ROBERT SILVERBERG:
«Rumbo a Bizancio»
Premio Nebula 1985
Robert Silverberg recibió en 1969 su primer Premio Nebula por el cuento corto «Pasajeros» (en Lo mejor de Silverberg). En 1971 ganó otros dos Nebula, esta vez por su cuento corto «Buenas noticas del Vaticano» (en Lo mejor de Silverberg), y por su novela Tiempo de cambios. En 1974 volvió a conseguir este premio con su novela corta «Nacido con los muertos» (en Viajeros del tiempo), con el premio de este año se ha convertido en el único autor que ha ganado el Nebula cinco veces. Entre sus muchas novelas cabe destacar Muero por dentro, El castillo de Lord Valentine, Gilgamesh the King y Tom O’Bedlam. Star of Gypsies es su novela más reciente.
Sobre su viaje a Bizancio escribe:
«En total me he pasado por lo menos cuatro o cinco años de mi vida como turista. Dos semanas aquí y tres semanas allá suman al final un buen montón de tiempo. Mis viajes me han llevado a Estambul y Jerusalén, a Roma y París, a Sidney, Melbourne y Adelaida, a Nairobi, Túnez y Marraquesh. La primera vez que comí lenguado de Dover fue en el aeropuerto de Niza; la primera vez que vi televisión en color fue en un motel de Evansville, Indiana. En definitiva, he recorrido una buena porción del planeta, y pongo todo mi empeño en terminar de recorrer la que me falta. Siempre como turista, desde luego, como si fuera un visitante que se deja caer desde un algún mundo lejano, curioso y bien dispuesto a deambular y ver todas las catedrales, museos y mercados. Nunca he pretendido creer, ni hacer creer a nadie que podría llegar a ser alguna vez residente habitual de los lugares que visito.
»Mis viajes conforman en gran medida mis narraciones, de lo contrario, éstas se hubieran quedado en mera diversión sin sentido. Mis personajes se desplazan de un lugar a otro, unas veces por propia voluntad y otras algo forzados a ello, lo que les da un conocimiento práctico de las complejidades de hoteles y aeropuertos. Y cuando describo alguna remota ciudad de este mundo, o incluso de otro, lo hago con un sentido del detalle que proviene de haber visto de cerca tantos lugares exóticos.
»La idea para “Rumbo a Bizancio” surgió precisamente de todo este viajar. ¿Qué pasaría si existiera toda una sociedad, todo un mundo, que viviera en permanente estado de turismo? ¿Qué pasaría si nadie tuviera un hogar de ver-dad, si todo el mundo viajara de un lugar a otro, por un circuito interminable alrededor del mundo? ¿Y qué pasaría si ninguno de estos lugares fuera real, sino únicamente maquetas elegantes pero efímeras de glorías pasadas? Me vi escribiendo: Aquel año las cinco ciudades eran Chang-an, Asgard, Nueva Chicago, Timbuctú y Alejandría”, y el resto empezó a adquirir forma.
»Cbang-an ya no existe, Nueva Chicago todavía no existe, Asgard nunca existió. Timbuctú y Alejandría son reales, aunque su apariencia actual no es tan espectacular como las copias que se describen en la historia. Dudo mucho de que viva para ver Nueva Chicago, y no confío en visitar Asgard. Pero los mapas están desplegados y el lugar para este año está pendiente de elección: ¿Atenas? ¿Lisboa? ¿Senegal? ¿Malí? El planeta es tan grande y el tiempo tan corto... »
Se levantó al amanecer y salió a la terraza para echar la primera ojeada a Alejandría, la única ciudad que le quedaba por ver. Aquel año las cinco ciudades eran Changan, Asgard, Nueva Chicago, Timbuctú y Alejandría, la habitual mezcla de eras, culturas y realidades. Gioia y él habían llegado tarde la noche antes, bastante después de la puesta de sol, y, tras el largo vuelo desde Asgard, allá en el lejano norte, se habían ido directamente a dormir. Ahora, a la luz de la mañana, de suaves matices albarico que, las almenas y agujas de aspecto amenazador de Asgard le parecían ya parte de un sueño.
De cualquier modo, corría el rumor de que Asgard estaba acabada. Según había oído, dentro de poco la iban a derribar para reemplazarla, en cualquier otra parte, por Mohenjo-daro. Nunca podía haber más de cinco ciudades a la vez, pero éstas cambiaban constantemente. Recordaba una época en la que tuvieron la Roma de los Césares en lugar de Chang-an, y Río de Janeiro en vez de Alejandría. Aquella gente consideraba inútil conservar las cosas mucho tiempo.
No le resultaba fácil adaptarse a la intensidad sofocante de Alejandría después de los helados esplendores de Asgard. La brisa, procedente del mar, era a la vez fresca y tórrida, y las olas, leves y de color turquesa, chocaban contra las escolleras. Sus sentidos se veían acometidos por la presencia de poderosos elementos: el cielo pesado y ardiente, el olor picante de la roja arena de las tierras bajas flotando en la brisa, el aroma triste y encenagado del mar vecino; todo ello temblaba y resplandecía a la luz del alba. Su hotel estaba situado en un emplazamiento magnífico, en lo alto de la ladera norte del enorme monte artificial conocido como el Paneio y consagrado al dios de las patas de cabra. Desde allí tenían una vista completa de la ciudad, de los amplios y nobles bulevares, de los altísimos obeliscos y monumentos, del palacio de Adriano justo al pie de la colina, de la majestuosa e impresionante Biblioteca, del templo de Poseidón, del abarrotado mercado, del pabellón real que Marco Antonio mandó construir tras su derrota en Actium. Y, desde luego, del Faro, de ese sobrecogedor Faro que era la séptima maravilla del mundo, esa gigantesca mole de mármol, caliza y granito rosado de Asuán que, con sus innumerables ventanas, se elevaba majestuoso al final del camino de acceso. El humo negro que despedía la hoguera situada en lo más alto del faro subía al cielo en perezosa espiral. Mientras tanto, la ciudad despertaba. Aparecieron algunos eventuales vestidos con blancos fustanes que empezaron a recortar los setos, oscuros y apretados que bordeaban los grandes edificios públicos. Algunos ciudadanos, con amplias túnicas de un estilo que recordaba vagamente el griego, paseaban por las calles de la ciudad.
Había espectros, quimeras y fantasías por todas partes. Dos centauros, macho y hembra, de fina y elegante estampa, pastaban en la ladera de la colina. En el pórtico del templo de Poseidón apareció un fornido luchador que agitaba una de las cabezas de la Gorgona en su mano, sin dejar de reír. Un poco más abajo de la entrada del hotel, tres esfinges rosas, no mayores que gatos domésticos, empezaban a merodear por la acera, después de haberse sacudido la somnolencia de encima. Una esfinge más grande, del tamaño de un león, y seguramente madre de las otras, vigilaba desde un callejón. A pesar de la distancia, podía oír con claridad su ronroneo.
Con los ojos entrecerrados para protegerlos de la luz, proyectó la mirada más allá del Faro y del mar. Esperaba ver las borrosas costas de Creta y Chipre al norte, o quizá la gran curva negra de Anatolia. «Llévame a ese gran Bizancio» —pensó— «Donde todo es antiguo, y canta mientras remas. » Pero sólo pudo ver el mar infinito y vacío, luminoso y cegador, a pesar de que la mañana apenas acababa de empezar. Nada estaba ya donde él esperaba que estuviera. Los centinelas no ocupaban ya sus lugares correspondientes, como había podido comprobar hacía tiempo, cuando Gioia le había ofrecido un paseo en su pequeño volador. La punta de Sudamérica había sido cortada y desprendida, Pacífico adentro. Africa tenía una extraña postura en escorzo. Una ancha lengua de océano separaba Europa de Asia. Australia parecía no existir en absoluto. Quizá hubieran socavado sus cimientos y utilizado el territorio con otro fin. No quedaba ni rastro del mundo que él había conocido en otro tiempo. Estaba en el siglo cincuenta. «¿El siglo cincuenta, después de qué? » había preguntado muchas veces, pero nadie parecía saberlo, o nadie se molestaba en responder.
—¿Es muy bonita Alejandría? —preguntó Gioia desde dentro.
—Sal y lo verás.
Todavía desnuda y somnolienta, salió a la terraza de baldosas blancas y se acurrucó a su lado. Encajaba perfectamente bajo su brazo.
—¡Sí, sí! —dijo en voz baja—. Es preciosa, ¿verdad? ¡Mira, ahí están los palacios, la Biblioteca, el Faro! ¿Adónde iremos primero? Al Faro, supongo. Y después al mercado. Quiero ver a los negros egipcios. Y al circo, las carreras, ¿crees que hoy habrá carreras? ¡Oh, Charles, quiero verlo todo!
—¿Todo? ¿Todo el primer día?
—Todo el primer día, sí —respondió—. Todo.
—Pero si tenemos mucho tiempo, Gioia.
—¿Lo tenemos?
Él sonrió ante su impaciencia y la estrechó con más fuerza.
—El tiempo suficiente —dijo amablemente.
La amaba por su impaciencia, por su avidez alegre y chispeante. Gioia no se parecía mucho a los demás en este sentido, aunque era como ellos en todos los demás. Era de pequeña estatura, ágil y bella, de piel y ojos oscuros, con las caderas estrechas y los hombros anchos. Todos eran así, sin mayores diferencias que pudieran distinguir a uno de otro, como millones de hermanos iguales; un mundo de pequeños y ágiles mediterráneos de aspecto infantil, hechos para las piruetas y las danzas taurinas rituales, para el dulce vino blanco al mediodía y el fuerte vino tinto de la noche. Tenían todos el mismo cuerpo delgado, la misma boca ancha, los mismos ojos brillantes. No había visto nunca a ninguno que aparentara menos de doce años o más de veinte. De alguna forma; Gioia era algo diferente, aunque no podía decir en qué, pero sabía que era esa imperceptible pero importante diferencia la que le hacía amarla. Y seguramente, también era esa diferencia la que hacía que ella le amara a él.
Dejó que su vista vagara del Oeste al Este, desde la Puerta de la Luna, bajando por la amplia calle Canopo hasta el puerto y la tumba de Cleopatra en la punta del estrecho Cabo Lochias. Allí estaba todo y todo era perfecto: los obeliscos, las estatuas y columnatas de mármol, los patios, los bosquecillos, los santuarios, el propio Alejandro en su ataúd de oro y cristal, una ciudad pagana con todo su brillo y esplendor. Sin embargo, había algunos elementos extraños, como la inconfundible mezquita junto a los jardines públicos y lo que parecía ser una iglesia cristiana no muy lejos de la Biblioteca. Y aquellos navios en el puerto, con todas aquellas velas rojas y mástiles erguidos; seguro que eran medievales o, afinando aún más, de finales de la Edad Media. Ya había podido apreciar estos anacronismos en otros lugares. Sin duda, esta gente los encontraba divertidos. La vida era para ellos un juego, y jugaban a él sin descanso. Roma, Alejandría, Timbuctú. ¿Por qué no iban a poder crear un Asgard de puentes translúcidos y palacios resplandecientes rodeados de hielo, y, cuando ya estuvieran cansados de ella, deshacerse de esa ciudad y reemplazarla por Mohenjo-daro? ¿Por qué no? Le parecía lamentable destruir esos nobles salones de fiesta nórdicos para levantar una ciudad chata y brutal, de ladrillos pardos achicharrados por el sol, pero esta gente no veía las cosas como las veía él. Sus ciudades eran sólo temporales. Alguien había dicho en Asgard que Timbuc tú sería la próxima en desaparecer, para levantarse Bizancio en su lugar. Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué no? Podían tener todo lo que quisieran; después de todo, estaban en el siglo cincuenta. La única regla era que no podía haber más de cinco ciudades a la vez. «Los límites —le había informado Gioia con solemnidad, la primera vez que viajaron juntos— son muy importantes. » Pero ella no sabía por qué, o no se molestó en decírselo.
Miró una vez más hacia el mar.
Se imaginó una ciudad nueva formándose entre las brumas, con sus torres relucientes, grandes palacios con hermosas cúpulas, mosaicos dorados. No supondría ningún esfuerzo para ellos. Bastaría con hacer salir del tiempo todos los ingredientes: el emperador en su trono y la soldadesca del emperador, borracha, armando gresca por las calles, el estruendo metálico del gong de la catedral abriéndose paso a través del Gran Bazar, los juegos de los delfines a cierta distancia de los pabellones de la playa. ¿Por qué no? Tenían Timbuctú, tenían Alejandría. ¿Deseáis Constantinopla? ¡Pues ved Constantinopla! O Avalon, o Lyonnesse, o Atlantis. Podían tener cualquier cosa que desearan. Esto es aquí puro Schopenhauer: el mundo como voluntad e imaginación. ¡Sí! Esta gente, esbelta y de ojos oscuros, que viajan infatigables de milagro en milagro. ¿Por qué no hacer que Bizancio sea la siguiente? ¡Sí! ¿Por qué no? «Que no es un país para los viejos, pensó. Los jóvenes en los brazos de los jóvenes, los pájaros en los árboles». ¡Sí, sí! Todo lo que quisieran. Incluso le tenían a él. De repente sintió miedo. Las preguntas que había dejado de hacer mucho tiempo atrás estallaron en su cerebro. «¿Por qué existo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Quién es esta mujer que está a mi lado?
—Qué callado te has quedado de pronto, Charles, —dijo Gioia, que no podía soportar el silencio mucho rato—. ¿Quieres hacer el favor de hablarme? Quiero que me digas algo. Dime qué estás buscando ahí afuera.
Se encogió de hombros.
—Nada.
—¿Nada?
—Nada en concreto.
—Pude ver que mirabas algo.
—Bizancio —dijo—. Me imaginaba que podía ver Bizan cio al otro lado del mar. Intentaba ver las murallas de Constantinopla.
—Pero si no podrías ver nada a esa distancia. Absolutamente nada.
—Ya lo sé.
—Y, en cualquier caso, Bizancio no existe.
—Todavía no, pero existirá. Pronto llegará su turno.
—¿De verdad? —dijo—. ¿Lo sabes de buena tinta?
—De la mejor. Lo oí en Asgard —le explicó—. Pero, aunque no hubiera sido así, Bizancio sería inevitable, ¿no crees? Su turno tiene que llegar. ¿Cómo podríamos dejar de hacer Bizancio, Gioia? Seguro que haremos Bizancio, tarde o temprano. Sé que lo haremos. Es sólo cuestión de tiempo. Y tenemos todo el tiempo del mundo.
Una sombra cruzó la cara de Gioia:
—¿Lo tenemos? ¿Lo tenemos?
Sabía muy poco de sí mismo, pero sabía que no era uno de ellos. De eso sí que estaba seguro. Sabía que se llamaba Charles Phillips y que, antes de ir a vivir entre esa gente, había vivido en el año 1984, cuando existían cosas como los ordenadores y los aparatos de televisión, el béisbol y los aviones, y cuando el mundo estaba lleno de ciudades, no únicamente cinco, sino miles de ellas: Nueva York, Londres, Johannesburgo y París, Liverpool y Bangkok, San Francisco y Buenos Aires, y un montón más, todas al mismo tiempo. En aquel entonces había en el mundo cuatro mil quinientos millones de personas; ahora dudaba mucho de que hubiera más de cuatro millones y medio. Casi todo había cambiado tanto que resultaba incomprensible. La Luna parecía la misma, y también el Sol, pero cuando se hacía de noche buscaba en vano las constelaciones que conocía. No tenía ni idea de cómo le habían traído a este tiempo desde el suyo, ni por qué. Tampoco valía la pena preguntar, pues nadie tenía respuestas que darle. Nadie que pareciera comprender lo que intentaba averiguar. Después de algún tiempo había dejado de hacer preguntas; después de algún tiempo casi había dejado de desear conocer las respuestas.
Gioia y Phillips subían al Faro. Ella se adelantó corriendo, con su prisa acostumbrada, y él la siguió más despacio. Cientos de turistas como ellos, la mayoría en grupos de dos o tres, subían por las rampas de losas, riendo y llamándose a gritos. Cuando algunos de ellos se daban cuenta de la presencia de Phillips, se paraban a mirarle y se hacían señas entre sí. Ya estaba acostumbrado. Era más alto que ninguno de ellos, era claramente distinto. Cuando le señalaban, sonreía. A veces, incluso, hacía un ligero gesto de saludo.
No había nada que despertara su interés en el nivel inferior, una inmensa estructura cuadrada de más de sesenta metros de alto construida con gigantescos bloques de mármol. En el interior de sus frías y mohosas arcadas había cientos de pequeñas habitaciones oscuras que albergaban las oficinas de los fareros y de los mecánicos, los barracones de la guarnición y las cuadras para los trescientos asnos que subían el combustible hasta el fanal. Nada de aquello le parecía demasiado interesante. Siguió avanzando sin detenerse, hasta que llegó al balcón que conducía al siguiente nivel. Aquí, el Faro se hacía más estrecho y de forma octogonal. Su fachada, ahora de granito y con un bonito acanalado, se erguía con una altura sorprendente por encima de él.
Gioia le esperaba en ese lugar.
—Esto es para ti —dijo, alargándole un trozo de carne en una broqueta de madera—. Cordero asado. Absolutamente delicioso. Ya me he comido uno mientras te esperaba.
Le ofreció también una copa de una especie de sorbete verde y frío, y salió corriendo a comprar una granada. Docenas de eventuales deambulaban por el balcón, ofreciendo refrescos de todo tipo.
Pegó un mordisco a la carne. Estaba muy tostada por fuera, mientras que por dentro estaba tierna y jugosa. Mientras comía, uno de los eventuales se le acercó y se le quedó mirando afablemente. Era un varón regordete y moreno que no llevaba encima más que una tira de paño rojo y amarillo alrededor de la cintura.
—Vendo carne —dijo—. Excelente carne de cordero asado, sólo cinco dracmas.
Phillips le señaló el trozo que se estaba comiendo.
—Ya tengo —le respondió.
—Es una carne buenísima, muy tierna. Ha estado en adobo tres días, con jugos de...
—Perdona —dijo Phillips—. No quiero comprar más carne ¿Te importaría marcharte?
Al principio se había sentido confuso y desconcertado ante esos eventuales, y todavía quedaba mucho por aclarar con respecto a ellos. No eran máquinas; parecían criaturas de carne y hueso, pero no eran como los seres humanos, y nadie los trataba como si lo fueran. Suponía que eran construcciones artificiales, productos de una tecnología tan avanzada que ni siquiera se podía percibir. Aunque algunos parecían más inteligentes que otros, ninguno se comportaba con más autonomía que la de los personajes de una representación teatral, y eso eran esencialmente. Había muchísimos en cada una de las cinco ciudades, encargados de representar la más variada gama de papeles: pastores y porqueros, barrenderos, comercian-tes, barqueros, vendedores de carne asada y bebidas frescas, regateadores del mercado, escolares, carreteros, policías, mozos de cuadra, gladiadores, monjes, artesanos, prostitutas, carteristas y marineros. Todo lo necesario para mantener la ilusión de un centro urbano activo y populoso. La gente de los ojos oscuros, la gente de Gioia, no trabajaba nunca. No eran bastantes para mantener en funcionamiento una ciudad, y en cualquier caso eran estrictamente turistas que vagaban con el viento de ciudad en ciudad, allí donde los llevara el capricho. De Chang-an a Nueva Chicago, de Nueva Chicago a Timbuctú, de Tim buctú a Asgard, de Asgard a Alejandría. Pero adelante, siempre adelante.
El eventual no le dejaba en paz. Phillips se alejó de él, pero le siguió, acorralándolo contra la pared del balcón. Cuando, unos minutos después, llegó Gioia, con los bonitos labios manchados graciosamente de zumo de granada, el eventual seguía revoloteando a su alrededor, empeñado, con una insistencia demencial, en venderle una broqueta de cordero. Se le acercaba tanto que casi podía notar su aliento, sin dejar de mirarle con sus tristes y grandes ojos vacunos, mientras seguía recitando con lúgubre apremio las alabanzas de su mercancía. Phillips había tenido problemas con eventuales anteriormente, en una o dos ocasiones, exactamente como ahora ocurría. Gioia rozó el codo de la criatura y le dijo en un tono seco y cortante que Phillips nunca le había oído emplear:
—No quiere nada. Aléjate de él.
Se marchó al instante. Y a Phillips le dijo:
—Tienes que ser firme con ellos.
—Eso es lo que pretendía. Pero parecía no escucharme.
—¿Le ordenaste que se fuera y se negó?
—Le pedí que se fuera. Amablemente. Quizá demasiado amablemente.
—Con todo —dijo Gioia—, debería haber obedecido a un humano, de cualquier modo.
—Tal vez pensó que yo no era humano —sugirió Phillips—. Por mi aspecto, mi estatura, el color de los ojos. Habrá pensado que yo era también algún tipo de eventual.
—No —dijo Gioia con el ceño fruncido—. Un eventual no aborda a otro eventual. Pero tampoco desobedece a un ciudadano. Existe una frontera muy clara para que no pueda darse nunca esa confusión. No puedo entender por qué siguió molestándote.
A Phillips le sorprendió su agitación, exagerada para la poca importancia que él mismo le daba al incidente. Una máquina tonta, quizá mal conectada, con un excesivo entusiasmo a la hora de ofrecer sus mercancías. ¿Y qué había de malo? ¿Qué podía haber de malo? Al cabo, Gioia pareció llegar a la misma conclusión. Encogiéndose de hombros, dijo:
—Estará defectuoso. Es probable que estas cosas sucedan más a menudo de lo que sospechamos, ¿no crees?
Un tono algo forzado en las palabras de la joven le inquietó.
Ella sonrió y le tendió su granada.
—Toma, Charles, muerde. Está dulcísima. Ya sabes que se habían extinguido estas frutas. ¿Subimos?
La zona intermedia del Faro de forma octogonal, debía medir varias decenas de metros. Se trataba de un tubo lúgubre y claustrofóbico, ocupado casi por completo por dos amplias rampas en espiral que subían rodeando la inmensa caja del centro del edificio. La ascensión era lenta, con un grupo de asnos que, unos metros delante de ellos, marchaban a paso lento y cansino, cargados con haces de leña para el fanal. Por fin, cuando Phillips ya empezaba a sentir desasosiego y mareo, Gioia y él llegaron al segundo balcón, el que marcaba la transición entre la sección octogonal y el piso superior del Faro, cilindrico y muy estrecho.
La joven se asomó por la barandilla.
—¡Charles! ¡Mira qué vista! ¡Mírala!
Era algo impresionante. A un lado podían distinguir la ciudad entera, el pantanoso lago Mareotis y la polvorienta llanura egipcia al otro lado del lago, y por el otro la vista se perdía a lo lejos, en el Mediterráneo gris y picado. Phillips hizo gestos, señalando los innumerables arrecifes y bajíos que infestaban la entrada del puerto.
—No me extraña que necesitaran aquí un faro — dijo— Si no hubieran contado con algún tipo de señal gigantesca, les habría resultado imposible encontrar el camino de entrada desde el mar.
De repente, algo semejante a un bufido terrible pareció estallar por encima de su cabeza. Miró hacia arriba, atónito. De las esquinas de este nivel del Faro surgían inmensas estatuas de Tritones que blandían trompetas. El ruido que tan bruscamente se había dejado oír había procedido del más cercano a ellos. «Una señal», pensó. Un aviso para los barcos que intentaran franquear los peligros de ese difícil paso. Pudo observar que el sonido era producido por algún mecanismo a vapor manejado por grupos de sudorosos eventuales, apiñados en torno a las hogueras que había al pie de cada tritón.
Volvió a sentir admiración por la sabiduría empleada por esa gente para realizar sus reproducciones de la antigüedad. ¿«O no eran reproducciones»?, se preguntó. No terminaba de comprender de qué manera volvían a la vida aquellas ciudades.
Por lo que él sabía, aquel lugar era la auténtica Alejan
dría, extraída de su tiempo exactamente igual que lo habían sacado a él. Quizás éste fuera el verdadero y primitivo Faro, y no una copia. Ignoraba cuál era la respuesta, y cuál sería, en su caso, la hazaña más sorprendente.
—¿Cómo subimos a lo más alto? —preguntó Gioia.
—Por ahí, supongo. Por esta puerta.
Las rampas en espiral terminaban aquí. Las cargas de combustible para la linterna seguían su camino ascendente por medio de un dispositivo de ascensor situado en el hueco del centro. Los visitantes seguían avanzando por una diminuta escalera, tan estrecha en la parte superior que uno no se podía dar la vuelta mientras estaba subiendo. Gioia, incansable, marchaba delante. Phillips se aferró al pasamanos y empezó a subir trabajosamente, llevando la cuenta de las pequeñas troneras para aliviar el aburrimiento del ascenso. La cuenta llegaba casi a cien cuando por fin se encontró en el vestíbulo de la cámara del Faro. Una docena de turistas se apiñaban en ella. Gioia se encontraba en el extremo opuesto, junto a la pared abierta al mar.
A esa altura a Phillips le parecía que los edificios se balanceaban en el aire. ¿A qué altura estarían? ¿Ciento cincuenta metros, doscientos, trescientos? La cámara del Faro era alta y estrecha, con una pasarela que la dividía en dos secciones, superior e inferior. Abajo, una cadena de eventuales transportaban la madera desde el ascensor hasta la misma hoguera. Phillips notaba el intenso calor, que desprendía desde donde se encontraba, al borde de la plataforma en la que colgaba un inmenso espejo de metal pulido. Las lenguas de fuego subían a trompicones y bailaban ante el espejo que, a su vez, mandaba su deslumbrante rayo de luz mar adentro. El humo escapaba por un respiradero. En lo más alto de todo había la estatua de Po seidón, erguida, severa, feroz y amenazadora, sobre la linterna.
Gioia avanzó sigilosamente por la pasarela hasta llegar a Phillips.
—El guía estuvo hablando antes de que llegaras —dijo, señalándolo—. ¿Ves ese lugar que hay allí, bajo el espejo? Si te pones ahí y miras al espejo, puedes ver los barcos que hay en el mar y que no se pueden ver a simple vista. Lo amplía todo.
—Y tú te lo crees?
La joven inclinó la cabeza hacia el guía:
—Eso es lo que dijo. Y también nos contó que, si lo miras de cierta forma, puedes ver, más allá del mar, la ciudad de Constantinopla.
«Es como una niña —pensó Phillips—. Todos lo son.»
Ydijo:
—Tú misma me dijiste esta mañana que no es posible ver tan lejos. Además, Constantinopla no existe todavía.
—Existirá —replicó Gioia—. Tú me lo has dicho esta misma mañana. Y, cuando eso ocurra, se reflejará en el espejo del Faro. Ésa es la verdad, estoy segura de ello.
Se dio media vuelta bruscamente hacia la entrada de la cámara del Faro.
—¡Mira, Charles! ¡Por ahí se acercan Nissandra y Ara mayne! ¡Y ahí está Hawk! ¡Y Stengard! —Gioia reía, saludando con la mano y llamándoles a gritos—. ¡Están todos aquí! ¡Todos!
Se acercaron abriéndose paso con dificultad en la abarrotada cámara, donde algunos de los que ya estaban antes se vieron obligados a amontonarse escalones abajo en el extremo opuesto. Gioia se movía entre ellos, repartiendo besos y abrazos. Phillips apenas podía distinguir unos de otros —bastante difícil le era ya distinguir entre hombres y mujeres, vestidos como iban todos con la misma túnica suelta—, pero reconoció algunos de los nombres. Eran los amigos especiales de Gioia; su grupo, con el que había viajado de ciudad en ciudad, en un interminable itinerario de alegría, en aquellos viejos tiempos antes de que él entrara en su vida. Había conocido a algunos con anterioridad, en Asgard, en Río, en Roma. El guía del fanal, un viejo eventual achaparrado y ancho de espaldas, que se cubría la calva con una corona de laurel, había vuelto a aparecer, reanudando la disertación tantas veces repetida, pero nadie le escuchaba; estaban todos demasiado ocupados con sus saludos, sus abrazos y sus risas. Algunos se acercaban como podían a Phillips y, levantándose de puntillas, le rozaban la mejilla con la punta de los dedos, con aquella extraña manera suya de saludar.
—Char-les —le decían serios, separando su nombre en dos sílabas, como hacía a menudo esa gente—. ¡Qué alegría volver a verte! ¡Qué estupendo! Gioia y tú hacéis una pareja tan encantadora.
¿Era eso cierto? Phillips suponía que sí.
La cámara bullía de conversaciones. Al guía no se le oía en absoluto. Stengard y Nissandra contaban que habían estado en Nueva Chicago para los bailes acuáticos. Aramayne habló de una fiesta en Chang-an que había durado días y días. Hawk y Hekna habían estado en Timbuctú para ver la llegada de la caravana de la sal y pensaban volver pronto allí. Una fiesta para celebrar la despedida de Asgard que no había que perderse. Los planes para la nueva ciudad, Mohenjo-daro. «Tenemos hechas ya las reservas para la inauguración, no nos la perderíamos por nada del mundo.» «Sí, ya es definitivo que después van a levantar Constantinopla. Los planificadores estaban ya metidos de lleno en la investigación de Bizancio» «¡Qué alegría verte! ¡Tienes siempre un aspecto maravilloso!» «¿Habéis estado ya en la Biblioteca? ¿En el Zoo? ¿En el Templo de Serapis?»
A Phillips le preguntaban: «¿Qué piensas de nuestra Alejandría, Charles? Me imagino que la debiste de conocer muy bien en tu tiempo. ¿Es como la recuerdas?» Siempre le preguntaban cosas como ésa. No parecían comprender que, en su tiempo, ya hacía muchos años que la Alejandría del Faro y la Biblioteca se habían perdido para entrar a formar parte de la leyenda. Como Phillips sospechaba, para ellos todos los lugares que traían de nuevo a la vida eran más o menos contemporáneos: la Roma de los Césares, la Alejandría de los Ptolomeos, la Venecia de los Dux, la Chang-an de los T’angs, la Asgard de los Aesir. Ninguna era más o menos real que la anterior, sino simplemente una faceta del pasado lejano, del pasado fantástico e inmemorial, como una manzana escogida al azar del oscuro y abismal saco del tiempo. No tenían contextos para separar una era de otra. Para ellos, el pasado era un reino sin fronteras de espacio o tiempo. Así, ¿cómo no iba a haber visto el Faro antes, él que había llegado a esta era desde la Nueva York de 1984? No había podido explicárselo nunca. Julio César y Aníbal, Helena de Troya y Carlomagno, la Roma de los gladiadores y la Nueva York de los Yankees y los Mets, Gilgamesh, y Tristán, Otelo y Robin Hood, y George Washington y la reina Victoria eran para ellos todos igualmente reales o irreales; ninguno era más que una figura luminosa que se movía entre las otras sobre un cuadro. El pasado. El esquivo e inestable pasado. Para ellos se trataba de un lugar único al que siempre se podía llegar y con el que siempre se podía comunicar. Era lógico que pensaran que él había visto antes el Faro. Pero sabía que no valía la pena tratar de explicar nada.
—No —dijo—. Ésta es la primera vez que vengo a Alejandría.
Se quedaron allí todo el invierno y parte de la primavera. Alejandría no era una ciudad en la que se pudieran observar claramente los cambios de estaciones: tampoco se hacía demasiado patente el paso del tiempo cuando uno se pasaba la vida entera como turista.
De día, siempre había algo nuevo que ver. El jardín zoológico, por ejemplo. Un espléndido parque, milagrosamente verde y fresco en un clima tan cálido y seco, en el que los más asombrosos animales pastaban en recintos vallados, tan grandes que no parecían jaulas. Había camellos, rinocerontes, gacelas, avestruces, leones y asnos salvajes; y también, junto a ellos y como de forma casual, había los hipogrifos, los unicornios, basiliscos y dragones lanzadores de llamas y escamas con los colores del arco iris. ¿Había tenido el Zoo original de Alejandría dragones y unicornios? Phillips lo dudaba. Pero éste sí los tenía. Evidentemente, para los artesanos de entre bastidores no era mucho más difícil fabricar estas bestias míticas que fabricar camellos y gacelas. En cualquier caso, para Gioia y sus amigos, tanto unos como otros eran igualmente míticos; su sorpresa era la misma ante un rinoceronte que ante un hipogrifo. Por lo que Phillips había logrado descubrir, no había sobrevivido ninguna de las especies aladas o mamíferas de su era, a excepción de algunos gatos y perros, aunque muchas habían sido reconstruidas.
¡Y la Biblioteca! ¡Todos esos tesoros perdidos que habían liberado de las garras del tiempo! Paredes magníficas de mármol adornadas con columnas, salas de lectura de altos techos abovedados, inmensas estanterías oscuras que se extendían hasta el infinito. Los puños de marfil de setecientos mil rollos de papiro sobresaliendo de los estantes. Sabios y bibliotecarios deslizándose silenciosos aquí y allá, con suaves sonrisas de erudición en sus rostros, pero con la mente puesta en serios asuntos intelectuales. Todos eran eventuales, observó Phillips. Simples figurantes que formaban parte de la ilusión. ¿Acaso también eran los rollos parte de la ilusión?
—Estas son las obras completas de Sófocles —dijo el guía, señalando con la mano estantes y estantes repletos de textos.
Sólo siete de sus ciento veintitrés obras teatrales habían logrado sobrevivir a los sucesivos incendios padecidos por la Biblioteca en la antigüedad, y provocados por romanos, cristianos y árabes. ¿Estarían aquí las obras perdi-das, el Triptolemo, la Nausicaa, el Jason y todas las demás? ¿Encontraría también los otros tesoros desaparecidos de la literatura antigua, milagrosamente recuperados? ¿Las memorias de Ulises, la historia de Roma de Catón, la biografía de Pericles por Tucídides, los volúmenes perdidos de Tito Livio? Sin embargo, cuando preguntó si podía curiosear entre los estantes, el guía, disculpándose con una sonrisa, le dijo que en ese momento todos los bibliotecarios estaban ocupados.
—¿En otra ocasión, quizá?
—Quizá —le contestó el guía.
En realidad tampoco importaba demasiado, decidió Phillips, porque aunque esa gente hubiera podido recuperar de alguna manera esas obras maestras de la antigüedad, ¿cómo las iba a leer él? Phillips no sabía griego.
La ciudad bullía y palpitaba, llena de vida, a su alrededor. Era un lugar deslumbrante y hermoso: la enorme bahía plagada de velas; las grandes avenidas que, con su trazado tan recto, se extendían de Este a Oeste y de Norte a Sur; la luz del sol que casi se podía oír reverberar en los brillantes muros de los palacios de reyes y dioses. «Lo han hecho muy bien —pensó Phillips—. Muy bien.» En el mercado, comerciantes de mirada dura regateaban en media docena de misteriosas lenguas el precio del ébano, del incienso árabe, del jade y de las pieles de leopardo. Gioia compró un perfume egipcio de fragancia almizcleña, en un delicado y estrecho frasco de cristal. Magos, acróbatas y escribanos llamaban con gritos estridentes a los transeúntes, rogando un momento de atención y unas monedas por su trabajo. Empezó la subasta de esclavos musculosos, negros, morenos y algunos que podrían haber sido chinos, a los que se les obligaba a doblar los músculos, a enseñar los dientes y desnudar los torsos y los muslos ante los posibles compradores. En el gimnasio, atletas desnudos se dedicaban a lanzar jabalinas y discos, y a luchar con terrible denuedo. Stengard, el amigo de Gioia, llegó corriendo con un regalo para ella, un collar de oro que no hubiera desdeñado ni una Cleopatra. Una hora más tarde ya lo había perdido, o quizá lo había regalado mientras Phillips estaba entretenido en cualquier otra parte. Al día siguiente se compró otro incluso mejor. Cualquiera podía tener el dinero que deseara, pues sólo tenía que pedirlo. Para esta gente, era tan fácil obtenerlo como el mismo aire.
La vida aquí es de lo más parecido al cine, se dijo Phillips. Una película diferente cada día, sin mucho argumento, pero con unos efectos especiales majestuosos y un detallismo que difícilmente podía ser superado. Una megapelícula, un vasto espectáculo que jamás terminaba y que era protagonizado por toda la población del planeta. Todo se realizaba sin esfuerzo, de manera espontánea.
Ytal como cuando iba al cine, no se preocupaba por los miles de técnicos que había detrás de cada escena, de los cámaras, de los diseñadores de vestuario, de los constructores de decorados, ni de los técnicos en luminotecnia, maquetistas u operadores de jirafas, también aquí prefirió no preguntar qué medios habían utilizado para poner Alejandría ante sus ojos. Parecía real. Era real. Cuando bebía el áspero vino tinto, sentía un agradable cosquilleo. Si saltara desde el panal suponía que moriría, aunque pudiera ser que no por mucho tiempo. Sin duda tenían algún medio de volverlo a traer cuantas veces fuera necesario. La muerte no parecía condicionar la vida de esta gente.
De día hacían turismo. De noche, Gioia y Phillips asistían a fiestas, en el hotel, en villas al borde del mar, en los palacios de la alta nobleza. Acudían los de siempre, Hawk y Hekna, Aramayne, Stengard y Shelimir, Nissandra, Asoka, Afonso, Protay. Solía haber cinco o más eventuales por cada ciudadano en estas fiestas, algunos simplemente como sirvientes, otros como anfitriones o incluso como falsos invitados, mezclándose entre los ciudadanos libremente y a veces algo atrevidos. Pero todos sabían en todo momento quién era ciudadano y quién un simple eventual. Phillips empezó a pensar que su propio status se encontraba en algún punto intermedio. Desde luego, le trataban con una cortesía que no hubieran dispensado nunca a un eventual y, sin embargo, había una cierta actitud condescendiente en sus maneras que indicaba que, no sólo no era uno de ellos, sino que se trataba de algo o alguien totalmente ajeno a su orden de existencia. El hecho de que fuera el amante de Gioia hizo mejorar algo su situación ante los demás, pero no demasiado. Siempre iba a ser un intruso, pintoresco, ancestral y primitivo.
Por ese motivo pudo observar que la misma Gioia, aunque fuera miembro indudable del grupo era considerada también en cierta medida como una intrusa, como la bisnieta de un comerciante en una reunión de Plantagenets. Gioia no siempre se enteraba a tiempo de las mejores fiestas a las que ir; sus amigos no siempre le devolvían los saludos con el mismo calor; a veces la había visto esforzándose por pescar algún cotilleo que parecía que no querían compartir con ella. ¿Sería porque le había elegido a él como amante? ¿O era, al contrario, que ella le había escogido como amante precisamente porque no era miembro de pleno derecho de su casta?
El hecho de ser un primitivo le daba, por lo menos, algo de qué hablar en las fiestas.
—Habíanos de la guerra —le pedían—. Habíanos de las elecciones, del dinero, de la enfermedad.
Querían saberlo todo, aunque no parecían prestar mucha atención, desviando la mirada hacia cualquier cosa que de repente les atrajera más. Y sin embargo preguntaban. Les describió atascos de tráfico, materias políticas, desodorantes, comprimidos de vitaminas. Les habló de cigarrillos, periódicos, pasos subterráneos, guías de teléfono, tarjetas de crédito, baloncesto...
—¿Cuál era tu ciudad? —preguntaban.
—Nueva York.
—¿En qué época? Creo que dijiste el siglo VII, ¿no?
—El siglo XX.
Intercambiaban unas miradas y asentían.
—Tendremos que hacerla. El World Trade Center, el Empire State Building, el Citicorp Center, la catedral de St. John the Divine. ¡Qué fascinante! El Yankee Stadium, el Puente Verrazano. Claro que lo tenemos que hacer. Pero antes le toca a Mohenjo-daro. Y creo que después Constantinopla. ¿Tenía muchos habitantes tu ciudad?
—Siete millones —contestaba Phillips—. Contando sólo los cinco distritos.
Asentían, pero sin sorprenderse ante la cifra.
Suponía Phillips que lo mismo les daba que fueran siete que setenta millones. Les bastaba con producir la cantidad de eventuales que precisaran. Se preguntaba qué tal llevarían a cabo esta empresa. A fin de cuentas, no era un buen juez para las Alejandrías y las Asgards. No le importaba en realidad que tuvieran unicornios e hipogrifos en el Zoo. Su Alejandría imaginaria era tan buena o mejor que la histórica. Pero qué triste, qué decepcionante sería que en el Nueva York que conjuraran estuvieran el Greenwich Village al norte y Times Square en el Bronx, y que los neoyorquinos, amables y educados, hablaran con el almibarado acento de Savannah o Nueva Orleans.
Bueno, no tenía por qué preocuparse por eso por el momento. Era muy probable que sólo trataran de ser corteses al hablar de hacer su Nueva York. Tenían toda la inmensidad del pasado para elegir: Nínive, la Menfis de los faraones, el Londres de Victoria, Shakespeare o Ricardo III, la Florencia de los Médicis, el París de Eloísa y Abelardo o el París de Luis XIV, el Tenochtitlán de Moctezuma y el Cuzco de Atahualpa. Damasco, San Petersburgo, Babilonia, Troya. Y luego había las ciudades como Nueva Chicago, fuera ya del tiempo de Phillips, pero historia antigua para ellos. Con esa riqueza, con esa infinidad de posibilidades, incluso el gran Nueva York tendría que esperar mucho tiempo hasta que le llegara su turno. ¿Estaría todavía entre ellos cuando llegara ese momento? ¿Quizá para entonces se habrían cansado de él y lo habrían devuelto a su propia era. O, posiblemente, él habría envejecido y muerto. Incluso aquí, pensaba, tendría que morir al final, aunque no pareciera que ése fuera el fin de aquella gente. No lo sabía. Se dio cuenta de que en realidad no sabía nada.
El viento norte sopló durante todo el día. Enormes bandadas de ibis aparecieron en el cielo de la ciudad, huyendo del calor del interior y cruzando el aire con sus chillidos. Estas aves sagradas de cuello negro, cayendo a miles, se apiñaban en cualquier cruce de caminos, lanzándose sobre arañas y escarabajos, sobre los ratones y los desechos de carnicerías y panaderías. Eran hermosas, pero llegaba a fastidiar su constante presencia. Para colmo, estampaban sus excrementos contra los edificios de mármol que cada mañana tenían que limpiar concienzudamente cuadrillas de eventuales. Ahora, Gioia le dirigía poco la palabra. Estaba triste, fría, distante. Tenía un algo intangible, como si poco a poco se estuviera haciendo transparente. Phillips pensó que invadiría su intimidad si le
preguntaba el motivo. Quizá se sentía tan sólo un poco desasosegada. Se había vuelto religiosa y presentaba costosas ofrendas en los templos de Serapis, Isis, Poseidón, Pan. Fue a la Becrópolis, al oeste de la ciudad para depositar coronas en los nichos de las catacumbas. En un solo día subió tres veces al Faro sin mostrar ningún signo de fatiga. Una tarde, al volver de la Biblioteca, la encontró desnuda en la terraza. Se había untado todo el cuerpo con algún bálsamo verde aromático. Dijo de repente:
—Creo que ya es hora de que nos marchemos de Alejandría, ¿no?
Gioia quería ir a Mohenjo-daro, pero Mohenjo-daro no estaba todavía lista para recibir visitantes. En lugar de eso, volaron hacia el Este, a Changan, donde hacía muchos años que no habían estado. Fueron por sugerencia de Phillips, que esperaba que la llamativa y cosmopolita capital de los T’ang le levantara el espíritu.
En esta ocasión iban a ir como invitados del emperador; un privilegio poco habitual que había que solicitar con mucho tiempo de antelación. Pero Phillips había hablado con algunos amigos bien situados de Gioia sobre la infelicidad de la joven, e inmediatamente había quedado todo arreglado. Los recibieron en la Puerta de la Virtud Resplandeciente, en la muralla sur de la ciudad, tres funcionarios que vestían unas amplias túnicas amarillas con fajines púrpura y que no paraban de hacer reverencias, y los condujeron a su pabellón, cerca del palacio imperial y del Jardín Prohibido. Era un edificio ligero y alegre con finos muros de ladrillos enlucidos, adornados con esbeltas columnas de madera oscura y olorosa. En el tejado, verde y amarillo, fuentes que parecían cantar derramaban su agua en una eterna lluvia de agua fresca. Las balaustradas eran de mármol tallado y de oro los remaches de la puerta.
Cada uno disponía de un conjunto de habitaciones privadas, aunque compartirían el hermoso dormitorio adamascado situado en el centro del pabellón. Nada más llegar, Gioia le dijo que debía ir a sus habitaciones a darse un baño y vestirse.
—Esta noche nos van a ofrecer una recepción oficial —dijo—. Dicen que son más espléndidas de lo que nadie pueda imaginar, y quiero estar a su altura.
Según información de Gioia, el emperador y todos sus ministros los recibirían en el Salón del Supremo Absoluto; se daría un banquete para mil personas y habría actuaciones de bailarinas persas y de los famosos acróbatas de Chung-nan. Después llevarían a todos los invitados al fantástico paisaje del Jardín Prohibido, para ver carreras de dragones y fuegos artificiales.
Phillips se retiró a sus aposentos. Dos pequeñas y delicadas doncellas lo desnudaron y lo bañaron con esponjas de dulce fragancia. El pabellón contaba con once eventuales que habrían de ser sus sirvientes, una réplica perfecta y verosímil de criados chinos de voz suave y aspecto felino, con el pelo negro y liso y la piel resplandeciente, adiestrados para no molestar. Phillips se preguntaba a menudo qué les pasaría a los eventuales cuando la ciudad para la que fueron creados dejara de existir. ¿Estarían reciclando en este momento a los altísimos héroes nórdicos de Asgard en enjutos dravidianos de piel morena para Mohenjo- daro? Cuando le llegara la hora a Timbuctú, ¿convertirían a sus guerreros negros, vestidos con llamativos ropajes, en complacientes bizantinos que poblaran las arcadas de Constantinopla? ¿O acaso desechaban simplemente los viejos eventuales, amontonándolos en almacenes como se hace con los accesorios teatrales que ya no sirven y produciendo la cantidad adecuada necesaria para el nuevo modelo? Lo ignoraba y, cuando le preguntó a Gioia sobre el tema, ésta se había mostrado incómoda e imprecisa.
A la joven no le gustaba que la sondeara en busca de información, seguramente porque tenía muy poca que dar. Esta gente parecía no preguntarse por el funcionamiento de su propio mundo. La curiosidad de Phillips era muy del siglo XX, como tan a menudo le achacaban, aunque, eso sí, con aire protector y amable. Pensó en preguntar a las pequeñas doncellas que le estaban frotando con sus esponjas dónde habían servido antes de Chang-an. ¿En Río? ¿Roma? ¿La Bagdad de Harun al Raschid? Pero estaba convencido de que sólo conseguiría que las frágiles jovencitas huyeran entre risas. Interrogar a los eventuales no sólo era poco digno, sino también inútil; era como interrogar a las maletas.
Cuando estuvo bañado y vestido con suntuosas sedas rojas, deambuló un rato por el pabellón, admirando los colgantes de jade que tintineaban en el pórtico, las columnas oscuras y lustrosas, los matices multicolores de vigas y soportes que se entrelazaban complicadamente en el tejado. Al poco tiempo, cansado de estar solo, se dirigió a la cortina de bambú que cubría la entrada a la suite de Gioia. Un mozo y una de las doncellas, de pie en el umbral, le indicaron que no debería entrar, pero Phillips sólo tuvo que arrugar un poco el ceño para que desaparecieran como la nieve entre dos dedos. Un rastro de incienso le llevó, cruzando el pabellón, hasta el vestidor más alejado. Al llegar a la puerta se detuvo.
Gioia estaba sentada desnuda, de espaldas a la puerta, ante un tocador fabricado con una hermosa y extraña madera del color del fuego traceada con franjas de porcelana verde y naranja. Se estudiaba con detenimiento en un espejo de bronce pulido que sostenía una de las doncellas, separando su cabello con los dedos, como haría una mujer que estuviera buscándose canas.
Aquello era extraño. ¿Canas Gioia? ¿Canas un ciudadano? Quizás un eventual pudiera mostrar ciertos rasgos de envejecimiento, pero en un ciudadano, esto era impensable. Los ciudadanos permanecían siempre jóvenes. La propia Gioia parecía una niña. Su cutis era suave y terso, su cuerpo era firme y su pelo negro. Y eso valía para todos los ciudadanos que había podido ver. Aun así, no había equivocación posible sobre el gesto de Gioia. La joven cogió un cabello, frunció el ceño, lo estiró y, reconociéndolo, lo arrancó. Otro. Y otro. Hundió luego la punta del dedo en su mejilla, como si estuviera comprobando su elasticidad. Se pellizcó la piel debajo de los ojos. Pequeños gestos normales de vanidad, pero tan fuera de lugar aquí, pensó, en ese mundo de los eternamente jóvenes. ¿Estaría Gioia preocupada por la vejez? ¿Es que no se había fijado nunca en los signos del paso del tiempo que pudieran marcarse en ella? ¿O es que ella luchaba a sus espaldas por esconderlos? Tal vez fuera así. ¿Estaría entonces equivocado respecto a los ciudadanos? Quizás envejecían como la gente de eras menos privilegiadas, aunque a cambio supieran cómo ocultarlo mejor. ¿Y qué edad tendría Gioia? ¿Treinta? ¿Sesenta? ¿Trescientos años?
Parecía haberse quedado satisfecha. Apartó el espejo y se levantó, ordenando que le trajeran las ropas para el banquete. Phillips, cuya presencia junto a la puerta seguía pasando inadvertida, la contempló con admiración: las nalgas pequeñas y redondas, algo masculinas, la línea elegante de su columna, la sorprendente anchura de los hombros. «No —pensó—, no está envejeciendo en absoluto. Su cuerpo es todavía el de una niña. Está igual de joven que cuan-do nos conocimos», aunque no pudiera precisar cuánto tiempo había pasado desde entonces. Era difícil llevar aquí la cuenta del tiempo, pero estaba seguro de que ya habían pasado varios años desde que habían empezado a salir juntos. Aquellas canas, aquellas arrugas y bolsas que había estado buscándose con ese desesperado detenimiento no podían ser más que imaginarios, meros artificios de la vanidad. Así pues, incluso en aquella lejana época del futuro, la vanidad seguía viva. Se preguntó por qué estaría tan preocupada por la vejez. ¿Pura afectación? Sacaría aquella gente intemporal algún perverso placer del temor a la posibilidad de envejecer? ¿O acaso era algún secreto temor de Gioia, otro síntoma de aquella misteriosa depresión que la asaltó en Alejandría?
Como no quería que Gioia pensara que la había estado espiando, cuando lo único que en realidad había pretendido era hacerle una visita, se marchó sigilosamente a vestirse para la noche. Una hora después, fue ella a verle a sus habitaciones, espléndidamente vestida, envuelta de pies a cabeza en un brocado de vivos colores todo él bordado con hilos de oro. Su cara estaba maquillada y llevaba el pelo recogido y apretado, sujeto con peinetas de marfil. Parecía sin duda la primera dama de la corte. Los sirvientes de Phillips también le habían dejado magnífico. Llevaba, bajo una sobrepelliz negra brillante bordada con dragones dorados, una amplia túnica de seda blanca resplandeciente que le llegaba hasta los pies. Además iba adornado con un collar y un dije de coral rojo, y un sombrero de fieltro gris de cinco picos que se erguía, torre sobre torre, como si se tratara de un zigurat. Gioia, con una sonrisa burlona, le tocó la mejilla con los dedos.
—¡Estás maravilloso! —le dijo—. ¡Como un gran mandarín!
—Y tú como una emperatriz —contestó él—. La emperatriz de algún país lejano, Persia, India, que ha venido a hacerle una visita de ceremonia al Hijo del Cielo.
Una oleada repentina de amor le embargó el espíritu y, cogiéndola suavemente por la muñeca, la atrajo hacia sí, tan cerca como lo permitía lo aparatoso de sus ropajes. Al inclinarse hacia delante para frotar sus labios, con toda suavidad y ternura, contra la nariz de Gioia, advirtió algo anómalo, extraño e inesperado. La capa de maquillaje blanco que cubría su rostro parecía resaltar, más que ocultar, los contornos de su piel, poniendo claramente de relieve detalles que no había observado nunca hasta entonces. Vio una trama de líneas delgadas que partían del rabillo de sus ojos; el inequívoco principio de una arruga en la mejilla, junto a la comisura derecha de su boca, y quizás el leve trazado de unos surcos en aquella frente tan tersa. Un escalofrío le recorrió ante el espejo. Así que no era mera afectación su atenta exploración ante el espejo. Verdaderamente, el paso del tiempo estaba empezando a reclamar su tributo en la joven y, pese a toda su fe ciega en la eterna juventud de aquellas gentes, ahora ya no estaba tan seguro. Gioia se apartó un solo paso hacia atrás, quizá porque había sentido la mirada inquietante de Phillips, y desaparecieron las líneas que a éste le había parecido ver. Las buscó, pero únicamente volvió a ver la tersura adolescente. ¿Ilusión óptica? ¿Producto de una imaginación sobreexcitada? Se sentía completamente desconcertado.
—Vamos —dijo Gioia—. No debemos hacer esperar al emperador.
Cinco guerreros de largos bigotes, con armaduras de acolchado blanco, y siete músicos que tocaban platillos y flautas los escoltaron hasta el Salón del Supremo Absoluto. Allí se encontraron con toda la corte ya dispuesta: príncipes y ministros, altos funcionarios, monjes de amarillo y un enjambre de concubinas imperiales. En el lugar de honor, a la derecha de los tronos reales que se elevaban como doradas tribunas por encima de todo lo demás, había un grupito de hombres con expresión seria que llevaban vestimentas extranjeras. Eran los embajadores de Roma y Bizancio, de Siria y Arabia, de Corea, Japón, Tíbet y Turquestán. En braseros esmaltados se quemaba incienso. Un poeta cantaba una melodía vibrante y delicada, acompañándose sólo con una pequeña harpa. En ese momento entraron el emperador y la emperatriz, dos diminutos viejecitos como figuras de cera, que se movían con una infinita lentitud, avanzando con pasos no más largos que los de un niño. Sonaron las trompetas mientras subían a sus tronos. Cuando el pequeño emperador, que parecía, allá arriba, un muñeco descolorido, viejo y arrugado, y que, sin embargo, irradiaba una fuerza extraordinaria, hubo tomado asiento, extendió las manos y dos enormes gongs empezaron a sonar. Era una escena de asombroso esplendor, magnífica y abrumadora.
Todos son eventuales, comprendió al punto Phillips. Sólo vio a un puñado de ciudadanos, ocho, diez, doce como mucho, diseminados aquí y allá por la inmensa sala. Los distinguía por sus ojos, oscuros, brillantes e inteligentes. Miraban el espectáculo imperial, pero también los miraban a él y a Gioia. Gioia, con secreta sonrisa, los saludaba inclinando imperceptiblemente la cabeza, agradeciendo su presencia y su interés. Aquellos pocos eran los únicos seres vivos con autonomía propia. Todos los demás, la espléndida corte al completo, los grandes mandarines y los grandes guerreros, los funcionarios, las gorjeantes concubinas, los vistosos y altivos embajadores, incluso los viejos emperadores, simplemente formaban parte del decorado. ¿Había presenciado la Humanidad alguna vez un espectáculo tan grandioso? Toda esta pompa, todo este aparato, montado cada noche para diversión de una docena de espectadores.
En el banquete, el reducido grupo de ciudadanos se sentaron juntos en una mesa aparte, una losa redonda de ónice vestida con seda verde translúcida. En total, incluyendo a Gioia, eran diecisiete, y la joven parecía conocerlos a todos, aunque ninguno, por lo que sabía Phillips, era miembro del grupo que él conocía. Gioia no hizo ningún ademán de presentarle. Ni siquiera fue posible conversar durante la cena, por el ruido de fondo que reinaba en la sala. Tres orquestas diferentes actuaban a la vez junto a grupos de músicos que tocaban paseando de mesa en mesa, y un ir y venir de monjes que cantaban sutras en voz alta y agitaban incensarios al ensordecedor son de tambores y gongs. El emperador no bajó del trono para unirse al banquete. Parecía dormitar, aunque de vez en cuando movía la mano al compás de la música. Esclavos gigantescos de piel morena y medio desnudos, con pómulos muy marcados y bocas anchísimas, eran los encargados de servir la comida: lenguas de pavo real y pechugas de fénix sobre montañas de arroz condimentado con azafrán, presentado todo en frágiles fuentes de alabastro. Como palillos les entregaron unas delgadas varillas de jade oscuro. El vino, servido en relucientes jarras de cristal, era dulce y espeso, y dejaba al final un regusto a pasas, y no se permitía que ninguna jarra estuviera mucho rato vacía.
Phillips empezó a marearse. Cuando salieron las bailarinas persas, no podía distinguir si eran cinco o cincuenta, y, en medio del torbellino de su complicada ejecución, se le antojaba que sus delgadas siluetas apenas cubiertas por las muselinas se superponían y mezclaban entre sí. Le asustó su maestría y quiso dejar de mirar, pero no pudo. Los acróbatas de Chung-nan que salieron a continuación demostraban la misma pericia, la misma temeridad, arrojando al aire guadañas, antorchas encendidas, animales vivos, jarrones de fina porcelana, hachas de jade rosa, campanas de plata, copas doradas, ruedas de carro y vasijas de bronce, sin que nunca se les escapara ni una pieza. Los ciudadanos aplaudían, corteses, pero no parecían demasiado impresionados. Después de los acróbatas volvieron a salir las bailarinas, esta vez sobre zancos, mientras los camareros traían fuentes de carne humeante con un extraño color azul pálido y de una textura y sabor poco habitual. Quizá se tratara de filetes de camello o pernil de hipopótamo o, tal vez, chuletas de dragón lechal. También trajeron más vino y, aunque Phillips intentó rechazarlo débilmente, los sirvientes fueron implacables. Esta vez se trataba de una variedad más seca, de color pardo verdoso, sobrio, de paladar áspero. Lo acompañaba una bandeja de plata, helada como un glaciar, sobre la que se servían trozos de helado flameados con un fuerte aguardiente. Se percató de que los acróbatas habían salido por segunda vez. Pensó que iba a enfermar y miró desconsolado a Gioia, que, sobria, parecía presa de una excitación feroz, casi maníaca con los ojos ardiendo como rubíes. La joven le tocó cariñosamente la mejilla.
De improviso, una ráfaga de aire frío cruzó el salón; habían abierto toda una pared, revelando el jardín exterior, la noche, las estrellas. Afuera había una colosal rueda de papel engrasado sobre un armazón de madera. Seguramente la habrían levantado una hora antes. Medía cuarenta metros o más y de ella colgaban miles de faroles que destellaban como luciérnagas gigantes. Los invitados empezaron a abandonar la habitación. Phillips se dejó arrastrar hasta el jardín, en el que, bajo una extraña luna amarilla, se perfilaban siniestros árboles de ramas retorcidas plagadas de hojas negras. Gioia apoyó su brazo en el de Phillips. Se encaminaron a un estanque burbujeante de un líquido rojizo y se pararon a observar las aves escarlatas de más de tres metros, parecidas a los flamencos, que picoteaban con desgana anguilas color turquesa. También pudieron observar con asombro un gigantesco Buda, de más de veinte metros de altura y un vientre prominente de cerámica azul. Entre cabriolas se acercaba un caballo de crines de oro, haciendo saltar chispas encendidas siempre que sus cascos tocaban el suelo. En un bosquecillo de limoneros que parecían poder agitar sus ramas a voluntad, Phillips se acercó al emperador, que se encontraba solo, balanceándose atrás y adelante.
El viejo cogió a Phillips por la mano, poniéndole algo en la palma y cerrándole los dedos con fuerza; cuando, unos instantes después, abrió el puño, vio la palma de la mano llena de perlas grises e irregulares. Gioia se las arrebató y las arrojó al aire, y las perlas explotaron como petardos, despidiendo luces de colores. Poco después, Phillips notó que no llevaba ya ninguno de sus ropajes. Gioia también estaba desnuda. Le atrajo con gentileza a una alfombra de musgo azul y húmedo donde estuvieron haciendo el amor hasta el amanecer, con fiereza al principio y después despacio, lánguidamente, como entre sueños. Cuando salió el sol, Phillips la miró con ternura y vio que algo andaba mal.
—¿Gioia? —dudó.
Ella sonrió.
—Ah, no. Gioia está con Fenimon. Yo soy Belilala.
—¿Con... Fenimon?
—Son viejos amigos. Hacía muchos años que no le veía.
—Comprendo. ¿Y tú eres...?
—Belilala —repitió la joven, rozándole la mejilla con los dedos.
Era algo normal, le había dicho Belilala. Ocurría siempre, lo raro era que no le hubiera sucedido antes. Las parejas se formaban, viajaban juntas un tiempo, se marchaban cada uno por su lado y, al final, se volvían a encontrar. Esto no significaba que Gioia le hubiera dejado para siempre. Sólo que ahora había decidido estar con Fenimon, pero regresaría. Mientras tanto, él no se encontraría solo.
—Nos conocimos en Nueva Chicago —le contó Belilala—. Y luego nos volvimos a ver en Timbuctú. ¿No te acuerdas? ¡Sí! Veo que lo has olvidado.
Se reía de una manera muy atractiva y no parecía ofendida en absoluto.
Se parecía lo suficiente a Gioia como para ser su hermana. Pero, claro, todos los ciudadanos le parecían más o menos iguales. Y, aparte de su semejanza física, como pudo comprobar en seguida, la verdad era que Belilala y Gioia no se parecían demasiado. Belilala poseía una tran-quilidad, una profunda reserva de serenidad de las que Gioia, siempre ávida, voluble e impaciente, carecía. Paseando con Belilala por las abarrotadas calles de Changan, no pudo advertir en ella la inquieta y casi enfebrecida necesidad de conocer siempre lo que había más y más allá. Cuando visitaron el Palacio de Hsing-ch’ing, Belilala no empezó a preguntar a los cinco minutos escasos el camino a la Fuente de Hsuang-tsung o a la Pagoda del Ganso Silvestre, como hubiera hecho seguramente Gioia. Belilala, a diferencia de Gioia, no se consumía de curiosidad. Creía a pies juntillas que siempre tendría tiempo suficiente para ver todo lo que le interesara ver. Algunos días, Belilala prefería no salir para nada y se conformaba con quedarse en el pabellón haciendo solitarios con fichas de cerámica o mirando las flores del jardín.
A su pesar, Phillips descubrió que estaba disfrutando del descanso de las intensas ansias devoradoras de mundo de Gioia, pero deseaba que regresara. Belilala —hermosa, amable, tranquila, paciente— era demasiado perfecta para él. No parecía real, sino tan impecable y resplandeciente, como uno de aquellos jarrones Sung de un verde pálido, demasiado perfectos para haber sido modelados y barnizados por manos humanas. Tenía algo de inexpresivo: un acabado inmaculado por fuera, y nada en absoluto por dentro. Pensó que Belilala casi podría haber sido una eventual, aunque sabía que no lo era. Podía explorar con ella los pabellones y palacios de Chang-an; podía tener con ella una agradable conversación durante la cena; podía, desde luego, disfrutar haciendo el amor con ella, pero no podía amarla, ni siquiera pensar en esa posibilidad. Era difícil imaginarse a Belilala estudiándose preocupada ante un espejo, en busca de canas y arrugas. Belilala nunca podría ser más vieja de lo que era ahora; ni podría nunca haber sido más joven. La perfección no evoluciona de acuerdo con un eje temporal. Pero la perfecta y reluciente superficie de Belilala hacía su ser más profundo impenetrable para Phillips. Gioia era más vulnerable, tenía más defectos y eran más evidentes sus cambios de humor, su desasosiego, su vanidad y sus temores, por lo cual era más accesible para su propia e imperfecta sensibilidad siglo XX.
De vez en cuando veía a Gioia cuando paseaba por la ciudad, o al menos eso creía. Pudo divisarla un momento entre los vendedores de prodigios del Bazar persa, en las afueras del templo de Zoroastro y, otra vez, junto al estanque de peces de colores en el Parque de la Serpiente. Pero nunca estaba completamente seguro de que la mujer que veía era realmente Gioia, y nunca se pudo acercar lo suficiente como para comprobarlo. La joven parecía tener el poder de desvanecerse cuando él se acercaba, como si se tratara de una Lorelei enigmática que lo atrajera una y otra vez a una persecución sin esperanza. Al cabo del tiempo, supo que no la iba a encontrar hasta que ella no estuviera dispuesta para ello.
Phillips perdió la noción del tiempo. ¿Habían pasado semanas, meses, años?
No tenía ni idea. En esa ciudad de lujo exótico, misterio y magia, todo era un constante fluir y pasar, y los días resultaban irregulares e inestables. Derribaban edificios e incluso calles enteras en una tarde para, a los pocos días, volverlos a levantar más allá. Nuevas y grandiosas pagodas brotaban como hongos durante la noche. Llegaban ciudadanos de Asgard, Alejandría, Timbuctú y Nueva Chicago; se quedaban un tiempo, desaparecían y regresaban de nuevo. Había una serie constante de recepciones cortesanas, banquetes y acontecimientos teatrales, cada uno casi igual al anterior. Los festivales en honor de antiguos emperadores podían haber dado algo de orden al año, pero parecía como si se celebraran de forma caprichosa. La ceremonia que conmemoraba la muerte de T’ai Tsung se repetía dos veces al año, o, por lo menos, así se lo parecía a Phillips, una en la época de las nieves y otra en pleno verano, y la que conmemoraba la subida al trono de la emperatriz Wu tenía lugar dos veces durante la misma estación. Quizá no había llegado a com-prender del todo los mecanismos de esta gente. Pero sabía que era inútil preguntar.
Un día, de improviso, dijo Belilala:
—¿Por qué no vamos a Mohenjo-daro?
—No sabía que ya estuvieras preparada para recibir visitas —contestó Phillips.
—Claro que sí. Desde hace bastante tiempo.
Phillips vaciló. Aquello le había pillado desprevenido. Dijo con cautela:
—Gioia y yo pensábamos ir juntos, ¿sabes?
Belilala sonrió afablemente, como si el tema a discutir sólo fuera la elección del restaurante para aquella noche.
—¿De veras?
—Sí. Lo dispusimos todo mientras estábamos en Alejandría. Ir contigo en vez de ella. No sé qué decirte, Belilala —Phillips notaba que su nerviosismo iba en aumento—. Sabes que me gustaría ir. Contigo. Pero, por otro lado, no puedo evitar pensar que no debería ir hasta haberme reunido con Gioia. Si es que vuelvo a reunirme con ella. «¡Qué estúpido suena todo esto! —pensó—. ¡Qué torpe, propio de un adolescente!» Se dio cuenta de que le costaba mirarla de frente. Incómodo, con algo de desesperación en la voz, dijo:
—Se lo prometí. Había un compromiso, un acuerdo firme de que iríamos juntos a Mohenjo-daro...
—Pero es que Gioia... ¡ya está allí! —contestó Belilala de la manera más inocente.
Phillips boqueó como si le hubiera dado un puñetazo.
—¿Qué?
—Fue de las primeras en ir cuando la inauguraron. Hace un montón de meses. ¿No lo sabías? —preguntó con un tono de sorpresa no excesiva—. ¿En serio no lo sabías?
Aquello le dejó perplejo. Se sentía desconcertado, traicionado, furioso. Seguía boquiabierto y las mejillas empezaban a arderle. Sacudió la cabeza una y otra vez, tratando de despejar la confusión. Tardó un rato en poder volver a hablar.
—¿Que ya está allí? —preguntó por fin—. ¿Sin esperarme? Después de todo lo que hablamos de ir juntos..., después de haber decidido...
Belilala se echó a reír.
—Pero, ¿cómo iba ella a resistir la tentación de ver la ciudad más nueva? ¡Ya sabes lo impaciente que es Gioia!
—Claro —contestó él.
Estaba aturdido. Apenas podía pensar.
—Es como todos los cortos-de-tiempo. Va corriendo a un lado, va corriendo a otro. Lo tiene que hacer todo ahora, ahora, en seguida, de inmediato, al instante. No debes pretender que te espere mucho tiempo para nada. Le da un arrebato y allá se va. Seguro que a estas alturas ya sabes eso de ella.
—¿Cortos-de-tiempo? No había oído nunca ese término.
—Sí. Ya lo sabías. Ya lo deberías saber.
Belilala esgrimió su sonrisa más dulce. Nada indicaba en ella que comprendiera el pesar de Phillips. Sacudió la mano con energía y dijo:
—Entonces, ¿qué? ¿Nos vamos, tú y yo? ¿A Mohenjo- daro?
—Naturalmente —dijo Phillips con voz apagada.
—¿Cuándo te gustaría partir?
—Esta noche —respondió. Hizo una pausa—. ¿Qué es un corto-de-tiempo, Belilala?
Las mejillas de la joven se llenaron de color.
—Es obvio, ¿no? —preguntó.
¿Podría haber, en toda la faz de la tierra, un lugar más horroroso que la ciudad de Mohenjo-daro? A Phillips le resultaba difícil dar con alguno. No podía entender tampoco por qué, de todas las ciudades que han existido, esa gente había elegido devolver a la vida ésta precisamente. Más que nunca, los consideraba ajenos a él, inescrutables, incomprensibles.
Desde la terraza más alta de la ciudadela de varios pisos, Phillips lanzó la mirada sobre la siniestra y claustro fóbica Mohenjo-daro y sintió un escalofrío. Lo más parecido a esta ciudad triste y desoladora era una colonia- prisión prehistórica. Como una tortuga incómoda, se apretaba, achaparrada y compacta, contra la llanura, gris y monótona, del río Indo. Cientos de paredes de ladrillo ennegrecidas por el sol formaban cientos de calles aterradoramente ordenadas, trazadas siguiendo un espantoso diseño cuadriculado rayano en la precisión del maniático. Las mismas casas tenían también un aspecto deprimente e inhóspito, como racimos de habitáculos de ladrillo en torno a pequeños e irrespirables patios. Allí no había ventanas, sólo unas puertas bajas que se abrían, no a los paseos principales, sino a los estrechos y misteriosos callejones que se formaban entre los edificios. ¿Quién había diseñado esa horrible metrópolis? ¡Qué almas tan secas y amargas tenía esa gente, atemorizada y atemorizante, para crearse, en las llanuras de fértil exuberancia de la India, una ciudad tan digna del Soviet Supremo!
—¡Qué encantadora! —murmuró Belilala—. ¡Qué fascinante!
Phillips la miró con asombro.
—¿Fascinante? Sí —dijo—. Puede ser. De la misma manera que fascina la sonrisa de una cobra.
—¿Qué es una cobra?
—Serpiente venenosa depredadora —le respondió Phillips—. Posiblemente extinguida. O, más probablemente, en otro tiempo extinguida. No me extrañaría que hubieseis vuelto a crear unas cuantas y las hubieseis soltado en Mohenjo para darle mayor realismo y animación.
—Pareces enfadado, Charles.
—¿Lo parezco? Pues no es cómo me siento.
—¿Y cómo te sientes?
—No lo sé —dijo después de una larga pausa. Se encogió de hombros—. Perdido, supongo. Muy lejos de casa.
—Pobre Charles.
—Aquí en esta horrible ciudad que parece formada por barracones, oyéndote decir lo preciosa que es..., jamás me he sentido tan solo en toda mi vida.
—Echas mucho de menos a Gioia, ¿verdad?
Volvió a dirigir a la joven una mirada atónita.
—Gioia no tiene nada que ver. Seguro que también ella se habrá extasiado ante la belleza de Mohenjo, como tú. Como todos vosotros. Me imagino que soy el único que no puede descubrir su belleza, su encanto. Soy el único que mira a su alrededor y sólo ve horror, y se pregunta cómo es que nadie más lo ve, cómo es que, de hecho, alguien pudo erigir un lugar como éste por diversión, por placer...
Los ojos de la joven lanzaban chispas:
—¡Estás enfadado! ¡Estás enfadado de verdad!
—¿También eso te fascina? —increpó—. ¿La demostración de una auténtica emoción primitiva? ¿Un estallido típico y original del siglo XX? —Recorrió la muralla con pasos cortos y rápidos, lleno de angustia—. Ya, ya. Creo que ahora lo entiendo, Belilala. Naturalmente. Soy parte de vuestro espectáculo circense, soy la estrella del espectáculo secundario. De hecho, soy el primer experimento para cuando se levante el próximo escenario.
Los ojos de Belilala estaban abiertos como platos. La repentina dureza y la violencia de su voz parecían alarmarla y excitarla al unísono. Aquello le enfurecía aún más. Continuó con rabia:
—Recobrar ciudades enteras del pasado fue divertido durante un tiempo, pero le falta algo de autenticidad, ¿no? Por alguna razón, no pudisteis traer también a sus habitantes; no pudisteis sacar unos cuantos millones de seres prehistóricos de Egipto, de Grecia o de la India y descargarlos en vuestra era, supongo que porque os hubiera resultado muy difícil controlarlos, o quizá porque os hubierais cansado de ellos. Por eso tuvisteis que crear eventuales para que poblaran vuestras ciudades antiguas. Pero ahora me tenéis aquí. Soy más real que un eventual, y eso es para vosotros una novedad fantástica, y por lo que más suspiráis es por la novedad; quizás es por lo único que suspiráis. Y aquí estoy yo, complejo, impredecible, nervioso, capaz de sentir ira, miedo, tristeza, amor y todas esas cosas que se extinguieron en la antigüedad. ¿Por qué quedarse en la arquitectura pintoresca cuando también se pueden tener emociones pintorescas? ¡Lo divertido que os debo resultar a todos! Y si decidís que yo era realmente interesante, quizá me devolváis a donde pertenezco y traigáis otros tipos antiguos. Tal vez un gladiador romano, o un Papa del Renacimiento, o incluso uno o dos hombres de Neanderthal...
—Charles —dijo ella llena de ternura—. Oh, Charles, Charles. ¡Qué solo te debes sentir, qué perdido, qué apenado! ¿Me podrás perdonar alguna vez? ¿Nos podrás perdonar a todos alguna vez?
Una vez, Belilala le había sorprendido. Parecía sincera de verdad, solidaria. ¿Lo era? ¿Lo era de verdad? No estaba seguro de haber percibido nunca una muestra de auténtica preocupación en ninguno de ellos, ni siquiera en Gioia. Tampoco podía creer a Belilala ahora. Tenía miedo de ella, de todos ellos, de su fragilidad, de su disimulo, de su elegancia. Ojalá pudiera acercarse a ella y hacer que le cogiera entre sus brazos, pero en ese momento se sentía demasiado parecido a un hirsuto ser prehistórico como para arriesgarse a pedirle ese consuelo.
Dio media vuelta y empezó a caminar por el borde de la inmensa muralla de la ciudadela.
—¿Charles?
—Déjame solo un momento —respondió.
Siguió andando. Sentía punzadas en su frente y el corazón le latía con violencia. «Todos los mecanismos del stress disparados» pensó. Glándulas invisibles vertiendo litros de sustancias inflamatorias en su caudal sanguíneo. El calor, su propia confusión, el aspecto repulsivo del lugar...
«Trata de comprender —se dijo—. Relájate. Mira a tu alrededor. Procura disfrutar de tus vacaciones en Mohenjo- daro.»
Se asomó con precaución al borde del muro. Nunca había visto una muralla como ésa. Su base debía tener unos doce metros de anchura, incluso más, suponía Phillips, cada ladrillo perfectamente tallado y colocado con toda meticulosidad. Al otro lado de la muralla, pero muy cerca del muro, habían desecado los pantanos para su aprovechamiento agrícola. Vio unos diligentes labradores de piel morena que, allá abajo, se afanaban con el trigo, la cebada y los guisantes. Vacas y búfalos pastaban a lo lejos. El aire era pesado, húmedo y malsano. Todo estaba en calma. Desde algún lugar no muy lejano llegaban las notas de algún instrumento de cuerda, rasgando el aire lastimero, y un cántico monótono y machacón.
Poco a poco se sintió invadido por la paz. Su ira remitió. Sintió que volvía a estar tranquilo. Miró otra vez la ciudad, el rígido entrecruzado de las calles, el laberinto de callejones interiores, las ristras de millones de ladrillos colocados con exacta precisión.
«Es un milagro —se dijo Phillips— que esta ciudad esté aquí, en este momento y en este lugar. Y es un milagro que yo esté aquí para verla.»
Atrapado un instante por la magia de lo sombrío, creyó que había empezado a comprender la admiración y el asombro de Belilala, y ahora se arrepentía de haberle hablado con tanta aspereza. La ciudad estaba viva. El que se tratara de la verdadera Mohenjo-daro de hacía miles y miles de años, pescada del pasado con algún anzuelo maravilloso, o que simplemente fuera una reproducción muy hábil, no importaba en absoluto. Real o no, ésta era la auténtica Mohenjo-daro. Había estado muerta y ahora, por un momento, volvía a recobrar la vida. Esta gente, estos ciudadanos, podían ser triviales, pero reconstruir Mohenjo-daro no era ninguna hazaña trivial. Y carecía de importancia el que la ciudad que habían reconstruido fuera opresiva y siniestra. Nadie estaba ya obligado a vivir en Mohenjo-daro. Hacía mucho que su tiempo había sido y que se había acabado. Aquellos campesinos de piel oscura, allá abajo, aquellos comerciantes y artesanos eran simples eventuales, simples seres inanimados que habían sido conjurados como zombies para reforzar la ilusión. No necesitaban su compasión. Ni él mismo necesitaba su propia compasión. Sabía que debería estar agradecido por poder ver esas cosas. Algún día, cuando acabara su sueño y sus anfitriones lo devolvieran al mundo del metro, los ordenadores, el impuesto sobre la renta y las cadenas de televisión, pensaría en Mohenjo-daro tal como lo vio una vez, con sus altos muros de ladrillos negros y apretados bajo el cielo plomizo, y sólo recordaría su belleza.
Mirando hacia atrás, buscó a Belilala y por un instante no la pudo encontrar. La vio al cabo de un rato bajando con cuidado por una estrecha escalera que formaba ángulo con la cara interior del muro de la ciudadela.
—¡Belilala! —gritó.
La joven se detuvo un momento y lo miró, protegiéndose los ojos del sol con la mano.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—¿Adonde vas?
—A los baños —le contestó ella—. ¿Quieres venir?
—Sí. Espérame, ¿quieres? Voy en seguida.
Phillips asintió con la cabeza.
Ycorrió por el borde de la muralla, hacia Belilala.
Los baños estaban anexos a la ciudadela. Se trataba de un gran aljibe abierto, del tamaño de una piscina de grandes dimensiones y revestido de ladrillos colocados de canto con argamasa de yeso e impermeabilizado con asfalto, y otros ocho aljibes, más pequeños, al norte del anterior, situados en una especie de arcada cubierta. Phillips imaginó que en tiempos remotos todo el conjunto debía de tener alguna finalidad ritual, y que el aljibe mayor era utilizado por la gente corriente y los otros, cubiertos, reservados para las abluciones privadas de sacerdotes o nobles. Ahora, los baños parecían conservados exclusivamente para placer de los ciudadanos visitantes. Mientras se acercaba por el corredor que conducía al baño principal, Phillips pudo ver unos quince o veinte flotando en el agua o deambulando lánguidamente, mientras unos eventuales, con la piel oscura al modo de Mohenjo-daro, les servían bebidas y pequeños bocados de carne con abundantes especias, como si se tratara de una instalación turística de lujo. Lo que de hecho era. Los eventuales llevaban unos taparrabos de algodón blanco. Los ciudadanos estaban des-nudos. En su vida anterior se había encontrado en alguna ocasión con esa despreocupada desnudez pública, en California o en el sur de Francia, y siempre se había sentido ligeramente incómodo. Pero aquí ya se estaba empezando a acostumbrar.
Los vestuarios eran pequeñas cabinas de ladrillo unidos al patio que rodeaba el aljibe central por hileras de escalones muy juntos. Entraron en uno de ellos y Belilala se despojó con rapidez de la amplia túnica blanca de algodón que llevaba desde su llegada esa misma mañana. Con los brazos cruzados, le esperó, apoyada en la pared. Al rato, Phillips también se quitó su túnica y salió con ella. Se sentía un poco ridículo, andando por ahí desnudo delante de todos.
Yendo hacia la zona principal, pasaron junto a los baños privados, de los que ninguno parecía estar ocupado. Eran habitaciones de elegante construcción, con el suelo de ladrillos unidos con refinamiento y un meticuloso trazado de desagües para el exceso de agua, que desembocaban, por el corredor, en el tubo principal de desagüe. Phillips se sintió lleno de admiración ante la maestría de aquellos arcaicos ingenieros. Se paró a mirar las habitaciones para observar la disposición de cañerías y conductos de ventilación, y cuando llegó a la última descubrió, sorprendido y avergonzado, que alguien la estaba utilizando. En ella había un hombre de ancha complexión y músculos bien desarrollados, con un cabello espeso que le llegaba hasta los hombros, de color rojizo, y una llamativa barba recortada en punta, que no paraba de reír y palmotear en el agua con dos mujeres. Phillips tuvo una fugaz visión del alegre amasijo de brazos, piernas, pechos y nalgas.
—Lo siento —murmuró. Sus mejillas se sonrojaron. Se escabulló con celeridad, farfullando disculpas—. No me di cuenta de que la habitación estaba ocupada..., no era mi intención molestar...
Belilala había seguido avanzando por el corredor y Phillips se apresuró a alcanzarla. A sus espaldas oía sonoras carcajadas graves junto a las risitas más agudas de las mujeres y el chapotear del agua. Seguramente, ni siquiera habían advertido su presencia.
De repente, Phillips se detuvo, perplejo, volviendo atrás con su imaginación a lo visto fugazmente en la habitación. Había algo que no encajaba. Aquellas mujeres, no había duda posible, eran ciudadanas: criaturas esbeltas, de cuerpo pequeño y aniñado y pelo oscuro, el modelo habitual. Pero ¿y el hombre? ¿Aquella larga maraña de pelo rojizo? No podía ser la de un ciudadano. Los ciudadanos no llevaban el pelo hasta los hombros. ¿Y rojo? Y tampoco había visto nunca un ciudadano tan fornido, con una musculatura tan poderosa. Ni a ninguno que llevara barba. Pero tampoco podía ser un eventual. Phillips no podía encontrar ningún motivo que justificara la presencia en Mohenjo-daro de un eventual con ese aspecto tan anglosajón, y, desde luego, estaba fuera de toda posibilidad que un eventual retozara así con ciudadanos.
—¿Charles?
Miró al frente. Belilala estaba al final del corredor, perfilada su silueta como en un nimbo por la resplandeciente luz del sol.
—¿Charles? —volvió a decir—, ¿Te has perdido?
—Estoy aquí, detrás de ti —contestó Phillips—. Ya voy.
—¿A quién has visto?
—A un hombre con barba.
—¿Con qué?
—Con barba —dijo Phillips—. Pelos rojos que le salían de la cara. Me pregunto quién será.
—Nadie que yo conozca —dijo Belilala—, El único que conozco que tenga pelo en la cara eres tú, y el tuyo es negro y te afeitas todos los días. —Lanzó una carcajada—. ¡Venga, vamos! Veo a unos amigos en la piscina.
Phillips la alcanzó y, cogidos de la mano, llegaron hasta el patio. Inmediatamente se les acercó un camarero, un obsequioso y pequeño eventual que llevaba una bandeja con refrescos. Phillips lo despidió con la mano y se dirigió con la joven hacia la piscina. Se sentía terriblemente desnudo; se imaginaba que los ciudadanos se divertían aquí observándole con atención, estudiando su cuerpo primitivo y velludo como si se tratara de alguna criatura mítica, algún Minotauro, algún hombre lobo que hubieran traído como diversión. Belilala se alejó para hablar con alguien y él se metió en la piscina, contento al poderse ocultar así. El agua era honda, templada, reconfortante.
Recorrió el aljibe con unas brazadas rápidas y potentes.
Un ciudadano, que estaba apoyado con gracia en el borde de la piscina, le sonrió:
—Así que por fin has venido, ¿eh, Charles?
Char-less. En dos sílabas. Era alguien del grupo de Gioia: ¿Stengard, Hawk, Aramayne? No podía recordar exactamente cuál. Eran tan parecidos...
Phillips le devolvió la sonrisa sin mucho entusiasmo y de modo evasivo. Buscó algo que decir y por fin preguntó:
—¿Llevas mucho tiempo aquí?
—Semanas, tal vez meses. Qué bien conseguida está esta ciudad, ¿verdad, Charles? Qué unidad más absoluta de formas, qué manifestación tan totalizadora de una estética con un único motivo...
—Desde luego. Con un único motivo. Es una expresión acertada —dijo Phillips con sequedad.
—Es una frase de Gioia, en realidad. Sólo la repetía.
Gioia. Sintió como si le acabaran de dar una puñalada.
—¿Has visto últimamente a Gioia? —preguntó Phillips.
—La verdad, no. Fue Hekna quien la vio. Recuerdas a Hekna, ¿no? —Señaló con la cabeza hacia dos mujeres desnudas, de pie en la plataforma de ladrillo que rodeaba la piscina, charlando y dando pequeños mordiscos a sus trozos de carne. Hubieran podido ser dos hermanas gemelas—. Ésa es Hekna, la que está con tu Belilala.
«Hekna, sí. Así que éste debe de ser Hawk», pensó Phillips, a no ser que hubiera habido algún cambio de parejas...
—Es muy dulce tu Belilala —dijo Hawk—, Gioia tomó una buena decisión cuando la eligió para ti.
Otra puñalada. Aún más profunda.
—¿Fue así? —preguntó—. ¿Gioia eligió a Belilala para mí?
—¡Hombre, naturalmente! —Hawk parecía sorprendido—, Evidentemente, ni que decir tiene. ¿Qué esperabas? ¿Que Gioia se marchara sin más, dejando que te las arreglaras solo?
—No, claro. No Gioia.
—Es muy tierna, muy amable, ¿verdad?
—¿Quién? ¿Belilala? Sí, mucho —respondió Phillips cautelosamente—. Una mujer adorable, maravillosa. Pero, claro, espero volver pronto con Gioia. —Hizo una pausa—. Dicen que está en Mohenjo-daro casi desde que la inauguración, ¿no?
—Estaba aquí, sí.
—¿Estaba?
—Ya conoces a Gioia —contestó con despreocupación—. Ya se ha marchado, naturalmente.
Phillips se echó hacia adelante.
—Naturalmente —dijo. Su voz se volvió tensa y dura—. ¿Dónde ha ido esta vez?
—A Timbuctú, creo. O a Nueva Chicago. No recuerdo a cuál de las dos. Nos dijo que deseaba ir a Timbuctú para la fiesta de despedida. Pero Fenimon tenía algún poderoso motivo para ir a Nueva Chicago. Y no recuerdo cuál fue la que decidieron al final —Hawk hizo un gesto de pena—. De cualquier modo, es una lástima que se fuera de Mohenjo-daro antes de la llegada del nuevo visitante. Disfrutó tanto contigo, al fin y al cabo, que estoy seguro de que también habría tenido mucho que aprender de él.
Este término desacostumbrado hizo sonar una señal de alarma en lo más profundo del cerebro de Phillips.
¿Visitante?—dijo, torciendo la cabeza bruscamente hacia Hawk—. ¿De qué visitante hablas?
—¿No lo conoces todavía? Bueno, claro que acabas de llegar.
—Creo que lo he visto. ¿Es pelirrojo y tiene una barba como la mía?
Phillips se humedeció los labios.
—¡Ése es! Willoughby, así se llama. Es, espera, sí, un vikingo, un pirata o algo así. Tiene una fuerza y un vigor increíbles. ¡Es extraordinario! Creo que deberíamos tener muchos visitantes así. Todo el mundo está de acuerdo en que son muy superiores a los eventuales. Hablar con un eventual es casi como hablar con uno mismo, ¿no crees? No sacas nada importante o de provecho. Pero un visitante, alguien como ese Willoughby, o como tú, Charles, un visitante puede resultar verdaderamente instructivo, un visitante puede cambiar tu visión de la realidad...
—Discúlpame —dijo Phillips. Empezó a sentir punzadas en la frente—. Quizá podamos seguir con esta conversación más tarde, ¿eh? —Subió al borde de la piscina dándose un impulso—. En la cena, tal vez, o más tarde, ¿no? ¿De acuerdo?
Se alejó a buen paso hacia el corredor que llevaba hasta los baños privados.
Cuando Phillips entró en la zona cubierta de la edificación, sintió que se le secaba la garganta y que respiraba con dificultad. Cruzó con pasos rápidos la antesala y metió la cabeza en la pequeña habitación con la piscina privada. El hombre barbudo seguía allí, sentado dentro del agua y asomando sólo el pecho. Pasaba cada brazo por encima de cada una de las mujeres. Sus ojos brillaban con fiereza en la penumbra. Reía con maravillada complacencia. Parecía rebosar fuerza, seguridad, placer.
«Ojalá sea lo que creo que es —rezó Phillips. Ya
he estado lo suficientemente solo entre esta gente.»
—¿Puedo pasar? —preguntó.
—¡He, compañero! —gritó el hombre, con voz de trueno—. ¡Por mi vida! ¡Pasa y trae también a tu chica! ¡Por los colmillos de Dios! ¡Aquí hay sitio de sobra para muchos más!
Al oír ese tremendo rugido, Phillips sintió una inmensa alegría. ¡Qué voz tan salvajemente alegre! ¡Qué intensa, qué poderosa! ¡Qué poco parecida a la de los ciudadanos!
¡Y todas esas expresiones arcaicas! ¿Por los colmillos de Dios? ¿Por mi vida? ¿Qué manera de hablar era ésa? ¡No podía ser nada más que la pura y musical pronunciación isabelina! Desde luego, tenía algo del ritmo y el fervor de Shakespeare. ¿Y el acento? ¿Sería irlandés? No, no, en absoluto. Era inglés, pero un inglés como nunca lo había oído antes Phillips.
Los ciudadanos no hablaban de esa manera. Pero un visitante tal vez sí.
Así que era cierto. Su alma se llenó de alivio. ¡No estaba solo! Otra reliquia de una época pasada, otro viajero perdido, un compañero en el caos, un hermano en la adversidad, un compañero de viaje, arrastrado desde más lejos que él por las tormentas del tiempo...
El barbudo se rió con fuerza y le hizo señas a Phillips con la cabeza.
—¡Bueno, amigo, únete a nosotros, únete a nosotros! Es formidable volver a ver una cara inglesa entre todos estos moros y portugueses. Pero ¿qué has hecho con tu chica? No se tienen nunca bastantes mozas, ¿no estás de acuerdo?
Su fuerza y vigor eran extraordinarios, casi excesivos. Rugía, bramaba, tronaba. Se ajustaba tanto al modelo de lo que era, que más parecía un personaje de una película de piratas que otra cosa; tan fanfarrón y tan real que parecía de mentira. Un tipo teatral de la época isabelina, más completo que si perteneciera a la vida real, un joven y violento Falstaff sin barriga.
—¿Quién eres tú? —preguntó Phillips con voz ronca.
—¡Cómo! Soy Francis, hijo de Ned Willoughby, de Plymouth. Anteriormente al servicio de Su Altísima Majestad Protestante, y ahora secuestrado de la manera más infame por las fuerzas de las tinieblas y arrojado entre estos moros negros, hindúes o lo que sean. Y tú, ¿quién eres?
—Charles Phillips —y, después de vacilar un instante, añadió—: Soy de Nueva York.
—¿'Nueva York? ¿Qué lugar es ése? En verdad, hermano, que no lo conozco.
—Una ciudad de América.
—¡Una ciudad en América, santo Cristo! ¡Qué cosa tan fantástica! ¿En América, dices? ¿Y por qué no en la Luna o, por un casual, bajo el mar? —Willoughby se dirigió ahora a las mujeres —¿Le habéis oído? ¡Es de una ciudad de América! Con la cara de un inglés, aunque no se comporte ni hable como tal. ¡Una ciudad en América! Una ciudad. Por la sangre de Cristo, ¿qué más tendré que oír?
Phillips tembló. Empezaba a sentir un temor reverente. Ese hombre quizá había caminado por las calles del Londres de Shakespeare. Había dado patadas a las latas con Marlowe, Essex o Walter Raleigh; había visto cómo los barcos de la Armada Invencible se hundían en el Canal. El extraño sueño en el que estaba inmerso veía duplicada su rareza. Se sentía como el nadador agotado y jadeante que tiene que luchar contra las inmensas olas y el aturdimiento. El ambiente cerrado y sofocante del baño le producían una sensación de vértigo. Ya no había duda posible: él no era el único primitivo —el único visitante— que vagaba perdido por el siglo cincuenta. Estaban llevando a cabo otros experimentos, además. Se agarró al borde de la puerta para recuperar el equilibrio y dijo:
—Cuando hablas de su Altísima Majestad Protestante, ¿te refieres a Isabel I, no?
—¡Isabel, sí! Y en cuanto a primera, es toda la verdad, pero, ¿por qué te tienes que molestar en llamarla así? Sólo hay una. Primera y Última, lo juro, Dios salve a la reina, que no hay otra.
Phillips examinó al otro con cautela. Sabía que debía actuar con sumo cuidado. Un paso en falso en ese momento y echaría al traste cualquier posibilidad de que Willoughby lo tomara en serio. Al fin y al cabo, ¿qué cantidad de asombro metafísico sería capaz de asimilar ese hombre? ¿Qué sabía, qué sabría cualquiera de sus coetáneos, acerca del pasado, presente y futuro y de la idea de que se podía ir de uno a otro tan fácilmente como de Surrey a Kent? Aquella era una idea del siglo XX, de finales del XIX como mucho, una especulación fantástica que seguramente nadie había tenido en cuenta hasta que Wells mandó a su viajero del tiempo a contemplar el sol enrojecido del último crepúsculo sobre la tierra. El mundo de Willoughby era un mundo de Católicos y Protestantes, de reyes y reinas, de diminutos barcos de vela, de espadas en la cintura y carretas de bueyes en los caminos. Aquel mundo le parecía a Phillips más ajeno y lejano que este mundo de ciudadanos y eventuales. El peligro de que Willoughby no llegara a comprenderle era grande.
Sin embargo, Phillips y aquel hombre eran aliados naturales frente a un mundo que ellos no habían hecho. Phillips decidió arriesgarse.
—Isabel I es la reina a la que sirves —le explicó—. Pero a su debido tiempo habrá otra en Inglaterra con su mismo nombre. En realidad ya la ha habido.
Willoughby sacudió la cabeza como un león desconcertado.
—¿Otra Isabel, dices?
—La segunda, y nada parecida a la primera. Después de tu Reina Virgen vendrá la otra. Ella reinará en lo que para ti son los días venideros. Eso lo sé con toda certeza.
El inglés le miró y frunció el ceño.
—¿Puedes ver el futuro? ¿Eres, pues, un adivinador? ¿Quizá un nigromante? ¿O uno de los mismísimos demonios que me trajeron a este lugar?
—Desde luego que no —contestó Phillips amablemente—. Sólo un alma perdida como tú.
Entró en la pequeña habitación y se agachó, hasta ponerse de cuclillas, junto al borde de la piscina. Las dos ciudadanas le miraban con tibia fascinación. Ignorándolas, le dijo a Willoughby:
—¿Tienes alguna idea de dónde estás?
El inglés había adivinado, con toda razón, que estaba en la India. «Estoy firmemente convencido de que esta gente moruna, bajita y morena, son hindúes», había dicho. Pero sólo a esto alcanzaba su comprensión de cuanto le había sucedido.
No se le había ocurrido pensar que ya no vivía en el siglo XVI. Y, por supuesto, no había sospechado siquiera que esta sombría y extraña ciudad de ladrillos en la que se hallaba era una ciudad que había salido de una época aún más remota que la suya propia. «¿Habría alguna manera —se preguntaba Phillips— de hacérselo ver?»
Llevaba aquí sólo tres días. Pensaba que los diablos se lo habían llevado.
—Vinieron a por mí mientras dormía —dijo—. Mefistófeles, Satanás y sus secuaces se apoderaron de mí —sólo Dios sabe por qué— y me trajeron a este reino tórrido desde Inglaterra, donde me encontraba reponiendo fuerzas con mis amigos y familiares. Pues estaba entre viaje y viaje, entiéndeme, esperando el barco de Drake. ¿Conoces a Drake, al glorioso Francis? ¡Sangre de Cristo, ése sí que es todo un marino! Teníamos que volver a Main, él y yo, y en cambio me encuentro aquí, en este otro lugar... —Willoughby se acercó un poco más y dijo—: A ti te pregunto, adivino, ¿cómo puede ser que un hombre se acueste en Plymouth y se despierte en la India? Es sumamente extraño, ¿no?
—Sí que lo es —contestó Phillips.
—Pero aquel que está en un baile tiene que bailar, aunque sólo dé saltos, ¿eh? Así lo creo yo. —Señaló a las dos mujeres con un gesto—. Por lo tanto, para consolarme en esta tierra pagana he encontrado algo de diversión entre esas mujercitas portuguesas...
—¿Portuguesas? preguntó Phillips.
—¿Qué otra cosa pueden ser, sino portuguesas? ¿No son los portugueses los que dominan todas las costas de la India? Mira, aquí la gente es de dos clases, los moros y los otros, los de piel blanca; los amos y señores que utilizan estos baños. Si no son hindúes, y yo creo que no lo son, entonces tienen que ser portugueses.
Se echó a reír y apretó más a las mujeres contra sí, acariciando sus senos con fuerza, como si pasara la mano sobre el lomo dé un animal.
—¿Acaso no es eso lo que sois, mis desvergonzadas papistas desnudas? ¿Un par de portuguesas?
Ellas se reían, pero no respondieron.
—No —dijo Phillips—. Esto es la India, pero no la India que tú conoces. Y estas mujeres no son portuguesas.
—¿Que no son portuguesas? —exclamó Willoughby, lleno de perplejidad.
—No más que tú; estoy completamente seguro de eso.
Willoughby se acarició la barba.
—Reconozco que me parecían muy raras para ser portuguesas. No he escuchado de sus bocas ni una sola palabra en portugués. Y también me resulta extraño que co
rreteen desnudos como Adán y Eva por estos baños y que me dejen robarles con toda libertad sus mujeres, lo cual no es muy propio de los portugueses, Dios lo sabe. Pero yo dije para mí: esto es la India, habrán decidido vivir de otra manera aquí...
—No —le dijo Phillips—. Te puedo asegurar que no son portugueses ni de ningún otro país europeo que tú conozcas.
—¡Demonio! Entonces, ¿qué son?
Empezó a explicar: «Ten ahora mucho tacto —advirtió Phillips—. Mucho tacto.»
—No está muy lejos de la verdad pensar que son espíritus de algún tipo, demonios incluso. O hechiceros que nos han sacado por arte de magia de nuestros lugares en el mundo. —Se detuvo un instante, buscando algún medio de compartir con Willoughby, de forma que éste lo pudiera asimilar, el misterio que los había envuelto. Tragó una gran bocanada de aire—. No sólo nos han traído del otro lado del mar, sino también a través del tiempo. Hemos sido los dos arrastrados a la profundidad de los días futuros.
Willoughby le miró completamente perplejo.
—¿Los días futuros? ¿Tiempos que aún no han venido, quieres decir? ¡Pues no entiendo nada!
—Trata de comprender, amigo. Somos náufragos en el mismo barco. Pero no hay manera de que nos podamos ayudar si no consigo hacerte ver...
Willoughby murmuró, sacudiendo la cabeza:
—En verdad, querido amigo, que considero tus palabras una soberana locura. Hoy es hoy y mañana es mañana. ¿Cómo puede un hombre saltar de uno a otro hasta que el mañana se haya hecho hoy?
—No tengo ni idea —contestó Phillips.
En el rostro de Willoughby se reflejaba la batalla que estaba sosteniendo, aunque seguramente no comprendía más que un ligero esbozo, como mucho, de lo que Phillips estaba intentando explicarle.
—Pero lo que sí sé es que hace mucho tiempo que murió tu mundo y todo lo que en él había. Y también el mío, a pesar de que nací cuatrocientos años después que tú, en tiempos de Isabel II.
Willoughby resopló con sorna:
—Cuatrocientos años...
—¡Tienes que creerme!
—¡No, no!
—Es la verdad. Tu tiempo es sólo historia para mí. Y mi tiempo y el tuyo son historia para ellos, historia antigua. Nos llaman visitantes, pero en realidad somos prisioneros.
Phillips notó que temblaba por la intensidad de su esfuerzo. Era consciente de que aquello le debía parecer una locura a Willoughby. También empezaba a parecérselo a él mismo.
—Nos han robado de nuestros propios tiempos, hurtándonos como gitanos en la noche...
—¡Oye, amigo! ¡Estás delirando como un lunático!
Phillips sacudió la cabeza. Se acercó aún más y agarró con fuerza la muñeca de Willoughby.
—¡Te lo ruego, escúchame!
Las ciudadanas observaban con atención, cuchicheando en voz baja y riendo.
—¡Pregúntales! —gritó Phillips—. ¡Que te digan en qué siglo estamos ahora! ¡Tú crees que en el XVI? ¡Pregúntales a ellas!
—¿En qué siglo vamos a estar? En el siglo dieciséis de la era de nuestro Señor.
—Ellas te dirán que en el cincuenta.
Willoughby le miró con compasión.
—Amigo, amigo, ¡qué lástima me das! ¡El cincuenta, desde luego! —Se echó a reír—. Compañero, escúchame tú ahora. No hay más que una Isabel, sana y salva en su trono de Westminster. Esto es la India. Estamos en el año 1591. Venga, robemos un barco a estos portugueses y volvamos a Inglaterra y quizás allí puedas regresar de alguna manera a tu América.
—No existe Inglaterra.
—¿Cómo puedes decir eso y no estar loco?
—Las ciudades y los países que conocíamos han desaparecido. Esas gentes viven como magos, Francis.
Era inútil ocultarle nada ya, pensó Phillips desanimado. Sabía que había perdido.
—Hacen aparecer ciudades de hace mucho tiempo y las construyen aquí y allá a su antojo, y cuando se cansan de ellas las destruyen y vuelven a empezar con otras nuevas. No existe Inglaterra. Europa está vacía, lisa, yerma. ¿Sabes qué ciudades hay? Sólo hay cinco en todo el mundo: la Alejandría de Egipto, Timbuctú en Africa, Nueva Chicago en América. Existe una gran ciudad en China, en Catay como creo que tú la llamarías. Y hay este lugar que llaman Mohenjo-daro y que es mucho más antiguo que Grecia, que Roma, que Babilonia.
—No. Todo esto es de lo más absurdo. Dices que estamos en un mañana lejano y después dices que estamos viviendo en una ciudad de hace muchísimos años —respondió Willoughby con voz pausada.
—Un conjuro, únicamente —contestó él, sumido en la desesperación—. Una copia exacta de esa ciudad, a la que esta gente le ha dado forma para su propio entretenimiento. Para lo mismo que estamos tú y yo aquí, para entre-tenerlos. Sólo para entretenerlos.
—Estás completamente loco.
—Ven conmigo entonces. Vayamos a hablar con los ciudadanos que están junto a la piscina. Pregúntales en qué año estamos; pregúntales por Inglaterra; pregúntales cómo fue que llegaste hasta aquí. —Phillips volvió a cogerle la muñeca—. Deberíamos ser aliados. Si trabajamos juntos puede que descubramos alguna manera de escapar de este lugar, y...
—Déjame en paz, amigo.
—Por favor.
—¡Déjame en paz! —rugió Willoughby, librándose de golpe del apretón de Phillips. Sus ojos echaban chispas de rabia. Se incorporó en el agua y miró en torno, como buscando un arma. Las ciudadanas se escabulleron, acobardadas y al mismo tiempo encantadas por el estallido de fiereza del grandullón—. ¡Vete tú! ¡Vete, pero a la Casa de Locos! ¡Déjame en paz, chiflado! ¡Déjame en paz!
Lleno de tristeza, Phillips se pasó horas deambulando solo por las calles polvorientas y sin asfaltar de Mohenjo- daro. Su fracaso con Willoughby le había dejado el corazón desolado y sombrío. Había albergado la esperanza de luchar codo a codo con el isabelino contra los ciudadanos, pero veía que ya no iba a ser posible. Lo había estropeado todo, en ningún momento había sido posible lograr que Willoughby viera la verdad de su situación.
Bajo un calor sofocante erró entre los callejones, todos iguales y congestionados, entre las casas de techo plano, sin ventanas y de paredes lisas, hasta que salió a un amplio mercado. La ciudad se arremolinaba allí en un torbellino de loca actividad. Seudoactividad, mejor dicho, protagonizada por las intrincadas operaciones de miles de eventuales que no eran más que muñecos a los que se les había dado cuerda para ofrecer la ilusión de que la India de antes de los Vedas seguía siendo una realidad viva. En los puestos se vendían pequeños y hermosos sellos de piedra tallada con figuras de tigres y monos y de unas extrañas vacas con joroba, y las mujeres regateaban a voces con los artesanos por el precio de adornos de marfil, oro, cobre y bronce. Mujeres con aspecto fatigado ofrecían su mercancía, montañas de cacharros de loza rojiza con diseños en negro, sentadas en cuclillas. Nadie le prestaba atención. Él era allí el intruso, ni ciudadano ni eventual. Ellos, en cambio, estaban en su ambiente.
Siguió andando y pasó junto a los enormes graneros en los que se descargaban sin cesar carros de trigo y de grano molido sobre grandes plataformas redondas de ladrillo. Se metió en un restaurante atestado de clientes serios y silenciosos, de pie, apretujados ante pequeños mostradores de ladrillo. Phillips tomó una especie de pan redondo sin levadura, como una torta plana relleno de una carne picada tan fuerte que le quemó los labios. Después de comer, siguió andando y bajó por una amplia escalinata de bajos escalones de madera que llevaba a la parte baja de la ciudad. Allí vivían los campesinos en minúsculas habitaciones, hacinados como hormigas.
Era una ciudad opresiva, pero no sucia. La enorme preocupación por la higiene le llenaba de sorpresa. En todas partes había pozos, fuentes y retretes públicos, y de cada edificio salían desagües que desembocaban en pozos negros cubiertos. No había esas alcantarillas abiertas ni esos canalones al aire que él sabía que todavía se podían ver en la India de su época. Phillips se preguntó si la antigua Mohenjo-daro había sido en realidad tan escrupulosa, o si los ciudadanos la habían vuelto a diseñar para satisfacer sus propias necesidades de limpieza. No. Lo más seguro era que fuese auténtico lo que veía, concluyó, una faceta más de la disciplina obsesiva que había dado a la ciudad esa rigidez de formas. Si Mohenjo-daro hubiera sido un agujero infecto y maloliente, seguro que los ciudadanos la hubieran recreado exactamente de esa manera, y les hubiera encantado y les hubiera fascinado su asquerosa inmundicia.
No es que Phillips hubiera percibido siempre una preocupación excesiva por la autenticidad en los ciudadanos.
Mohenjo-daro, como todas las otras ciudades restauradas que había visitado, estaba llena de los anacronismos habituales. Pudo ver imágenes de Shiva y de Krishna desperdigadas en las paredes de los edificios que pensó podían ser templos, y la cara benigna de la diosa madre Kali dibujada en las plazas. Con toda probabilidad, aquellas divinidades habían surgido en la India mucho después de que desapareciera la civilización de Mohenjo-daro. ¿Es que los ciudadanos eran indiferentes a los asuntos de la cronología? ¿O bien los ciudadanos sentían un travieso placer al mezclar las épocas: una mezquita y una iglesia en la Alejandría griega, dioses hindúes en la Mohenjo-daro prehistórica? Podía ser que los archivos que conservaban del pasado se hubieran contaminado con errores de este tipo en el transcurso de tantos miles de años. No le hubiera extrañado nada haber visto pancartas con retratos de Gandhi y Nehru sacadas en procesión por las calles.
Y también había fantasías y quimeras campando a sus anchas, como si los ciudadanos no tuvieran el más mínimo problema en saltarse la frontera entre la historia y el mito: pequeños y gordos Ganezas con cabeza de elefante metiendo alegremente sus trompas en las fuentes; una mujer con seis brazos y seis cabezas tomando el sol en una terraza de ladrillo. ¿Por qué no? Seguro que éste era el lema de esa gente: ¿por qué no?, ¿por qué no?, ¿por qué no? Podían hacer lo que se les antojara, y lo hacían. Sin embargo, Gioia le había dicho mucho tiempo atrás: «Los límites son muy importantes». ¿En qué?, se preguntaba Phillips. ¿En qué se ponía límites esta gente salvo en el número de ciudades? ¿Acaso habían fijado un contingente de «visitantes» a los que podían secuestrar del pasado? Hasta hoy creía que él era el único, pero ahora sabía que por lo menos había otro y posiblemente había más en otras partes, algunos pasos por detrás o por delante suyo, haciendo el circuito con los ciudadanos que viajaban sin cesar de Nueva Chicago a Chang-an, de Chang-an a Alejandría. «Deberíamos unir nuestras fuerzas —pensó Phillips— y obligarles a que nos devolvieran a nuestras épocas.» ¿Obligarles? ¿Cómo? ¿Presentando quizás una demanda en masa? ¿Manifestándonos por las calles? Pensó con tristeza en su fracaso para hacer causa común con Willoughby. «Somos aliados naturales —pensó—. Juntos, quizá habríamos conseguido que esta gente se hubiera compadecido de nosotros.» Pero para Willoughby debía resultar literalmente impensable que su Buena Reina Isabel y sus súbditos estuvieran separados por una gruesa barrera de siglos. Preferiría creer que Inglaterra estaba sólo a unos meses de viaje, al otro lado del Cabo de Buena Esperanza, y que sólo tenía que capitanear una nave y poner rumbo a casa. Pobre Willoughby, probablemente no volvería a ver nunca su casa.
El mismo pensamiento asaltó de repente a Phillips:
«Tampoco tú.»
Ydespués:
«Si pudieras, ¿querrías de verdad irte a casa?»
Una de las primeras cosas que había advertido en ese lugar era que apenas conocía nada importante de su existencia anterior. Su mente estaba bien surtida de detalles sobre la vida en el Nueva York del siglo XX, eso seguro, pero de sí mismo no sabía mucho más de que se llamaba Charles Phillips y que procedía de 1984. ¿Profesión? ¿Edad? ¿Sus padres? ¿Tenía mujer? ¿Hijos? ¿Un perro, un gato, aficiones? Ningún dato; nada. Posiblemente los ciudadanos le habían sustraído todos esos recuerdos cuando lo trajeron aquí, para evitarle la pena de la separación. Quizás eran capaces de esa gentileza. Conociendo tan poco de lo que había perdido, ¿cómo iba a echarlo de menos? Willoughby parecía recordar muchas más cosas de su vida anterior y por ello las echaba más de menos. De eso se había librado Phillips. ¿Por qué no quedarse aquí, viajar de una ciudad a otra, viendo todas las maravillas del pasado a medida que los ciudadanos las fueran conjurando a la vida? ¿Por qué no? ¿Por qué no? De cualquier modo, su posibilidad de elegir era nula.
Dirigió sus pasos de vuelta a la ciudadela y los baños. Se sentía un poco como un fantasma andando por una ciudad de fantasmas.
Belilala parecía no haberse dado cuenta de que Phillips había estado fuera casi todo el día. Estaba sentada sola en la terraza de los baños, sorbiendo con placidez una bebida espesa y lechosa, espolvoreada por encima con una especia oscura. Cuando le ofreció un poco, él lo rechazó con la cabeza.
—¿Te acuerdas que mencioné haber visto un hombre barbudo y pelirrojo esta mañana? —preguntó Phillips—. Es un visitante, me dijo Hawk.
—¿Sí? —dijo Belilala.
—¿Procedente de una época cuatrocientos años anterior a la mía. Piensa que los demonios lo trajeron aquí. —Phillips dirigió a la joven una mirada indagadora—. Yo también soy un visitante, ¿verdad?
—Claro, cariño.
—¿Y cómo me trajeron aquí? ¿Los demonios, también?
Belilala sonrió sin inmutarse.
—Le tendrás que preguntar a otro. A Hawks, quizá. La verdad es que no me he enterado de esos detalles muy bien.
—Ya. ¿Sabes si hay muchos visitantes aquí?
—No muchos, no —dijo con un movimiento lánguido de los hombros—. La verdad es que no muchos. Sólo sé de tres o cuatro, aparte de ti. En este momento ya debe de haber otros, supongo. —Posó su mano con suavidad sobre la de Phillips—. ¿Te lo estás pasando bien en Mohenjo, Charles?
Phillips ignoró la pregunta, hizo como si no la hubiera oído.
—Le pregunté a Hawk por Gioia —dijo.
—¿Oh?
—Me dijo que ya no está aquí. Que se había ido a Timbuctú o a Nueva Chicago, no estaba muy seguro de cuál de las dos.
—Eso es muy probable. Como sabe todo el mundo, Gioia no se suele quedar mucho tiempo en el mismo lugar.
Phillips asintió.
—Dijiste el otro día que Gioia es corta-de-tiempo. Eso significa que va a envejecer y va a morir, ¿no?
—Creía que eso ya había quedado claro, Charles.
—Pero tú no envejecerás, ¿no? Ni Hawk, ni Stengard, ni ningún otro de vuestro grupo, ¿no?
—Viviremos tanto tiempo como queramos —dijo Belilala—. Pero no envejeceremos, no.
—¿Qué hace que una persona sea corta-de-tiempo?
—Nacen así, creo. Algún gen perdido, algún gen extra, no lo sé en realidad. Es extraordinariamente raro, y nada se puede hacer para ayudarlos. El envejecimiento es muy lento, pero nada puede detenerlo.
Phillips volvió a asentir.
—Debe de ser muy desagradable —dijo— ver que eres la única persona que envejece en un mundo en el que todos son siempre jóvenes. No me extraña que Gioia sea tan impaciente. No me extraña que siempre vaya corriendo de un lugar a otro. No me extraña que se uniera con tanta rapidez al bárbaro y peludo visitante del siglo XX, en el que todos eran cortos-de-tiempo. Ella y yo tenemos algo en común, ¿no crees?
—Es una manera de decirlo, sí.
—Nosotros comprendemos la vejez, la muerte. Dime, Belilala, ¿es probable que Gioia muera pronto?
—¿Pronto? ¿Pronto? —preguntó con los ojos muy abiertos—. ¿Qué es pronto? ¿Y cómo te lo podría decir? Lo que para ti es pronto no es exactamente igual a lo que es pronto para mí, Charles. —Entonces cambió su actitud. Por primera vez parecía estar prestando atención a lo que él decía—. No, no, Charles. No creo que se vaya a morir pronto.
—Cuando ella me dejó en Chang-an, ¿fue porque se había cansado de mí?
Belilala negó con un gesto.
—Simplemente estaba impaciente. No tuvo nada que ver contigo. Nunca se cansó de ti.
—Pues entonces voy a ir a buscarla. Allá donde pueda estar, en Timbuctú, Nueva Chicago, la encontraré. Gioia y yo nos pertenecemos.
—Quizá sea así —dijo Belilala—. Sí. Sí, creo que sí. —Su voz no sonaba triste, ni parecía sentirse abandonada o rechazada—. Sea como sea, Charles, ve con ella. Síguela. Encuéntrala. Dónde quiera que esté.
Ya habían empezado a desmontar Timbuctú cuando Phillips llegó. Mientras se hallaba todavía en el volador, sobrevolando la llanura leonada y polvorienta en la que el río Níger se encuentra con las arenas del Sáhara, se sintió invadido por una intensa emoción al mirar hacia abajo y ver los edificios de la gran capital del desierto, con sus estructuras cuadradas de ladrillos de barro y sus tejados planos. Pero cuando aterrizó vio robots recubiertos de un brillante metal por todas partes, como un aguerrido enjambre de relucientes insectos gigantes que devorasen todo lo que encontraban a su paso.
Phillips no había visto ni oído hablar nunca de esos robots. O sea que así era cómo se llevaban a cabo todos aquellos milagros, con un ejército de obedientes máquinas. Los podía ver saliendo de la tierra cada vez que necesitaran sus servicios, surgiendo de algún solitario almacén subterráneo para levantar Venecia, Tebas, Knossos, Houston o cualquier lugar que se deseara, esmerándose hasta los más pequeños detalles para luego, un poco más tarde, volver y deshacer todo lo que habían creado. Podía verlos derrocando diligentemente las paredes de adobe, demoliendo los portones claveteados, derribando con excavadoras los asombrosos laberintos de calles y callejones, destruyendo el mercado. La última vez que estuvo en Timbuctú, había visto ese mercado lleno hasta rebosar de tua regs embozados y de moros fanfarrones, de negros sudaneses, de astutos comerciantes sirios, y todos ellos dedicados a regatear el precio de camellos, caballos, burros, bloques de sal, de enormes melones, de pulseras de plata, de espléndidos Coranes en vitela. Todos se habían ido ya, toda aquella multitud de eventuales de piel morena. Y tampoco quedaban ciudadanos. El polvo de la destrucción hacía el aire irrespirable. Uno de los robots se acercó a Phillips y le dijo con una voz áspera y zumbona, como de insecto.
—Usted no debe estar aquí. Esta ciudad está clausurada.
Phillips se quedó mirando los centelleos de la banda de scanners y sensores sobre lo que se podría considerar la boca reluciente de la criatura.
—Estoy tratando de encontrar a una persona, a una ciudadana que quizá haya estado recientemente por aquí. Su nombre es...
—Esta ciudad está clausurada —repitió el robot.
No le dejarían quedarse ni una hora.
—No hay comida aquí —dijo el robot—, ni agua, ni cobijo. Esto ya no es ningún sitio. No debe quedarse. No debe quedarse. No debe quedarse.
Esto ya no es ningún sitio.
Quizás entonces la podría encontrar en Nueva Chicago. Volvió a subir al volador en dirección noroeste sobre el inmenso vacío. La tierra que podía ver a sus pies se curvaba hacia el difuso horizonte, desnuda y estéril. ¿Qué habían hecho con los vestigios del mundo que les había precedido? ¿Habrían soltado a su ejército de escarabajos metálicos para que lo arrasaran todo? ¿No había por ninguna parte ruinas, auténticas ruinas de la antigüedad? ¿Ninguna piedra de Roma, ningún recuerdo de Jerusalén, ningún trocito de la Quinta Avenida? A sus pies todo era desolación. Un escenario vacío a la espera del siguiente decorado. El volador trazó un amplio arco sobre la prominente joroba de África y después sobre lo que debía de ser el sur de Europa. El pequeño vehículo lo hacía todo, dejándolo dormitar o mirar a su antojo. A lo lejos veía pasar continuamente otros voladores, como gotas aladas oscuras y lejanas apenas perfiladas contra la cegadora claridad del cielo. Hubiera deseado poder contactar con ellos por radio, pero no tenía ni idea de cómo se hacía. Ni siquiera de lo que iba a decir. Sólo quería oír una voz humana en medio de esa soledad tan absoluta. Podría haber sido perfectamente el último hombre sobre la tierra. Cerró los ojos y pensó en Gioia.
—¿Así? —preguntó Phillips.
En una habitación ovalada y revestida de marfil, a sesenta pisos sobre las calles suavemente iluminadas de Nueva Chicago, Phillips acercó a su labio superior un pequeño y frío recipiente de plástico y apretó un botón que había en la parte de abajo. Oyó un sonido de espuma y, al poco rato, un humo azul le llegó hasta la nariz.
—Sí —dijo Cantilena—. Así es como se hace.
Phillips percibió un débil aroma a canela y clavo y a algo que bien hubiera podido ser langosta a la plancha. De repente, sintió que le invadía un espasmo de vértigo y su cabeza se empezó a llenar de visiones: catedrales góticas, las pirámides, Central Park recién nevado, los áridos laberintos de ladrillo de Mohenjo-daro, y otros mil lugares diferentes al mismo tiempo. Un delirante viaje en montaña rusa a través del tiempo y el espacio, que parecía durar siglos. Por fin, su cabeza se aclaró y miró a su alrededor, parpadeando, dándose cuenta de que todo aquello había durado apenas un instante. Cantilena seguía a su lado. Los demás ciudadanos que estaban en la habitación, unos quince o veinte, no se habían movido. El extraño hombrecillo de piel color verdosa, situado junto a la pared opuesta, seguía mirándole.
—¿Y bien? —preguntó Cantilena— ¿Qué te parece?
—Increíble.
—Y muy real. Es una nueva droga de Nueva Chicago. La fórmula exacta. ¿Quieres otro?
—Ahora no —dijo Phillips, un poco incómodo.
Vaciló y tuvo que esforzarse para recobrar el equilibrio. Inhalar aquello no había sido muy buena idea, pensó.
Llevaba en Nueva Chicago una semana, o tal vez dos, y todavía padecía la falta de orientación que siempre le provocaba esa ciudad. Era la cuarta vez que la visitaba, y cada vez le había sucedido lo mismo. Nueva Chicago era la única de las ciudades reconstruidas de este mundo en un momento posterior a su propia época. Para él era un avance del futuro inaprensible. Para los ciudadanos, era una pintoresca reproducción del pasado arqueológico. Aquella paradoja le dejaba sumido en un torbellino de confusión y angustia.
Lógicamente, le era imposible averiguar lo que le había sucedido a la vieja Chicago. Lo que sí estaba claro era que había desaparecido sin dejar rastro: ni la Water Tower, ni Marina City, ni el edificio del Tribune, ni un fragmento, ni un átomo. Pero era inútil preguntarle a algún habitante del millón y pico que tenía Nueva Chicago, acerca de su predecesora. Eran sólo eventuales, no sabían más que lo que tenían que saber, y lo único que tenían que saber era cómo cumplir con los requisitos de aquello que servía para crear la ilusión de ciudad real. No necesitaban saber historia antigua.
Ytampoco era muy probable que le pudiera sacar nada a un ciudadano. A los ciudadanos no parecían preocuparles demasiado los datos eruditos. No le habían dado motivo para creer que el mundo no fuera para ellos más que un parque de atracciones. Pero, sin duda, en alguna parte debería haber alguien dedicado al estudio concienzudo de las civilizaciones antiguas perdidas, porque ¿cómo, si no, iban a poder reconstruir las ciudades con esa maestría? «Los planificadores —había oído decir una vez a Nissandra o a Aramayne— están ya metidos de lleno en la investigación de Bizancio.» Pero ¿quiénes eran los planificadores? No tenía ni idea. Por lo que había visto, eran los robots. Quizá los robots fueran los amos verdaderos de toda esta época, los que construían las ciudades, no para que se divirtieran los ciudadanos, sino en un empeño por comprender la vida del mundo que había terminado. Una especulación algo fantasiosa, sí, pero con su algo de lógica, pensó.
A Phillips le agobiaba la animación que, por todas partes, se veía en la fiesta.
—Necesito un poco de aire —le dijo a Cantilena, y se dirigió a la ventana.
Era muy estrecha, pero dejaba pasar una brisa agradable. Se detuvo a contemplar la extraña ciudad que había a sus pies.
Lo único que tenían en común la nueva y la vieja Chicago era el nombre. Por lo menos, la habían construido a lo largo de la orilla occidental de un gran lago interior que tal vez fuera el lago Michigan, aunque cuando lo había sobrevolado le había parecido más ancho y menos alargado que el lago que recordaba. La ciudad en sí era una delicada fantasía de edificios esbeltos y de colores suaves que terminaban en insólitos ángulos y que estaban unidos por puentes aéreos ligeramente ondulados. Las calles eran como largos paréntesis que tocaban el lago en sus extremos norte y sur, doblándose en un elegante arco al Oeste en mitad de su recorrido. En medio de cada gran avenida se extendía una vía para el transporte público, unos vehículos aerodinámicos con forma de burbuja que se deslizaban sobre ruedas silenciosas. Y a cada lado de la vía, dos zonas ajardinadas exuberantes. Era hermoso, asombrosamente hermoso, pero sin alma. Había demasiadas sedas y púrpuras.
Alguien se había acercado a Phillips y le dijo con una voz suave:
—¿Se encuentra mal?
Phillips se dio la vuelta. El hombre de color verde estaba junto a él. Un hombre compacto y preciso, de aspecto ligeramente oriental. Su piel tenía un curioso color gris verdoso que Phillips no había visto jamás, y una textura extraordinariamente suave, como si fuera de porcelana.
—No —dijo—. Sólo un poco mareado. Esta ciudad siempre me aturde.
—Supongo que puede llegar a ser desconcertante —replicó el hombrecillo.
Hablaba con una voz pastosa y velada y su inflexión era poco corriente. Tenía algo de felino. Un aspecto vigoroso, duro, casi amenazador.
—¿Visitante, no?
Phillips le examinó un instante.
—Sí —respondió.
—También yo, naturalmente.
—¿En serio?
—Desde luego. —El hombrecillo sonrió—, ¿Cuál es tu época? ¿El siglo veinte? El veintiuno como mucho, diría yo.
—Soy de 1984. 1984 de la era cristiana.
Otra sonrisa, esta vez de complacencia.
—No he fallado por mucho, entonces. —Y, con un movimiento brusco de cabeza—: Y’ang-Yeovil.
—Perdone, ¿cómo dice? —preguntó Phillips.
—Y’ang-Yeovil. Mi nombre. Ex coronel Y’ang-Yeovil de la Tercera Septentriada.
—¿Está eso en otro planeta? —preguntó Phillips, un poco desconcertado.
—Oh, no, en absoluto —dijo Y’ang-Yeovil con afabilidad—. En este mismísimo mundo, se lo aseguro. Soy de origen completamente humano. Ciudadano de la República del Alto Han, nacido en la ciudad de Port Ssu. Y usted... perdone... ¿su nombre?
—Ah, disculpe. Phillips. Charles Phillips. De la ciudad de Nueva York, antes.
—¡Hum, Nueva York! —La cara de Y’ang-Yeovil se iluminó al creer reconocer el nombre, pero el brillo se apagó rápido—. Nueva York... Nueva York era muy famosa, lo sé.
«¡Qué extraño es todo esto! —pensó Phillips, y sintió aún mayor compasión por el pobre y atónito Willoughby—. Este hombre procede de un tiempo tan posterior al mío que apenas sabe nada de Nueva York. De hecho, debe de ser contemporáneo de la verdadera Nueva Chicago. Me gustaría saber si encuentra fidedigna esta versión... y sin embargo para los ciudadanos este Y’ang- Yeovil es igual de primitivo, una curiosidad de la antigüedad.»
—Nueva York era la ciudad más grande de los Estados Unidos de América —dijo Phillips.
—Sí, claro. Muy famosa.
—Pero deduzco que prácticamente olvidada en tiempos de la República del Alto Han.
—Hubo algunos disturbios entre su época y la mía —dijo Y’ang-Yeovil un poco incómodo—, Pero de ningún modo quiero que saque la impresión por mis palabras que su ciudad fue...
De repente resonó una carcajada en toda la habitación.
Acababan de llegar cinco o seis personas a la fiesta. Phillips miró, abrió la boca y quedó atónito. Con toda certeza se trataba de Stengard... y Aramayne a su lado... y aquella otra mujer, medio oculta tras ellos...
—Si me disculpa un momento... —dijo Phillips, alejándose bruscamente de Y’ang-Yeovil—. Por favor, perdone. Es que acaba de llegar... una persona que he estado buscando mucho tiempo.
Yse echó a correr hacia ella.
—¿Gioia? —llamó—. ¡Goia, soy yo! ¡Espera! ¡Espera!
Stengard estaba en medio. Aramayne, que había vuelto en busca de un puñado de los pequeños inhaladores de Cantilena, también le bloqueaba el paso. Phillips pasó entre medias a empujones, como si no estuvieran allí. Gioia, que casi salía ya por la puerta, se detuvo y le miró como un ciervo asustado.
—No te vayas —y la cogió de la mano.
Phillips estaba sorprendido por su aparición. ¿Cuánto tiempo hacía desde su extraña separación aquella noche llena de misterios en Chang-an? ¿Un año? ¿Año y medio? Eso creía. ¿O había perdido la noción del tiempo? ¿Era su percepción del paso de los meses en aquel mundo tan poco digna de confianza? Ella parecía diez o quince años mayor. Quizá sí hubiera pasado ese tiempo; quizá los años se le habían pasado aquí como en un sueño, sin darse cuenta. Se la veía cansada, marchita, ajada. Desde una cara enflaquecida y extrañamente cambiada, sus ojos le dirigieron una mirada llena de fuego y parecían decirle, casi desafiantes: ¿ Ves? ¿ Ves qué fea me he vuelto?
—Te he estado persiguiendo... no sé cuánto tiempo, Gioia. En Mohenjo, en Timbuctú, ahora aquí. Quiero volver a estar contigo —le dijo Phillips.
—No es posible.
—Belilala me lo explicó todo en Mohenjo. Sé que eres una de los que llaman cortos-de-tiempo... sé lo que esa expresión significa, Gioia. Pero ¿y qué? Te estás volviendo un poco vieja. ¿Y qué? Sólo tendrás trescientos o cuatrocientos años, en lugar de toda la eternidad. ¿No crees que yo también sé lo que significa ser un corto-de-tiempo? Sólo soy un simple viejo del siglo veinte, ¿recuerdas? Sesenta, setenta, ochenta años es todo lo que tenemos. Tú y yo padecemos la misma desgracia, Gioia. Eso fue lo primero que te atrajo en mí. Estoy completamente seguro de ello. Y por eso debemos estar juntos ahora. Por poco que sea el tiempo que nos quede, lo podemos pasar juntos, ¿no te das cuenta?
—Tú eres el que no te das cuenta, Charles —dijo Gioia con dulzura.
—Quizá. Quizá siga sin comprender ni una maldita cosa de este lugar. Excepto que tú y yo..., que yo te quiero..., que creo que tú me quieres...
—Te quiero, sí. Pero no lo comprendes. Precisamente porque te quiero, tú y yo..., tú y yo no podemos...
Con un suspiro lleno de desesperanza, Gioia se soltó de su mano. Phillips quiso volver a cogerla, pero ella se escabulló e hizo ademán de volver al pasillo.
—¡Gioia!
—Por favor —dijo ella—. No. Nunca habría venido si hubiera sabido que estabas aquí. No me sigas. Por favor. ¡Por favor!
Se dio la vuelta y salió corriendo.
Phillips se quedó largo rato mirando cómo se alejaba. Cantilena y Aramayne se le acercaron y le sonrieron como si nada hubiera pasado. Cantilena le ofreció un frasco que contenía un líquido chisporroteante color ámbar, pero Phillips lo rechazó con brusquedad. «¿Adónde puedo ir ahora? —se preguntó— ¿Qué puedo hacer?» Lentamente, volvió a la fiesta.
Y’ang-Yeovil se le unió.
—Sufre usted una gran aflicción —murmuró el hombrecillo.
—Déjeme en paz.
Phillips le dirigió una mirada llena de ira.
—Tal vez pueda ayudarle en algo.
—No hay ayuda posible —dijo Phillips.
Miró a su alrededor y vio una bandeja llena de aquellos frascos. Cogió uno y se tragó de golpe su contenido. Le hizo sentirse como si fuera dos personas, una a cada lado de Y’ang-Yeovil. Se tragó otro, y ahora era cuatro.
—Estoy enamorado de una ciudadana —dijo de repente. Le pareció que estaba hablando a coro.
—Amor. Ah. ¿Y ella le quiere?
—Eso creía. Eso creo. Pero ella es un corto-de-tiempo. ¿Sabe qué quiere decir eso? Que no es inmortal como los otros. Que envejece. Está empezando a hacerse vieja y, por eso, está huyendo de mí. No quiere que yo vea cómo está cambiando. Supongo que ella piensa que me dará asco. He intentado recordarle que yo tampoco soy inmortal, que podríamos envejecer juntos, pero ella...
—Oh, no —dijo tranquilamente Y’ang-Yeovil—. ¿Por qué piensa que va a hacerse viejo? ¿Ha envejecido algo en todo el tiempo que lleva aquí?
Phillips estaba anonadado.
—Claro que sí. Yo..., yo...
—¿De verdad? —Y’ang-Yeovil sonrió—. Escuche. Mírese. Hizo un movimiento extraño con los dedos y entre ellos apareció un campo brillante de luz semejante a un espejo. Phillips se miró en este reflejo, y una cara joven le devolvió la mirada. Entonces, era verdad. Realmente no había pensado nunca en ello. ¿Cuántos años llevaba en ese mundo? El tiempo había ido pasando. Un montón de tiempo, aunque no sabría calcular cuánto. Esta gente no parecía llevar la cuenta, ni tampoco él. «Pero han debido de ser muchos años», pensó. Todo ese incesante viajar arriba y abajo del planeta; tantas ciudades que habían sido y habían desaparecido: Río, Roma, Asgard, las tres primeras que le vinieron a la memoria. Y hubo otras; apenas podía recordarlas todas. Años. Su rostro no había sufrido ningún cambio. El tiempo había marcado cruelmente el de Gioia, sí, pero no el suyo.
—No lo entiendo —dijo—. ¿Por qué no me vuelvo viejo?
—Porque no es real —contestó—. ¿Es que no lo sabía?
—¿No soy... real? —parpadeó Phillips.
—¿Piensa que lo iban a sacar de su tiempo con su forma corporal? —preguntó el hombrecillo—. No, no, no pueden hacer eso de ninguna manera. No somos verdaderos viajeros del tiempo. Ni usted, ni yo, ni ninguno de los visitantes. Creía que ya lo sabía. Quizá su época sea demasiado anterior como para tener una comprensión adecuada de estos fenómenos. Estamos muy bien hechos, amigo mío. Somos ingeniosas construcciones que han rellenado magistralmente con los pensamientos, actitudes y avatares de la época de cada cual. Somos su hazaña más lograda, mucho más complejos que cualquiera de las ciudades. Estamos un paso por delante de los eventuales. Más que un paso: montones de pasos. Los eventuales sólo hacen lo que se les ha instruido que hagan, su campo es muy limitado. En realidad, sólo son máquinas. Mientras que nosotros tenemos autonomía. Nos movemos guiados por nuestra propia voluntad; pensamos, hablamos, incluso, según parece, nos enamoramos. Pero no envejecemos. ¿Cómo podríamos envejecer? Sólo somos una red de reacciones mentales. Somos simples ilusiones, tan bien hechas que nos engañamos incluso a nosotros mismos. ¿No lo sabía? ¿De verdad qué no lo sabía?
Phillips estaba en pleno vuelo, pulsando al azar los selectores de destino. En cierto momento se vio encaminándose de regreso a Timbuctú. La ciudad está cerrada.
Esto ya no es un lugar. No le importaba. ¿Por qué tenía que importarle nada?
En su interior sintió ira y una sofocante desesperación. «Soy un programa —pensó Phillips—. No soy más que un programa.»
No somos reales. Muy bien hechos. Una ingeniosa construcción. Una mera ilusión.
No se veía ni rastro de Timbuctú desde el aire, pero aun así aterrizó. La tierra, arenosa y gris, estaba lisa, sin revolver, como si nunca hubiera habido nada sobre ella. Algunos robots seguían allí, realizando cualquier tipo de tarea final que exigiera el cierre definitivo de una ciudad. Dos de ellos corrieron hacia él. Dos inmensos insectos con una reluciente piel de plata, nada amistosos.
—Aquí no hay ciudad —dijeron—. Este no es un lugar autorizado.
—¿Autorizado por quién?
—No hay motivo para que esté aquí.
—No hay motivo para que esté en ninguna parte —dijo Phillips.
Los robots se agitaron, emitiendo zumbidos y siniestros chasquidos, moviendo inquietos las antenas. «Parecen preocupados —pensó—. Parece que no les gusta mi actitud. Quizá corro el peligro de que me lleven donde desarman el material software defectuoso.»
—Ya me voy —les dijo—. Gracias. Muchas gracias.
Se alejó de ellos y subió al volador. Pulsó más selectores de destino.
Nos movemos guiados por nuestra propia voluntad. Pensamos, hablamos, incluso nos enamoramos.
Aterrizó en Chang-an. En esta ocasión no había comité de bienvenida esperándole en la Puerta de la Virtud Resplandeciente. La ciudad parecía más grande y más brillante. Pagodas nuevas, palacios nuevos. Parecía invierno por el viento que soplaba, frío y cortante. El cielo estaba despejado; su claridad deslumbraba. En los escalones de la Terraza de Plata se encontró con Francis Willoughby, su corpachón grande y pesado envuelto en magníficos ropajes brocados, y acompañado de dos pequeñas y delicadas eventuales, bonitas como estatuillas de jade, cobijadas bajo sus brazos.
—¡Milagros y maravillas! ¡Mi pobre y lunático amigo también está aquí! —rugió Willoughby—. ¡Vaya, vaya, hemos venido los dos a la lejana Catay!
«No estamos en ninguna parte —pensó Phillips—. Somos meras ilusiones, tan bien hechas que incluso nos engañamos a nosotros mismos.» Pero a Willoughby le dijo:
—Pareces un emperador con esos ropajes, Francis.
—¡Sí, como el preste Juan! —gritó Willoughby—. Como el mismísimo Tamburlaine. ¡Eh?, ¿no estoy majestuoso?
Le propinó a Phillips una jocosa palmada en el hombro, un golpe tan fuerte y festivo que casi le hizo girar sobre sí mismo, tosiendo y jadeando.
—¡Volamos por el aire, como las águilas, como los demonios, como los ángeles! ¡Subimos como los ángeles!
Se acercó a Phillips, dibujando su sombra contra él.
—Me hubiera ido a Inglaterra, pero esa moza, Belilala, me dijo que un encantamiento me apartaría de Inglaterra por el momento. Así que nos hemos venido a Catay. Dime, amigo, ¿querrás confirmar mi testimonio cuando volvamos a Inglaterra? ¿Para jurar que todo lo que nos ha ocurrido nos ha ocurrido de verdad? Porque me temo que dirán que estoy tan loco como Marco Polo, cuando les cuente que he volado hasta Catay.
—¿Un loco avalando a otro? —preguntó Phillips—. ¿Qué quieres que te diga? Sigues creyendo que podrás llegar a Inglaterra, ¿verdad? —Estaba a punto de estallar de cólera—. Francis, Francis, ¿conoces a tu Shakespeare? ¿Vas al teatro? Nosotros no somos reales, no somos reales. Somos de la materia con la que están hechos los sueños, los dos. Eso es todo lo que somos. ¡Oh, valiente mundo nuevo! ¿Qué Inglaterra? ¿Dónde? No existe Inglaterra. No existe Francis Willoughby. No existe Charles Phillips. Lo que somos es...
—Déjale en paz, Charles —le cortó una voz fría.
Phillips dio media vuelta y vio a Belilala que bajaba por las escaleras de la Terraza de Plata, vestida con las ropas de una emperatriz.
—Sé la verdad —le dijo con amargura—. Y’ang-Yeovil me la contó. El visitante del siglo veinticinco. Le vi en Nueva Chicago.
—¿Viste también a Gioia? —preguntó Belilala.
—Fugazmente. Ha envejecido mucho.
—Sí, lo sé. Estuvo aquí hace poco.
—Y supongo que se habrá vuelto a marchar, ¿no?
—Sí, otra vez a Mohenjo. Ve con ella, Charles. Deja al pobre Francis en paz. Le dije a Gioia que te esperara. Le dije que te necesita, y que tú la necesitas a ella.
—Eres muy amable. Pero ¿de qué sirve, Belilala? Yo ni siquiera existo y ella se va a morir.
—Tú existes. ¿Cómo puedes dudar de que existes? ¿Sientes, no? Sufres. Quieres. Quieres a Gioia, ¿no? Y Gioia te quiere a ti. ¿Podría Gioia querer a alguien que no es real?
—¿Tú crees que me quiere?
—Lo sé. Ve con ella, Charles. Ve. Le dije que te esperara en Mohenjo.
Phillips asintió sin decir palabra. ¿Qué podía perder?
—Ve con ella —volvió a decir Belilala—. Ahora mismo.
—Sí —dijo Phillips—. Me iré ahora.
Se volvió hacia Willoughby.
—Si alguna vez nos vemos en Londres, amigo, testificaré en tu nombre. No temas. Todo saldrá bien, Francis.
Se alejó de ellos y puso rumbo a Mohenjo-daro, en parte esperando ver allí a los robots derribándola. Sin embar
go, Mohenjo-daro seguía en su sitio, y no más atractiva que antes. Se dirigió a los baños con la idea de hallar en ellos a Gioia, pero en lugar de Gioia se encontró con Nis sandra, Stengard, Fenimon.
—Se ha ido a Alejandría —le contó Fenimon—, Quería volver a verla antes de que la cierren.
—Están a punto de abrir Constantinopla —le explicó Stengard—. Ya sabes, la capital de Bizancio. La gran ciudad a orillas del Cuerno de Oro. Claro, cuando se abra Bizancio se llevarán Alejandría. Dicen que va a ser maravilloso. Te veremos allí para la inauguración, ¿no?
—Naturalmente —dijo Phillips.
Voló hasta Alejandría. Se sentía cansado y sin rumbo. «Esto es una locura sin sentido —se dijo—. No soy más que una marioneta dando saltos, cogida a sus hilos.» Pero cuando volaba por encima del reluciente corazón del Mar de Arabia, algo que Belilala le había dicho empezó a adquirir su más profundo significado y sintió que su amargura, su rabia, su desesperación empezaban a abandonarle. Tú existes. ¿Cómo puedes dudar de que existes? ¿Podría Gioia querer a alguien que no es real? Desde luego. Desde luego. Y’ang-Yeovil estaba equivocado: los visitantes eran algo más que simples ilusiones. Por supuesto que Y’ang- Yeovil había dicho la verdad, pero sin comprender en realidad lo que estaba diciendo: Pensamos, hablamos, nos enamoramos. Desde luego. Ése era el fondo de la cuestión. Tal vez que los visitantes fueran artificiales, pero eran reales. Era justamente lo que Belilala le había intentado explicar la noche anterior. Tú sufres. Quieres. Quieres a Gioia. ¿Podría Gioia querer a alguien que no fuera real? Por supuesto que él era real o, por lo menos, lo suficientemente real. Él era algo nada corriente, algo que probablemente le hubiera resultado poco menos que incomprensible a la gente del siglo veinte. Esa gente que él, Phillips, emulaba porque así había sido diseñado. Pero eso no significaba que no fuera real. ¿Acaso tenías que nacer de una mujer para ser real? No. No. No. La clase de realidad a la que él pertenecía era una realidad autosuficiente. No tenía por qué sentirse avergonzado de ello. Y, una vez comprendido eso, Gioia no tenía por qué envejecer y morir. Existía una forma de que ella se pudiera salvar: bastaba con que quisiera. Si ella quisiera...
En cuanto aterrizó en Alejandría se dirigió al hotel que había en la ladera del Paneio, aquél en el que se alojaron en su primera visita, tanto tiempo atrás. Y allí estaba Gioia, sentada en silencio en una terraza con vistas al puerto y al Faro. Su manera de estar sentada reflejaba cierta tranquilidad y resignación. Se había rendido. No le quedaban fuerzas para seguir huyendo de él.
—Gioia —la llamó con ternura.
Estaba aún más envejecida que cuando la vio en Nueva Chicago. Tenía la cara pálida y macilenta y los ojos hundidos. Ni parecía molestarse en luchar contra los mechones blancos que le asomaban entre la oscuridad de su cabello, produciendo un fuerte contraste. Se sentó a su lado y puso sus manos sobre las de ella. Por fin, después de pasear la mirada por los obeliscos, los palacios, los templos, el Faro, le dijo:
—Ahora ya sé lo que soy en realidad.
—¿Sí, Charles? —su voz sonaba distante.
—En mi época lo llamábamos programa. Sólo soy un conjunto de órdenes, respuestas, referencias que pone en funcionamiento una especie de cuerpo artificial. Es un programa infinitamente más perfecto y complicado de lo que nunca hubiéramos podido imaginar. Pero, al fin y al cabo, sólo estábamos empezando a aprender. Funciono con el comportamiento adecuado, los deseos adecuados, las locuras adecuadas, la adecuada agresividad. Alguien debe de saber muy bien cómo es un hombre del siglo veinte. También hicieron un buen trabajo con Willoughby, con toda esa retórica y fanfarronería isabelinas.
Y me imagino que habrán acertado con Y’ang-Yeovil. Por lo menos eso cree él, ¿y quién mejor como juez? El siglo veinticinco, la República del Alto Han, gente con piel gris verdosa, mitad chinos y mitad marcianos. Hay alguien que sabe. Hay alguien aquí que es muy brillante en programación, Gioia.
Ella no le miraba.
—Tengo miedo, Charles —dijo con tono distante.
—¿De mí? ¿De lo que estoy diciendo?
—No, de ti no. ¿No ves lo que me ha sucedido?
—Te veo a ti. Has cambiado.
—He vivido mucho tiempo preguntándome cuándo empezaría a cambiar. Pensé que quizá nunca, en serio. ¿Quién quiere creer que va a envejecer? Pero empecé cuando visitamos Alejandría por primera vez. En Chang-an aumentó. Y ahora..., ahora...
—Stengard me ha dicho que muy pronto inaugurarán Constantinopla —dijo Phillips de repente.
—¿Y?
—¿No quieres estar allí para la inauguración?
—Me estoy volviendo vieja y fea, Charles.
—Iremos juntos a Constantinopla. Nos iremos mañana, ¿de acuerdo? ¿Qué dices? Alquilaremos un barco. En un salto estaremos al otro lado del Mediterráneo. ¿Rumbo a Bizancio! ¿Sabes? En mi época había un poema... No se ha perdido, supongo, porque me lo han programado. Tantos miles de años y todavía hay alguien que se acuerda del viejo Yeats. Los jóvenes en los brazos de los jóvenes, los pájaros en los árboles. Gioia, ven conmigo a Bizancio.
Ella se encogió de hombros.
—¿Con este aspecto? ¿Volviéndome más horrorosa cada hora que pasa, cuando ellos son eternamente jóvenes? ¿Cuándo tú... —vaciló, su voz se quebró y guardó silencio.
—Termina la frase, Gioia.
—Por favor, déjame.
—Ibas a decir: «Cuando tú también serás siempre joven, Charles», ¿no? Siempre has sabido que yo no iba a cambiar nunca. Yo no lo sabía, pero tú sí.
—Sí, lo sabía. Hice como que no era verdad, como si tú envejecieras al hacerlo yo. Fue muy estúpido por mi parte. En Chang-an, cuando empecé a descubrir las primeras señales reales fue cuando decidí que no podía seguir contigo. Porque te miraría, siempre joven, siempre aparentando la misma edad, y luego me miraría y... —hizo un gesto de resignación con las manos—. Así que te puse en manos de Belilala y huí.
—Todo tan innecesario, Gioia.
—No creí que lo fuera.
—Pero no tienes por qué hacerte vieja. No, si no quieres.
—No seas cruel, Charles —dijo con voz apagada—. No hay forma de escapar a mi destino.
—Sí que la hay.
—No sabes nada de estas cosas.
—La verdad es que no mucho —dijo Phillips—. Pero sé cómo se puede lograr. Tal vez sea una solución primitiva y rudimentaria propia del siglo veinte, pero creo que puede funcionar. He estado jugando con esa idea desde que me marché de Mohenjo. Dime, Gioia, ¿por qué no vas a ellos, a los programadores, a los creadores, a los planificadores, quienes quiera que sean los que crean las ciudades, los eventuales y los visitantes, y les dices que te conviertan en algo como yo?
La joven le miró sorprendida.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Ellos pueden recomponer a un hombre del siglo veinte con apenas unos archivos fragmentarios, y hacer que resulte verosímil, ¿no? O a alguien de la época isabelina, o de cualquier otra época, y resulta auténtico, convincente.
Entonces, ¿por qué no iban a poder hacer un trabajo incluso mejor contigo? ¿Fabricar una Gioia tan real que ni siquiera Gioia pudiera distinguirlas? Pero una Gioia que nunca envejeciera, una Gioia —construcción, una Gioia programa, una Gioia-visitante. ¿Por qué no? Dime por qué no, Gioia.
Ella temblaba.
—Nunca he oído que se haya hecho algo así
—Pero ¿no crees que es posible?
—¿Cómo lo voy a saber?
—Claro que es posible. Si pueden crear visitantes, pueden coger a un ciudadano y hacerle un doble de forma que...
—Nunca se ha hecho, estoy segura. No me puedo imaginar a ningún ciudadano que aceptara hacer una cosa así. Abandonar el cuerpo..., dejar que te conviertan en..., en...
Movió la cabeza, pero el gesto tenía tanto de asombro como de negativa.
—Claro. Abandonar tu cuerpo. Tu cuerpo natural, el que envejece, se encoge y se degrada. Tu cuerpo corto-de-tiempo. ¿Qué hay de horrible en ello? —dijo Phillips.
Gioia estaba muy pálida.
—Es una locura, Charles. No quiero seguir hablando de eso.
—A mí no me parece una locura.
—No creo que puedas entenderlo.
—¿No puedo? Claro que entiendo el miedo a la muerte. No me cuesta mucho comprender lo que siente alguien que es de los pocos que va a morir en un mundo en el que nadie se hace viejo. Lo que no puedo entender es por qué ni siquiera estás dispuesta a considerar la posibilidad de que...
—No —dijo Gioia—. Te aseguro que es una locura. Se reirían de mí.
—¿Quiénes?
—Todos mis amigos, Hawk, Stengard, Aramayne... —Volvió a apartar la mirada de Phillips—, Sin darse cuenta pueden ser muy crueles. Desprecian todo lo que les parece torpe, todo lo que les parece miserable, desesperado, cobarde. Los ciudadanos no hacen nada miserable, Charles, y esto les parecería miserable. Suponiendo que se pueda hacer en cualquier caso. Serán muy condescendiente conmigo, muy tiernos —sí, querida Gioia, cuánto nos alegramos por ti—, pero en cuanto me diera la vuelta se reirían. Dirían las cosas más perversas de mí. No podría soportarlo.
—Ya pueden reírse —dijo Phillips—. Es muy fácil tener valor y serenidad ante la muerte cuando sabes que vas a vivir siempre. Es muy delicado por su parte, pero ¿por qué ibas a tener que ser la única que se vuelve vieja y muere? Y, de todas maneras, no se reirán. No son tan crueles como crees. Superficiales, tal vez, pero no crueles. Se alegrarán de que encuentres una manera de salvarte. Por lo menos ya no tendrán que sentirse culpables por ti y seguro que eso les agradará. Puedes...
—Ya basta —dijo Gioia.
Se levantó, se dirigió a la barandilla de la terraza y se puso a mirar el mar. Phillips fue tras ella. En el puerto, las velas rojas, el sol brillando tras el Faro, los palacios de los Ptolomeos que recortaban su blancura contra el cielo. Phillips apoyó su mano con suavidad sobre el hombro de Gioia, que se encogió como si quisiera escapar de él.
—Pues entonces tengo otra idea —dijo Phillips tranquilamente—. Si no quieres ir a los planificadores, yo lo haré. Les diré: vuelvan a programarme. Hagan lo que sea para que empiece a envejecer al mismo ritmo que tú. Así será más auténtico, si se supone que hago el papel de un hombre del siglo veinte. Con los años aparecerán lentamente algunas arrugas en mi cara, mi pelo se hará gris, camina
ré un poco más despacio... nos haremos viejos juntos, Gioia. Al infierno tus queridos amigos inmortales. Nos tenemos el uno al otro. No los necesitamos.
Ella se le encaró. Sus ojos miraban con horror.
—¿Estás hablando en serio, Charles?
—Por supuesto.
—No —murmuró—. No. Todo lo que me has dicho es un disparate monstruoso. ¿No te das cuenta?
Phillips le cogió la mano.
—Lo único que pretendo es encontrar una forma de que tú y yo...
—No digas nada más. Por favor.
Con la rapidez de quien se aparta de una llama de fuego que ha surgido de improviso, Gioia retiró la mano y la escondió tras la espalda. A pesar de que sus caras apenas estaban separadas unos centímetros, parecía como si un abismo se estuviera abriendo entre ellos. Se miraron un instante. Después, ella le rodeó, ausente, y salió corriendo de la terraza.
Aturdido, la vio bajar por el largo pasillo de mármol y perderse de vista. Era una tontería seguirla, pensó. La había perdido, estaba claro; estaba fuera de toda duda. La había aterrorizado, ¿por qué causarle más angustia? Sin embargo, se encontró corriendo a través de los salones del hotel, por el camino ondulado del jardín hacia los bosques, verdes y frescos, del Paneio. Creyó haberla visto en el pórtico del palacio de Adriano, pero cuando llegó los resonantes salones de piedra estaban vacíos.
—¿Has visto venir hacia aquí a una mujer? —le preguntó a un eventual que estaba barriendo las escaleras.
Sólo recibió como respuesta una mirada vacía y hosca.
Phillips lanzó un juramento y se alejó de allí.
—¡Gioia! —llamó—. ¡Espera! ¡Vuelve!
¿Sería aquella, la que entraba en la Biblioteca? Pasó corriendo junto a los silenciosos y atónitos bibliotecarios y entre las estanterías, mirando por encima de las montañas de rollos, hacia los pasillos sombríos.
—¡Gioia! ¡Gioia!
Era una profanación gritar de esa manera en aquel silencioso lugar, pero no le importaba lo más mínimo.
Salió por una puerta lateral y caminó ligero hasta el puerto. ¡El Faro! El terror se apoderó de él. Gioia podría estar subiendo por la rampa hacia el parapeto, desde el cual pudiera arrojarse al mar. Apartando de su camino eventuales y ciudadanos como si fueran de paja entró corriendo en él. Empezó a subir sin detenerse un instante para recobrar el aliento, aunque sus pulmones sintéticos clamaban por un poco de aire y su corazón, tan magníficamente diseñado, bombeaba con desesperación. En el primer balcón creyó verla, pero lo recorrió entero sin encontrarla. Adelante, arriba. Llegó a lo más alto, a la propia cámara del Faro; ni rastro de Gioia. ¿Habría saltado? ¿Habría bajado por una rampa mientras él subía por la otra? Se agarró a la barandilla y miró hacia afuera, buscando en la base del Faro, en las rocas más alejadas de la orilla, en el camino. Ni rastro de Gioia. «La encontraré en alguna parte —pensó—. Seguiré buscando hasta que la encuentre.» Bajó corriendo por la rampa, llamándola. Cuando llegó al nivel del suelo echó a correr otra vez hacia el centro de la ciudad. ¿Ahora adonde? ¿Al templo de Poseidón? ¿A la tumba de Cleopatra?
Se paró en mitad de la calle Canopo, aturdido y mareado.
—¿Charles? —dijo ella.
—¿Dónde estás?
—Aquí. A tu lado.
Parecía como si se hubiera materializado en el aire. Su rostro no estaba congestionado, ni su ropa tenía rastros de sudor. ¿Había estado persiguiendo un fantasma por toda la ciudad? Ella se le acercó y le cogió de la mano.
—¿Hablabas en serio, decirles que te hagan envejecer? —dijo Gioia con ternura.
—Si no hay otra posibilidad, sí.
—Es que la otra es demasiado espantosa, Charles.
—¿Lo es?
—No puedes entender hasta qué punto.
—¿Más espantosa que envejecer? ¿Que morir?
—No lo sé —dijo Gioia—. Supongo que no. De lo único que estoy segura, Charles, es de que no quiero que te vuelvas viejo.
—Pero no tengo por qué, ¿no? —Phillips la miró fijamente.
—No. No tienes por qué. Ninguno de los dos.
Phillips sonrió.
—Deberíamos irnos de aquí —dijo tras un instante—. Vámonos a Bizancio, Gioia, ¿sí? Apareceremos en Constantinopla para la inauguración. Tus amigos estarán allí y les contaremos la decisión que has tomado. Ellos sabrán qué hay que hacer. Alguien lo sabrá.
—Suena tan raro —dijo Gioia—. Convertirme en una visitante, en una visitante de mi propio mundo.
—Sin embargo, eso es lo que has sido siempre.
—Tal vez, en cierto modo. Pero por lo menos he sido real hasta ahora.
—¿Y yo no lo soy?
—¿Lo eres, Charles?
—Sí, tan real como tú. Me puse furioso al principio, cuando me enteré de la verdad. Pero llegué a aceptarla. En algún lugar entre Mohenjo y Alejandría llegué a la conclusión de que no está mal ser lo que soy. Percibo cosas, elaboro ideas, saco conclusiones. Estoy muy bien diseñado, Gioia. No veo la diferencia entre ser lo que soy y estar completamente vivo y, para mí, eso es ser lo suficientemente real. Pienso, siento, soy capaz de experimentar dolor y alegría. Soy tan real como necesito serlo. Y tú también lo serás. Nunca dejarás de ser Gioia. De lo único que te desprenderás es del cuerpo, de ese cuerpo que te ha jugado esa mala pasada —le acarició la mejilla—. Hace mucho tiempo que alguien lo dijo por nosotros:
Libre de la naturaleza nunca tomaré
Mi forma corporal de cosa natural,
Mas formas como aquellas que el orfebre griego
Forjara en oro y en oro esmaltara
Para que el somnoliento emperador no se durmiera;
—¿Es el mismo poema de antes? —preguntó Gioia.
—Sí, el mismo poema. Ese antiguo poema que todavía no se ha olvidado.
—Termínalo, Charles.
O cantaré, posado en la rama dorada,
Para damas y señores de Bizancio
De aquello que es pasado, pasando o por venir.
—Qué hermoso. ¿Qué significa?
—Que no es necesario ser mortal, que podemos dejar que nos unan en una eternidad artificial, que podemos ser transformados e ir más allá de la carne. Yeats no lo dice en el mismo sentido que yo, no hubiera podido comprender nada, ni una palabra, de lo que estamos hablando, y sin embargo, sin embargo la verdad que está latente es la misma. ¡Vive, Gioia! ¡Conmigo! —Phillips la miró y vio que el color empezaba a teñirle las pálidas mejillas—. Lo que propongo tiene sentido, ¿no? Lo intentarás, ¿verdad? Se puede convencer a quienquiera que sea el que hace los visitantes para que te rehaga, ¿no? ¿Qué te parece, Gioia, se puede?
Gioia afirmó con un movimiento apenas perceptible.
—Eso creo —dijo en un susurro—. Es muy raro, pero creo que debe ser posible. ¿Por qué no, Charles? ¿Por qué no?
—Sí —dijo él—. ¿Por qué no?
Por la mañana alquilaron un barco en el puerto, una falúa plana y brillante con una vela roja como la sangre y un eventual con aspecto de bribón y sonrisa irresistible, como capitán.
Phillips, protegiéndose del sol con la mano, miró al Norte, al otro lado del mar. Pensó que casi podía distinguir la silueta de la gran ciudad extendida sobre sus siete colinas, la Nueva Roma de Constantino a orillas del Cuerno de Oro, la magnífica cúpula de Hagia Sophia, las sombrías murallas de la ciudadela, los palacios e iglesias, el Hipódromo, y a Cristo resucitado dominándolo todo desde la resplandeciente luz de los mosaicos.
—A Bizancio —dijo Phillips—. Llévanos por el camino más corto y más rápido.
—Encantado —dijo el marinero con inesperada amabilidad.
Gioia sonrió. No le había visto con ese aspecto tan vivo y vibrante desde aquella noche de la fiesta imperial en Chang-an. La cogió de la mano para ayudarla a subir al barco y sintió que sus finos dedos temblaban ligeramente.