II

A la mañana siguiente, en la claridad del sol frío que iluminaba la mesa del desayuno, Herbert se rió de sus miedos. Había un aire de integridad en la habitación, ausente la noche anterior, y la pata sucia y reseca estaba abandonada sobre un mueble con un descuido que no denotaba mucha fe en sus virtudes.

—Supongo que todos los soldados viejos son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea la de hacernos escuchar tal barbaridad! ¿Cómo podrían concederse deseos en estos días? Y si se pudiera, ¿cómo podrían perjudicarte doscientas libras?

—Podrían caer del cielo sobre su cabeza —imaginó el frívolo Herbert.

—Morris dijo que todas las cosas ocurrían con tanta naturalidad —comentó su padre—, que podrías, si quisieras, atribuirlas a una coincidencia.

—Bueno, no se lancen sobre el dinero antes de que yo vuelva —agregó Herbert al levantarse de la mesa—. Temo que te conviertas en un hombre ruin y avaro, y tengamos que repudiarte.

Su madre rió. Luego lo acompañó a la salida y lo miró alejarse por el camino. Al regresar a la mesa del desayuno, se divirtió a costa de la credulidad de su esposo. Todo esto no impidió que corriera a la puerta cuando llamó el cartero, ni que se refiriera con brusquedad a los suboficiales retirados de costumbres bohemias cuando descubrió que en el correo venía una factura del sastre.

—Me imagino que Herbert hará alguno de sus comentarios graciosos cuando vuelva a casa —dijo mientras se sentaban a comer.

—Así lo creo —respondió el señor White, sirviéndose un poco de cerveza—. Pero, de cualquier modo, la cosa se movió en mi mano; lo juro.

—Te imaginaste que se movía —dijo la anciana con tono conciliador.

—Te digo que se movió —replicó él—. No me lo imaginé; sólo… ¿qué pasa?

Su esposa no contestó. Estaba observando los misteriosos movimientos de un hombre que estaba afuera, y que, mirando de forma poco decidida hacia la casa, parecía intentar convencerse de entrar. Ella lo asoció con las doscientas libras, cuando notó que el extraño estaba bien vestido, y llevaba un sombrero de seda, brillante de tan nuevo. Aquel hombre hizo tres veces una pausa ante la cerca, y luego echó a andar otra vez. La cuarta vez se detuvo, puso la mano sobre ella, y, con repentina resolución, la abrió de par en par y caminó por el sendero. Al mismo tiempo, la señora White se llevó las manos a la espalda, se desató apresuradamente el delantal, y puso ese útil accesorio debajo del almohadón de la silla.

Invitó al extraño a pasar a la sala. Él, que parecía intranquilo, la miró furtivamente, y escuchó preocupado las disculpas de la anciana por la apariencia del lugar y el abrigo de su esposo, prenda que por lo general reservaba para el jardín. Entonces esperó, tan pacientemente como su sumisión se lo permitía, a que él dijera qué lo había traído hasta allí, pero al principio estuvo extrañamente silencioso.

—Me… me pidieron que viniera —dijo al fin, y se agachó a quitarle un trocito de algodón a sus pantalones—. Vengo de Maw y Meggins.

La anciana se sobresaltó.

—¿Pasa algo? —preguntó sin aliento—. ¿Le ha ocurrido algo a Herbert? ¿Qué pasó? ¿Qué pasó?

Su esposo intervino.

—Calma, calma, madre —dijo apresuradamente—. Siéntate y no saques conclusiones. Estoy seguro de que usted no ha traído malas noticias, señor —y miró al otro, anhelante.

—Lo siento… —comenzó el visitante.

—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

—Muy herido —dijo suavemente—. Pero no sufre.

—¡Gracias a Dios! —exclamó la señora White juntando las manos—. ¡Gracias a Dios! ¡Gracias…!

Se interrumpió de pronto, al comprender el siniestro sentido que se escondía en ese consuelo, y vio la terrible confirmación de sus temores en el rostro del hombre. Entonces contuvo la respiración, miró a su marido, que parecía no entender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

—Quedó atrapado en las máquinas —dijo el hombre en voz baja.

—Quedó atrapado en las máquinas —repitió el señor White, aturdido—. Sí.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer entre las suyas y la apretó, como lo hacía cuarenta años antes, cuando la cortejaba.

—Era el único que nos quedaba —dijo, volviéndose suavemente hacia el visitante—. Es muy duro.

El otro tosió, se levantó y se acercó con lentitud a la ventana.

—La empresa me ha encomendado que les exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo sin volverse—. Les ruego que comprendan que sólo soy un empleado y que obedezco órdenes.

No hubo respuesta. El rostro de la señora White estaba lívido, sus ojos fijos, y su respiración inaudible. El semblante de su esposo reflejaba una expresión como la que podría haber tenido su amigo el sargento al comienzo de su carrera.

—Quería decirles que Maw y Meggins se deslindan de responsabilidades —prosiguió—. No admiten ninguna obligación. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, desean compensarlos con una cantidad de dinero.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con horror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra:

—¿Cuánto?

—Doscientas libras —fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió lánguidamente, extendió los brazos como un ciego y se desplomó sin sentido.