LA TORMENTA - Alfred E. Van Vogt
A lo largo de millas y durante años, los gases estuvieron flotando. Desperdicios de diez mil soles, un miasma difuso de viejas explosiones, de extintos fuegos infernales y de las furias de cien millones de manchas solares embravecidas... informe, sin propósito alguno.
Pero era el comienzo.
Los gases se deslizaban por entre la gran oscuridad. Contenían calcio, sodio e hidrógeno; y la velocidad de la masa gaseosa variaba por encima de veinte millas por segundo.
Hubo un período eterno en el que la gravitación desempeñó su función. La masa rudimentaria se convirtió en aglomerados. Grandes gotas de gas que tomaron el aspecto de figuras en áreas ampliamente separadas, que siguieron desplazándose...
Finalmente fueron a parar a un lugar donde mucho antes, mil soles ardientes y llameantes habían «cruzado la calle» de la corriente principal de los soles terrestres, a fuerza de tenacidad. Habían cruzado, y habían dejado su excremento de gases.
El primer choque aceleró los vastos mundos de gas. Los electrones saltaron como caballos espoleados y se precipitaron contra la nebulosa de positrones de contraterréneo que estaban reaccionando con igual violencia. Al instante, los positrones y electrones orbitales chocaron y saltaron en una llamarada de potente radiación.
La tormenta había comenzado.
Los núcleos desprotegidos, desmantelados y llameantes, soportaban entonces terroríficas y desequilibradas cargas negativas y repelían electrones, pero tendían a atraer núcleos de átomos de terráneo.
A su vez, los desmantelados núcleos de terráneo atraían a los de contraterráneo.
Las dos masas opuestas giraban y se agitaban en un cataclismo de cambio parcial. Habían ido en diferentes direcciones. Poco a poco se fueron enmarañando en un torbellino.
El nuevo curso, incierto al principio, fue fijándose y acabó siendo una línea perfectamente trazada a través de los cielos de medianoche. Sobre un frente de nueve años luz, a una velocidad equivalente a una fracción de la velocidad de la luz, la tormenta avanzó rugiendo hacia su destino.
Los soles habían quedado sumergidos durante medio centenar de años... y habían quedado atrás con el solitario martillear de los rayos cósmicos para mostrar que habían sido los centros de una devastación atómica invisible y además impalpable.
En su cuatrocientos nonagésimo año sideral, la tormenta intersectó la órbita de una Nova.
¡Comenzó a moverse!
En el mapa tridimensional de la sede de control meteorológico del planeta Kaider III, la tormenta aparecía coloreada de naranja. Lo cual significaba que era la mayor de las cuatrocientas tormentas perdidas que azotaban la región de los Cincuenta Soles de la Nebulosa Magallánica Menor.
Aparecía como un cúmulo desigual, a 473 pársecs de Latitud, 228 de Longitud, y 190 de centro, pero era un sistema especial del grado de Cincuenta Soles que no guardaba relación con el centro magnético de la Nebulosa Magallánica como un todo.
El informe acerca de la Nova todavía no se había registrado en el mapa. Cuando esto ocurrió, el color de la tormenta había cambiado y se había vuelto rojo y amenazador.
Todos se habían detenido a mirar el mapa. Maltby permanecía inmóvil junto a sus consejeros frente al gran ventanal, observando la nave terrestre.
La nave aparecía como apenas algo mayor que una astilla oscura perdida en el cielo distante y remoto. No obstante, su visión parecía fascinar de un modo irremediable a los ancianos.
Maltby sintió frío, y, a la vez, hizo una mueca que recordaba una risa sardónica. Resultaba gracioso que aquella gente de los Cincuenta Soles fueran a llamarle a él en el momento en que se encontraban en peligro.
Enfocó sus ojos hacia la nave; luego fijó su mirada metálica en el rollizo y sudoroso presidente de gobierno de Kaider III... y, concentrando su mente, obligó al hombre a mirarle. El concejal, ignorando la compulsión, consciente sólo de que se había vuelto, dijo:
—¿Entiende usted sus instrucciones, capitán Maltby?
—Sí —asintió Maltby.
Aquellas palabras secas debieron evocar una imagen vivida. El rostro grueso se onduló como gelatina y comenzó a sudar violentamente.
—Lo peor de todo —gruñó el hombre— es que la gente de la nave nos encontró accidentalmente. Habían llegado a una de nuestras estaciones meteoríticas y habían capturado a su celador. El celador envió una señal de alerta general y les forzó a matarle antes de que pudieran descubrir cuál de los cincuenta millones de soles de la Nebulosa Magallánica menor era el nuestro.
»Desgraciadamente, ellos descubrieron que él y todos nosotros éramos descendientes de los robots que habían escapado de la masacre de robots en la galaxia principal quince mil años antes.
»Pero estaban desconcertados y no tenían ninguna pista. Comenzaron a detenerse en planetas que iban encontrando por el camino, con la esperanza de acertar. La séptima vez que se detuvieron, nos encontraron. Capitán Maltby...
El hombre miró a un lado. Sacudió la cabeza. Su rostro estaba tan pálido como una mortaja. Luego, prosiguió con voz ronca:
—Capitán Maltby, no tiene usted que fallar. Han pedido un meteorólogo para que les guíe a Cassidor VII, donde está el gobierno central. No deben llegar allí. Usted tiene que conducirlos hacia la gran tormenta, en 473.
»Le hemos encargado de hacer esto para nosotros porque usted posee las dos mentes de los Hombres Mixtos. Lamentamos no haber apreciado siempre sus servicios en su justo valor, durante el pasado. Pero debe usted admitir que, después de las guerras de los Hombres Mixtos, era natural que fuéramos cuidadosos con respecto a...
Maltby cortó la excusa poco convincente.
—Olvídelo —dijo—. Los Hombres Mixtos también son robots, y además tan comprometidos, según mi parecer, como los Delianos y los no-Delianos. No sé lo que piensan los Ocultos de mi especie, ni me preocupa, y le aseguro que haré lo posible por destruir esa nave.
—¡Vaya con cuidado! —instó el presidente con ansiedad—. Esa nave podría destruirnos a nosotros, podría destruir nuestro planeta, nuestro sol, en un minuto. Nunca soñamos que la Tierra se nos adelantara tanto y llegara a producir una máquina tan poderosa y devastadora. Después de todo, los robots no-Delianos y, por supuesto, los Hombres Mixtos que se hallan entre nosotros, están capacitados para el trabajo de investigación; los primeros han estado laborando febrilmente durante miles de años.
»Pero, finalmente, recuerde que no se le está pidiendo el suicidio. El acorazado es absolutamente invencible. Ni siquiera pudimos imaginar que fuera capaz de sobrevivir a una tormenta real cuando lo detectamos. Pero lo logró. Lo único que sucede es que todos los de a bordo quedaron inconscientes.
»En su calidad de Hombre Mixto usted va a ser el primero en revivir. Nuestras flotas estarán esperando para abordar la nave en el momento en que usted abra las puertas. ¿Está claro?
Había quedado claro la primera vez que lo había explicado, pero aquellos no-Delianos tenían la costumbre de repetirse las cosas a ellos mismos, como si sus ideas aparecieran con vaguedad en sus mentes. Mientras Maltby cerraba la puerta de la gran estancia que se hallaba detrás de él, uno de los concejales dijo a su vecino:
—¿Está advertido de que la tormenta a ido a Nova?
El hombre grueso pareció no escuchar. Sacudió la cabeza. Sus ojos brillaban mientras decía quedamente:
—No. Después de todo, él es un Hombre Mixto. No podemos confiarle nada que no esté relacionado directamente con él.
Todas las mañanas llegaron informes. Algunos mostraban progresos, otros no. Pero su básico buen humor no se inmutaba con los fallos.
La gran realidad era que su suerte se había confirmado. Ella había encontrado un planeta de robots. Sólo un planeta, y muy lejos, pero...
La Gran Capitana Laurr esbozó una sonrisa. Ya no faltaba mucho. Resultaba terriblemente duro ser el comandante supremo. Pero ella no se arredraba ante la necesidad de dictar una amenaza de muerte; o recibía toda la información requerida o todo el planeta Kaider III iba a ser destruido.
La información iba llegando; población de Kaider III: dos billones, de los cuales, cien millones estaban repartidos en dos grupos: dos quintos de Delianos y tres quintos de robots no-Delianos.
Los Delianos eran física y mentalmente el tipo más desarrollado, pero carentes de habilidad creativa. Los no-Delianos dominaban en los laboratorios de investigación.
Los otros cuarenta y nueve soles cuyos planetas estaban deshabitados venían nombrados por orden alfabético: Assora, Atmión, Bresp, Buraco, Cassidor, Corrab... Estaban sitos en (1) Assora: Latitud 931, Longitud 27, Centro 201 pársecs; (2) Atmión...
La información seguía llegando. Justo antes de mediodía, notó con visible alegría que ya no llegaba ninguna información de las salas de meteorología acerca de las tormentas.
Estableció la conexión adecuada y espetó:
—¿Qué ocurre, lugarteniente Cannons? ¿Sus ayudantes han hecho copias y duplicados de los diferentes mapas de Kaider? ¿No captan nada?
El viejo meteorólogo sacudió la cabeza.
—Usted recordará, noble señora, que, cuando capturamos aquel robot en el espacio, tuvo tiempo de enviar una señal de alerta. Inmediatamente, en cada planeta de los Cincuenta Soles, todos los mapas fueron destruidos, y unos meteorólogos civiles quedaron instalados en naves espaciales, carentes de radio-receptores, con órdenes de dirigirse a determinados planetas y permanecer allí durante diez años.
»Me parece que todo eso se llevó a cabo antes de que se percataran claramente de que su armada no podía acabar con nuestra nave. Ahora nos van a proporcionar un meteorólogo naval, pero dependeremos de nuestros detectores en cuanto a saber si dice o no la verdad.
—Comprendo —dijo la mujer sonriendo—. No hay nada que temer. No se nos opondrán abiertamente. No cabe ninguna duda de que han trazado un plan contra nosotros, pero no podrá prevalecer ahora que podemos tomar medidas para lograr lo que deseamos, aunque sea a la fuerza. Quienquiera que nos manden debe decirnos la verdad. Cuando llegue, hágamelo saber.
Llegó la hora de la comida, pero ella comió en su despacho, observando las imágenes luminosas que aparecían en el astrógrafo, escuchando el murmullo de voces, recopilando los hechos, haciéndose una idea de conjunto en su cerebro.
—No hay duda, capitán Tugess —comentó de pronto, enfurecida—, de que nos han tendido una trampa a gran escala. Pero no importa. Podamos utilizar tests psicológicos para verificar todos los detalles vitales.
»Es importante que, de momento, tranquilice a cualquiera que presente el menor indicio de temor. Hemos de convencer a esa gente de que la Tierra va a aceptarles sobre una base de igualdad sin prejuicios de ninguna clase debidos a su origen robot...
Se mordió los labios.
—Ésa es una fea palabra, la peor clase de propaganda. Debemos eliminarla de nuestros pensamientos.
—Me temo —dijo el oficial encogiéndose de hombros—, que no podrá ser en nuestra división.
Ella lo miró, frunciendo el ceño, y después se apartó de él con un gesto de enojo. Al instante, estaba hablando por un transmisor general:
—La palabra robot no debe usarse... por ninguno de los componentes de nuestro equipo... bajo pena de...
Desconectó su emisor y pulsó un botón de su pantalla de comunicación interna, y llamó al Departamento de Psicología. El rostro de la teniente Nelsor apareció en imagen.
—Acabo de oír su orden, noble dama —dijo la mujer psicólogo—. No obstante, me temo que nos encontramos ante los instintos más profundos del animal humano... el aborrecimiento o el temor a lo desconocido, a lo extraño.
»Excelencia, nosotros provenimos de una larga línea de antepasados que, en su tiempo, se sintieron superiores a los demás a causa de una débil variación en la pigmentación de la piel. Incluso está comprobado que el color de los ojos influenció el egoísmo en decisiones históricas. Hemos navegado por aguas muy profundas, y resultaría una coronación de nuestras vidas el hecho de poder salir de ello de un modo satisfactorio.
Había cierto apremio en la voz de la psicólogo: y la augusta Capitana experimentó un escalofrío de alegría. Si algo apreciaba, era una perspectiva positiva de las cosas, el tipo de gente que se enfrentaba a los obstáculos, casi imposibles de superar, con entusiasmo juvenil, con ánimo de vencer. Seguía sonriendo cuando cerró la conexión.
El alto estado de tensión cedió. Se sentó y reflexionó con frialdad sobre su problema. Era un problema. Suyo. Todos los oficiales aristocráticos tenían carta blanca en lo relativo a poderes, y se esperaba de ellos que resolvieran cualquier dificultad que se presentara en lo que afectase de alguna manera a los grupos de los sistemas planetarios.
Después de un minuto de meditación, volvió a sintonizar con la sección meteorológica.
—Teniente Cannons, cuando llegue el oficial meteorólogo de la flota de los Cincuenta Soles, haga el favor de emplear la siguiente táctica...
Maltby se despidió del conductor de su coche. La máquina se retiró de la curva y Maltby permaneció, frunciendo el ceño, frente a la barrera de energía que le impedía seguir adelante por la calle. Finalmente, echó otro vistazo a la nave terrestre.
Se hallaba justamente sobre él, ahora que había recorrido tantas millas a través de la ciudad para acercarse a ella. Estaba tremendamente lejos, en las alturas. Era como un gigantesco torpedo perdido en la niebla distante.
Pero, aun y hallándose tan lejos, era visiblemente mayor que nada jamás visto en los Cincuenta Soles; una increíble criatura de metal procedente de un mundo tan lejano que, casi, parecía inmerso en la mitología.
Allí estaba la realidad. Harían comprobaciones, pensó, comprobaciones penetrantes, antes de aceptar cualquier órbita que hubieran planeado. No desconfiaba de la habilidad de su doble mente para superar cualquier circunstancia parecida, pero...
Era preciso recordar que el espantoso montón de años que separaban la ciencia de la Tierra de la de los Cincuenta Soles ya había producido bastantes sorpresas desagradables. Maltby sonrió y después dedicó toda su atención a la calle que se encontraba frente a sí.
Una llamarada de fuego en forma de abanico surcó el cielo, procedente de entre dos máquinas y se detuvo en el centro de la calle. La llama era de un rosado muy pálido y completamente transparente. Parecía electrónica, mortecina.
Detrás de ella había unos hombres enfundados en uniformes resplandecientes. Una hilera de ellos avanzó y volvió a retroceder, saliendo de los edificios. Como a tres bloques de distancia, calle abajo, una segunda cortina de fuego rosado hizo su aparición.
Parecían no preocuparse por salvaguardar los lados. Los hombres que él podía ver parecían tranquilos, despreocupados. Se produjo una conversación en murmullos, luego se oyeron risitas y... finalmente, Maltby comprendió que no todos eran hombres.
Mientras Maltby caminaba hacia adelante, dos jóvenes y atractivas mujeres descendieron las escaleras de la más cercana de las casas requisadas. Uno de los guardianes de la llama les dijo algo. Se produjo un tintineo de risas gemelas. Mientras seguían riendo, se alejaron por la calle.
De pronto, todo se hizo emocionante. Se respiraba una atmósfera especial producida por aquella gente que llegaba de lugares lejanos, de tremendas y maravillosas tierras más allá de los más remotos horizontes de la zona de los Cincuenta Soles.
Él sintió frío. Luego, calor. Después miró la fantástica y enorme nave; y volvió a sentir escalofríos. Una nave, pensó, pero tan grande y tan poderosa que ni treinta billones de hombres se atreverían a atacarla con sus flotas. Ellos...
Se percató de que uno de los guardias brillantemente engalanado le estaba observando. El hombre habló por un transmisor de radio portátil, y después, un segundo individuo interrumpió su conversación con un tercer soldado y se le acercó. A través de la barrera llameante, miró a Maltby:
—¿Desea usted alguna cosa? ¿O sólo está mirando?
Habló en inglés, con un curioso acento... ¡pero en inglés! Su entonación era suave, casi gentil, culta. El efecto conjunto tenía una naturalidad, una ausencia de extrañeza que resultaba agradable. Después de todo, pensó Maltby, él nunca había sentido el más mínimo temor ante esos seres, o, al menos, nunca le habían asustado como a los demás. Su plan para desmantelar la nave estaba basado en su propia y fundamental creencia en que los robots eran indestructibles en el sentido de que nadie podía destruirlos completamente.
Cuidadosamente y despacio, Maltby explicó su presencia.
—Ah, sí —asintió el hombre—, le estábamos esperando. Estoy aquí para conducirle a la sección meteorológica de la nave. Espere un momento...
La barrera de fuego se apartó y Maltby fue acompañado hasta el interior de uno de los edificios. Había un largo pasadizo, y el transmisor que le proyectó al interior de la nave debía encontrarse en algún punto de aquel trayecto.
Y debió de ser así, pues, de repente, se encontró en una sala muy amplia. Había mapas flotando en media docena de huecos antigravedad. Las paredes estaban iluminadas por miles de millones de diminutos focos. Y, en todas partes, había mesas con líneas curvas de débil pero bien delimitada luminosidad en sus superficies.
El guía de Maltby había desaparecido. No obstante, se le acercó un hombre de edad, delgado y venerable. El anciano le ofreció su mano.
—Soy el teniente Cannons, meteorólogo de la nave. Si es usted tan amable y se sienta ahí ahora, podremos planear la órbita y la nave podrá marcharse en el lapso de una hora. El alto mando, la Capitana suprema está ansiosa por partir.
Maltby asintió con gesto casual. Pero estaba tenso, alerta. Permaneció quieto, tratando de encontrar en su segunda mente, su mente Deliana, la energía necesaria para descubrir en su entorno todo lo que estuviera controlando u observando su mente.
Pero no había nada.
Finalmente, esbozó una sonrisa escueta. Era más fácil de lo que parecía. ¿O no lo era? Claro que lo era.
Al sentarse, Maltby se sintió repentinamente cómodo y vivo. El puro vigor de la existencia ardió en su fuero interno como una llama. Reconoció el zumbido de emoción previo a la tensa batalla a la que iba a enfrentarse y sintió una abierta alegría al ser consciente de que, por primera vez en cincuenta años, podía ser útil y servir a los demás con su doble mente.
Durante su largo servicio en la armada de los Cincuenta Soles, se había enfrentado con la suspicacia y la hostilidad de sus compañeros por ser un Hombre Mixto. Y siempre se había sentido desgraciado, incapaz de superar su propia condición. Ahora, se encontraba ante una hostilidad mucho más básica, aunque velada, y ante una suspicacia ardiente como el fuego.
Y, en esta ocasión, podía luchar. Podía mirar a aquel anciano amistoso y hábil frente a frente y...
¿Amistoso?
—A veces sonrío —decía el anciano— al pensar en los aspectos no científicos de la órbita que debemos planificar ahora. Por ejemplo, ¿cuánto tiempo se prevé que va a durar la tormenta de ahí afuera?
Maltby no pudo impedir que aflorase una sonrisa a sus labios. Entonces, el teniente Cannons quería saber ciertas cosas, ¿o no era así? Aquello resultó poco convincente para conseguir la confianza del hombre. La verdad era, la única manera de formular una pregunta era... bueno... pues formularla. Maltby dijo:
—Oh, tres, cuatro meses. Nada que se salga de lo acostumbrado.
—Pues no sé, tres o cuatro meses. Lo normal. Cualquier meteorólogo necesita más o menos ese plazo para comprobar los límites de la tormenta en su zona. Luego nos pasa una parte y nosotros lo reflejamos en los mapas.
Hizo pasar su segundo cerebro a primer plano para pronunciar fríamente la gran mentira básica:
—Por fortuna, no hay grandes tormentas entre los soles de Kaidor y Cassidor.
Y prosiguió, deslizándose con soltura sobre aquella falsedad:
—Sin embargo, hay varios soles que impiden el avance en línea recta. Por eso, si ustedes me muestran algunas de sus órbitas en 2.500 años luz a la redonda, podré seleccionar las más idóneas.
Comprendió al instante que no le iba a ser nada fácil engañar a su interlocutor.
—¿Dice usted que no hay tormentas intermedias? —se extrañó el viejo. Frunció los labios y las finas líneas de su rostro alargado se hicieron más profundas. Estaba verdaderamente perplejo; y además, era indudable que no esperaba una solicitud expresada con tanta franqueza.
—Aja, no hay tormentas. Eso simplifica mucho las cosas, ¿no le parece?
Se interrumpió.
—¿Sabe usted? Lo verdaderamente importante entre dos —vaciló antes de utilizar la palabra, pero prosiguió hablando— personas, educadas en culturas diferentes y bajo principios científicos distintos, es asegurarse de que ambas parten del mismo punto de vista cuando tratan de cualquier tema.
—¡Es tan grande el espacio! Incluso en un sistema estelar relativamente pequeño, como la Nube Menor de Magallanes, nuestra razón no puede abarcar su inmensidad. Los tripulantes de la nave Grupo Estelar llevamos diez años estudiándolo, y sólo ahora nos aventuramos a suponer que comprende unos 260 mil millones de años luz cúbicos y que contiene alrededor de cincuenta millones de soles. Después de localizar el centro magnético de la Nube, hemos determinado nuestra línea cero desde el centro hasta la gran estrella S-Dorado. ¡Y pensar que habrá estúpidos convencidos de que somos unos expertos en los secretos de este sistema!
Maltby guardó silencio porque comprendió que él era uno de aquellos estúpidos. Era una advertencia. Se le decía, con claridad meridiana, que podían comprobar cualquier órbita facilitada por él en relación con todos los soles intermedios.
Su significado era mucho más amplio, pues demostraba que la Tierra estaba a punto de incluir en sus ya enormes dominios la Nube Menor de Magallanes. La destrucción de la nave proporcionaría a los Cincuenta Soles unos cuantos años de respiro para decidir las medidas más convenientes.
Pero aquello sería todo. Llegarían otras naves; la presión inexorable de las numerosísimas poblaciones de la galaxia principal seguiría extendiéndose por el espacio. Siempre bajo un control minucioso, protegidos por enormes flotas de guerra, los grandes vehículos de transporte penetrarían velozmente en la Nube y todos sus planetas, habitados tanto por robots como por otros seres, acabarían plegándose a las exigencias terrestres.
El Imperio Terrícola no reconocía a ninguna nación. Robots, delianos, extradelianos y mixtos iban a necesitar hasta el último día, hasta la última hora de tregua. Por fortuna para ellos, él no proyectaba destruir la nave introduciéndola en ninguna órbita que concluyera en un sol.
Sus estudios habían permitido a los terrícolas localizar magnéticamente la situación de todos los soles; pero no podían saber nada sobre las tormentas. Desde luego no se podía hacer acopio de esos conocimientos en diez años, ni siquiera en cien, porque ninguna nave tenía medios para detectar posibles tormentas en una región cuya longitud era de 2.500 años luz.
Iba a ganarles la partida, pero sólo si los psicólogos terrícolas seguían ignorando las cualidades especiales de su cerebro doble. En aquel momento tuvo conciencia de que el teniente Cannons manipulaba los mandos del tablero orbital.
Con un rápido parpadeo, las líneas luminosas de la superficie recorrieron el tablero para terminar estabilizándose como las bolas de un juego de azar. Maltby seleccionó seis que se internaban profundamente en la gran tormenta. Diez minutos después notó una débil sacudida, indicativa de que la nave comenzaba a moverse. Se incorporó, frunciendo el ceño. Era extraño que maniobraran sin ni siquiera comprobar sus...
—Por aquí —le indicó el viejo.
Maltby concentró sus pensamientos: aquello no podía ser todo. En cualquier momento se le iban a echar encima y...
Sus cábalas finalizaron bruscamente.
Estaba en el espacio. Allá abajo veía alejarse el planeta Kaider III. A un lado brillaba el gigantesco casco oscuro de la nave de guerra; y alrededor, por arriba y ahora también por abajo, no había más que estrellas y la inmensidad del espacio.
Pese a toda su voluntad, la conmoción tuvo para él una violencia indescriptible.
Su mente funcionaba a sacudidas. Se tambaleó y habría acabado por desplomarse como si tuviera los ojos vendados de no ser porque, gracias al esfuerzo desarrollado para conservar el equilibrio, comprendió que seguía de pie y sin ayuda de nadie.
Todo su ser se afianzó. Instintivamente hizo pasar su otro cerebro a primer plano. Puso sus virtudes más mecánicas y exactas, su vigor deliano, a guisa de escudo protector entre su otro yo y las maquinaciones de los terrícolas. De la neblina de oscuridad y estrellas refulgentes surgió la voz clara y resonante de una mujer.
—Y bien, teniente Nelsor, ¿qué frutos psicológicos se han desprendido de la sorpresa?
La respuesta llegó de una segunda voz femenina, seguramente de una mujer más madura.
—A los tres segundos, noble señora, su resistencia pasó a un C.I. de 900, lo cual significa que nos han enviado un deliano. Tenía entendido que su excelencia pidió un emisario que no fuera deliano.
—Eso es un error —intervino Maltby rápidamente, dirigiéndose a las tinieblas que le rodeaban—. No soy deliano, y les garantizo que anularé por completo mi resistencia, si así lo desean. Ha sido una reacción muy natural, una reacción instintiva ante la sorpresa.
Un chasquido y desaparecieron las estrellas y el falso espacio. Maltby vio lo que ya había comenzado a sospechar: se encontraba, se había encontrado desde el principio en la sala de meteorología.
Cerca de él divisó al viejo en cuyo rostro rugoso aparecía una fina sonrisa. En un estrado, parcialmente oculta tras un largo tablero de instrumentos, estaba sentada una hermosa joven. Fue el viejo quien habló con voz majestuosa.
—Se halla usted en presencia de nuestra gran capitana, lady Laurr del noble Laurr, honorabilísima señora Gloria Cecily. Se comportará usted como corresponde a su alto rango.
Maltby hizo una reverencia, pero no despegó los labios. La gran capitana le observó con el ceño fruncido, impresionada por la gallardía, los rasgos fuertes e inteligentes de aquel ser. Un instante le bastó para comprender que el emisario poseía las mejores virtudes de humanos y robots.
Aquellas gentes tal vez fueran más peligrosas de lo que ella imaginara.
—Ya sabe usted —dijo con una sequedad estudiada— que debemos interrogarle. Preferiríamos hacerlo sin que se ofendiera por ello. Nos ha indicado que Cassidor VII, planeta principal de los Cincuenta Soles, se encuentra a 2.500 años luz de aquí. Normalmente necesitaríamos más de sesenta años de navegación a tientas por una distancia tan inmensa de espacio repleto de estrellas sin cartografiar; pero usted nos ha ofrecido una selección de órbitas.
»Nos vemos obligados —prosiguió la capitana— a comprobar la autenticidad de esas órbitas, ofrecidas sin doblez ni propósito perjudicial. Para ello debemos pedirle que nos abra su mente y responda a nuestras preguntas bajo condiciones de vigilancia psicológica muy estricta.
—Se me ha ordenado —indicó Maltby— que coopere con ustedes en todo.
Le había intrigado la idea de cómo serían sus reacciones cuando llegara el momento de la verdad, y ahora comprobaba que eran normales. Ciertamente, el cuerpo estaba algo más rígido, pero sus cerebros...
Situado su yo en un plano secundario, dispuso su cerebro deliano para hacer frente a todas las preguntas. Su cerebro deliano, precisamente el que con plena deliberación había mantenido aparte de sus pensamientos. Aquel cerebro curiosísimo, carente de voluntad propia, pero que por control remoto reaccionaba con toda la potencia de un C.I. de 191.
A veces a él mismo le asombraban las cualidades de su segundo cerebro. No poseía capacidad creadora, pero en cambio su memoria era propia de una máquina, y su resistencia ante presiones exteriores sobrepasaba, como tan pronto descubriera la psicóloga, los 900 puntos. Para ser exactos, el equivalente de un C.I. de 917.
—¿Su nombre?
Así había empezado aquello: nombre, graduación... A todo respondió con aplomo y sin la menor vacilación. Después, tras jurar que diría la verdad sobre las tormentas, se abrió una larga pausa de silencio. Y entonces fue cuando surgió de la pared más próxima una mujer de edad ya madura.
Acercándose, la mujer le indicó por señas que ocupara una silla. En cuanto se hubo sentado, le ladeó la cabeza y comenzó a examinarlo detenidamente. Lo hizo con suavidad; sus dedos acariciaban como los de una enamorada. Pero alzó la vista para hablar con severidad:
—No es usted deliano ni extradeliano, y nunca he visto una estructura molecular cerebral y corporal como la suya. Todas las moléculas son dobles. Creo haber examinado en cierta ocasión una configuración parecida en una estructura electrónica artificial, creada para equilibrar un organismo electrónico inestable. No se trata exactamente de lo mismo, pero... Mmm, procuraré recordar cómo terminó aquel experimento.
Interrumpió sus divagaciones para preguntar directamente:
—¿Cómo explica usted todo esto? ¿Qué es usted?
Maltby dejó escapar un suspiro. Había decidido que sólo iba a decir una mentira, la verdaderamente imprescindible. No es que ello fuera a afectar para nada a su cerebro doble; pero las falsedades ocasionaban ligeras variaciones de presión sanguínea, creaban espasmos nerviosos y eran perjudiciales para la integración muscular. No podía correr más riesgos que los absolutamente necesarios.
—Soy un hombre mixto —reconoció, para explicar a continuación que cien años antes se había logrado lo que durante tanto tiempo pareció imposible: el cruce de delianos con extradelianos. Con el empleo de frío y presión...
—Espere un momento —pidió la psicóloga y desapareció de su vista. Cuando emergió nuevamente del transmisor de materia adosado a la pared estaba muy pensativa—. Parece que dice la verdad —reconoció, como a regañadientes.
—¿Qué es esto? —preguntó secamente la gran capitana—. Desde que nos cruzamos con el primer ciudadano de los Cincuenta Soles, el departamento de psicología no hace más que introducir matizaciones en todos sus dictámenes. ¡Y yo que estaba convencida de que la psicología era la única ciencia perfecta! O este ser dice la verdad, o no la dice.
La mujer más madura tenía aspecto apesadumbrado. Clavó la vista en Maltby, pareció desconcertarse ante la fría mirada de éste y finalmente, volviéndose hacia su superiora, dijo:
—Es la doble estructura molecular de su cerebro, excelencia. Aparte de eso, nada obsta para que se ordene la plena aceleración.
—Esta noche —resolvió la gran capitana, sonriendo— el capitán Maltby cenará conmigo. Estoy segura de que colaborará gustoso en cualquier examen posterior que desee usted realizar. Mientras tanto, creo...
Conectó un intercomunicador y habló ante el aparato:
—Motores centrales, aumenten la velocidad a medio año luz por minuto en la siguiente órbita...
Maltby escuchó atentamente las palabras de la mujer, mientras su cerebro deliano efectuaba un rápido cálculo. Medio año luz por minuto; haría falta algún tiempo para alcanzar aquella velocidad, pero... dentro de unas ocho horas estarían en la zona tormentosa.
Dentro de ocho horas se encontraría cenando con la gran capitana.
¡Ocho horas!
Una nova contraterrena en plena virulencia, que afectaba a los gases terrenos ya exacerbados por sustancias enloquecidas... Así podía definirse en pocas palabras aquella tormenta.
El gigantesco sol en fase expansiva aumentaba hasta límites inconcebibles la peligrosidad de aquella masa gaseosa.
¡Velocidad! Entre sus puntos de máxima velocidad saltaba el tumulto del ultrafuego. Los peñascos más veloces de la tormenta bailaban y ardían con una furia absolutamente infernal..
La actividad era tan rápida, que casi sobrepasaba la resistencia de la materia. Primero aparecía la luz de la nova, con un destello de advertencia lanzado a más de 186.000 millas por segundo. Aquel fulgor indicaba que procedía del borde de una tormenta interestelar.
Pero el resplandor de aviso quedaba anulado por la increíble rapidez de la tormenta, que durante semanas y meses cruzaba la vasta noche a una velocidad casi igual a la de la luz.
Se habían retirado los platos de la cena, y Maltby pensaba que dentro de media hora... ¡media hora!
Se estremeció al pensar en lo qué sería de una nave atrapada repentinamente por miles de gravedades desaceleratorias. Pero al mismo tiempo seguía hablando:
—¿El día de hoy? Lo pasé en la biblioteca. Más que nada me interesaba la historia reciente de la colonización interestelar terrícola. Siento curiosidad por ver el trato que se da a grupos como el de los hombres mixtos. Como le dije, los hombres mixtos eran muy poco numerosos y perdieron la guerra contra los Cincuenta Soles. Por eso huyeron. Yo fui uno de los niños capturados que...
Le interrumpió un grito procedente del comunicador mural:
—¡Noble señora, ya lo tengo!
Maltby necesitó un instante para reconocer la voz tensa de la psicóloga. Casi había olvidado que la mujer seguía observándole. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
—¡Son dos cerebros! Se me ocurrió hace poco, y para cerciorarme improvisé un dispositivo doble de observación. Pregúntele, pregúntele otra vez sobre las tormentas, pero mientras tanto haga detenerse la nave. ¡Inmediatamente!
La lúgubre mirada de Maltby se posó en los ojos acerados, semicerrados de la gran capitana. Sin perder un segundo concentró sus dos cerebros en ella, obligándola a decir:
—¡Déjese de tonterías, teniente! Nadie puede tener dos cerebros. Explíquese con más claridad.
No tenía más esperanza que la de ganar tiempo. Les quedaban diez minutos para salvarse. Por eso debía desperdiciar hasta el último segundo, debía combatir sus esfuerzos, debía buscar un modo de controlar la situación. Si el hipnotismo tridimensional surtiera efecto a través de los intercomunicadores...
¡Imposible! De la pared surgieron varias líneas luminosas que cruzaron su cuerpo en todas direcciones, sujetándole en la silla como otros tantos cables de acero. Atado y maniatado por una fuerza palpable, un segundo complejo energético surgió ante su rostro para neutralizar la presión mental que ejercía contra la gran capitana. Aquella energía acabó por estabilizarse sobre su cabeza, como si fuera una corona.
Estaba tan efectivamente atrapado como si una docena de hombres se le hubieran echado encima. Maltby relajó sus músculos y soltó una carcajada.
—Demasiado tarde —se mofó de sus captores—. Su nave necesitaría por lo menos una hora para reducir la velocidad hasta un límite seguro; ya no les queda tiempo para eludir la peor tormenta de estas regiones.
Aquello no era completamente cierto. Todavía quedaba tiempo y espacio para desviarse ante la tormenta que avanzaba en varias direcciones. Lo que sí resultaba imposible era virar hacia la cola de la tormenta o hacia sus amplísimos costados.
Sus pensamientos quedaron interrumpidos por el primer grito que oía proferir a la joven: un grito penetrante:
—¡Motores centrales! ¡Reduzcan velocidad! ¡Alarma general!
Una sacudida tremenda hizo vibrar las paredes, provocando tal exceso de presión que Maltby temió por su vida. En cuanto pudo recobrarse miró al otro lado de la mesa, donde estaba la gran capitana. La mujer sonreía, dando a su rostro el aspecto de una gélida máscara cómica.
—Teniente Nelsor —ordenó, apretando los dientes—: utilice cualquier medio, físico o de otro tipo, pero consiga que hable. Tiene que haber algo.
—La clave está en su segundo cerebro —afirmó la voz de la psicóloga—. No es deliano. Sólo posee una resistencia normal. Lo someteré a una intensidad condicionadora como jamás se ha hecho con un cerebro humano, empleando los dos elementos básicos: sexualidad y lógica. Noble señora, tendré que utilizaros como objeto de sus afectos.
—¡Dése prisa! —apremió la joven, con voz fría como el mármol.
Maltby estaba sentado en medio de una neblina mental y física. En las profundidades de su cerebro existía la conciencia de que él era una entidad, y de que unas máquinas irresistibles trataban de moldear sus pensamientos.
Trató de oponerse a aquellas máquinas condicionadoras con toda la fuerza de los billones y cuatrillones de impulsos que configuraban su ser.
Pero el pensamiento externo, la presión, fueron aumentando su intensidad. ¡Qué estúpido fue el pensar que podía combatir a los terrícolas! ¡Si aquella mujer adorable le amaba, le amaba, le amaba! Era gloriosa aquella civilización de la Tierra y de la galaxia principal. Trescientos mil billones de personas. Sólo con el primer contacto ya bastaría para rejuvenecer a los Cincuenta Soles. ¡Qué preciosa es! Tengo que salvarla. Ella lo es todo para mí.
Como si le llegara de muy lejos, comenzó a sentir su propia voz que explicaba la conducta a seguir: de qué modo debía virar la nave, en qué dirección, cuánto tiempo quedaba. Trató de detenerse a sí mismo, pero su voz prosiguió inexorable, poniendo en sus labios las palabras que causarían la derrota de los Cincuenta Soles.
La neblina comenzó a desvanecerse. La terrible presión fue alejándose de su cerebro, mientras cesaba la corriente de palabras fatales que hasta entonces surgiera de sus labios. Se incorporó en su asiento, temeroso, sabiendo que las cuerdas y la caperuza energética ya no le aprisionaban. Oyó a la gran capitana que hablaba por un intercomunicador:
—Con un viraje de 0,0100 esquivaremos la tormenta, pasando a siete semanas luz de ella. Aunque parezca una curva demasiado cerrada, creo que necesitamos como mínimo esa desviación.
Se volvió para clavar la vista en Maltby.
—Prepárese —le advirtió—. A una velocidad de medio año luz por minuto, incluso un giro de una centésima de grado basta para que muchas personas se desmayen.
—A mí no me afectará —aseguró Maltby, tensando sus músculos delianos.
La mujer se desmayó tres veces en los cuatro minutos siguientes, mientras Maltby la observaba desde su asiento. En todas las ocasiones volvió en sí con rapidez.
—Los seres humanos —dijo ella tristemente— no valemos gran cosa. Pero al menos sabemos superar los trances.
Se sucedieron unos minutos larguísimos, interminables. Maltby comenzó a notar la tensión de aquel viraje infinitesimal. Al fin pensó: ¡El espacio! ¿Cómo iban a sobrevivir estas gentes el impacto directo contra una tormenta?
De repente todo acabó y pudo oírse la voz tranquila de un hombre:
—Hemos seguido la derrota indicada, noble señora, y ya estamos fuera de pel...
Se interrumpió con un grito:
—¡Capitana! ¡De la tormenta acaba de surgir el destello de una nova!
En aquellos instantes anteriores al desastre, la Grupo Estelar se encendió con el fulgor de una joya inmensa. El resplandor de advertencia emitido por la nova puso en marcha un increíble rugido, un clamor de alarma que recorrió las ciento veinte cubiertas del vehículo espacial.
De extremo a extremo de la nave se fueron encendiendo sus luces. Ardieron fila por fila sin interrupción a través de sus cuatro mil pies de longitud, como el duro tintineo de una piedra tallada. En el reflejo de aquella luz, la montaña negra que era su casco se asemejó al fabuloso planeta de Cassidor, su destino, cual un sol nocturno que surge de una oscuridad lejana, sembrado de ciudades que brillan como los diamantes.
Silenciosa como un espectro, mayestática y maravillosa hasta lo indescriptible, gloriosa en su poderío, la gigantesca nave avanzó cortando las tinieblas a lo largo del río de tiempo y espacio que era su derrota.
Incluso cuando penetró en la tormenta no hubo nada visible. El espacio a proa aparecía despejado como ocurre con todos los vacíos. Tan tenues eran los gases de la tormenta, que la nave ni los habría advertido aun en el caso de viajar a velocidades atómicas.
En aquella tormenta, la desintegración de la materia era innegablemente violenta, y los rayos cósmicos representaban la fuente energética más devastadora del universo conocido; pero el inmenso, el cataclísmico peligro arrostrado por la Grupo Estelar se debía exclusivamente a su gran velocidad.
De haber tenido tiempo para frenar su impulso, habría superado la tormenta sin novedad.
Chocar contra aquella masa gaseosa a medio año luz por minuto, era como estrellarse contra un muro de espesor infinito. El gran vehículo vibró en toda su extensión, mientras la desaceleración frenaba su fantástico impulso.
En pocos segundos había agotado las posibilidades del sistema de retroceso proyectado por sus constructores para el conjunto de la nave.
Comenzó a quebrarse.
Y sin embargo, todo sucedió conforme al propósito original de sus admirables constructores. Alcanzado el límite de tensión por unidad, la nave se deshizo en las nueve mil secciones que la componían.
Como aerodinámicas agujas de metal eran aquellas secciones de cuarenta pies de anchura y cuatrocientos de longitud; formas alargadas, semejantes a astillas gigantescas, que atravesaban los gases describiendo ingeniosas trayectorias curvilíneas, haciendo que la presión exterior se deslizara suavemente por sus cubiertas.
Pero no fue suficiente. Rugió el metal, atormentado por el brutal frenazo. En las cámaras de desaceleración yacían hombres y mujeres semiconscientes, víctimas de una agonía casi intolerable.
Centenares y centenares de secciones chocaron entre sí, a pesar de las pantallas automáticas, para convertirse instantáneamente en ataúdes candentes.
Y sin embargo, pese a mantenerse la velocidad original, no se había salvado aquella masa de gases; todavía quedaban por recorrer varios años luz de su espesor.
Las secciones que se salvaron debieron bordear nuevamente los límites de la resistencia humana. La acción final fue química y afectó directamente a los supervivientes de una dotación compuesta hasta entonces por treinta mil tripulantes. Afectó a los cuerpos de aquellos humanos en cuyo beneficio exclusivo se habían concebido y construido los maravillosos dispositivos de seguridad, a los pobres y frágiles terrícolas incapaces de sobrevivir bajo presiones que ni siquiera llegaban a las quince atmósferas.
La rápida reacción de los dispositivos automáticos, al recoger todas las cubiertas e introducir a los viajeros en las cámaras de desaceleración; aquella reacción salvadora aumentó repentina y bruscamente al penetrar en las cámaras un tipo especial de gas.
Era un gas húmedo, pegajoso. Se posaban gruesas capas sobre las prendas de los humanos, las empapaba hasta llegar a la piel y atravesaba ésta, penetrando en todos los rincones del cuerpo.
El sueño llegó suavemente, y con él una calma maravillosa. La sangre perdió su vulnerabilidad ante las conmociones; cedieron los músculos que habían estado tensos por la angustia; impregnado de vivificadoras sustancias químicas que subsanaban sus limitaciones, el cerebro se convirtió en una masa a la que ni siquiera afectaban los sueños.
Todos adquirieron una gran flexibilidad ante las presiones gravitatorias. Cien, ciento cincuenta atmósferas de desaceleración; y todavía persistió en ellos la fuerza vital.
Un gran corazón del Universo siguió latiendo. La tormenta rugió a lo largo de su ineludible arteria, creando el resplandor de la vida, eliminando los venenos de las tinieblas... y por fin las diminutas naves que seguían derrotas separadas franquearon sus vastas fronteras.
Comenzaron a agruparse, a buscarse, como movidas por una pasión irresistible que exigiera la intimidad de la unión.
Fueron encajando automáticamente en sus antiguas posiciones; la nave de guerra Grupo Estelar fue recobrando su forma... pero con algunas brechas. Segmentos destruidos, segmentos perdidos.
Al tercer día, el gran capitán en funciones Rutgers convocó una reunión de capitanes supervivientes en el puente de proa, donde había instalado provisionalmente su cuartel general. Después de la conferencia se difundió un comunicado a todos los tripulantes:
A las 8 horas de esta mañana se ha recibido un mensaje de nuestra gran capitana, lady Laurr del Noble Laurr, honorabilísima señora Gloria Cecily, obligada a tomar tierra en el planeta de un sol que emite luz blanca y amarillenta. Su nave se estrelló al posarse y ha quedado inservible. Como quiera que toda la comunicación con ella se ha efectuado por radio subespacial no direccional, y dada la imposibilidad de localizar un tipo de sol tan común entre millones de astros semejantes, los capitanes reunidos en asamblea lamentan informar que el nombre de nuestra noble señora debe sumarse a esa relación de bajas navales, la más larga que existe, la de quienes se perdieron para siempre en aras del deber. Los faros del almirantazgo emitirán luz azul hasta nueva orden.
La mujer estaba de espaldas mientras él se aproximaba. Tras una breve vacilación, Maltby utilizó su cerebro para obligarla a quedarse junto a la sección de nave que antes fuera el puente mayor de la Grupo Estelar.
La larga forma metálica yacía semienterrada en el suelo pantanoso del amplio valle, inmerso su extremo inferior en las hirvientes y profundas aguas negro-amarillentas de un río sinuoso.
Maltby se detuvo a pocos pies de aquella mujer alta y esbelta. Impidiéndole todavía que se apercibiera de su presencia, examinó una vez más el medio natural en que habría de transcurrir la vida de ambos.
La fina lluvia oscura que le siguiera en su recorrido exploratorio iba retirándose por la cresta amarillenta del valle, situada hacia el «oeste».
Mientras observaba los alrededores, el pequeño sol amarillento surgió como una explosión tras una cortina de nubes negras y ocres, despidiendo un fuerte resplandor. Los rayos de aquel sol arrancaban destellos pardos y amarillentos de la vegetación selvática.
Por todas partes aparecía aquel amarillo pardo-oscuro, muy intenso y casi líquido.
Maltby dejó escapar un suspiro y volvió su atención hacia la mujer, obligándola mentalmente a no verle mientras él se paseaba ante ella.
Durante su exploración había meditado profundamente sobre la honorabilísima señora Gloria Cecily. Básicamente, como era natural, el problema de un hombre y una mujer destinados a pasar solos el resto de sus vidas en un planeta aislado resultaba muy sencillo. Sobre todo teniendo en cuenta que a uno de ellos se le había condicionado para que se enamorase del otro.
Maltby esbozó una sonrisa de tristeza. Se hacía cargo del origen artificial de aquel amor, aunque ello no bastaba para anular su innegable realidad.
La máquina condicionadora le había alcanzado en lo más íntimo de su ser. Por desgracia, a ella no la había afectado en absoluto; y dos días a solas con la mujer sólo sirvieron para destacar una realidad: Lady Laurr del Noble Laurr ni siquiera pensaba en la remota posibilidad de acceder a las normales exigencias de su situación.
Había llegado el momento de darle a conocer la situación. No porque fuera necesaria ni siquiera deseable una solución rápida, sino porque debía saber que el problema existía.
Adelantándose, la tomó en sus brazos.
Era alta y de figura gentil; encajaba en su abrazo como si aquél fuera su lugar natural; y, obligada mentalmente a devolver el beso de Maltby, el calor de aquel contacto tuvo un efecto muy superior al buscado.
Porque él había pensado en liberar la mente de la mujer durante el beso.
Pero no lo hizo.
Cuando por fin la soltó, sólo fue una liberación física. La mente de la gran capitana siguió estando completamente bajo su dominio.
Había una silla metálica junto a una de las puertas, por la parte exterior. Maltby se acercó al mueble y, arrellanándose en él, alzó la vista para clavarla en la gran capitana.
Se sintió turbado. Aquel deseo devorador era producto lógico del condicionamiento a que le sometieron. Pero sobrepasaba en mucho su análisis previo sobre la intensidad de sus sentimientos.
Se había considerado dueño y señor de sí mismo, y ahora veía que no lo era. Ignoraba por qué razón el sarcasmo, el desinterés, la objetividad que tuvo por claves de sus reacciones ante aquella situación, no encajaban absolutamente en ella.
La máquina condicionadora había hecho un trabajo concienzudo.
Amaba a aquella mujer con tal violencia, que el simple contacto era suficiente para desconectar su voluntad de cualesquiera operaciones posteriores.
Su corazón fue tranquilizándose: la estudió con un remedo de desinterés.
Era adorable y hermosa; aunque casi todas las mujeres-robot de raza deliana la superaban en belleza. Sus labios carnosos tenían, sin embargo, una pizca de crueldad; y algo en sus ojos acentuaba aquella crueldad.
Existían emociones internas en aquella mujer, que no iba a resignarse, sin más, a la idea de quedar abandonada para siempre en un planeta desconocido.
Era aquello algo sobre lo que debería meditar. Hasta entonces...
Con un suspiro de resignación, Maltby anuló el embrujo hipnótico tridimensional que sus dos cerebros habían impuesto a la mujer.
Había tomado la precaución de dejarla mirando hacia otro lado. La observó con curiosidad mientras ella estaba de pie, de espaldas y muy quieta durante unos instantes. Luego la mujer echó a andar hacia un bosquecillo que se elevaba sobre la húmeda tierra pantanosa.
Ascendió hasta la cima y se puso a mirar en la dirección por donde Maltby regresara hacía pocos minutos. Era evidente que lo estaba buscando.
Por fin se volvió y tuvo que cubrirse los ojos para protegerlos del resplandor amarillento del sol poniente. Le descubrió al bajar del montículo.
Se detuvo; sus ojos se estrecharon y acortó el paso. Al llegar junto a él le habló con una extraña nota cortante en su voz:
—Ha venido usted sin hacer ningún ruido. Supongo que dio un rodeo y llegó desde el oeste.
—No —repuso Maltby—. No me moví del este.
La mujer pareció meditar sobre aquellas palabras. Estaba silenciosa, su rostro enjuto dominado por una expresión contrariada. Apretó los labios con fuerza; había en ellos una contusión seguramente dolorosa, porque hizo una mueca antes de formular su pregunta:
—¿Qué ha descubierto? ¿Encontró algún...?
Se detuvo. En aquel momento debió apercibirse de la magulladura del labio. Su mano se alzó rápidamente, y se tocó con los dedos el lugar de la herida. Sus ojos cobraron vida con la violencia de su súbita comprensión. Maltby se adelantó unos segundos a su reacción:
—Sí, tiene usted mucha razón.
Ella se quedó inmóvil, contemplándole. Su mirada colérica fue apaciguándose hasta que finalmente dijo con voz glacial:
—Si vuelve usted a intentarlo, me veré obligada a matarle.
Maltby negó con la cabeza y preguntó, sin sonreír:
—¿Para pasar el resto de su vida completamente sola? Se volvería usted loca.
Comprendiendo de inmediato que la violenta cólera de la mujer rechazaba aquel tipo de lógica, se apresuró en proseguir:
—Además, tendría que pegarme un tiro por la espalda. Estoy seguro de que no dudaría en matarme en acto de servicio; pero sé que no lo haría por razones personales.
Los labios de la mujer, comprimidos de rabia, se abrieron. Con gran asombro de Maltby, en los ojos de la gran capitana aparecieron súbitamente algunas lágrimas. Lágrimas de ira, evidentemente, ¡pero lágrimas!
La mujer se adelantó rápidamente y le propinó un bofetón.
—¡No es usted más que un robot! —le insultó entre sollozos.
Maltby se quedó mirándola con tristeza, pero reaccionó con una sonora carcajada. Finalmente habló, con un dejo de burla en la voz:
—Si no recuerdo mal, la señora que acaba de hablar es la misma que envió un vibrante mensaje por radio a todos los planetas de los Cincuenta Soles, jurando que en los quince mil años transcurridos los terrícolas habían olvidado sus prejuicios contra los robots. ¿Es posible —concluyó— que el problema, visto de cerca, resulte más difícil de solucionar?
No hubo respuesta. La honorable Gloria Cecily pasó junto a él, y desapareció en el interior de la nave.
Volvió a salir pocos minutos después.
Su expresión era más serena; Maltby observó que había eliminado todo rastro de lágrimas. Le miró fijamente y preguntó:
—¿Qué descubrió en su exploración? He retrasado mi llamada a la nave esperando su regreso.
—Creía —repuso Maltby— que le habían pedido que llamara a las 10 horas.
La mujer se encogió de hombros; y al responder apareció en su voz un deje de arrogancia:
—Recibirán mis llamadas a la hora que yo quiera hacerlas. ¿Ha detectado señales de vida inteligente?
Maltby sintió lástima por la gran capitana Laurr, un ser hermoso al que todavía aguardaban muchas sorpresas desagradables.
Uno de los libros que leyera a bordo de la nave, dedicado a los colonos de planetas remotos, trataba muy concretamente el tema de los náufragos del espacio.
—En este valle —dijo, iniciando su descripción— casi todo son tierras pantanosas, aunque también hay selva, muy antigua. Algunos árboles son altísimos, si bien al seccionarlos no aparecen anillos de crecimiento. Hay animales interesantes y un cuadrúpedo con dos brazos que me observó desde lejos. Llevaba una lanza, pero la distancia no me permitió emplear mis poderes hipnóticos. Tiene que haber un poblado por alguna parte, tal vez en los límites del valle. En los próximos meses pienso desmantelar la nave pieza por pieza, para ir transportándola a terreno más seco.
»A mi juicio —prosiguió Maltby— podemos facilitar a los científicos de la nave la siguiente información: Nos encontramos en un planeta iluminado por un sol del tipo G. Este sol debe ser mayor que el tipo corriente de astros amarillo-blancuzcos, y su temperatura en la superficie ha de ser superior. La considero superior porque, pese a estar muy alejado, despide suficiente energía calorífica para mantener el hemisferio septentrional de este planeta en condiciones semitropicales.
Hizo una pausa y continuó exponiendo el fruto de sus observaciones:
—El sol se encontraba bastante hacia el norte al mediodía, pero ahora está retrocediendo en dirección sur. A primera vista, diría que este planeta tiene una inclinación de unos cuarenta grados, lo cual significa que se está aproximando un invierno frío, aunque esto no concuerda con la antigüedad ni con su tipo de vegetación.
Lady Laurr frunció el ceño.
—No me parece muy útil —observó—, aunque naturalmente yo no soy ningún ejecutivo.
—Y yo sólo soy un meteorólogo.
—Exactamente. Pase, a ver si mi astrofísico puede sacar algo en claro de todo eso.
—¡Su astrofísico! —se asombró Maltby, aunque no expresó su sorpresa en voz alta.
Siguió a la mujer al interior del segmento de nave y cerró la puerta tras sí.
Maltby examinó el interior del puente principal con una sonrisa irónica, mientras la joven tomaba asiento ante la astroplaca.
Sólo el impresionante resplandor del tablero de instrumentos, que ocupaba toda una pared, resultaba ya irónico de por sí. Las máquinas que con él se habían controlado estaban ahora muy lejos, en el espacio. Hubo un tiempo en que dominó toda la Nube Menor de Magallanes; pero ahora, la pistola manual de Maltby era un instrumento más potente que todos aquellos mandos.
Se dio cuenta de que lady Laurr había levantado la vista y le miraba.
—No lo comprendo —se lamentó—. No me responden.
—A lo mejor —Maltby no pudo eliminar un leve tono sarcástico en su voz— tenían razones de mucho peso para pedir que les llamara a las 10 horas.
La mujer hizo un leve movimiento exasperado con sus músculos faciales, pero no respondió. Maltby prosiguió hablando con frialdad:
—Al fin y al cabo, ya no importa. Sólo están efectuando maniobras rutinarias, porque lo que se pretende es no pasar por alto ninguna posibilidad de rescate. Ni siquiera acierto a imaginarme el tipo de milagro que haría falta para dar con nosotros.
Como si no hubiera oído sus palabras, la mujer preguntó, frunciendo el ceño:
—¿A qué se debe que ni siquiera hayamos captado una sola emisión procedente de los Cincuenta Soles? Antes ya tenía intención de hacerle esta pregunta. Ni una sola vez, en los diez años pasados en la Nube Menor, llegamos a captar el más mínimo indicio de energía radiofónica.
Encogiéndose de hombros, Maltby explicó:
—Todas las emisoras trabajan con longitudes de ondas muy variables y complicadas, que cambian cada veinteavo de segundo. Los instrumentos de ustedes seguramente sólo captaban un chasquido cada diez minutos, y...
Le interrumpió una voz que surgía de la astroplaca. En la pantalla apareció el rostro de un hombre, el gran capitán en funciones Rutgers.
—¡Por fin, capitán! —exclamó la mujer—. ¿A qué se debe su retraso?
Respondió la imagen:
—Estamos desembarcando nuestras fuerzas en Cassidor VII. Como ya sabe, las normas exigen que el gran capitán...
—Sí, sí. ¿Y ahora, ya está usted libre?
—No. He robado unos momentos a mis deberes para cerciorarme de que sigue usted bien, y en seguida la pondré con el capitán Planston.
—¿Cómo se desarrolla el desembarco?
—A la perfección. Hemos establecido contacto con las autoridades, que parecen resignadas a lo inevitable. Tengo que despedirme ya. Adiós, señora.
Su imagen se desvaneció tras un parpadeo y la placa quedó en blanco. Fue aquélla una salutación de lo más brusca; pero Maltby, sumido en sus tristes pensamientos, apenas se dio cuenta.
Así que todo había terminado. Los proyectos desesperados del gobierno de los Cincuenta Soles, su propio intento por destruir la gran nave de guerra, habían resultado inútiles ante un enemigo invencible.
Durante unos instantes se sintió muy próximo a la derrota, con todas sus consecuencias. Finalmente comprendió que la lucha ya no tenía importancia para su vida, aunque aquel conocimiento en nada le ayudó a superar su pesimismo.
Vio que el rostro grácil y fuerte de la honorabilísima Gloria Cecily tenía una expresión entre regocijada y colérica; evidentemente, ella no se sentía ajena a los grandes acontecimientos del espacio. Ni tampoco dejó de advertir las consecuencias de la brusquedad con que había transcurrido la conversación.
La astroplaca se tornó brillante y en ella apareció un rostro desconocido para Maltby. Era el de un hombre ya entrado en años y de amplias mandíbulas que dijo con su voz pesada:
—Con la venia de su señoría. Confío en descubrir algo que nos permita rescatarla. Yo siempre digo que mientras hay vida hay esperanza.
La mujer interrumpió su risita:
—El capitán Maltby le dará toda la información que posee, y estoy segura de que con ella podrá usted darnos algún consejo, capitán Planston. Por desgracia, ni él ni yo somos astrofísicos.
—No se puede ser experto en todo —afirmó el capitán Planston—. En fin, capitán Maltby, ¿qué puede usted decirme?
Maltby facilitó su información con brevedad, y esperó a que el otro le transmitiera instrucciones, que no fueron gran cosa:
—Averigüe la duración de las estaciones. Me interesa ese efecto amarillento de la luz solar, y también el pardo oscuro. Tome las siguientes fotografías con película orto-sensible... Utilice tres colores, un rojo sensible, un azul y un amarillo. Tome una lectura del espectro... Lo que quiero comprobar es que tal vez tengan ustedes un fuerte sol azulado, y los ultravioletas no pasan porque existe una atmósfera muy densa, por lo cual todo el calor y la luz estarían en la banda amarilla.
»Confieso —prosiguió el astrofísico— que no puedo darles muchas esperanzas. La Nube Menor está repleta de soles azulados. Hay quinientos mil más brillantes que Sirio.
»Finalmente —concluyó la imagen de la astroplaca—, obtenga la información sobre las estaciones consultando a los nativos. No lo olvide. ¡Adiós!
El nativo era muy cauto. Persistió en retirarse al interior de la selva; y sabía cómo aprovechar la ventaja de sus cuatro piernas. De todos modos siempre volvía a aparecer.
La mujer lo observaba con un regocijo que fue trocándose en exasperación.
—A lo mejor —sugirió—, si nos separáramos y yo le empujara hacia usted...
Vio el ceño fruncido en la frente de Maltby, que asentía sin entusiasmo. Su voz surgió fuerte y tensa.
—Nos está conduciendo a una emboscada. Conecte los sensores de su casco y lleve consigo la pistola. No se dé demasiada prisa en disparar, pero hágalo sin vacilación en caso necesario. Las heridas de lanza pueden ser muy dolorosas; y no tenemos los medios idóneos para hacer frente a ese tipo de situaciones.
Sus órdenes provocaron una irritación momentánea. Por lo visto no se daba cuenta de que ella comprendía tan bien como él las exigencias de la situación.
La honorabilísima Gloria dejó escapar un suspiro. Si debían permanecer en aquel planeta, sería preciso realizar algunos ajustes psicológicos de importancia. Y ella, pensó con severidad, no era la única que debería adaptarse.
—¡Ahora! —dijo Maltby junto a ella, hablando con rapidez—. Fíjese en que aquel barranco se divide en dos ramales. Ayer llegué hasta, aquí, y vi que vuelven a unirse unas doscientas yardas más abajo. Ha subido por el ramal de la izquierda. Yo tomaré el de la derecha. Usted quédese aquí, así él volverá a ver qué ocurre. Entonces sígalo sin apresurarse.
Un instante después Maltby había desaparecido, silencioso como un espectro, internándose en un sendero que discurría bajo un follaje denso.
Se hizo el silencio.
Ella esperó. Apenas había transcurrido un minuto cuando ya se sintió sola en un mundo amarillo y negro que estaba sin vida desde el principio del tiempo.
Pensó que era esto a lo que Maltby se refiriera el día anterior, cuando afirmó que ella no se atrevería a pegarle un tiro, a pegarle un tiro y a quedarse completamente sola. Entonces no lo había comprendido.
Ahora sí que lo comprendía. Sola, en el planeta anónimo de una estrella vulgar, una mujer que despertaría todas las mañanas en una nave destartalada, hincada su yerma forma metálica en una tierra oscura, húmeda, pantanosa y amarillenta.
Siguió inmóvil y sintió que le invadía el pesimismo. No había duda de que el problema de las relaciones entre robots y humanos tendría que resolverse aquí, y no sólo en el espacio.
Un sonido la sacó de su ensimismamiento melancólico. Mientras observaba los alrededores con cautela, una cabeza felina apareció lentamente tras una hilera de arbustos situados a cien yardas, más allá del claro.
Era una cabeza interesante, atractiva incluso por su aspecto feroz. El cuerpo amarillento quedaba oculto entre la maleza, pero la mujer había captado suficientes detalles para reconocer que se trataba del tipo CC, de la casi universal familia de los centauros. Su cuerpo quedaba bien equilibrado entre las extremidades traseras y las delanteras.
Aquel ser la observó con el asombro reflejado en sus refulgentes ojos de oscura coloración. Giraba la cabeza de un lado a otro, evidentemente tratando de localizar a Maltby.
La mujer desenfundó la pistola y avanzó, movimiento que causó la desaparición de aquel ser. Gracias a los sensores del casco pudo captar el sonido de su carrera en la distancia. De repente, aquel ser aminoró su velocidad y después se hizo el silencio.
—Maltby lo ha capturado —pensó la mujer.
Se sintió impresionada. Aquellos hombres mixtos de doble cerebro eran valientes y muy hábiles. Sería una verdadera lástima que los prejuicios contra los robots impidieran su ingreso en la civilización galáctica del Imperio Terrestre.
Le observó unos minutos después, mientras el hombre mixto utilizaba el sistema universal de comunicación con aquel ser. Maltby alzó la vista y la vio. Meneó la cabeza, perplejo.
—Dice que siempre han tenido un tiempo cálido, como ahora, y que nació hace mil trescientas lunas. Y que una luna tiene cuarenta soles, o sea cuarenta días. Nos pide que nos internemos un poco más en el valle, pero no me gusta la idea. Creo que deberíamos hacer un gesto cauto, amistoso y...
Se detuvo en seco. Antes de que ella pudiera darse cuenta del peligro, su cerebro quedó atrapado, sus músculos galvanizados. Se vio lanzada lateralmente y contra el suelo con tal rapidez, que el choque con la superficie fue pura agonía.
Quedó en el suelo, aturdida, y con el rabillo del ojo vio que la lanza atravesaba el punto donde poco antes se encontraba.
Giró para rodar sobre sí misma, dueña ya de sus actos, y apuntó la pistola en la dirección de donde llegara la lanza. Había allá otro centauro que se alejaba a la carrera por una ladera desnuda. Oprimió el disparador y entonces...
—¡No! —dijo Maltby en voz baja—. Era un explorador enviado para ver qué ocurría. Ha hecho su trabajo. Todo ha terminado.
La mujer bajó la pistola y observó, molesta, que le temblaba todo el cuerpo.
—¡Gracias por salvarme la vida!
Calló para que no la delatara su voz trémula, y porque...
¡Le había salvado la vida! Su mente bordeó la incomprensión total por la sorpresa que le causó aquella idea. Era increíble, pero jamás había corrido peligro por causa de ningún ser que actuara individualmente.
Recordaba que en cierta ocasión su nave penetró en los bordes externos de un sol; y además acababa de superar el cataclismo de la tormenta...
Pero aquéllas fueron amenazas impersonales, superables con virtuosismos técnicos y con el duro adiestramiento del servicio.
Esto era diferente.
Durante el regreso al segmento de nave se esforzó por profundizar en el significado de aquella diferencia.
Finalmente le pareció comprenderlo.
—El espectro carece de rasgos destacables —afirmó Maltby, transmitiendo el resultado de sus investigaciones por la astroplaca—. No se aprecian líneas oscuras; dos de las bandas amarillas son tan intensas que hacen daño a la vista. Como usted sugirió, parece ser que tenemos un sol azulado, y que la atmósfera del planeta impide el paso de sus fuertes radiaciones violetas.
»De todos modos —concluyó—, la singularidad de ese efecto se limita a nuestro planeta, por causa del espesor de su atmósfera. ¿Alguna pregunta?
—Pues... no, no —dijo el astrofísico, cuyo rostro aparecía en la placa con aspecto muy pensativo—. Y además, tampoco puedo darle más instrucciones. Tendré que estudiar éstos datos. Hágame el favor de pedirle a la señora que se sitúe en la pantalla. Me gustaría hablar con ella en privado, si no le importa.
—Con mucho gusto.
Cuando la mujer se sentó ante la astroplaca, Maltby salió al exterior y se puso a contemplar el ascenso de la luna. Las tinieblas, ya lo había observado la noche anterior, producían una vaga neblina de color violáceo. ¡Claro, ahora lo comprendía! 80 grados Fahrenheit en un planeta que, teniendo en cuenta el diámetro angular del sol, habría tenido 180 grados Fahrenheit bajo cero si el color aparente del sol hubiera sido el verdadero.
Un sol azulado, uno entre medio millón de soles... Interesante, pero... Maltby esbozó una sonrisa cruel. La falta de instrucciones del capitán Planston sonaba a cosa definitiva que...
No pudo contener un estremecimiento. Y al instante trató de imaginarse sentado, como ahora, dentro de un año y contemplando exactamente la misma luna inmutable. Diez años, veinte...
Notó que la mujer le observaba desde la puerta. Maltby alzó la mirada. La luz blanquecina del interior de la nave delató una extraña expresión en el rostro de la mujer, dándole un aspecto descolorido que contrastaba con el tono amarillento de su piel durante el día.
—Ya no recibiremos más astrollamadas —declaró, para volverse de inmediato y entrar en la nave.
Maltby asintió con la cabeza, casi perezosamente. Era duro, y brutal, aquel brusco corte de comunicaciones. Pero las normas sobre aquel tipo de situaciones también eran muy ciarás.
Los náufragos espaciales debían comprender perfectamente, sin falsas esperanzas ni ilusiones suscitadas por la comunicación radiofónica, que estaban aislados para siempre. Para siempre abandonados a sus propios recursos.
En fin, qué se le iba a hacer. Era preciso tomarse las cosas como venían, sin atemorizarse. Había un capítulo entero dedicado a los náufragos en uno de los libros que leyera en la nave. Según el autor, desde los comienzos de la Historia novecientos millones de humanos habían quedado abandonados en planetas hasta entonces desconocidos o inexplorados. Casi todos aquellos planetas terminaron por descubrirse; y en nada menos que diez mil de ellos surgieron nutridas poblaciones humanas descendientes de los náufragos.
Según la ley espacial, ningún náufrago de cualquier sexo podía abstenerse de participar en aquellos incrementos demográficos, fuera cual fuera su rango anterior. Por el contrario, todos debían olvidar consideraciones de sensibilidad y de individualismo, recordando solamente que eran instrumentos de la expansión de su raza.
El código espacial estipulaba diversos castigos, naturalmente inaplicables de no efectuarse el rescate, pero aplicados sin piedad cuando se descubría y recuperaba a los recalcitrantes.
Cabía dentro de lo posible que los tribunales consideraran como caso especial el de un ser humano y un robot.
Debía haber transcurrido media hora desde que tomara asiento en el exterior de la nave. Finalmente se puso de pie, impulsado por el hambre. Se había olvidado completamente de la cena.
Se notó algo molesto consigo mismo. ¡Maldición, no era aquél el momento de presionar a la mujer! Tarde o temprano comprendería que debía guisar parte de las comidas.
Pero no era aquél el momento.
Entró rápidamente, dirigiéndose a la pequeña cocina incorporada a cualquier segmento de nave espacial. Se detuvo un momento en el pasillo.
Por la puerta de la cocina escapaba un resplandor. Alguien silbaba por lo bajo una melodía indefinida pero alegre; y hasta él llegaba el aroma de las verduras cocidas y de la carne de lak caliente.
Estuvieron a punto de chocar en la puerta.
—Iba a llamarle —dijo la mujer.
La cena fue breve y silenciosa. Metieron los platos sucios en el automático y fueron a sentarse en el espacioso salón; Maltby vio finalmente que la mujer le observaba con ojos divertidos.
—¿Existe alguna posibilidad —preguntó ella súbitamente— de que un hombre mixto y una humana tengan hijos?
—Francamente —confesó Maltby—, lo dudo.
Y se puso a describir con todo detalle el proceso de frío y presión que moldeara el protoplasma de donde surgieron los primeros hombres mixtos. Cuando terminó su explicación, vio que los ojos de la mujer seguían observándole con leve regocijo. En un tono de voz extraño, ella dijo:
—Hoy me ha ocurrido algo muy curioso, cuando aquel nativo trató de matarme con su lanza. Comprendí —se detuvo un instante, como luchando con una expresión difícil—, comprendí que acababa de resolver, en lo que a mí concierne, el problema de los robots.
»Claro está —finalizó tranquilamente— que de todos modos habría participado. Pero es agradable saber que a una le gusta —sonrió— una persona, «sin matizaciones».
Un sol azulado que parecía amarillento. Había amanecido y Maltby estaba sentado fuera del vehículo, todavía perplejo por los últimos acontecimientos. No sabía si esperar una visita de los nativos, pero por si acaso iba a permanecer en las inmediaciones de la nave.
Ni un instante dejó de observar los bordes del claro, los límites del valle, los senderos de la selva, pero...
Recordaba la existencia de una ley sobre el paso de la luz a otras bandas de ondas, por ejemplo a la del amarillo. Bastante complicada, pero en vista de que los instrumentos del puente principal eran simples controles y no máquinas, tendría que basarse en las matemáticas para comprender qué tipo de sol iluminaba aquel planeta.
Tal vez el calor llegaba a través de la gama ultravioleta, aunque era imposible comprobarlo. Por eso más valía olvidar aquella suposición y seguir con la del amarillo.
Entró en la nave. No se veía a Gloria por ninguna parte, pero la puerta de su dormitorio estaba cerrada. Maltby encontró una libreta, volvió a la silla y comenzó sus cálculos.
Una hora después tenía ante sus ojos la respuesta: Un billón trescientos mil millones de millas. Aproximadamente la quinta parte de un año luz.
Dejó escapar una risa seca. No tenía vuelta de hoja. Debía hacerse con datos mejores que los actuales, o de lo contrario...
¿Debía, realmente?
Su mente quedó en suspenso. En un solo instante de comprensión, estalló ante él la asombrosa verdad.
Profiriendo un grito, se puso de pie como impulsado por un resorte, giró rápidamente y se dirigió como una exhalación hacia la puerta en el instante en que una sombra oscura cruzaba sobre él.
La sombra era tan inmensa que oscureció repentinamente todo el valle. Sin poder evitarlo, Maltby se detuvo y alzó la vista.
La nave de guerra Grupo Estelar se cernía a poca altura sobre la selva pardo-amarillenta. De ella desembarcaba un vehículo de rescate que despedía destellos plateados al entrar en la zona iluminada por el sol.
A Maltby sólo le quedaba un momento de estar a solas con la mujer antes de que el bote se posara en la superficie.
—¡Y pensar —exclamó— que acabo de descubrir la verdad!
Se dio cuenta de que ella no le miraba. Sus ojos parecían concentrados en una imagen muy remota. Maltby prosiguió:
—Por lo demás, supongo que bastaría con meterme en la cámara de acondicionamiento y...
Ella le interrumpió, todavía sin mirarle:
—¡Ridículo! ¿Acaso voy a sentirme turbada por unos besos? La audiencia será más tarde, en mi alojamiento oficial.
Un baño, prendas nuevas y por fin Maltby entró en el departamento de astrofísica por medio del transmisor de materia. Su comprensión de la asombrosa verdad, aunque exacta en términos generales, había carecido de detalles.
—¡Ah, Maltby! —le acogió el jefe del departamento, adelantándose para estrechar su mano—. ¡Vaya un sol que escogió usted! Ya lo sospechamos por sus primeros informes sobre esa coloración amarillenta y negra. Naturalmente, no podíamos darles ninguna esperanza; ya sabe que nos está prohibido.
El jefe hizo una pausa para continuar con sus explicaciones:
—La inclinación del eje; la longitud aparente de un verano en el cual los árboles de la selva, aun siendo de gran tamaño, no mostraban anillos de crecimiento... Todo ello muy interesante. El espectro sin rasgos destacables, con su total carencia de líneas oscuras... Casi concluyente. La prueba final fue que la película ortosensible quedó sobreexpuesta, mientras que a los sensibles azules y rojos les faltaba tiempo de exposición.
»Las estrellas de este tipo —continuó el astrofísico— tienen una temperatura tan sumamente elevada que prácticamente toda su radiación energética queda muy dentro de lo ultravisible. Una radiación secundaria, que es una especie de fluorescencia de la propia atmósfera de la estrella, produce el amarillo visible cuando una fracción diminuta de la fuertísima radiación ultravioleta se transforma, por efecto de los átomos de helio, en longitudes de onda más largas. Una lámpara fluorescente, en cierto modo... aunque, claro, a una escala más que ordinariamente cósmica en su violencia. La radiación total lanzada sobre el planeta era lógicamente enorme; la radiación de superficie, tras cruzar millas y millas de ozono absorbente, vapor de agua, bióxido de carbono y otros gases, era muy diferente.
»No es de extrañar —siguió explicando el hombre— que el nativo dijera que siempre había hecho calor. El verano dura cuatro mil años. La radiación normal de ese tipo asombroso de estrellas, el índice de radiación de un eón tras otro, viene a ser comparable al de una nova en su grado máximo de violencia expansiva. Tiene un período de algunas horas, y equivale aproximadamente a unos cien millones de soles ordinarios. A esas estrellas de máxima brillantez las llamamos novas O; y sólo hay una en la Nube Menor de Magallanes, la gran y gloriosa S-Dorado.
»Cuando le pedí que llamara a la gran capitana Laurr —concluyó— y le expliqué que de treinta millones de soles había ido a escoger...
En aquel momento le interrumpió Maltby.
—Un momento —pidió—. ¿Ha dicho usted que se lo explicó a lady Laurr anoche?
—¿Era noche allá abajo? —preguntó el capitán Planston, interesado por aquel detalle—. Vaya, vaya... A propósito, casi lo había olvidado. Estas cosas del matrimonio ya no tienen tanta importancia para un viejo como yo, pero... ¡felicidades!
La conversación era demasiado rápida para Maltby. Sus dos cerebros todavía estaban examinando la primera manifestación: que ella lo había sabido desde el primer momento. Se levantó, como a tientas, al oír las últimas palabras.
—¿Felicidades? —repitió como un eco.
—Sin duda alguna, ya era hora de que tuviera un marido —estalló el capitán—. Es una mujer enamorada de su profesión, ¿sabe usted? Además, eso tendrá un efecto vivificador en los demás robots... ¡Perdón! Le aseguro que ese nombre no significa nada para mí.
»Sea como fuere —continuó el capitán—, la propia lady Laurr dio a conocer la noticia oficialmente hace pocos minutos, o sea que venga a verme cuando quiera.
Se volvió, haciendo con su manaza un ademán de despedida.
Maltby se dirigió al transmisor de materia más próximo. Seguramente ella le estaría esperando.
No la defraudaría.
La ultrapropulsión sólo tenía un ligero inconveniente: creaba una onda de choque que hacía explotar los soles. Indudablemente, aquello complicaba bastante el problema del regreso a la base...