I
En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero, llamado Dionís, el cual, después de haber servido a su rey en la guerra contra los infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.
Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión, acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le había granjeado el sobrenombre de la Azucena, que, como si les entrase a más andar el día engolfados en perseguir una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse durante las horas de la siesta a una cañada por donde corría un riachuelo saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.
Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazador les había acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera, y a través de los alterados murmullos del viento, que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante a la del guión de un rebaño.
En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su hatillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.
—A propósito de aventuras extraordinarias —exclamó al verlo uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor—, ahí tenéis a Esteban, el zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.
—Pues ¿qué le acontece a ese pobre diablo? —exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.
—¡Friolera! —añadió el montero en tono de zumba—. ¡Qué sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros!
—¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?
—Se refiere —prosiguió el montero— a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para no dejarlo en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión les ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a término ha oído, las ruidosas carcajadas con que las celebran.
Mientras esto decía el montero, Constanza, que así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de beber a su ganado y le condujo a presencia de su señor que, para disiparla turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle con su nombre, acompañando el saludo con una bondadosa sonrisa.
Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe, como la de los albinos; la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara en guedejas ásperas y rojas, semejante a las crines de un rocín colorado.
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico. Respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor a ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso, como buen rústico.
Una vez el zagal repuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís y con el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso a que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a las que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.
Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los megos de Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en el que el pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidióse éste a hablar, mas no sin antes dirigiese a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta manera:
—Es el caso, señor, que, según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar, que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá a todo. Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y a fe que, después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos evangelios llevo cosidos a la pellica, y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.
—Pero, vamos —exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que amenazaban con no concluir nunca—, déjate de rodeos y ve derecho al asunto.
—A él voy —contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz, acompañada de un silbido, para que se agruparan los corderos, que no perdía de vista y comenzaban a desparramarse por el monte, tomó a rascarse la cabeza y prosiguió así:
—Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra parte el dale que le das de los cazadores furtivos que, ya con trampa o con ballesta, no dejan res con vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara. Hablaba yo de esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron: «Pues, hombre, no sé en qué consista el que tú no los topes, pues nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro; y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar por las huellas debía componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral». «¿Y hacia qué sitio seguía el rastro?», pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa. «Hacia la cañada de los cantuesos», me contestaron. No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos. Durante toda la noche estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguir a ninguno. No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua a la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más particular, entre el rastro de las reses, las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano, sin ponderación alguna.
Al decir esto, el mozo, instintivamente, y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista al pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado con un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como, al par de Esteban, bajasen también los ojos de don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró a esconderlo, exclamando con el tono más natural del mundo:
—¡Oh, no! Por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de ese tamaño sólo se encuentran en las hadas cuya historia nos refieren los trovadores.
—Pues no paró aquí la cosa —continuó el zagal cuando Constanza hubo concluido— y sino que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los ciervos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la medianoche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas se movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho, me incorporé con sumo cuidado y, poniendo atención a aquel confuso murmullo, que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y una algarabía semejante al de las muchachas del lugar cuando, riendo y bromeando por el camino, vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros en la cabeza. Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, cuando, enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo (creedlo, señores, esto es tan seguro como que me he de morir) dijo..., claro y distintamente, estas propias palabras:
Al llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por más tiempo la risa, que hacía largo rato les retozaba en los ojos, y dando rienda a su buen humor, prorrumpieron en carcajadas estrepitosas. De los primeros en comenzar a reír y los últimos en dejarlo fueron don Dionís, que a pesar de su fingida circunspección, no pudo por menos de tomar parte en el general regocijo, y su hija Constanza, la cual, cada vez que miraba a Esteban, todo suspenso y confuso, tornaba a reírse como una loca, hasta el punto de saltarle las lágrimas a los ojos.
El zagal, por su parte, aunque sin entender el efecto que su narración había producido, parecía todo turbado e inquieto, y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas él tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.
—¿Qué es eso, Esteban? ¿Qué te sucede? —le preguntó uno de los monteros, notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.
—Me sucede una cosa muy extraña —exclamó Esteban—. Cuando, después de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la persona que las había pronunciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto y, dando unos saltos enormes por encima de los carrascales y los lentiscos, se alejó, seguida de una tropa de corzas de color natural, y así éstas como la blanca que las iba guiando no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.
—¡Bah, bah! Esteban —exclamó don Dionís con aire burlón—, sigue los consejos del preste de Tarazona. No hables de tus encuentros con los corzos amigos de burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes, y pues ya estás provisto de los evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos, que comienzan a desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio: paternóster y garrotazo.
El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno de los palafreneros, despidióse de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas a los corderos.
Como a esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las horas del calor ya eran pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover las hojas de los chopos y a refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que aderezasen las caballerías, que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto, y cuando todo estaba a punto hizo seña a los unos para que soltasen las traíllas y a los otros para que tocasen las trompetas, y saliendo en tropel de la chopera prosiguió adelante la interrumpida caza.