HOWARD WALDROP:
«Herederos del Perisferio»

Howard Waldrop ganó en 1980 un Premio Nebula con su novela corta «The Ugly Chickens» («Los pollos feos»). Sus cuentos cortos han sido publicados en Playboy, Omni, Universe, Light Years and Dark y Afterlives. Doubleday acaba de publicar su antología Howard Who? Acerca de «Herederos del Perisferio» ha escrito:

«Quise hacer esta historia desde que tenía seis años y vi por primera vez fotos de la cápsula del tiempo Westinghou se en la Exposición Universal de 1939. La idea de que se enterraran cosas en el suelo para explicarles a los seres de dentro de cinco mil años cómo éramos, me resultó extraña aunque sólo tuviera seis años. »

Bruce McAllister señaló que este cuento «es una recapitulación de toda la ciencia ficción y también de la cultura americana, y una hermosa recapitulación».

Durante los últimos mil quinientos años las cosas no habían ido demasiado bien en la fábrica.

Una extraña tormenta, una lluvia torrencial y un inesperado relámpago lo modificaron todo.

Cuando cayó el rayo, un generador de emergencia empezó a funcionar tal como fue diseñado para hacerlo en el momento de su construcción, un milenio y medio antes. Arrancó y puso en marcha la cadena de montaje unos pocos minutos, antes de paralizarse y esparcir sus escobillas y armazones en un fino rocío. Había funcionado el tiempo necesario para completar una obra en la sección de diseños a la medida.

La fábrica acabó, revisó apresuradamente y programó erróneamente los tres productos que habían estado en la línea de montaje quince siglos antes. Luego, el lugar volvió a quedar sumido en la oscuridad..

—Gawrsh —dijo uno de ellos—, ¡qué negro está esto!

—Bueno, ju, ju, siempre podemos usar los infrarrojos que nos dieron.

—¡Cuac, cuac, cuac! —dijo el tercero—. ¿Qué idea luminosa se os ocurre?

Los artículos hechos por encargo eran simulacros mecánicos animados. Estaban diseñados para hablar y comportarse como los célebres dibujos animados de un artista multimillonario que, ya maduro, en la segunda mitad del siglo XX, había creado una red de parques de atracciones gigantescos.

Antaño, esos parques gigantes contrataban a personas disfrazadas para hacer de anfitriones. Más tarde, después de la muerte del dibujante, la sociedad directiva había tenido la afortunada idea de construir robots.

A largo plazo, los simulacros resultarían más baratos, nunca llegarían tarde al trabajo, podrían programarse de forma que hablaran varias lenguas y no tratarían de molestar a los sanos chicos y chicas que visitaban los parques.

Estos tres estaban destinados a ser robots anfitriones del tercer parque, el mayor, separado de los otros dos por un océano.

El más alto había empezado por ser un perro dibujado, pero se irguió y le dieron un conjunto de pantalones holgados, zapatos de payaso, una camiseta, una chaqueta negra y guantes blancos. Sobre su cabeza reposaba un som

brero de carpintero en miniatura; le colgaban largas orejas. Tenía dos incisivos prominentes en el hocico, casi dos metros de estatura y respondía al nombre de GUF.

El segundo, un poco más bajo, era un pato blanco con los pies y el pico de un color anaranjado brillante, y la chaqueta y el gorro blanquiazules de un marino. Tenía los ojos grandes, con pequeños cortes en los extremos derechos de las pupilas. Iba desnudo de cintura para abajo y era el único de los tres que no llevaba guantes. Respondía al nombre de DON.

El tercero y más pequeño de todos, con poco más de un metro de altura, era un roedor. Llevaba unos calzones rojos y dos grandes botones dorados en la cintura. No tenía camisa, pero sí dos zapatos que parecían trozos de masa de pan. Una cola larga y estrecha, como un látigo. Los brazos, piernas y pecho desnudos y negros, y la cara ligeramente sonrosada. Sus guantes blancos destacaban especialmente. Su rasgo más sobresaliente eran sus orejas, que giraban sobre un eje, primero hacia un lado y luego hacia el otro, de forma que, se vieran desde el ángulo que se vieran, podían tomarse por círculos negros y sin rasgos.

Su nombre era MIK. Tenía los ojos grandes como GUF, y pupilas como grandes manchas circulares. Su nariz acababa en una perfecta esfera de ónice pulido.

—Bueno —dijo MIK, sacudiéndose el polvo—, creo que deberíamos, ja ja, ponernos a trabajar.

—Ju, jiak —añadió GUF—. No habrá demasiada gente en el parque con un tiempo parecido.

—¡Hombre! ¡Hombre! —graznó DON—. ¡Lluvia! ¡Cuac, cuac, cuac!

Salió corriendo por una inmensa grieta de la pared de la fábrica, por donde se colaban la lluvia y la neblina.

Detrás iban MIK y GUF, este último andando con parsimonia, las manos en los bolsillos. MIK lo seguía, con

los ultravioletas e infrarrojos conectados, estudiando el paisaje por entre la lluvia.

—Era de esperar, ju, ju, que nos mandaran un camión o algo parecido —dijo—. Supongo que tendremos que ir a pie.

—No he visto a nadie en la fábrica —dijo GUF—. Aunque sea día de fiesta, me imaginaba que algunos de los empleados seguirían trabajando sin parar, porque, a fin de cuentas, los medios de producción deben permanecer en manos de los trabajadores, ¡ju, jiak!

La especialidad de GUF era tratar con los visitantes de las grandes naciones totalitarias del Oeste. Era particularmente ducho en materialismo dialéctico y en el pensamiento revisado de Mao.

La tormenta cesó tan bruscamente como había comenzado. Las nubes dejaron caer gruesas gotas y dieron paso a los cirros, a un cielo azul brillante y al resplandor del cálido sol.

MIK paseó la mirada por los alrededores y consultó su programa.

—¡Por aquí, amigos! —dijo, inseguro.

No había señales conocidas. Estaban rodeados de cascotes y, a lo lejos, se veía un océano tranquilo.

Se hacía de noche. Se sentaron los tres sobre un conglomerado de cemento.

—Parece que el parque está cerrado —dijo GUF.

MIK tenía las manos debajo de la barbilla.

—Esto no va bien, tíos —dijo—. Se suponía que debíamos ir a la barraca de programación para recibir las instrucciones del primer día, ¡y ni siquiera hemos encontrado el parque!

—Bueno, ju, jiak —dijo GUF, creo recordar que, en caso de emergencia, podíamos recurrir a un satélite.

—¡Claro! —replicó MIK, levantándose de un brinco y pegándose un puñetazo en el guante—. ¡Eso es! Veamos, ¿qué frecuencia tenía?

—Seis coma cinco cero cuatro —dijo DON. Miró hacia el Este—. A lo mejor me acerco hasta el océano.

—Mejor será que te quedes aquí hasta que averigüemos algo —le aconsejó GUF.

—Bueno, pues daos prisa —replicó DON.

MIK sintonizó la frecuencia y emitió las letras de identificación.

—Zzzzzz. ¿Qué? ¿HOOSAT?

—Eh, aquí MIK, un simulacro del parque. Estamos intentando entrar en contacto con otro de los parques para pedir, ja, ja, instrucciones.

—¿En qué lengua deseáis comunicaros? —preguntó el satélite.

—Oh, perdón, ja, ja. Entre nosotros hablamos en japonés, pero nos pasaremos al astral si te resulta más sencillo.

GUF y DON también cambiaron de lengua.

—Hacía un montón de tiempo que nadie de ahí abajo me dirigía la palabra. —La voz bien modulada del satélite se oía entre crujidos y chisporroteos—. En realidad — prosiguió HOOSAT—, hacía mucho tiempo que nadie entraba en contacto conmigo desde ninguna parte. Tampoco puedo decir gran cosa de la estabilidad de mi órbita. Una vez estuve a cuarenta mil kilómetros, muy es-table...

—¿Podrías comunicarnos con uno de los parques o con el estudio, mejor? Nos gustaría saber, ja, ja, adonde tenemos que dirigirnos para que nos den trabajo.

—Lo intentaré —dijo HOOSAT. Hubo una pausa e interferencias atmosféricas—. Como era de esperar, no responde ninguna de las estaciones.

—¿Dónde se han metido los colegas? —preguntó GUF.

—No sé. Los satélites y estaciones de señalización solíamos inquietarnos por su suerte. Les ocurrió algo.

—¿Qué? —preguntaron al unísono los tres robots.

—Difícil de comprender —dijo HOOSAT—. Hace diez o quince siglos. Mucho ruido en todos los espectros y luego silencio. La mayoría de las estaciones terrestres dejaron de funcionar al cabo de un año.

Entonces hubo un estallido de descargas atmosféricas.

—¿Hola? ¿HOOSAT? —preguntó el satélite—. Hacía un montón de tiempo que nadie...

—¡Seguimos siendo nosotros! —dijo MIK. Los simulacros del parque. Nosotros...

—Oh, claro. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

—Dinos adonde se ha ido la gente.

—No tengo ni la menor idea.

—Bueno, pues, ¿dónde podemos averiguarlo? —preguntó MIK.

—Podríais intentarlo en la biblioteca.

—¿Dónde está eso?

—Esperad a que la localice. Puedo daros las coordenadas. ¿Tenéis un programa de navegación estándar?

—¡Claro que sí! —replicó MIK.

—Bueno, esto es lo que vais a hacer...

—Estoy convencido de que solía haber muchos libros aquí —dijo MIK—, pero todo parece reducido a cenizas, ¿no?

—¡Maldita forma de perder el tiempo! —dijo DON.

Se sentó sobre uno de los montones de escombros del gran edificio derruido, que sólo conservaba una inmensa pared. La reciente lluvia había convertido el polvo en un lodazal de papier-mâché.

—Creo que lo único que podemos hacer es registrar este lugar —señaló MIK

—¡Eh, MIK, mira esto! —chilló GUF. Se le acercó corriendo con una caja de acero—. Lo he encontrado aquí.

La caja era lisa, no tenía nada grabado encima. MIK forcejeó con la resistente cerradura.

—Está, ja, ja, encasquillada.

—¡Trae eso! —vociferó DON. La agarró. Al cabo de un rato ya estaba murmurando entre los dientes de su pico—. ¡Puñetera mierda de trasto! —Empujaba y estiraba, mientras su cara y su pico se volvían cada vez más rojos. Cogió la caja con los pies y las manos—. ¡Mierda de trasto! —chilló.

De repente sacó los dientes, hundió la frente, cuadró los hombros y empezó a agitarse, bastante furioso y confuso.

—¡Cuac, cuac, cuac! —gritó.

La caja se abrió de golpe y se dividió en tres partes. El libro que había dentro hizo otro tanto. DON, furioso, seguía destrozándolo todo.

—¡Para! ¡Cuidado, DON! —chilló MIK—. ¡Para!

—¡Gawrsh! —dijo GUF, corriendo tras las páginas que se llevaba la brisa—. ¡Ayúdame, MIK!

DON se quedó sobre los cascotes, con fragmentos de la caja y del libro en cada mano. Simuló respirar hondamente y el sonrojo fue desapareciendo de su cara.

—Está abierta —dijo sosegadamente.

—Bueno, por lo que nos queda —dijo MIK— puede deducirse que éste es El Libro de la Cápsula del Tiempo, y dice que hace mucho, muchísimo tiempo, enterraron un cilindro. Imprimieron cinco mil copias de este libro y lo repartieron por todo el mundo, dejándolo en lugares que consideraron seguros. Lo imprimieron sobre papel a prueba de ácido y cosas parecidas para que no se disolviera.

«Y pensaron que lo que colocaron en la propia cápsula

del tiempo serviría para explicar a las generaciones venideras cómo era la gente en su época. Así que me figuro que también a nosotros podrá explicarnos algo.

—Bueno, en marcha —dijo DON.

—Bueno, ja, ja —advirtió MIK—. He hablado con HOOSAT. Le di las coordenadas y parece que, ja, ja, está considerablemente lejos.

—¿Cómo de lejos? —preguntó DON, haciendo aletear las cejas.

—Oh, ja, ja, a unos dieciocho mil kilómetros. La mitad de la circunferencia de la Tierra, más o menos.

—¡Ay, ya me duelen los pies! —gimió DON.

—Eso no es exacto si se considera literalmente —dijo GUF. Se volvió hacia MIK—. ¿De verdad crees que deberíamos ir tan lejos?

—Bueno, no estoy seguro de qué vamos a encontrar. Esas páginas se perdieron cuando DON abrió la caja...

—Lo siento —dijo éste, contrito, con un hilo de voz.

—Pero las personas de esa época estaban convencidas de que todo podría explicarse gracias a lo que había en la cápsula.

—¿Y crees que todavía estará allí? —inquirió GUF.

MIK puso cara de determinación.

—Supongo que lo único que podemos hacer es calarnos las gorras, echar a andar y silbar una canción —dijo.

—Tú no tienes gorra, MIK —observó GUF.

—Bueno, ¡pero eso no quita que pueda silbar! Vamos, colegas —dijo—. ¡Por aquí!

Arrugó los labios y se puso a silbar una canción de trabajo. DON parpó una tonada sobre barcos y agua. GUF tarareó El este es rojo.

Emprendieron su camino por una ruta que atravesaba lo que había sido el fondo del mar del Japón.

Tenían problemas. Tres semanas antes habían apurado las canciones con las que cada uno de ellos fue programado y tuvieron que empezar a repetirse.

Sus lubricantes empezaban a fallar; sus circuitos conectados precipitadamente se recalentaban. A GUF se le levantaba de cuando en cuando un inoportuno extensor del tobillo, pero seguía andando alegremente, aunque a veces tuviera que apresurar el paso y ponerse a dar saltitos para alcanzar a los demás cuando su pie se negaba a doblarse.

Lo más grave era el frío. Había una considerable diferencia entre el clima para el que habían sido construidos y el clima con el que se encontraron. El paisaje era rocoso y desolado; el viento soplaba furiosamente y había empezado a nevar.

El terreno era difícil y los mapas que les había dado HOOSAT estaban pasados de moda. Se había producido una modificación drástica del curso de los ríos, de la tierra y de la propia extensión del mar. Perdían el rumbo muy a menudo.

El frío afectaba especialmente a DON. Tenía un aislamiento muy pobre y obligaba a los demás a retrasarse. Hacía cuanto podía por eludir todos los montones de nieve, aunque para ello tuviera que gastar aún más energía.

Se detuvieron en medio de una feroz ventisca.

—¡Oye, MIK! —dijo GUF—, No creo que DON aguante mucho más con este tiempo. Y mi pierna me está causando muchas complicaciones. ¿Crees que podríamos encontrar un sitio para resguardarnos y descansar un poco?

MIK contempló la desolación y la nieve restallante que les rodeaban.

—Creo que tienes razón. Un clima más cálido nos haría bien a todos. Conservaríamos calor y energía. Busquemos un buen sitio.

—Venga, DON —dijo GUF—. ¡A buscar un escondite!

—¡Córcholis! —se alegró DON—. Estoy helado.

Finalmente encontraron el abrigo de una inmensa roca con una hendidura baja por la parte posterior. MIK les hizo recoger toda la vegetación que pudieran y meterla en el refugio. Habló con HOOSAT y luego serpenteando entre montones de matojos se acercó hasta los otros dos.

En el interior de la cueva apenas se notaba el viento y la nieve. Hacía tan sólo un poco más de calor que afuera, pero se sentían encantados porque allí estaban resguardados.

—Le dije a HOOSAT que nos despertara cuando hiciera más calor —les dijo—. Luego encontraremos esa cápsula del tiempo que estamos buscando y nos enteraremos de todo.

—Buenas noches, MIK —dijo GUF.

—Buenas noches, DON —dijo MIK.

—¡Dormid a pierna suelta y no dejéis que os piquen los chinches, cuac, cuac, cuac! —dijo DON.

Se desconectaron.

MIK se despertó. El refugio estaba a oscuras pero también mucho más caliente.

Los matojos se habían deshecho. Un metro de rocas y de polvo cubría el suelo de la cueva, y el cálido viento levantaba polvaredas.

—¡Eh, colegas! —dijo—. Eh, despertad. ¡Ha llegado la primavera!

Los otros dos se revolvieron.

—Vamos a darle las gracias a HOOSAT, a orientarnos y a ponernos en camino —dijo MIK.

Salieron al exterior.

Las estrellas estaban descolocadas.

—Oh, oh —dijo GUF.

—¿Has visto? —preguntó DON.

—Creo que hemos dormido demasiado —reflexionó

MIK—, Oigamos lo que tiene que decir HOOSAT. —¿Eh? ¿HOOSAT?

—Hola. Aquí DON, MIK y GUF.

La voz de HOOSAT parecía la de un tejón silbando entre dientes.

—Me alegro de ver que os habéis despertado —dijo el satélite.

—¡Te pedimos que nos despertaras en cuanto hiciera más calor! —dijo MIK.

—Pues ya lo hace.

—¿De repente? —inquirió GUF.

—Tendríais que haberlo visto —dijo HOOSAT—, Hielo por todas partes. Viejos glaciares. ¿Todavía queréis desenterrar esa cosa, la cápsula?

—Sí —dijo MIK—. Todavía.

—Bueno, os queda un camino cómodo. Ya no hay más montañas.

—¿Y la gente? —preguntó MIK.

—No he oído hablar de nadie. Mi amigo, el satélite militar, dijo que creyó ver algún fuego, algo diminuto, pero sus ojos no eran lo que solían ser. Él ya ha desaparecido también.

—¿Las hogueras podrían haber sido de gente? —preguntó GUF.

—Es posible. No ha hecho tiempo de tormenta —dijo HOOSAT—. Oíd, amiguitos, ¿aún tenéis las coordenadas que os di?

—Creo que sí —replicó MIK.

—Bueno, mejor será que os dé las coordenadas que han surgido de estas nuevas constelaciones. Manteneos en contacto; ya no tengo tan buena puntería como antes. —Vertió una serie de números en la cabeza de MIK—. No seguiré hablando con vosotros demasiado tiempo.

—¿Por qué no? —preguntaron los tres a coro.

—Bueno, es que..., mi órbita... Ahora me siento mejor

que hace siglos. Ágil de verdad. Debe de ser la ionización. Empezó hace un par de semanas. Ha sido un placer hablar con vosotros, hermanitos, después de tanto tiempo. Me alegro de haberme acordado de despertaros. Os deseo toda la suerte del mundo. Joder, este aire escuece tanto como la coz de una mula. Tened cuidado. Adiós.

Entre las nuevas estrellas que tenían sobre la cabeza fulguró un punto de luz, dibujó un largo arco y se desvaneció en la oscuridad de la noche.

Bueno —dijo MIK—, nos hemos quedado solos.

—Gawrsh, me siento triste —añadió GUF.

Los meses siguientes el viaje no tuvo nada de memorable. Recorrieron una larga península hasta llegar a un valle rodeado de fragmentos de montaña que aún conservaban glaciares en la cima, cual blancos dientes. Cruzaron una cordillera baja y entraron en un territorio llano, sin mantillo, del que partían cuencas de ríos secos en dirección al sur. Luego llegaron a un terreno en que las plantas florecían después de un largo invierno. Brotaban nuevos arroyos.

Una vez divisaron fuego, pero al acercarse comprobaron que no era más que una mancha de bosque quemado. Volvieron a ver a lo lejos un nuevo foco de luz, pero no se preocuparon por investigarlo, pensando que se trataría de otro incendio en la llanura.

A doscientos kilómetros de su objetivo, el terreno volvió a convertirse en un erial plano y arenoso, tachonado con inmensas rocas. Apenas crecía vegetación. Se veían escasos insectos y animales; sobre todo lagartos, que DON perseguía siempre que podía. El calor parecía sentarle bien.

La pierna de GUF empeoraba. Primero se le envaró el pie, luego empezó a agitarse y a hacer molinetes. GUF continuó tarareando canciones y andando desabridamente.

DON se paró, dio media vuelta y miró por detrás.

—¿Qué ocurre? —le preguntó MIK.

—Tengo la sensación de que nos están siguiendo —dijo DON, agazapándose tras una roca.

Se quedaron los tres espiando un rato, batiendo con la vista todos los rincones del espectro.

—DON, ¿no será que tienes visiones, ju, jiak? —dijo GUF.

Siguieron caminando, aunque DON se paraba de vez en cuando a mirar hacia atrás.

Cuando pasaron junto a uno de los últimos árboles, MIK les hizo arrancar ramas.

—Podrían resultar útiles para escarbar —dijo.

Se encontraban sobre una llanura de arena y grava, rodeados por grandes montones de escombros. A lo lejos había otro océano y, hacia el norte, una mancha verde, alargada y curvada.

—Llegaremos al mar, DON —dijo MIK—, después de atravesar esto.

Andaba describiendo círculos cada vez más pequeños. Al final se detuvo.

—Bueno, ja, ja, ya estamos —dijo—. Cuarenta grados, cuarenta y cuatro minutos, treinta y cuatro segundos coma cero ocho nueve norte de latitud. Setenta y tres grados, cincuenta minutos, cuarenta y tres segundos coma ocho cuatro dos oeste de longitud, tal como solían indicarlo. La cápsula está aquí debajo, a veintiocho metros de la superficie original. Tendremos que cavar mucho, puesto que no hay forma de calcular cuánta tierra le habrá caído encima. Está en un tubo de cemento, y tendremos que llegar hasta el final para alcanzar la cápsula. A trabajar.

Empezaron a primera hora de la mañana. Después del mediodía descubrieron la parte superior del tubo, con su tapa de bronce.

—Ahora empieza lo duro —dijo MIK.

Les costó casi una semana de esfuerzo ininterrumpido. Poco a poco, a medida que el agujero se iba agrandando, quedaba al descubierto el tubo. Dado que GUF trabajaba mejor de pie, lo tuvieron cavando todo el tiempo, mientras DON y MIK escarbaban y sacaban rocas y cascotes del cráter.

A mitad de camino se toparon con varas de hierro planas. Tiraron las ramas astilladas y utilizaron el metal, más eficaz.

Al volver de uno de sus muchos viajes para sacar los cascotes del agujero, DON parecía asustado y perplejo.

—Estoy seguro de que he visto algo moverse ahí afuera —dijo—. Cuando lo descubrí se escapó.

—Ya vuelves a empezar —dijo GUF—. Ven, ayúdame a levantar esta roca.

Fue una tarea penosa. Les habían exigido demasiado a sus motores. Llovió y hubo una breve tormenta de polvo.

—Creo que lo mejor —dijo GUF, contemplando la obra— será que hagamos como si fuera un viejo y gigantesco árbol de piedra.

Estaban en el fondo de un gran cráter. En su centro se alzaba el tubo de cemento.

—Hemos llegado hasta los treinta y seis metros —dijo MIK—, La cápsula propiamente dicha debería estar en los dos coma tres ocho uno seis metros inferiores. O sea que tendríamos que cortarlo —hizo un cálculo rápido— a esta altura aproximadamente. —Trazó una línea en torno al tubo con un pedazo de piedra cretácea.

Se pusieron a machacar el cemento con rocas y trozos de hierro y de acero.

—¡Madera! —chilló DON.

La columna que quedaba por encima de la línea se bamboleó y se estrelló estrepitosamente contra una de las paredes del cráter.

—¡Caray! ¡Caray!

—Venga, ven a ayudarme, GUF —dijo MIK.

Dentro del borde aserrado de la tubería restante sobresalía un perno del centro.

Se encaramaron al borde, metieron la mano y sacaron la reluciente cápsula del tiempo, de Cupraloy, de su escondrijo.

A un lado tenía un mensaje para quienes la encontraran, y justo debajo del perno había una línea con la inscripción: «Cortar por aquí».

—Bueno —dijo MIK, estrechándoles la mano a GUF y a DON—, lo hemos conseguido, ¡recórcholis!

Se quedó mirando un momento la cápsula.

—¿Cómo vamos a abrirla? —inquirió GUF—. ¡Ese metal parece muy resistente!

—Creo que quizá podamos desgastarlo por la línea de corte con arenisca y... bueno, ve a por un trozo de hierro grande y puntiagudo, DON.

Cuando DON volvió con él, MIK le dio el hierro a GUF y apoyó su larga cola sobre una enorme roca.

—Adelante, GUF —dijo—. No me vas a hacer daño.

GUF le asestó un golpetazo con la barra de hierro.

—¡Ju, jiak! —gritó—. ¡Un golpe certero!

MIK tomó su cola partida, se sentó con las piernas cruzadas al lado del perno, le echó arena a la línea de corte y se puso a frotarla con el rabo.

Estuvieron un día entero dándole vueltas a la cápsula cada cierto número de horas.

Tiraron del extremo del perno y descubieron un revoltijo polvoriento y ceroso.

—Esto debe ser lo que queda de la masilla que servía para protegerla del agua —dijo MIK—, Vosotros dos, echadme una mano. —Levantaron la cápsula—, ¡Girad! —dijo.

El metal chirrió.

—¡Ahora, tirad!

Un núcleo, largo y estrecho, de dos metros por treinta centímetros, se deslizó desde la cápsula.

—Perfecto —dijo MIK, dejando el cascarón sobre el suelo y quitando la masilla—. El caparazón interno está compuesto de dos partes. Girad en ese sentido y yo le daré vueltas en el contrario.

Eso hicieron. En su interior había un tubo brillante de cristal sellado en el que vislumbraron vagamente formas y colores.

—¡Guau! —dijo GUF—. ¡Míralo!

—¡Caray! ¡Caray! —dijo DON.

—Es Pirex —dijo MIK—. Cuando lo rompamos habremos acabado.

—Ya lo hago yo —dijo DON, cogiendo una piedra.

—¡Con cuidado! —le previno GUF.

La piedra hizo añicos el cristal. Hubo un ruido sordo cuando el vacío parcial desapareció.

—¡Caray! —dijo DON.

—Vamos a proceder con método —dijo MIK—. Se supone que todo esto tiene un orden establecido.

Lo primero que encontraron fueron cuatro mensajes de otros tantos hombres célebres, y un nuevo ejemplar completo del Libro de la Cápsula del Tiempo. GUF lo cogió.

Había otro libro de tapas negras y con una cruz dorada impresa encima. Luego llegaron a una división llamada «Artículos de Uso Común». El primer paquetito tenía una etiqueta con la inscripción «Para su Conveniencia, Comodidad, Higiene y Seguridad». MIK lo abrió.

Dentro había un despertador, unas gafas bifocales, una cámara, un lápiz, una lima de uñas, un candado con llaves, un cepillo y polvo de dientes, un imperdible, un cuchillo, un tenedor y una regla de cálculo.

El siguiente paquete tenía un rótulo que decía «Para el Aseo y la Coquetería Femenina». Dentro había una caja

con el surtido de coloretes Cyclamen de Elizabeth Arden, un broche con un brillante de imitación y un sombrero de mujer, de acuerdo con la moda del otoño de 1938, diseñado por Lilly Vaché.

—¡Maravilloso! —exclamó DON, y se colocó el sombrero encima de la gorra.

El siguiente paquete era «Para la Diversión, el Uso y la Educación de los Niños».

Lo primero en salir fue un cochecito de juguete movido por resorte, luego una muñeca pequeña y una colección de cubos alfabéticos. MIK metió la mano y sacó un pequeño tazón.

Se quedó largo rato contemplándolo. En un lado del recipiente había una calcomanía con el nombre de la persona que los había creado y un dibujo del propio MIK saludando con la mano.

—Gawrsh, MIK —le dijo GUF—. ¡Si eres tú!

Junto a su pie, la caída de una piedra levantó una pequeña polvareda.

Los tres levantaron la vista.

El borde del cráter estaba lleno de hombres, mujeres y niños vestidos con pellejos desastrados. Esgrimían palos puntiagudos, piedras y garrotes de aspecto poco tranquilizador.

—¡Caray! —dijo DON—. ¡Gente! —Echó a correr hacia ellos—. —¡Hola! —les chilló—. Llevamos un montón de tiempo tratando de localizaros. ¿Sabéis por dónde se va al parque? Queremos saberlo absolutamente todo de vosotros.

Les estaba hablando en japonés.

La turbamulta alzó sus armas. DON escogió otro idioma.

—Como he dicho, venimos en son de paz. ¿Saben cómo se va al parque? —les preguntó en sueco.

Empezaron a bajar por el cráter, lanzando piedras.

—¿Qué os ocurre? —gritó DON—. ¡Cuac, cuac, cuac! —Les amenazó con los puños.

—¡Un momento! —les dijo MIK en inglés—. ¡Somos amigos!

Parte de la multitud se desvió hacia él.

—¡Ay, ay! —dijo GUF, y echó a correr por la zona menos defendida de la depresión.

Yentonces los andrajosos gritaron y cargaron.

Atraparon primero al pato.

Este les hizo frente enseñándoles los puños, saltando sobre un pie y zapateando, enloquecido. Lo atraparon entre varios y uno lo cogió por el pico. Lo golpearon con los garrotes y lo aplastaron con los pedruscos. Hirió a tres de gravedad, antes de que lo redujeran a un montículo blanquiazul y anaranjado.

—¿No podríamos, ju, ju, negociarlo todo? —preguntó MIK.

Le metieron un palo afilado en el mecanismo auditivo, destrozándoselo. Tenía una mano hecha papilla. Replicó con la otra y pegando patadas. Los hirió, pero era demasiado pequeño. Un guijarro le hizo tropezar, y luego se pusieron a bailar sobre su cuerpo.

GUF logró salir del cráter. Había escogido la zona que tenía más niños y éstos, creyendo que los iba a atacar, se replegaron. Cuando vieron que en realidad sólo quería escapar, empezaron a perseguirlo bulliciosamente, lanzando piedras y palos a su silueta renqueante.

—¡Guau! —gritó al ver a más gente corriendo para cerrarle el paso, y patinó hasta detenerse un segundo. Luego subió corriendo un montón de cascotes, largo e inclinado. El cráter seguía vertiendo hombres que se apresuraban a darle caza.

Alcanzó la cima del largo y elevado promontorio que dominaba el borde del cráter. Sus atacantes se detuvieron, lanzándole pedruscos y palos y chillándole.

—¡Socorro! —gritó GUF—. ¡Socooooooorro!

Una flecha se clavó en el pecho del agresor que estaba más cerca de él.

GUF se dio la vuelta. Más hombres, vestidos con ropas, estaban alineados junto al borde opuesto del cráter. Llevaban arcos y flechas, lanzas con puntas de metal y cuchillos de hierro al cinto.

Mientras GUF los observaba, lanzaron una nueva nube de flechas contra los hombres que habían atacado a los robots.

El ejército de los vestidos con pellejos abandonó precipitadamente el cráter y escapó entre los montículos, dejando tras sí a sus heridos y el contenido esparcido de la cápsula del tiempo.

Les costó un rato, pero el jefe de la tribu, que utilizaba metal, y GUF lograron entenderse entre sí. Hablaban en una mezcla poco ortodoxa de inglés y español.

—Lamentamos no haber sabido antes que estabais aquí —le dijo el hombre a GUF—. Es raro que lleguemos tan lejos, y hasta esta mañana no nos hemos enterado de que estábais aquí. Los otros —hizo una mueca—, los que os siguieron hasta este lugar desde los Desiertos, ya no volverán a molestaros.

Señaló la mancha de verde que había hacia el Norte.

—Ahí están nuestras tierras y nuestro pueblo. Descubrimos este lugar hace veinte años. Es buena tierra, pero «los otros» hacen incursiones siempre que pueden.

GUF bajó la vista y contempló el interior del cráter, su columna derruida y los escombros. Del cilindro de cristal asomaban cigarrillos y tabaco. El micro-film, con todos sus libros y toda su sabiduría, estaba enredado entre los pedruscos. Entre el polvo había destellos de muestras de aluminio, hipernik y ferrovanadio. Cuchillas de afeitar, el cambio de marchas de un aeroplano y tela de vidrio cubrían los lados del socavón.

Había desaparecido el discurso de Grover Whalen que inauguraba la Exposición Universal y los datos necesarios para construir el decodificador de microfilms. El noticiario con las fotos de Howard Hughes, Jesse Owens y Baby Ruth, unos bombardeos en China y un pase de modelos en la playa de Miami estaba desgarrado y destrozado. Uno de los niños fugitivos se había llevado una pelota de golf en la mano. Los palos, astillados, yacían amontonados junto a cables de tungsteno, peines y lápices de labios. GUF pensó para qué servirían algunos de esos artículos.

—Destruyeron a uno de tu banda —dijo el comandante—, Me parece que el otro todavía está vivo.

—Ya me ocuparé yo de ellos —replicó GUF.

—Os llevaremos a nuestro pueblo —dijo el hombre—. Nos gustaría saber muchas cosas sobre vosotros.

—Lo mismo digo yo —afirmó GUF—. «Los otros» han destrozado casi todo lo que habíamos descubierto.

Recogió el pequeño tazón del suelo y se dirigió hacia el lugar donde se encontraba MIK, incrustado contra una roca.

—Hola, GUF —le dijo éste—. Ja, ja, no debo tener un aspecto demasiado saludable.

El guante izquierdo le colgaba, inútil, del brazo. Tenía las orejas dobladas y la nariz arrugada. Al moverse emitió un ruidoso zumbido.

—Oh, jiak, jiak —dijo GUF—. Nos iremos con estas personas tan amables. Tú descansarás y te pondrás fuerte como un toro, te lo garantizo.

—DON no ha sobrevivido, ¿verdad, GUF?

Este permaneció un rato en silencio.

—No, MIK, no ha sobrevivido. No sabes cuánto siento que salieran así las cosas. Voy a echar de menos a ese fanático.

—Yo también —dijo MIK—, ¿Nos lo llevamos con nosotros?

—Por supuesto —dijo GUF. Hizo señas a los hombres más cercanos.

El pueblo estaba en un verde valle regado por dos arroyos rebosantes de peces. En él había pequeños sembrados de judías, tomates y maíz; el ganado y las ovejas pastaban en las lomas de las colinas bajo la protección de guardianes. Había una fábrica de calderería, una choza municipal y muchas casas de madera y piedra.

GUF remontaba la colina en dirección a la casa donde se alojaba MIK.

Llevaban un poco más de dos semanas en el pueblo, hablando con los aldeanos, contándoles lo que sabían. GUF solía jugar con los niños cuando no tenía que estar al lado de MIK, junto a los adultos. Pero desde el día en que enterraron a DON en la cima de una colina, MIK no dejaba de empeorar. Las dos piernas se le paralizaron a la vez, y ahora ya sólo podía ver con los infrarrojos.

—Hola, GUF —le dijo.

—¿Qué tal, compañero?

—No demasiado bien —contestó—. ¿Han progresado algo en el barranco?

Dos días antes, MIK les había explicado cómo sacar agua más provechosamente de uno de los arroyos y conducirla hasta el centro del pueblo.

—Ya casi está acabado —replicó GUF—. Seguro que subirán a darte las gracias cuando hayan terminado.

—No es necesario —dijo MIK.

—Ya lo sé, pero esta gente es encantadora, MIK. Y, entre una cosa y otra, lo han pasado verdaderamente mal. Les gusta hablar contigo.

GUF reparó en las mujeres y niños que, sentados junto a la choza, esperaban para poder hablar con MIK.

—No me quedaré demasiado tiempo —dijo—. Tengo que ir a distribuir los equipos de trabajo y de enseñanza, como me han pedido que haga.

—Claro, GUF —dijo MIK—. Yo...

Soltó un estruendoso zumbido y despidió olor a silicona quemada.

GUF apartó la vista.

—Lo que ocurre es que no tienen aquí lo que me hace falta —dijo— para repararte. A lo mejor encontraría algo en el cráter...

—No te preocupes —le pidió MIK—. Dudo de que...

GUF se puso a contemplar el pueblo.

—Oh —dijo, rebuscando entre una bolsa que alguien le había confeccionado—, llevo más de una semana intentando darte esto y siempre lo olvido.

Le tendió a MIK el tazón de la cápsula del tiempo con su dibujo en uno de los lados.

—He estado pensando en él desde que lo encontramos —dijo éste. Lo hizo girar con su mano sana, ya casi incapaz de distinguir su contorno—. Me pregunto si será lo único que perdimos en el cráter.

—Un montón de cosas —replicó GUF—, pero tenemos que conservarlo.

—Estaba hecho para durar mucho tiempo —dijo MIK— y quizá para explicarles a las generaciones venideras cómo eran sus antepasados. ¡O sea que la gente que lo colocó donde lo encontramos debió de admirar profundamente al hombre que nos ideó!

—Totalmente de acuerdo —dijo GUF.

—Me pregunto si a mí también.

—Seguramente a ti más que a ninguno —contestó GUF.

MIK sonrió. La sonrisa se le heló. Los ojos se le quedaron en blanco y de los ejes de las orejas subió una leve nubecilla de condensación. La mano se aferró al tazón.

Fuera, el pueblo empezó a entonar una canción verdaderamente triste.

Hacía una mañana brillante, soleada. GUF depositó unas flores sobre las tumbas de MIK y de DON, en la cima de la colina. Apisonó la tierra con el pie y permaneció un rato erguido, indeciso.

Había sustituido su pie helado por un patín con ruedas de madera, con el que se deslizaba casi con tanta soltura como si caminara.

Permaneció de pie pensando en MIK. Se caló aún más su sombrero de carpintero y silbó una tonadilla.

Recogió su caja de herramientas de madera y echó a andar colina abajo para construirles a los niños un columpio.