La Princesa Tigre

Jean Ray

Jean Ray es el seudónimo de Raymond Jean-Marie Kremer, un escritor belga nacido en 1887. Hijo de una familia dedicada al periodismo y a la literatura de evasión, Jean Ray en seguida se dedicó a la literatura popular y a las narraciones infantiles. Puede decirse que este prolífico creador ha tocado otros géneros, ya sean policiales, terroríficos, fantásticos o de amor con un toque melodramático. Siempre le ha acompañado el éxito, como se puede comprobar al ver que no hay antología de estos temas que no incluya alguna de sus obras.

Entre los centenares de relatos que Jean Ray ha publicado, podemos destacar los que dan forma al libro Los cuentos del whisky. La aventura de «supuesta licantropía» que presentamos a continuación ha de ser tomada como un juego de equívocos, cuyo final puede ser considerado algo imaginado, como todo lo anterior, o una especie de calidoscopio en el que se entremezcla la realidad con la fantasía dentro de los retazos de una aventura de lo más sugerente.

El sonido de los tambores cada vez se distanciaba más; un timbal se escuchó largamente, luego pareció negarse a producir unas notas tan macabras; los postreros rayos de púrpura cesaron de latir sobre los altos bananos y la oscuridad de la noche se adueñó de toda la jungla.

Andy Craigh sonrió delante de una horrible estatua de piedra, que parecía estarle mirando desde las sombras. Entonces supuso que los ocupantes de los poblados y de la plantación más próxima, que seguramente se sentirían muy inquietos por su ausencia, abandonarían la búsqueda hasta el día siguiente.

No era la primera noche que Andy permanecía en la jungla; sin embargo, nunca lo había hecho en la de Lingor, tan antigua como la Tierra misma y tan peligrosa como la peor alimaña.

En el instante que se produjo el corto crepúsculo tropical, pudo descubrir los restos de un templo budista. Y allí, mientras recorría los restos, pensó en que ya contaba con un refugio donde poder dormir.

Varios de aquellos nichos conservaban imágenes de raros y terribles dioses, y la luna, que ya se alzaba sobre las copas de los árboles, parecía estarles prestando un atisbo de vida con las sombras que proyectaba.

Aquella era una luna brillante, de una luminosidad agresiva, cuyos rayos parecían saetas atravesando la noche con sus estelas resplandecientes.

Andy se dijo que las odiaba, debido a que las consideraba cómplices de todos los crímenes perpetrados aprovechando las tinieblas. Pronto los sonidos diurnos se fueron apagando, con lo que los aullidos de las cotorras y la verborrea ininteligible de los monos cesaron como respondiendo a una demanda jamás pronunciada.

Súbitamente, Andy escuchó el ruido que originaba una serpiente pitón, deslizándose a corta distancia. Después el débil lamento de una oropéndola, cuyos ojos había podido ver brillar en medio de las hojas de los árboles cercanos.

En la lejanía, se pudieron escuchar unas llamadas nítidas, casi optimistas, que vinieron a romper un silencio agobiante. Pertenecían a las panteras que estaban cazando por parejas en las pistas dejadas por los ciervos.

Se produjo un confuso batir de alas. Algunas de las aves nocturnas, que tenían sus nidos en las ruinas de aquel templo, se estaban disponiendo a remontar el vuelo.

Precisamente en aquel instante surgió el tigre.

Andy lo estaba esperando, por eso se encontraba allí.

Se había negado a compartir con cualquier otra persona el éxito de la cacería, al poder abatir a un devorador de hombres.

Sin embargo, jamás pudo imaginar que la bestia fuera tan enorme, un ejemplar de unas dimensiones extraordinarias y de una hermosura casi fascinante.

Craigh había abatido a muchas fieras en sus largos años de cazador. En lo que se refiere a los tigres, pudo disparar sobre ellos en las junglas de Bengala, Java y Siam; pero nunca se había enfrentado a uno tan enorme, a un gigantesco monstruo de las junglas de Lingor.

Bajo la claridad lunar, casi de un acero templado por el fuego, la fiera adquiría el aspecto de algo irreal, como si hubiera sido modelada por unas claridades deslumbrantes y, a la vez, por unas espesas franjas de sombra. Se encontraba quieta, manteniendo el hocico pegado a la tierra, igual que si estuviera olisqueando un rastro.

Andy se encaró el rifle y silbó débilmente anticipando su triunfo.

De repente, la gigantesca cabeza se irguió, realizando unos movimientos muy pausados, y un par de ojos verduscos, horribles, se concentraron en la figura del cazador.

—¿Es que no me vas a dejar seguir mi camino, dormilón? —preguntó el tigre.

* * *

El autobús de Bolton estaba a punto de entrar en Stockton y la vendedora de aves, que estaba compartiendo el asiento con Andy Craigh, se dispuso a descender antes que todos los demás pasajeros.

* * *

Andy no cargaba con ningún rifle, ya que llevaba una maleta en la que se había cuidado de meter un montón de objetos de lo más variado, todos los cuales consideraba necesarios para vivir una temporada, más o menos prolongada, en una brumosa localidad edificada en las orillas del Tees.

Su no demasiado grueso abrigo, unido a su fieltro y a sus excesivamente cortos pantalones, no tenían nada que ver con el aspecto que debía ofrecer un cazador de tigres; sin embargo, cumplían su papel en el trabajo que, durante esos años, venía realizando: celador en un tranquilo pensionado, al que se le había dado el honorable nombre de Spencer Hall.

Era una tarde de octubre y la jornada laboral estaba concluyendo. Los escaparates de algunas tiendas comenzaban a encender sus luces.

A Andy uno de aquellos escaparates le resultó particularmente atractivo, ya que dejaba ver una gran variedad de jamones y pasteles.

Pero en sus bolsillos sólo guardaba unas pocas monedas y, además, esperaba que le dieran de cenar en el momento que llegase a la escuela.

—Por favor, ¿puede indicarme dónele se encuentra Cedar Street? —preguntó a un individuo que pasaba por la acera y que llevaba un uniforme de un color indefinido.

—Puede llegar allí si coge el tranvía P.

—Gracias, pero me gustaría ir... andando.

—Yo no me meto con los caprichos de los demás —se burló el desconocido, ya que estaba comenzando a chispear—. Continúe por esta calle, cruce el puente sobre el Tees y atraviese los terrenos de la fabrica...

Sin embargo, el hombre se estaba alejando a grandes pasos, luego Andy fue incapaz de escuchar las últimas palabras. La lluvia ya era una realidad y no parecía ir a parar en bastante tiempo.

Andy caminó por una calle que le pareció larguísima, interminable, que se veía rodeada por las paredes de unas fábricas, cuyas ventanas llevaban irnos minutos iluminadas.

En seguida se dio cuenta de que le habían indicado mal la ruta a seguir, debido a que al terminar aquella maldita calle, se vio delante de la arcillosa orilla del río, donde no había ningún puente.

Súbitamente, a la intensa lluvia se vino a unir el granizo. También se levantó un viento bastante agresivo, con lo que el agua del río comenzó a formar ondulaciones espumosas.

A Andy no le quedó más remedio que seguir el camino, mirando hacia delante sin muchas esperanzas. Ante él sólo se veían grietas y hondonadas, que se prolongaban hasta perderse en la neblina. Por este motivo, le dominó la sensación de estar sufriendo un infinito cansancio. Llegó a pensar que podía venirle bien tumbarse en la arcilla empapada de la orilla, para dormir hasta conseguir olvidar el frío que sentía, la pesadez del viento y que la lluvia le había calado hasta los huesos. A esta sensación se unía la evidencia de que su estómago le estaba dando retortijones de hambre.

Anduvo unos pasos y se dijo:

—Debo avanzar un poco más. Voy a contar hasta trescientos. No, llegaré a los cien. Seguro que entonces encontraré la puerta del lugar donde voy.

En el momento que alcanzó los trescientos, se hallaba a la altura de las paredes de un almacén de maderas. Allí vio un prometedor tejado, provisto de una chimenea humeante. Supuso que era el refugio del vigilante, y había luz dentro. Esto podía significar que alguien lo estaba ocupando en aquel momento.

Se hallaba dispuesto a llamar y, nada más que hubiese hablado con el vigilante, ya dejaría de sentir tanto frío y, lo mejor, podría encontrar un refugio que le libraría de aquella maldita lluvia.

Estaba a punto de llegar al pequeño edificio, cuando un rayo luminoso rastreó el camino y, al momento, una motocicleta se detuvo a pocos metros de él.

—¿Es usted míster Craigh?

La motocicleta estuvo a punto de volcar antes de que bajara su conductor. Además, Andy se vio deslumbrado por el violento resplandor del faro. El recién llegado enderezó la máquina, con lo que el haz luminoso se arrastró por las negras aguas del Tees.

Seguidamente, a las espaldas del joven forastero se escuchó el ruido de una puerta al ser abierta. Acababa de salir el guarda del almacén de maderas, acaso dispuesto a marcharse de allí.

—¿Es usted míster Craigh? —repitió el motorista, con un tono de impaciencia, a la vez que Andy no podía dar crédito a lo que le estaba sucediendo.

Acababa de llegar de Londres. Llevaba todo el día viajando en los transportes más económicos y, al responder a una oferta de empleo que le había proporcionado una agencia de colocaciones, se encontraba en Stochton-on-Tees, una población de reducido tamaño y aspecto triste, cuya existencia había ignorado hasta aquellas fechas y en la cual, en mitad de un paraje de lo más desolador, aparecía un hombre que le conocía, hasta el punto de estarle llamando por su apellido.

—Sí, soy yo mismo —respondió.

—Pretendí ir a recogerle a la estación de Bolton, pero mi motocicleta sufrió una avería. Cuando pude llegar allí, me dijeron que el autobús debía haber llegado a Stockton. La cuestión es que necesito mantener una conversación con usted mucho antes de que llegue a Spencer-Hall. Por fortuna he encontrado a un trabajador de los servicios fluviales, al que le preguntó usted por el camino de Cedar Street. Al parecer no le proporcionó la ruta más adecuada.

Entonces Andy se dio cuenta, atónito, que el motorista iba uniformado con un chaquetón y un casco de cuero negros. Era un individuo de mediana edad, de gesto serio y movimientos enérgicos.

—Me parece... que nunca... he tenido el gusto de conocerle —dijo con un tono dubitativo.

El extraño extrajo una cartera del bolsillo y la colocó en la parte delantera del faro de la motocicleta.

—Soy policía... Inspector Reeves, de Londres.

—¿Pertenece a Scotland Yard? —preguntó Andy, presintiendo que se hallaba inmerso en una aventura espectacular.

—En efecto, trabajo en la Brigada interurbana. ¿Le están aguardando en Spencer-Hall?

—Eso creo, ya que el secretario de la oficina de colocaciones me recomendó que me presentara con la mayor urgencia.

—Se presentará usted mañana. Pasará la noche en el hotel; pero antes los dos charlaremos.

—No es lo planeado... —se quejó el joven, teniendo en cuenta que le quedaban unos pocos peniques.

—No se preocupe por los gastos, ya que correrán de mi cuenta —advirtió el inspector—. Coloque su maleta en el portaequipajes y siéntese detrás de mí.

La motocicleta dio la vuelta y, pocos minutos más tarde, se detenía ante la puerta de un hotelito de aire confortable.

* * *

En el momento que Andy dejó el tenedor junto al plato —terminaba de comerse un gran trozo de pierna de cordero y una jugosa tortilla— Reeves pidió que les sirvieran unos ponches y, poco más tarde, encendió su pipa.

—¿Debo admitir que usted es Andrew Craigh, el escritor de la novela de aventuras La Princesa Tigre? Ahora que recuerdo, la firmó con el seudónimo de Adelson Latham. Puedo decirle que su libro es bastante aceptable.

Andy no pudo evitar ruborizarse. Claro que era el autor de aquel librito, cuyos editores carecían de motivos para lamentar la inversión, aunque a él le pagaron unos derechos de autor bastante pobres.

—¿Ha ido usted muchas veces a cazar a las junglas de Lingor? —preguntó el inspector con un tonillo irónico.

—Debo serle sincero... Reconozco que no. Lo cierto es que jamás he salido de Londres —confesó Andy.

—De acuerdo, lamentaría que usted me hubiera contado una mentira que, por otra parte, comprendería. La oficina de colocaciones que le proporcionó este trabajo me brindó toda la información que necesitaba. Acto seguido investigamos la dirección que usted había dado. Los informes que nos entregaron fueron muy buenos. Es cierto que hubiéramos podido mandar a uno de nuestros agentes a Cedar Street; sin embargo, Spencer, que es bastante astuto y malicioso, no hubiese tardado en comprobarlo.

—¿Spencer? —preguntó Andy.

—Así se llama el director y propietario del colegio que le va a usted emplear de vigilante y, al mismo tiempo, de encargado de curso...

—No... entiendo nada... —susurró el joven.

—Tranquilo, amigo. ¿Se halla dispuesto a colaborar con nosotros?

—¿Con Scotland Yard?

—Claro que sí. Especialmente para la justicia de nuestro país.

—De acuerdo —aceptó Andy ruborizándose nuevamente, pero en esta ocasión al sentirse muy orgulloso.

El inspector lo advirtió y formó una sonrisa.

—No se ilusione demasiado pronto, Craigh. La misión que le vamos a encargar no es sencilla, por el motivo de que no está nada claro. Debe escucharme atentamente: ¿Qué significa Spencer-Hall o, mejor dicho, qué se esconde tras la fachada de ese colegio? En efecto, no hay duda de que algo está sucediendo allí mismo. Jamás hemos oído queja alguna, ni siquiera hemos advertido un motivo que alimente nuestras sospechas. La escuela goza de gran prestigio en la zona. Sus empleados son escasos: un par de profesores y un ama de llaves. Las edades de los alumnos van de los trece a los dieciséis años, y no llegan a sumar más de cincuenta miembros, todos ellos en régimen de internado y provienen de familias burguesas.

—Creo que he de sustituir a alguien —intervino Andy.

Reeves compuso un gesto de aprobación.

—Así es. Lo considero la clave o, al menos, una parte del asunto. Su antecesor, que se llama Quentin Toll, se puso en contacto con Scotland Yard hace unas semanas. Parecía estar enfermo y era incapaz, de mantenerse quieto, hasta tal punto era el nerviosismo que le inquietaba. Nos confesó que debía realizar unas importantes revelaciones; sin embargo, sólo se hallaba dispuesto a entrevistarse con el inspector-jefe Sidney Triggs, el cual se encontraba por esos días en el continente. Por eso recomendamos a Toll que volviera más tarde... No obstante, su presencia se convirtió en un imposible, debido a que falleció a la mañana siguiente.

—¿Fue asesinado? —preguntó Andy muy asustado.

—Ese es el motivo... —comenzó Andy.

—No exactamente. Investigamos el pasado del difunto. Toll no era su nombre, sino Sturn y, hace tiempo, había sido teck-master. ¿Conoce usted este empleo?

—En efecto —contestó Andy Craigh con viveza—. Recuerdo que en mi novela intervenía un teck-master: un especialista en maderas exóticas.

—También interviene un cazador de tigres; ¿no es cierto? —preguntó Reeves, sonriendo de una forma amigable.

—¡Sí, es cierto!

—De acuerdo, hay un ex cazador de tigres en el que estamos muy interesados. Es alguien que actúa como un diablo con el aspecto de un ser humano. Su nombre es Berendts y ha nacido en Holanda. Siempre elige como territorio de caza...

El inspector se quedó callado y, después, siguió muy despacio:

—En las proximidades del golpe de Pegoo... en la jungla de Lingor.

—¡Dios mío! —gritó Andy.

—Actualmente se oculta con el nombre de Spencer y dirige el colegio de Cedar Street —finalizó el policía.

* * *

De repente, los dos hombres se quedaron en silencio, hasta que Andy lo rompió:

—¿Cómo puede explicarse que me hayan llamado a mí desde Spencer-Hall, que soy el autor de una novela que tiene como escenario las junglas de Lingor? ¿Lo considera una simple coincidencia?

El gesto de Reeves adquirió una mayor gravedad.

—Lo desconozco, amigo. Por lo general desconfío de las coincidencias, sin que ello suponga que no las considere posibles. Por otra parte, es muy limitada la confianza que nos merecen esas agencias de colocaciones. Quienes las dirigen nos proporcionan las informaciones luego de mucho insistir, y siempre retienen algún dato importante. Lo que interesa es descubrir si Berendts, alias Spencer, está esperando a Andrew Craigh o al escritor Adelson Latham.

—¿Puedo conocer cuál va a ser mi misión en todo esto? —preguntó el joven.

—Mantener los ojos y los oídos bien abiertos mientras se encuentre en el colegio —contestó el inspector—. Me temo que usted se encontrará como nosotros: recorriendo a ciegas un sendero que no sabemos dónde puede conducirnos.

Las copas de ponche habían quedado vacías, por lo que el policía se puso de pie para dar por finalizada la sesión. Sin embargo, de repente preguntó con cierta agresividad:

—¿Qué le llevó a escribir una novela sobre unos parajes tan poco frecuentados y que, según mis informes, están prohibidos a los occidentales?

Andy quedó confundido.

—Bueno, es que de pequeño he tenido la costumbre de escribir... Emborronaba papeles... —balbuceó como si no encontrara las palabras adecuadas—. El argumento... Siempre me han atraído los libros de aventuras exóticas... ¿Me entiende usted? La verdad... Aunque ahora lo lamente..., debo admitir que he plagiado algo...

El rostro del inspector se suavizó.

—Espero que más adelante, cuando usted desee contarme la verdad, sea más explícito que ahora, míster Craigh —dijo el policía mientras se ponía de pie ante la mesa.

* * *

Resumen de una carta mandada por Andrew Craigh, profesor en el colegio Spencer-Hall a míster Edward Reeves, directamente a su domicilio de Raymond Terrace 317 en Londres:

...Aquí la existencia es bastante rutinaria, dentro de lo acostumbrado en una escuela particular. Cubro mis obligaciones como vigilante y doy clases de geografía, historia, física y el primer curso de lengua francesa. También algo de latín. Mis alumnos son bastante obedientes, aunque no obtienen muy buenas notas.

El director Spencer: Cuenta con más de cincuenta años. Es bajo y grueso, con la tez del color de los ladrillos, ojos negros penetrantes y los cabellos y la barba bastante oscuros. Da clases de matemáticas con mucho entusiasmo; sin embargo, excepto esas escasas horas que dedica a la enseñanza, casi no presta atención a los alumnos.

Emmanuel Ghallant: Debe tener sesenta años. Proviene de Oxford. Un alcohólico pertinaz, que con frecuencia aparece en las aulas medio borracho. Lleva las asignaturas de dibujo, literatura, caligrafía, algo de historia antigua y nociones de griego. Esto significa que sus enseñanzas no sirven de nada. Le contaré algo más: cuando él pretende dar clase, los alumnos se dedican a sus juegos sin prestarle atención, aunque evitan hacer ruido para no descubrir lo que allí está ocurriendo.

Amand Shorten: Resulta difícil calcular la edad de este personaje. Es rubio, de aspecto enfermizo y linfático. Creo que toma alguna droga, ya que su comportamiento es demasiado maquinal. Me he informado que siguió unos estudios de medicina y hasta puede ser un médico de verdad, ya que se cuida con bastante solvencia de los enfermos. Da clases de botánica, principios de higiene y lengua alemana.

Los servidores Peters y Camp: Son dos paletos de una ignorancia desesperante, pero muy fuertes y trabajadores. Camp también se encarga de la cocina, y doy fe de que se maneja bastante bien en este lugar.

El ama de llaves: Se llama Edith. Eso es lo que me dijo Ghallant. Aunque un poco antes la había llamado «Sarepa». Error que intentó corregir al repetir tres veces el nombre Edith.

No he podido ver a esta mujer. Creo que se encuentra en un extremo de la escuela que se nos ha prohibido visitar. Allí sólo entra Peters, uno de los servidores.

Como usted debe saber, Sarepa se llamaba una princesa malasia que vivió en el siglo pasado.

La actividad del colegio debe ser considerada muy buena, si tenemos en cuenta la sencillez del edificio. La comida resulta abundante y todos los menús los considero de primerísima calidad.

Los chicos son bien tratados. No obstante, vengo observando que se comportan de una forma distinta a los otros jóvenes que he conocido, ya que muestran una singular pereza, a la vez que no practican con gusto los ejercicios físicos, sobre todo los que exigen el empleo de la fuerza.

Aquí se cuenta con un gimnasio moderno, que dispone de los mejores equipos; pero nadie lo utiliza. El profesor encargado de la educación física, Shorten, puede decirse que se agota luego de dar una simple vuelta al pequeño patio de recreo del colegio.

Nunca he visto a los alumnos salir del edificio, ni siquiera para dar un paseo por los alrededores. Creo que tampoco se les concede vacaciones.

El último domingo se celebró un oficio religioso, en un salón que fue habilitado para que cumpliese las funciones de una capilla. Llevó el servicio alguien, que me presentaron como el clérigo míster Dilmott. Era un personaje alto, flaco como un palo y cuyo perfil recordaba al de un cordero. Por cierto, entonó los salmos con una voz parecida a una carraca. Pocas veces terminó uno solo de ellos, ya que con frecuencia hacía una pausa para beber de una botella, que guardaba en uno de los bolsillos de su hopalanda.

Debo señalar que el otro día míster Spencer me entregó diez libras, como anticipo de mi sueldo mensual. Lo hizo sin que yo se lo pidiera. Hasta este momento sólo me ha dado un consejo, que voy a intentar repetir con exactitud:

—He observado, míster Craigh, que nunca termina usted, los platos que se le sirven en el refectorio. Tenga en cuenta que eso supone un mal ejemplo para los alumnos, ya que todos ellos andan pendientes del comportamiento de sus profesores.

Esto es lo único que puedo decirle. Se me permite visitar la ciudad siempre que lo deseo. No obstante, el colegio se encuentra muy apartado de las murallas. Para llegar a éstas se deben atravesar enormes terrenos embarrados o cubiertos de malas hierbas. El suelo se normaliza a partir del puente del Tees, que por cierto el otro día intenté localizar sin conseguirlo.

* * *

Resumen de una segunda carta enviada a míster Edward Reeves:

...Poco de singular voy a comunicarle. Lo único que me extraña es no haber podido ver todavía al ama de llaves. El otro día intenté llegar al ala derecha del edificio, a la que (interiormente) doy el nombre de zona prohibida. Repentinamente, me encontré con Peters, el cual me dedicó unos gestos imperiosos para que me diese la vuelta. Tuve que obedecerle al comprobar, además, que me estaba observando con una expresión cargada de una cruel ironía.

Cada vez me noto más agotado. Creo que esas comidas tan copiosas no caen demasiado bien a mi estómago, anteriormente acostumbrado a unos menús más ligeros.

Shorten me ha aconsejado que me ponga unas inyecciones; sin embargo, no lo considero conveniente, por el momento. Debo resaltar que cuando ese supuesto médico me habló creí observar en sus ojos algo inquietante.

Ya ve usted, no sucede nada digno de ser destacado, excepto esos hechos insignificantes, que acaso a la policía le resulten importantes.

A los alumnos parecen traerles sin cuidado sus profesores, aunque uno de ellos me muestra una cierta simpatía.

Me refiero a uno llamado Mindavaine, que es hijo de un marino francés. Le considero el más despierto de todos y bastante inteligente.

Por cierto, hace unos días, nada más entrar en el aula para dar la clase de geografía, me encontré con que allí sólo estaba Mindavaine. Observaba los mapas murales. Nada más verme, me dedicó un gesto amigable y, aproximándose a mí, me musitó al oído:

—Escuche... El otro día le vi queriendo llegar al ala derecha; sin embargo, Peters se encontraba allí. Si desea repetir la experiencia, para encontrarse con ELLA, deberá elegir las horas en que no hay vigilancia. Eso ocurre cuando Peters apaga las luces de los dormitorios.

—Ella... ¿De qué me hablas? —pregunté.

—No aparente que desconoce el asunto —respondió el chico—. Ella es el ama de llaves. ¿Me entiende usted?... ¡Es negra!

Ésta es mi única información.

Al mismo tiempo, debo resaltar que, después del momento que acabo de contarle, he podido comprobar que Mindavaine intenta evitarme.

* * *

Ultima carta de Andy Craigh a míster Edward Reeves:

...Hace escasos días que he dejado de considerar un absurdo que en Spencer-Hall se ocultara un gran misterio.

Porque ya cuento con las mejores evidencias de lo que aquí está sucediendo.

Antes le diré que Mindavaine ha abandonado el colegio. Por favor, no imagine que ha sucedido una tragedia, ya que sólo ha vuelto a su casa. Su padre vino a llevárselo, al parecer porque no estaba satisfecho del colegio.

Antes de marcharse, el chico me guiñó un ojo, para dar a entender que su repentina marcha tenía algo que ver con la breve conversación que mantuvimos en el aula.

Luego, pude observar que míster Spencer no dejaba de vigilarme, aunque lo hiciese a hurtadillas. En sus ojos capté cierta sombría amenaza. Una atención parecida me dedica Shorten, aunque en este caso sus pupilas muestran mayor crueldad. ¿Y qué podría contarle de Peters? Éste se diría que espera la ocasión de darme muerte.

Al verme acosado por estos tres enigmáticos personajes, he tomado la decisión de llegar al lugar que yo llamo la «zona prohibida».

En el caso de que usted no volviese a recibir mis cartas, ha de comprender que nuestra comunicación ha quedado interrumpida de la forma más violenta. Porque habría pagado el precio a mi temeridad al cumplir la labor de un espía.

Pero no dejó de pensar en una de las últimas frases que me dedicó: «...Espero que más adelante, cuando usted desee contarme la verdad, sea más explícito que ahora...».

Ese momento ha llegado.

Admito que yo nunca escribí «La Princesa Tigre». Me refiero a que no es mi obra, ya que me limité a cumplir el papel de transcriptor y, a la vez, de plagiario o ladrón.

La cosa sucedió una tarde de lluvia y granizo, como el día que usted y yo nos encontramos. Yo sentía mucha hambre y frío, especialmente esto último.

Estaba caminando por Holborn sin un rumbo definido, cuando supe que en la sala de Conferencias Populares un cierto míster Rackway iba a disertar sobre la vida y costumbres de los tigres.

En la sala había poco público. He olvidado lo que estaba diciendo el conferenciante, porque nada más ocupar la silla caí en un sopor debido a la confortable temperatura que allí reinaba. Pero había podido comprobar que a mi lado se encontraba una mujer bastante elegante que, por mi primera impresión, estaba prestando una gran atención a cada una de las palabras de míster Rackway.

A mí los tigres no me interesaban, pero como la entrada era gratuita y el salón disfrutaba de un ambiente muy grato.

Creo que me quedé profundamente dormido, hasta que me despertó la voz de uno de los vigilantes, al gritar: «¡Señoras y señores, deben desalojar el salón porque vamos a cerrar!».

Entonces comprobé que mi vecina se había marchado..., aunque no del todo. Allí se encontraba su bolso de mano. Nadie fue testigo de mi robo, ya que lo recogí y, al momento, lo oculté debajo de mi abrigo. En seguida pude comprobar que no contenía nada de valor; excepto unos cuantos chelines, de los que hice uso, y un montón de hojas escritas por las dos caras con una letra fina y apretada.

Al comenzar a leerlas, pude advertir que se trataba del manuscrito de una novela de aventuras, que se desarrollaba en las famosas junglas de Lingor.

Como por esas fechas la editorial Grape e Hijos estaba solicitando historias de aventuras exóticas, me dije que debía aprovechar la oportunidad.

En seguida me cuidé de transcribir el manuscrito, sin dejar de incorporar algunos datos de mi propia invención, a la vez que eliminaba varios pasajes.

Al cabo de unos meses, en Grape e Hijos me pagaron cinco libras y eligieron el seudónimo que acompañaría a la publicación de la obra: Adelson Latham.

Lamento que mis descubrimientos no le permitan avanzar ni un paso más en la investigación que estamos realizando.

N.B.—En lo que se refiere a mi próxima visita a la «zona prohibida», voy a anticiparle que he descubierto el escondrijo donde Peters oculta el coñac. Por eso he echado unas gotas de un soporífero, que me recomendó el farmacéutico, a ese licor. Así contaré con más tiempo para realizar la exploración.

* * *

Todos parecían dormir en Spencer Hall. Andy comprobó que la ventana de Shorten era la última que dejaba de estar iluminada. Entonces se decidió a abandonar el dormitorio común, cuya vigilancia le había sido encomendada, para llegar al ala derecha del edificio.

Llevaba una linterna de bolsillo; sin embargo, no tuvo necesidad de emplearla, ya que la claridad lunar le permitió recorrer los pasillos con relativa facilidad.

Cruzó la sala que se utilizaba como capilla, y pisó algo blando y negruzco, que al principio le pareció un montón de telas y, después, pudo comprobar que era el abrigo de grueso paño negro del reverendo Dilmott. Por detrás de los sitiales, donde se encontraban los asientos de Spencer, Ghallant y Shorten, descubrió una puerta baja que conducía al ala derecha del edificio. Le alegró que nadie se hubiera cuidado de cerrarla, ya que pudo superarla rápidamente. Esto le permitió acceder a un vestíbulo escasamente iluminado por la luz lunar que atravesaba un ventanal veneciano. Nuevamente, debió saltar por encima de algo que, en esta ocasión, fue el cuerpo de Peters.

El servidor roncaba como la haría un órgano desafinado, y su cuerpo despedía un desagradable hedor a coñac.

Andy Craigh echó un vistazo a su alrededor. En el vestíbulo había tres puertas, aunque nada más que una atrajo su interés: era la mejor tallada y ofrecía unas formas magníficas. Había sido cubierta con unas pequeñas y doradas esculturas asiáticas.

Se aproximó y, luego de superar un intenso momento de vacilación, decidió abrirla. Al hacerlo, pudo percibir un fuerte perfume de incienso y flores; al mismo tiempo, el esplendor de unos colores muy vivos le forzó a cerrar los ojos durante unos momentos.

¡Qué singular decoración! Desde un primer momento creyó que se había introducido en un enorme cristal de roca, por eso tardó algunos minutos en escapar de aquella situación irreal, hasta el punto de poder reconocer lo que le rodeaba.

Allí se encontraban unos gigantescos budas ventrudos, que parecían estarle contemplando con sus ojos torvos. Monstruosas divinidades con cabezas de animales ocupaban unos tronos, todos ellos materialmente cubiertos de flores, las cuales exhalaban unos vapores de un aroma muy intenso.

De repente, se vio obligado a retroceder aterrorizado: una descomunal pitón roja estaba abandonando un macizo de flores, a la vez que se desenroscaba parsimoniosamente.

Andy sólo había avanzado unos pocos pasos en aquel recinto tan extraño; mientras, a través de la puerta dorada, le llegaban los ronquidos naturales, a pesar de esto tranquilizadores, que seguía produciendo el servidor dormido.

De pronto, las sonoras respiraciones se vieron interrumpidas por unas palabras entrecortadas, entre las cuales Andy sólo fue capaz de entender una que estaba siendo repetida con frecuencia: Sarepa..., Sarepa...

¡Paong! El joven tuvo que dar un brinco: la habitación estaba vibrando bajo los efectos de un enorme gong. Además, la pared del fondo, que acaso sólo fuera un paño pintado con innumerables colores, fue subida igual que se hace con el telón de un teatro, que es llevado hasta el techo para descubrir la escena. Esto permitió que el intruso viese...

* * *

...A Spencer, Shorten, Ghallant y Dilmott sobre una gran escalera de tres o cuatro alargados escalones.

Andy se dio cuenta de que Shorten era el único que le miraba, con sus resplandecientes ojos preñados de locura. Ghallant mantenía la cabeza agachada. Spencer parecía más interesado por contemplar algo situado en la lejanía. Mientras que Dilmott estaba hojeando un libro.

De repente, el clérigo empezó a salmodiar con su voz de carraca. Y Andy creyó adivinar que estaba escuchando la oración que se dedicaba a los agonizantes.

Entonces dijo algo bastante singular para la comprometida situación que le estaba tocando protagonizar:

—Creo que se ha olvidado usted el abrigo en la capilla...

Después de haber dicho aquella vulgaridad, dirigió su vista por encima de la escalera, y ya fue incapaz de contener los temblores que le embargaban.

Porque en una especie de trono se hallaba sentada una mujer.

Le pareció de una hermosura asombrosa. Y no pudo por menos que recordar las palabras de Mindavaine:

—El ama de llaves es negra.

No tenía ese color, ya que su piel ofrecía la morenez propia de las mujeres malasias, cosas que se mencionan en las sangrientas leyendas nacidas en los inhumanos países que son bañados por el océano índico. Sin embargo, no fue su trágica hermosura lo que provocó los estremecimientos de Andy Craigh. Porque estaba recordando a la mujer que fue su vecina, en aquella tarde de hambre y frío, en la sala de conferencias de Holborn, cuyo bolso decidió apropiarse en lugar de entregárselo a uno de los vigilantes.

* * *

Debió transcurrir algún tiempo antes de que Andy se diera cuenta de que Spencer le estaba hablando. También comprobó que Peters se encontraba allí, junto al principio de la escalera, cubierto con el sarong negro y rojo propio de los verdugos malayos. El director del colegio se dirigió a él con una voz baja y rápida:

—Andy Craigh, es la segunda vez que traicionas a la princesa Sarepa. Primero le robaste sus memorias y, luego, hiciste que se publicaran, con lo que pasaron a conocimiento público. Por fortuna tus pocos lectores consideraron que el libro nada más que era una novela vulgar, nacida de una imaginación incontrolada y falta de inspiración. ¿Quién podría dar por cierto que una princesa de belleza inigualable fuese en realidad una tigresa capaz, de adquirir las formas humanas? Ni siquiera esos que están convencidos de que existen los licántropos, se hubieran atrevido a dar por buena una transformación de esa clase.

»Pero surgió la fatalidad, la peor de todas, en el momento que uno de los inspectores más sagaces de Scotland Yard leyó esa detestable novela. Como entendió que se contaba algo real, te envió a ti para espiarnos. He de reconocer que has tenido éxito, Andy Craigh, y es posible que eso te consuele en el momento que te veas al borde la muerte. Porque te vamos a matar. Algo que explica, de alguna manera, que te estemos confiando nuestro gran secreto.

»Todos nosotros, los servidores de la princesa Sarepa, debimos abandonar nuestras antiguas tierras de las junglas de Lingor, debido a que las autoridades británicas, francesas y holandesas no dejaban de hostigarnos.

»La Princesa Tigre, cuyo alimento es la sangre humana, nunca la carne, existe en realidad. Aquí se encuentra, ante ti.

»¿Qué misterio se oculta en Spencer-Hall, donde hemos tenido que encerrarnos? En este momento tú lo conoces. No hemos tenido que cometer ningún asesinato, ya que obtenemos la necesaria sangre fresca de los chicos que se encuentran en el colegio. Se les realizan unas pequeñas extracciones, sin que sufran.

»Pero, ante el acoso de la policía, tendremos que escapar de aquí, para ir a lo desconocido. Andrew Craigh, ¡es posible que tú seas el último que llene la copa de la vida! ¡Fíjate bien!».

La mujer había permanecido quieta hasta aquel momento, manteniendo los ojos bien cerrados.

Entonces los comenzó a abrir, muy despacio...

Andy se vio forzado a lanzar un alarido de terror...

Los ojos se habían convertido en fuego verde, en unas, terribles pupilas de tigre, que le estaban contemplando con la mayor atención. Acto seguido, la boca se abrió exageradamente, para descubrir unos colmillos monstruosos.

Y en el mismo lugar que ocupase la escultural belleza morena, Andy pudo contemplar a un enorme tigre, provisto de unas fauces infernales, que se preparaba para saltar...

Y la bestia pronunció con una voz muy ronca: «Ahí voy, dormilón, mi desayuno ya está servido».

* * *

Andy abrió los ojos y pudo ver a un hombre provisto de unos grandes mostachos que estaba inclinado sobre él y, a la vez, percibió el agradable aroma de un café recién elaborado y de tocino frito.

Entonces le pareció, vagamente, que tenía delante al guarda del almacén de maderas, al que pudo ver salir la noche anterior.

—No es usted el primer forastero que termina pasando la noche en mi caseta, después de haberse perdido junto al Tees. Nada más que le vi al entrar, preferí esperar una hora antes de regresar. Como se había quedado usted profundamente dormido, no quise despertarle. Pero le he oído soñar en voz alta. Por cierto, ha citado varias veces la palabra tigre, mientras se agitaba preso de una horrible pesadilla... Confío que ya esté recuperado de todo ese sufrimiento imaginativo... ¡Y ahora coma, que no hay nada mejor para superar los peores recuerdos!

El tocino tenía un sabor exquisito, al menos para un hambriento; y lo mismo sucedía con el café. Andy se encargó de acabar con todo lo que le sirvieron, como si al saciar su apetito le estuvieran desapareciendo las malas pesadillas.

Al mismo tiempo que daba cuenta del último alimento, contó al guardián el motivo que le había traído a Stockton. Y en el momento que mencionó Spencer-Hall, quien le escuchaba exclamó:

—Amigo mío, lo dejó usted a sus espaldas. Ese colegio se encuentra a poca distancia de aquí. El doctor Spencer es un noble caballero que ama a sus golfillos alumnos, a la vez que se preocupa con el celo de un padre de que todos sus colaboradores vivan de la manera más cómoda. Sé que va a tener usted mucha suerte allí. Venga a visitarme cuando se le ocurra. Recuerde que nunca le faltará aquí una buena taza de café recién hecho.

* * *

El día siguiente amaneció limpio de nubes y apacible. En nada se parecía a la fría y oscura noche anterior. En seguida Andy Craigh vio resplandecer el sol por encima de los tejados rojizos de Spencer-Hall.

De repente se dio una palmada en la frente y, al momento, abrió su maleta.

Retiró algunas ropas y, en seguida, dio con los dos libros: La Princesa Tigre y Las investigaciones del famoso detective Edward Reeves.

Luego de proferir un grito de furia, al haber comprendido la causa de las trágicas pesadillas de la noche anterior, arrojó los dos volúmenes a las aguas del Tees.

Luego, con el ánimo descargado de sombras y silbando una de las canciones más populares de la época, caminó rumbo a su destino.