LA MITR - Jack Vance
UN promontorio rocoso protegía la bahía y la playa vacía.
El agua apenas subía y bajaba. El cielo estaba encapotado y oscurecía el aire, lo espesaba, lo volvía gris. La bahía tenía un brillo apagado, como un viejo peltre.
Las dunas bordeaban la playa, adentrándose en el bosque colindante de cipreses verdinegros. El bosque se encerraba en sí mismo, en una maraña de raíces que cubrían el suelo.
Entre las dunas había unas ruinas... muros de cristal dé un color blanco lechoso debido a la sal y la arena que levantaba la brisa. En el centro de esas murallas, un ser humano había construido su lecho con hierbas y maleza.
Su nombre era Mitr, o, al menos, los escarabajos la llamaban así. Ella había tomado aquella palabra por un nombre antes de darle cualquier otro sentido.
El nombre, el lecho de hierba, y un pedazo de paño marrón, que había robado a los escarabajos, eran todas sus posesiones. Posiblemente, entre sus pertenencias debiera incluirse un montón de huesos que se hallaba unos cien metros hacia el interior del bosque. Le interesaban vivamente y, sin embargo, apenas podía establecer una vaga conexión de aquellos restos consigo misma. En los días remotos, cuando sus brazos y sus piernas eran cortos y redondeados, ella ni se había dado cuenta de la correspondencia de formas más bien grotesca. Ahora, había crecido, y el parecido era obvio. Cuencas de los ojos como sus propios ojos, una boca como la suya, dientes, mandíbulas, cráneo, hombros, costillas, piernas, pies. Poco a poco había comenzado a vagar por el bosque y se había detenido a meditar, aunque sus visitas no se habían vuelto regulares hasta más tarde.
Aquel día era gris y monótono. Se sintió aburrida, fastidiada, y, tras pensarlo un rato, decidió que estaba hambrienta. Fue vagando por las dunas y distraídamente comió unas cuantas hierbas. Después de todo, quizá no tenía apetito.
Caminó hacia la playa y se detuvo a contemplar la bahía. Un viento húmedo azotó su paño marrón y aplastó su cabello. Tal vez iba a llover. Ella miró con ansiedad al cielo. La lluvia la dejaría empapada y hecha un desastre. Siempre podía guarecerse entre las rocas del promontorio, pero... a veces era mejor quedar empapada.
Deambuló por la playa, capturó un marisco y se lo comió. Aquella carne salobre le produjo una pequeña satisfacción. Cogió un palo puntiagudo y trazó una línea recta sobre la arena húmeda... cincuenta pies... cien pies... Se detuvo, se volvió para observar su obra con placer. Volvió a recorrer el camino hacia atrás, trazando una línea paralela a la primera, a un palmo de distancia de aquélla. Producía un efecto muy interesante. Espoleada por un súbito entusiasmo, trazó más líneas, arriba y abajo, a lo largo de la playa, hasta que hubo creado una amplia trama de líneas paralelas.
Contempló su trabajo con satisfacción. Resultaba interesante y agradable hacer aquellas señales sobre la arena plana. Alguna vez volvería a hacerlo, y tal vez usara líneas curvas y quebradas.
Pero ya era suficiente por el momento. Tiró el palo.
La sensación de hambre que no era de hambre reapareció. Cogió una langosta de la arena, pero la lanzó lejos de sí sin comerla.
Se puso a correr a toda velocidad a lo largo de la playa. Eso era mejor, el resplandor de sus piernas debajo de su torso, el aire limpio en sus pulmones. Jadeando, se detuvo, y se dejó caer sobre la arena.
Luego, tomó aliento y se sentó. Quería correr un poco más, pero se sintió un poco fatigada. Hizo una mueca y se incorporó con dificultad. Tal vez debía visitar a los escarabajos del promontorio; quizá la vieja criatura gris llamada Ti-Sri-Ti iba a hablarle.
Tambaleándose, se puso de pie y comenzó a volver sobre sus pasos por la playa. El plan no le producía ningún placer. Ti-Sri-Ti tenía pocas cosas interesantes que decir. No respondía a ninguna pregunta, pero recitaba una retahíla interminable de datos relativos a la colonia; cuántos gusanos era preciso almacenar para que maduraran, cuántos kilos de huevos de araña se habían guardado, la condición de sus mandíbulas, su antena, sus ojos...
Dudó un instante, pero, al cabo, se decidió. Era mejor Ti-Sri-Ti que nadie, mejor el sonido de una voz que el monótono rugir de las olas grises. Y quizás iba a decir algo interesante; en algunas ocasiones su conversación adquiría profundidad y la Mitr escuchaba absorta:
—Las montañas están gobernadas por lagartos salvajes y además hay los Mercaloides Mecanviquis, que viven bajo tierra y cuya actividad subterránea se centra en rastrear escombreras y ahumar chimeneas. Los escarabajos viven a lo largo de la costa y sólo queda uno de los Mitr junto a la vieja Ciudad de Cristal; es el último de los Mitr.
Ella no había acabado de comprender, a pesar del fluir de los tiempos, y los conceptos del antes y del después no significaban nada para ella. El universo era estático; un día seguía a otro día, no en una serie, sino en un desdoblamiento.
Ti-Sri-Ti había proseguido:
—Más allá de las montañas hay un desierto sin fin, más allá todavía una extensión ilimitada de hielo, más allá terreno baldío, luego una zona ocupada por un mar de fuego, después la enorme área cubierta de agua y, de nuevo, la tierra de la vida, el dominio de los escarabajos, donde a cada solsticio se estropea un nuevo acre de terreno herboso... —y luego había estado hablando de la fungicultura de los escarabajos, durante una hora.
Mitr deambuló por la playa. Pasó de largo la hermosa parrilla de líneas que había trazado sobre la arena adamascada, dejó atrás sus muros de cristal y comenzó a trepar por los primeros peñascos de la roca negra. Se detuvo, escuchó. ¿Un sonido?
Dudó un instante y después siguió su camino. Oyó el corretear de muchos pies. Un largo, marrón y negro escarabajo se abalanzó sobre ella y la estrujó contra la roca. Ella luchó débilmente, pero las patas delanteras se clavaron en sus hombros y le hicieron arquear la espalda. El escarabajo apretó su trompa contra el cuello de Mitr y pinchó su piel. Ella permaneció inmóvil, sin fuerza, contemplando sus ojos enrojecidos mientras chupaba.
Terminó y la soltó. La herida se cerró por sí sola, picándole y doliéndole. El escarabajo trepó hacia lo alto de las rocas.
Mitr permaneció sentada durante una hora tratando de recuperar sus fuerzas. Ahora la idea de escuchar a Ti-Sri-Ti no le resultaba nada placentera.
Volvió a vagar distraídamente por la playa y comió algunos pedazos de hierbas marinas y un pececillo que había quedado atrapado en una charca de agua marina entre las rocas.
Caminó hasta el borde del agua y miró, más allá del promontorio, hacia el horizonte. Quiso gritar, chillar, lanzar alaridos; algo la impulsaba a ello con la misma urgencia con que la había llevado a correr velozmente a lo largo de la playa.
Por fin, alzó la voz y emitió una larga nota musical. La húmeda y suave brisa pareció embotar el sonido. Se volvió desanimada.
Comenzó a vagar por la playa hacia el arroyuelo de agua fresca. Allí bebió y comió algunas zarzamoras que crecían en espesas matas.
Se incorporó sobresaltada, y alzó la cabeza.
Un sonido agudo e intenso llenó el cielo y parecía formar parte del aire.
Ella quedó rígida; luego estiró el cuello, escudriñando el cielo encapotado, con las piernas tensas y semiflexionadas, como para lanzarse a volar.
Asomó un largo pez-volador, exhalando bocanadas de fuego.
Aterrorizada, Mitr retrocedió hasta ocultarse entre las matas de zarzamora. Las zarzas le laceraron las piernas y ello le produjo mayor espanto. Corrió hacia el bosque y se refugió, agachada, bajo un tronco de ciprés abatido.
El pez volador descendió con una rapidez sorprendente y fue a caer sobre la playa, donde se posó con un gemido y un eructo finales y apenas audibles.
Mitr observó fascinada. Nunca había sabido de la existencia de semejante criatura; ya no volvería a caminar jamás por la playa sin antes haber mirado al cielo.
El pez volador se abrió. Ella vio el brillo de metal y vidrio. Del interior salieron tres criaturas. Ella movió su. cabeza hacia adelante tratando de averiguar qué era lo que estaba sucediendo. Eran algo parecido a ella, pero corpulentos, rojos, fornidos. Eran unas criaturas extrañas y escalofriantes. Organizaron un terrible alboroto hablando con ruidosas y roncas voces.
Uno de ellos vio los muros de cristal y, durante un buen rato, examinaron las ruinas con gran interés.
El escarabajo marrón y negro que le había chupado la sangre escogió aquel momento para deslizarse por las rocas hasta la playa.
Uno de los recién llegados lanzó un saludo grave y sonoro, y el escarabajo, desconcertado y ofendido, retrocedió y volvió a encaramarse a las rocas. El extranjero agarró una cosa resplandeciente con la mano. Lanzó un rayo de fuego y el escarabajo saltó en mil pedazos incandescentes.
Los tres lanzaron gritos sonoros, riendo, y Mitr se arrastró hacia atrás para ocultarse mejor debajo del tronco, encogiéndose tanto como le fue posible.
Uno de. los extraños vio el lugar de la playa en que ella había trazado su emparrillado. Llamó a sus compañeros y todos se pusieron a observar con evidente atención, estudiando las huellas de sus pisadas con extremo interés. Uno de ellos hizo un comentario que produjo una risa estentórea en los demás. Luego se volvieron y buscaron arriba y abajo, a lo largo de la playa.
La estaban buscando a ella, pensó Mitr. Se arrastró tan adentro debajo del tronco que la corteza le rasgó la carne.
Al rato, su interés se había desvanecido y regresaron al pez volador. Uno de ellos estiró un largo tubo negro hacia adelante y lo posó justo sobre la orilla. Luego lanzó su extremo al agua, lejos. El tubo se atiesó, latió, produciendo sonidos de chupar.
El pez volador estaba sediento y bebía a través de su trompa, pensó Mitr.
Los tres extraños estaban caminando por la playa hacia el arroyuelo de agua fresca. Mitr observaba cómo se acercaban con aprensión. ¿Estarían siguiendo sus huellas? Le sudaban las manos, su piel se estremeció.
Se detuvieron a la orilla del arroyuelo y bebieron, sólo unos pasos más allá. Mitr podía verlos perfectamente. Tenían el cabello cobrizo y brillante y pequeños mechones de pelo alrededor de sus bocas. Llevaban caparazones rojos y brillantes alrededor de sus pechos, cubrían sus piernas con una vestimenta gris y sus pies estaban envueltos en una especie de metal. Se parecían mucho a ella... pero, en cierto modo, eran distintos. Más grandes, más fuertes, „ más enérgicos. También eran crueles; habían hecho arder al escarabajo marrón y negro. Mitr los observó fascinada. ¿Dónde estaban sus casas? ¿Había otros como ellos y como ella en el cielo?
Cambió de posición; el follaje crujió. Sintió escalofríos de temor y emoción que recorrieron toda su espalda. ¿Lo habrían oído? Se asomó, dispuesta a huir. No, los tres extraños caminaban de vuelta hacia el pez volador, andando lentamente por la playa.
Mitr salió de su escondite de debajo del tronco del ciprés, permaneció de pie observando desde detrás del follaje. Poco les preocupaba a ellos el hecho de que alguien semejante a ellos viviera cerca de donde se encontraban. Ella se enojó. Entonces quiso reprenderlos y expulsarlos de su playa.
Volvió a ocultarse. Hubiera sido una locura dejarse ver. En seguida le hubieran lanzado un rayo de fuego como habían hecho con el escarabajo. Ante cualquier eventualidad reaccionaban de un modo violento y brutal. Eran unas extrañas criaturas.
Ella desapareció por el bosque, ocultándose detrás de cada uno de los árboles que encontraba a su paso, echándose al suelo cuando lo creía necesario, hasta que estuvo tan cerca del pez volador como pudo, manteniéndose oculta.
Los extranjeros estaban de pie, junto a la base del monstruo, y no parecían dispuestos a explorar más.
El tubo que habían lanzado a la bahía estaba fláccido. Lo retiraron y lo guardaron dentro del pez volador. ¿Quería decir aquello que estaban a punto de marcharse? Bien. Ellos no tenían ningún derecho en su playa. Habían cometido un ultraje al aterrizar con tanta arrogancia y matando uno de sus escarabajos. Estuvo a punto de salir al descubierto y enfrentarse a ellos; pero entonces recordó cuan brutales, duros, y crueles eran, y retrocedió espeluznada.
Permaneció inmóvil y en silencio. Ellos se iban a marchar y ella quedaría de nuevo en posesión de su playa.
Se movió con inquietud.
Crueles y brutos rojos.
No te muevas o van a verte. ¿Y luego? Ella se estremeció.
Ellos estaban haciendo los preparativos para partir. Se le hizo un nudo en la garganta. Habían visto sus huellas y no se habían preocupado por buscar. La hubieran podido encontrar tan fácilmente... se había ocultado de tal modo que se la veía sin esfuerzo. Y ahora estaba más cerca que nunca.
Si daba un solo paso, ellos iban a verla.
Con un escalofrío, asomó un poquito por detrás de un tronco. Sólo un ápice. Luego, retrocedió de un brinco, sobresaltada.
¿La habrían visto? Con un repentino acceso de terror, ella esperó que no fuera así. ¿Qué estarían haciendo?
Miró con prudencia asomando la cabeza por detrás del tronco. Uno de los extraños estaba mirando, como tratando de ver algo oculto, como si hubiera observado algún movimiento. Pero tampoco entonces la vio. La miró directamente a los ojos.
Entonces le oyó llamarla y se echó a correr por el bosque. Él fue tras ella, y detrás corrieron los otros dos, golpeando y apartando la maleza.
La abandonaron, amoratada y sangrando, sobre un montón de helechos, y caminaron sobre sus pasos, a través del bosque, riendo y charlando, con voz ronca y seca.
Ella permaneció tumbada durante un rato, en silencio, inmóvil.
Sus voces se hicieron más débiles. Ella se levantó, tambaleándose, y marchó cojeando tras ellos.
El cielo se iluminó repentinamente.
A través de los árboles vio cómo el pez volador tronaba, ascendiendo por el aire... cada vez más alto, más alto, más alto... Luego se desvaneció entre las nubes que cubrían el cielo.
La playa estaba silenciosa; sólo se oía el eterno murmullo de las olas.
Ella caminó hasta el borde del agua. La marea estaba ascendiendo. El cielo encapotado oscurecía imperceptiblemente.
Durante un largo rato estuvo mirando al cielo y escuchando.
Gimió, se volvió hacia las ruinas de cristal. Las lágrimas le bañaron el rostro.
La marea había comenzado a bañar el entrelazado de líneas rectas que ella había dibujado cuidadosamente sobre la arena. En unos pocos minutos todo habría desaparecido.
La combinación de todas las potencias militares de todos los pueblos de esa galaxia no podía hacer frente al tremendo poderío del acorazado del espacio. ¡Pero esa galaxia tenía una fuerza capaz de aplastar aquella o cualquier nave!