El gato negro
Edgar Allan Poe nació en la ciudad de Boston en 1809. Inquieto estudiante, pasó por varias instituciones civiles y religiosas de su país y de Gran Bretaña, donde adquirió una gran cultura. Apasionado por la vida, no le importó entregarse a grandes excesos, que le llevaron a romper con su familia. Sus inicios literarios fueron en la prensa y escribiendo poemas. Luego de una existencia azarosa, se entregó a la bebida y a las drogas. En los momentos de lucidez comenzó a escribir alguna de sus mejores obras. En 1838, publicó las Aventuras de Arturo Gordon Pym y siete años más tarde la poesía lírica El cuervo, con la que obtuvo un éxito clamoroso. Seguidamente, la bebida y los fracasos sentimentales le hundieron en la miseria, lo que no le impidió escribir nuevas grandes obras.
Puede afirmarse que fueron los jóvenes literatos franceses los que descubrieron a Poe, al que levantaron un pedestal; mientras tanto, en Estados Unidos e Inglaterra se le consideraba un escritor vulgar. El paso del tiempo haría justicia a este genio, padre del Terror literario, lo mismo que de la novela policíaca actual. Un ser privilegiado que supo plasmar la psicología del criminal, a veces recorriendo a la inversa el deambular de una mente homicida, mucho antes de que Freud y sus seguidores realizaran los grandes descubrimientos sobre el comportamiento humano. Un ejemplo de todo esto lo encontramos, mejor que en ningún otro relato, en El gato negro. Poe murió en Baltimore en 1849.
No confío ni deseo que alguien se crea el suceso asombroso que me dispongo a escribir. Como se refiere a un hecho que mi cerebro rechaza como auténtico, a pesar de que en el fondo lo reconozca, debería hallarme internado en un manicomio si de verdad lo considerase auténtico. Sin embargo, no soy un demente, como tampoco acostumbro a tener pesadillas de esta índole. Claro que al amanecer pueden encontrarme muerto, lo que me obliga a descargar la conciencia. Mi necesidad más perentoria es dejar claro ante la sociedad, de una forma nítida y sin dudas, una cadena de sencillos conflictos hogareños que, por sus efectos, me han venido asustando, sometiéndome a suplicio y dejándome confundido. Pese a lo que acabo de exponer, no me dispongo a mostrarlos abiertamente. En mí ni siquiera ha quedado un poso que no sea el del terror; sin embargo, es posible que haya gente que lo considere poco horrible. Hasta quizá exista un cerebro clarividente que valore mis fantasías como algo vulgar. Debe haber un pensador más tranquilo, dueño de una razón sosegada, que descubrirá en los hechos que me dispongo a escribir una cadena normal de consecuencias lógicas.
Durante mi niñez pude destacar por la sumisión y afabilidad de mi temperamento. Resaltaba tanto la bondad de mi conducta, que terminé por convertirme en una especie de títere de mis amistades. Además, me atraían excesivamente los animales domésticos, a lo que ayudaron mis padres al regalarme infinidad de ellos. Puede decirse que pasaba la mayor parte de mis horas al lado de estas bestezuelas tan cariñosas, ya que no me sentía más dichoso que sirviéndoles la comida o la bebida. ¡Lo mucho que me gustaba acariciarles el lomo! Con el paso del tiempo se fue incrementando esta devoción, y al convertirme en un adulto ya era una de mis mayores diversiones... Todos los que han volcado su amistad en un perro amigo, pueden entender fácilmente a lo que me refiero. Existen en el mundo pocos afectos superiores. Al recibir el cariño desinteresado de un animal, su entrega más absoluta, se nota una fuerza que toca directamente el corazón. Lo que pocas veces sucede cuando se trata con los mezquinos SERES HUMANOS.
Contraje matrimonio siendo muy joven. Pronto advertí que había tenido la fortuna de unirme a una mujer que compartía muchas de mis aficiones y sentimientos. Como estaba al tanto de mi pasión por los animales hogareños, se dedicó a comprar los más agradables. En casa hubo pájaros, peces de colores dorados, un espléndido perro, varios conejos, un mono diminuto y hasta un gato.
Debo reconocer que este felino era hermoso y resistente, de una piel totalmente negra y de una astucia extraordinaria. Mi esposa, que siempre había sido bastante supersticiosa, al mencionar la inteligencia del gato, solía referirse a esa vieja idea del pueblo de que en cada uno de los gatos negros se oculta una malvada hechicera. No intento decir que ella hablara siempre en serio al mencionar estos temas. Si lo escribo es sencillamente porque me ha venido a la memoria.
«Plutón» —éste es el nombre que habíamos dado al gato— era mi compañero favorito. Nada más que comía cuando yo le llenaba el plato, por eso siempre me estaba siguiendo dentro de la casa. Muchas veces me costaba alejarle de mí cuando me disponía a salir a la calle.
Esta relación afectiva se mantuvo a lo largo de varios años, en los que mi personalidad —siento algo de rubor al escribirlo— por culpa del diablo de la intransigencia padeció un negativo cambio radical. Lentamente me fui entregando a mis propios pensamientos, aislándome de los demás. Esto se unió a una irritabilidad frecuente, que me llevaba a ignorar los sentimientos de quienes me rodeaban. Por eso comencé a utilizar con mi esposa unas palabras violentas, y hasta llegué a causarle algún daño físico al golpearla, en muchos casos sin venir a cuento. Creo que nuestros animales caseros advirtieron el cambio de mi talante. Les estaba prestando muy poca atención, y también los pegaba. En lo que atañe a «Plutón», por alguna singular circunstancia lo mantuve lejos de mis arrebatos de brutalidad, aunque dejé de acariciarle y ni siquiera le servía la comida. Un trato muy distinto dedicaba a los conejos, a los monos y hasta el perro, ya que los echaba lejos a patadas en cuanto se cruzaban en mi camino. Este mal fue en aumento, como suele ocurrir cuando es alimentado por el excesivo consumo de alcohol. Por último, el propio «Plutón», que al haber envejecido se mostraba algo huraño, empezó a sufrir las consecuencias de mi temperamento.
Cierta noche, al entrar en casa totalmente borracho, creí observar que el gato me estaba rehuyendo. Conseguí atraparle; sin embargo, acaso temiendo mis golpes, me mordió en la mano. Como me causó una pequeña herida, me asaltó tal arrebato de cólera que perdí el control. Creo que mi alma de niño, la que pudo ser considerada bondadosa, abandonó mi cuerpo, para dejar en su lugar el instinto miserable de un demonio, que alimentaba todo su ser con gotas de ginebra. Por eso busqué en el bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí con manos temblorosas y, luego de sujetar al animal por el cuello, me entretuve en vaciarle un ojo... Siento que me estoy ruborizando, a la vez que el calor inunda mi cuerpo y me estremezco de arriba abajo al escribir esta muestra de crueldad inhumana.
En el momento que, por la mañana, recuperé el sentido, al haberse evaporado los vapores de mi borrachera nocturna, me sentí horrorizado al recordar la barbaridad que había cometido. Claro que era éste un remordimiento muy débil, luego no afectó a mis sentimientos más profundos. Continué entregado a mis demostraciones de violencia, y procuré acallar, muy pronto, con una botella de vino el recuerdo de mis actos.
El gato se fue curando muy despacio; sin embargo, la órbita vacía de su ojo perdido ofrecía un aspecto horripilante. Al cabo de unas semanas, me dije egoístamente que la bestia había terminado por no darse cuenta de su desgracia. Continuaba haciendo los mismos recorridos por el interior de la casa; no obstante, en cuanto advertía mi presencia, escapaba asustado. Como todavía no habían sido destruidos todos mis sentimientos, me apenaba un poco esas reacciones del animal, aunque las entendía. Yo le había amado mucho, y me dolía haberle convertido en una especie de enemigo.
El cambio definitivo que sufrió mi carácter llegó con una fase de irritabilidad, que tardó poco en convertirse en perversión. Esta degeneración humana es poco estudiada por la filosofía. Sin embargo, con la misma certeza de que me siento vivo, estoy seguro de que la perversión es uno de los más ancestrales instintos humanos... ¿Hay alguien que no se haya visto sorprendido, a veces, al estar cometiendo un acto estúpido o lleno de vileza, a pesar de saber que es algo malo? ¿No nos asalta el impulso, aunque nos hallemos en nuestro sano juicio, de violar la Ley por el simple hecho de saltarnos sus rígidas normas? Quiero dejar claro que la perversión supuso mi ruina más absoluta. Así surgió la necesidad insondable de someterme a un autosacrificio, de quebrantar todos mis principios anteriores, de causar el mal por descubrir cuánto daño era capaz de causar. Mi primer acto, dentro de esta cadena de perversiones, fue ensañarme con el gato. Por este motivo, una mañana, sin que el animal se lo mereciera, le atrapé con un nudo corredizo y, acto seguido, me cuidé de ahorcarlo en la rama de un árbol. Lo hice a pesar de estar llorando, y sintiendo en el corazón el más hondo arrepentimiento. Creo que me estaba comportando así porque ese animal me había amado, y debido a que nunca una perversión es mayor que cuando se descarga sobre un ser inocente. Además, estaba convencido de que cometía un pecado mortal, el cual me sería reprochado a la larga por el Dios de la misericordia. La verdad es que estaba dispuesto a desafiar hasta al poder divino.
Durante la noche siguiente al día que realice una acción tan sanguinaria e injusta, fui arrancado del sueño por el chillido de «¡Fuego!». En seguida me di cuenta de que estaban ardiendo las cortinas de mi cama. La casa entera tardó poco en convertirse en una hoguera. Mi esposa, un criado y yo conseguimos escapar con bastantes dificultades. De lo que había sido nuestro hogar nada quedó en pie. Nos arruinamos, lo que me sumergió en la más absoluta desesperación.
Lejos de mi ánimo se halla establecer alguna relación entre mi comportamiento y el incendio. Me encuentro en una situación mental bastante superior a la que se atribuiría a quien se detuviera a realizar razonamientos de esa clase. Me estoy encargando de detallar una serie de sucesos, sin querer ocultar ni uno solo. A la mañana siguiente procuré recorrer las ruinas. Sólo había quedado una pared en pie, que correspondía a un estrecho tabique interno, el cual ocupó el centro del edificio. Precisamente era en el que se apoyaba la cabecera de mi cama. Había podido aguantar la violencia del fuego, lo que debía obedecer a la solidez de la construcción. En aquel punto había varias personas, que estaban examinando el muro con gran interés. Consiguieron llamar mi atención al oír que repetían estas dos expresiones: «anormal» y «raro». También escuché otras palabras similares, aunque sólo me quedé con las que he resaltado. Porque eran las que mejor definían el hecho de que hubiese quedado, como si fuera un bajorrelieve, esculpida en aquella pared la figura de un enorme gato. La imagen estaba reproducida con una exactitud asombrosa. Además, en el cuello de la bestia aparecía un dogal de cuerda, dando idea de que había sido ahorcada.
En el mismo instante que contemplé esta aparición —yo sólo podía valorar aquella figura como una aparición—, mi sorpresa y mi pánico alcanzaron unos niveles fabulosos. Hasta que busqué una defensa mental en el razonamiento. No había olvidado que ahorqué al gato en el jardín próximo a mi casa. Como algunos vecinos dieron la alarma al descubrirlo, otros debieron descenderlo de la rama y luego, acaso de una forma voluntaria, lo tiraron por la ventana de mi dormitorio. Es posible que pretendieran despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había terminado por comprimir el cuerpo del felino, hasta incrustarlo en el yeso recién extendido. Más tarde, la cal del muro, en una acción conjunta con las llamas y el amoníaco que acostumbran a soltar los cadáveres, produjo la figura tal como la estábamos viendo todos los presentes.
A pesar de que intenté calmar mi mente con estas suposiciones, sin que se tranquilizara mi conciencia, el suceso que acababa de contemplar dejó en mi memoria una huella profunda. A lo largo de los siguientes meses, el fantasma del gato me estuvo acosando día y noche, para generar en mí algo parecido al remordimiento. Terminé por lamentar la pérdida de ese animal. Como acostumbraba desde hacía mucho tiempo, busqué el alivio en las tabernuchas. Mientras me encontraba en uno de estos tugurios, me dije que acaso me convenía encontrar otro gato.
Una noche que me hallaba sentado ante una mesa, medio aturdido por el vino, me llamó la atención un cuerpo negro que estaba tumbado en lo alto de uno de los grandes barriles de ginebra o de ron que formaban la principal decoración del local. Llevaba algunos minutos comprobando que aquella bestia no cesaba de mirarme desde el tonel, por lo que me sorprendió no haber advertido antes de su presencia. Me acerqué para tocarlo con manos temblorosas... En efecto, era un gato gigantesco, tan fuerte como «Plutón», al que se parecía en casi todo, excepto en un detalle muy importante: el pelaje de «Plutón» era completamente negro, mientras que este otro animal lucía una franja blanquecina en casi toda la zona del pecho, que resaltaba en la negrura del resto. Nada más que sintió el roce de mi mano, se incorporó ronroneando intensamente y, al momento, se frotó contra la misma como si le gustara mi interés. Pensé que era el animal que yo necesitaba. En seguida le hablé al dueño para que me lo vendiese; pero éste me dijo que podía llevármelo, ya que era la primera vez que lo veía.
Seguí acariciando el lomo de aquel gato y, en el momento que me disponía a marcharme, pareció dispuesto a acompañarme. No le rechacé, y hasta me detuve repetidamente para tocarlo. Cuando lo dejé en casa, comenzó a actuar como si se encontrara en un lugar conocido. Tardó muy poco en convertirse en el mejor aliado de mi esposa.
Creo que esto propició que naciese en mí la aversión hacia este segundo gato. Se estaba comportando de una forma muy distinta a lo que yo había supuesto. No puedo explicar cómo ocurrió, pero cada una de sus muestras de cariño me enfurecían hasta el agotamiento. Lentamente, estos sentimientos de desagrado y malestar fueron aumentando, hasta transformarse en las sombras del odio. Intenté alejarle de mí. Algo parecido a la vergüenza, junto al recuerdo de mi primera demostración de crueldad, detuvieron mis primeros impulsos de golpearle. Un freno que respeté por espacio de unas semanas; no obstante, de una forma gradual, casi sin sentirlo, me vi escapando de aquella bestia, porque su simple visión me despertaba un pánico inexplicable.
No hay duda de que mi odio por este animal dio comienzo la mañana siguiente de su llegada a casa. Porque le faltaba un ojo, igual que a «Plutón». Una circunstancia que mi esposa consideró suficiente para volcar su amor por el gato. Algo normal en una persona que no había sufrido un cambio similar al mío, debido a que seguía amando a las bestezuelas domésticas.
Sin embargo, a medida que iba creciendo mi aversión hacia aquella bestia, ésta me mostraba un mayor afecto. Con una insistencia que resulta imposible de explicar, no dejaba de seguir mis pasos. Nada más que yo tomaba asiento, procuraba acurrucarse debajo de mi silla, o intentaba saltar sobre mis rodillas, para hacer el intento de ir a cubrirme con sus asquerosas caricias. Como yo le rechazaba, insistía en meterse entre mis piernas al ver que me alejaba; y hasta trepaba, luego de clavar sus garras en mis pantalones, buscando llegar a mi pecho. Algo que yo terminaba por permitirle, frenando el deseo de matarle de un golpe, al recordar mi primer crimen. En realidad, debo confesarlo, sentía auténtico terror al ver a aquel animal.
Este terror no correspondía básicamente a un mal físico y, sin embargo, me resultaría complicado concederle otra valoración. Casi me da vergüenza reconocer (a pesar de encontrarme en la celda que corresponde a un delincuente) que el espanto y el horror que me provocaba la bestia se había acrecentado debido a una de mis fantasías, acaso la más correcta que se puede suponer. Mi esposa había terminado por pedirme que me fijase en las características de la mancha que cubría el cuerpo del gato, ese detalle que tanto le diferenciaba del animal que yo ahorqué. Seguro que el lector no habrá olvidado que esta señal, aunque me pareció grande desde el principio, lentamente comenzó a crecer. Lo hizo por fases casi imperceptibles, que al apreciarlas me parecieron fruto de mi imaginación. Finalmente, adquirió la forma de un objeto, que al recordarlo me hacía temblar, ni siquiera soy capaz de nombrarlo. Terminé por contemplar a aquel gato como si fuera un monstruo. Muchas veces quise librarme de él; pero, en el último momento, no me atrevía al recordar mi primer crimen. Y el hecho es que la imagen se asemejaba a un objeto abominable y macabro: una horca. ¡Oh, tétrico y horrible dogal, cuerda aterradora, trampa de espanto y homicidio, de agonía y asesinato!
Me había convertido, entonces, en un miserable, el ser más abyecto de la Creación. Una fiera humana se había formado en mi interior, como si quisiera igualar, en perversidad, a lo que Dios tiene de bondad divina. ¡Ay de mí! En los días y en las noches para mi mente y mi cuerpo no existía el descanso. Siempre el gato se encontraba a mi lado. Hasta cuando estaba durmiendo, surgía en mis pesadillas para quemarme la cara con su aliento de cosa vengativa. Era la encarnación de la malignidad que no podía arrojar fuera de mi existencia.
Sometido a estos suplicios se derrumbó lo escaso que conservaba de bondad. Perversas deducciones se apoderaron de mi mente. Imaginaba lo más tétrico e infame. Las sombras que rodeaban mi conducta me llevaron a sentir repugnancia ante todas las cosas vivas existentes. Mientras tanto, mi esposa no profería ni una sola queja. ¡Vaya! Si ella se había convertido en el eje principal de mis maquinaciones, siempre paciente y encontrando unas explicaciones para los insultos, las protestas y los golpes que descargaba sobre ella. Algo que sólo conseguía aumentar mi furia.
Recuerdo que un día me acompañó para realizar un trabajo casero. Llegamos al sótano del mísero edificio, el único que habíamos podido alquilar al ser tan pobres. El gato nos siguió por los peldaños de la escalera. Como tropecé con su cuerpo, al meterse entre mis piernas, me vi dominado por una furia enloquecida. Alcancé un hacha y, olvidando el recuerdo de mi primer crimen que siempre había detenido mis manos, descargué el golpe sobre la bestia. Creo que la hubiese fulminado en el acto, si mi mujer no lo hubiera impedido al sujetarme por un brazo. Esto supuso que mi cólera adquiriese una mayor ceguera. Me solté de sus manos, y descargue el hacha. En esta ocasión sin tropezarme con ningún obstáculo, pude abrir en dos la cabeza de mi esposa. La vi desplomarse sin vida, y sin pronunciar ni la más débil queja.
Una vez perpetrado el homicidio, procuré ocultar el cuerpo lo antes posible. En seguida caí en la cuenta de que no podría sacarlo de la casa durante el día, como tampoco en la noche, debido a que vivíamos rodeados de vecinos demasiado curiosos. Creí que lo mejor era cortar el cadáver en pedazos, para irlos echando al fuego. Sin embargo, no podría evitar el hedor a carne quemada. Tomé la decisión de cavar una fosa en el suelo de la cueva, aunque debí cambiar de idea al tener en cuenta el ruido que produciría. Tampoco me sirvió la opción de arrojar el cuerpo en el pozo del jardín. Otro de mis planes fue embalarlo en un cajón como si fuera una mercancía y, después, encargar a un mandadero que lo sacara de casa. Finalmente, di con una solución que me pareció la más segura: el emparedamiento.
El sótano era una cueva que me brindaba todas las ventajas. Como ninguna de sus paredes había sido levantada en vertical, unido a que poco tiempo atrás fueron cubiertas con una capa de yeso que la humedad había impedido que endureciese, mi trabajo no sería descubierto. Además, en uno de los muros existía un saliente dejado por la desaparición de una chimenea artificial, que fue tapada para que el lugar ofreciera una cierta uniformidad. Supuse que no resultaría complicado retirar los ladrillos, para introducir el cuerpo de mi esposa en el hueco, de tal manera que ningún ojo receloso pudiese descubrir mi gran secreto.
Pronto comprobé que mis planes podían realizarse. Comencé a retirar los ladrillos ayudándome de una palanca. Por último, dejé el cadáver apoyado en la pared interior, lo sostuve en esta posición hasta que conseguí restablecer, sin muchos esfuerzos, el estado primitivo de la cueva. Tomé las precauciones imaginables y formé la argamasa necesaria, con la que elaboré una capa que no podía distinguirse de la primitiva, para ir cubriendo el nuevo tabique. En el momento que finalicé, pude decirme que el trabajo había sido perfecto. La pared no ofrecía ni la menor evidencia de un arreglo. Me cuidé de barrer el piso y recogí los escombros. Nada más terminar, eché un vistazo triunfal a mi alrededor y musité: «Todos mis esfuerzos han resultado muy provechosos».
El paso siguiente que debía dar era encontrar al gato, ya que había sido el culpable de la tragedia. Estaba dispuesto a matarlo. Si en aquel instante hubiese logrado dar con él nadie lo habría salvado. Sin embargo, el astuto animal se había asustado ante mi arrebato de cólera, por eso debía estar escondido. Me resulta imposible describir la sensación de tranquilidad que llenó mi espíritu, ante la sola idea de que acaso nunca lo volviese a ver, porque había escapado de la casa. No apareció en toda la noche; y ésta fue la primera que pude disfrutar de un sueño tranquilo, sin pesadillas. En efecto, lo conseguí porque mi alma no se sentía agobiada por el peso del remordimiento.
De esta manera fueron pasando el segundo y el tercer día. El gato no hizo acto de presencia. Respiré con la tranquilidad que lo puede hacer un hombre que al fin ha obtenido la libertad completa. El monstruo me había abandonado para siempre, y nunca volvería a estar cerca de mí. Mi felicidad era infinita. Debo reconocer que en ocasiones me detenía a pensar en mi crimen, sobre todo porque tuve que presentar una denuncia por la desaparición de mi esposa. No se realizaron unas investigaciones muy intensas, al creer la justicia mis palabras. Estaba asegurada mi tranquilidad futura.
El cuarto día de haber cometido el asesinato, llegaron a mi casa un grupo de policías. No los esperaba. Procedieron a realizar una nueva investigación. No obstante, al confiar tanto en la impenetrabilidad del escondite elegido, ni me sentí inquieto. Los agentes me ordenaron que estuviera a su lado mientras efectuaban las pesquisas. No dejaron de examinar hasta el último de los rincones. Por último descendieron a la cueva-sótano. Les seguí muy tranquilo. Como le sucede a cualquier ser humano que duerme en medio de la inocencia, mi corazón latía con el ritmo de un recién nacido. Recorrieron el lugar de esquina a esquina; mientras, con los brazos cruzados, yo caminaba indiferente. Por fin, los policías se dispusieron a abandonar mi casa. Esto me produjo tal satisfacción, que no pude ocultar una sonrisa. Me sentía exultante por el triunfo. De ahí que me asaltara el deseo de liberar alguna palabra, una pequeña muestra de mi victoria, que me permitiese dejar bien patente mi absoluta inocencia.
—Caballeros —dije al fin, cuando los agentes comenzaban a subir por la escalera—, me agrada muchísimo haber conseguido desvanecer todas sus sospechas. Deseo para cada uno de ustedes la mejor salud, y que muestren un poco más de educación al invadir las casas de los ciudadanos más humildes. Sin que sea mi intención presumir, se encuentran en un edificio bien construido. —Había perdido el control de las palabras, en la angustiosa necesidad de decir algo tranquilizador—. Puedo asegurarles que éste es un hogar perfectamente construido. Cada una de sus paredes... ¿Se marchan, caballeros? Las paredes fueron construidas con los elementos más sólidos.
De repente, obedeciendo a una fanfarronada suicida, golpeé el bastón que tenía en las manos sobre el muro, tras el cual se encontraba el cadáver de mi esposa...
¡Qué Dios se apiade de mi alma y me libre de las garras de Satanás! Nada más que yo hube golpeado sobre el yeso y los ladrillos, al eco de los bastonazos le siguió una voz salida del fondo de la tumba. Primero fue como una protesta velada, que al momento se transformó en un aullido prolongado, sonoro y aterrador, mezcla de horror y de victoria, porque brotaba del mismo averno, vomitado por las gargantas de los condenados a las peores torturas o de los demonios que gozan de su condenación.
Supondría otro acto de locura mostraros mis sentimientos. Creí desfallecer y, apoyándome contra la pared opuesta, quedé paralizado por mi error infinito. Los policías se detuvieron unos instantes en la escalera. El terror los había dejado anonadados. Sin embargo, unos minutos más tarde, sus brazos robustos picaron en la pared, hasta que terminaron por derrumbarla. Así descubrieron el cadáver desfigurado de mi esposa, completamente cubierto de sangre coagulada. Pero, a pesar de esto, lo que más llamó su atención fue que sobre la cabeza del cadáver, se encontraba, con las rojas fauces dilatadas y con su único ojo llameando de odio, el maldito gato negro de la blanquecina mancha en el cuello... ¡Cuya astucia me había arrastrado a mí al asesinato, y cuyos aullidos reveladores me entregaron al verdugo! Yo había emparedado, sin saberlo, a ese monstruo en la tumba de mi esposa.