeza hacia su espalda—. ¡Querida! ¡Ya ha venido nuestro huésped! ¡Sea bienvenido a Greylands! Me alegra conocerle, primo Marshall, y valoro como un honor que se haya dignado visitar esta aburrida casita.

Todo era cordialidad en su persona, y me sentí cómodo en el acto. Pero requerí de mis mejores sentimientos para superar la indiferencia, y hasta la agresividad, de su esposa, una señora alta y huraña que apareció en la puerta. Me pareció brasileña, aunque su inglés no podía ser más perfecto; y perdoné su actitud, reprochándola el desconocimiento de nuestras maneras. No obstante, jamás me daría pruebas de que le agradaba mi presencia en la Mansión Graylands. Siempre me hablaba de una forma cortés, pero en sus negros ojos, singularmente elocuentes, descubrí que anhelaba mi regreso a Londres.

No obstante, mis deudas eran agobiantes, y las esperanzas respecto a la ayuda de mi primo resultaban imprescindibles para mí, por lo que me negué a dejarme impresionar por el mal talante de su esposa. La habitación que me asignaron me pareció deliciosa. Cuando él se ofreció a brindarme todo lo que pudiese facilitar mi comodidad, estuve a punto de convertir en palabras la necesidad de un préstamo a fondo perdido, pero advertí que aquello era ir muy deprisa. La cena resultó exquisita, y en el momento que nos acomodamos, con los habanos y el café, consideré que todas las excelencias contadas por el cochero no se quedaban cortas y que nunca había conocido a un individuo más amable y generoso.

Me di cuenta de que era un ser de recia personalidad y ánimo apasionado. Me brindó la prueba a la mañana siguiente. Dado que la singular antipatía que la señora Everard King me dedicaba era tan intensa, a lo largo del desayuno su comportamiento me pareció insultante. Pero no se anduvo por las ramas cuando nos quedamos solos.

—El tren ideal sale a las doce cincuenta —dijo, mirándome con aversión.

—No he pensado marcharme hoy —respondí, sincero.

—Oh, si es usted quien ha de tomar esa decisión... —recalcó, deteniéndose con un agresivo brillo en los ojos.

—Estoy convencido de que el señor Everard King me hará saber cuándo debo marcharme.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó la voz de mi anfitrión, cuando penetró en la estancia. Había oído mis últimas palabras, y nuestras expresiones le revelaron todo lo ocurrido. Al momento, su gesto se hizo cruel al dirigirse a mí—: ¿Le importaría dejarnos un instante, Marshall?

Cerró la puerta cuando yo salí, y después, a lo largo de unos segundos, le escuché dirigirse a su esposa con un tono bajo y cargado de vehemencia. El agresivo rompimiento de la hospitalidad le había ofendido. Poco más tarde percibí unos pasos rápidos, y allí me encontré con la señora brasileña, que tenía el rostro desencajado de excitación y los ojos rojos por las recientes lágrimas.

—Mi marido me ha ordenado que le pida disculpas, señor Marshall —murmuró, quieta y con la mirada fija en el suelo.

—Le ruego que no formule ni una sola palabra más, señora King.

Sus negras pupilas resplandecieron de pronto al contemplarme.

—¡Loco! —susurró, con desesperado acento; y, dándose la vuelta, escapó hasta el interior de la casa.

La ofensa era tan insoportable, que sólo reaccioné mirándola con estupor. Y en aquel punto me encontraba cuando mi primo salió a buscarme. Comprobé que había recuperado su amabilidad y que su rostro regordete ofrecía la sonrisa que respondía a su fama.

—Oh, sí... ¡Claro que sí!

Pasó su mano por debajo de mi brazo y me invitó a caminar por el sendero cubierto de hierba.

—Prefiero que no nos tome en serio —aconsejó—. No quisiera que acelerase su marcha. La cosa es que... nunca se justifica la existencia de secretos entre familiares... Le diré que mi infeliz y amada mujer es terriblemente celosa. No soporta que otra persona, ya sea hombre o mujer, se interponga ni un instante entre los dos. Su ambición es retenerme en una isla desierta. Asegúreme que ya lo ha olvidado.

—En efecto, lo considero algo sin importancia.

—Conforme. Ahora voy a mostrarle mi colección de animales.

Durante toda la tarde me vi sometido a esa grata exhibición, que abarcó todos los irracionales, incluso los reptiles. La mayoría se encontraban en libertad, en jaulas los demás, y unos pocos hasta se movían por las habitaciones del edificio. Mi primo me habló de sus nacimientos y de sus muertes, y gritó entusiasmo en el momento que, ante nosotros, alguna brillante ave salía volando de entre la maleza. Por último, me llevó a un pasillo que nacía desde un ala de la casa. A su extremo encontramos una gruesa puerta provista de una mirilla; a la vez, vi en la pared un asa de hierro unida a una rueda y a un rodillo. Una verja de recios barrotes nos cerró el camino.

—Ha llegado la hora de mostrarle la gema más preciosa de mi zoológico —afirmó—. Sólo existe otro ejemplar en todo el continente europeo, después de haber fallecido la cría de Rotterdam. Es un gato brasileño.

—¿Qué tiene de especial respecto a cualquier otro felino?

—Ya lo comprobará —dijo, bromeando—. ¿Le importaría levantar la mirilla y echar un vistazo hacia el interior?

Al hacerlo, me encontré con una enorme estancia vacía, con baldosas de piedra y ventanucos enrejados en la pared opuesta. En el centro, dejándose acariciar por los rayos del sol, permanecía acostada una gran bestia del tamaño de un tigre, pero de piel negra y lisa como el ébano. Era un gato negro de excesivas dimensiones y excelente cuidado, que retozaba calentándose en aquel pequeño lago de luz amarilla. Me pareció tan agradable, tan poderoso y tan tiernamente satánico, que fui incapaz de alejar mi atención de la mirilla.

—¿A que es espléndido? —preguntó mi primo, apasionadamente.

—¡Majestuoso! Nunca había contemplado una bestia tan noble.

—Algunos le llaman puma negro, pero nada tiene que ver con el puma. Este ejemplar mide unos once pies de cabeza a cola. Hace poco más de cuatro años sólo era una bolita de pelusa negra. Lo compré siendo un cachorro nacido en las selvas de las fuentes del Río Negro. Acabaron con su madre a lanzazos después de que ella matara a una docena de hombres.

—Entonces, ¿son feroces?

—Son las fieras más diabólicamente traicioneras y sedientas de sangre que se conocen. Menciónele un gato brasileño a un indígena, y le hará escapar lleno de terror. Su caza se inclina más por el ser humano que por las otras bestias. Este aún no conoce el sabor de la sangre viva, pero en el momento que cumpla esa necesidad se transformará en algo terrible. Por ahora, sólo me acepta a mí en su cubil. Ni siquiera Baldwin, el servidor que lo atiende, ha podido tocarle.

A la vez que hablaba, ante mi sorpresa, abrió la puerta y entró de una forma especial, cerrándola inmediatamente. Al sonido de su voz, la grande y ágil fiera se incorporó bostezando y frotó amigablemente su cabeza redonda y oscura contra su costado, mientras él le acariciaba con cariño.

—¡Vamos, Tommy, vuelve a tu jaula! —gritó.

El espantoso gato se dirigió hacia uno de los laterales de la estancia, donde se enroscó sobre sí mismo debajo de unas rejas. Luego Everard King llegó a mi lado y, tomando el asa metálica, la hizo girar. Enseguida la línea de barrotes del corredor comenzó a deslizarse por unas ranuras de la pared, construyendo una sólida jaula. Cuando todo quedó en su posición, abrió nuevamente la puerta y me invitó a que pasara. Percibí ese acre y rancio hedor tan peculiar de los carnívoros.

—Sólo así le podemos tratar —dijo mi primo—. Debe recorrer esta habitación para no perder la flexibilidad; al anochecer, le devolvemos a la jaula. Le soltamos girando la manivela del corredor, y ya ha visto que le encerramos utilizando el mismo sistema. ¡No, no! ¡Jamás haga eso!

Yo acababa de pasar la mano entre los barrotes queriendo acariciar el lustroso flanco palpitante. Mi primo me alejó, con expresión seria.

—Tenga muy claro que no está domesticado. El hecho de que yo me tome ciertas familiaridades con él no supone que cualquier otro pueda imitarme. Sólo yo soy su amigo... ¿Verdad, Tommy? ¡Ah, ya olfatea su comida!

Se oyeron unos pasos en el corredor de losas de piedras. La bestia se incorporó de un salto, y comenzó a pasearse por la jaula, con sus ojos amarillos brillándole y su lengua roja estremeciéndose sobre la blanca y afilada dentadura. Apareció un siervo llevando una provisión de carne en una carretilla, que echó por entre los barrotes. La fiera se arrojó sobre el alimento, de un salto, lo llevó hasta un rincón, y allí, aferrándolo entre sus patas, lo fue desgarrando a dentelladas, levantando en ocasiones sus sangrientas fauces para mirarnos. Me pareció una imagen demoníaca y, a la vez, subyugante.

—No le asombra que le tenga por mi favorito, ¿verdad? —preguntó mi primo, mientras nos alejábamos de la estancia—. Debe entender que yo mismo lo he criado. Presentó bastantes complicaciones traerlo aquí desde Brasil... Pienso que ya le he aburrido demasiado con mi afición, de tal manera que, imitando a Tommy, vayamos a comer algo.

No había pensado que mi pariente pudiese tener otras pasiones que las ya conocidas, por eso me asombró que recibiese tantos telegramas. Venían a todas horas, y él se cuidaba de abrirlos personalmente, dando muestras de una gran impaciencia y nerviosismo. Llegué a pensar que se trataba de apuestas de caballos o de operaciones de Bolsa. Pero el hecho es que debía ser algo de vital importancia. Durante los seis días de mi permanencia en la casa, le llegaron tres o cuatro telegramas diarios, y en ocasiones hasta siete u ocho.

A lo largo de este tiempo, establecimos unas fraternas relaciones. Todas las noches nos quedábamos largas horas en la sala de billar, donde él me narraba las experiencias de sus aventuras en Brasil... Unos relatos cargados de osadía y valor que costaba atribuírselos a un personajillo moreno y rechoncho. A la vez, me había atrevido a confiarle algunas de mis peripecias londinenses, las cuales llegaron a gustarle, hasta el punto de que me anunció su deseo de acompañarme a Grosvenor Mansions para residir una temporada a mi lado. Parecía ansioso por gozar de las facetas más agitadas de la sociedad urbana, y he de reconocer que la elección de su guía era muy acertada. Tuve que esperar hasta la última fecha de mi estancia para hablarle de mi crisis económica, y solicité su consejo... aunque confiaba en obtener algo más sólido. Me oyó con atención, sin dejar de fumar su habano.

—¿Ha olvidado que es usted heredero de nuestro familiar lord Southerton? —me preguntó.

—Creo que no encierra ningún beneficio, ya que ni siquiera se me ha concedido una asignación.

—Tengo noticias de la obsesiva tacañería de ese personaje. Amigo Marshall, comprendo que su vida ha sido muy poco grata. Pero, aprovechando la ocasión, ¿ha tenido usted recientemente noticias sobre la salud de lord Southerton?

—Desde niño siempre ha estado enfermo.

—Cierto... Como una bisagra que chirría, lo que no entorpece que se siga abriendo la puerta. Su herencia continúa muy distante. ¡Reconozco que su situación es angustiosa!

—Confiaba en que usted, al ser informado de mis apuros, se decidiera a prestarme...

—Basta de otras palabras, querido amigo —afirmó, con la mayor amabilidad—. Por la noche hablaremos de ese tema, y le prometo que recibirá toda la ayuda que esté de mi mano.

Me vi desechando los lamentos que había susurrado al ver que mi estancia estaba a punto de concluir, y ni siquiera recordé la mirada insultante de la señora King. En los últimos días no había resultado tan odiosa, pero llevó sus absurdos celos hasta el punto de negarme la palabra. Y tan agresivo se hizo su comportamiento, durante aquellas horas, que me hubiese marchado de no ser por la promesa de mi primo.

La reunión se celebró muy tarde, debido a que mi anfitrión, que había recibido más telegramas que nunca, se encerró en el despacho al concluir la cena. Salió de allí cuando todos se habían ido a la cama. Recorrió la casa asegurándose de que las puertas se hallaban cerradas, y al fin llegó a la sala de billar. Vestía un batín, y llevaba unas cómodas zapatillas. Se dejó caer en su sillón y se sirvió un vaso de whisky con un poco de soda.

—¡Qué tempestad! —exclamó.

Era cierto. El viento aullaba alrededor del edificio, y las celosías de las ventanas repiqueteaban y oscilaban amenazando con desplomarse. El resplandor de las luces amarillas y el aroma de nuestros habanos adquirían, por comparación, mayor fulgor y una superior fragancia.

—Ahora, muchacho —dijo mi primo—, ha quedado este lugar a nuestra disposición. Hágame saber cómo marcha su economía, y veré qué puedo hacer para ayudarle. Debe informarme hasta del menor detalle.

Me entregué a una amplia enumeración, en la que fueron mencionados cada uno de mis acreedores. Pero me sentí confundido al advertir que mi anfitrión se hallaba pendiente de otra cosa. Y cuando me dejaba escuchar alguna palabra, resultaba tan superficial e inadecuada que terminé convenciéndome de que no me estaba oyendo. Por último, se levantó y tiró a la chimenea el resto de su puro.

—Ya sé lo que nos conviene, amigo. Jamás he sido muy ducho con las matemáticas, así que deberá tener paciencia conmigo. Escríbamelo todo, resaltando la cantidad total que necesita.

La oferta me llenó de esperanzas. Le dije que así lo haría.

—Ya debemos ir a la cama. ¡Demonios! El reloj del salón ha dado la una.

Las campanadas surgieron nítidas entre el fragor del temporal. El viento se manifestaba con la energía de una gran corriente fluvial.

—Debo visitar a mi gato antes de echarme a dormir —dijo Everard—. Se excita muchísimo durante estos temporales. ¿Viene conmigo?

—Claro que sí —repliqué.

—Le ruego que se mueva con delicadeza y que se mantenga callado, porque todos duermen.

Atravesamos casi sigilosamente el iluminado salón, cubierto de alfombras persas y llegamos a la puerta, en el extremo opuesto. El pasillo de piedra se hallaba sumido en la negrura total, pero una linterna esperaba en un gancho, y mi primo la encendió. No aparecía ningún tipo de rejas en el pasadizo, porque la fiera se encontraba en la jaula.

—¡Pase! —animó mi anfitrión, después de abrir la puerta.

Nada más entrar escuchamos un sordo rugido. La tormenta mantenía a la fiera en un permanente estado de excitación. Al resplandor oscilante de la linterna la contemplamos: una maciza negrura enroscada en un rincón de su cubil que proyectaba una singular sombra en la pared blanqueada. Y su cola golpeaba rabiosamente contra la paja.

—El pobre Tommy no pasa por su mejor fase de tranquilidad —afirmó Everard King, alzando la luz y mirando al animal—. Ofrece todo el aspecto de un diablo negro, ¿no es cierto? Debo servirle un poco de comida para que se tranquilice. ¿Quiere sujetar la linterna?

Enseguida la puerta se cerró con un brusco estrépito metálico. Aquello me dejó sin ánimo; además, había quedado solo. Me vi dominado por una repentina andanada de pánico. Una confusa intuición de cierta trampa satánica me petrificó las venas. Di un salto en busca de la salida, pero carecía de manija en su parte interior.

—¡Escuche! —vociferé—. ¡Permítame salir de aquí!

—¡Tranquilo! ¿Por qué arma tanto alboroto? —preguntó mi primo, desde el pasadizo—. Utilice la linterna.

—Sí, pero me desagrada haber quedado encerrado de esta manera.

—¿Le desagrada? —escuché que se reía con ganas, en medio de unas convulsiones de burla—. Le aseguro que pronto gozará de una buena compañía.

—¡Quiero salir! —insistí furioso—. No le permito bromas pesadas de este tipo.

—Va a tener que aceptarlas —me dijo, añadiendo otra repugnante carcajada. Y de pronto escuché, en medio del fragor del temporal, los chirridos de la manivela que daba vueltas y el rechinar de las rejas al deslizarse por las ranuras. ¡Dios mío! ¡Estaba liberando al gato brasileño!

Bajo el resplandor de la linterna vi que la hilera de barrotes se desplazaba lentamente ante mí. Soltando un alarido, aferré el último hierro con los dedos y presioné con la desesperación de un demente. Me sentía enloquecido de ira. A lo largo de unos minutos conseguí que aquello se inmovilizara, sabiendo que él estaba presionando con todas sus fuerzas la manivela. El mecanismo de la palanca acabó por vencerme. Pero cedí pulgada a pulgada: mis pies resbalaban sobre las baldosas, mientras suplicaba al engendro sin alma que no me diese aquella muerte tan horrible. Sus únicas respuestas me llegaron a través de los tirones de la manivela, cada uno de los cuales, venciendo mis desesperados esfuerzos, empujaban un nuevo barrote dentro de las aberturas. Fundido a la reja, me vi desplazado de la zona central de la jaula hasta que, al fin, con las muñecas dolidas y los dedos agarrotados, abandoné aquel combate imposible. La trampa emitió un chasquido metálico cuando yo la dejé y, al momento, escuché el deslizamiento de las zapatillas en el pasadizo y el sonido distante de una puerta al ser cerrada. Luego, me abofeteó el silencio.

Durante todos aquellos interminables minutos la fiera había permanecido inmóvil en su rincón. Pero su cola ya no se agitaba. La visión de un ser humano fundido a los hierros, gritando, debía haberle sorprendido. Descubrí que sus grandes y amarillos ojos me observaban fijamente. Yo había perdido la linterna al aferrarme a los barrotes, pero continuaba ardiendo en el suelo e intenté recogerla, pensando que su resplandor podía brindarme algún tipo de protección. Sin embargo, al iniciar la acción la fiera soltó un gruñido hondo y lleno de amenaza. Me quedé quieto y aguardé casi acallando la respiración. El gato sólo se encontraba a unos diez pies de mi cuerpo. Sus ojos destellaban igual que si fueran de fósforo. A pesar de aterrorizarme, poseían un poder hipnótico. Me costó separar de ellos los míos. Parecían diminutas chispas eléctricas en la oscuridad, y llegaron a dilatarse hasta que el rincón se vio inundado por una luz variable y tétrica. Luego, de improviso, desaparecieron totalmente.

La fiera acababa de abatir los párpados. Ignoro si el enorme gato se había quedado dormido, pero vi que mantenía su lisa cabezota negra apoyada sobre sus patas delanteras. Continué inmóvil no queriendo que se despertara. Y cuando aquellas alucinantes pupilas se habían alejado de mí, advertí que el instinto me decía que la bestia resultaba tan salvaje como su propietario. ¿Era posible sobrevivir hasta la mañana siguiente? Me pareció inútil recurrir a la puerta, ni tampoco a las ventanas. Aquella estancia carecía de cualquier refugio. Consideré absurdo convertir en gritos mi demanda de auxilio. Estaba seguro de que el cubil era externo, y que el corredor que lo unía al edificio medía unos cien pies. Además, tenía en mi contra el fragor de la tormenta.

En aquel momento mi atención se centro en la linterna. La mecha se había quemado por entero y se iba deshaciendo. Tardaría escasos minutos en apagarse. Y la oscuridad me imposibilitaría por completo todo movimiento. Tenía que pensar algo lo antes posible, pero mi cerebro se negaba a colaborar. Venciendo la parálisis de terror, me fijé en un elemento que ofrecía, no puedo llamarlo seguridad, la certeza de que el peligro sería menos inmediato que en el suelo descubierto.

Ya he dejado escrito que la jaula disponía de un techo, que quedaba inmovilizado mientras la zona frontal se deslizaba por las ranuras de la pared. Esto lo componían un conjunto de barrotes separados por espacios de unas pocas pulgadas, con una recia tela metálica entre ellos, y se sujetaba sobre un firme puntal a cada extremo. En aquel momento formaba como un gran toldo enrejado sobre la bestia acurrucada en el rincón. En el caso de que lograra introducirme en aquella anchura de dos o tres pies —si hallaba la forma de alcanzarlos—, sólo un flanco de mi cuerpo quedaría en peligro. La protección no era demasiado buena, pero al menos me encontraría lejos del camino de la bestia cuando empezara a moverse por su cubil. Debía arriesgarme, porque tú consumirse la llama ya no habría ninguna posibilidad de intentarlo. Salté tragando saliva, pude aferrarme al extremo de hierro del techo de la jaula y me icé a pulso jadeando. Luego contorsioné el cuerpo, para colocarme boca abajo, y quedé contemplando directamente los horribles ojos y las afiladas mandíbulas bostezantes del gato. Su fétido aliento me golpeó el rostro como el vapor de una olla.

Mediante una lisa ondulación de su espalda se levantó, se desperezó, y después, estirándose sobre sus patas traseras, apoyó una garra, levantó la otra y metió sus afiladas uñas a través de la tela metálica que estaba debajo de mi cuerpo. Un garfio cortante y blanco me desgarró los pantalones, y me abrió la piel de la rodilla. Aquello no debía tomarlo como un ataque sino un amago, pues nada más soltar yo el grito de dolor se tumbó de nuevo, y con un ágil brinco comenzó a moverse rápidamente a su alrededor, sin dejar de mirar hacia donde yo me encontraba. Por eso me apreté hasta apoyar la espalda contra la pared, encogiéndome en el menor espacio posible.

El gato se mostraba más furioso, y corría veloz y silenciosamente, pasando por debajo de la cornisa de hierro que yo utilizaba como protección. Resultaba prodigioso contemplar cómo una masa tan grande era capaz de desplazarse con la agilidad de una sombra, sin producir ningún ruido. La linterna ya daba muy poca luz... tan escasa que casi no veía a mi enemigo. Y poco más tarde, con un postrer destello oscilante, se desvaneció del todo. ¡Quedé solo con la fiera en la más intranquilizadora oscuridad!

En el exterior, el temporal continuaba con el mismo fragor, y la lluvia golpeaba continuamente sobre las pequeñas ventanas. En el interior, la atmósfera envenenada y hedionda resultaba insufrible. Era imposible escuchar o ver al gato. Intenté pensar en cualquier cosa; pero sólo me quedaban energías para imaginar mi próxima muerte. A veces recordaba la traición de mi primo, su inaudita hipocresía que había ocultado tanto odio. ¡Con qué astucia me había metido en la trampa! Todos pensarían que se había ido a dormir, como los demás. No le faltarían testigos. Me dejó en la sala de billar, fumando el último habano. Y yo cometí el suicidio de ir a ver al gato brasileño. Pude llegar a la habitación sin advertir que la jaula había quedado abierta, por lo que fui atacado. ¿Algún tribunal le haría responsable del crimen? Se levantarían algunas sospechas, pero a falta de pruebas...

¡Qué despacio transcurrieron aquellas terroríficas dos horas! En cierta ocasión percibí un sonido sordo y frotante, y entendí que la fiera se estaba lamiendo el pelaje. Sus pupilas rasgaron las tinieblas para contemplarme en muchas ocasiones, pero les faltaba la atención fija, y eso me devolvió una cierta esperanza. Por último, un pálido destello de claridad se asomó por las ventanas. Primero las contemplé poco nítidas, igual que unas manchas grisáceas en una pared negra; luego se hicieron blancas, y pude descubrir, una vez más, a mi terrible compañero. Y éste, ¡ay!, pudo saber dónde se encontraba su presa.

No me costó suponer que su furia iba a ser más peligrosa. Quizá le enloquecía el frío de la mañana, o quizá fuese el hambre. Sin dejar de gruñir, recorría de un lado a otro su cubil, con el pelaje de su cuerpo erizado y sacudiendo la cola como si fuera un látigo. Cada vez que daba la vuelta en uno de los rincones, sus ojos homicidas se alzaban para transmitirme todos sus diabólicos deseos.

Traté de encontrar fuerzas para sobrellevar la prueba. Con la lucidez propia de un hombre desesperado, miré en torno mío buscando una posibilidad de salvación. Una cosa era cierta. Si lograba que el frente de la jaula volviese a estar colocado en su posición protectora, dispondría de un refugio indestructible. ¿Contaba con algún recurso para desplazarlo? Ni siquiera tenía fuerzas para moverme por miedo a provocar el interés de la bestia. Con lentitud desplacé la mano hasta que alcancé el borde de la zona frontal, tocando el último barrote que asomaba en la pared. Sorprendentemente respondió a mi presión. La dificultad de desplazarlo venía de la circunstancia de hallarse pegado. Intenté de nuevo, y asomó unas tres pulgadas. No había duda de que se desplazaba sobre unas ruedecitas. Repetí el intento... ¡y, de pronto, el gato se me vino encima!

Resultó una acción tan veloz, tan inesperada, que ni pude ver cómo ocurrió. Simplemente escuché el salvaje gruñido y, pasados unos breves instantes, aquella cabeza aplanada provista de una roja lengua y de unos colmillos resplandecientes quedó junto a mí. El impacto de la bestia estremeció los hierros sobre los que yo me sostenía y pensé que iban a romperse. El gato se mantuvo en suspensión, con sus fauces y sus garras muy cerca de mi cuerpo, buscando con sus patas traseras algún lugar en el que poder agarrarse. Escuché cómo sus uñas rasgaban la tela metálica al asirse en ella, y su aliento me arrancó una náusea. Pero su ataque había estado mal calculado. Muy despacio, dando pruebas de su furia, se dejó caer pesadamente en el suelo. Soltando un rugido, giró en redondo para enfrentarse conmigo, y se encogió sobre sus patas traseras dispuesto a un segundo asalto.

Comprendí que los minutos siguientes iban a decidir mi vida. La bestia había aprendido por experiencia; no fallaría de nuevo. Tenía que actuar lo más rápidamente posible si quería tener alguna oportunidad de sobrevivir. En un momento fragüé mi plan; me desembaracé de la chaqueta y la eché sobre la cabeza de la fiera. Al mismo tiempo me arrojé sobre el borde la reja, tiré de ella desesperadamente y conseguí extraerla de la pared.

Se desplazó con mayor facilidad de lo que había supuesto. Luego corrí a través de la jaula, arrastrándola a mis espaldas; pero, con este movimiento lo forzado de mi situación me puso en el lado exterior. De haber conseguido colocarme en el lado opuesto, hubiese escapado ileso. No obstante, debido a la rapidez de los acontecimientos, se produjo un momento de pausa cuando me quedé inmóvil e intenté desplazarme por la abertura que había dejado. Este instante le concedió a la bestia el tiempo para liberarse de la chaqueta y arrojarse sobre mí. Salté a través del espacio abierto y di el último tirón de los barrotes; pero el gato me atrapó la pierna antes de que yo hubiera conseguido sacarla del todo. El zarpazo de aquellas garras me seccionó la pantorrilla igual que sale la viruta ante el cepillo del carpintero. Al fin, cubierto de sangre y exhausto, caí en la sucia paja contando con una barrera de hierro ante mí, mientras el gato se estrellaba rabiosamente contra ella.

Excesivamente malherido para poder sentir pánico, lo único que hice fue quedarme echado, contemplando a la bestia. Presionaba su negro cuerpo contra los hierros y alargaba hacia donde yo estaba sus afiladas garras. Consiguió rasgarme la ropa; pero, ni siquiera esforzándose hasta el máximo de sus fuerzas hubiese podido alcanzarme. Y luego, progresivamente, mi cerebro formó unas imágenes singulares y confusas, en las que sucesivamente brotaban esas fauces sedientas de sangre. De esta forma caí en la somnolencia hipnótica del delirio...

Intentando reconstruir los siguientes acontecimientos, sé que debí quedarme allí unas dos horas. Lo que me volvió a la realidad fue el chirriante sonido metálico que antes supuso el anuncio de mi horrible experiencia: era que se estaba abriendo el cierre de la puerta. Entonces, me tocó contemplar la faz redonda e hipócrita de mi primo oteando por la abertura. Yo seguía echado boca arriba, en mangas de camisa, dentro de la protección del cubil, con los pantalones convertidos en harapos y sobre un charco sanguinolento.

Mi primo pareció entonces reparar en mí. Cerró seguidamente la puerta a sus espaldas y llegó a mi lado, para cerciorarse de si estaba muerto. Ni me moví... He de admitir que no me hallaba en condiciones para detallar con exactitud los acontecimientos. Sólo diré que repentinamente tuve conciencia de que quien se creía mi asesino había dejado de mirarme... para prestar su atención a la bestia.

—¡Tommy, has sido certero! —gritó—. ¡Échate, fiera estúpida...! ¿Acaso ya no conoces a tu amo?

A pesar de la debilidad mental, me vino a la memoria su suposición de que cuando el gato probase la sangre se transformaría en un demonio. Yo sabía que había cumplido su misión, pero él iba a conocer el cambio con toda su terrible crudeza.

—¡Aléjate! —aulló, aterrado—. ¡Fuera de mi lado, monstruo...! ¡Baldwin! ¡Baldwin! ¡Oh, Dios...!

Después escuché su caída, y supe que se había levantado, para desplomarse de nuevo, produciendo un sonido como el de la tela al ser rasgada. Más tarde sus voces se fueron apagando hasta confundirse con aquel escalofriante gruñido. Al fin, cuando suponía que ya debía estar muerto, me tocó contemplar en imágenes de pesadilla, una silueta inmóvil, sin voluntad, despedazada y bañada en sangre, que corría angustiosamente por el cubil de la fiera... Y esa fue la postrera y corta visión que tuve de él antes de volver a sumirme en la inconsciencia.

Me costó meses recuperarme... En realidad nunca lo conseguiré por completo, pues, hasta mi muerte, deberé llevar la ayuda de un bastón como evocación de la terrible noche que pasé junto a un gato brasileño. Baldwin y los otros servidores no consiguieron saber lo que había sucedido cuando, alertados por los aullidos agónicos de su amo, me descubrieron tras los hierros y se tropezaron con él entre las garras de la fiera que había criado. La controlaron con hierros al rojo vivo y, después, la abatieron a tiros a través del hueco de la puerta, antes de que consiguieran moverme. Me trasladaron a mi habitación, y allí quedé en el umbral de la muerte durante algunas semanas. Llamaron al médico de Clipton y, al cabo de unos cuarenta días, me encontré apto para ser llevado a la estación, desde donde me resultó fácil volver a Grosvenor Mansions.

* * *

Aún me queda otro recuerdo de aquellos últimos momentos, que pude haber creído fruto de mi mente delirante de no haberse mantenido tan indeleble. Una noche se abrió la puerta de mi dormitorio, y una señora alta, vestida del más riguroso luto, se acercó a mi cama. Cuando aproximó su lívido rostro al mío, supe que se trataba de la esposa brasileña de mi primo. Se quedó mirándome fijamente; su expresión era más cordial de lo que jamás había conocido en ella.

—¿Puede usted oírme? —me preguntó.

Moví débilmente la cabeza en sentido afirmativo.

—En realidad, sólo deseo dejar claro que toda la culpa fue suya. ¿No intenté prevenirle? Empleando todos los recursos a mi alcance, sin traicionar a mi marido, pretendí que usted se salvara. Yo estaba segura de que él no iba a permitirle que se marchara. Nadie le conocía tanto como yo, por haber sufrido un trato humillante en sus manos. Pero era imposible que le confiase todo eso, porque me habría matado. Tal como se han desarrollado los acontecimientos, debo confesarle que nunca encontré un amigo mejor que usted. Me ha dejado a salvo, cuando ya pensaba que sólo podría conseguirlo con mi muerte. Lamento verle en estas condiciones, pero no es mía la culpa. Ya le dije que era usted un loco... —explicó.

Abandonó muy despacio el dormitorio, y no volví a encontrármela nunca. Con lo que le quedó de la fortuna de su esposo regresó a su Brasil natal, y posteriormente he sabido que se hizo monja en Pernambuco.

Al cabo de unas semanas, el médico me dijo que ya estaba lo suficiente recuperado como para prestar atención a mis negocios. Esto era forzarme a pensar en mis acreedores y en mi ruina. Pero fue Summers, mi abogado, el que me descubrió la verdad.

—He aguardado bastante tiempo para felicitarle —me dijo.

—¿Por qué motivo, Summers? No considero oportunas sus bromas.

—Es usted lord Southerton desde hace seis semanas; sin embargo, consideré que esta noticia podía retrasar su cura definitiva.

¡Lord Southerton! ¡Uno de los nobles más acaudalados de Inglaterra! No pude creerlo. Y de pronto calculé el tiempo que había pasado, y advertí que coincidía con la peor fase de mis heridas.

—Eso quiere decir que lord Southerton falleció al mismo tiempo que yo era atacado por ese gato brasileño, ¿no es cierto?

—Murió en la misma fecha.

El abogado no dejaba de mirarme mientras hablaba, y estoy seguro de que había adivinado la verdad de lo ocurrido. Se quedó callado un instante, como esperando que le hiciese partícipe de alguna confidencia, pero consideré que nada podía ganar dando a la luz aquel escándalo familiar.

—En efecto, me parece una coincidencia muy singular —prosiguió, con el mismo tono de persona enterada—. Ya debe saber que su primo, Everard King, iba después de usted en la línea de sucesión. En el caso de haber sido usted la víctima de ese tigre, o lo que fuese, se entiende que él poseería ahora el título de lord Southerton.

—Ciertamente —afirmé yo.

—¡Y cómo se interesó en poderlo conseguir...! —continuó Summers—. He podido saber casualmente que el mayordomo del difunto lord Southerton se hallaba a sueldo del primo de usted, y que le mandaba telegramas cada dos horas informándole de cómo marchaban las cosas. Eso debió ocurrir por el tiempo en que usted fue su huésped. ¿No le resulta raro que quisiera mantenerse tan al tanto de un suceso que iba a beneficiarle a usted, ya que él no era el heredero directo?

—Muy raro —dije yo—. Y ahora, Summers, si hace el favor de traerme mis facturas y un talonario de cheques nuevo, comenzaremos a dejar las cosas en su debido orden.