AL FINAL DEL VIAJE
DEAN McLAUGHLIN
Dean McLaughlin, que nos trae aquí el problema de lo que le ocurre a un capitán de una nave tras realizar una travesía histórica, trabaja en la librería de la Universidad de Michigan. Es de un temperamento tranquilo; todos los relatos —que no son muchos— que escribe son de SF y, según él mismo comenta, toca con bastante maestría un instrumento musical: el tocadiscos. ¡En cierta ocasión, hasta tuvo la temeridad de admitir que roncaba! Pero todo ello se le puede perdonar viendo que el escribir —que es lo que de verdad nos interesa— es algo que no hace mal del todo.
ilustrado por A. SOKOLOV
El timbre situado sobre el escritorio del Capitán Ralph Griscomb sonó musicalmente. El Capitán Griscomb era un hombre delgado, de aspecto joven, pero eso no significaba nada porque todos los hombres en el Viking tenían aspecto de jóvenes, aunque muchos de ellos no lo eran.
Apretó la tecla; el rostro de su secretaria apareció en la pantalla. También parecía joven, pero sabía de hecho que su edad era de casi doscientos años.
—Sí —dijo. Su tono no era una pregunta.
—Una llamada del observatorio, señor —dijo ella—. Aram Lamphear.
—Pásela.
La pantalla parpadeó. Apareció el rostro de un hombre joven.
—Información, Capitán —dijo concisamente.
—Veamos.
—Las observaciones han sido efectuadas, señor —dijo el hombre—. Nuestra órbita es perfecta.
—Gracias —dijo el Capitán Griscomb—. Redacte un informe y envíemelo.
—Ya está en camino, señor —dijo Lamphear—. Pero pensé que le gustaría saberlo enseguida.
—Sí, gracias. Sí —dijo el Capitán Griscomb. Hizo una pausa, esperando, pero no había nada más que decir—. Gracias —dijo otra vez.
La cara del joven desapareció de la pantalla, y la imagen se esfumó. El Capitán Griscomb continuó mirando a la superficie gris.
Se sentía extrañamente viejo y extrañamente cansado.
Se había terminado. Finalmente, se había terminado. Estaba todo hecho.
Apretó la tecla otra vez. Apareció su secretaria.
—Ruth, tráigame el dossier del viaje. El grande.
—Sí, señor —dijo Ruth Forrest eficientemente.
Atravesó la puerta un momento más tarde, llevando el grueso archivador. Lo dejó encima de la mesa, frente a él. Era pequeña, delgada, de cabellos negros, y tenía una sonrisa atractiva.
—Gracias, Ruth —dijo él. Su mano tocó el dossier, haciendo pasar entre sus dedos las esquinas de las páginas. No las miró —Debe de haber un cartucho llegando por el tubo de comunicaciones —dijo—. Cuando llegue, ¿querrá hacerme el favor de traerlo?
—Desde luego —dijo ella, sorprendida. Esperó embarazada a que la ordenara retirarse, pero Griscomb no dijo nada. Ruth se dio la vuelta para irse.
Repentinamente, se dio cuenta de lo que ocurría. Griscomb le había rogado. Antes, siempre le había ordenado.
Se retiró silenciosamente.
Griscomb abrió el dossier encima de su mesa. Era grueso, un enorme montón de papeles guardados en escrupuloso orden cronológico.
Había noventa años en ese dossier. Más de noventa años. Noventa años acumulados en ese montón de hojas delgadas.
Hizo pasar las páginas, mirándolas. Eran de diferentes colores. Cada color distinguía el departamento de donde provenía: las hojas blancas eran de Comandancia, ostentando su propia y gruesa firma como una enseña... Ralph Griscomb, Capitán. Y los otros colores... azul de Astrogración, verde de Energía, rosa de Relaciones sobre Pasajeros, y las páginas amarillas de Ecología.
Ralph Griscomb las hizo girar una por una. Estaban llenas de palabras mágicas y de nombres mágicos que conjuraban recuerdos de entre las nieblas del olvido.
Su nombramiento. Sus órdenes oficiales, firmadas por el mismo Paolo Lenski. Lenski, que había capitaneado la Venture, la nave matriz de la que habían salido los pasajeros y la tripulación del Viking.
...el registro de la lenta salida del Viking del sistema solar de Ventura Colonia IV. Los pequeños problemas de ajustar a sus pasajeros a la vida de a bordo.
...la inauguración de la Clínica Perrault, con la dispensa especial de ofrecer el regalo de la juventud eterna a todos los que nacieran a bordo del Viking al cumplir los veinte años de edad.
...la Plaga que había desaparecido tan rápidamente como había aparecido, dejando cincuenta y cuatro pasajeros muertos. La causa nunca fue descubierta.
...la primera estrella a la que llegó el Viking. El único planeta desierto y árido. El Viking no se detuvo allí. Continuó a través del espacio interestelar.
...el parásito que había atacado las plantas hidropónicas del Viking, extendiéndose mortalmente como una llama negra de un tanque a otro. El pánico que se originó por falta de oxígeno, y más tarde los tumultos debidos a la falta de alimentos almacenados.
...el motín de Reichal, cuando el jefe del Consejo de Pasajeros desafió las órdenes de Griscomb. Fue dominado, y Reichal fue retirado de su cargo. El Consejo se convirtió, en la práctica, en una marioneta bajo las manos de Griscomb.
...la llegada del Viking a una segunda estrella y la observación de un planeta habitable. El cierre de la Clínica Perrault y los tumultos que inevitablemente sucedieron. No podía esperarse de los desheredados que comprendieran que la inmortalidad no era compatible con una vida planetaria —que en un mundo los hombres deben morir o que a fin de vivir equilibrados con ese mundo, deben cesar de reproducirse— ya que de otra manera se multiplicarían hasta que los recursos del planeta no podrían satisfacer sus necesidades. No se les podía explicar, enfrentando su pasión, que a los inmortales se les permitía su inmortalidad debido solamente al inexhaustible vacío en el que viajaban, tomando únicamente un poco de cada mundo en el que se detenían para establecer una colonia. Los jóvenes —los desposeídos— no podía esperarse que simpatizaran con esas realidades. Esto originó muchas angustias y Griscomb lo lamentó, pero esa era la única forma en que podía ser hecho.
...y finalmente las últimas páginas del archivador, detallando las lentas maniobras del Viking al establecer una órbita alrededor del planeta.
Eso era todo. Había visto todas las páginas del dossier, una por una. Había regresado al pasado otra vez. Noventa años de trabajo, de su trabajo. Y ahora se había terminado, y quedaba solamente la última página por llenar.
Ruth entró en la oficina. Atravesó la alfombra suavemente y dejó un papel frente a él.
—Me pidió que le trajera esto —le recordó.
Miró a la hoja de color azul; indicaba, tal como Aram Lamphear había dicho, que el Viking se hallaba en una órbita estable alrededor del planeta.
—Gracias, Ruth —dijo.
Puso el papel en el archivador. La última página. Ahora todo estaba terminado.
—Tenga, Ruth —dijo, cerrando el dossier—. Póngalo otra vez en su sitio, por favor.
—Sí, señor —se inclinó sobre la mesa para levantar el archivador con las dos manos.
—No, Ruth —dijo Griscomb—. Ya no hace falta que me llame así, ya nunca más. —Juntó las manos y las miró. Respiró profundamente—. Ahora soy solamente Ralph Griscomb.
—Sí, señor —se dio cuenta de lo que había dicho y sonrió embarazada—. Quiero decir, señor Griscomb —titubeó, cogiendo el archivador entre sus brazos—. Se ha terminado, ¿verdad?
—Sí —afirmó él. Ella ya debía de saberlo, pero había sido un detalle amable el que esperara su confirmación—. Finalmente, se ha terminado —dijo, y miró hacia sus manos entrecruzadas.
—¿Qué es lo que hará ahora? —preguntó ella.
Griscomb alzó los hombros. No lo sabía.
—Ruth, ¿qué es lo que usted y su esposo han planeado hacer? No me lo ha dicho...
—Eso se acabó —dijo ella seriamente—. Hace dos años. —Griscomb tuvo la sensación de que deseaba decir más, pero no lo hizo.
—Lo siento —dijo, sintiéndose cohibido—. No lo sabía.
—No tenía porqué —su sonrisa era suave—. Nunca lo preguntó, siempre estaba tan ocupado, y además no tiene importancia. Karel y yo decidimos terminar. Eso es todo. Nos conocíamos demasiado bien. Uno acaba así, a veces, después de cuarenta años.
—Comprendo lo que quiere decir —dijo Griscomb. También él había pasado por eso.
—Yo terminé por saber todo lo que iba a hacer y todo lo que iba a decir —dijo Ruth—. Y a él le ocurría lo mismo. Ya... ya no teníamos nada entre nosotros. Ya no había nada más que pudiera ocurrir entre los dos. Así que... decidimos dejarlo. Creo que uno debería hacerlo cuando las cosas llegan a ese punto.
—Sí. Yo también lo creo —Griscomb tamborileó en la mesa con los dedos. Dejó descansar sus manos con las palmas hacía arriba—. Viviendo durante tantos años, creo que tiene razón.
Ruth aún tenía el archivador cogido entre sus brazos, apretándolo contra su cuerpo.
—Bien... —se retiró lentamente, como si hubiera querido decir algo más pero no se hubiera sentido capaz.
Griscomb la miró, esperando que hablara. La vio titubear en la puerta, asiendo el archivador como si se quisiera proteger con él. Parecía como si le faltara aire y quisiera hablar, pero repentinamente, al ver que sus ojos grises la contemplaban, perdió el valor y retrocedió, y la puerta se cerró entre ellos.
Cogió una pluma y una hoja de papel de un cajón. Empezó a escribir.
Había estado pensando mucho, durante esos últimos años, acerca de como lo escribiría. Había pensado en las sentencias hasta que se habían convertido en mármol tallado en su mente. Pero ahora, al tenerlas que transcribir finalmente al papel, no eran las mismas palabras y no tenían la misma cualidad de las palabras en que había estado pensando una y otra vez.
Tomó otra hoja y empezó de nuevo. Escribió las cosas que tenía que escribir, en una prosa formal y fría. Aún estaba en ello cuando Ruth hizo sonar el timbre que tenía sobre la mesa. Extendió una mano y apretó la tecla.
—Green Tepperman —dijo ella—. Quiere saber si debería bajar ahora.
—¿Qué? —preguntó Griscomb—. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Es que tiene espías en todas partes?
—No creo que lo sepa —explicó Ruth—. Creo que estaba tratando de obtener información. ¿Qué debo decirle?
—Hay muchos que espiarían para él —murmuró Griscomb—. Como si no fuera a tener el poder dentro de muy poco. Dígale que pronto sabrá de mí. Aún soy el Capitán de esta nave.
Se calmó y sonrió, haciendo una mueca:
—Aunque sea por poco tiempo, de todas maneras.
—Sí, capitán. Aunque sea por poco tiempo —convino Ruth. Entonces se corrigió a sí misma con una sonrisa—: Señor Griscomb.
—Dígale que espere hasta tener mis noticias, Ruth. Eso es todo. —Desconectó la tecla de un golpe—. Eso es todo —repitió a la apagada y gris pantalla.
Continuó escribiendo otra vez, cuidadosamente, la prosa formal que cancelaría su mando.
Mientras el Viking se aproximaba a la estrella que era su destino, Griscomb había perdido el poder que ejercía sobre el Consejo de Pasajeros. Su poder se había apoyado en el hecho de que mandaba la nave y continuaría haciéndolo. Con el término del viaje a la vista, todo eso había cambiado.
Green Tepperman, jefe del Consejo, no se levantó de su asiento cuando Griscomb entró. Tepperman era un hombre alto y grueso, de cabello rubio y mejillas sonrosadas. Arqueó las cejas al ver a Griscomb, pero pareció más complacido que sorprendido.
—¡De modo que ahora es usted quien viene a verme! —saludó. Señaló con la cabeza hacia una silla.
Griscomb pretendió no haberse dado cuenta. Nunca había simpatizado con Tepperman... pocos hombres lo hacían. Y sabía que Tepperman disfrutaba del mayor cargo electivo en la nave solamente porque a los pasajeros no les importaba quien ocupaba un cargo sin poder. Pero ahora —ahora que el Consejo volvería a tener el poder otra vez— ahora Tepperman sería expulsado de su cargo en las votaciones de la próxima elección. Se preguntó si Tepperman ya se habría dado cuenta de eso.
—He venido a traerle esto —dijo. Le entregó el sobre a través del escritorio.
Ansioso, Tepperman introdujo un dedo bajo la solapa del sobre, rompiéndolo, y extrajo el papel, abriéndolo y depositándolo frente a él.
—La nave es suya, señor —dijo Griscomb secamente.
—Ah... ¡Sí! —Tepperman siseó, como un hombre contando dinero.
—¿Quiere usted algo más, señor? —preguntó Griscomb con respeto.
—¡Oh! Siéntese, Capitán —Tepperman asumió una pose de persona importante—. Debo confesar que encuentro que ha sido... ah, muy generoso al entregarme el mando en forma voluntaria. Podía haberme puesto en una posición muy difícil. ¡Sí! ¡Muy difícil!
Griscomb estaba tan quieto como si estuviera hecho de piedra.
—No habría ganado nada con eso —dijo—. Los he traído hasta aquí. ¿Qué más puedo hacer?
Tepperman pareció sorprendido, asombrado.
—Pero ha tenido tanto poder, ¡ha gobernado nuestras vidas! Y... entregarlo en forma tan simple... rendirse...
—He tenido poder porque controlaba la nave —dijo Griscomb—. Y no había ningún sitio a donde nadie pudiera marcharse. Ahora... ahora mi nave está en órbita. Hay un planeta ahí abajo. No tengo ningún derecho al poder, ahora.
—Pero aún tiene la nave —objetó Tepperman.
—No —Griscomb negó con la cabeza—. También se la entrego. Mientras viajábamos, era mía. Ahora... —Su garganta estaba seca—. Ahora no la quiero.
—Pero... —Tepperman protestó inarticuladamente—. Sería una gran ayuda para mí si usted quisiera continuar. Bajo mis órdenes, claro. Sí... me ayudaría usted mucho.
—No —dijo Griscomb. Había sabido que Tepperman le ofrecería otra vez el puesto de comandante de su nave, y había determinado que rehusaría. Aun así le había afectado mucho el que la oferta no hubiera sido hecha en un gesto de fría y formal cortesía. En vez de ello, Tepperman le había hecho la oferta como una conveniencia para sacarse trabajo de encima—. En la nueva situación —dijo—, creo que un hombre tiene derecho a ocuparse en lo que sea de su interés. Yo... gracias por su oferta. No puedo aceptarla.
—¿Por qué no? —dijo Tepperman, frunciendo el ceño.
—He terminado mi trabajo —dijo Griscomb—. El mando ha dejado de tener utilidad. El Viking está en órbita... Astrogración solo tendrá que cuidarse de las operaciones concernientes a trasladarse de la nave al planeta y viceversa. La energía solamente se hará servir para uso interno. La ecología se convertirá en una operación rutinaria, y parte de su personal podrá dedicarse a estudiar sobre el planeta. Y Relaciones depende más de usted que de ningún otro. Lo siento, señor. Mi trabajo está terminado y no hay lugar para mí en el nuevo esquema. Gracias, pero la respuesta es no.
—Se precipita usted, Capitán —indicó Tepperman.
—Eso es otra cosa que también ha cambiado —dijo Griscomb en voz firme y dura—. Ya no soy Capitán.
—Pero usted no comprende como he planeado el organizar las operaciones —explicó Tepperman—. Lo que yo quiero es que usted se haga cargo de los asuntos a bordo de la nave, y de las operaciones entre el planeta y la nave... mientras yo dedico mis energías a dirigir el desarrollo de la colonia.
Griscomb se arrellanó aún más en la silla.
—Señor, si me lo permite, ya he tomado mi decisión de rehusar.
—Pero, ¿por qué?
—¿Por qué? —replicó Griscomb—. ¿Es que debo dar explicaciones? No quiero el mando. ¿No es eso suficiente? He capitaneado esta nave durante noventa y nueve años. He tenido autoridad total sobre cualquier vida, maquinaria o cosa. Y ahora usted quiere que tome otra vez el mando y me siente a contemplar y observar como desaparece todo aquello en que he estado trabajando, hasta que mi nave sea una cáscara vacía. Quiere que me haga cargo de un puesto en el cual tendré que estar sujeto a las órdenes de usted. Perdone que se lo diga, señor, pero si quiere que ese trabajo sea hecho en forma eficiente, será mejor que se busque a otro. Alguien que no tenga que arrastrarse por el suelo después de haber permanecido sobre sus pies.
—Me gustaría que lo reconsiderara —urgió Tepperman—. Debo decir que su punto de vista es innecesariamente sórdido. Después de todo, no nos quedaremos en este planeta por siempre... o al menos no por más de un siglo. El tiempo suficiente para establecer nuestra colonia y construir algunas nuevas naves...
—Ya he dicho que había tomado mi decisión —dijo Griscomb.
—Pero... —arguyó Tepperman—. Pero seguramente, cuando tengamos que trasladarnos otra vez, usted será el comandante de una de esas naves.
—Tal vez —admitió Griscomb, sin ser persuadido—. Un siglo es demasiado largo de prever... incluso para nosotros. He hecho mi trabajo y quiero descansar. Quiero olvidarlo todo. Todo.
—Me pone usted en una situación difícil...
—Lo siento. Tendrá que encontrar a algún otro.
—Pero, ¿qué es lo que hará usted?
—Como un pasajero ordinario —replicó Griscomb secamente—, no veo las razones de discutir este asunto aquí. Gracias, ya me cuidaré de mis propios asuntos.
Se levantó.
—Usted debe estar ocupado —afirmó. Se retiró hacia la puerta—. Si no hay nada más...
—No. Nada.
—Gracias, señor —dijo Griscomb—. Le deseo suerte en su nuevo cargo, señor.
—Gracias —respondió Tepperman, sonriendo.
Griscomb se fue.
Fuera, Griscomb hizo una pausa. Se llevó la mano al cuello de su traje y retiró la estrella brillante y plateada que llevaba puesta. La tuvo en la palma de su mano por un momento, mirándola, sopesándola, sintiendo por un instante su fría y aguda existencia. Le hizo una mueca y la dejó caer en un bolsillo.
Los corredores centrales del Puente eran amplios. Un gran número de personas caminaban sosegadamente hacia sus puestos. Griscomb caminó entre ellas, aunque sintiéndose aparte. Había demasiadas conversaciones excitadas a su alrededor, demasiadas risas, demasiada compañía en la que él no tenía parte.
El Puente Central era una gran extensión de verde césped y congregaciones de arbustos y jardines. Era el único lugar en la nave en donde las plantas crecían en tierra sólida y húmeda. Los niños corrían y jugaban ruidosamente entre los arbustos, demasiados jóvenes aún para saber sobre su herencia destituida, alegres aún con la brillante y espontánea risa y los maravillosos e interminables días de la niñez.
Griscomb continuó andando. Debía de volver a su oficina a cumplir su última tarea. Aún no, pensó. Podía esperar. Tenía tiempo, ahora. Tiempo para comportarse como un ser humano.
Continuó marchando, a lo largo de los anchos pasillos, hacia el final, donde el Puente Central se encontraba con el casco del Viking. Pero el Puente Central, allí, era diferente de los otros niveles de la nave. En vez del gris metal de las gruesas paredes, parecía no haber ninguna barrera. La pared era tan transparente como el aire y parecía tan inexistente que casi era increíble pensar que allí hubiera algo aunque uno lo tocara para asegurarse. Uno podía aproximarse tan cerca de la pared que casi podía creer que si daba un paso más se encontraría fuera de la nave, y que allí no había nada para detenerle.
La gente se agolpaba cerca de la barrera invisible. Hablaban excitadamente entre ellos, y señalaban. Porque allí, a dos mil kilómetros bajo la nave, la gran curva del planeta se destacaba en la inmensa profundidad del espacio. Su extensión era tan grande que era imposible verlo enteramente de una sola mirada. Parecía llenar el universo.
Griscomb se apretó contra la transparente barrera. La llamarán la Colonia Viking, pensó. Y será su colonia. Pero yo los traje aquí. Eso no me lo pueden quitar. No como mi nave o mi estrella. Es la única cosa que no me pueden quitar.
Era un buen mundo, envuelto con una buena atmósfera, y los continentes eran verdes y bordados de lagos azules y ríos, y de blanco con la nieve de las cumbres de las montañas.
Los he traído aquí, pensó. Los he traído aquí.
Se giró para marcharse. Su codo rozó una manga.
—¡Vaya, Foster! —exclamó—. Hacía tiempo que no nos veíamos.
Hacía tiempo. Noventa y cuatro años. Foster Simes había sido su principal asistente cuando él estaba dirigiendo una factoría de acero en Ventura Colonia IV. Habían sido amigos en esos lejanos días, cuando había habido tiempo para los amigos. Pero eso había sido un siglo atrás, y a una distancia de dieciocho años-luz.
El hombre —la cara de Foster no había cambiado un ápice— lo miró. Una pausa. Luego:
—Sí. Hace tiempo. Mucho tiempo. Me alegro de verte otra vez, Capitán.
Griscomb negó con la cabeza:
—No. Ya no soy Capitán. La nave está en órbita. Mi trabajo ha terminado.
—¡Terminado! —exclamó Foster Simes—. ¡Bien! —Se rió vivamente—. Eso significa que estás sin trabajo. —Rió un poco más. Se detuvo cuando se dio cuenta de que Griscomb no iba a reír.
—Terminado —repitió Griscomb.
Los dos hombres se quedaron mirando el uno al otro. Si había algo por decir, ninguno de los dos sabía el qué.
—Bien... —Foster extendió su mano—. Ha sido un placer el verte otra vez —dijo, apartándose un poco, sintiéndose cohibido—. Ha pasado mucho tiempo.
—Sí —dijo Griscomb—. Mucho tiempo.
Contempló al hombre que se retiraba.
Se dirigió a su alojamiento. Hammond Siff se irguió desgarbadamente del sofá. Su pie rozó un cojín y lo hizo caer al suelo. Se inclinó para recogerlo.
—No te molestes —dijo Griscomb.
Siff se quedó titubeando, con el cojín colgando de su mano. Griscomb lo tomó y lo puso en el sofá. Lo apretó entre sus manos para devolverle la forma.
Se volvió hacia su asistente.
—Nunca te ha gustado tu trabajo aquí, ¿verdad? —preguntó suavemente.
Siff dio un paso atrás.
—Bien, no lo sé realmente, señor... Yo... —Desplazó el peso de su cuerpo de un pie a otro.
Griscomb lo detuvo con un gesto.
—Está bien —dijo. Sonrió—. Está bien. No respetaría a un hombre al que le gustara este trabajo. Es una clase de trabajo...
—Oh, no, señor —protestó Siff—. De verdad, yo...
—Está bien, Hammond —repitió Griscomb—. El trabajo ya se ha terminado.
Le ofreció su mano.
—Me alegro de haberte tenido —dijo.
Hammond Siff apretó su mano aún titubeando.
—¿Querrá usted algo, señor?
Griscomb lo miró con curiosidad. Negó con la cabeza.
—No. Nada más. El trabajo ha terminado. Ya no soy Capitán... y tú ya no eres asistente. Puedes irte ahora, en cuanto quieras.
Hammond Siff aún titubeó.
—Puedes marcharte de aquí en cuanto quieras —le dijo Griscomb—. Regístrate en Destinos tan pronto como te parezca.
Siff lo contempló, frunciendo el ceño.
—¿Lo dice de verdad? —preguntó—. ¿Marcharme de aquí...?
—Puedes quedarte aquí, si lo prefieres —Griscomb se alzó de hombros—. No te voy a dar ninguna orden más. El resto de la nave está un tanto lleno. Por lo que a mí respecta, puedes hacer lo que quieras.
—Pues, es una buena habitación —admitió Siff—. La única cosa...
Sí, pensó Griscomb. ¿Quién quiere vivir al lado de un hombre que fue el Capitán?
—Yo me marcharé manaña —dijo.
—Sí, señor —Siff retrocedió hacia la puerta, como excusándose—. ¿Señor?
—Sí. ¿Qué deseas?
—¿Se ha terminado? Quiero decir, ¿se ha terminado realmente?
—Sí —suspiró Griscomb—. Realmente, ha terminado.
Entonces Siff se fue.
Griscomb cambió su traje por otro que no parecía un uniforme. No había llevado estas ropas desde hacía mucho tiempo, y le fue un tanto difícil encontrarlas puesto que no sabía el lugar donde Siff había estado guardando sus vestidos. Pero el traje estaba limpio y sin arrugas, y no había señales de todo el tiempo que había estado guardado en el cajón. Siff había sido un buen asistente, y Griscomb lamentó haber tenido que prescindir de él.
Una vez vestido, volvió a su oficina. Ruth estaba en su escritorio, esperando, sin hacer nada porque no había nada que hacer.
Ahora llegaba la última parte... la tarea final. Miró alrededor de la habitación, extrañamente vacía, con la sola presencia de Ruth en su mesa, observándolo y deseando hacer preguntas, aunque permaneciera en un silencio pensativo.
Griscomb sonrió momentáneamente y, por un instante, pareció realmente joven. El instante pasó.
—Ruth, ¿quiere ayudarme a limpiar mi escritorio? —preguntó—. Luego limpiaremos el suyo.
—De acuerdo —se levantó, mirándolo seriamente.
Era la última tarea y la tarea era difícil. Abrir los cajones de su escritorio y separar las cosas personales, privadas, de aquellas otras que habían formado parte de su trabajo. Era como destrozar un pedazo de su propia vida.
No fue nada fácil el decidir lo que había de ser del Capitán y lo que era suyo. La carta de Paolo Lenski, por ejemplo. Griscomb la había encontrado en su mesa la primera vez que atravesó la puerta. La había guardado durante todos estos años.
Ralph:
Vas a necesitar algo más que la suerte que yo te deseo. Mucho más. Pero llevarás todo el peso de la tarea y no puedo ni darte consejos ni avisos.
Pero si pudiera darte una regla con la que juzgar los actos de tu responsabilidad, sería esta: que el propósito de tu nave, el Viking, es el de establecer una colonia humana en un planeta de alguna nueva estrella y aún más, puesto que esta colonia a su vez debe ser una avanzada a través de la galaxia, hacia otras estrellas y colonias.
Cualquier cosa que hagas a fin de cumplir este propósito estará bien. Cualquier cosa que impida este propósito no debe ni siquiera ser considerada.
En cuanto al resto, tu juicio decidirá. Te deseo suerte y éxito en tu viaje. Pero no es tan solo mucha suerte lo que vas a necesitar. Por ello, también te deseo sabiduría.
Paolo.
Griscomb plegó el mensaje manuscrito y lo puso otra vez en el sobre. Había sido dirigido a él, y aún después de todos esos años podía ver todavía al pequeño hombre rubio dirigiéndole esas palabras. Pero el mensaje... estaba destinado al puesto que ya no ocupaba. Griscomb lo dejó sobre la mesa, exactamente donde lo había encontrado anteriormente hacía casi un siglo.
El Viking continuaría su viaje, algún día. Tal vez tendría su mando otra vez. Sería agradable volver a esta oficina y encontrar la carta esperándole como un viejo amigo. Sería algo así como volver a casa. O, si algún otro tomaba el mando del Viking en su segundo viaje, bien, cualquiera que fuese, comprendería por qué estaba la carta allí, y los consejos que daba eran mejores que los que él, Griscomb, podría dar.
Con sorpresa, comprobó que en la mesa de su oficina había muy pocas cosas que pudiera llamar propias, a pesar de que la había estado ocupando durante tantos años. Cuando Ruth terminó de poner las cosas otra vez en los cajones, solo quedó un pequeño montón separado.
Empezó a distribuir las cosas entre sus bolsillos. Pequeños recuerdos y objetos sin importancia...
—¿Qué es lo que hará ahora? —preguntó Ruth.
El último objeto era un pisapapeles. Griscomb lo cogió y lo sopesó en su mano.
—Qué importa —dijo, alzándose de hombros. Dejó caer el pisapapeles en un bolsillo.
—Por favor —persistió ella—. Ya sé que no es de mi incumbencia, pero me gustaría saberlo.
El pisapapeles abultaba en su bolsillo. Lo extrajo y lo mantuvo en su mano, tratando de decidir qué haría con él.
—No he pensado en eso hasta hoy —admitió—. Ahora, repentinamente, no tengo nada que hacer.
Sopesó el pisapapeles y se decidió. Lo dejó otra vez sobre la mesa. La habitación estaba limpia y vacía y parecía estar igual como la primera vez que la vio, hacía noventa y dos años.
—Creo que me haré cazador —murmuró—. Al menos durante un tiempo.
—Eso es peligroso, ¿verdad?
—Muchas cosas lo son —dijo con indiferencia—. He cazado antes. En mi primera colonia, yo era un cazador.
—Pero hay tantas cosas que podría hacer —objetó ella.
—Creo de que es hora de que empiece por el principio otra vez. —Sonrió levemente—. ¿Por qué le interesa saber esto?
Ella no respondió. A su vez, dijo:
—No necesita empezar en eso. Podría ser un granjero, o trabajar en las minas, o conducir alguna clase de máquina. No necesitaría cazar. Cazar es... un trabajo tan solitario.
—Lo sé —admitió él, sin darle importancia. Se alzó de hombros y luego los dejó hundir—. No he hecho muchos amigos durante el desempeño de este trabajo —admitió.
Ella lo miró animosamente.
—Ha hecho algunos —le dijo suavemente.
—Gracias, Ruth —dijo Griscomb, un tanto sorprendido, un tanto inseguro.
Ella apartó los ojos. Griscomb pensó que entendía sus palabras y sus miradas, pero no se precipitó.
Ahora no es el momento, decidió ásperamente. Más tarde, cuando hubiera pasado el tiempo, cuando el resplandor del cargo que había ejercido se hubiera desvanecido un tanto... entonces sería el momento.
Miró alrededor de la habitación por última vez, e inspiró profundamente.
—Vayamos a limpiar su mesa —dijo—. Terminemos de una vez.
Ella bajó los ojos. Su labio se tensó. —Sí —dijo huecamente—. Vayamos.
Solitario, se dirigió al Puente Central para registrarse en Destinos. Los pasillos estaban llenos de gente, y las puertas de la oficina de Destinos estaban abiertas de par en par.
Había una multitud en el interior. Aunque no se había efectuado ninguna notificación pública, la transición ya había empezado. El cambio de una forma de vida a otra.
Titubeó bajo el dintel de la puerta, y supo que no podía entrar allí y mezclarse entre la gente. No podía estar cara a cara con ellos. Ahora no. Aún no.
Caminó lentamente, alejándose.
Llegó, finalmente, al extremo del corredor, y allí estaba el planeta extendiéndose vastamente ante él, curvado y enorme y profundamente estimulante. Grupos de gente se apretaban contra la invisible barrera, mirando hacia el mundo en el que iban a vivir.
Se detuvo, momentáneamente estupefacto por la visión.
Casi a sus pies, una mujer estaba agachada, rodeando con sus brazos a dos chiquillos.
—¿Lo veis? Ahí es donde vais a vivir.
Sí, pensó Griscomb. Vivir. Y llegar a ancianos... Y morir de vejez.
Deseó que hubiera habido alguna otra solución.
Los altavoces emitieron un sonido con tonos de campanas, y las voces de la multitud cesaron al instante. Se produjo un silencio, en espera del anuncio advertido por los altavoces. Y, súbitamente, Griscomb oyó su propia voz, tal como la había grabado unos días antes.
—El planeta que hemos encontrado es habitable, y nuestra nave está ahora en órbita a su alrededor. Nuestro viaje ha terminado. Estableceremos nuestra colonia aquí.
«Mi tarea ha terminado. Estamos aquí y aquí finaliza mi nombramiento. Ya no soy más vuestro Capitán, y ya no tengo ningún cargo o puesto de autoridad a bordo de esta nave o en otro lugar. Desde hoy soy un ciudadano ordinario, uno más entre vosotros.
«Siempre he hecho lo que creí que era lo mejor. He cometido algunas faltas y ha habido algunas injusticias, y lo deploro. A algunos los he favorecido, y a otros los he perjudicado, pero no estoy justificando mis acciones. Tampoco las defiendo. Ha habido momentos en los que mis decisiones han parecido duras y desagradables. Una vez más, solo puedo decir que he actuado como creí que era correcto.
«Estamos a punto de fundar una colonia. Espero y creo que será tan buena colonia como cualquiera de las del pasado. Eso depende de vosotros. Mi tarea ha terminado... os he traído aquí. Vuestro trabajo está a punto de empezar.
En el momento en que cesó la voz de Griscomb, habló Green Tepperman. Rápidamente, empezó a delinear la nueva estructura jerárquica. Griscomb no lo escuchó. Miraba hacia el mundo a donde los había traído.
Sintió como una mano se apoyaba ligeramente en su brazo.
—Hola, Ruth...
Su mano se tornó cálida.
—No estabas en la oficina de Destinos. Yo... miré... pensé que tal vez estarías aquí.
El afirmó con la cabeza. Sí. Claro que estaba aquí.
Su mano descansó con quietud en su brazo. Era lo más natural, lo más seguro. Ella miró hacia el planeta.
—Ralph —murmuró gravemente—. Recuerda esto. Nos has traído aquí. Eso es algo que nadie puede cambiar. Nos has traído aquí.
Sí, pensó él. Los he traído aquí. Pero nunca podría hacer que establecieran una colonia. Eso será lo importante, y eso no puedo conseguirlo yo.
En voz alta, tranquilo, dijo:
—Construir es algo que no se puede hacer solamente con autoridad, Ruth. Eso es todo lo que tuve. Autoridad. No es suficiente. Lo que necesitan ahora son hombres que sean líderes.
—¿Qué? —preguntó ella. No lo comprendía.
Griscomb tampoco lo comprendía. El planeta estaba ante él. Era casi suficiente, al menos en ese momento, mirar hacia abajo, y ver los grandes mares azules en la luz del cálido sol, y la rica y verde tierra repleta con la promesa de la fertilidad, y las montañas extendiendo sus nevadas cumbres hacia el espacio...
Y, mientras el momento moría, vio más allá las lejanas e indiferentes estrellas.
Título original:
THE VOYAGE WHICH IS ENDED
© 1962, Mercury Press, Inc. Published by arrangement with E. J. Carnell
Traducción de S. Mas