La pata de mono


William Wymark Jacobs

I

Afuera, la noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de la residencia Laburnam las persianas estaban cerradas y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero, que tenía la idea de que el juego involucraba cambios radicales, ponía a su rey en peligros tan intensos e innecesarios como para arrancarle comentarios a la anciana de cabello blanco que tejía plácidamente junto al fuego.

—Escuchen el viento —dijo el señor White, quien, tras haberse dado cuenta de un error fatal cuando ya era demasiado tarde, deseaba amablemente impedir que su hijo lo viera.

—Estoy escuchando —confirmó éste, inspeccionando severamente el tablero mientras extendía la mano—. Jaque.

—Me cuesta trabajo creer que vendrá esta noche —comentó su padre, con la mano suspendida sobre el tablero.

—Mate —replicó el hijo.

—Eso es lo peor de vivir tan lejos —gritó el señor White con repentina e inesperada violencia—. De todos los lugares más detestables, fangosos y solitarios, éste es el peor. El sendero es una ciénaga y el camino es un torrente. No sé en qué están pensando todos. Supongo que porque sólo hay dos casas en el camino creen que carece de importancia.

—No tiene caso, querido —dijo su esposa, con tono conciliador—, tal vez ganes la próxima vez.

De pronto, el señor White levantó los ojos, justo a tiempo para interceptar una mirada de entendimiento entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios, y escondió un gesto de culpabilidad en su delgada barba gris.

—Ahí está —dijo Herbert White, mientras el portal se cerraba y se acercaban a la puerta unos pasos fuertes y pesados.

El anciano se levantó con hospitalaria celeridad y, al abrir la puerta, lo oyeron darle el pésame al recién llegado, quien también se compadeció de sí mismo. La señora White dijo:

—¡Ya, ya! —y tosió suavemente, mientras su esposo entraba en la sala, seguido de un hombre alto y corpulento, de ojos pequeños y semblante rubio rojizo.

—El sargento mayor Morris —dijo, presentándolo.

El sargento mayor estrechó sus manos, tomó el asiento que le ofrecieron junto al fuego y se quedó observando plácidamente mientras su anfitrión sacaba whisky y vasos, y colocaba una pequeña tetera de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, sus ojos se tornaron más brillantes, y comenzó a hablar. El pequeño círculo familiar apreciaba con ansioso interés a este visitante de tierras lejanas, que hablaba de lugares desconocidos y formidables hazañas, de guerras y pestes, y pueblos extraños.

—Hace veintiún años de eso —recordó el señor White, inclinando la cabeza a su esposa e hijo—. Cuando se fue era un jovenzuelo. Y mírenlo ahora.

—No parece haberle ido tan mal —agregó amablemente la señora White.

—A mi también me gustaría ir a la India —comentó el anciano—; sólo para echar un vistazo.

—Está mejor aquí —respondió el sargento mayor, sacudiendo la cabeza. Apoyó el vaso vacío y, suspirando suavemente, la sacudió de nuevo.

—Me gustaría ver todos esos antiguos templos y a los faquires y malabaristas —afirmó el viejo—. ¿Qué era eso que comenzó a contarme el otro día sobre una pata de mono, o algo así, Morris?

—Nada —contestó el soldado rápidamente—. Por lo menos, nada que valga la pena escuchar.

—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White con curiosidad.

—Bueno, es sólo un poco de lo que ustedes llamarían magia —dijo el sargento mayor espontáneamente.

Sus tres oyentes se inclinaron ansiosos. Con la mente ausente, el visitante se llevó el vaso a los labios, y luego volvió a dejarlo. Su anfitrión lo llenó.

—Si la miran —continuó el sargento mayor, buscando torpemente en su bolsillo—, es sólo una patita común, momificada.

Sacó algo de su bolsillo y lo mostró. La señora White se apartó haciendo una mueca, pero su hijo la tomó y la examinó con curiosidad.

—¿Y qué tiene de especial? —inquirió el señor White al quitársela a su hijo; pero después de observarla, la colocó sobre la mesa.

—Un viejo faquir la hechizó —dijo el sargento mayor—. Era un hombre santo. Quería demostrar que el destino rige la vida de las personas y que los que interfieren con él lo hacen muy a su pesar. La hechizó de manera que tres hombres distintos pudieran pedirle tres deseos cada uno.

Sus gestos eran tan impresionantes que sus interlocutores se dieron cuenta de que su risa ligera no concordaba con la situación.

—Y bien, ¿por qué no pide usted tres deseos? —preguntó Herbert, astutamente.

El soldado lo miró como un hombre de edad madura debe ver a un joven presuntuoso.

—Ya los pedí —respondió quedamente, y su cara enrojecida palideció.

—¿Y en realidad se le cumplieron los tres deseos? —interrogó el señor White.

—Sí —dijo el sargento mayor, y su vaso chocó contra sus dientes fuertes.

—¿Y alguien más ha pedido deseos? —insistió la anciana.

—El primer hombre pidió sus tres deseos. Sí —fue la respuesta—. No sé cuáles fueron los primeros dos, pero el tercero fue la muerte. Así fue como obtuve la pata.

Su tono era tan serio que se hizo un silencio en el grupo.

—Si ya pidió usted sus tres deseos, entonces ya no le sirve para nada, Morris —afirmó el anciano—. ¿Para qué la conserva?

El soldado sacudió la cabeza.

—Por gusto, supongo —dijo lentamente.

—Si tuviera tres deseos más —agregó el anciano, mirándolo con perspicacia—, ¿los pediría?

—No lo sé —dijo el otro hombre—, no lo sé.

Tomó la pata, y, balanceándola entre el dedo índice y el pulgar, la arrojó al fuego. White, con un leve gemido, se agachó y la recogió.

—Es mejor dejar que se queme —comentó el soldado seriamente.

—Morris, si usted no la quiere —dijo el otro—, démela a mí.

—No lo haré —insistió su amigo—. Yo la lancé al fuego. Si la conserva, no me culpe por lo que ocurra. Arrójela de nuevo a las llamas; sea sensato.

El otro movió la cabeza y examinó de cerca su nueva posesión.

—¿Cómo lo hace? —inquirió.

—Levántela con la mano derecha y pida el deseo en voz alta —dijo el sargento mayor—. Pero lo prevengo sobre las consecuencias.

—Suena como Las mil y una noches —opinó la señora White, mientras se levantaba y comenzaba a preparar la cena—. ¿Cree usted que podría pedir cuatro pares de manos para mí?

Su esposo sacó el talismán de su bolsillo y los tres se echaron a reír, mientras el sargento mayor, con cara de alarmado, lo tomaba del brazo.

—Si va a pedir un deseo —dijo ásperamente—, pida algo sensato.

El señor White la volvió a poner en su bolsillo, y, acomodando las sillas, invitó a su amigo a la mesa. Durante la cena, el talismán fue parcialmente olvidado y, luego, los tres se sentaron a escuchar, encantados, una segunda parte de las aventuras del soldado en la India.

—Si el cuento de la pata de mono no es más veraz que los otros que nos ha contado, no conseguiremos nada de ella —dijo Herbert, al cerrarse la puerta tras su invitado, que salió apurado por alcanzar el último tren.

—¿Le diste algo a cambio? —inquirió la señora White, mirando de cerca a su esposo.

—Muy poca cosa —respondió él, ruborizándose levemente—. No quería nada, pero lo obligué a aceptar. Y otra vez me presionó para que la tirara.

—Seguramente seremos ricos, famosos y felices —dijo Herbert con horror fingido—. Para comenzar, padre, pide ser emperador… así tu esposa no te dominará.

Corrió alrededor de la mesa, perseguido por la traviesa señora White, armada con la funda de un almohadón.

El señor White extrajo la pata del bolsillo y la miró dudando.

—No sé qué pedir, eso es un hecho —dijo pausadamente—. Me parece que tengo todo lo que quiero.

—Si pudieras pagar la casa, estarías muy feliz, ¿o no? —comentó Herbert, con la mano en su hombro—. Bueno, entonces pide doscientas libras; eso sería suficiente.

Su padre, sonriendo avergonzado ante su propia credulidad, levantó el talismán, mientras su hijo, con el rostro serio y un tanto desfigurado por el guiño que hacía a su madre, se sentó al piano y tocó unos acordes impresionantes.

—Deseo doscientas libras —aseguró el anciano.

Un estrepitoso sonido del piano recibió la palabras, interrumpido por un estremecedor gemido del viejo. Su esposa y su hijo corrieron hacia él.

—Se movió —gritó, con una mirada de disgusto hacia el objeto que yacía en el piso—. Al pedir el deseo se torció en mi mano como una víbora.

—Bien, no veo el dinero —dijo su hijo, al levantarla y ponerla sobre la mesa— y apuesto a que nunca lo veré.

—Debe haber sido tu imaginación —comentó su esposa, mirándolo ansiosamente.

Él movió la cabeza.

—Sin embargo, no importa. No se ha hecho ningún mal, aunque me llevé una fuerte impresión.

De nuevo se sentaron ante el fuego, mientras los dos hombres terminaban de fumar sus pipas. Afuera, el viento soplaba más que nunca, y el anciano se sobresaltó por el sonido de una puerta golpeando violentamente en el piso de arriba. Un silencio inusual y depresivo se abatió sobre ellos, y duró hasta que la anciana pareja se levantó para retirarse a dormir.

—Espero que encuentren el dinero dentro de una gran bolsa en el medio de su cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—, y a algo horrible agazapado sobre el armario observándolos mientras se guardan su riqueza malhabida.

El señor White se sentó en la oscuridad, contemplando el fuego agonizante, y adivinando rostros en él. El último fue tan espantoso y simiesco que lo miró estupefacto. Se volvió tan vivido que, con una risita intranquila, buscó en la mesa un vaso que tuviera un poco de agua para arrojársela. Su mano se topó con la pata de mono y, con un ligero estremecimiento, se la frotó en el abrigo y subió a su habitación.