Una narración de los Montes Hartz
Frederick Marryat nació en Inglaterra en 1792. En seguida se sintió atraído por la mar; debido a que su país estaba dando forma a un imperio, a pesar de haber perdido los Estados Unidos. Puede encuadrarse a Marryat entre los autores que convirtieron los océanos en su fuente de inspiración, siguiendo el camino abierto por Defoe y que luego siguieron Stevenson, Conrad y otros.
Sin embargo, Marryat ahondó más en lo aventurero, sin olvidar la identidad física y moral de sus personajes dentro de un universo cargado de audacia, temores, mitos y pasiones. Todo esto se puede apreciar en novelas de la calidad de El perro endemoniado, Jacobo el Simple y El buque fantasma.
Precisamente, a esta última novela corresponde el relato que hemos seleccionado, el cual puede titularse una Narración de los Montes Hartz o La Loba Blanca. Toda una obra maestra dentro del género de los licántropos, a cuyo desenlace se llega luego de conocer una historia apasionante, casi de un corte melodramático, en la que se ofrecen los más diabólicos misterios de Transilvania y de la Europa central. Por último, os diremos que Frederick Marryat falleció en 1848.
Philip y Krantz subieron en su piragua hacia el mediodía y comenzaron a remar con su habitual pericia.
Pocos obstáculos se les opusieron para llevar el rumbo como habían planeado. Al mismo tiempo, las numerosas islas y las estrellas les ayudaban a orientarse, lo mismo a lo largo del día que en la noche. Es verdad que no se hallaban dispuestos a seguir la dirección más recta, aunque sí la menos peligrosa. Remaron por aguas mansas, siempre hacia el Noroeste. En infinidad de ocasiones se vieron obligados a escapar de los praos malayos que inundaban la zona; sin embargo, gracias a la ligereza de su embarcación lograron salvar el pellejo. La verdad, para no pecar de mentirosos, es que los piratas dejaban el acoso nada más comprobar lo pequeña que era la embarcación de los extranjeros, debido a que muy escaso botín podía ofrecerles.
Un amanecer, mientras remaban bordeando las islas con la ayuda de una suave brisa bastante inhabitual, Philip comentó:
—Krantz, me contaste que se han presentado algunos momentos en tu vida, o que tienen relación con la misma, que se asemejan bastante con la misteriosa historia que te confié hace días. ¿Crees oportuno explicarme a qué te referías precisamente?
—Es el mejor momento —contestó el amigo—. Hace tiempo que pensaba hablarte de ello; pero no había considerado oportuno hacerlo. Creo que nunca encontraremos una ocasión como ésta. Te prevengo que vas a escuchar un suceso muy singular, acaso tanto o más que el tuyo. ¿Supongo que en alguna ocasión te habrán contado algo sobre los Montes Hartz?
—Nunca he oído algo sobre ellos, al menos que yo recuerde —contestó Philip—; sin embargo, en un libro leí una breve información sobre esos montes, y de algunos de los sorprendentes acontecimientos que allí han ocurrido.
—Algo lógico en unos territorios salvajes y deshabitados —añadió Krantz—. En lo que se refiere a esos montes, se cuentan los sucesos más singulares; no obstante, por misteriosos que puedan resultar, dispongo de las pruebas suficientes para considerarlos auténticos.
»Te diré que mi padre jamás nació en los Montes Hartz, como tampoco residió en ellos desde el primer momento. Antes estuvo al servicio de un noble húngaro que poseía varias fincas y edificios en Transilvania; sin embargo, a pesar de su condición de siervo, mi padre no era un hombre pobre y sin conocimientos. Lo cierto es que contaba con una pequeña fortuna y, debido a que poseía una inteligencia especial para el orden, a la vez que su honorabilidad era muy estimada, el noble le ascendió al cargo de mayordomo. Claro que todo hombre que nace siervo, siempre conservará esta condición por mucho dinero que logré amasar. Esto fue lo que mi padre consiguió. Conviene que te cuente ahora que él estuvo casado durante casi cinco años. Y de este matrimonio tuvo tres hijos: César, mi hermano mayor; Hermann, que soy yo; y Marcella, mi hermana. Creo que estás enterado, Philip, de que en aquellas tierras se continúa hablando en latín. Por eso nosotros tenemos unos nombres tan sonoros.
»A mi madre todos la consideraban muy bella; por desgracia, se hallaba mejor dotada en lo físico que en el terreno de las virtudes. Cuando el dueño del condado la conoció, quedó enamorado de ella. A los pocos días, mi padre recibió la orden de partir lejos de allí, para cubrir no sé que encargo. Precisamente, mientras se hallaba lejos, mi madre se vio obsequiada por los regalos y las atenciones del amo. Esto trajo consigo que se dejara seducir por él. Al poco tiempo, volvió mi padre y, en seguida, advirtió lo que había sucedido en su ausencia. Sólo tuvo que realizar una comprobación para tener la prueba más contundente de la infidelidad de su esposa: ¡la descubrió en la cama con su conquistador! Dejándose arrastrar por el azote de las pasiones, esperó la ocasión más apropiada para darles muerte a los dos: a mi madre y a su amante.
»Luego, al comprender que por su condición de siervo nadie aceptaría las razones que pudiese alegar, dada la importancia del noble al que acababa de quitar la vida, procuró recoger todo el dinero que guardaba y, después, preparó los caballos que iban a tirar del trineo. El invierno estaba siendo muy duro en aquellas tierras, lo que no le impidió sacarnos a sus tres hijos de la casa. Escapamos en medio de la noche, para encontramos muy lejos de allí antes de que los crímenes hubieran sido descubiertos. Convencido de que sería acosado, ya que no contaba con una posibilidad de salvación en aquellas tierras (donde la policía podía detenerle en cualquier momento), prosiguió la huida, sin detenerse hasta que se encontró en medio de los intrincados laberintos, tan inhóspitos por la salvaje ausencia de vida humana, que se formaban en el interior de los Montes Hartz.
»Como debes entender, todo lo que te estoy confiando me fue contado a mí mucho más tarde. Mis remotos recuerdos se hallan unidos a una cabaña rústica, bastante cómoda y habitable, en la que residí junto a mi padre y a mis hermanos. Había sido construida en el interior de unos de esos bosques que se extienden por las regiones norteñas de Alemania. Nuestra vivienda se encontraba rodeada de unos acres de terreno, en los que mi padre había sembrado diferentes plantas comestibles, las cuales sólo crecían durante el verano. No puede decirse que diesen una gran cosecha; pero, al menos, servían para que todos nosotros pudiésemos alimentarnos.
»Cuando llegaba el invierno, nos veíamos obligados a permanecer en la cabaña durante casi todo el tiempo, ya que mientras nuestro padre salía a cazar, sus hijos quedábamos bajo la amenaza de los lobos, que bajaban de las cumbres en busca del alimento que les faltaba en esa época del año.
»Recuerdo que mi padre había comprado aquella humilde casa, junto a las tierras que la rodeaban, a un tosco montañés, de ésos que se pasan la vida cazando o quemando carbón de leña para fundir, con el fin de aprovechar la ganga de las minas vecinas. La cabaña se hallaba lejos de cualquier zona habitada, ya que le separaban unas dos millas de la vivienda más próxima. Ahora mismo me parece estar viendo aquel paisaje: los pinos altos y gruesos elevándose sobre la ladera de la montaña, algunas de cuyas ramas montaban sobre el tejado de nuestra casa, lo mismo que sus gruesas raíces aparecían por el suelo que pisábamos. La falda del monte parecía irse a desplomar sobre un valle muy hondo que estaba bastante lejos. Durante el verano el paisaje resultaba muy bello; sin embargo, al llegar el duro invierno, nadie sería capaz de imaginar un lugar tan desolador.
»Ya te he contado que en la época de los fríos, mi padre se iba de caza. Lo hacía todos los días, dejándonos encerrados en la cabaña para que no corriéramos el riesgo de ser atacados por los lobos o morir congelados, en el caso de que nos perdiésemos. Como allí no había nadie que pudiese cuidarnos. Debo reconocer que hubiera sido una locura pretender que una criada quisiera venir a atendemos, por mucho dinero que se le ofreciera como sueldo. He de admitir que mi padre sentía verdadero pánico ante las mujeres; algo que dejaba patente con el mismo trato que nos daba a sus hijos, ya que a Marcella casi no la hablaba. Cuando quería dirigirse a ella, nos utilizaba a nosotros como intermediarios.
»Debes imaginar que vivíamos sometidos a un casi total abandono. A esto he de añadir que nuestro padre nos tenía prohibido encender la lumbre, por miedo a que se produjera un incendio. Por eso debíamos cubrirnos con un montón de pieles de oso, a la vez que nos quedábamos en uno de los rincones más protegidos. Allí permanecíamos hasta que él regresaba, para encender un fuego deslumbrante, que suponía nuestra mayor satisfacción.
»El hecho de que nuestro padre hubiese elegido tan preocupante forma de vivir ha de verse como que se negaba a habitar en un lugar frecuentado por la gente de paso. Es posible que también le hiriese el remordimiento por su crimen, o se lamentara del cambio tan brusco que había dado a su existencia, ya que no podía ser más miserable. El hecho es que jamás le habíamos visto sonreír, y mucho menos gastarnos una broma. Lo suyo era entregarse a un trabajo casi febril, acaso para no concederse ni un segundo para pensar en el pasado.
»Por el contrario, nosotros conseguimos, a pesar de nuestra corta edad, una experiencia inusitada, a la vez que unos grandes conocimientos. Cuando llegaban los cortos días invernales, los tres permanecíamos en silencio e inmóviles, imaginando que la nieve se derretía para dar paso a los días tan gratos de finales de la primavera y del verano. Antes los árboles se habrían cubierto de hojas y los pájaros estarían cantando, a la vez que nosotros abandonaríamos la cabaña para jugar en la más completa libertad.
»Ésta fue nuestra salvaje forma de vida hasta que mi hermano César cumplió nueve años, yo llegué a los siete y Marcella a los cinco. Entonces ocurrieron los trágicos acontecimientos que dan forma a la historia tan sorprendente que me dispongo a contarte.
»Cierta noche, mi padre volvió a la cabaña mucho más tarde de lo habitual. Comprobamos que no había cazado ni un simple conejo. Dado que la temperatura no podía ser más baja, a lo que se añadían los varios pies de nieve que cubrían la tierra, el hecho de estar helado él lo unía a un humor de mil demonios. Como cargaba con unos cuantos leños, mis hermanos y yo nos pusimos a soplar las pavesas, con el fin de que brotase alguna llamita.
»Súbitamente, mi padre agarró a Marcella por un brazo y la separó violentamente de la chimenea. Ella se golpeó contra el suelo, magullándose los labios y la frente. Sangraba demasiado; sin embargo, al haber aprendido a soportar frecuentes ataques como aquél, prefirió quedarse en silencio, sin soltar ni una sola lágrima. Además, se nos quedó mirando con una expresión lastimera. Al mismo tiempo, nuestro padre había acercado su escabel al llar, a la vez que musitaba algo en contra de las mujeres, y se entregaba a avivar el fuego. Una tarea que tanto César como yo habíamos abandonado al vello salvajemente que había sido tratada nuestra hermana.
»Al poco rato brotó una llama muy viva, por efectos del trabajo de mi padre. Entonces, nosotros continuamos en el mismo sitio, sin aproximamos a él, como era lo acostumbrado. Dado que Marcella se fue a un rincón de la cabaña, César y yo la acompañamos, al menos para limpiarle la sangre que aún le brotaba por el labio partido. Mi padre se limitó a agacharse sobre la lumbre, en silencio, muy triste y solo.
»Así nos quedamos durante una media hora, hasta que nos sobresaltó el aullido de un lobo, que brotó precisamente debajo de una ventana de la cabaña. Mi padre se incorporó violentamente y descolgó su escopeta. El aullido se repitió con más intensidad; mientras, él comprobaba el fulminante del arma y, después, sin mirarnos salió de la cabaña y cerró la puerta tras de sí. Nosotros seguimos en el mismo lugar (mientras escuchábamos con la mayor atención), pensando que si él terminaba por dar muerte al lobo, quizá volviese de mejor humor. A pesar de que siempre nos trataba con mucha dureza, sobre todo a nuestra hermanita, le queríamos y nos esforzábamos por verle alegre y tranquilo. ¿Qué otra cosa mejor podíamos desear?
»En este momento debo resaltar que han existido pocos hermanos que se llevaran tan bien como nosotros. Jamás nos peleábamos ni discutíamos como es normal en otros chicos. En el caso de que ocasionalmente brotase algún punto en el que no estábamos de acuerdo César y yo, Marcella venía corriendo, para sellar con sus besos y sus súplicas nuestra reconciliación. Ella era una niña cariñosa. Ahora me viene a la memoria su precioso rostro. ¡Pobre infeliz! ¡Mi desgraciada Marcella!».
—¿Acaso ha muerto? —preguntó Philip.
—¡Claro que sí! ¡En efecto, la perdí! ¿Y cómo falleció? Sin embargo, debo seguir el desarrollo de la historia. Amigo mío, permite que te la continúe contando.
»Seguimos esperando durante unas horas; pero, al no escuchar los estampidos de la escopeta, mi hermano César hizo esta suposición:
»—Creo que padre está persiguiendo al lobo, por lo que va a tardar en regresar. Querida hermanita, deja que corte la sangre de tu boca. Luego abandonaremos este rincón, para acercamos al fuego. Necesitamos calentarnos.
»Esto es lo que hicimos, y allí seguimos hasta la medianoche... Sin dejar de comentar que nuestro padre tardaba en volver, no pudiendo comprender qué le retenía. Jamás supusimos que se estuviera enfrentando a algún peligro, ya que nos dijimos que seguramente había seguido al lobo hasta unos parajes muy lejanos.
»—Voy a echar un vistazo por si veo a padre —dijo César, al mismo tiempo que caminaba hasta la puerta.
»—Ten mucho cuidado —pidió Marcella—. Los lobos deben andar cerca a estas horas y nos falta un arma con la que defendernos, hermano.
»César abrió la puerta unas pocas pulgadas con sumo cuidado. Escudriñó el terreno más próximo.
»—No sé ve nada —dijo pasados unos minutos; seguidamente, llegó junto a nosotros.
»—Tenemos que cenar —recordé yo, pues padre acostumbraba a preparar la cena nada más volver a la cabaña; y mientras se hallaba ausente, los tres sólo contábamos con los restos del día anterior.
»—Escucha, César —intervino Marcella—, en el momento que padre regrese de matar al lobo, querrá comer algo. Vamos a preparar la cena para todos.
»César se puso de pie sobre el escabel, para coger de la alacena un pedazo de carne. No recuerdo si era de venado o de oso. Procuramos cortar la cantidad precisa y, acto seguido, nos cuidamos de prepararla, igual que hacíamos bajo el control de nuestro padre. Nos encontrábamos muy preocupados en asarla en las escudillas, sobre el fuego, cuando escuchamos el sonido de un cuerno de caza. En seguida prestamos oídos por si se repetía. Pronto nos llegó un ruido desde el exterior; y, un minuto más tarde, entró nuestro padre acompañado de una mujer joven y de un hombre moreno y fornido, que llevaba ropas de cazador.
»Creo que conviene contar ahora lo que yo no supe hasta pasados unos años. En el momento que mi padre dejó nuestra cabaña, había podido ver a una loba blanca a unas treinta yardas de distancia. Nada más que esta bestia descubrió a mi padre, empezó a retroceder muy despacio; pero mostrando los dientes y sin dejar de gruñir. En seguida se produjo la persecución. Al poco rato, mi padre se dio cuenta de que la loba no huía, sino que más bien iba alejándose despacio, para mantenerse cerca de él. Sin embargo, hubo un momento en el que se encontraron muy cerca. Entonces, mi padre se encaró la escopeta para disparar sobre la fiera.
»En ese preciso instante, la loba blanca desapareció súbitamente. Como mi padre supuso que la nieve le había permitido camuflarse, descendió el arma con el propósito de examinar la zona. No descubrió nada sospechoso. Por eso se dijo que la forma en que la loba había desaparecido resultaba incomprensible. Disgustado por el fracaso de su cacería, se hallaba dispuesto a regresar a la cabaña, cuando escuchó el lejano sonido de un cuerno de caza.
»Llegó a ser tan grande su asombro, debido más al lugar que ocupaba y a la hora de la tarde, que se mantuvo quieto, como petrificado, al haber olvidado el motivo que le había llevado hasta allí. Pasados unos minutos volvió a escuchar el cuerno de caza; y se dio cuenta de que quien lo producía se hallaba muy cerca. Por eso se mantuvo inmóvil, sin dejar de prestar atención. Una tercera vez escuchó la llamada o reclamo. No me acuerdo del término adecuado; sin embargo, mi padre sabía muy bien su significado: unos cazadores se habían perdido en el bosque.
»Poco más tarde, pudo ver a un hombre a caballo, que llevaba a una mujer en la grupa. Los dos llegaron al claro y cabalgaron hasta donde se encontraba mi padre. En un principio éste se asustó mucho, dado que acudieron a su memoria las historias que se contaban de apariciones de seres sobrenaturales, algunos de los cuales moraban en aquellas montañas; no obstante, en el momento que los tuvo cerca, se dio cuenta de que eran simples seres humanos, como él. Nada más que llegaron a su lado, el jinete le habló de esta manera:
»—Amigo cazador, cómo os agradezco que os encontréis fuera de casa a tan altas horas de la tarde. Esto nos ha beneficiado a nosotros. Venimos de muy lejos y temíamos por nuestras vidas, debido a que somos perseguidos con la mayor saña. Con la ayuda de estos montes hemos logrado eludir al enemigo; pero, de no encontrar un refugio y alimentos que nos permitan reponer un poco las fuerzas, moriremos de hambre en medio de esta noche invernal. Mi hija, que es la dama que va montada a la grupa, se encuentra en estos momentos casi desfallecida. Contestadme; ¿queréis paliar nuestros problemas?
»—Mi casa se encuentra a escasas millas de este lugar —dijo mi padre—; pero sólo os podré brindar fuego y un refugio. Bienvenidos seáis a lo poco que me pertenece. ¿Puedo saber de dónde venís?
»—Claro que sí, amigo. Sería absurdo mantener un secreto ante usted. Hemos escapado de Transilvania, donde el honor de mi hija y mi propia vida se hallaban bajo una mortal amenaza.
»Al escuchar esto el interés de mi padre se hizo mucho mayor, porque recordó su propia fuga: la infidelidad de su esposa y el doble crimen que desencadenó. Por este motivo, ofreció toda su colaboración con la mayor generosidad, igual que se ayuda a un compañero de infortunios.
»—No debemos perder más tiempo, noble señor —dijo el recién llegado—. Mi hija está tiritando de frío; y ya es incapaz de soportar ni un minuto más este tiempo tan infernal.
»—Acompañadme —indicó mi padre, conduciéndoles hasta la cabaña; luego, añadió—: He venido hasta aquí persiguiendo a una loba blanca. Se atrevió a aullar bajo la ventana de mi casa. De otra manera, yo jamás me hubiese encontrado en estos parajes a tan altas horas de la tarde.
»—Esa bestia pasó a nuestro lado en el momento que dejábamos atrás el bosque —dijo ella con una voz deliciosa.
»—Estaba a punto de descargar mi arma contra la fiera —explicó el cazador—; sin embargo, dado que ha servido para que usted nos encontrase, me felicito por haber permitido que escapara.
»El grupo llegó a la cabaña al cabo de hora y media; pero avanzando a paso rápido. Y como he contado anteriormente, entraron en la misma.
»—Se diría que el tiempo ha mejorado —comentó el moreno extraño, luego de oler la carne asada y aproximarse a la chimenea, sin dejar de mirarnos a mis hermanos y a mí—. Estoy comprobando que tiene usted aquí a unos jóvenes cocineros, Meinheer.
»—Me agrada que no debamos esperar —dijo mi padre—. Sentaos ante el fuego, señores. Estáis necesitados de calor luego de la prolongada cabalgada en medio de una atmósfera tan helada.
»—¿Dónde puedo guardar mi caballo, Meinheer? —preguntó el cazador.
»—Yo me cuidaré de esa tarea —se ofreció mi padre, saliendo de la cabaña.
»La mujer se merece una descripción especial. Era muy joven y debía contar unos veinte años. Llevaba un traje de viaje, ribeteado de blancas pieles, y se cubría la cabeza con una capucha de armiño. Su rostro era precioso; al menos, es lo que yo pensé al verla. Lo mismo consideró después mi padre. Al abrir la boca, mostraba unos dientes blanquísimos, lo más parecidos al marfil que he visto en toda mi vida. Pero sus ojos ofrecían un destello muy especial que, a pesar de resultar preciosos, a mis hermanos y a mí nos atemorizaron. Nos parecieron intranquilos y acechantes, aunque no supimos explicar esta opinión, pese a que sí advertimos, además, que encerraban una gran crueldad.
»En el momento que nos hizo un gesto para que nos acercásemos a ella, nos movimos dominados por el pavor y sin dejar de temblar. No obstante, la considerábamos hermosa, muy hermosa. Comenzó a hablar amorosamente a César, mi hermano mayor. El mismo trato me dedicó a mí. A los dos nos acarició la cabeza; sin embargo, Marcella se negó a estar cerca. En su rechazo, escapó hasta un extremo de la cabaña, y se metió en la cama, negándose a cenar, a pesar de habernos dicho antes que tenía mucha hambre.
»Mi padre volvió en seguida, luego de dejar el caballo en el cobertizo. Entonces servimos la cena. Una vez que nos levantamos de la mesa, mi padre ofreció su cama a la señora, después dijo que él pasaría la noche junto al fuego, en compañía del padre de ella. Después de una breve discusión, la joven consintió. Más tarde, César y yo nos metimos en la cama con Marcella, ya que siempre lo habíamos hecho así.
»Sin embargo, nos fue imposible poder conciliar el sueño. El hecho de que hubiese unos extraños en la cabaña, nos había dejado muy excitados. En lo que atañe a mi hermanita, permaneció todo el rato sin moverse aparentemente, dado que toda ella, por dentro, no dejó de temblar, y hasta la escuché gemir quedamente.
»Mi padre sirvió algunos licores, lo que me pareció inhabitual. Y bebió en compañía del cazador, sin dejar de hablar en voz baja. A pesar de esto, mis hermanos y yo no nos perdimos ni una sola de las palabras, ya que la curiosidad que sentíamos era muy grande.
»—¿Es cierto que habéis escapado de Transilvania? —preguntó mi padre.
»—Cierto. Os diré más, Meinheer —contestó el extraño—. Trabajaba como servidor en la mansión de... Hasta que el noble señor pretendió seducir a mi hija. El problema se resolvió en el momento que le introduje en el pecho los centímetros suficientes de mi cuchillo de montero.
»—Ya veo que somos compatriotas de país y desgracias —expuso mi padre, a la vez que cogía la mano del cazador para estrecharla con fraternal apasionamiento.
»—¿Qué estáis diciendo? ¿He de entender que habéis nacido en aquellas tierras?
»—Sí. También yo debí escapar para poner a salvo mi vida y la de mis hijos. Claro que mi experiencia es demasiado amarga.
»—¿Puedo conocer vuestro nombre? —insistió el moreno cazador.
»—Krantz.
»—¡Asombroso! ¿Krantz de...? Estoy al tanto de lo que sucedió, por eso podéis ahorraros el dolor de recordarlo. ¡Bienvenido, bienvenido, Meinheer, mi amado pariente! ¡Porque yo soy tu primo segundo Wilfred de Barnsford! —casi gritó el cazador, incorporándose para abrazar a mi padre.
»Seguidamente, llenaron sus vasos de asta y brindaron según el ritual de los sajones de Transilvania. Nada más terminar de beber los primeros tragos, siguieron hablando; pero en un tono tan bajo que apenas les pudimos escuchar. Pero sí entendimos que nuestros nuevos familiares se hallaban dispuestos a vivir en la cabaña durante los próximos días. Pasada una hora, los dos hombres se recostaron en sus asientos, y nos pareció que se quedaban adormilados.
»—¿Les has oído, Marcella? —preguntó César, con un tono de voz que casi era un susurro.
»—Claro que sí —contestó mi hermanita—. No me he perdido ni una sola de sus palabras. ¡Ah, hermanos míos, siento tanto miedo al ver los ojos de esa señora! ¡Me siento tan asustada!
»César y yo no supimos que decirle. A los pocos minutos los tres nos quedamos dormidos.
»Al día siguiente, al despertarnos pudimos comprobar que la hermosa dama no estaba en la cama de nuestro padre. Como ya se había arreglado, me pareció más fascinante que la noche anterior. De repente, se aproximó a la infeliz Marcella, a la que acarició el rostro; sin embargo, la niña comenzó a llorar como si la estuvieran sometiendo al más doloroso de los martirios.
»Con el fin de no perder el tiempo con tantas descripciones, te diré que el moreno cazador y su hija se convirtieron en nuestros huéspedes. Mi padre y su pariente lejano salían a cazar todos los días, con lo que la dama, que se llamaba Christina, se quedaba con nosotros. Dado que seguía comportándose cariñosamente, se fue apagando nuestra aversión, y hasta mi hermanita se dejaba acariciar.
»Sin embargo, fue mi padre el que mayor transformación acusó, ya que le desapareció totalmente el odio que siempre había mostrado ante las mujeres. No cesaba de prestar sus atenciones a la bella dama. Algunas noches, luego de que el padre de ella y nosotros nos habíamos acostado, los dos se quedaban hablando ante la chimenea encendida. Creo que te debería haber contado que mi padre y el cazador Wilfred se habían preparado unas camas en la otra parte de la cabaña. Christina seguía durmiendo en el mismo lecho que antes había pertenecido a mi padre.
»Recuerdo que hacía tres semanas que estaban con nosotros, cuando una noche, luego de que mis hermanos y yo nos hubiésemos acostado, se produjo una importante deliberación. Mi padre había pedido a Christina en matrimonio, y contaba con la aprobación lo mismo de ésta como de Wilfred. Acto seguido, escuchamos esta conversación:
»—Tienes mi permiso para unirte a Christina, Meinheer Krantz. Recibid los dos mi bendición. Estoy dispuesto a dejar esta vivienda, porque me conviene cambiar de aire. Pero no te diré dónde pienso ir.
»—¿Qué te impide seguir aquí, Wilfred?
»—No insistas. Soy necesario en otro sitio. Considera mis palabras como la única explicación que puedo brindarte. Ya has conseguido lo que pretendías al tener a mi hija.
»—¡Cómo te lo agradezco! Jamás lo olvidaré. Aunque veo un inconveniente.
»—Adivino lo que pretendes resaltar: necesitamos la presencia de un sacerdote, y no hay ninguno en estas tierras tan salvajes. Es verdad. Podría sustituirle un juez; sin embargo, también carecemos de uno que pueda dar validez legal al matrimonio. No hay duda de que los dos necesitáis algún tipo de ritual, al menos para que todos podamos dormir tranquilos. ¿Estás dispuesto a casarte con ella de acuerdo a mis reglas? De aceptarlo, la boda se celebraría ahora mismo.
»—Me parece bien —contestó mi padre.
»—Ya puedes cogerla de la mano... Como ya lo has hecho, Meinheer, puedes jurar.
»—¡Juro! —exclamó mi padre.
»—Debes añadir por los todos espíritus que moran en los Montes Hartz...
»—¡Vaya! ¿Y por qué no incluimos hasta el cielo que nos cubre ahora mismo? —le interrumpió mi padre.
»—Porque lo considero impropio —corrigió Wilfred—. Si he elegido ese juramento, que acaso tenga menos valor que otros, no me parece justo que tú me lleves la contraria.
»—Conforme, sea como quieres. Pero ¿vas a imponerme un juramento en base a algo en lo que no creo?
»—Suele ocurrir con mucha frecuencia entre las gentes de todas las clases sociales, hasta entre quienes se consideran cristianos —expuso Wilfred—. Contesta: ¿qué eliges? ¿Unirte en matrimonio con Christina o que me la lleve lejos de esta solitaria cabaña?
»—Puedes continuar —aceptó mi padre, pero mostrándose intranquilo.
»—Juro por los espíritus que pueblan los Montes Hartz, por las fuerzas que ejercen para bien o para mal, que recibo a Christina como mi legítima esposa, a la que nunca dejaré de proteger y a la que proporcionaré un hogar y amor, y que mi mano jamás se levantará contra ella para causarle daño, ya sea éste físico o espiritual.
»Mi padre repitió en seguida todas y cada una de las palabras que acababa de escuchar, sin equivocarse, porque al parecer nada le importaba más en este mundo.
»—En el caso de incumplir mi juramento, que se abata toda la venganza de los espíritus sobre mí y sobre mis hijos. Mueran heridos por las garras del buitre, las zarpas del lobo u otras bestias de los bosques; sean arrancadas la piel y la carne de sus miembros, para que blanqueen sus huesos en los parajes más desolados. Todas estas condiciones juro.
»En esta ocasión mi padre dudó antes de repetir las últimas frases. Nada más escucharle, mi hermana Marcella fue incapaz de contenerse y, al poco rato, comenzó a llorar amargamente. Esta violenta interrupción sobresaltó a los tres adultos, especialmente a mi padre. Por eso llegó al lado de su hija, a la que regañó con una gran crueldad. Con esto provocó que ella se tapara la cabeza con la sábana, para ahogar sus sollozos.
»Así se desarrolló la segunda boda de mi padre. Al día siguiente, el cazador moreno montó en su caballo y se marchó de nuestra casa.
»Mi padre recuperó su viejo lecho, que se hallaba en la misma estancia que la nuestra. Me parece que la vida se fue desarrollando, al menos durante los primeros días, como antes. Con la salvedad del comportamiento de nuestra madrastra, ya que dejó de tratarnos con cariño. Y cuando mi padre se hallaba ausente de la cabaña, nos pegaba con dureza, sobre todo a Marcella. Debo resaltar que sus ojos llameaban de odio en el momento que descargaba sus golpes sobre la dulce niña.
»Cierta noche, mi hermana nos despertó a César y a mí.
»—¿Qué ocurre? —preguntó César.
»—Ella acaba de salir de la cabaña —musitó la chiquilla.
»—¡Se ha ido!
»—No, porque iba en camisón —rectificó Marcella—. La he podido ver bajar de la cama, comprobar si padre dormía y, después, abandonar la casa abriendo la puerta muy despacio.
»Nos quedamos pensando qué podía haberle movido a dejar el lecho, y sin ponerse las ropas, salir de la caliente cabaña, cuando fuera dominaba el más duro frío invernal y la nieve cubría todo el terreno. No encontramos una explicación a aquel misterio. Esto nos dejó quietos y despiertos. A los pocos minutos, escuchamos los gruñidos de un lobo, que se encontraba precisamente debajo de la ventana.
»—¡Esa bestia la va a despedazar si la encuentra! —exclamó César.
»—¡Oh, no puede ser! —gimió Marcella.
»Al poco rato entró nuestra madrastra en la cabaña. Sólo llevaba puesto el camisón, como nos había contado mi hermanita. Cerró la puerta con el cerrojo, procurando no originar ningún ruido, y llegó al lugar donde siempre dejábamos una artesa llena de agua. Se lavó el rostro y las manos y, acto seguido, se metió bajo las sábanas, para compartir la cama con mi padre.
»Los tres chicos no habíamos dejado de temblar en ningún momento, sin podernos explicar qué causaba nuestro temor. Sin embargo, nos propusimos mantener la vigilancia durante la noche siguiente. Lo cumplimos sin ningún error, con lo que pudimos comprobar que Christina repetía las mismas acciones. Algo que continuó haciendo a lo largo de mucho tiempo. Siempre elegía una hora parecida de la noche para abandonar la casa. Poco después de marcharse, podíamos escuchar los gruñidos de un lobo bajo la ventana. Seguidamente, como si cumpliera una rutina, la volvíamos a ver entrar, lavarse en la artesa y, luego, meterse en el lecho. Pronto caímos en la cuenta de que pocas veces compartía la mesa con nosotros y, en el momento que lo hacía, comía dando muestras de que le disgustaban los alimentos. No obstante, cuando estaba cortando la carne para preparar un asado, a escondidas cogía un pedazo crudo, aún sangrante, y lo engullía con auténtica voracidad.
»Debo reconocer que mi hermano César era muy decidido y valeroso, por eso nos pidió que esperásemos a contar con más pruebas antes de hablar con nuestro padre. Después, tomó la decisión de seguirla una noche para comprobar lo que hacía fuera de la cabaña. Marcella y yo rechazamos esta idea; pero él se mantuvo firme, hasta terminar por convencernos. Aquella misma noche se acostó vestido y, nada más ver que nuestra madrastra acababa de abandonar la cabaña, la siguió llevando la escopeta de padre.
»Puedes suponer lo intranquilos que nos sentimos Marcella y yo durante los siguientes minutos. Poco más tarde escuchamos el disparo de un arma de fuego. Mientras nos abrazábamos temblando de angustia, pudimos comprobar que mi padre no se había despertado. Pasados unos minutos vimos entrar a nuestra madrastra. Llevaba todo el camisón ensangrentado. Entonces debí tapar la boca de mi hermanita, para que no gritase, cuando es posible que yo estuviese más asustado que ella. Christina se acercó a la cama para comprobar si mi padre seguía durmiendo y, acto seguido, llegó hasta la chimenea, donde comenzó a soplar las ascuas. Pronto brotaron las primeras llamas.
»—¿Quién anda ahí? —preguntó mi padre con voz de adormilado.
»—Tranquilo, cariño —contestó la madrastra—. Soy yo. Estoy encendiendo la lumbre para calentar un poco de agua. Me siento algo indispuesta.
»Mi padre se giró y, al momento, volvió a entregarse al sueño. Mientras tanto, nosotros seguíamos espiando cada uno de los movimientos de Christina. La vimos cambiarse de camisón; pero el manchado de sangre lo echó a las llamas. En aquel instante pudimos ver que su pierna izquierda estaba sangrando abundantemente, por culpa de una herida que parecía haber sido causada con un arma de fuego. Se curó toscamente, se puso una venda y, vestida del todo, se quedó sentada ante el fuego esperando el amanecer.
»¡Infeliz Marcella! Seguíamos estando abrazados, por lo que podía sentir los latidos acelerados de su corazón. Creo que el mío lo hacía a la misma velocidad. ¿Qué había podido sucederle a nuestro hermano César? ¿Cómo podíamos dudar de que hubiera sido él quien disparó contra la madrastra? Finalmente, mi padre dejó la cama. Entonces me decidí a preguntar:
»—Padre, ¿sabes dónde está César?
»—¿Por qué tu hermano no se encuentra con vosotros? —gritó muy alarmado—. ¿Qué ocurre aquí? ¿Dónde ha ido?
»—¡Qué Dios se apiade de nosotros! —dijo la madrastra—. Debo confesar que he pasado una noche muy mala. Me ha parecido escuchar que alguien abría la puerta de la cabaña. Por otra parte, ¿no te has fijado, esposo mío, que falta tu escopeta?
»Mi padre echó un vistazo a la campana de la chimenea, con lo que pudo comprobar que allí no estaba el arma. Por espacio de unos minutos quedó totalmente confundido, muy intranquilo. Acto seguido, cogió una gran hacha y salió de la casa sin proferir ni una sola palabra.
»Estuvo muy poco tiempo fuera. En el momento que volvió a la cabaña, llevaba en sus brazos el cuerpo sin vida de mi desdichado hermano. Lo dejó en el suelo y, luego, le cubrió el rostro con una tela.
»Entonces se levantó la madrastra y se acercó al cadáver. Al mismo tiempo, Marcella y yo nos echábamos sobre el mismo, sin dejar de sollozar amargamente.
»—¡Chicos, regresad a vuestra cama! —ordenó Christina violentamente—. Esposo mío —dijo mirando a mi padre—, no hay duda de que tu hijo cogió la escopeta para matar a un lobo; pero éste ha demostrado ser más fuerte de lo que el desdichado suponía. ¡Desgraciado muchacho! ¡Qué caro ha pagado su temeridad!
»Mi padre continuó guardando silencio. Entonces yo me dispuse a contar lo que sabía; pero Marcella, adivinando mis intenciones, me agarró del brazo y me miró con un gesto suplicante. Esto me hizo cambiar de idea.
»De esta manera mi padre siguió ignorando lo que allí estaba ocurriendo. Sin embargo, Marcella y yo teníamos la certeza, aunque no pudiéramos conocer cómo había sucedido, que la madrastra tenía mucho que ver con la muerte de nuestro hermano César.
»Al mediodía, mi padre cavó una tumba cerca de la cabaña. Nada más que dejó el cuerpo de su hijo en el fondo, lo cubrió con grandes piedras, para que los lobos no pudieran desenterrarlo. Debo reconocer que esta tragedia dejó a mi padre sin ánimos de seguir trabajando como lo hacía habitualmente. Casi una semana estuvo sin salir a cazar, y repetidamente le escuchábamos maldecir o proferir gritos de venganza contra los lobos.
»No obstante, a pesar de la desolación que reinaba en la cabaña, la madrastra no dejó de repetir sus escapadas nocturnas de la cabaña. Siempre después de haber comprobado que mi padre estaba durmiendo.
»Finalmente, mi padre cogió la escopeta y marchó al bosque, dispuesto a disparar contra todas las alimañas que encontrase. Pero no tardó en regresar a la cabaña. Se le veía desolado.
»—Tienes que creerme, Christina. ¡Maldita sea toda la raza de los lobos! No sé cómo, pero han desenterrado el cadáver de mi hijo, ¡y ya sólo quedan de él los huesos!
»—¿Es eso cierto? —preguntó ella.
»Entonces Marcella me miró, y pude leer en su inteligente mirada lo que pretendía comunicarme. Por eso dije:
»—Todas las noches un lobo viene a gruñir debajo de la ventana.
»—¿Es eso cierto? ¿Por qué no me lo has contado antes, hijo? Te ordeno que me despiertes la próxima vez que le escuches.
»Me di cuenta de que la madrastra se había vuelto de espaldas; sin embargo, tuve tiempo de ver sus ojos resplandecientes de crueldad y creí escuchar el rechinar de sus dientes.
»Poco más tarde, mi padre volvió al bosque, para tapar con un mayor número de piedras los escasos restos de mi infeliz hermano César. Así se desarrolló el primer acto de nuestra tragedia.
»En el momento que llegó la primavera, como la nieve se había derretido, Marcella y yo pudimos abandonar la cabaña. Sin embargo, en ningún momento me separé de mi hermanita, debido a que estaba siendo sometida a un verdadero acoso por parte de la madrastra. Desde la muerte de nuestro hermano, la trataba con mayor crueldad. Mi padre lo ignoraba, debido a que se pasaba casi todo el día trabajando en la pequeña huerta. Yo le ayudaba en algunas de estas tareas.
»Marcella acostumbraba a sentarse muy cerca, para vernos. Al mismo tiempo, la madrastra realizaba las faenas de la casa. He de llamar la atención sobre un hecho: según iba avanzando la primavera, ella estaba reduciendo sus escapadas nocturnas, lo mismo que dejamos de escuchar los gruñidos del lobo debajo de la ventana de la cabaña a partir del mismo día que yo se lo conté a mi padre.
»Una mañana que mi padre y yo nos encontrábamos trabajando en el campo, a la vez que mi hermanita se hallaba con nosotros, llegó la madrastra para decimos que iba al bosque en busca de unas hierbas que necesitaba. Luego pidió a Marcella que fuese a vigilar la comida. Esto es lo que hizo la pequeña; a la vez, Christina desapareció entre los árboles, siguiendo una dirección opuesta a la que llevaba a la cabaña. Mi padre y yo habíamos quedado materialmente en medio de las dos, al menos eso fue lo que supuse.
»Una hora más tarde nos vimos sorprendidos por unos alaridos estremecedores que provenían de nuestra casa. En seguida reconocimos a quien los profería: mi hermana Marcella.
»—¡Se ha debido quemar! —exclamé, a la vez que dejaba la azada.
»Mi padre también abandonó la suya y juntos corrimos hacia la cabaña. Pero, antes de que pudiéramos llegar a la misma, vimos salir por la puerta a una enorme loba blanca, que escapó de allí con la mayor rapidez. Mi padre no llevaba encima la escopeta. Entró en la casa precipitadamente, para encontrar a la desgraciada Marcella agonizando. Su cuerpo aparecía terriblemente herido y la sangre que del mismo brotaba estaba formando un charco en el suelo. El primer impulso de mi padre fue coger el arma de fuego y salir en persecución de la bestia; sin embargo, le retuvo el aspecto que ofrecía su hija. Nada se podía hacer por curarla, excepto llorar por la salvación de su alma. La pequeña todavía realizó un esfuerzo sobrehumano para mirarnos unos momentos, hasta que sus ojos fueron cerrados por la muerte.
»Mi padre y yo seguíamos inclinados sobre el cadáver de Marcella cuando la madrastra entró en la cabaña. Al contemplar una escena tan espeluznante, comenzó a dar muestras de dolor: sin embargo, no aprecié en ella esa reacción de horror o de repugnancia que a casi todas las mujeres les produce la visión de la sangre.
»—Pobrecita —susurró—. Ha debido ser esa gigantesca loba blanca que acabo de ver perdiéndose en el bosque. Todavía no me he recuperado del susto que me ha causado. Tu hija ha muerto, Krantz.
»—¡Lo sé! ¡Tengo la prueba en mis brazos! —chilló mi padre, casi enloquecido por la angustia.
»Llegué a suponer que nunca se recuperaría de la segunda pérdida de un hijo. Ante el cadáver de la dulce Marcella lloró desconsoladamente, negándose a llevarla a la tumba. Tardó varios días en convencerse de que debía hacerlo, a pesar de haber estando desatendiendo los repetidos consejos en este sentido. Por último, cavó una fosa junto a la de mi hermano César, adoptando todas las medidas para que los lobos no la violasen, como habían hecho con la primera.
»Amargas transcurrieron mis noches a partir de aquel momento, sobre todo al acostarme en la cama que antes había compartido con mis dos hermanos. No cesaba de decirme que la madrastra tenía mucho que ver con las muertes, aunque desconocía cómo lo había hecho y qué intenciones la movieron. No obstante, me duró bastante poco tiempo el pavor que me asaltaba cada vez que la tenía delante, ya que mi joven cerebro, unido a mi impulsivo corazón, se fue inundando de la necesidad de cobrarme venganza.
»La noche siguiente al entierro de mi hermana pude contemplar, mientras aparentaba estar durmiendo, que mi madrastra dejaba el lecho matrimonial y abandonaba la casa. No me importó aguardar unos minutos. Después me puse las ropas, llegué hasta la puerta, la entreabrí y miré hacia el lugar donde estaban las tumbas de mis hermanos. Había luna llena, luego contaba con la luz suficiente para ver con claridad... ¡Imagina hasta qué punto llegó mi repulsión al descubrir a mi madrastra retirando desesperadamente las piedras que cubrían la fosa de Marcella!
»Como siempre, sólo llevaba el camisón, y estaba en un claro del bosque. Luego la claridad lunar la rodeaba. No cesaba de escarbar con las dos manos, para ir echando a un lado las gruesas piedras que sacaba con la violencia de una fiera hambrienta. Debieron pasar unos minutos antes de que yo encontrase las fuerzas suficientes para reaccionar. Sin embargo, al fin, me di cuenta de que ella acababa de llegar donde se encontraba el cadáver de la pobre Marcella. Lo levantó con sus dos manos, para dejarlo al borde de la fosa. Ya me sentí incapaz de soportarlo. Llegué corriendo a la cama de mi padre, y le desperté.
»—¡De prisa, de prisa! —le apremié—. ¡Ponte las ropas y coge la escopeta!
»—¿Qué sucede, hijo? —preguntó mi padre—. ¿Han vuelto los lobos a gruñir debajo de la ventana?
»Abandonó el lecho y echó a un lado las sábanas y el edredón; pero, en su desesperación, no cayó en la cuenta de que su mujer no se encontraba allí. Nada más que le vi preparado, abrí la puerta y salí detrás de él.
»Suponte su terror cuando (sin hallarse preparado para contemplar semejante espectáculo) pudo descubrir, al aproximarse a la fosa, no a un lobo, sino a su propia mujer, vestida con el camisón de dormir y moviéndose a cuatro patas. Se hallaba agachada sobre el cadáver de mi hermana, desgarrando grandes trozos de carne y piel, para devorarlos con la avidez de un lobo. Estaba demasiado absorta en su festín para darse cuenta de nuestra presencia. Mientras tanto, a mi padre se le había caído el arma de las manos, porque no dejaba de temblar de pavor, lo mismo que me sucedía a mí. Su respiración se hizo bastante sonora y me pareció, durante unos segundos, que iba a desplomarse con el corazón destrozado.
»Creo que fue el deseo de venganza lo que me mantuvo en pie y, además, me impulsé a recoger el arma para ponerla en las manos de mi padre. Súbitamente, pareció como si la desesperación le hubiera devuelto su antigua fortaleza. Apuntó la escopeta e hizo fuego. Al momento aquel ser perverso soltó un alarido de rabia y cayó al suelo, muerto, cuando hasta aquel momento había mantenido atrapada la voluntad de su exterminador.
»—¡Cielo Santo! —exclamó mi padre, al mismo tiempo que se derrumbaba sin sentido, cuando apenas hacía unos segundos que acababa de disparar su arma.
»Me quedé a su lado unos instantes, hasta que se recuperó.
»—¿Dónde me encuentro? —preguntó, confundido—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Ya me viene a la memoria! ¡Qué Dios se apiade de nosotros!
»Se incorporó muy despacio, dando idea de que los recuerdos le pesaban demasiado. Los dos llegamos junto a la fosa... ¡Y comprenderás el terror tan inmenso que nos invadió al comprobar que, en lugar del cadáver de mi madrastra, allí se encontraba sobre los restos de la pobre Marcella el cuerpo de una gigantesca fiera!
»—¡La loba blanca! —gritó mi padre, como si hubiera aceptado aquella transformación diabólica como algo fácil de entender—. ¡La misma bestia que me condujo a aquel calvero del bosque! ¡Me llevó a una trampa... Para obligarme a mantener contacto carnal con los espíritus malignos de los Montes Hartz!
»Seguidamente, se quedó callado por espacio de varios minutos, entregado a unos pensamientos que le riñeron el rostro con una palidez, cadavérica. Por último, reaccionó para levantar delicadamente el cuerpo de su hija. Lo dejó en el tondo de la tumba y, con el mayor cuidado, lo recubrió con una gran cantidad de piedras. Nada más terminar este trabajo, al que yo aporté todos mis esfuerzos, se entregó a pisotear con sus botas claveteadas la cabeza de la loba blanca. Estaba enloquecido.
»Cuando volvimos a casa, cerró la puerta y se derrumbó en la cama. Yo tuve que imitarle, debido a que era incapaz de mantenerme de pie al estar sometido al más doloroso de los abatimientos.
»A la mañana siguiente, poco antes de que saliera el sol, fuimos despertados por los fuertes golpes que alguien estaba dando en la puerta. Mi padre fue a comprobar quién era y, nada más abrir, se encontró ante el encolerizado Wilfred, el cazador moreno.
»—¡Quiero ver a mi hija, montañés! ¿Dónde la escondes? —exigió violentamente.
»—Espero que siga estando en el lugar más seguro, el que corresponde a una bruja endemoniada —contestó mi padre, erguido sobre sus piernas abiertas y mostrando la misma cólera que el recién llegado—. ¡Se encuentra en el infierno, donde pertenece! ¡Y ahora sal de mi casa ahora mismo o tendré que sacarte a la fuerza!
»—¡Menos bravatas, montañés! —ironizó aquel hombre—. ¿Cómo puedes creer que vas a causar algún daño al más poderoso de los espíritus de los Montes Hartz? ¡Miserable mortal, quien contrae matrimonio con una mujer-loba sabe a lo que se arriesga!
»—¡Abandona mi casa ahora mismo, diablo! ¡Te reto a ti y a todos los malignos poderes!
»—Nunca te verás libre de mi venganza. Juraste ante mí; y tu juramento fue solemne: ¡jamás levantarías tu mano contra ella para causarle cualquier daño, ya fuera físico o espiritual!
»—Yo ignoraba que estaba haciendo tratos con unos diablos.
»—Eso no te libera de la responsabilidad. Ya te advertí que si no cumplías el juramento se descargaría sobre ti y tu familia la venganza de los espíritus de estas tierras: ¡moriríais tus hijos y tu bajo la garra del buitre, bajo la zarpa del lobo...!
»—¡Lárgate de mi casa, diablo! ¡Fuera, fuera!
»—¡...Y tus huesos blanquearían en la soledad! ¡Ja, ja, ja!
»Al escuchar aquellas carcajadas demoníacas, mi padre cogió el hacha y la levantó sobre la cabeza de su enemigo. Se hallaba listo para descargarla.
»—Nunca olvides a lo que te comprometiste con tu juramento —siguió burlándose el cazador.
»Entonces el hacha fue descargada con rabia; sin embargo, se clavó en el suelo, sin causar daño alguno a aquel ser diabólico, cuyo cuerpo, a pesar de que lo estuviéramos viendo, debía ser tan etéreo como el de los fantasmas. Además, por culpa del tremendo impulso mi padre rodó por el piso de la cabaña.
»—¡Eres un simple mortal! —advirtió Wilfred, avanzando un pie por encima del cuerpo de mi padre—. Los espíritus nada más que podemos ejercer nuestro poder sobre aquellos que han cometido un crimen. Tú has pasado a ser culpable por partida doble: nos cobraremos lo convenido en tu juramento matrimonial. Ya han perecido dos de tus hijos; y el tercero los seguirá... ¡Tú juramento quedó escrito! Pero yo sería muy generoso si os matase ahora. ¡Vuestro castigo consistirá en seguir viviendo bajo el peso de mi venganza, que un día se cumplirá inexorablemente!
»Aquel engendro desapareció nada más terminar de hablar. Entonces mi padre se puso de pie, me abrazó cariñosamente y, acto seguido, se postró de rodillas para comenzar a rezar con el mayor fervor.
»Al día siguiente abandonamos la cabaña para siempre. Llegamos a Holanda sin correr el menor peligro. Como mi padre poseía algún dinero, íbamos a poder organizar una vida algo discreta. Sin embargo, llevábamos pocos días en Amsterdam cuando sufrió unas fiebres cerebrales y, a los pocos meses, murió sumido en la locura. Como el pago de los médicos se había llevado todo nuestro capital, yo fui conducido a un asilo. Años más tarde, me enrolé en un barco como grumete. Tú estás enterado de mi vida desde entonces. Lo que me importa ahora es saber si continúa recayendo sobre mí la venganza de los malignos espíritus de los Montes Hartz. A pesar de que me duela admitirlo, estoy convencido de que nunca podré librarme de ella. Tarde o temprano esa maldición me alcanzará».
La jornada vigésima segunda los dos tripulantes de la pequeña embarcación se encontraron ante las escarpadas tierras del sur de Sumatra. Al no advertir la presencia de ningún barco, tomaron la decisión de proseguir con idéntico nimbo y, navegando en medio de los estrechos, enfilaron la proa a Pulo Penang, suponiendo que llegarían allí, si seguían contando con el favor del viento, al cabo de unos siete u ocho días. Debido a la permanente exposición al sol, Philip y Krantz ofrecían la piel bronceada propia de los nativos de la región. Si a esto añadimos que llevaban indumentarias musulmanes, no les iba a resultar difícil pasar por nativos de aquellas islas. Llevaban mucho tiempo sometidos a un sol de castigo, ya que los descansos prefirieron realizarlos durante la noche. Esto no dañó su estado físico.
En las fechas siguientes, Krantz se mantuvo en silencio, después de haber confiado a su compañero tan trágica historia. De vez en cuando Philip le preguntaba la causa de un cambio tan brusco, ya que siempre había sido bastante locuaz. Mientras estaban recorriendo los Estrechos, quien llevaba todo el peso de la conversación comenzó a planear lo que iban a realizar en el momento que llegaran a Goa. De repente, el atormentado intervino con evidente gravedad:
—Amigo mío, llevo algún tiempo diciéndome que yo no veré esa ciudad.
—¿Es que te encuentras enfermo, Krantz? —preguntó Philip, muy preocupado.
—No es eso. Disfruto de una buena salud física, aunque dudo que me suceda lo mismo con la mental. He estado combatiendo mis temores, sin conseguir otra cosa que el convencimiento de que mi muerte se halla muy próxima. Es como si dentro de mi cerebro una voz maligna no cesara de recordarme que hay una venganza pendiente. Algo inexorable que está a punto de ocurrir. Amigo, ¿te hallas dispuesto a prestarme el último favor? Poseo una importante suma de doblones de oro, que siempre llevo conmigo. Creo que te ayudará mucho. Quiero que lo aceptes sin ningún reparo, ya que me quedaré muy satisfecho si estoy convencido de que utilizarás ese dinero en cosas útiles.
—¡No quiero oírte decir tonterías, Krantz!
—Hablo con la mente muy clara, Philip. Sé que tú has sufrido algunos presentimientos, aunque nunca han sido tan terribles como los míos. ¿Acaso no tengo el derecho de creer en ellos? Me conoces lo suficiente para saber que no soy un cobarde. Esto no quita para que sienta, cada vez con mayor intensidad, que mi final está muy próximo...
—Nada más que son suposiciones sin fundamento, propias de una mente enfermiza, Krantz. Me niego a aceptar que un cerebro tan joven como el tuyo, provisto de una imaginación siempre positivista, haya caído en una fase tan negativa. Para mí tú vivirás mucho tiempo, hasta una edad bastante avanzada. Seguro que mañana te sentirás bastante mejor.
—Quizá estés en lo cierto —aceptó Krantz—; sin embargo, continuo manteniendo mi oferta: acepta mi oro. En el caso de que estuviera equivocado, una vez llegásemos a Goa me lo devolverías... Bueno, supongo que no habrás olvidado que hemos agotado las reservas de agua. Esto nos obliga a buscar un riachuelo en la costa, donde podamos aprovisionarnos.
—Estaba pensando en eso cuando tú empezaste a hablar de tus ideas tan pesimistas. Confío en que encontremos agua antes de que caiga la noche. Una vez llenemos las botellas, volveremos de nuevo a la embarcación, ya que nos queda mucho mar por recorrer.
En aquel instante se encontraban en la zona oriental del Estrecho, a unas cuarenta millas en dirección norte. La zona interna de la costa aparecía llena de grandes rocas y montañas; no obstante, más allá se veían las selvas y las junglas, extendiéndose sobre las laderas que parecían adentrarse en el agua salada. Aquellas tierras parecían deshabitadas. Sin dejar de navegar muy cerca de la orilla, al cabo de dos horas de inquietas remadas, descubrieron un arroyo, cuyo aspecto parecía fresco y limpio. Pronto vieron una cascada que bajaba desde una montaña, para deslizar su abundante corriente de agua por entre la espesura antes de llegar al mar del Estrecho.
Siguieron bogando hasta la misma desembocadura del riachuelo, sin importarles hacerlo contra corriente. Sólo pararon en el momento que se aseguraron de la potabilidad del agua. En seguida llenaron todas las botellas. Estaban hablando de volver a la embarcación, cuando la belleza y tranquilidad del paraje les invitó a permanecer unas horas allí. Al menos para darse un baño.
Esta necesidad no puede ser entendida nada más que por los seres humanos que han permanecido casi un mes encerrados en una reducida embarcación. Con el simple hecho de proponer la idea, se dieron cuenta de que no existía en el mundo mayor regalo que el de sumergirse en las aguas mansas y transparentes de aquel arroyo. Se desprendieron de las ropas musulmanas y se zambulleron como unos niños. Permanecieron nadando durante casi media hora. Krantz fue el primero que pisó la orilla. Como notaba algo de frío, advirtió a su compañero que iba al lugar donde había dejado las ropas. Philip se dispuso a seguirle.
—En este momento, amigo mío —dijo el más pesimista—, he decidido entregarte mi oro. Sólo tengo que abrir el cinturón y dejar que caigan las monedas que guardo dentro del mismo. Tú limítate a cogerlas, para introducirlas en el tuyo antes de ponértelo encima.
Philip se encontraba de pie dentro del río, cuyas aguas le cubrían hasta la cintura.
—De acuerdo, Krantz —aceptó—. Ya veo que es imposible conseguir que desistas de esa idea, aunque yo siga considerándola absurda. Pero confío en que tú sepas lo que estás haciendo.
En seguida llegó al lado del amigo y se sentó en una piedra. Krantz ya estaba sacando los doblones de oro de su cinturón.
—Creo que no queda ninguno —dijo con un gesto de satisfacción—. Me sentiré muy tranquilo si los recoges ahora mismo, Philip.
—Resulta imposible imaginar a qué peligro te encuentras expuesto tú, en este momento, que no me pueda amenazar a mí —dijo el compañero—; pero...
De repente, debió callarse aterrorizado... ¡Acababa de escuchar un rugido espantoso, al que siguió como una especie de embestida, propia de un vendaval terrible e inusitado! ¡Una fuerza que le tiró de espaldas, a la vez que oía un alarido desgarrador y el fragor de un breve combate!
Cuando Philip se recuperó del sobresalto, pudo ver el cuerpo desnudo de Krantz siendo arrastrado por un tigre gigantesco, el cual se perdió en la jungla con la velocidad de una centella. Los ojos desorbitados del marinero sólo pudieron contemplar la tragedia, sin que todo su cuerpo hubiese podido reaccionar. Intentar perseguir a la bestia asesina ya era una locura, porque el amigo estaba muerto y él podía correr la misma suerte.
—¡Dios mío! ¿Cómo me habéis sumido en tanto dolor? —protestó, desplomándose en la tierra con el rostro desencajado por la desesperación—. ¡Oh, pobre Krantz, mi hermano de tantas aventuras... No te equivocaste con tus negros presentimientos...! ¡Qué Dios se apiade de tu alma!
Philip comenzó a llorar desconsoladamente. Más de una hora permaneció quieto en el mismo lugar, olvidando que él podía estar corriendo un peligro similar al que acababa de presenciar. Finalmente, se puso en pie, impulsado por el instinto de supervivencia, y comenzó a vestirse. Una vez concluyó esta breve tarea, se sentó en una piedra y miró hacia las ropas de Krantz, junto a las cuales se encontraban los doblones de oro.
—Me entregaste ese dinero, después de predecir tu final. ¡En efecto, conocías tu destino, que acaba de cumplirse! Pronto tus huesos blanquearán en la soledad. El maligno espíritu de ese cazador de los Montes Hartz y su hija, la loba blanca, ya han sido vengados.