LA ESPADA DE RHIANNON - Leigh Brackett
AL salir de la casa de Madam Kan, Matt Carse notó que alguien le seguía. Aún resonaba en sus oídos la risa de las muchachas de piel oscura, y los vapores del thil nublaban sus ojos como un velo cálido y dulce. Pero ello no le impidió advertir a su espalda, en el silencio de la fría noche marciana, el roce de unos pies calzados con sandalias.
Cautelosamente, Carse comprobó que la pistola de protones salía con facilidad de la funda. Pero no intentó despistar a su perseguidor mientras recorría las calles de Jekkara sin aflojar ni apretar el paso.
«En el Barrio Antiguo será mejor. Por aquí aún quedan demasiados transeúntes», se dijo.
Jekkara no dormía, pese a lo avanzado de la hora. Nadie duerme en los Canales Bajos, pues se hallan fuera de la Ley y allí el tiempo no cuenta. En Jekkara, en Valkis y en Barrakesh la noche no es más que un día con menos luz.
Carse continuó su camino a la orilla de las aguas negras y tranquilas del antiguo canal, abierto en el fondo de un mar ya extinguido para siempre. Vio que el viento agitaba la llama de las antorchas siempre encendidas, y oyó fragmentos de melodía de los laúdes que nunca dejaban de tocar. Mujeres y hombres, menudos, delgados y cautelosos como gatos cruzaban por las calles en sombras, sin hacer otro ruido sino el tintineo de las campanillas que llevaban ellas. Era un sonido tan tenue como el de la lluvia, un sonido en el que se concentraban todas las dulces perversidades del mundo.
No hicieron caso de Carse, aunque las ropas de éste revelaban bien a las claras su condición de terrícola. Normalmente, la vida de un terrícola vale menos que un cabo de bujía en los Canales Bajos. Pero Carse era diferente. Los ladrones de Jekkara, de Valkis y de Barrakesh son la aristocracia del hampa. Admiran la astucia, respetan la experiencia y saben distinguir a un auténtico caballero en cuanto le ven.
Por eso Matthew Carse, ex miembro de la Sociedad de Arqueología Interplanetaria, ex asistente a la Cátedra de historia antigua marciana de Kahora, afincado en Marte desde hacía treinta de sus treinta y cinco años de edad, era bien recibido en aquella compañía, mucho más exigente, del hampa marciana. Allí había prestado el juramento de amistad que no puede ser violado.
Aunque ahora, mientras caminaba por las calles de Jekkara, uno de los supuestos «amigos» de Carse estaba siguiéndole con toda la astucia de un lince. Por un instante se preguntó si la Policía de Control terráquea habría enviado a algún agente para que siguiera sus pasos. Pero descartó en seguida tal posibilidad.
No; ningún policía enviaba hombres a Jekkara. Tenía que ser un oriundo de los Canales Bajos, impulsado por algún tejemaneje de los suyos.
Carse abandonó el canal, dando la espalda a lo que antaño fuera un fondo marino, y dirigiéndose hacia la antigua tierra firme. El terreno subía en pendiente hacia los acantilados, profundamente roídos por milenios de viento incesante. Sobre ellos se cernía el barrio viejo, resto de la que fue capital de los Reyes-Almirantes de Jekkara, cuyo imperio decayó cuando los mares empezaron a desecarse.
El Barrio Nuevo de Jekkara, es decir la parte habitada a orillas del canal, era ya viejo cuando la terrestre Ur de los caldeos surgió como aldehuela recién fundada. La antigua Jekkara, cuyos muelles de piedra y mármol aún podían verse en el puerto ya inútil y cegado por la arena, existió en un pasado tan remoto que resultaba inconcebible para la mente humana. El mismo Carse, que conocía aquel pasado como nadie entre los terrícolas, se estremecía con sólo pensarlo.
Decidió ir allí, porque era un lugar totalmente muerto y abandonado. Es preciso, a veces, buscar la soledad para entendérselas con un amigo.
Las casas desiertas abrían sus portales a la noche. Los siglos y el viento abrasivo habían pulido sus esquinas y redondeado los dinteles de sus puertas hasta que se confundieron con el paisaje borroso y monótono. Las dos lunas, pequeñas y bajas, dibujaban sombras equívocas. No le fue difícil al corpulento terrícola envolverse en su larga capa negra para fundirse con la oscuridad y desaparecer.
Oculto detrás de una pared, escuchó los pasos del individuo que le seguía. Las pisadas se apresuraron, se hicieron más audibles; hubo unos instantes de titubeo y luego se acercaron de nuevo, cada vez más rápidas. El desconocido pasó de largo, y entonces Carse. saltó como un tigre, saliendo al centro de la calle. Una fracción de segundo después aferraba entre sus puños un cuerpo menudo pero vigoroso. El perseguidor de Carse aulló de miedo al sentir en las costillas el helado cañón de la pistola de protones.
—¡No! —chilló—. ¡No dispares! Estoy desarmado. No intentaba nada malo; sólo pretendía hablar contigo unos momentos. —Pese al miedo, su voz no lograba disimular un deje de astucia—. Tengo una cosa para ti.
Carse comprobó que su contrincante estaba efectivamente desarmado. Sólo entonces aflojó la presa. El rostro del marciano podía distinguirse con bastante claridad. Era un tipo esmirriado con cara de ratero, y no muy afortunado por cierto, según llevaba de remendada la túnica y desprovista de adornos la coraza.
Las heces y fangos de los Canales Bajos producían individuos así, hermanos del escorpión que mata traicioneramente, escondido bajo la arena. Carse no dejaba de apuntarle con su arma.
—Adelante —replicó—. ¡Habla!
—Ante todo, te diré que soy Penkawr de Barrakesh. Puede que te hayan hablado de mí.
Al enunciar su propio nombre se pavoneaba como un viejo gallo de pelea.
—Pues no —le atajó Carse.
El tono acerado con que fueron pronunciadas esas palabras era como un bofetón. Penkawr sonrió con rabia.
—No importa. Yo sí he oído hablar de ti, Carse. Como dije, te reservo un regalo. Un objeto muy raro y valioso.
—Tan raro y valioso, que te ha inducido a seguirme por las calles a oscuras hasta Jekkara, sólo para decírmelo.
Carse frunció el ceño mientras contemplaba a Penkawr, tratando de sondear su duplicidad.
—¡Bien! ¿De qué se trata?
—Acompáñame y te lo enseñaré.
—¿Dónde está?
—Escondido y bien escondido, cerca de los muelles de Palacio.
Carse asintió.
—Un objeto demasiado raro y valioso para llevarlo encima o mostrarlo en la feria de ladrones, ¿eh? Has conseguido aguijonear mi curiosidad, Penkawr. Vamos a echar un vistazo a tu regalo.
Penkawr hizo brillar sus dientes puntiagudos a la claridad de las lunas y se volvió, seguido de Carse. Este avanzaba con paso elástico, preparado para reaccionar en cualquier momento.
Su mano apenas se apartaba de la pistolera. Empezaba a preguntarse qué le pediría Penkawr de Barrakesh a cambio del supuesto «regalo».
Mientras subían por la pendiente hacia el palacio, trepando sobre arrecifes erosionados y rocas que aún presentaban huellas del oleaje marino, a Carse le pareció como si estuviera cruzando una especie de pasarela hacia el pasado. Le causaba un extraño estremecimiento el ver aquellos enormes muelles casi intactos, todavía con las marcas de los primitivos amarraderos. Bajo la extraña claridad lunar, uno casi podía imaginar...
—Entra aquí —dijo Penkawr.
Carse le siguió al interior de una oscura cabaña de piedra desmoronada, mientras sacaba de su zurrón una linterna de kriptón para alumbrarse. Penkawr se arrodilló y empezó a hurgar entre las losas rotas del suelo, hasta encontrar un lío de trapos que envolvían un objeto de forma alargada.
Empezó a desatarlo dando muestras de un extraño respeto, casi de miedo. Carse se arrodilló a su lado. Reparó en que estaba conteniendo la respiración mientras vigilaba las finas manos del marciano. Parecía como si esperasen un acontecimiento desusado. Al aventurero se le había contagiado la tensión del otro.
La linterna arrancó un reflejo a una gema todavía medio envuelta en trapos, y luego hubo un limpio resplandor metálico.
Carse hizo un movimiento instintivo para ver mejor. Los ojos de Penkawr, rasgados como los de un lobo y amarillos como el topacio, se volvieron hacia el terrícola y por unos instantes sostuvieron la férrea mirada azul de éste. Luego Penkawr se volvió y quitó las últimas envolturas que cubrían el objeto depositado en el suelo.
Carse no hizo el menor ademán. El objeto, terso y brillante, yacía entre los dos hombres inmóviles, que no osaban respirar siquiera. La rojiza luz de la linterna iluminaba sus rostros haciéndoles semejar calaveras de sombras aceradas. Los ojos de Matthew Carse eran los del hombre que acababa de ver un milagro.
Al cabo de largo rato alargó la mano para tomar el objeto.
La mortífera pureza de sus líneas, su longitud y equilibrado perfecto, la guarda y la empuñadura negra que se adaptaba perfectamente a su ancha mano, la solitaria gema ahumada que parecía contemplarle como un testimonio viviente de sabiduría, el nombre grabado en extraños y antiquísimos jeroglíficos sobre la hoja.
Entonces habló, y su voz fue apenas un susurro.
—¡La espada de Rhiannon!
Penkawr dejó escapar el aire en un prolongado suspiro.
—La encontré —dijo—. ¡La encontré!
—¿Dónde? —inquirió Carse.
—Eso no importa. La encontré, y puede ser tuya... por un módico precio.
—¡Un módico precio! —se sonrió Carse—. Un módico precio por la espada de un dios.
—De un dios malo —murmuró Penkawr—. Desde hace más de un millón de años, Marte ha venido llamándole el Maldito.
—Lo sé —asintió Carse—. Rhiannon el Maldito, el Inmundo, el Maligno, el rebelde entre los dioses de antaño. Sí; conozco la leyenda, el relato de cómo los dioses inmemoriales vencieron a Rhiannon y le arrojaron a una tumba secreta.
Penkawr desvió la mirada y dijo:
—No sé nada de ninguna tumba.
—Mientes —replicó en voz baja Carse—. Tú has encontrado la Tumba de Rhiannon, o de lo contrario no habrías hallado esta espada. De algún modo has encontrado la clave de la más antigua y sagrada leyenda de Marte. Hasta las piedras de ese lugar valen su peso en oro para los entendidos.
—No he encontrado ninguna tumba —se emperró Penkawr y agregó en seguida—: Pero la espada vale por sí sola una fortuna. No me atrevía a venderla... Esos jekkaranos me la habrían arrebatado como fieras tan pronto como la hubieran visto.
El ladronzuelo estaba temblando de codicia reprimida.
—Tú sí podrás venderla, Carse. Pásala de contrabando a Kahora y no faltarán terráqueos dispuestos a pagar una fortuna por ella.
—Eso pienso hacer —asintió Carse—. Pero antes buscaremos los demás objetos de esa tumba.
Penkawr sudaba de angustia. Al cabo de un largo rato replicó:
—conténtate con la espada, Carse. Es suficiente.
Le pareció a Carse que la angustia de Penkawr era una mezcla de codicia y miedo. Y no era temor a los jekkaranos, sino a otra cosa, a algo que debía ser verdaderamente terrible, puesto que vencía a la avaricia de un Penkawr.
Carse lanzó un juramento despectivo.
—¿Acaso tienes miedo del Maldito? ¿Estás temblando por una simple leyenda, tejida quizás alrededor de algún viejo rey fenecido hace un millón de años?
Se echó a reír y esgrimió la espada, haciéndole lanzar destellos a la luz de la linterna.
—No te preocupes, pequeñín. ¡Yo ahuyentaré los espíritus de los difuntos! Piensa en el dinero que podría ser tuyo. Podrías tener un palacio de tu propiedad, con cien esclavas dedicadas a hacerte dichoso.
En las facciones del marciano, el pánico luchaba con la codicia.
—Había algo allí, Carse. Algo que me espantó, sin saber por qué.
Pero la codicia ganaba por fin. Penkawr se humedeció los labios resecos.
—Aunque, bien mirado, tal vez no sea más que una leyenda, como tú dices. Y hay tesoros allí... sólo con la mitad que me corresponde tendría de sobra para vivir con más lujo del que nunca soñé.
—¿La mitad? —repitió Carse con sorna—. Te equivocas, Penkawr. A ti te toca una tercera parte.
La rabia desfiguró el rostro de Penkawr, quien se puso en pie de un salto.
—Pero, ¿qué te figuras? ¡Yo descubrí la tumba! ¡Es un secreto mío!
Carse se encogió de hombros.
—Si no te gusta el reparto, puedes quedarte con tu secreto.
Guárdatelo... que ya se encargarán de sacártelo con tenazas al rojo tus «hermanos» de Jekkara, cuando yo les haya contado tu descubrimiento.
—¡Serías capaz! —se ahogó de ira Penkawr—. ¿Irías a decírselo para que acabaran conmigo?
El ratero miraba a Carse con furor impotente, mientras su adversario se erguía en toda su estatura a la luz de la linterna, con la espada en la mano, la capa medio caída de su hombro desnudo, y el collar y el cinto robados de un tesoro real lanzando destellos. No había la menor blandura en Carse, ni disposición alguna a hacer concesiones. Los desiertos y los estíos de Marte, las hambres, los fríos y los calores, le habían templado y resecado hasta no dejar más que los huesos y los nervios de hierro.
Penkawr se estremeció.
—Muy bien, Carse. Te conduciré allí... a cambio de la tercera parte del botín.
Carse asintió y sonrió.
—Me lo figuraba.
Dos horas más tarde, se encontraban en las negras colinas, erosionadas por el tiempo, que dominaban Jekkara y el lecho del mar muerto.
Aquella hora avanzada era la preferida de Carse, pues le parecía que Marte se mostraba entonces bajo su más auténtico aspecto. Hacía pensar en un viejo guerrero, envuelto en una capa negra y con una espada rota entre las manos, perdido, añorando la llamada del clarín y las risas y el vigor de la juventud.
El polvo de las antiguas colinas sollozaba bajo el viento eterno conjurado por Fobos, y las estrellas tenían un brillo sobrenatural. Las luces de Jekkara y la gran llanura negra del mar muerto quedaban ahora muy lejos debajo de ellos. Penkawr le conducía hacia los desfiladeros, mientras sus extrañas monturas escalaban con agilidad asombrosa la traicionera cuesta.
—Así fue como tropecé con el lugar —explicó Penkawr—. Al pasar un saliente, metí el pie en un agujero... que fue haciéndose más grande a medida que se hundía la arena, y allí estaba la tumba, excavada en la misma roca del desfiladero. Pero la entrada estaba obstruida cuando yo la encontré.
A estas palabras hizo alto y se volvió para mirar a Carse con un fulgor amarillento en los ojos.
—Sí, yo la encontré —repitió—. Sigo sin comprender por qué he de cederte a ti la parte del león.
—Porque yo soy el león —replicó alegremente Carse.
Azotó el aire con la espada, satisfecho al comprobar cómo se adaptaba al flexible juego de su muñeca, y contemplando cómo resbalaba el reflejo de las estrellas a lo largo de la hoja. El corazón le latía con fuerza; era la emoción del arqueólogo, tanto como la del saqueador.
Conocía incluso mejor que Penkawr la importancia de aquel descubrimiento. La historia marciana abarca un lapso tan enorme, que su pasado se convierte en una niebla de donde sólo emergen vagas leyendas..., relatos acerca de razas humanas y semihumanas, de guerras olvidadas, de dioses muertos.
Los más grandes entre aquellos dioses fueron los Quiru, héroes divinizados que eran a la vez humanos y sobrehumanos, que poseían el poder y la sabiduría. Pero hubo entre ellos un rebelde..., el oscuro Rhiannon, el Maldito, cuyo pecado de orgullo acarreó quién sabe qué catástrofe misteriosa.
Por ese pecado, según el mito, los Quiru aplastaron a Rhiannon y lo encerraron en una tumba secreta. Y durante más de un millón de años, los hombres buscaron la Tumba de Rhiannon, pues confiaban en hallar allí el secreto de los legendarios poderes de Rhiannon.
Carse era demasiado versado en arqueología como para conceder mucha importancia a las viejas leyendas. Pero estaba seguro de que debía existir en alguna parte una tumba de incalculable antigüedad, que debió dar origen a todos aquellos mitos.
Tratándose de la más antigua reliquia de Marte, la tumba y los objetos que contuviera harían de Matthew Carse el hombre más rico de los tres mundos... si lograba sobrevivir a la aventura.
—Por aquí —dijo Penkawr de repente.
Había viajado largo rato en silencio, meditabundo.
Estaban en la parte más alejada de las colinas, a espaldas de Jekkara. Carse siguió al pícaro por un estrecho sendero, al pie de una pared de roca.
Penkawr desmontó y empujó un grueso pedrusco, revelando una cavidad en la roca. Por el agujero podía pasar con cierta dificultad un hombre.
—Tú primero —dijo Carse—. Toma la linterna.
Penkawr obedeció a regañadientes, y Carse le siguió al interior de la madriguera.
Al principio no vieron sino la oscuridad más impenetrable allí donde no llegaba la luz de la linterna de kriptón. Penkawr avanzaba furtivamente, encogiéndose como un chacal asustado.
Carse le quitó la linterna y la levantó por encima de la cabeza. La tortuosa entrada daba a un corredor excavado en la roca viva. Era de sección cuadrada y sin ornamentos, aunque la piedra aparecía espléndidamente pulida. Echó a andar por el mismo, seguido de Penkawr.
Al final del corredor había una vasta cámara. Era también cuadrada y de una sencillez magnífica, hasta donde Carse pudo abarcar. Al fondo se veía un estrado con un altar de mármol, que ostentaba un símbolo idéntico al grabado en la cruz de la espada: el ouroboros en figura de serpiente alada. Pero aquí el círculo estaba roto, la cabeza de la serpiente levantada como para mirar hacia algún nuevo infinito.
La voz de Penkawr se dejó oír como un ronco susurro por encima de su hombro.
—Aquí fue donde encontré la espada. Hay otras cosas en esta cámara, pero no he querido tocarlas.
Carse ya había entrevisto algunos objetos alineados junto a las paredes de la gran cámara, brillando tenuemente a la luz de la linterna. Colgó ésta de su cinturón y se dispuso a examinar los hallazgos.
¡Era un tesoro, en efecto! Había cotas de malla que eran verdaderas obras maestras de la artesanía, enjoyadas con piedras preciosas de variedades desconocidas. Había cascos de extrañas formas, cuyo metal lanzaba insólitos destellos. Halló también una silla grande a modo de trono, ejecutada en oro con arabescos de un metal oscuro; cada brazo lucía una gran gema de color leonado.
Carse comprendió que todas aquellas cosas eran increíblemente antiguas. Debían proceder de los más lejanos lugares de Marte.
—¡Démonos prisa, por favor! —suplicó Penkawr.
Carse se relajó y sonrió, burlándose de su propio descuido.
Por unos momentos, su personalidad de estudioso había suplantado a la del saqueador.
—De momento nos llevaremos sólo los objetos pequeños y muy adornados de piedras preciosas —dijo Carse—. Con este primer viaje ya seremos ricos.
—Pero tú serás el doble de rico que yo —replicó Penkawr con rencor—. Conozco a un terrícola de Barrakesh que me habría comprado estos objetos por la mitad de su valor.
Carse soltó una carcajada.
—Debiste recurrir a él, Penkawr. Cuando uno contrata los servicios de un buen especialista, debe saber que se exigen honorarios fuertes.
En su recorrido por la cámara se había acercado de nuevo al altar. Entonces observó que había una puerta al lado del mismo, y la traspasó, seguido a regañadientes por Penkawr.
La entrada daba a un corto pasillo, que terminaba en una maciza puerta de metal, fuertemente atrancada. Pero alguien había retirado las trancas y la puerta cedía. Sobre el dintel se veía una inscripción, grabada en los antiguos e inmutables caracteres del idioma alto marciano. Carse la leyó con soltura debida a una larga práctica.
¡Sea ésta la condena de Rhiannon, por los siglos de los siglos, según el veredicto de los Quiru, amos del Espacio y del Tiempo!
Carse empujó la puerta de metal y entró. En seguida se inmovilizó como una estatua, con los ojos muy abiertos.
Al otro lado de la puerta sólo había otra cámara, tan grande como la anterior.
Pero en esta cámara no se veía sino una sola cosa.
Era como una gran burbuja de oscuridad. Una enorme esfera hirviente de negrura, atravesada por diminutas partículas de brillo sombrío, como estrellas fugaces vistas desde algún planeta ignoto. Ante aquella siniestra burbuja de tremenda oscuridad, la luz de la linterna se quebraba y parecía retroceder con espanto.
Un temblor, un relámpago helado recorrió el cuerpo de Carse. Podía ser pavor, superstición o una especie de fuerza puramente física. Sintió que se le ponían los pelos de punta y le pareció como si la carne fuese a desprenderse de sus huesos. Quiso hablar y no pudo, con la garganta estrangulada por el pánico y la tensión.
—Esto era ese algo del que te hablé —susurró Penkawr—. La cosa que vi la primera vez.
Carse apenas le oía. Su cerebro estaba sacudido por una conjetura tan vertiginosa, que apenas conseguía abarcarla. Sentía el delirio de los científicos, el éxtasis del descubrimiento, tan semejante a la misma locura.
Aquella burbuja de temerosa oscuridad... era extrañamente parecida a la oscuridad de esos agujeros negros, allá en los remotos confines de la galaxia, donde los sueños de los científicos han querido ver una anomalía del continuum espacio-temporal: ¡ventanas hacia el infinito exterior a nuestro universo!
Increíble, sin duda. Y sin embargo, aquella misteriosa inscripción de los Quiru... Fascinado por aquel algo, pese a su aureola de peligro, Carse avanzó dos pasos.
Oyó el ligero roce de las sandalias sobre el piso de piedra, a su espalda. Penkawr se movía con rapidez, y Carse comprendió en una fracción de segundo que había cometido un error al volver la espalda a su rencoroso acompañante. Hizo ademán de volverse, levantando la espada.
Las manos de Penkawr le empujaron antes de que pudiera completar su acción. Al instante, Carse supo que sería arrojado a la oscuridad hirviente.
Sintió una conmoción desgarradora, terrible, que torturó todos los átomos de su cuerpo, y luego perdió el mundo de vista.
—¡Ve a compartir la maldición de Rhiannon, terrícola! ¡Ya te dije que podía encontrar otro comprador!
Los estridentes gritos de Penkawr parecían llegar desde muy lejos, mientras Carse caía por un abismo infinito, negro y sin fondo.
Carse creyó caer por un abismo tenebroso, azotado por todos los vientos aulladores del espacio, Una caída eterna, eterna, con el horror intemporal y sofocante de una pesadilla.
Luchó con el coraje ciego de un animal atrapado en una trampa desconocida. Pero no fue una lucha física, pues de nada le valía el cuerpo en aquel vacío lóbrego y ensordecedor. Fue un combate mental, una afirmación del amor propio viril, un esfuerzo por terminar aquella caída vertiginosa a través de la nada.
Y mientras caía le sacudió una nueva impresión, aún más terrorífica. Sintió que no estaba solo en aquel despeñarse a través del infinito como en una pesadilla. Fue como tener al lado, muy cerca, una presencia oscura, fuerte y palpitante que pretendía apoderarse de él, encerrar el cerebro del hombre entre sus dedos ávidos.
Carse hizo un esfuerzo mental supremo y desesperado. El vértigo de la caída pareció alejarse, y luego sintió el roce de la piedra firme bajo los pies y las manos. Gateó con frenesí hacia delante, haciendo esta vez un intenso esfuerzo físico.
De manera bastante inopinada, se encontró fuera de la burbuja negra, de bruces sobre el suelo de la cámara interior de la Tumba.
—¡Por los Nueve Infiernos! ¿Pero qué...? —empezó con voz insegura, interrumpiéndose al advertir que su juramento sonaba lastimosamente, en comparación con lo que acababa de ocurrir.
La pequeña linterna de kriptón enganchada al cinto aún despedía su resplandor rojizo, y la espada de Rhiannon brillaba en su mano.
Y allí, a medio metro de él, hervía la amenazante burbuja de oscuridad recorrida por corrientes de fulgor diamantino.
Carse comprendió que toda su pesadilla de caída a través del espacio había ocurrido durante el lapso de tiempo en que estuvo dentro de la burbuja. Bien mirado, ¿qué maldito truco de ciencia antigua podía ser aquél? Algún extraño remolino perpetuo de fuerzas, inventado por aquellos misteriosos Quiru de la leyenda, se dijo.
Pero, ¿cómo creyó caer a través del infinito mientras permanecía dentro de aquella... cosa? ¿De dónde provino la terrible sensación de unos dedos titánicos ávidamente alargados hacia su cerebro mientras él caía?
«Un truco de la vieja ciencia Quirú —se dijo con desmayo—. Y las supersticiones de Penkawr le hicieron creer que me mataría al empujarme ahí dentro.»
¡Penkawr! Incorporándose de un salto, Carse esgrimió la espada de Rhiannon, que lanzó destellos amenazadores.
—¡Maldita sea su estampa de pillo!
Aunque Penkawr ya no estaba allí, no podía andar muy lejos. Carse salió de la cámara con cara de pocos amigos.
Al salir a la cámara exterior se detuvo en seco. Allí había infinidad de objetos, extraños, voluminosos y brillantes, que no estaban cuando él entró.
¿De dónde habrían salido? ¿Quizá su permanencia dentro de la siniestra esfera fue más larga de lo que creía? ¿Tal vez aquellos objetos fueron hallados por Penkawr en alguna cripta secreta, y guardados allí hasta que volviese el ratero?
El asombro de Carse crecía sin límites a medida que iba contemplando aquellos objetos que ahora se exhibían junto a las cotas de malla y demás obras de artesanía vistas al entrar. El nuevo hallazgo no parecía formado por cosas de adorno, sino más bien por instrumentos delicadamente trabajados, de complicadas formas, cuya utilidad no lograba adivinar.
El más voluminoso de ellos era una rueda de cristal del tamaño de una mesita, montada horizontalmente sobre una esfera de metal mate. La llanta de la supuesta rueda estaba constelada de piedras preciosas, talladas en formas poliédricas perfectas. Había también otros aparatos más pequeños, hechos con prismas de cristal y tubos articulados, y otros que parecían anillos metálicos concéntricos, así como serpentinas y haces de tuberías.
Aquellos objetos, ¿podían ser los restos incomprensibles de una antiquísima ciencia marciana, totalmente desconocida hasta entonces? Tal suposición parecía inverosímil. El Marte del remoto pasado, según los eruditos, había sido un mundo de saber rudimentario, un mundo de corsarios portadores de espadas, cuyas galeras y reinos habían chocado en océanos ya desaparecidos.
Sin embargo, ¿podía ser que en un Marte del pasado aún más remoto existiese una ciencia de recursos ahora desconocidos e indescifrables?
«Pero ¿dónde pudo encontrarlos Penkawr, cuando no los habíamos visto antes? Y ¿por qué se ha ido sin llevarse nada?»
Al recordar a Penkawr comprendió que cada instante de vacilación era una ventaja concedida al pequeño ratero. Blandiendo la espada con energía, Carse giró sobre sus talones y cruzó a la carrera el pasillo de piedra que daba al exterior.
A medida que avanzaba, Carse notó que la atmósfera de la tumba tenía una humedad extraña. Ésta se condensaba en forma de agua sobre las paredes. Al entrar no había observado aquella humedad tan poco marciana, y ello le sorprendió.
«Probablemente serán filtraciones de algún caudal escondido, como los que alimentan los canales —pensó—. Pero no estaban aquí antes.»
Dirigió la mirada al suelo del corredor. La capa de polvo era tan gruesa como la que había visto al entrar. Pero ahora no se veían en ella huellas de pasos. Ninguna pisada, excepto las que iba imprimiendo él mismo.
Una duda horrible, una sensación de irrealidad, agarrotaron a Carse. La humedad antimarciana, la desaparición de las pisadas..., ¿qué había ocurrido con todas las cosas mientras él estuvo encerrado dentro de la burbuja negra?
Llegó al final del corredor de piedra. Estaba cerrado, condenado por una enorme losa monolítica de piedra.
Deteniéndose en seco, Carse miró la losa con ojos desorbitados. Luchando contra la creciente sensación de espantosa irrealidad, quiso buscar una explicación racional.
—Esa puerta de piedra debía estar ahí, aunque yo no la viese... y Penkawr la habrá cerrado para evitar que le persiguiese.
Intentó apartar la losa. Ésta no se movió. Además, no presentaba ni rastros de cerradura, tirador o bisagra de ninguna especie.
Por último, Carse retrocedió un par de pasos y sacó la pistola de protones. El rayo atronador de fuego atómico reverbero sobre la piedra, rompiéndola y arrojando fragmentos en todas direcciones.
Era una piedra muy gruesa. Mantuvo el gatillo apretado durante varios minutos. Entonces la losa se rajó con un estampido hueco, reverberante, y los pedazos cayeron hacia dentro.
Pero al otro lado no apareció el aire libre, sino una capa maciza de tierra color rojo oscuro.
—Toda la tumba de Rhiannon... sepultada, ahora. Penkawr se habrá propuesto enterrarme vivo.
Carse no lo creía en realidad. No creía ni una sola palabra, pero deseaba creer, porque empezaba a sentirse más y más espantado. Y la causa de su espanto era una causa imposible.
Ciego de rabia, siguió dirigiendo el rayo de su pistola para abrir zanja en la masa de tierra que bloqueaba la salida. Así trabajó largo rato, hasta que de súbito el rayo cesó por haberse agotado la carga de la pistola. Arrojó a un lado el arma inutilizada y atacó la masa calcinada y humeante con la espada.
Jadeante, sudoroso, con la mente hundida en un torbellino de especulaciones confusas, excavó el terreno blando hasta ver ante sí una rendija de brillante luz diurna.
¿Luz diurna? Entonces, había permanecido en la misteriosa burbuja de oscuridad más tiempo del que creyó.
Una corriente de aire penetró a través de la rendija, dándole en el rostro. Era aire caliente. Un viento caliente y húmedo, absolutamente insólito en los desiertos de Marte.
Carse terminó de abrirse paso y salió afuera, a la luz del día.
Hay circunstancias en que uno se queda sin emoción, sin reacciones. Circunstancias en que todos los centros nerviosos quedan embotados; los ojos ven y los oídos oyen, pero nada de eso es recogido por el cerebro, el cual se protege así para no caer en la locura.
Por último quiso reírse de lo que veía, pero su propia risa le sonó como un sollozo forzado y sofocante.
—Un espejismo, ¡claro! —susurró. No es más que un gran espejismo. Grande como todo Marte.
La brisa caliente agitó su cabello leonado y le ciñó la capa contra las piernas. Una nube viajera ocultó el sol por breves instantes, y en algún lugar se oyó el estridente grito de un pájaro. Carse permaneció inmóvil.
Estaba viendo un océano.
La vasta extensión de agua en perpetua agitación alcanzaba hasta el horizonte, blanquecina, lanzando destellos de una trémula fosforescencia visible incluso a pleno día.
—Un espejismo —insistió con tozudez, mientras su mente en desvarío se aferraba con la desesperación del pánico a aquella única explicación—. Eso debe ser, puesto que todavía estoy en Marte.
Era Marte en efecto; era todavía el mismo planeta. Las mismas colinas que había cruzado con Penkawr la pasada noche.
Aunque, bien mirado, ¿eran realmente las mismas? Antes, la cueva de entrada a la Tumba de Rhiannon quedaba al pie de una pared de roca. Ahora Carse estaba sobre una extensa ladera cubierta de hierba.
A sus pies se extendía una cadena de lomas verdes y marchas sombrías de bosque, donde antes era todo desierto. Colinas verdes, arbolado verde y un río plateado que serpenteaba por un desfiladero hacia lo que antes era un fondo marino seco, pero ahora... era el mar.
Carse volvió hacia éste sus ojos enturbiados, recorriendo la extensa línea costera hasta donde se perdía en la lejanía. Y allí lejos, sobre aquella costa bañada por el sol y el mar, distinguir los blancos perfiles de una ciudad, y supo que era Jekkara.
Jekkara, rutilante y viva entre verdes colinas y un poderoso océano. Un océano inexistente en Marte desde hacía casi un millón de años.
Matthew Carse supo entonces que no se trataba de ningún espejismo. Se dejó caer sentado en el suelo y ocultó el rostro entre las manos. Su cuerpo era sacudido por dolorosos estremecimientos, y clavó las uñas en su propia carne hasta que hizo correr la sangre por sus mejillas.
Por fin había comprendido lo que le ocurrió dentro de aquel remolino de oscuridad. Creyó escuchar una voz helada repitiendo las amenazantes palabras de cierta inscripción, como ecos cae un trueno lejano.
«Los Quiru son los amos del Espacio y del Tiempo... del Tiempo..., ¡DEL TIEMPO!»
Mientras contemplaba con los ojos muy abiertos las verdes colinas y el blanquecino mar, Carse hizo un tremendo esfuerzo por asimilar lo inconcebible.
«He sido arrojado al pasado de Marte. Durante toda mi vida estudié ese pasado, concentré mi fantasía en él. Ahora lo estoy viviendo. Yo Matthew Carse, arqueólogo, renegado y profanador de tumbas.
«Los Quiru, cualesquiera que fuesen sus razones, construyeron un acceso, y yo he pasado por él. Para nosotros el Tiempo es la dimensión desconocida, ¡pero los Quiru lo conocían!»
Carse había estudiado las ciencias. Para llegar a ser un arqueólogo interplanetario era preciso dominar los fundamentos de media docena de disciplinas, por lo menos. Frenéticamente, pasó revista a su memoria en busca de una explicación.
¿Tal vez había sido acertada su primera intuición acerca de aquella burbuja de oscuridad? ¿Y si fuese realmente una discontinuidad del universos En tal caso, podía entender lo ocurrido, siquiera fuese aproximadamente.
Pues el continuum espacio-temporal era cerrado, finito. Esto lo habían demostrado Einstein y Riemann hacía muchos años.
Sin embargo, él fue arrojado fuera de dicho continuum, para volver a entrar en él... pero en una dimensión temporal distinta de la propia.
¿Podía ser ése el significado de lo escrito por Kaufman? «El Pasado no es sino el Presente-que-existe-a-cierta-distancia.» En tal caso, Carse no habría hecho sino regresar a ese otro Presente lejano. Eso era todo; no había motivo para asustarse.
Pero no por eso dejaba de estar asustado. El horror de aquella transición delirante a un Marte verde y feraz, como debió de serlo milenios atrás, arrancó de sus labios un grito de espanto.
Ciegamente, sin darse cuenta de que aún empuñaba la valiosa espada, se puso en pie de un salto, disponiéndose a regresar a la escondida Tumba de Rhiannon.
—Puedo volver por el mismo camino, cruzando de nuevo esa discontinuidad del universo.
Se detuvo con el cuerpo recorrido por un temblor convulsivo. No se veía capaz de enfrentarse otra vez a aquella masa de negrura hirviente; no se atrevería a sumergirse de nuevo entre dimensiones infinitas.
No se atrevía. Él no poseía la ciencia de los Quiru. En aquella peligrosa inmersión a través del tiempo, sólo un azar había determinado su salida al pasado remoto. No podía contar con que otra casualidad le devolviese a su propia época, en el lejano futuro.
«Aquí estoy —se dijo. Estoy en el pasado inmemorial de Marte, y aquí me quedo.»
Volvió sobre sus pasos y se detuvo para recorrer con la mirada aquel espectáculo increíble. Así permaneció largo rato, inmóvil. Las aves marinas se acercaban, contemplándose unos instantes para luego alejarse con un quiebro de sus alas blancas y puntiagudas. Las sombras empezaron a alargarse.
Volvió la mirada hacia las blancas torres de Jekkara, allá a lo lejos, espléndidas bajo el sol que descendía sobre el puerto. No era la Jekkara que él conocía, madriguera de ladrones de los Canales Bajos, campo de ruinas cubiertas de polvo, pero al menos suponía una relación con algo familiar. Relación que Carse necesitaba desesperadamente.
A Jekkara encaminaría sus pasos, pues, procurando no pensar. Tendría que abstenerse de pensar, o de lo contrario iba a perder la razón.
Carse aferró el puño enjoyado de la espada y empezó a bajar por la cuesta verdeante de hierba.
La nave estaba construída a prueba de todo, pero los hombres que estaban en su interior podían estar sometidos individualmente a horribles tensiones. Desgraciadamente, aunque los hombres lo sabían no podían creerlo. Los extraños si podían... y así lo hicieron.