[Análisis de la obra]


El placer de sentir miedo

El miedo es la emoción más intensa y antigua en el hombre. No es extraño, entonces, que las historias de terror atraviesen todas las épocas y conformen una parte sustancial del acervo folclórico de todas las culturas. Así, muchos mitos y leyendas se caracterizan por escenarios y personajes que luego aparecerán en historias de terror. Sin embargo, el culto literario del miedo por el miedo mismo apareció en el siglo XVIII con la novela gótica.

El texto fundacional de este género es El castillo de Otranto (1765) de Horace Walpole. Pero no fue él sino Ann Radcliffe (1765-1823) quien hizo del terror una moda y estableció las pautas del nuevo género. Su novela, Los misterios de Udolfo (1794), instaura la trama que será repetida una y otra vez: una temerosa e indefensa heroína explora un edificio siniestro en el que se encuentra prisionera de un malvado aristócrata. La historia se desarrolla en el pasado previo a la reforma protestante y el escenario de las maldades del villano —y los padecimientos de la heroína— es un castillo lúgubre, en cuyos corredores y pasadizos secretos suceden eventos macabros. A pesar de crear esta atmósfera, como digna hija del Siglo de las Luces, Radcliffe termina sus relatos explicando racionalmente los hechos «sobrenaturales» que habían sucedido, destruyendo así a sus propios fantasmas. El período de apogeo de la novela gótica se dio entre 1790 y 1820, y produjo en 1818 su monstruo más famoso, el creado por Mary Shelley en Frankenstein.

La novela gótica engendró una extensa progenie que incluyó a las historias de vampiros y de fantasmas. Estas últimas proliferaron durante la época victoriana (1837-1901). Los autores que conforman nuestra antología vivieron durante este período, compartiendo el gusto estético reinante.

Herederas de la ficción gótica, tanto las historias de vampiros, como las de fantasmas y las historias acerca de hechos sobrenaturales —llamadas globalmente «historias de terror»— intentan asustar e inquietar al lector, que se siente atraído por esas emociones. El atractivo de lo espectralmente macabro se ve acentuado porque va unido a la incertidumbre y el peligro. Los mundos desconocidos presentan una amenaza y están llenos de posibilidades malignas. En su ensayo «El horror en la literatura», H. P. Lovecraft (1890-1937), un maestro del horror, explica que para pertenecer a este género se necesita algo más que una historia sangrienta o unos fantasmas que arrastren sus cadenas por las mohosas escaleras de un castillo. Las historias dignas de pertenecer al género deben «contener cierta atmósfera de intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas»[1]. Por otra parte, la trama debe transmitir una idea terrible para todo ser humano: «la suspensión o trasgresión maligna y particular de las leyes fijas de la Naturaleza»[2]. Una vez que esas leyes dejan de aplicarse, quedamos indefensos ante el embate del caos.

El vampiro (1819) de John Polidori es ejemplo de la suspensión de las leyes naturales. Este relato inaugura el sub-género de las historias de vampiros, donde se elaboran las sospechas de la clase media sobre la decadencia de la aristocracia. El más notorio de los vampiros es el conde Drácula, creación de Bram Stoker. La historia que forma parte de nuestra antología, «El invitado de Drácula», funciona como introducción a la novela. Sin embargo, para los lectores del siglo XXI, que conocen la historia del vampiro de Transilvania aunque no hayan leído la novela de Stoker, este relato funciona como un volver atrás, una suerte de episodio uno.

Las historias de fantasmas proponen como tema central el poder de los muertos que retornan para confrontar a los vivos. Antes del siglo XIX, los fantasmas que aparecían en la literatura eran en sí mismos menos importantes que el mensaje profético o la revelación que transmitían; el fantasma del padre de Hamlet, en la obra homónima de William Shakespeare, es un ejemplo. En las historias de fantasmas, sin embargo, el fantasma lo es todo. Su propósito primordial es producir terror e inquietar al lector. Tanto «El fantasma» de Catherine Wells, como «Relato de los extraños sucesos de la calle Aungier» de Sheridan Le Fanu ponen de manifiesto el espanto provocado por lo inexplicable. ¿Es verdaderamente una rata la que baja por la escalera de la casa en la que viven los estudiantes de medicina en el cuento de Le Fanu? ¿O ambos jóvenes han estado expuestos a los poderes del fantasma del malvado juez? ¿Es una alucinación, producto de su mente afiebrada, la que produce el fantasma en el cuarto de la niña en el cuento de Catherine Wells? A diferencia de las explicaciones reconfortantes dadas por Anne Radcliffe, estos autores Victorianos dejan sus relatos en la incertidumbre, produciendo así una mayor sensación de inquietud e indefensión en el lector.

La fascinación victoriana por los fantasmas puede inscribirse en una inclinación más amplia de la época por lo desconocido y lo difícil de explicar, de allí el gran auge del espiritismo en ese período. El mundo de lo sobrenatural, de lo inexplicable, sirvió de contrapunto a la fuerza dominante de la ciencia. Así, las historias de terror en este período proveen juicios admonitorios contra el racionalismo. En «El hombre y la serpiente» de A. Bierce, Harker Brayton es definido como «un hombre de ideas» que se mofa de las creencias supersticiosas del pasado y se ufana del racionalismo de su propio tiempo en el que ni siquiera los más ignorantes podrían creer «tales tonterías». Sin embargo, al morir, cree que es víctima de poderes sobrenaturales. De la misma manera, el invitado de Drácula se burla del cochero y se refugia en su racionalismo, pero luego vive para lamentarlo.

En el reino de lo inexplicable, el sueño ha sido siempre un territorio que se resiste a ser conquistado. En el cuento de C. Brontë, «Napoleón y el espectro», la explicación racional del sonambulismo del emperador no convence totalmente. Otra lectura es posible: que el espectro haya despertado a Napoleón para mostrarle algo que no hubiera visto de otra manera. Por otra parte, si efectivamente fuera sonámbulo, aún quedarían por explicar las reglas «racionales» que rigen el ambular de aquellos que duermen.

Los autores Victorianos, en su intento por contrarrestar las ideas científicas de la época, también trataron de establecer en sus historias la existencia objetiva de los fenómenos sobrenaturales. Así, en «La historia del difunto señor Elvesham» de H. G. Wells, el protagonista-narrador, Eden, se convierte en reportero y relata paso a paso el cambio operado en su cuerpo. Hacia el final del cuento, otro narrador completa la historia, ratificando lo relatado por Eden, o tal vez no. ¿Creó Elvesham en su senilidad esquizoide toda la historia? Pero, si fuera así, ¿por qué su caligrafía difería de la del «anterior» Elvesham? Wells no toma partido. De esta manera, el lector debe elegir entre las posibles respuestas o, tal vez, formular más preguntas.

La psique del protagonista, su locura senil, también es escrutada en este cuento. Pero esa locura se entremezcla con la cordura del relato pormenorizado. Edgar Allan Poe (1809-1849) ya había elevado las historias de terror por encima del mero entretenimiento a través de una habilidosa mezcla entre razón y locura. Su obra exhibe desde toques de necrofilia en «Annabel Lee» (1849), a sadismo indulgente en «El pozo y el péndulo» (1843), lo que ha suscitado el interés de la crítica psicoanalítica.

Además, las historias de terror victorianas se caracterizan por presentar incidentes sobrenaturales enmarcados en situaciones cotidianas, la banalidad de las cuales hace que las violaciones a las leyes naturales sean mucho más convincentes. «La pata de mono» de W. W. Jacobs es un cuento de superstición y terror que se desarrolla dentro de un marco realista, a la manera de Dickens, donde el calor del hogar y la placidez doméstica del principio del cuento contrastan con su final, también incierto.

El siglo XX fue testigo de la continuidad del género. Nombres como Clive Barker o Stephen King lo prueban. Más recientemente, Internet ha permitido a los autores de terror, y a sus seguidores, crear un espacio nuevo constituido por las fanzines (revistas especializadas) que aparecen en la web. La adaptabilidad y persistencia de este género hasta nuestros días sólo puede explicarse, en palabras de Virginia Woolf, por la «tenacidad del extraño anhelo humano de placer por sentir miedo»[3].