III
En el cementerio nuevo e inmenso, a unos tres kilómetros de distancia, marido y mujer sepultaron a su hijo y volvieron a la casa inmersos en la sombra y el silencio. Todo fue tan rápido que al principio casi no se dieron cuenta y les quedó una esperanza, como si fuera a ocurrir algo que aliviara ese peso, demasiado grande para dos corazones viejos.
Pero pasaron los días y esa esperanza se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos que algunos llaman apatía. A veces casi no hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran largos hasta el cansancio.
Alrededor de una semana después, el señor White se despertó repentinamente una noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras y él escuchó el sonido de un llanto contenido que venía de la ventana. Se incorporó en la cama para escuchar mejor.
—Ven aquí —dijo tiernamente—. Te va a dar frío.
—¡Mi hijo tiene frío! —respondió la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia y sus ojos, pesados de sueño. Cabeceó de forma intermitente hasta que un grito salvaje de su mujer lo despertó bruscamente.
—¡La pata! —gritaba—. ¡La pata de mono!
El señor White se levantó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué pasa?
Ella se acercó a él tambaleante.
—La quiero —dijo en voz baja—. ¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —contestó, asombrado—. ¿Por qué?
Llorando y riendo al mismo tiempo, se inclinó y lo besó.
—La había olvidado —dijo histéricamente—. ¿Por qué no lo había pensado antes? ¿Por qué no lo habías pensado tú?
—¿Pensar qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió rápidamente—. Sólo hemos pedido uno.
—¿Y no fue suficiente?
—No —gritó ella, con aires de triunfo—. Pediremos uno más. Baja y tráela pronto, y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama. Levantó las sábanas y sus temblorosos miembros quedaron al descubierto.
—Dios mío, estás loca —gritó horrorizado.
—Tráela —jadeó—. Tráela pronto y pide. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
El hombre encendió la vela.
—Vuelve a acostarte —dijo, inseguro—. No sabes lo que estás diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió —afirmó la mujer febrilmente—. ¿Por qué no el segundo?
—Fue una coincidencia —balbuceó el anciano.
—Ve por ella y pide el deseo —gritó su esposa, temblando por la emoción.
El marido se dio vuelta, la miró y dijo con voz trémula:
—Hace diez días que está muerto, y además… no quiero decir más… sólo pude reconocerlo por la ropa. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras, ahora…
—Tráemelo —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que le tengo miedo al niño que crié?
Él bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar, y un miedo terrible de que su deseo aún no formulado trajera a su hijo mutilado antes de que él pudiera escapar del cuarto se apoderó de él y le cortó la respiración al advertir que había perdido el rastro de la puerta. Con la frente fria por el sudor, tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared hasta que se encontró en el pequeño pasillo con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta el rostro de su mujer le pareció distinto. Estaba ansiosa y pálida, y tenía algo sobrenatural. Tuvo miedo de ella.
—Pídelo —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo —repitió su esposa.
El hombre levantó la mano.
—Deseo que mi hijo vuelva a vivir.
El talismán cayó al suelo y el señor White lo miró con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla, mientras la anciana, con ojos febriles, se acercaba a la ventana y levantaba la persiana.
El hombre se quedó sentado, inmóvil, aterrado; miraba ocasionalmente la silueta de la anciana que escudriñaba por la ventana. El cabo de la vela, quemado hasta el borde del candelero de porcelana, lanzaba sombras palpitantes sobre el techo y las paredes, hasta que expiró, con una última oscilación. El anciano, con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, volvió a la cama. Minutos después, ella vino silenciosa y apática a su lado.
No hablaron. Escuchaban en silencio el pulso del reloj. Crujió un escalón y un ratón se escurrió por la pared. La oscuridad era opresiva, y, después de pasar un rato juntando coraje, el señor White buscó la caja de fósforos, encendió uno y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera se apagó el fósforo y él se detuvo para encender otro. Al mismo tiempo, sonó un golpe suave, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Se le cayeron los fósforos. Él permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y rápidamente cerró la puerta. Resonó un tercer golpe por toda la casa.
—¿Qué fue eso? —dijo la mujer, levantándose de la cama.
—Un ratón —contestó el hombre, con un estremecimiento—, un ratón. Pasó a mi lado por la escalera.
La mujer se había erguido y escuchaba. Un golpe más fuerte que los anteriores retumbó en el aire.
—¡Es Herbert! —gritó ella—. ¡Es Herbert!
Corrió hacia la puerta, pero su esposo la siguió, la tomó de un brazo, y la mantuvo inmovilizada.
—¿Qué vas a hacer? —susurró con voz quebrada.
—¡Es mi hijo, es Herbert! —gimió ella, luchando por liberarse—. Olvidé que estaba a tres kilómetros de aquí. ¿Por qué me detienes? Déjame ir. Debo abrirle la puerta.
—¡Por el amor de Dios, no lo dejes entrar! —exclamó el anciano, lleno de terror.
—¿Vas a temerle a tu propio hijo? —gritó, forzando a su marido a soltarla—.-Déjame ir. ¡Ya voy, hijo! ¡Voy a verte, Herbert!
Sonó otro golpe, y otro más. La anciana, con un tirón desesperado, se zafó de su esposo y corrió hacia abajo. Él fue detrás de ella y la llamó angustiosamente al darse cuenta de que bajaba por la escalera. Oyó cómo soltaba la cadena y quitaba el pasador de la puerta. Luego, la voz jadeante de la anciana llegó hasta él.
—El cerrojo de arriba —gritó—. Ven pronto. No lo alcanzo.
Pero su esposo estaba agachado en el piso, buscando la pata. Si pudiera encontrarla antes de que aquella cosa entrase a la casa. Los golpes eran ahora más frenéticos. Oyó que su esposa se apoderaba de una silla y la arrastraba hasta colocarla junto a la puerta. Descorrió el cerrojo. En ese momento, el anciano encontró la pata de mono y pidió su tercer y último deseo, ya casi sin aliento.
Los golpes cesaron abruptamente, aunque su eco se quedó en el aire. Escuchó a su esposa mover la silla y abrir la puerta. Una fría corriente de aire se coló hasta la escalera, y un largo lamento de desaliento y dolor de su esposa le dio fuerzas para correr a su lado. Desde la puerta vio el farol que se balanceaba en la acera de enfrente, iluminando un camino tranquilo y solitario.
Título original: «The Monkey’s Paw», 1902, en
The Lady of the Barge (1906). Gentileza: The Society of Authors.
Tomado de: Cuentos de terror, Alfaguara, México, 1997.
Traducción: Noemí Novell