Defensa del arte cruel

La ciencia ficción no es la única temática tratada en nuestra revista, en la que hemos procurado siempre dar una visión de esas literaturas y artes paralelos tan inextricablemente ligados con los temas de nuestro género. El arte —y la literatura— de la crueldad rozan a menudo los campos fantásticos en que nos movemos. Por ello, creemos interesante reproducir aquí este artículo de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, n.° 241, editada por el Instituto de Cultura Hispánica, en la que el autor de este artículo —Premio de Poesía Casa de las Américas, de La Habana— es Jefe de Redacción.

Si mi memoria no se ha transformado definitivamente en un bufón, entonces, con toda certidumbre, fue Michel de Ghelderode quien opinó sañudamente que el secreto del arte reside en la crueldad. Si la idea del progreso, el talento de Robbe-Grillet, la buena disposición de las delegaciones en las conversaciones sobre desarme, la filosofía de Buda, el Baudelaire de Sartre y todos los penaltys de la historia, son discutibles, también lo es esa frase cruel que un incisivo dramaturgo belga cinceló un día, acaso con una sonrisa implacable como una suma. Discutible pero no totalmente falsa. Disponemos de obras de arte (por ejemplo, los libros de Antonio Machado) donde la crueldad es tan invisible como el bienestar de un ahorcado. Sin embargo, para comprobar que la crueldad amamanta numerosas obras de arte, no es necesario recurrir al marqués de Sade: disfrutamos de sádicos más económicos y con mayor habilidad para filtrarse por la censura argentina, único país de lengua castellana editor y a la vez incendiario del más bello libro de Henry Miller. Lo discutible es únicamente el conferir a la crueldad, en función de obra de arte, naturaleza de categoría; al menos, de categoría única: en arte, es igualmente útil la tristeza. Ghelderode sería entonces, en esa frase lapidaria, además de un teórico complicado y sombrío, un esquemático. Pero hay desde luego ocasiones en que el planteamiento de un tema dentro de un contexto artístico se enriquece con el uso presente o previo de la crueldad. Cabe pensar que las puñaladas satíricas de Quevedo nos resultasen indiferentes si su escritura no estuviese asentada sobre una descomunal ambición literaria y política para la que el adjetivo “inmoral” resulta un eufemismo de señorita de compañía (en Pasión y muerte del conde de Villamediana, penetrante rastreo histórico de Luis Rosales recientemente publicado, el lector puede hallar, en frase de Rosales, la página más vil de la literatura en castellano. Esa página es de Quevedo. Sirvió para ensuciar la memoria de Villamediana. Hoy sirve para ensuciar la suya). Cabe pensar que algunos magníficos textos de Baudelaire, si éste no hubiese odiado a su padrastro, no contendrían más temblor artístico que una receta de cocina. Cabe pensar que la bibliografía agotadora en torno al nebuloso Shakespeare sería menos desaforada si aquel enigmático rentista no hubiera abandonado a su mujer y a sus dos hijos a los veintinueve años de edad —una edad, tal vez, apropiada para la huida, año más, año menos—; acaso aquella crueldad le impulsó, mucho tiempo después, a través de las misteriosas operaciones de la conciencia, a desarrollar el carácter de Macbeth, Yago, Shylock y tantos otros memorables y complejos canallas cuya sorprendente concepción del mundo ha enriquecido la concepción del mundo de unos centenares de generaciones ávidas de saberlo todo —única forma de sed de saber respetablemente concebible—. Y acaso el marqués de Sade, honrado con tanta persecución y tanta amenaza, no hubiera dejado un tan notable testimonio de los desenfrenos de la razón en su curiosa relación con el placer si no se hubiera atrevido a ser, en efecto, y como respuesta a una sociedad entre demoníaca y exasperada, un desesperante endemoniado. Sin crueldad, tal vez Dante sería un chismoso imaginativo; Esquilo, un retórico ampuloso; Kafka, un mero funcionario de la angustia; Dostoiewsky, un endeble místico de la piedad o un apologista de la resignación; Baudelaire, una víctima del complejo de Edipo y de la sífilis; Rimbaud, un malcriado. Bienaventurados los artistas que pueden prescindir de la crueldad como instrumento para la elaboración de su obra. Es cierto que son y han sido numerosos. Es cierto también que la realidad no tiene un solo rostro. El mundo del arte, tampoco.

  

El marqués de Sade, uno de los «grandes» de la crueldad.

El mundo del arte debe tanto al Goya oscuro como al Chagal angélico. El mundo del arte debe tanto al Poe tenebroso como al sereno don Jorge Manrique. En arte, las criaturas con vocación de perfección, o de serenidad, o de víctima, se van entrecruzando con las que eligieron la crueldad, el azote o el salivazo. Siglo a siglo se configura un fresco en donde conviven los sacrificados y los verdugos, los equilibrados y los paranoicos, los escrupulosos y los degenerados, los sonrientes y los intolerables. Es una de las razones con las que se puede defender la vieja idea de que el arte es un reflejo dialéctico de la vida. Ambiciosos y presumiblemente exquisitos teóricos proponen que la realidad sea tomada como un reflejo de la literatura: no hay que ir tan lejos, pero tampoco conviene mitificar a la realidad, sino modificarla; por lo menos, desenmascararla. He aquí entonces como un cínico, un déspota, un asesino, concebidos dentro de una obra de arte, y en ocasiones sosteniéndola casi por entero, forman parte legítima del todo en que se nutren y contra el cual les place descargarse. Toda conciencia repugnante y toda situación agresiva que emergen de entre el contexto de una obra de arte resultan ser un testimonio y, por cuanto desmontan una capa de la cebolla horrible de la realidad, un ademán al que habría que llamar ético, a falta de adjetivo más favorable. En un libro, un personaje que se parezca a un bicho no es nunca —si su bicheidad está bien expresada— menos que un boceto del universo, o de una de sus partes más tumefactas. ¿O vamos a aterrorizarnos ante la literatura de vampiros, nosotros, que podemos nombrar a nuestro siglo con nombres como Auschwitz, Hiroshima, Vietnam y, más módicamente, Budapest, Santo Domingo, Praga...? Sin duda, no falta en este mundo un inquisidor en ejercicio que llamaría salvajes a las reflexiones de Iván Karamazov: pues nuestro mundo es ancho y vario y todo cabe en él, excepto la sorpresa. Pero podemos prescindir de la opinión de ese tipo de lector, no sin advertir que en ella existe menos gazmoñería que impertinente astucia: astucia con la que pretende descargar su propia monstruosidad sobre Iván. Un Iván que, cuando abofetea el cadáver colgado de una viga de su hermano Smerdiacov, merece algo más que una repulsa o un aplauso: está pidiendo, quizá suplicando, una reflexión. Qué gran capacidad para mostrarnos el ajetreo de nuestra reflexión tiene el arte cruel. Qué fácilmente se comprende que la crueldad del arte es a la vez un reflejo y una agresión de y contra la crueldad universal. Qué bien se advierte que una charca es peligrosa porque su lodo fue convocando a las avispas. El arte cruel dispone, por lo pronto, de buen oído y lengua lúcida. Antonin Artaud, víctima de las dos guerras mundiales (o de las dos representaciones más perfectas de una eterna guerra mundial que se enfría a veces pero jamás se apaga), y padre, o por lo menos primogénito, del teatro de la crueldad, no es ni un loco ni un mártir, ni mucho menos un exagerado: es un lúcido. En arte, la crueldad no es un capricho ni una deformación: es una respuesta.

  

El arte cruel, una constante de todos los tiempos.

Qué bien responden casi todos los films de Buñuel, “el sordo de Lepanto”, como ha acertado a definir algún afortunado bautista. Cuando en el Diario de una camarera muestra la avaricia económica y erótica de varias conciencias de una zona rural, cómo nos obliga este aragonés a desmitificar esa poesía insufrible que, a falta de otra crueldad más decente, comete la de una fatigosa mitificación moral del campesino; y cómo, paralelamente, nos obliga a buscar las causas de ese desenfreno moral: y he aquí que la crueldad de esos personajes —la avaricia de realidad de este artista— nos impone un útil ejercicio: el de la creación de una moral que no consienta el desarrollo de la crueldad. Deducción: también los caminos de las imágenes de la crueldad son inescrutables. Hay otro portentoso cruel: Juan Carlos Onetti. Imposible —para mí, aquí y ahora— el atrevimiento de llevar a cabo un estudio mediante el cual se muestre la voluminosa cantidad de reflexión que concita toda la crueldad recogida en y devuelta por sus libros. Imposible —para mí, aquí y ahora— renunciar a definir El infierno tan temido como uno de los relatos más grandes de la historia de la literatura. En otra ocasión he mencionado ese relato en el que una mujer va enviando, con una frecuencia progresiva ferozmente meticulosa, fotografías a su ex marido: en esas fotografías no sólo aparece desnuda, sino también acompañada por otros hombres y en posiciones o actitudes cada vez más vertiginosas, vengativas y destructoras. Vengativas, pues se trata de una venganza: hace tiempo, ella amó unas horas a otro hombre; tras contárselo a su marido, éste le exigió que volviera a narrarlo, pero esta vez desnuda, mientras él la mira silencioso, condenando a ella y a todas las mujeres del mundo con su aterradora impavidez. Venganza por venganza. Ahora, ella se propone destruir al corresponsable de su destrucción: la última fotografía —última porque el ex marido decide, al suicidarse, no tolerar, tal vez no provocar, la siguiente—, llega dentro de un sobre en el que brama la dirección del colegio en que estudia la hija de ese hombre: es esa niña quien abre ese envío. Y, geológicamente, sobreviene la destrucción. Onetti nunca nos ha contado cómo se desmenuzó más tarde esa mujer enloquecida por la humillación y la venganza: desea que lo deduzcamos nosotros. Y que deduzcamos algo más: una falta concreta de misericordia puede desencadenar un terremoto. O también: mientras me niego a comprender, estoy rompiendo el mundo. Aquí, la crueldad sirve a una maravillosa parábola moral.

No, por supuesto: estas líneas no pretenden estimular la crueldad en el arte, ni siquiera justificarla. ¿Qué derecho tendría yo a ejercer el paternalismo de una justificación? Pero también, ¿qué derecho tiene nadie a condenar el arte cruel? Menos derecho aún tienen aquellos que codifican sus repulsas y las ponen en funcionamiento por medio de la fuerza. Cuando los funcionarios soviéticos condenan a Kafka mientras dejan caer sus obuses en Budapest o se niegan a permitir la traducción de las obras de Genet mientras ocupan el país checo, ¿vamos a acompañarlos en la repulsa de esos dos artistas? ¿Por qué? Cuando los funcionarios yanquis prohíben la difusión de los libros de Henry Miller y más tarde arrojan napalm y bombas de fragmentación contra unos adversarios más socorridos de coraje que de armas exóticas, ¿vamos a escupir a los ojos de ese novelista al que le disgusta no hacer el amor? Seamos un poco más coherentes. Hay una honda correspondencia entre la virulencia de las artes y la esquizofrenia de la realidad. Quizá la prueba de que el mundo jamás ha sido merecedor de un alto elogio esté en esa voluminosa herencia de arte cruel que siglo tras siglo ha motivado y concitado. Se ha dicho que el artista es la parte más acusadora de la conciencia de una época. Quizá debería decirse el artista cruel. Si es cierto que la crueldad no es otra cosa que una agresiva variante del miedo, ¿por qué no admitir de una vez que es en las causas que motivan el miedo donde se encuentra la suprema agresión? En una época en la que leer la Prensa, con cierta sensibilidad, presupone una pesadilla, en una época sucia de amenaza atómica, de concretas guerras y de insensato orgullo armado, en una época en que los pactos internacionales parecen firmarse con el exclusivo propósito de incumplirlos en cada una de sus cláusulas, en una época tan exasperada y tan cínica, el Living Theatre, el resurgimiento del pavor expresivo de Artaud, la pintura de la descomposición de las figuras y aun de las formas, la literatura de la agonía (enhorabuena esta vez a los académicos suecos por el reconocimiento de Becket), y la música enervante, agresiva y gimiente, sin destino ni tradición, no son sólo fenómenos artísticos: son fenómenos verdaderamente sociales. Cada artista tiene la desazón de alcanzar a ser un Bosco, un Sade, un Goya de la época negra. Los poseedores de una pituitaria delicada pueden procurar creer que Poe, Lovecraft, Stevenson son escritores del pasado, susceptibles de ser amortajados en ediciones de cantos de oro. A mi modesto y reverente parecer, se equivocan o lo pretenden. La reactualización de la literatura de terror, fenómeno literario —social— al que nuestro momento asiste, no es casual. Vivimos —qué eufemismo— un tiempo abominable. Pero no desaparecerá en el futuro sin su corrosivo epitafio.

FÉLIX GRANDE