EL CAMINO DEL PECADO MENOR

VIOLA FISCHEROVÁ

SI Jakub giraba a la derecha a la salida de la escuela y luego caminaba hacia la calle, el padre Nosek le daría un empujón en su bicicleta en la avenida de las arboledas. Si él cruzaba por los terrenos del castillo, el sacerdote sólo podría alcanzarlo en la avenida empinada que conduce a la iglesia. La tercera opción era ocultarse detrás de la estación de gasolina. Para ello, tenía que esperar hasta que la silueta negra apareciera en la entrada y girara a la derecha por la acera hacia la plaza principal. La tercera táctica era la más discreta pero también la más arriesgada: con el tráfico de los coches y bicicletas el padre Nosek podía perderlo de vista muy fácilmente y Jakub tendría que esperar hasta la reunión del domingo. No obstante, él estaba convencido de que alternando los tres métodos su encuentro parecería una coincidencia, asunto al que Jakub, por alguna razón, daba gran importancia.

Pero hoy —Jakub estaba informado —el padre Nosek había anticipado el encuentro. Esto también gravitó en su mente durante las dos horas de clase que faltaban para irse a casa, y aunque este no era el asunto principal —la expectativa de Jakub tenía una causa completamente diferente— tenía que pensar en ello necesariamente. En ese momento, parado en la acera, dilucidando qué camino tomar, sintió vergüenza. Él se aseguró que la bicicleta del padre Nosek estuviera en el aparcamiento y corrió por la avenida hacia el parque, donde un elevado arce se erguía frente la entrada de la escuela.

Aunque estaba finalizando octubre, los árboles estaban casi desnudos. Cuatro huecos, completamente llenos de agua por la lluvia, fue todo lo quedó del banco que estuvo allí en el verano. El tío Johan llevaba ya veinte días bajo tierra, Sarraceno nueve. El agua probablemente no se filtró por las paredes de la tumba hasta el ataúd de roble, pero la caja de Sarraceno estaría verdaderamente llena. Él imaginó a Sarraceno, su cabeza entre las patas, con sus ojos tiesos en las tinieblas acuosas.

De ser verano, él hubiera enterrado a Sarraceno tal como era, directamente en la tierra. Cuando estuvieron arrancando el manzano muerto en la pasada primavera, el padre Nosek dijo que en el universo existía solamente la materia que Dios había creado. Ésta no aumentaba ni desaparecía, solamente se transformaba. El tronco negro del árbol ciertamente ya no era madera. Las astillas que Jakub reunió en una pila estaban suaves y mullidas y se convertían en polvo cuando las tocaban.

En el verano, con el calor de la tierra, Sarraceno se transformaría rápido. Jakub imaginaba la arcilla desmoronadiza mezclándose con la piel velluda del perro, cercano a su cuerpo, el cabello blanco y color café en forma de raicillas y, cercano a la superficie, de color verde, germinando en primavera al tomar el sol renovado, más bien como una sombra en la hierba: la sombra verde de un perro.

Pero la caja era robusta, y en una repentina necesidad de proteger a Sarraceno del fango y el frío, Jakub la cubrió con una vieja manta y la clavó fuerte. En aquella desierta alameda, él quedó abrumado con la idea de que había tapiado a Sarraceno.

¿Pero, esto fue todo lo quedó de Sarraceno? Cuando salió para la escuela aquella mañana, Sarraceno había estado tendido frente a la puerta de la habitación del tío, sus ojos cerrados, como si estuviera muerto. Pero reconoció a Jakub, y lo que es más, mostró su reconocimiento tomando leche de las manos de Jakub con su lengua rasgada, sólo un par de gotas, el único alimento que había aceptado después de la muerte del tío. Al mediodía dejó de moverse. Sus ojos se abrieron y su mirada quedó fija en la distancia, en algún lugar más allá de la pared.

La madre lo había estado preparando para esto toda la semana. El animal morirá de añoranza por Johan, debes aceptar la situación. Él aceptó la situación. Incluso se convenció a sí mismo de que Sarraceno no podía ser enterrado en la tumba del tío, a pesar de que ninguno de los dos serviría para nada más. Con el tiempo quedó completamente reconciliado con la idea. En su mente, ambos habían encontrado un lugar en el cielo, cerca de ese hombre en traje de baño a la orilla del mar que sonreía en la mesita de luz de mamá, el hombre que se suponía fuera su difunto padre aunque pareciera muy joven.

Cuando Jakub era pequeño, él sacaba la fotografía del marco cuando la madre no lo estaba observando. Luego ponía un caramelo de menta en los labios del hombre creyendo que éste podía probar el sabor ácido a través de alguna conexión misteriosa. Al menos pensaba que tal cosa no era totalmente imposible. Él observaba con emoción la expresión en los ojos risueños, que se transformaban cada vez que se posaban sobre él. Sentía tal regocijo y orgullo en esos momentos que solía romper en llanto.

Pero eso fue antes. Desde que empezó a asistir a la escuela, los últimos tres años, él no pensaba en su padre de esa forma. Papaíto estaba en el cielo, donde Jakub y mamá lo volverían a ver algún día. Sus plegarias al Todopoderoso por ese día, que realizaba cada noche, comenzaban con una invocación:

Señor, permíteme ascender hasta mi padre en el cielo,

De modo que no pueda apartarme de él

(A veces añadía: Ni quedarme sin su amor),

Que me observa

y no me abandona.

Amén.

A esos versos él añadía otros que componía en el acto, en momentos de particular devoción. Últimamente sus plegarias estaban dirigidas al tío Johan y a su leal servidor Sarraceno, que lo amó tanto que murió de tristeza por su pérdida.

Y a pesar de eso, Sarraceno no estaba en el cielo, esto estaba tan claro como la certeza de que el tío Johan sí estaba allí. El padre Nosek se lo había dicho una tarde de estudios religiosos. Los animales no van al cielo porque no tienen un alma inmortal. Él intentaba rememorar aquella bondadosa voz pronunciando esa oración.

—¡No es cierto! —había gritado desde el fondo del aula. Entonces, como si no hubiera escuchado lo que el padre Nosek había explicado sobre el libre albedrío de escoger a Dios, gimoteó—¿Nadie en absoluto? ¿Ni siquiera los caballos viejos o los perros... ni siquiera Sarraceno?

—¡Ni caballos, ni perros, ni Sarraceno! —se respondía ahora a sí mismo a viva voz, abrumado por la temeridad de tal declaración.

No obstante debe ser cierto. El padre Nosek no dice mentiras. No puede hacerlo. Ni tiene razones para hacerlo. Uno puede mirar a sus ojos durante horas y no ve pasar por ellos la más mínima sombra de maldad o peligro.

Jakub miró atentamente hacia las puertas. De vez en cuando éstas se abrían, pero sólo unos pocos alumnos rezagados escapaban por ellas. Aún no eran las cuatro, sin embargo, las luces de la sala de profesores ya estaban alumbradas. Ningún profesor había salido. Él deslizó las mangas de su abrigo hasta sus dedos. Se le ocurrió que podía esperar en el guardarropa cerca de la escalera, pero desechó esa opción e inmediatamente la olvidó.

Muy bien —reflexionó—las personas tienen un alma inmortal y cuando el alma abandona su cuerpo la persona muere.

Pero los animales también deberían tener un alma, de lo contrario cómo vivirían. Qué tal si tienen sólo un alma diminuta y mortal. ¿Morirían ellos, si su alma muere? En ese caso, cuando Sarraceno se negó a comer después de morir el tío, esto destruyó su alma por inanición. Era ridículo pensar que un embutido pudiera mantener viva el alma de Sarraceno. ¡Incluso una tira de éstos! Jakub sonrió ligeramente. Por un instante tuvo una vaga esperanza de que todo fuera de otra manera; pero en breve ésta se desvaneció sin poder recuperarla.

Los gansos y los pollos mueren cuando su pescuezo es retorcido, él lo ha visto con sus propios ojos. La sangre brota del corte y la vida escapa con ella. ¿Qué otra cosa puede contener la vida además del alma? La única diferencia es que el alma humana sabe hacia dónde va: hacia Dios. Pero, ¿qué pueden saber el conejo y el cordero? E imaginó sus pequeñas, velludas y blancas almas vagando indefensas alrededor del corral, viajando de una esquina a la otra, traqueteadas por el viento y pereciendo.

Sarraceno murió porque quería morir. Porque quería ir detrás del tío Johan. Si se negó a comer y a beber fue porque su alma se lo ordenó. Su diminuta alma exterminó finalmente su gran cuerpo de perro, logrando así escapar e irse detrás de su amo. Además, el cuerpo de Sarraceno estaba hambriento y sediento; por cierto, uno pudiera decir que, al menos en los primeros días, él anduvo buscando su cacerola. Sarraceno también lloraba. Calladamente, él siempre tenía dos lágrimas húmedas y pegajosas debajo de sus ojos.

¿Es posible que un alma como esa quede dispersa como una pelusa, como si fuera nada? ¿No es más fácil imaginársela navegando, buscando su aire y saliendo disparada como un cohete, sobre montes y valles, para reunirse con su amo?

¿Y el tío Johan? ¿Acaso no se dio una vuelta para ver qué estaba haciendo Sarraceno sin él? ¿Acaso no vio cómo moría frente a su puerta, cómo fue languideciendo en su ausencia, y de la forma en que murió? ¿No pudo esperar un poco para poderse ir juntos, como cuando pasaban esos largos meses en que el tío se pasaba todo el tiempo de aquí para allá entre las habitaciones, nunca abandonado por su inseparable Sarraceno? ¡No pudo ser así!

El tío Johan nunca les habló a ellos de Sarraceno, ni a mamá ni a él, ni al padre Nosek. Al final hablaba muy poco y cuando lo hacía era sólo para dirigirse a Sarraceno. Jakub los podía oír en la noche a través de la pared cuando se iba a dormir. ¿De qué otra cosa le pudo hablar que no fuera de esto? ¡No, el tío Johan nunca abandonaría a Sarraceno!

¿Pero, y si lo tuvo que hacer? Jakub respiró profundo. ¿Y si no pudo esperar más? El alma del tío necesitaba salir y Sarraceno estaba muriendo muy lentamente, necesitaba salir para ir al cielo, al infierno o al purgatorio. ¿Qué pasó entonces, cuando el alma del tío no pudo respirar más en la tierra? Al principio trató de contener la respiración, aguantándola entre la almohada y la manta, hasta que se le puso roja la cara y tuvo que partir y ascender. El día después del funeral, el padre Nosek dijo que el tío Johan estaba en el cielo rodeado de ángeles, pues había visto a Dios y a Jesucristo y había sido bendecido.

¿Entonces, qué le pasó a Sarraceno, si a los perros les está negado el Paraíso? ¿Acaso lo dejaron fuera, corriendo de aquí para allá y olfateando frente a las puertas? ¿Lo dejaron allí para languidecer y morir nuevamente?

¿Qué tiene Dios en contra de los perros, si ellos aman a las personas, incluso a los más ingratos y malos, si Él sacrificó a Su hijo Jesucristo por las personas, al que posteriormente clavaron en la cruz? ¿Qué rencor puede guardar Él contra los perros y los caballos, que tiran de su carga todos los días y no pueden galopar en los campos porque en la ciudad no hay campos? ¿Acaso significa que el Señor no ama a los animales?

Él paró de repente. Estaba derrotado por una repentina ola de vergüenza y temor, como cuando Víctor le habla de ángeles mientras orina. ¿Acaso no era una mayor herejía lo que acababa de pensar? Se sonrojó.

Sin embargo, allí estaban esas inocentes criaturas, criaturas de Dios, sacrificadas sin razón, quemadas en el altar como ofrendas. Y los corderos que Dios ordenaba descuartizar en el ocaso del decimocuarto día. Él se lo imaginaba: hombres arrodillados al borde de un acantilado, disponiendo a los corderos sobre la piedra con sus patas amarradas, y acuchillando sus cuellos. En toda la ciudad, en cada casa, ellos escogían el cordero más joven, apartándolo de su madre. Una vez que lo mataban, lavaban sus dedos ensangrentados en el portal de la casa.

Incluso Cristo sacrificó un cordero. Y cuando sus discípulos no tuvieron nada para comer, él ordenó a Pedro que echara la red al mar, y Pedro atrapó 153 peces, que luego se los comieron asados al carbón.

Él lo ha visto en días festivos, cerca del mar. Un hombre con un delantal blanco, escogiendo peces apaleados dentro de un cubo y lanzándolos directamente hacia el aceite hirviendo. El lloraba de horror y mamá se lo llevaba susurrándole al oído que, de cualquier manera, el pez estaba medio muerto y no podía sentir nada. Pero él había visto muy bien cómo el pez forcejeaba debajo de la mesa, tropezando contra las piedras cubiertas de sangre.

Él nunca le contó al padre Nosek nada de esto. Sólo una vez, en la represa, él le preguntó si matar a un pez era una forma diferente de matar. Era diferente, pues matar por un propósito útil no era un pecado. Allí, encima del canal, él trató de explicárselo a sí mismo en términos de un sacrificio, cuando Dios ofrece los animales a los hombres para que éstos coman y no mueran de hambre, en recompensa por su sacrificio, todos los animales, incluidos los predadores y las serpientes, van hacia el paraíso.

—El Paraíso —había dicho el padre Nosek al final de la lección —es Dios. —Y luego, después de sonar la campana, en medio de la algarabía, y sólo para Jakub—: Sólo los humanos agonizan en su anhelo por Dios.

Era posible que los animales no supieran nada acerca de Dios. ¿Pero eso significa que no ansíen un campo verde, donde puedan brincar y pastar, en recompensa por todo el sufrimiento, por el hambre y el frío, por las zurras, la caza y la muerte? A buen seguro, los animales tienen una idea del Paraíso. ¿Y Sarraceno? A Sarraceno no le preocupaba tanto Dios como el tío Johan. ¿Acaso Sarraceno no amaba al tío Johan con todo su corazón, con toda su alma y su mente, no lo seguía a todas partes?

Si Dios no oyera a Sarraceno, alguien tendría que oír sus aullidos frente a las puertas. Quizá Jesús, o los ángeles.

—¡Alguien tiene que ocuparse de él! —gritó—. ¡No pueden dejarlo allí fuera como si nada!

Un tractor con un tráiler vacío sonó estrepitosamente en la calle. En la planta baja, dos ventanas brillaban en el crepúsculo. Detrás de una de ellas la esposa del portero colgaba unas cortinas. Por un momento, cuando ella bajó sus manos, pareció como si mirara a Jakub.

Pero ella sólo miraba su propio reflejo, y cuando reacomodó su bufanda y su blusa, terminó su trabajo relajada y naturalmente, como si no hubiera nadie fuera, como si nadie la pudiera ver.

Jakub se despegó del tronco y comenzó a pasearse entre los árboles, tejiendo una indiscernible red sobre el césped.

Ya era tarde cuando el padre Nosek apareció en la entrada. Los profesores salían ahora en pares y tríos. Debajo de los peldaños, él se detuvo y encendió un cigarrillo. Jakub no se movió. Sólo cuando el último grupo de profesores desapareció por la esquina, él recogió su mochila, giró las correas sobre su codo y caminó hacia la luz de la calle. Sus rodillas chocaban a cada paso que daba y sus ojos estaban fijos en sus pies. Su mente estaba en blanco. La felicidad que se había negado a sí mismo toda la tarde, el gozo antojadizo que, no obstante, él sospechaba presente en cada cosa, incluso en el agua que anegaba a Sarraceno, esa felicidad ahora lo circundaba, clara y espontánea, y no había razones para evitarla. Jakub arrastró sus zapatos por un gran charco y luego saltó al pavimento.

El padre Nosek no lo estaba observando. Él miraba hacia la calle, y cuando finalmente vio a Jakub, su rostro cambió de expresión.

—No puedo hacértelo más fácil Jakub. No puedo decirte lo que tú quieres oír. Aun cuando te parezca incomprensible. —El padre Nosek suspiró—. No existe... No tengo evidencia de la existencia de alma en los animales. Quizá tendría que...

El padre Nosek hablaba agitadamente, como si estuviera enfadado. En su primer año en la escuela, cuando Reiner lanzó la mochila de Jakub por la ventana, el padre Nosek lo abrazó frente a toda el aula. El domingo habría una excursión a las montañas. Comenzó a llover; era tarde. El padre Nosek se puso una capa, montó en su bicicleta y se fue. Con su cabeza contra la esquina de la pared, Jakub comenzó a llorar.

Existe un lugar que Dios no conoce, en el que no piensa, del que ni siquiera le contó a los profetas. Detrás de la pared trasera del Paraíso existe un prado cubierto por la neblina. Los animales que no tienen a dónde ir van a este prado después de su muerte. Todos ellos están allí, caballos y perros, ratones y corderos. Pero nadie sabe de ellos y nadie los busca allí. De modo que están allí esperando por nada.

Hasta ahora Jakub había hecho todo lo posible por entrar al paraíso. Él no usaba el nombre de Dios en vano, no se dejaba tentar por pensamientos pecaminosos ni cometía hurto. De repente esto pareció fácil, al menos mucho más fácil de lo que le esperaba. Desde ese día viviría en el pecado. No completamente, no lo suficiente como para descender al infierno y padecer condenación eterna, pero lo suficiente para no merecer el Paraíso. El alma crece a través de su unión con Dios, recitó rápidamente para calmar su creciente ansiedad. La pérdida de la fe conduce a la condenación. En alguna parte intermedia sería un pecado menor. Él debe rezar, pero Dios no lo debe oír. Él debe creer, pero sólo en el paraíso. Él debe ganar una diminuta alma. Y nunca debe decirle a nadie nada al respecto.

Sintió frío y angustia. El rostro del joven, sonriéndole desde la playa, se le apareció delante por un instante, y sintió una pena tan intensa que tuvo que cerrar los ojos.

Alguien tiene que estar allí con ellos, para hablar con ellos y acariciarlos.

Echó a correr. Cuando abrió la puerta, se le ocurrió que él sería sólo un pobre consuelo para Sarraceno, pero era mejor que nada, se dijo a sí mismo. Antes de entrar al baño, tomó del armario algo de goma, un pincel y un lápiz afilado de la maleta. En la esquina del piso de linóleo que estaba despegada escribió un delicado rótulo: Dios no es el padre. Después de una pausa para pensar añadió su firma: Jakub. Acto seguido, volvió a pegar el piso y cerró la puerta. Rezó por un largo tiempo, escogiendo cuidadosamente las palabras. En su nueva plegaria la palabra padre no aparecía ni una sola vez.

Cuando la madre volvió, encontró a Jakub en la cocina. Aunque la sopa estaba caliente en el fogón, él estaba comiendo tortitas y escupía las semillas de las cerezas, en grandes parábolas, hacia el cubo de carbón.

Viola Fischerová nació en 1935 en Brno. En 1968 emigró a Suiza. Trabajó para la radio checoslovaca, luego la radio suiza y en los años 1980 para Radio Europa Libre. Su primera colección de poemas, Zádušní básně za Pavla Buksu (Réquiem para Pavel Burka, 1993), fue dedicado a su esposo. Ha publicado varios libros desde entonces y también cuentos para niños. Es traductora (del polaco al alemán) y vive en Praga desde 1994.