GREGORY BENFORD:
«Efar», lo inefable
En 1980 Gregory Benford ganó por su novela Crono paisaje los Premios Nebula y John W. Campbell Memorial, El Ditmar australiano y el de la Asociación Británica de Ciencia Ficción. Es miembro de la Woodrow Wilson y profesor de física en la Universidad de Irvine, California. Entre sus novelas destacan In the Ocean of Night (En el océano de la noche), The Stars in Shroud (Manto de estrella), Against Infinity (Contra el infinito), Across the Sea of Suns (Al otro lado del mar de soles), Ar tifact y su reciente colaboración con David Brin, Heart of the Comet (El corazón del cometa). In Alien Flesh (De carne y hueso extraterrestre) es una antología de sus mejores relatos cortos. Se le ha comparado con Arthur C. Clarke y C. P. Snow por sus grandes dotes literarios y sus magníficas descripciones del trabajo científico.
El siguiente ensayo, escrito especialmente para el presente libro, es un estudio profundo y actualizado sobre la figura del extraterrestre en la ciencia ficción, y sobre muchas cosas más.
Sus luces, como las de una linterna o bengala,
Lamen los bordes de lugares desconocidos,
Mientras otros escrutan, bajo el brillo de una lámpara
de arco,
El cuarto de los niños, el fregadero de la cocina o sus
propias caras.
Kingsley Amis, 1961
Puede que no haya un tema más fundamental en la literatura de ciencia ficción que el extraterrestre.
El género hunde sus raíces en el deseo de abrazar la extraña, insondable y exótica naturaleza del Futuro. A menudo, la vertiente científica de la ciencia ficción representa el conocimiento, aventurero pero controlado y donde uno se siente casi seguro. Los extraterrestres compensan este afán de certidumbre con su inaprehensibilidad irreductible.
Gran parte de la tensión interna de la ciencia ficción procede del combate «firmes certezas contra sempiternos misterios ambientales». Y, aunque a muchos su cientifismo les resulte falso y rebuscado, por lo general se usa simplemente como mecanismo para permitir que lo alienígeno entre en escena sin escandalizar a nadie.
Por supuesto, al decir «alienígena» no me remito simplemente al conocido concepto de «alineación»[6], que casi toda la literatura moderna ha convertido en su caballo de batalla. Lo que antaño fuera de la competencia exclusiva de los intelectuales es hoy teoría barata. Hasta en la MTV se habla de la enajenación del individuo con respecto al Estado, a su propia familia o al maremagnum de tendencias culturales contrapuestas de nuestro tiempo.
La alineación tiene un espectro definido. Basta con cargar un poco las tintas para entrar en el terreno de lo fantástico, como ocurre en «La metamorfosis» de Kafka, en el que un hombre despierta una mañana convertido en insecto. Sólo va un poco más lejos la recién publicada novela de Rachel Ingall, Mrs. Caliban, en la que aparece un hombre rana que sólo difiere de un hombre normal en que ayuda en las tareas domésticas. Se trata, en realidad, de una marioneta que simboliza al Buen Macho y, de hecho, se puede interpretar como producto de la fantasía de la protagonista. Naturalmente, no es un libro de extraterrestres, sino una parábola acerca de la angustia femenina.
Tampoco consideramos alienígenas a nuestros vecinos sólo porque tengan un Chevrolet y nosotros un Renault. Al abandonar estas ramificaciones secundarias a la literatura general, la ciencia ficción se propone conscientemente llevarnos al límite de la «alienidad». De este hecho procede, a mi juicio, su máximo interés.
Me parece deplorable la forma en que Star Trek trata a los alienígenas, que se vuelven inofensivos cuando se les trata con amabilidad. Eso es como poner a Huber Humphrey en el espacio. Esta óptica forma parte de un planteamiento más amplio de cierto sector de la ciencia ficción, que no ve en «el buen alienígena» la contradicción que lleva implícita. La bondad es una categoría hu-mana. Al crear extraterrestres semejantes les estamos robando su verdadera esencia; estamos domesticando lo extraño.
Pese a ello, la primitiva ciencia ficción estaba empapada de la idea de que los alienígenas tenían que ser como nosotros. En la novela Aelita, or the Decline of Mars (Aelita o la decadencia de Marte) de Alexei Tolstoi (1922), los intrépidos exploradores soviéticos llegan a la conclusión de que los marcianos deben tener necesariamente forma humana porque
En todas partes hay vida y de las formas vivas
en todas partes la humana es la superior.
No se podría crear un animal más perfecto
que el hombre, hecho a imagen y semejanza
del Señor del universo.
Se ha andado mucho camino desde aquellas aburridas afirmaciones, pasando por los viajeros marcianos de H. G. Wells, por el original Marte, con el colorido de una película de Disney, de «A Martian Odyssey» (Odisea marciana) escrito en 1934 por Stanley Weinbaum, hasta llegar a los mundos, meticulosamente construidos para albergar fantásticas criaturas, de la ciencia ficción más radical. Los alienígenas han sido utilizados como símbolos de la maldad humana, como confiados guías de un planeta diferente, como objetivo de imperios que quieren extenderse más allá de sus fronteras, etc.
Pero, para mí, el problema más interesante que plantea el alienígena es el de darle precisamente su carácter de tal. ¿Cómo hacer encajar lo inefable en el marco tangible de la ciencia? Éste es uno de los problemas clave de la ciencia ficción. Muy pocas veces se ha intentado abordarlo en su totalidad, utilizando todo el arsenal artístico y científico disponible.
El arte y los alienígenas
Todos sabemos, como es natural, que no se puede hacer una descripción del alienígena absoluto. Y esto que digo no es tanto el fruto de la reflexión como una definición. Stanislav Lem, en Solaris, deja constancia de que el contacto con lo extraño y su verdadera comprensión son imposibles, cosa que, si hace veinte años supuso una importante advertencia, hoy está completamente asumida.
Desde entonces han ido perdiendo valor constante como el antropomorfismo, la naturaleza claustrofóbica de las torres de marfil o el relativismo cultural. Hoy en día, todo el mundo admite sin discusión que al escribir sobre lo realmente extraño siempre tenemos que apoyarnos en algo conocido para poder establecer analogías y proporcionar las pistas necesarias. Así que, cuidado, porque si por un momento dejamos de recordarle al lector que la criatura en cuestión ha de entenderse literalmente, se convierte rápidamente en (oh, sorpresa) una metáfora.
En los otros géneros literarios, el alienígena, en su papel de figurante, siempre aparece con alguna etiqueta o con alguna metáfora en la solapa. ¿Por qué iba a ser de otra forma? En la literatura «realista» los alienígenas no pueden ser reales. Por el contrario, la ciencia ficción hace hincapié en que los alienígenas son reales y en que son importantes las cuestiones que se plantean al admitir la posibilidad de formas de conocimiento que no son de este mundo.
Sin embargo, incluso en el campo de la ciencia ficción me tengo que declarar en contra de la idea de que tratamos al alienígena como obra de arte. Puede que este punto de vista minimizador sea útil para indagaciones epistemológicas o los diagnósticos sobre la cultura contemporánea o para cualquier otro fin plausible, pero no tiene nada que ver con lo que sucede cuando nos enfrentamos al alienígena en la ficción. Naturalmente, siempre habrá quien quiera poner la literatura al servicio de algún fin concreto, ya sea político, social, fisolófico, etc., pero cuando se utiliza el arte es fácil olvidar que no sólo trata de algo, sino que es algo.
El extraterrestre en la ciencia ficción es una experiencia en sí, no un planteamiento ni la respuesta a una pregunta. La representación artística (es decir, plena, impactante y pluridimensional) del alienígena es algo que está en el mundo por sí mismo, y no un mero texto o comentario sobre el mundo.
Todo lo que saquemos al leer una narración basada en un alienígena nos proporciona un conocimiento conceptual. Y lo mismo sucede con la ciencia. La diferencia está en que la narración nos debería, o nos debe, provocar además una emoción que nos cautive y nos enganche. Cuando la ciencia ficción funciona de verdad, nos ofrece una experiencia parecida a la de conocer y, a veces, como trataré más adelante, a la de no conocer.
Por todo ello, una virtud primordial en la descripción de un verdadero alienígena es la de la expresividad, y no la del «contenido», muletilla habitual entre los críticos, que crea la falsa ilusión fondo-forma. Nadie lee La guerra de los mundos por sus descripciones de la biología o la psicología marcianas, sino por la sensación que nos provoca el encuentro.
Este quizá sea el tratamiento más original que la ciencia ficción ofrece al concepto de la irreductible alienidad. Vale la pena bucear en las ideas que lo sustentan y en los planteamientos que adoptan escritores y eruditos en su búsqueda.
Ciencia y sentido de la maravilla
La mayor parte de la ciencia ficción que se toma en serio (aunque no necesariamente con circunspección), el concepto de lo extraño, utiliza una estrategia muy simple, basada en las siguientes pautas:
En primer lugar, utilícese una serie de especulaciones, coherentes con la lógica científica, para construir el marco o el propio alienígena, dotando al planeta en cuestión del sistema ecológico más conveniente, decantándose siempre por los efectos más chocantes y espectaculares.
A continuación, despliegue una cadena lógica de deducciones sobre cómo evolucionaría un alienígena en ese entorno. Para ello, sígase la teoría de Darwin o alguna de sus modificaciones posteriores, como la de la «interrupción de equilibrios» de la propia evolución. El alienígena debe comportarse luego de una manera acorde a la de ese mundo. Presente las acciones de él/ella/«ello» sacándole todo el partido posible a su concepción del mundo, estudiándola en detalle. Vaya desvelando poco a poco el proceso que llevó al alienígena hasta esa concepción. Será éste «descorrer la cortina» el que dé a su relato el ingrediente adicional del misterio.
Generalmente, esta estrategia funciona a la hora de crear intriga y una sensación de extrañeza en el lector. En su novela Los propios dioses, Isaac Asimov utiliza, además de la física especulativa, una buena dosis de elucubraciones oceánicas para provocar la sensación de «alienidad». La obra de Larry Niven y Jerry Pournelle La paja en el ojo de Dios presenta «pajeños» de tres piernas con un sistema de implicaciones muy bien desarrollado. Por otra parte, Hal Clement, en su clásica novela Mission of Gravity (Misión de gravedad), utiliza un planeta ciclópeo que soporta una enorme gravedad, aunque sus habitantes resulten muy parecidos al norteamericano medio. (Quizá fuera necesario en su época, pues el planeta era tan extravagante que Clement se vio obligado a convertir a sus alienígenas en seres bastante corrientes para poder dominar la situación.)
La evidente pega que se le puede poner a este tipo de planteamiento es que al lector (que puede ser perfectamente un entendido y pillar al autor en un desliz en la creación de su mundo) tal vez le parezca inteligente e interesante toda esta parafernalia, como si se tratara de un nuevo tipo de relato en que el lector tiene que descubrir la clave, pero no sentiría extrañeza alguna.
En este sentido, lo que los escritores están buscando es lo que los aficionados llaman sentido de la maravilla, algo que no se puede describir y que afluye de pronto al lector cuando está en presencia de algo diferente y nuevo, y quizás un tanto inquietante. Ese buen asombro es la experiencia fundamental de la ciencia ficción. Ningún alienígena debería salir de casa sin llevarla encima.
La técnica del asombro también tiene sus refinamientos. The Shores of Another Sea (Orillas de otro mar), de Chad Oliver, presenta a una estremecedora forma extraña que sólo se entrevé ocasionalmente y cuya rareza se refleja en lo que hace con algunos animales africanos. Algunos escritores han tratado de describir la sensaciones de los alienígenas basando sus efectos en las ciencias. El cuento corto de Damon Knight «Stranger Station» trata de la angustia de un ser humano que pretende adentrarse en la forma de pensar de un extraterrestre. Este humano acaba elaborando una explicación provisional de cómo una poderosa sociedad extraterrestre nos ve a los de este mundo. (Sin embargo, se detecta en esta historia que su autor no hace más que proyectar sus propios traumas infantiles en la inmensa criatura, quedándose, por tanto, en otro intento fallido de establecer un acercamiento real.)
Lo que encuentro más interesante en este campo es la forma tan sutil en que puede hacer que dejen de parecernos obvias muchas de nuestras creencias más queridas.
Charla extraterrestre
A menudo, los científicos afirman que es posible la comunicación con los extraterrestres porque, al fin y al cabo, convivimos en el mismo mundo físico y, al parecer, deberíamos estar sujetos a las mismas leyes básicas, tales como la de la gravedad, el electromagnetismo o la evolución estelar.
Es lo que se llama el evangelio del Lenguaje Universal. Pero yo no estoy tan seguro. Después de todo, nuestras ideas deben ir enmarcadas en una teoría porque de lo contrario se quedan en un mero acopio de información. El lenguaje no se puede referir simplemente a un mundo real preestablecido porque no sabemos si el extraterrestre acepta esa realidad.
Entre los antropólogos circula un viejo chiste sobre este problema. En el desierto australiano un antropólogo que quiere aprender la lengua nativa se vale de un indígena para que le vaya diciendo el nombre, en su lengua, de los objetos que va señalando con el dedo. Se da un paseo señalándolo todo y cada vez más excitado. Al final le cuenta a un colega que aquella gente demuestra, por su lenguaje, que tienen el concepto de naturaleza como una única esencia porque, apuntara donde apuntara, el indígena decía siempre la misma palabra.
Qué gran hallazgo. Sólo muchos años después descubren que la palabra que tantas veces repetía el indígena era «dedo».
Por lo tanto, no podemos confiar únicamente en la información pura. A los datos hay que atribuirles conceptos, y los conceptos implican teoría. Y, en el campo científico, la teoría conduce inevitablemente a las matemáticas.
Cuando se establecen comunicaciones por radio con otras civilizaciones, es norma habitual enviar mensajes basados en interesantes esquemas tipo bip-bap-bip, que, una vez recibidos por las criaturas, son diligentemente decodificados en imágenes. Las escenas en las que se da esto nos demuestran, a nosotros y a nuestro sistema planetario, que existen algunas constantes físicas (como la proporción de la masa del protón con respecto a la del electrón) y otros ejemplos más atrevidos.
Juguemos ahora con algunas ideas contrarias esas suposiciones. Imaginemos que los alienígenas ni siquiera reconocen la importancia del bip-bap-bip. ¿Por qué? Pues porque su aritmética puede ser no numérica, es decir, basarse meramente en la comparación y no en la cantidad. Pueden pensar exclusivamente en términos de «A es mayor que B», sin molestarse en descomponer A y B en trocitos cuantificables.
¿Cómo podría ocurrir tal cosa? Imaginemos que en su hábitat existen muy pocos elementos sólidos o estructuras firmes; que, por ejemplo, son criaturas gelatinosas que habitan en un mar caldoso. Lógicamente, si se trata de criaturas de gran dimensión que necesitan una gran porción de océano del que obtener animales menores con los que alimentarse, puede que apenas se vean las unas a las otras. A esos pececillos que les sirven de pasto posiblemente los vean como un enjambre homogéneo, aunque sepan intuitivamente cuál de aquellos bocados exquisitos es mayor que los otros. De esta forma nunca desarrollarían la noción de número. (Esta idea no es tan absurda como parece, ni siquiera en relación con los seres humanos. Marvin Minsky, que investiga la inteligencia artificial, me contó una vez que una paciente que había tratado sólo sabía contar hasta tres. No había forma de que comprendiera el número seis si no era como la suma de dos treses.)
Para estos seres, la geometría sería principalmente to pológica, puesto que reflejaría más su interés por la percepción de estructuras globales que por el tamaño, la forma o la medida, al estilo euclidiano. Estas bestias marinas carecerían de combustión y cristalización, pero su ciencia se iniciaría mediante una honda intuición de la mecánica de los fluidos. La ley de Bernoulli, que describe el comportamiento simple de los fluidos, les resultaría tan evidente como lo es para nosotros la ley de la gravedad (las cosas se caen cuando las sueltas).
Desde luego, estas criaturas podrían no construir nunca una radio con la que poder escucharnos. O sí, porque también hay gente que, aun teniendo los pies en tierra firme, no comparte lo que a nosotros nos parece obvio.
Debemos recordar que nuestros conceptos no son trasladables a escalas demasiado alejadas de nuestra experiencia cotidiana. Si nos preguntamos lo que Aristóteles pensaría de los temas de electrodinámica quántica, nos damos cuenta en seguida que no tendría opiniones al respecto, porque el tema escapa totalmente a su esquema conceptual. En su mundo natural no existían el quantum, ni el átomo, ni las ondas luminosas. En un sentido muy limitado, Aristóteles era un extraterrestre.
Quizá sólo en los fríos pasillos de las matemáticas puedan darse ideas auténticamente trasladables. Marvin Minsky es de esta opinión. Cree que cualquier criatura evolucionada, incluso las espirales inteligentes de un campo magnético o los seres de plasma con sus alocados bailes rojos en el corazón de las estrellas, debe ser capaz de elaborar algunas ideas si quiere avanzar en el camino de su supervivencia, o unas matemáticas o cualquier otra cosa.
Y llama a estas ideas Objetos, Causas y Metas.
¿Son éstas las nociones fundamentales con las que todo extraterrestre se debe enfrentar y debe utilizar? Sobre los Objetos, ya hemos corrido una vaga sombra de duda, y no acabo de decidirme en lo de las Causas. La causa no es una noción transparente, ni siquiera en nuestra propia ciencia. Queda mucho por resolver acerca de las categorías quánticas y, como traté en mi novela Cronopaisaje, el tiempo también plantea problemas básicos.
¿Por qué razón deberían surgir Objetos, Causas y Metas en la biosfera de otro mundo? Minsky sostiene que si los conceptos de aritmética y de razonamiento causal acaban por surgir es porque toda biosfora tiene sus límites. Básicamente, se trataría de una cuestión de ciencia económica: es inevitable que en un momento u otro aparezca un período de escasez. Sólo el gazapo espabilado se convertirá en un corredor nato al ver sus esfuerzos re-compensados. Y esta selección afectará a sus futuros esquemas de comportamiento. Minsky ha formulado una serie de argumentos que demuestran, según él, que estos conceptos deben aparecer necesariamente en cualquier ordenador eficaz (y, presumiblemente, inteligente).
Tengo mis dudas, pero hay otros que han ido más lejos, hasta cargar únicamente a las matemáticas con el peso de la comunicación. LINCOS es un lenguaje informático creado por Hans Freudenthal, con el fin de reducir los conceptos más arraigados a la lógica pura y construir así un lenguaje que utiliza sólo símbolos binarios impresos en líneas. LINCOS nos anticipa el momento en el que nos topemos con un ser verde, cenagoso, repugnante y con un deseo imperioso de... escribir.
Las matemáticas ocupan un puesto de honor en materia de comunicaciones, ya que nos permite describir «cosas» con precisión e incluso con belleza, sin que tan siquiera sepamos lo que son. Richard Feynman dijo una vez, con gran horror de algunos, que «lo maravilloso de las matemáticas es que no hace falta que digamos de qué estamos hablando» (cursiva del autor).
Los humanistas, a quienes a menudo les gustaría que los científicos alcanzaran una mayor fluidez verbal, ven en ello una amenaza. Feynman nos quiere dar a entender que la «cosa» que transporta un campo físico cumplirá su función, tanto si la llamamos onda, partícula o «cositutún». No nos hace falta tener bonitas imágenes delante siempre que podamos escribir las ecuaciones correctas. La verdad es que me siento muy a gusto con esta idea. Como David Politzer, de Caltech, ha dicho: «El inglés sólo lo utilizamos como relleno entre ecuación y ecuación». Quizá los mismos científicos nos sirvan como buenos modelos de alienígenas.
Al profundizar en la meta artística de la alienidad, siempre acaba surgiendo el problema del habla. Como he esbozado aquí, existen buenas razones para creer que algunos extraterrestres son realmente inalcanzables. Hay que estar muy dispuesto incluso para admitir que vale la pena hablar con ellos; si no, pensemos en el tiempo que hemos tardado en fijarnos en ballenas y delfines.
Pero supongamos que decidimos jugar la baza de la comunicación. ¿Cómo hace verosímil un escritor que tenga lugar esta conversación y cree sin embargo la sensación de alienidad?
El momento de la trampa
Uno de mis cuentos favoritos de ciencia ficción es «The Dance of the Changer and the Three» (El baile del cambiante y los tres) de Terry Carr. En él, un ser humano que visita otro mundo comenta: «Era embajador en un planeta lleno de cosas que eran capaces de decirme, con una cara muy seria, que dos y dos son naranja». La cita me recuerda el surrealismo por su deliberado rechazo de la lógica. Observen, sin embargo, que aun comentando la esencial alienidad de los alienígenas, se le escapa un toque de perspectiva humana. ¿Por qué se supone que los indígenas pueden poner «cara seria»? ¿Y por qué se supone que deban tener cara en absoluto?
El relato narra la historia de unas criaturas en un mundo bastante normal llamado Loarra y cuenta sus leyendas con primoroso detalle hasta el punto que prácticamente ocupan casi todo el cuento y el lector desprevenido llega a pensar que está leyendo una agradable pieza pseudoantropológica. Y, de repente, los alienígenas matan a casi toda la expedición. ¿Por qué?
No había interpretación posible de las causas que les habían conducido a exterminar la expedición minera. No, no les cegó la locura. No querían echarnos de allí. Aquellas cosas que sacábamos de las profundidades del mar de Loarra nos habían recibido con los brazos abiertos. Y lo más importante: no supieron decirme si era posible que repitieran el ataque.
El cuento termina dos párrafos más adelante, con la incapacidad de los humanos para decidir la acción a seguir. Observen que cuando el autor dice que «les cegó la locura» está recurriendo a una ambigüedad, pues no se sabe si estaban locos de ira o si realmente les faltaba el juicio, y que al rechazar la capacidad de predicción, los alienígenas están negando precisamente nuestra noción de ciencia. Destruyen de un plumazo el dogma del Lenguaje Universal.
Me gusta este cuento porque juega con el lector. Deja caer la puerta de la trampa justo en el momento en que empieza a adormecerse con la placentera simplicidad seudopolinésica de Loarra. Lo que se dice en el relato resulta sorprendente, pero su verdadero objetivo es ese brusco bandazo hacia lo extraño.
Como contraste, veamos ahora uno de los relatos más famosos sobre encuentros con extraterrestres: «Arena», de Frederick Brown (1944).
Un hombre, que se encuentra atrapado en el interior de una cúpula bajo las arenas del desierto, tiene que luchar contra un implacable rival alienígena por el dominio de la galaxia. En la batalla, la «apisonadora» extraterrestre entra en contacto con el hombre a través de la telepatía (eludiendo así todo el problema lingüístico, como podrán observar):
Se estremeció de horror ante lo absolutamente extraño, lo diferente de aquellos pensamientos. Cosas que sentía pero que no podía entender, que nunca podría expresar porque ningún idioma humano poseía las palabras, ninguna mente humana tenía las imágenes que encajaran con aquello. El cerebro de una araña, pensó, el cerebro de una mantis o el de una serpiente del desierto marciano, dotados de inteligencia y puestos en comunicación telepática con las mentes humanas, resultarían naturales y familiares comparado con esto.
Y sin embargo, si la apisonadora hubiera sido absolutamente extraña, habría resultado incomprensible. Como el crítico John Huntington ha señalado, es la alienidad que podemos entender la que aterroriza así al hombre. De hecho, es horrible porque saca a la superficie los sentimientos más complejos e indescriptibles del hombre. En el caso de este relato, el hombre entiende al extraterrestre interpretando sus propios sentimientos. No sabe cómo enfrentarse a ellos y por eso ataca aquello que los provoca.
Se suele interpretar «Arena» como un canto al racionalismo más estricto, más campbelliano, pero creo que puede leerse como un canto encubierto a la emotividad subconsciente. Un planteamiento, en definitiva, completamente diferente al de Carr.
Alienígenas modernistas
Oscar Wilde comentó en una ocasión que en los momentos supremos el estilo siempre es más importante que la esencia. Lo mismo se puede aplicar aquí. No podemos conocer la íntima y verdadera esencia de lo completamente ajeno, pero si podemos utilizar un estilo conscientemente conspicuo para sugerirlas. Algunas de las mejores obras de ciencia ficción adoptan este enfoque, alejado sin duda de las explicaciones científicas y pormenorizadas a lo Hal Clement. En el cuento corto de Robert Silveberg, «Sun dance», el texto se desenvuelve entre distintos puntos de vista; utiliza distintos tiempos verbales y salta de la descripción más objetiva a la visión más intimista y apasionada. Con ello, lo que pretende es dislocar y deformar
la realidad, dar la sensación de intermitencia febril que impida obtener una imagen nítida. «Es como si cada vez que pisáramos el suelo, éste se abriera para hacernos caer en una trampa, y tuviéramos que ir buscando el único espacio en que la tierra fuera firme.»
El relato termina con una rápida sucesión de imágenes reflejadas y refractadas de la misma «realidad»: ahora vemos asesinar a los alienígenas como si de objetos se tratara, un poco más lejos estamos en su interior. Las personas narrativas zigzaguean, se sumergen, vuelven a surgir, siempre abriendo la trampilla al vacío para cualquier juicio definitivo. La historia termina «Y caes», pues no existe suelo firme.
Éste es uno de los mejores ejemplos de cómo se ha apropiado la ciencia ficción de estilos y planteamiento imperantes a comienzos del siglo XX, aquella época que los críticos han denominado modernista. En su ruptura con la visión tradicional decimonónica, el modernismo desarrolló los métodos que minaran la idea de realidad objetiva, para lograr una perspectiva más personal y fragmentaria. El interiorismo de Joyce y las transformaciones semánticas de Faulkner en The Sound and the Fury son mecanismos literarios que dinamitaron la comodidad de las ideas preestablecidas.
Cuando la ciencia ficción utiliza estos métodos, lo hace dándoles un significado diferente, lo que, a mi juicio, supone una de las mayores contribuciones del género a la literatura. La eliminación de pausas, comas y puntos en un texto de ciencia ficción no sirve sólo para expresar un estado de histeria, una avalancha de sensaciones o un en nui vital. Lo que pretende es sugerir formas auténticamente diferentes de percibir el mundo, formas que no proceden de la psicología o la sociología, sino del evolucionismo de la genética e incluso de la física.
Sin que nadie se diera cuenta, la ciencia ficción ha utilizado recursos de la literatura en general (mainstream), para romper con la narrativa tradicional y los ha transformado en recursos personales e intransferibles. (Yo lo llamaría, haciendo una concesión a la jerga, utilizar el modernismo para lograr una especie de «postrealismo».) Pero este campo no ha sido explorado del todo. Sólo ahora, creo, está empezando a ser objeto de estudio.
Una de las aplicaciones más interesantes de estas técnicas se da en la descripción de lo que no se puede conocer científicamente, de lo que nos resulta inescrutable a los humanos. El tema de la alienidad sopla con fuerza incluso sobre los escritos científicos más puros.
En la ciencia ficción, cada vez que se produce un encuentro con alienígenas son los humanos los que salen perdiendo. Chris Kingsley es el protagonista de The Black Cloud (La nube negra), de Fred Hoyle, un científico genial y extravagante que acaba en una especie de locura por saturación al intentar establecer contacto absoluto con una inmensa nube superinteligente venida de otro mundo. Para adaptarse al ingente caudal de ideas y percepciones nuevas, Kingsley «decidió seguir una regla: que lo nuevo sustituyera a lo viejo siempre que surgiera conflicto entre ambos», un precepto casi religioso para el género. Pero, a la larga, las contradicciones acaban por escapar a su control. Al grabarse el nuevo tipo de información en las mismas neuronas que los datos antiguos, les resulta necesariamente imposible conservar la cordura e incluso la vida. Kingsley (¿un eco de Kingsley Amis?) muere. Hoyle no es ningún esteta, pero me parece significativo que haya llegado a la misma noción de contacto con lo extraño. Posteriormente, otros han trabajado sobre ese mismo punto de partida.
Por lo tanto, el mensaje que subyace en la ciencia ficción es que el verdadero alienígena no sólo aporta inquietud o conocimiento, sino que destruye la realidad y, a menudo, con resultados fatales para los humanos. En este punto la ciencia ficción se aparta totalmente de la tradición humanística del arte. Nada hay que la ciencia ficción rechace más radicalmente que el humanismo en el tratamiento del alienígena. El humanista mantiene que el hombre es la medida de todas las cosas, como dijo Shakespeare. La ciencia ficción abjura de este principio con más pasión que lo hicieran el modernismo o el surrealismo, porque incluso descarta el Lenguaje Universal de los científicos y la fe de las matemáticas en las ideas «naturales» platónicas, y afirma que quizás el universo no se pueda conocer y que su justificación moral siempre fuera del alcance de la humanidad.
Esta perspectiva deja a Camus, Sartre y al nihilismo a la altura del betún. Si está buscando literatura de alineación, en la ciencia ficción la encontrará en cantidades industriales. Y, sin embargo, obtendrá por el mismo precio los indicios de la certeza que nos da la ciencia.
Sospecho que el antagonismo, que viene ya de lejos, entre el mundo literario y la comunidad de la ciencia ficción no se queda en la vieja lucha de refinados estetas contra ingenieros. De manera intuitiva, pues no han mediado demasiados debates públicos, ambos grupos ponen en tela de juicio las ideas fundamentales que hay detrás del humanismo. Los escritores de ciencia ficción adoptan perspectivas diferentes ante el universo y no se conforman con algunas reseñas favorables en la sección de crítica literaria del New York Times.
Extraños compañeros de cama
Escritores tan dispares como Philip José Farmer («Los Amantes»), James Tiptree, Jr. («And I Awoke and Found Me Here on a Cold Hill’s Side») y Gardner Dozois (Strangers) han fijado su atención en el componente erótico del alienígena, tema que alcanzó incluso las pantallas con películas como el clásico del autocine Me casé con un marciano.
Con un tema tan personal como es el del sexo, creo que sería aconsejable que dejara por un momento mi sillón de crítico desapasionado y que hablara de mi propio trabajo. Así, por lo menos, reduciré el número de posibles querellas.
Cuando empecé a pensar con detalle en el alienígena, uno de los primeros cuentos que escribí fue «In Alien Flesh» (De carne extraterrestre). Lo construí de una forma un tanto inconsciente, uniendo distintos fragmentos escritos en momentos diferentes a lo largo de varios meses. Tardé mucho en vislumbrar el camino que tomaría aquello.
El cuento trata de un hombre llamado Reginri que ha sido reclutado para encaramarse a un gigantesco alienígena parecido a una ballena que ha quedado varado en la playa de un mar lejano. Reginri es un obrero corriente, no un científico. Consigue encontrar los puntos adecuados en el interior de aquel ser, llamado Drongheda, en los que conectarle los sensores que le han ordenado, y nada más tocarlo se ve invadido por un río de imágenes y sensaciones: la sobrecarga sensorial típica. Surgen en su mente pensamientos inefables y de repente se ve atrapado en el interior de la bestia.
Escribí la mayor parte del cuento, pero no encontré el final. Así que di marcha atrás y le hice un marco a la historia central, que convertí en flashback. En la parte «izquierda» del marco describí a Reginri recordando su terrible encuentro con la Drongheda, y hablé de una perniciosa niebla que se cernía sobre la Tierra y que los humanos debían evitar.
Sólo después de escribir las últimas frases de la historia vi con toda claridad cuál debía ser el párrafo del flashback:
Tenía algo de siniestro, pero también algo de seductor. Se quedó observándola
mientras engullía los árboles que encontraba a su paso.
La estudió con detenimiento, calculando la distancia. Su imponente presencia estaba ya muy cerca. Pero estaba seguro de que todo iba a salir bien.
Una vez escrito esto, aunque resultara incomprensible, al menos para mí, retrocedí rápidamente al momento en que Reginri es constreñido por aquella montaña de carne y, desesperado, empieza a golpear justo en los nervios de la Drongheda. Empecé a escribir de nuevo, metiéndome en la acción sin haberla planeado o pensado antes.
Aunque aturdido por el flujo de extrañas matemáticas y sensaciones procedentes de la Drongheda, Reginri logra escapar y arrojarse al mar. En medio del oleaje que la bestia provoca en su huida, Reginri ve cómo uno de sus compañeros es aplastado por la criatura extraterrestre. Sólo al detenerse un momento a reflexionar, se percata de que el orificio por el que había trepado hasta el interior de la criatura, un orificio estrecho por el que tuvo que arrastrarse como una culebra, no era «parecido a una cicatriz» —descripción que había hecho antes y que dejé tal cual— sino algo mucho más evidente, ¡un orificio sexual!
Hasta que no escribí estas palabras no tuve ninguna pista acerca del verdadero contenido del relato. ¡Qué gran ocasión para el análisis freudiano! ¡El terreno propicio del crítico! Efar, lo inefable...
Dejé la cosa tal como estaba. Habiéndolo escrito por intuición, no me atreví a darle ningún retoque a la fría luz del ojo crítico. Siempre existe un momento cuando escribes en que tienes que soltarle la rienda al relato si no quieres correr el riesgo de quitarle toda la vida. Por lo tanto, signifique lo que signifique, refleje lo que refleje de mi propio e inquietante yo, ahí está.
Aunque acabo de aplicar el criterio minimizador del que me burlaba al principio de este trabajo, creo que lecturas posteriores nos darían la clave de la historia. Sin embargo, es cierto que si diseccionas una salamandra sabrás más acerca de ella, pero la matarás.
En cuanto a cómo compuse el cuento, me gusta la idea de que vaya saliendo así, barajando retazos, tratando de describir literariamente al alienígena, intuitivamente, sin buscar respuestas definitivas y con algo de desvergüenza.
Quisiera volver a lo que acabo de decir e insistir en que si practicamos en «In Alien Flesh» la crítica habitual, sacándole hasta la última viscera, nos quedaremos sin el latido de su corazón. Describir al alienígena de forma que el lector tenga la experiencia de lo extraño es la mayor contribución posible de la ciencia ficción. Pueden basar sus argumentos en intercambios comunicativos, en trampas mutuas o inundar al lector con torrentes de palabras, todo es válido con tal de sumergir al lector en una experiencia nueva. Al fin y al cabo, en eso consiste la alienidad.
Qué alivio al fin
Ver materilizados en moles verdes y pestilentes
Los terrores que llevamos dentro,
Hasta ayer sólo liberados en el diván psicoanalítico.
Con extrañas formas de barro,
Violentas, vibrantes
De frenética energía bajo
El cielo muelle, pálido y amarillo.
Una pústula en el cerebro,
Este afán por lo desconocido, abierta con el bisturí
De los viajes al frío más allá,
Ese misterio tan familiar. Pero con su cruel pinza
Esa cosa deforme te corta hasta el alma desprevenida.