PUNTO Crítico - James Gunn
I
ENVIARONME una unidad de vanguardia para explorar el nuevo planeta. La unidad viajaba en el Ambassador y aterrizó siguiendo las señales secretas que seguía una caja informe que había depositado una anterior patrulla de exploración. Luego se asentaron en G.H.Q. y entonces comenzó el mismo tipo de preocupación que se daba en cada unidad de vanguardia.
Y no se trataba de la nave. El Ambassador era una máquina perfecta, automática, con autoajuste, con autorregulación. Estaba construida para que durara eternamente y para que fuera capaz de llevar a cabo su cometido sin ningún fallo en ninguna de las condiciones posibles mientras hubiera un universo a su alrededor.
Pero una unidad de vanguardia está compuesta de hombres. Los factores de seguridad son indeterminables; los mecanismos de sus resortes internos son imprevisibles y variables. La fortaleza de la unidad es la suma de las fortalezas de sus miembros. La debilidad de la unidad puede ser el resultado del simple fallo de un solo hombre.
Bip... bup...
—¡Gotcha! —dijo Ives. Ives era Comunicaciones. Tenía la vista rápida, tenía las manos rápidas. Era corpulento, casi grueso, pero ágil—. Narices —gruñó, y subió el volumen.
Bip... bup...
—¿A qué estáis esperando? —dijo Johnny. Johnny era el piloto, era joven, inteligente, escueto. Sus movimientos eran tan controlados y decisivos como los de la propia nave, en la que tenía una inquebrantable fe. Se sentó en su butaca frente al cuadro de mandos.
Bip... bup...
—Estamos esperando que la máquina haga su trabajo —dijo Hoskins, el ingeniero. Era un hombre apacible, de mediana edad, con una frente ancha, con unos ojos azules detrás de sus viejas gafas. Compartía el interés de Johnny por la máquina, pero más bien con incomprensión que con admiración—. Pero siempre es agradable ver cómo va.
Bip... bup...
—Estupendo —dijo el capitán Anderson pausadamente, lo mismo que hubiera podido hablar del aterrizaje de la nave siguiendo las señales de la pequeña caja informe que había depositado el Survey en el planeta inexplorado, o del planeta mismo, o incluso acerca de la perfecta integración de su tripulación.
Bip... bup...
Paresi no dijo nada. Tenía las cejas y la nariz tan sensitivas como un radar, y sus ojos eran negros y luminosos. Los rostros y las expresiones eran para él lo mismo que para el ingeniero los indicadores y los reguladores. Paresi era el médico, y tenía mucha intuición y mucha habilidad para detectar enfermedades invisibles. Lo miraba todo y comprendía muchas cosas. Se apoyó contra la mampara y pasó la mirada por cada uno de los miembros de la dotación. Ocasionalmente, sus bigotes se erizaron como los mostachos de un gato mirando un pájaro.
Apenas audible, leve como el azul de por encima de una colina distante, hambriento y perdido como el grito de amenaza de muerte para toda una familia, llegó el fino sonido de la atmósfera contra el casco de la nave.
Transcurrió una hora.
Bup-bup-bup-bup-bup...
—¡Haz callar ese trasto!
Ives miró al piloto, sobrecogido. Su voz se convirtió en un susurro. Paresi se aproximó a Johnny.
—¿Qué ocurre? —preguntó. Su voz parecía el ronroneo de un felino.
Johnny volvió la mirada hacia él rápidamente y espetó.
—Puedo hacerlo —dijo—, para eso estoy aquí. Quisiera creer que puedo hacerlo. No me resulta posible creer que el autopiloto haya decidido por sí mismo y haya elegido un rumbo.
Johnny tiró de las palancas de control. La nave le ignoraba, el rumbo parecía realmente fijo. La nave computaba la altitud, la gravedad, la polarización magnética, la presión atmosférica, y el viento; todos estos datos eran usados y computados, y ajustados sin contar en absoluto con los controles manuales. La nave servía perfectamente a los hombres que conducía y al mismo tiempo los ignoraba de una forma absoluta.
Johnny se volvió para mirar a sus compañeros y al mismo tiempo echar una ojeada a lo que ocurría allá abajo. La mirada de Paresi siguió el mismo curso. Era un hermoso planeta, tal vez tenía un aspecto más verdoso que la Tierra. Parecía mucho más urbanizado. Tenía cierto aire de mundo controlado, organizado y en el que era posible vivir en paz.
Los cohetes de frenado atronaron cuando Johnny soltó el control. Paresi meneó la cabeza cuando vio que la mano del piloto se movió, porque sabía que quien lo había hecho era el autopiloto y el movimiento de Johnny era sólo un reflejo y un impulso producido por la máquina. Los muchachos, bien adiestrados, estaban atentos y alerta, lo bastante como para darse cuenta de que si algo fallaba en la máquina iba a repercutir en todos sus destinos.
Pero, desde luego, la máquina no falló.
Entonces bajo ellos aparecieron campos parcelados que parecían un edredón hecho con retales. Nada se movía sobre ellos. Hoskins se asomó a la ventanilla y miró abajo.
—Muy pastoril —dijo—. Precioso.
—No están muy avanzados —dijo Ives.
—O han ido demasiado lejos —dijo el capitán Anderson.
Johnny gruñó:
—No hay fábricas. No hay puentes. No hay establos ni senderos.
El capitán se sonrió y dijo:
—Ciertas culturas llegan a una civilización tecnológica partiendo de un estatus agrario, y otras llegan a lo pastoril mediante la tecnología.
—¡Bah! No sé —dijo Johnny escuetamente, con la mirada perdida.
La mano de Paresi tocó la mano del capitán y éste no dijo nada.
Pwing-g-g.
—Listos para aterrizar —dijo el capitán.
Ives y Hoskins se dirigieron a los paneles de control que estaban a la cabeza de la nave. Paresi y el capitán se situaron en sus puestos, que flanqueaban el tablero principal de mandos.
Johnny tocó un control que hizo que los pistones hidráulicos de su asiento quedasen liberados. Tanto la butaca como todos los demás elementos accesorios precisos para cualquier aterrizaje ya no serían necesarios mientras funcionaran los campos de gravedad y de inercia artificiales; era un ritual.
La nave fue rozando las copas de los árboles y se dirigió hacia un macizo rocoso. Tras un potente impulso de su sistema de navegación el aparato pudo evitar el choque contra la cresta mellada del macizo. Se produjo un fogonazo, luego otro y la nave recorrió la ladera de una colina y fue a posarse sobre el terraplén que se encontraba sobre su base. Fijó la trayectoria y redujo velocidad, pareciendo que el suelo subía en vez de descender la máquina. Fue un momento de semivuelo, de semideslizarse, y luego se produjo una nube de polvo y una humareda que les envolvió. Cuando todo fue aclarándose, ya formaban parte del llano, parte del planeta.
—Buen aterrizaje, John —dijo Paresi—. Hoskins frunció el ceño. Paresi esbozó una amplia sonrisa, y el intercambio entre ellos estaba claro: ¿Por qué provocas al muchacho? y tranquilo ingeniero, sé lo que me estoy haciendo. Hoskins se encogió de hombros y, junto a Ives, se dirigió hacia el tablero de comunicaciones.
Ives manipuló con destreza los controles y observó cuidadosamente los indicadores.
—Eso es más que un buen aterrizaje —gruñó—. Ese transmisor que depositamos ahí no puede estar a más de cien metros. Es la primera vez que veo algo semejante. Eso sí que es vista.
Johnny se puso en tensión y paseó su mano, de un modo sensitivo, por encima del cuadro de mandos, como si se tratase de una mujer.
—Porque... ¿cuánto suele usted aproximarse?
—Tanto como permite el Survey —dijo el capitán—. Normalmente el emisor se encuentra en un entorno de unas dimensiones que resultan las de un continente. Pero, en esta ocasión, creo que nos hemos superado. Casi hemos aterrizado encima de él. Hoskins asintió:
—Usualmente está enterrado en alguna jungla, o en el fondo de algún océano. Pero esta vez hemos acertado. ¡Vaya tripulación! Nueve octavos de la gravedad terrestre, una atmósfera semejante a la de la Tierra.
—Rica en argón —dijo Ives—. Muy rica.
—Eso significa que no hay gran diferencia —añadió Hoskins—. La temperatura es la propia de un verano temprano en nuestro planeta... parece como si nos sirvieran las cosas en bandeja.
Paresi dijo, como si hablara consigo mismo:
—Las cosas fáciles me preocupan.
—Sí, lo sé —dijo Johnny estirándose—. Siempre resulta difícil estar en vanguardia. A nadie le gusta ser el primero en probar un plato nuevo. Aunque la distancia más corta de un punto a otro sea la recta, cuídate de tomar ese camino... acuérdate del Viejo Edipo.
—Corta, Johnny —espetó el capitán Anderson—. Tal vez el razonamiento de Paresi pueda parecer demasiado tortuoso en un día tan hermoso como el que hace hoy. Pero recuerda..: la vigilancia eterna no es sólo el precio de la libertad, como dicen las viejas escrituras. Es el precio de la existencia. Sabemos que estamos aquí, pero no sabemos dónde estamos, ni lo sabremos hasta que estemos de vuelta a nuestro lugar de origen. Realmente, esto es Terra Incógnita. La ubicación de la Tierra, o incluso de nuestra parte de la galaxia, es algo que tiene que quedar oculto a toda costa, en tanto no estemos seguros de que no vamos a encontrarnos con una cultura más fuerte que la nuestra y a la vez superior. No hay ninguna posibilidad de que lo desconocido pueda perjudicar a la Tierra. No puede concebirse que exista un método para obtener información acerca de nosotros, de no ser a través de la caja emisora que depositó aquí el Survey.
—Está bien, Johnny. Aunque esto sólo parezca una tontería, es un ejemplo de todo lo que debemos tener en cuenta.
—Diablos —dijo el piloto—. Ya lo sé. Simplemente quería no oír más sandeces.
Extrajo un cigarrillo de su túnica y sacó el encendedor, frunció el ceño, miró el encendedor, e intentó por segunda vez que funcionara.
—¡Maldito trasto! —exclamó—. No funciona. Me disgustan las cosas que no funcionan!
Paresi estaba a su lado y le observaba con mirada felina.
—Ahí tienes fuego. Tranquilo, Johnny. Un mechero estropeado no es tan importante.
Johnny echó una mirada hosca a su encendedor y murmuró:
—Tiene garantía. Cuando regresemos voy a llevarlo a la fábrica para que me lo cambien por otro nuevo.
Hizo un gesto expresivo para describir lo que estaba explicando, y luego volvió a guardar el mechero en su bolsillo.
La voz gruesa de Ives interrumpió, procedente del panel de comunicaciones:
—¡Eh! —dijo—. Quizá los nativos sean primitivos... No se oye ninguna señal de radio por ninguna parte. Tampoco se captan líneas de tensión. Seguro que son unos gañanes.
Johnny miró al valle dormido y silencioso. En su voz todavía podía advertirse su irritación por lo del mechero.
—Hay que ver. Sin videos ni trideos. Sin carreras de reactores ni perceptores. ¿Cómo empleará el tiempo la gente en un lugar así?
—Libros —dijo Hoskins, casi ausente—. Ajedrez, conversación.
—No sé qué es el ajedrez, y la conversación puede ser maravillosa si uno quiere decirle a alguien algo así como: «tráeme un bistec» —dijo Johnny—. Larguémonos de este agujero —dijo al capitán.
—A su debido tiempo —dijo el capitán—. Ives, trata de localizar cualquier cosa. Intenta ajustar las frecuencias de radio. Si aparece el menor indicio de radiación, aunque sea en el otro extremo del planeta, queremos saber de qué se trata. Hoskins, prepara los trajes para bajar a tierra... el alimento, el agua, el oxígeno, la radio, y todo lo demás. Sea o no un planeta parecido a la Tierra, con características semejantes, no vamos a bromear con posibles virus extraños. Johnny, quiero que explores ese valle en todas direcciones y que me levantes un plano de, al menos, tres dimensiones.
La tripulación comenzó a trabajar. Ives y Hoskins lo hicieron decididamente. Johnny, haraganeando, como si estuviera realizando algún ritual con chiquillos. Paresi se inclinó sobre un estereomicroscopio, manipulando controles que se dirigían hacia bacterias aerobias y hongos y los colocaban bajo su objetivo. El capitán Anderson se situó junto a él.
—Podríamos salir de la nave como si estuviéramos en Muroc Port —dijo Paresi—. Esos organismos no pueden ser más parecidos a los de la Tierra. Es increíble: se diría que han sido puestos aquí para despistarnos.
El capitán rió.
—A veces tiendo a estar de acuerdo con Johnny. Jamás había encontrado un tipo tan suspicaz como tú. ¿Cómo llegaste a firmar tu contrato?
—Olvidé un par de cláusulas —dijo Paresi—. Mire...
En aquel instante, el normalmente imperturbable Ives lanzó un grito, una especie de gruñido que invadió toda la cabina, en un eco que parecía interminable. Paresi y el capitán se volvieron. Hoskins acababa de aparecer por el pasadizo y sostenía una botella de oxígeno, y sus miembros estaban agarrotados debido al sonido agudo que había lanzado Ives. Johnny se agitó como si el resonar dé aquel gruñir hubiera sido un rugido de león. Estaba tenso. Apoyó su espalda contra la mampara de la cabina y quedó dispuesto para luchar o saltar. El grito de Ives era indescriptible, y era el único sonido capaz de producir semejante efecto en aquella variedad de hombres... semejante inmovilización.
Ives estaba sentado frente al panel de comunicaciones, como si estuviera hipnotizado por éste. Estiró uno de sus grandes brazos, renuente, y pulsó un botón.
Toda la habitación quedó inmersa en un suave zumbido.
—Un mensaje —dijo Ives.
Luego se oyeron las palabras. Eran palabras inglesas, pronunciadas sin error, con precisión, con claridad y ruidosamente. Eran palabras inocentes, incluso agradables. Eran: «¡Hombres de la Tierra! Bienvenidos a nuestro planeta».
La voz quedó suspensa en el aire. Las palabras sonaron en el silencio como insectos revoloteando sobre un alfiler. Luego, la voz se desvaneció, y se produjo un silencio total y denso. El zumbido de la conexión cesó. La botella de oxígeno de Hoskins golpeó contra la superficie de acero produciendo un breve destello y un sonido de alta frecuencia.
Entonces todos volvieron a respirar.
—Ahí están tus granjeros, Johnny —dijo Paresi.
—Caballo tres alfil dama —dijo Hoskins tranquilamente.
—¿Qué quiere decir esto? —preguntó Johnny.
—Otra vez se trata de ajedrez —dijo el capitán—. Un gambito.
Johnny se llevó un cigarrillo a los labios, sacó su encendedor del bolsillo y trató de encender.
—Maldición. Dame fuego, Ives.
Ives lo hizo, mientras, por encima de su robusto hombro, le decía al capitán:
—Por si puede interesarte, no hay ninguna posición determinada en esa emisión. Mis detectores de dirección indicaban que la señal provenía simultáneamente de cuarenta misteriosos transmisores colocados en círculo alrededor de la nave, y éste es su modo de decir «no sé».
El capitán se acercó al globo de observación de la parte delantera del panel de control y escudriñó. Vio el valle, la cálida luz de media tarde, las laderas demasiado verdes y las distancias azul-verde. Árboles, rocas, y un pájaro.
—No funciona —murmuró Johnny.
El capitán le ignoró.
—Hombres de la Tierra —repitió para sí—. Ives, creo que han llegado hasta el emisor del Survey y han analizado su origen. ¡Lo saben todo acerca de nosotros!
—No, porque no pueden —dijo resueltamente Ives—. El Survey envía esas emisoras a través de espacios de segundo orden. Luego se materializan cerca de un planeta y descienden. No es posible computar su trayectoria ni desde la Tierra ni desde ninguna parte porque quedan a merced de lo que ocurra en la condición de segundo orden. Los elementos de que está constituida la caja emisora están preparados cuidadosamente con formas isotópicas que podrán provenir de cualquiera de las nueve galaxias que conocemos, o tal vez de otras. Y todo lo que hacen es emitir una señal VUHF que dice bip primero, bup después, y, en medio bup-bup. No habla Inglés, ni menciona el planeta Tierra, ni anuncia la llegada de nadie ni sus propósitos, ni enseña normas de urbanidad. El capitán Anderson extendió sus manos.
—Pues lo habrán sacado de alguna parte. No les hemos dicho nada. La nave y la caja son los únicos objetos terrestres que hay en este planeta. Por tanto, han obtenido la información de la caja.
—Razonas como Euclides —dijo Paresi admirado—. Pero no olvides que la geometría es una escuela artificial, basada en axiomas arbitrarios. No sirve para las ocasiones en que la distancia más corta no es la línea recta... Yo sugeriría que recopiláramos datos y dejásemos las conclusiones para más tarde.
—¿Cómo crees que lograron la información? —terció Ives.
—Creo que nos basta con saber que la tienen y es mejor dejar los análisis para cuando tengamos más datos. Ives volvió a su puesto y movió un interruptor.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó el capitán.
—¿No crees que deberíamos responder?
—Apaga, Ives.
—Pero...
—¡Apaga!
Ives cortó. Una expedición es un grupo informal pero altamente democrático, y, cuando la situación lo requiere, todos los miembros que la componen saben dónde está la autoridad.
El capitán dijo:
—No les podemos decir nada sin aportarles una mayor información. Nada. Según parece, a ellos puede resultarles muy importante saber si hemos recibido su mensaje o no. Nuestro contramovimiento es no hacer nada.
—¿Quiere decir que nos vamos a estar aquí cruzados de brazos hasta que ellos hagan algo más? —dijo Johnny sorprendido.
El capitán le golpeó amistosamente la espalda.
—No te preocupes. Vamos a hacer algo distinto de las comunicaciones. Hoskins... ¿están listos esos trajes para bajar a tierra?
—Sí —dijo Hoskins con viveza. Recogió la botella de oxígeno y desapareció.
Paresi dijo:
—Algo tendremos que hacer si no contestamos.
El capitán apretó las mandíbulas.
—Hacemos lo que podemos, Nick. Hacemos lo mejor que podemos. ¿Tienes alguna idea mejor?
Paresi se encogió de hombros y sonrió.
—Arrasarlo todo. Y cuando todo esté limpio, ya sabes lo que pasa.
—Lo sabría mejor saltando sobre ti —dijo el capitán devolviéndole la sonrisa al doctor—. Johnny, Hoskins. Preparaos para formar una patrulla de exploración.
—Yo voy —dijo Paresi.
—Va Johnny —dijo escuetamente el capitán—. Y va a ir porque es su primer viaje, y porque si no tiene nada que hacer va a reventar. Y Hoskins va a ir porque todos nosotros tenemos tareas más indispensables que el ingeniero. Ives se queda porque lo necesitamos para las comunicaciones. Yo me quedo para coordinar el interior con el exterior. Tú te quedas porque, si algo ocurre, prefiero que te encargues de curar a los hombres antes que intentar curarte yo a ti.
Miró a Paresi y añadió:
—¿Te parece un argumento sólido?
—Sólido.
—Comprueba, Johnny —dijo Ives por un micrófono.
La voz duplicada de Johnny desde el interior de su casco que todavía mantenía la celada abierta, a través del micro, dijo:
—Te oigo bien.
—Comprueba, Hoskins.
—Si no te hubiera visto nunca —dijo su interlocutor tranquilamente—, hubiera creído que estabas aquí dentro del traje conmigo.
—Evidentemente, el casco de Hoskins estaba cerrado.
Los dos hombres se introdujeron desordenadamente en la cabina, y parecían fantasmas vestidos de camaleón. Y, al igual que éstos, adaptaban su color al de las paredes.
—Algún día —gruñó Johnny—, habrá un tipo de traje en el que podrás marcar tu...
—Espera a estar de vuelta —dijo el capitán—. Ahora escucha esto, Johnny: ponte en marcha. Primero saldrás tú porque eres más rápido. Permanece en la esclusa durante treinta segundos hasta que se abra la compuerta que da al exterior. Cuando Ives te dé la señal, sales, das la vuelta hasta babor y apoyas tu espalda contra la parte del casco opuesta a la compuerta. Ten tu arma a punto, pero apunta hacia el suelo... ¿me oyes? Hacia el suelo, de modo que quienquiera que esté observando comprenda que vas armado pero no estás atacando. Hoskins, entretanto, tú estarás en la esclusa con la compuerta abierta. Cuando Johnny te diga que no hay peligro, saltas y te resguardas apoyándote contra la compuerta. Luego permaneceréis ambos donde estéis hasta recibir nuevas órdenes. ¿Está claro?
—Vale.
—Sí.
—Estáis adecuadamente cubiertos desde la nave. No disparéis sin previa orden. No podéis alcanzar nada con las armas que nosotros no podamos detectar primero con el proyector... excepto si os encontráis a menos de diez metros de la nave. Incluso entonces, es preciso que describáis lo que veis antes de disparar sin haber recibido órdenes concretas, de no tratarse de una emergencia extrema. Un solo disparo equivocado o a destiempo podría hacernos retroceder mil años junto con este planeta. Recordad que esta nave no se llama Asensio o Guerrero, ni siquiera Héroe. Es la nave terrestre Ambassador. Adelante. Y buena suerte.
Hoskins retrocedió e indicó a Johnny que pasara.
—Usted primero.
Los dientes de Johnny brillaron detrás del cristal de su casco. Hizo chocar sus tacones y se inclinó en una reverencia, parodiando a un antiguo cortesano. Pasó delante de Hoskins y pulsó el botón que controlaba la esclusa.
Esperaron. No ocurrió nada.
Johnny frunció el ceño y volvió a pulsar el botón. Y luego repitió la operación. El capitán comenzó a hablar, y después permaneció en silencio, expectante. Johnny alargó el brazo hacia el botón, lo tocó, y a continuación lo aporreó salvajemente. Retrocedió dando un traspiés. Se volvió parcialmente hacia los demás. Su voz, tal como se transmitía a través del sistema de microfonía, sonaba como los primeros acordes de una tenebrosa sinfonía, con una gravedad profética.
—La compuerta no se abre —dijo.
II
Los extremos de misticismo y pragmatismo tienen sus propias expresiones de culto. Cada uno tiene su forma, y la diferencia entre ellos es la diferencia entre deus ex machina y deus machina est.
E. Hunter Waldo
—Claro que se abre —dijo Hoskins. Pasó delante del piloto aturdido y pulsó confiado el botón.
La compuerta no se abrió.
Hoskins dijo:
—¿Humm? —como si le hubieran hecho una pregunta inaudible, y luego volvió a intentar abrir la compuerta. No sucedió nada.
—Capitán —dijo por encima de su hombro—, eche un rápido vistazo a los aparatos de medición que tiene ahí detrás. ¿Estamos recibiendo energía auxiliar?
—Todo está bien —dijo Anderson después de mirar el tablero—. Y no se aprecia ninguna insuficiencia.
Hubo un silencio puntuado por el leve ruido seco del control mientras Hoskins lo manipulaba.
—Bien, ¿qué te parece?
—No funciona. No quiere funcionar.
—Claro que funcionará —dijo rápidamente Paresi, lleno de convicción—. Tranquilo, Johnny.
—No funcionará —dijo Johnny—. No funcionará.
Fue dando traspiés hasta el otro extremo de la cabina, mirando fijamente la compuerta cerrada, con la cabeza un poco inclinada a un lado, como si estuviera esperando que le gritara.
—Déjame probar —dijo Ives, acercándose a Hoskins. Luego extendió su brazo.
—¡No! —gritó Johnny.
—Cállate, Johnny —dijo Paresi.
—De acuerdo, Nick —dijo Johnny. Abrió su celada y se dirigió a la parte trasera de la cabina, abrió una litera de aceleración y se tumbó sobre ella boca abajo. Paresi lo miró con los labios apretados.
—No lo culpo —dijo el capitán suavemente, al ver la mirada de Paresi—. Es una contrariedad. Eso no debería suceder. El factor de seguridad es demasiado grande... un mil por ciento o más.
—Comprendo lo que quiere decir —dijo Hoskins—. Lo he visto con mis propios ojos, pero no puedo creerlo.
Volvió a pulsar el botón.
—Lo creo —dijo Paresi.
Ives volvió a su tablero, accionó el transmisor y el receptor y volvió a desconectarlos, y movió un par de reóstatos. Después conectó y desconectó el sistema de circulación de aire.
—Todo lo demás parece funcionar —dijo pensativamente.
—¡Esto es ridículo! —exclamó el capitán fuera de sus casillas—. Es como olvidar las llaves en casa, o como llegar al teatro sin las entradas. No es peligroso... simplemente, ¡es estúpido!
—Es peligroso —dijo Paresi.
—¿Por qué? —preguntó Ives.
—Por una cosa... —Paresi señaló hacia Johnny que yacía en tensión y con el rostro contraído—. Además, es fácil calcular que, si no hay nada en la nave que produzca el fallo, la causa habrá que buscarla en el exterior. Y eso no me gusta.
—Eso no es posible —dijo el capitán razonablemente.
Paresi bufó con impaciencia.
—¿A partir de cuál de los dos hechos, que se excluyen mutuamente, va a razonar? ¿Que la nave no puede fallar? Entonces este fallo no es un fallo; es algo que está sujeto a un control externo. ¿O va a admitir que la máquina puede fallar? En tal caso no hay que preocuparse por una posible fuerza exterior... pero será preciso desconfiar de la máquina. Elija la solución que más le guste. Pero sólo una. No es posible adoptarlas las dos.
Johnny se echó a reír.
Ives se le acercó.
—Eh, muchacho...
Johnny se dio la vuelta, bajó los pies y se incorporó hasta quedar sentado, rozando el grueso hombre que estaba junto a él.
Lo que vosotros necesitáis, muchachos —dijo Johnny riendo—, es una especie de policía bonachón que os compre dulces y os lleve a casa. Estáis verdaderamente perdidos.
Ives dijo:
—Johnny, tranquilízate y estáte quieto, ¿vale? Ya encontraremos una solución.
—Yo ya la tengo, papanatas —dijo Johnny ofensivamente. Se levantó y se dirigió hacia la compuerta—. Vaya pandilla de torpes —gruñó.
Caminó hasta dos pasos más allá de la compuerta y asió la rueda de control que estaba al lado de la compuerta, en una posición simétrica a la que ocupaba el botón.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Anderson complacido—, ¡el manual! ¿Nadie más quiere ser capitán?
—Factor de seguridad —dijo Hoskins golpeándose la frente—. Hay un control manual para cualquier cosilla que pueda encontrarse en esta nave. Y nosotros aquí parados como pasmarotes...
Johnny tiró de la rueda.
No se movía.
—Espera... —dijo Ives mientras se aproximaba.
—Aparta —dijo Johnny. Se agarró fuertemente con las dos manos a la rueda, encogió sus enormes hombros y tiró. Con un ruido seco, la rueda se rompió entre sus manos.
Johnny se tambaleó, y luego recuperó el equilibrio. Miró la rueda y después observó el extremo roto, brillando intensamente debajo de la mampara.
—Vaya... —murmuró Ives.
De pronto, Johnny echó su cabeza atrás y estalló en una estruendosa risotada histérica. La carcajada resonó por todos los rincones de la cabina, rebotando contra las paredes de metal como si fuera un torrente que manara de una presa reventada. Y continuó reproduciéndose como si, una vez desaparecido su foco, el fluido pudiera manar sin cesar.
Anderson gritó por tres veces:
—¡Johnny!
Pero el tono de orden no tuvo ningún efecto. Paresi se acercó al piloto y, usando de la práctica inmemorial, le cruzó la cara con dos bofetadas.
—¡Johnny! ¡Para!
La risotada se detuvo tan repentinamente como había comenzado. Johnny permaneció inmóvil, jadeando profundamente, con agitación, casi sollozando. Lentamente fue calmándose. Señaló la rueda y dijo al capitán:
—Está rota.
Su voz era ausente, sin énfasis.
Luego se apoyó contra el casco de la nave y lentamente se dejó deslizar hasta quedar sentado en el suelo.
—Completamente partida —dijo.
Ives entrelazó sus gruesos dedos y los torció hasta que los hizo crujir.
—¿Y ahora qué?
—Sugiero —dijo Paresi, en un tono extremamente controlado—, que nos sentemos todos a reflexionar meticulosamente sobre todo el asunto.
Hoskins había estado mirando como hipnotizado el mango roto empotrado en el muro.
—Me pregunto —dijo pausadamente—, cómo hizo girar Johnny esa rueda.
—En sentido contrario a las agujas del reloj —dijo Ives—. Ya lo viste.
—Lo sé —dijo Hoskins—. Quiero decir, de qué modo: de la manera correcta, o de la manera incorrecta.
—Oh. —Se produjo un breve silencio. Luego Ives dijo:
—Me parece que nunca lo sabremos.
—No, hasta que regresemos a la Tierra —dijo rápidamente Paresi.
—¿Has dicho «hasta que» o «a menos que»? —preguntó Ives.
—Dije «hasta que», Ives —respondió Paresi sin inmutarse—, y cuidado con lo que dices.
—A veces —dijo el hombre grueso, con una peligrosa jovialidad—, eliges la manera equivocada para decir una cosa correcta, Nick. —Entonces golpeó amistosamente al delgado doctor en la espalda. Y añadió acto seguido—: Pero me portaré bien. No tenemos que sembrar el pánico, ¿verdad?
—Mejor que no lo hagamos —dijo el capitán—. Ya es suficiente con lo que está logrando sembrarlo el exterior.
—¿Está convencido de que todo eso proviene del exterior? —inquirió Hoskins, mirándole expectante.
—Yo... no estoy muy convencido de nada —dijo el capitán despacio. Se dirigió hacia la litera de aceleración y se sentó—. Quiero salir —dijo. Evitó el comentario profesional que veía formarse en los labios de Paresi y prosiguió—: No es claustrofobia, Nick. Salir de la nave es algo más importante que aliviar nuestros sentimientos. Si el problema que tenemos con la compuerta está provocado por algo fantástico que se halla fuera de la nave, lograremos obtener una poderosa victoria sobre ello simplemente ignorándolo.
—Está rota —murmuró Johnny.
—Ignora eso —gritó Ives.
—Otra vez insistiendo en que lo sucedido está causado por algo exterior —dijo Paresi. Su tono era casi de queja.
—¿Tienes una hipótesis mejor? —preguntó Hoskins.
—Hoskins —dijo el capitán—, ¿no hay manera de que podamos salir? ¿Qué hay de los tubos?
—Se necesita un varadero para mover ese grupo electrógeno —dijo Hoskins—, e incluso en el caso de que pudiera hacerse, esos tubos radiactivos le freirían antes de que pudiese avanzar un tercio del recorrido.
—Deberíamos tener un bote salvavidas —dijo Ives, sin dirigirse a nadie en particular.
—¿Desde cuándo una nave como la Embassador necesita un bote salvavidas? —preguntó Hoskins con genuina estupefacción.
—¿Y qué hay de los ventiladores? —gruñó el capitán.
—Nos llevaría días desmontar y mover todos los filtros y los purificadores —dijo Hoskins— y después nos tendríamos que enfrentar con las compuertas de toma de aire. Usted podría avanzar por cualquiera de ellos más o menos una distancia como la de su antebrazo. Pero después está la chapa de metal, capitán. Y eso no se puede cortar ni con un pedazo de núcleo solar.
El capitán se levantó y se puso a pasear, lenta y sosegadamente, como si el problema pudiera resolverse con la misma facilidad con la que se pisan uvas. Cerró los ojos y dijo:
—He estado dándole vueltas a esta idea durante media hora. Mirad: la chapa no puede cortarse porque está construida para que no falle. Por tanto, no puede fallar. Y lo mismo ocurre con los controles de la compuerta. Tampoco fallan. Lo que no nos permite salir nos es desconocido. Lo que pudiera dejarnos salir funciona mal. Efecto: nos quedamos dentro. Causa: hay algo que quiere que permanezcamos aquí.
—Oh —exclamó Johnny.
Todos le miraron. Irguió su cabeza, y enderezó su espina dorsal apoyándola contra la mampara. Paresi le sonrió:
—Seguro, Johnny. La máquina no falló. Estaba... controlada. Todo va bien. —Entonces se volvió hacia el capitán y dijo con mucho cuidado:
—No estoy negando que sea verdad lo que está usted diciendo, capitán. Pero no me gusta pensar en lo que puede suceder si consideramos esta idea como la correcta, razonamos acerca de ella y no encontramos respuesta alguna.
—Me molestaría sobremanera ser un psicólogo —dijo Ives fervientemente—. ¿También extrapolas tu masticación y te espantas del hedor que deberá producirse?
Paresi sonrió con frialdad:
—Controlo mis proyecciones.
El capitán Anderson torció los labios en una fugaz mueca de diversión, y luego su expresión volvió a mostrar una actitud seria.
—Acepto el desafío, Paresi. Tenemos una causa y un efecto. Algo nos está reteniendo dentro de la nave. Corolario: Nosotros... o quizás la nave, no somos bien recibidos.
—«Hombres de la Tierra» —citó Ives, en una excelente imitación del inglés carente de acento que habían oído por radio—, «bienvenidos a nuestro planeta».
—Estaban bromeando —dijo Johnny sinceramente, poniéndose de pie. Dejó caer el mango de la rueda de control manual, que produjo un ruido metálico, y luego lo empujó a un lado con el pie.
—De todos modos, ¿quién puede decir con exactitud qué querían significar? Creo que la única conclusión posible es la que sugiere el «cerebro», y sospecho que usted también piensa lo mismo, capitán si no podemos salir de la nave, lo único que podemos hacer es abandonar el planeta. ¿No es eso?
Paresi asintió con un movimiento leve de cabeza y observó abruptamente al capitán. Anderson les volvió la espalda abruptamente y permaneció en silencio con las piernas abiertas y las manos a su espalda, mirando a lo lejos a través de las ventanillas de la nave. En el tenso silencio, pudieron oír el crujir de sus nudillos. Al cabo de un rato, dijo pausadamente:
—No hemos venido aquí para eso, Johnny.
Johnny se encogió de hombros y dijo:
—De acuerdo. Adelante. La única alternativa es quedarse sentados aquí como sabandijas en un frasco hasta que muramos ancianos. Cuando estén hartos de reflexionar, me lo notifican. Yo les sacaré de aquí.
—Siempre podemos confiar en Johnny —dijo Paresi sin que pudiera detectarse énfasis alguno en su voz.
—No. No en mí —dijo Johnny, y dio una palmada a la mampara—. En la nave. No hay nada en ningún planeta que pueda detener a esta criatura desde que la llevé a la fundición. Tiene demasiados músculos para eso.
—¿Y bien, capitán? —preguntó Hoskins. Anderson miró el valle soleado, el cielo exageradamente azul y los casi familiares peñascos erosionados, con sus formas suaves. Todos estaban esperando.
—Vámonos —dijo el capitán—. Ponedla en órbita a dos mil kilos. Aunque me cuesta ceder.
Ives dio una palmadita al hombro de Johnny.
—Eso quiere decir que vamos a despegar y aterrizar —dijo—, si es que todavía conozco al Viejo. Vamos allá, Jets.
Johnny sonrió ampliamente, mostrando sus dientes blancos, y luego se dirigió hacia el asiento de control.
—Caballeros, siéntense.
—Yo me tumbaré —dijo Ives, y extendió su grueso cuerpo sobre la litera de aceleración. Los demás se colocaron en sus puestos de despegue.
—Pon el automático —dijo el capitán—. ¡Adelante!
—¡Adelante! —dijo Johnny con alegría. Alargó el brazo hacia adelante y pulsó el control central. No sucedió nada.
Johnny volvió a alargar su mano hasta el control. La mano se movió como si hubiera un campo de repulsión alrededor del botón. El gesto fue relantizándose cada vez más a medida que la mano se aproximaba al control, hasta que quedó suspensa justo delante del botón y comenzó a temblar.
—Con el manual —indicó el capitán—. ¡Adelante!
—El manual, señor —dijo Johnny reflexionando. Su mano temblorosa llegó hasta un mando que se hallaba frente a sí, algo elevado, y tiró de él. Asió los mandos de control e hizo descender pesadamente sus puños sobre las clavijas de contacto. De alguna parte llegó un rugido sordo, como un susurro; una impresión subjetiva del tronar de los reactores.
El rostro de Paresi se ensombreció. El ruido de los propulsores había desaparecido mientras su mente trataba de captarlo, como si se tratara de un pensamiento oculto. Los motores estaban silenciosos; no podía percibirse ningún temblor ni vibración. Y, sin embargo, un ingenio fantasmagórico se estaba preparando para hacer despegar una nave fantasma, de un modo intangible, camino de la nada. Se soltó el cinturón de seguridad y se encaminó rápidamente hacia la consola. Johnny permanecía sentado absorto. Una ligera sonrisa de satisfacción comenzó a extenderse por su rostro. Su mirada se dirigió a los indicadores; meneó la cabeza muy levemente, y bajó las manos como un organista tocando un «fortissimo». Miró los indicadores. Las agujas seguían señalando sus respectivos ceros, y las luces, que debieran estar encendiéndose y apagándose, no hacían ninguna señal. Paresi lanzó un vistazo a Anderson y se topó con una mirada de preocupación. Hoskins tenía la cabeza inclinada a un lado, escuchando, perplejo. Ives se levantó de la litera y caminó hasta situarse junto a Paresi.
Johnny estaba manipulando los mandos con firmeza. Sus manos comenzaron a moverse con rapidez, hábilmente, como si estuviera ofreciendo un concierto silencioso. Su rostro presentaba un aspecto de intensa concentración y de completa confianza en sí mismo.
—Bien —dijo Ives con pesadez—. Eso también está estropeado.
Paresi se volvió hacia él.
—¡Shhh! —el gesto fue tan intenso que Ives reculó. Con una mirada de advertencia hacia él, Paresi se acercó al capitán, y le susurró al oído.
—Dios mío —dijo Anderson—. De acuerdo, doctor.
Se acercó al asiento del piloto. Johnny seguía totalmente concentrado en su tarea. Anderson miró interrogante a Paresi y éste asintió con un movimiento de cabeza.
—Eso es —dijo el capitán gravemente—. Buen trabajo, Johnny. Ya estamos en órbita. El automático no hubiera podido hacerlo mejor. De momento es un alivio sentirse de nuevo en el espacio. Cierra los propulsores ahora. Puedes hacer tus comprobaciones para una posible corrección más tarde.
—Sí, señor —dijo Johnny. Hizo dos delicados ajustes, desconectó una llave principal y se volvió—. ¡Uf! ¡Eso es trabajar!
Mientras quedaba frente a los cuatro hombres silenciosos, Johnny sacó un cigarrillo, se lo llevó a los labios, acercó su encendedor, encendió e hizo una larga y lenta chupada.
—Hombre, eso va bien...
El cigarrillo no estaba encendido. Hoskins se dio la vuelta, con una expresión de piedad en su rostro. Ives cogió abruptamente su propio mechero, y el doctor lo detuvo con un gesto.
—Cada vez que veo trabajar a un piloto me sorprendo —dijo Paresi en tono coloquial y afable—. Con tanta concentración... debes estar deshecho, Johnny.
Johnny chupó su cigarrillo apagado.
—Deshecho —dijo—. Sí.
De pronto aparecieron dos extraños tonos en su voz. Eran la fatiga y la ansiedad. Paresi dijo:
—Tienes mal aspecto. Ve a acostarte.
—Estoy realmente cansado —musitó Johnny. Se levantó pesadamente y caminó hasta la litera, donde se tumbó. Al instante estaba dormido.
Los demás permanecieron congregados junto a los controles y durante un momento prolongado contemplaron en silencio al piloto dormido.
—No lo comprendo —murmuró Ives.
—Creyó realmente que nos estaba sacando de este planeta, ¿verdad? —preguntó Hoskins.
Paresi asintió.
—Me parece que así fue. No hay lugar en este cosmos para máquinas estropeadas. La evidencia de lo contrario sólo puede producir un efecto tan tremendo. Entonces, para él, dicha evidencia dejó de existir. Un encendedor estropeado lo irritó, un control de apertura de una esclusa que no funcionaba lo enojó, y luego lo malhumoró, y finalmente lo volvió histérico. Cuando los controles de mando no respondieron, llegó a su punto crítico y no pudo soportarlo. De modo que su mente se alejó de la realidad.
Paresi miró a todos y cada uno de los rostros de los presentes.
Anderson preguntó:
—¿Qué fue lo que hizo que se derrumbara? Está adiestrado para poder soportar tensiones mucho mayores que ésta.
—Oh, pero si no padece ninguna clase de fatiga física o de conciencia. Todo lo que quería era salir de una situación terrorífica. Se autoconvenció de que salía volando de ella. Lo siguiente que podía hacer para escapar de los ataques de los demás era dormir. Apreció mucho mi sugerencia de que estaba agotado y debía acostarse y descansar.
—A mí también me gustaría que me lo sugirieses —dijo Ives—. Anda, Nick, hazlo.
—Primero llega a tu punto crítico —dijo el doctor llanamente, y fue a colocar una almohada debajo de la cabeza de Johnny.
Hoskins se volvió para contemplar el pacífico paisaje del exterior. El capitán lo observó un momento y luego gritó:
—¡Hoskins!
—¿Sí?
—He visto esta expresión en otras ocasiones. ¿En qué estás pensando?
El ingeniero le miró, se encogió de hombros, y dijo con voz suave:
—Ajedrez.
—¿En qué, especialmente?
—Oh, es algo muy general. La reciprocidad del juego. Eso es lo que lo convierte en algo magnífico. La mayoría de las empresas humanas conducen al hombre a un fracaso detrás de otro, le lanzan de un desastre a otro, sin pausa. Eso no ocurre en el ajedrez. No importa quién sea el oponente, cada vez que te hace algo, te toca jugar a ti.
—Muy confortante. ¿Tienes alguna idea de cómo podemos jugar ahora nosotros?
Hoskins le miró, con una expresión de agradable sorpresa invadiendo su rostro.
—Olvidó mi observación, capitán. Nosotros no movemos.
—¡Oh! —exclamó el capitán. Su rostro se puso en tensión mientras palidecía—. Ya... ya comprendo. Pulsamos el botón de la esclusa para salir. Contramovimiento: no funcionó. Intentamos abrir con el manual. Contramovimiento: se rompió. Y así sucesivamente. Ahora hemos intentado despegar. Oh, pero Hoskins... Johnny quedó fuera de sí. ¿No es eso un contramovimiento?
—Tal vez. Quizá tiene usted razón. No obstante, puede que el movimiento no consistiera en bloquear los mandos, sino en dejar a Johnny fuera de combate —volvió a encogerse de hombros—. Pronto lo sabremos.
El capitán exhaló explosivamente a través de sus narices.
—Vamos a saber si nos toca mover —gritó—. ¡Ives! ¡Paresi! Vamos a repasar todos los movimientos desde el principio. Primero intentad abrir la compuerta. Tú, Ives.
Ives gruñó y se dirigió a la parte lateral de la nave. Luego se detuvo.
—¿Dónde está la compuerta?
Anderson y Paresi siguieron la mirada trastornada de Ives en dirección a la mampara donde había estado la silueta de la compuerta cerrada, y junto a ella el agujero que había dejado el mango de la rueda de control manual, y que ahora se había convertido en algo parecido a una cortina plana y de un negro impenetrable. Pero Hoskins miró al capitán ante todo, y dijo:
—Ahora nos toca mover a nosotros —y entonces se volvió para mirar a la oscuridad.
III
¿Lo que no nos es familiar, decís, es lo que no hemos visto, lo completamente nuevo y extraño? No. El epítome de lo que no resulta familiar es lo familiar invertido, lo familiar puesto patas arriba. Basta con contemplar un lugar familiar bajo unas nuevas condiciones —un teatro desierto y oscuro, un club nocturno vacío por la mañana— y uno se siente embargado por una emoción mucho más intensa de extrañeza que si se encuentra ante cualquier cosa, nunca vista. Volved a vuestro barrio y encontradlo todo cambiado. Entrad en vuestra propia casa cuando todo el mundo se ha marchado y las luces están apagadas, cuando los muebles han sido cambiados de lugar... entonces os mostraré lo extrañas y fantasmagóricas que son las figuras que pueden apreciarse cuando la realidad se superpone a las imágenes del recuerdo. Los duendes escondidos dentro de vuestra propia habitación...
Owen Miller «Essays on Night and the Unfamiliar»
Por un instante, la oscuridad pareció abalanzarse contra ellos como la garra de la muerte. Instintivamente se apretujaron unos contra otros en el centro de la habitación. Pero después de mirar una segunda vez, y una tercera, se aseguraron de que el efecto era real, aunque la causa resultara un misterio, y constataron que la mitad del misterio había desaparecido. Entonces comenzaron a separarse. Cada uno se sintió juzgado, y se concentró en sí mismo y en la imagen que ofrecía de sí a los ojos de los demás.
El capitán dijo quedamente:
—Está... justo ahí. No parece propagarse.
Hoskins lo observó con sentido crítico.
—Alrededor de medio metro de profundidad —murmuró—. ¿De qué suponéis que está hecho?
—No es un gas —dijo Paresi—. Tiene una... especie de superficie.
Ives, que se había quedado inmóvil, helado de terror, cuando vio la oscuridad al dirigirse hacia la compuerta, avanzó dos pasos más. La mano que había alzado a medias para tocar el botón siguió su camino ascendente a la fuerza, como si se viera impelida a continuar su función aunque hubiera cambiado de propósito.
—¡No lo toques! —ordenó el capitán.
Ives volvió el rostro para mirar al capitán, y entonces desfalleció y dejó caer su mano.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Ciertamente, no es un líquido —reflexionó Paresi, como si no se hubiera producido interrupción alguna—. Y, si es sólido, ¿de dónde salió toda esa materia? ¿Pasó a través de la chapa de la nave?
Hoskins, que conocía bien la estructura y el material del casco de la nave, cómo estaba hecha y cómo estaba tratada la materia prima desde el principio, bufó al oír semejante ocurrencia.
—Si fuese un gas —dijo Paresi—, habría difusión. Y convección. Si fuese venenoso, ya estaríamos todos muertos. Si no, sería bastante probable que hubiésemos olido algo. Y el contador no señala nada... por tanto, no es radiactivo.
—¿Te fías del contador? —preguntó Ives con amargura.
—Sí, me fío —dijo Paresi. Su voz casi susurrante sonó con una carga de algo parecido a la pasión—. Un hombre tiene que tener fe en algo. Yo deposito mi fe en cada sencilla función de cada una de las partes de esta nave mientras todas y cada una de las partes resultan separada y diferenciadamente indigna de que deposite en ellas fe.
—Entonces, por Dios, tienes que comprender mi fe en mis dos manos y en lo que sienten —protestó Ives. Caminó hacia la mampara y alargó hacia ella su mano carnosa con decisión.
—«Touché» —murmuró Hoskins, e incluso pudo apreciar la señal de la mano de Ives contrastando contra el sólido, plano y oscuro.
En sueños, Johnny estalló en una carcajada estruendosa, llena de una felicidad juvenil.
—Alguien está contento —dijo Ives.
—Paresi —dijo el capitán—. ¿Qué ocurrirá cuando se despierte?
Frunció el ceño y pareció que se estuviera encogiendo de hombros.
—Prácticamente nada. Se ha encontrado a sí mismo en su interior, en alguna parte, y ha encontrado un camino para salir. Para él... no para ninguno más de nosotros. Quizás ignorará lo que estamos viendo. Quizá crea que está en otra parte, o en otro tiempo. Tal vez sea otro. Tal vez no quiera despertarse.
—Quizá tenga la idea adecuada —dijo Ives.
—Es la segunda vez que bromeas sobre esto —dijo Paresi—. No lo vuelvas a hacer. No te lo puedes permitir.
—No nos lo podemos permitir —intervino el capitán.
—De acuerdo —dijo Ives con tanta docilidad que indujo a Paresi a echarle una mirada suspicaz. El corpulento hombre encargado de las comunicaciones se dirigió a su puesto y se sentó, dando la espalda a los demás.
—¿Qué están buscando? —dijo el capitán en tono de queja, de pronto—. ¿Qué quieren?
—¿Quién? —preguntó Paresi, que seguía mirando a Ives.
Hoskins se explicó:
—Quienquiera que fuese el que dijo «Bienvenidos a nuestro planeta».
Ives se volvió hacia ellos, y pudo notar el desconsuelo de Paresi.
—Nos quieren ver muertos —dijo Ives.
—¿Seguro? —preguntó el capitán.
—No quieren que abandonemos la nave, y no quieren que la nave abandone el planeta.
—Entonces, lo que quieren es la nave.
—Sí —asintió Ives—, sin nosotros.
Paresi dijo:
—No puedes llegar a esta conclusión, Ives. Nos han incomodado. Nos han hecho centrarnos en nosotros mismos, y nos han puesto a prueba como hombres y como grupo. Pero, por el momento no nos han hecho nada. Todo nos lo hemos hecho nosotros.
Ives le miró con desdén.
—Hemos averiado los controles que no pueden averiarse, hemos fabricado esa especie de caja oscura, y nos hemos hablado a nosotros mismos mediante un transmisor sin alimentador acerca de una información que nadie, en el exterior, puede obtener. ¿Es eso lo que quieres decir?
—No he dicho nada de eso —respondió pausadamente Paresi escogiendo cuidadosamente sus palabras—. Por supuesto que son responsables de estos fenómenos. Pero ninguno de estos fenómenos nos ha perjudicado ni nos ha producido mal alguno. Son nuestras reacciones ante los fenómenos lo que nos ha perjudicado.
—Una caída nunca hiere, según me dijeron cuando era un chiquillo —dijo Ives puntilloso—. Es la parada repentina.
Paresi ignoró la puntualización encogiéndose de hombros.
—Insisto en que, aunque nos hayamos asustado, aunque nos hayamos sorprendido, aunque nos hayamos quedado sin saber qué hacer, perplejos, no hemos sido seriamente amenazados. Nuestras provisiones de agua, alimentos y aire son prácticamente ilimitadas. Nuestra habilidad para sobrevivir en cien situaciones de emergencia parecidas ha sido comprobada hasta la saciedad, y todo lo que tenemos que hacer es reconocer que nos hallamos ante una emergencia frente a la cual nuestra habilidad no tiene ninguna dificultad para responder satisfactoriamente, del mudo óptimo. —De pronto sonrió—. Podía haber sido peor, Ives.
—Supongo que sí —dijo Ives—. Esa cosa oscura podría haber avanzado hasta atravesarnos, o...
Muy suavemente, Hoskins dijo:
—Está avanzando.
El capitán Anderson sacudió la cabeza:
—No... —Y, al oírlo, poco a poco, reconocieron que la sílaba no era una negación, sino una exclamación. Porque la masa oscura no estaba más que a medio metro encajada dentro de la mampara. Nadie se había percatado de ello, pero, de pronto, se dieron cuenta de que la cabina, que era casi cuadrada, se había tornado casi rectangular, con el panel de controles, el muro de comunicaciones, y la bancada de partición de la nave uniéndose y precipitándose sobre ellos formando tres lados que aniquilaban al cuarto.
Ives se levantó de su asiento, agitado y con los ojos fuera de sus órbitas. Lanzó un sonido animal y se abalanzó contra la forma oscura. Paresi trató de detenerlo, pero no con la suficiente rapidez. Ives colisionó torpemente contra la extraña superficie y cayó. Se desplomó, pero no de bruces, sino doblándose sobre sus rodillas abiertas, con sus brazos encogidos bajo su cuerpo y apoyando una mejilla sobre el suelo. Permaneció inconsciente, inmóvil, como una grosera caricatura de alguien en actitud de adoración.
Se produjo un momento de silencio feroz mientras Paresi colocaba al grueso hombre boca arriba y, con furiosa actividad, pasaba sus dedos sobre el rostro ensangrentado, sobre el pecho, y sobre su cuello hasta palpar el área de la carótida.
—Está bien —dijo Paresi, mientras seguía trabajando; luego, tratando de hallar las palabras adecuadas para evitar que su explicación pareciese una conjetura, dijo—: Ésta es la otra reacción temida. Johnny era «volar», Ives es «luchar». El resultado empírico es muy parecido.
—Creía —dijo Hoskins secamente—, que luchar y volar eran reacciones de supervivencia.
Paresi se puso de pie.
—Y lo son. En un último análisis, se trata de suicidio.
—Pensaré en eso —dijo Hoskins con calma.
—¡Paresi! —espetó Anderson—. ¡Seas o no médico, cállate!
—Perdón capitán. Fue un asomo de pánico. Hoskins...
—No es preciso que me lo expliques —dijo el ingeniero en un tono de comprensión—. Sé lo que quieres decir. El suicidio es el producto directo de los actos compulsivos por sobrevivir... por tratar de salvar algo, lo mismo que luchar y volar constituyen esfuerzos por salvaguardar algo. No creo que tengas que preocuparte; la inmolación no me tienta. Estoy demasiado... demasiado interesado en saber qué va a ocurrir. ¿Qué vas a hacer con Ives?
—Ponerlo en una litera, creo, y tratar de aliviar los dolores que va a sentir. ¿Quieres echarme una mano?
Hoskins se dirigió hacia la mampara y abatió otra litera de aceleración. Fue preciso que los tres colaboraran para colocar la enorme masa de Ives sobre el camastro, y aún así con dificultad. Paresi abrió el botiquín que estaba sujeto debajo de la consola de control y se aproximó al hombre inconsciente.
El capitán intentó encontrar algo adecuado que decir o hacer y aparentemente lo logró.
—¡Hoskins! —dijo.
—¿Sí?
—¿Sueles pensar mejor con el estómago vacío?
—No.
—Yo tampoco.
Hoskins sonrió.
—Creo que he captado la indirecta. Voy a preparar algo caliente y reconfortante.
—Buen chico —dijo el capitán, mientras Hoskins desaparecía hacia las dependencias contiguas. Anderson se acercó al doctor y permaneció inmóvil junto a él observando cómo limpiaba la frente ensangrentada de Ives.
Paresi, sin volverse, dijo:
—Sería mejor que dijera lo que tenga que decir. Adelante.
—¿Eres psicólogo? —dijo Anderson tratando de evitar una sonrisa.
Paresi le dirigió una mirada severa.
—Depende. Si quiere decir que tengo una sensibilidad natural para captar los estados de tensión y, además, llevo algunos años de práctica en observar a la gente... entonces sí. ¿En qué está pensando?
Anderson permaneció largo rato sin decir nada.
Parecía que estuviese esperando una pregunta, un simple empujón de Paresi. Pero Paresi no quería proporcionárselo. Paresi esperaba, se limitaba a esperar, con su rostro oscuro vuelto hacia otra dirección, sin ayudar, sin impulsar, sin hacer nada que pudiera modificar la tensión que estaba atenazando al capitán.
—De acuerdo —dijo el capitán con irritación—. Te lo diré.
Paresi cogió pinzas, un retractor, dos escalpelos y una jeringa hipodérmica. Luego usó uno tras otro y volvió a guardarlos en el botiquín. Cuando hubo terminado, Anderson dijo:
—Me preguntaba ¿quién va a ser el siguiente?
Paresi meneó la cabeza y cerró el botiquín de un golpe seco. Miró al capitán y volvió a menear la cabeza.
—¿Por qué tiene que ser usted? —preguntó.
—No dije que tuviera que ser yo —dijo el capitán secamente.
—¿No lo dijo? —Cuando el capitán quedó sin respuesta, Paresi le preguntó—: ¿Entonces, por qué se preguntó una cosa así?
—Oh... ya comprendo lo que quieres decir. Cuando uno comienza a sentir temor comienza a estar inseguro... no de la debilidad de los demás, sino de la suya propia. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Sí —de pronto apareció una sonrisa en sus labios—. Pero usted no está atemorizado, capitán.
—Por todos los diablos, claro que no.
Paresi sacudió la cabeza.
—Johnny estaba atemorizado y «voló». Ives estaba asustado y «luchó». Sólo hay un temor real, y ése es el único que le conduce a uno a su punto crítico. Cualquier otro temor es una nadería comparado con semejante terror. Tan pequeño que nadie, excepto yo, debe preocuparse por él.
—¿Por qué tú?
Paresi tropezó con el botiquín de primeros auxilios mientras lo transportaba hacia el lugar donde debía quedar colgado.
—Soy el médico, ¿recuerda? Los síntomas son el objeto de mi trabajo. Déjeme observarlos, capitán. Déme órdenes, capitán, pero no se entrometa en mi especialidad.
—Eres un insubordinado, Paresi —dijo Anderson—, y resultas muy reconfortante.
El rostro del capitán se iluminó con una sonrisa y sus ojos se alargaron mostrando unas arrugas horizontales.
—Dime por qué tuve esa desagradable fase de duda acerca de mí mismo.
—¿Cree que puedo?
—Sí —estaba en lo cierto.
—Ésa es media razón. La otra mitad es Hoskins.
—¿De qué estás hablando?
—Johnny quedó fuera de combate. Ives también. Su pregunta fue «¿quién será el siguiente?» Sospecha que no voy a ser yo porque soy, de facto, quien tiene respuesta para todo. Cree que no va a ser Hoskins porque no puede extrapolar cómo podría quedar fuera de combate... o, ni siquiera, si podría quedar fuera de combate. Por tanto, eso le induce a pensar que va a ser usted.
—No lo razoné exactamente de este modo...
—Sí, sí que lo hizo —dijo Paresi agarrando al capitán por el hombro—. Ahora olvídelo. Confucio dice que quien mira su interior acaba bizco. No podemos arriesgarnos a terminar siendo bizcos, capitán. Nuestros amigos de ahí afuera están obligados a hacer otro movimiento.
—No lo están.
El doctor y el capitán se estremecieron al oír aquella voz sombría.
—¿Qué quieres decir, Hoskins?
El ingeniero entró en la cabina, la atravesó y se dirigió hacia su puesto, y comenzó a hurgar entre sus cajones.
—Ya han movido —dijo. Y del fondo de uno de los cajones extrajo un tablero de ajedrez plegable y una caja rectangular. Entonces les miró directamente—. Ha desaparecido la comida.
—La comida... ¿ha desaparecido? Hoskins esbozó una sonrisa cansada.
—¿Dónde está la compuerta? ¿Dónde está la parte exterior de la mampara? Eso negro lo ha cubierto... las unidades de calefacción, los armarios en que se guardaba la comida, todo...
Cogió un par de asientos que estaban enganchados a la mampara y los llevó, a través de la cabina, hacia la mancha oscura.
—Hay agua —dijo mientras desplegaba las sillas. En una de ellas colocó el tablero de ajedrez. Él se sentó en la otra y se situó muy cerca de la oscuridad—. La despensa todavía está dentro, y sigue a nuestro alcance —dijo con una voz que parecía debilitarse por momentos, como si se estuviera alejando de él—. Pero no hay comida. No hay comida.
Y comenzó a colocar las piezas sobre el tablero, con su rostro encarado al muro negro.
IV
La función primaria de la personalidad es la autoconservación, pero la propia personalidad no es algo estático, sino dinámico. El factor básico para su desarrollo es la integración; cada nueva situación exige un nuevo ajuste que modifique o altere la personalidad en el proceso. La propia meta de la personalidad, por otra parte, no es la permanencia, ni tampoco la estabilidad sino la unificación. La incapacidad de una personalidad para ajustarse o integrarse a una nueva situación, la resistencia de la personalidad a la unificación, y sus esfuerzos por preservar su integridad son conocidos popularmente como demencia.
Morgan Littlefield Notes on Psychology
—¡Hoskins!
Paresi se agarró al brazo del capitán y se colocó detrás de él.
—Capitán Anderson! ¡Déjelo! —dijo en voz baja—. Dejémoslo solo. Está haciendo lo que tiene que hacer.
Anderson miró al pequeño ingeniero por encima de su hombro.
—¿Le toca a él, ahora? ¡Condenado, sigue bajo mis órdenes!
Anderson miró a su alrededor, a los controles, afuera, a las montañas adormecidas y silenciosas.
—Creo que no. Pero me gustaría saber si obedecería una orden mía.
—Déjelo solo hasta que tenga alguna orden que darle. Hoskins es muy sensato, capitán. Pero ahora ya ha traspasado el límite. No insista.
El capitán se pasó la mano por la frente y caminó a tientas hacia los controles. Volvió la espalda al asiento del piloto y se desplomó pesadamente sobre él.
—De acuerdo —dijo—. Esto se está convirtiendo en un duelo entre tú y esos... esos colegas tuyos de ahí afuera. Creo que lo menos que nosotros... que yo... puedo hacer es no atacarte mientras luchas contra ellos. Paresi dijo:
—Se está usted equivocando, está llevando las cosas por derroteros erróneos. Nos están atacando, de acuerdo. Nosotros estamos peleando contra nosotros mismos. No quiero decir uno contra el otro; quiero decir cada uno contra sí mismo. Debemos cesar de hacer esto, capitán.
El capitán le dedicó una sonrisa triste.
—¿Quién ha logrado semejante cosa a lo largo de los tiempos?
Paresi le devolvió la sonrisa.
—Los drogadictos... los catatónicos... los visionarios... y los santos. Creo que debemos sumarnos a estas categorías.
—¿Qué hay de los muertos?
—¡Ives! ¿Cuánto rato hace que has despertado?
El hombre corpulento se arrastró, se incorporó sobre un brazo, sacudió la cabeza y gruñó como si hubiera sido golpeado en el plexo solar.
—¿Quién me golpeó, y con qué? —dijo con dificultad, por entre los dientes apretados.
—Parece que creíste que la mampara era de papel e intentaste pasar a través de ella —dijo Paresi. Hablaba con fluidez pero su rostro estaba ensombrecido y concentrado observando.
—Ooooh... —Ives se apretó la cabeza con las manos y después miró a la oscuridad—. Ya recuerdo —dijo en un extraño susurro. Miró a su alrededor, vio al ingeniero inclinado sobre su tablero de ajedrez, y dijo—: ¿Qué está haciendo?
Todos miraron al ingeniero cuando se levantó, movió una pieza y volvió a sentarse tranquilamente.
—¡Eh, Hoskins!
Hoskins ignoró el mugido de Ives. Paresi dijo:
—No habla, ahora. Está... bien. Ives, déjalo. Por ahora, me interesas más tú. ¿Cómo te encuentras?
—Estupendamente. Aunque tengo hambre. ¿Qué hay para comer?
Anderson dijo quedamente:
—Nick no nos quiere preparar nada de comer por ahora.
—Gracias —murmuró Paresi con ironía.
—Él es el médico —dijo Ives con naturalidad—. Pero no lo entretengamos demasiado, ¿eh? Este horno necesita ser alimentado —dijo dándose con el puño en su enorme cabeza.
—Bien, eso es buena señal —dijo Paresi.
—Ciertamente —dijo el capitán—. Quizás el punto crítico sólo es un punto de impacto y después de él se produce un rebote, ¿hum?
Paresi sacudió la cabeza.
—Un punto crítico es un punto crítico. Sólo que, a veces, no se alcanza.
—Tengo que pasar —dijo una voz. Johnny, el piloto, estaba agitado.
—¡Ah! —dijo Anderson con voz exultante—. ¡Ahí viene otro!
—¿Cómo puede estar seguro de ello? —preguntó el doctor. Luego llamó a Johnny—. ¿Qué tal, John?
—Tengo que pasar —dijo Johnny, asustado. Puso sus pies en el suelo—. Ve —dijo con sinceridad—, el hecho de ser el jefe no facilita las cosas. Tiene que mantenerse en su puesto y además pasar los exámenes. Tiene dos trabajos. En cambio, el cuarto de a bordo, pues... sólo tiene una tarea.
Anderson se volvió hacia Paresi con cara de asombro y éste le hizo un gesto indicando que guardara silencio. Johnny puso su cabeza entre las manos y dijo:
—Cuando una variable varía directamente al variar otra, dos pares de sus correspondientes valores se hallan en proporcionalidad —miró a su alrededor y prosiguió—. Esto parece constituir la clave de todo el análisis vectorial, según los hombres, y uno no llega a ser piloto sin saber análisis vectorial. Y eso me parece un sinsentido. ¿Qué voy a hacer?
—Tómate un somnífero —dijo Paresi inmediatamente—. Has estado estudiando demasiado. Todo tendrá más sentido por la mañana.
Johnny sonrió, bostezó al mismo tiempo, y las trazas de preocupación se borraron de su rostro.
—Eso fue una verdadera observación educacional, Martin, viejo amigo —dijo. Se tumbó y estiró con satisfacción—. Eso sí que lo entiendo. Puedes ponerte mi célebre traje marrón con cremallera.
Se volvió y, al instante, estaba dormido.
—¿Quién diablos es Martin? —inquirió Ives—. ¿Martin qué?
—Shh. Tal vez era su compañero de habitación en la escuela de pilotos.
—¿Quieres decir que ha hecho una regresión a sus tiempos de estudiante de piloto? —dijo Anderson embobado.
—¿No es eso lo que parece? —dijo Paresi con tristeza—. Ya dije que la situación le resultaba intolerable. Puesto que no puede escapar a través del espacio, lo hace a través del tiempo. No tiene bastante imaginación para avanzar, por tanto retrocede.
Algo se escabulló precipitadamente correteando por el suelo. Ives levantó sus pies y quedó sentado en posición de Buda, agarrándose los tobillos.
—Por Dios, ¿qué fue eso?
—No vi nada —dijo Paresi.
—¿Qué fue? —preguntó el capitán.
Desde la penumbra, Hoskins dijo:
—Un ratón.
—Tonterías.
—No puedo soportar los bichos que se arrastran o corretean o se deslizan —dijo Ives. Su voz se había tornado repentinamente afeminada—. ¡No dejéis que esos bichos anden por ahí!
De la parte de popa provino un débil ruido como de arañazo, un chirrido. Ives palideció. Se estremeció.
—Tranquilo, Ives —dijo Paresi fríamente—. Al revisar la nave no encontré ni un simple microbio. No te quedes ahí sentado como la pequeña señora Muffet.
—Yo sé lo que vi —dijo Ives. De pronto se levantó, se volvió hacia el muro oscuro y bramó:
—¡Condenado, envía algo con lo que yo pueda luchar!
Emergieron dos ratones de debajo de la litera. Uno de ellos pasó por encima de un pie de Ives. Luego, ambos desaparecieron lanzando chirridos. Ives dio un brinco y quedó de pie sobre la litera. Anderson retrocedió hasta quedar con la espalda apoyada contra la parte interior de la mampara, y permaneció inmóvil y rígido. Paresi se dirigió con decisión hacia el armario de la enfermería, cogió una pequeña cajita negra y la abrió.
Ives cayó de rodillas y rompió a llorar desconsoladamente, sin hacer ningún esfuerzo por controlarse, sin articular palabra alguna. Paresi se le acercó, semiocultando un pequeño tubo de metal que sostenía en la mano.
Un movimiento casi imperceptible en el suelo llamó la atención a Anderson. Fue incapaz de evitar que se le escapara un chillido de espanto cuando vio una enorme araña peluda que corría precipitadamente hacia la litera. Luego dio un salto y fue a parar junto a la rodilla de Ives. Volvió a saltar. Paresi se volvió hacia ella y tiró de Ives agarrándolo por el antebrazo. La araña cayó al suelo, se deslizó velozmente, y desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Ives se sujetó con fuerza al brazo de Paresi y fue incorporándose silenciosamente hasta quedar sobre la litera. Anderson se le acercó.
—Ya está bien —dijo Paresi—. Olvídelo.
—¡No me digas que se desmayó! ¡Ives no!
—Claro que no —Paresi mostró el pequeño cilindro.
—¡Anesttox! ¿Por qué le aplicaste esto?
Paresi respondió irritado:
—Por la razón por la que se suele usar el anesttox. Para dormir a un paciente durante un par de horas sin necesidad de hacerle ningún daño.
—Supón que no lo hubieras hecho.
—¿Cuánto cree que hubiera resistido sin este tratamiento?
Anderson miró al hombre que se comunicaba a través del inconsciente.
—Seguro que más que de este modo —dijo. De pronto miró atentamente a Paresi y preguntó—: ¿De dónde diablos salieron esos bichos?
—Ah. Ahí está la clave. A él le desagradan los ratones y las arañas. Pero había algo especial en éstos. No podían estar ahí, y, sin embargo, estaban. Él lo tomó como un ataque personal y deliberado. No podía comprender gran cosa más.
—¿De dónde salieron? —volvió a preguntar el capitán.
—¡Yo no lo sé! —espetó Paresi—. Perdón, capitán... Estoy un poco nervioso. No estoy habituado a ver las alucinaciones de los pacientes. En todo caso, no con semejante claridad.
—¿Eran alucinaciones de Ives?
—¿Puede recordar lo que se dijo justo antes de que aparecieran?
—Uh... algo se movió. Un ratón.
—No era un ratón hasta que alguien dijo que lo era —el doctor se volvió y miró penetrantemente a Hoskins, que seguía sentado frente a su ajedrez.
—Dios mío, fue Hoskins... ¿qué te hizo decir esto?
El ingeniero no respondió ni se movió. Paresi meneó la cabeza desesperanzado.
—Otro que se ha ido a su propio mundo. No hay nada que hacer, capitán.
Anderson dio un paso hacia Hoskins, y luego, obviamente, cambió de parecer. Se encogió de hombros y dijo:
—De acuerdo. Algo se movió y Hoskins lo definió. Aceptemos esto sin más razonamientos. Pero, ¿quién llamó a la araña?
—Usted.
—¿Yo?
Imitando la voz del capitán, Paresi citó:
—¡No te quedes ahí sentado como la señora Muffet!
—Maldita sea —dijo Anderson—. ¿Quizás sería mejor que no dijéramos nada?
—¿Cree que es distinto si decimos lo que pensamos?
—Quizás...
—No —dijo Paresi positivamente—. Mire cómo funciona eso. Primero nos atrapa, y luego nos muestra una oscuridad creciente. Elemental. Luego comienza a perseguirnos, uno por uno. Johnny se encuentra con máquinas que no funcionan; él, que adora con toda su alma lo que consiguen hacer las máquinas. Ives recibe una buena carga de claustrofobia debido a esa cosa negra de ahí y queda completamente confundido.
—Salió de ello. Se recuperó.
—Johnny también despertó. En otra época del tiempo. En otro tiempo subjetivo. Muy inofensivo para..., para Ellos. Por tanto, lo dejan en paz. Pero volvieron sobre Ives cuando vieron que presentaba cierta resistencia. Lo que están persiguiendo es el punto crítico, capitán. No otra cosa.
—¿Hoskins?
—Creo que sí —dijo Paresi con voz cansada—. Al igual que Johnny escapó de un problema que no podía resolver y se dedicó a uno que sí era capaz de afrontar. Sólo que, en lugar de regresar, se ha dedicado al ajedrez. Espero que Johnny no vuelva al presente todavía. Es demasiado... ¡Capitán! ¡Se ha ido!
Se volvieron y miraron atónicos hacia la litera de Johnny. O... donde había estado la litera de Johnny antes de que la pared negra se hubiese adelantado hacia adentro y la hubiera cubierto.
V
«...y yo estaba allí, doctor, en el vestíbulo del hotel, al mediodía, completamente desnuda!
—¿Tiene esos sueños a menudo?
—Me temo que sí, doctor. ¿Estoy bien...? Quiero decir...
—Deje que le haga una pregunta: ¿Cree usted que estas experiencias son reales?
—¡Claro que no!
—Entonces, señora, está usted, por definición, sana: porque la locura, en un último análisis, es la incapacidad de distinguir lo real de lo irreal.
Paresi y el capitán se dirigieron juntos hacia la popa, y se detuvieron a cuatro pasos de la bombeante negrura.
—¡Johnny! —La voz del capitán sonó cascada debido al agónico esfuerzo de su grito. Caminó hacia el muro negro y lo golpeó con los nudillos de su mano.
—No le va a oír —dijo Paresi crudamente—. Venga, capitán. Vuelva acá.
—¿Por qué él? ¿Por qué Johnny? ¡Ya le habían hecho todo lo que pudieron a Johnny; tú mismo lo dijiste!
—Venga —dijo Paresi de nuevo, con firmeza. Luego habló enérgicamente—: ¿No se da cuenta de que no le están haciendo nada a él? ¡Nos lo están haciendo a nosotros!
El capitán permaneció inmóvil, con todos sus músculos rígidos, mirando fijamente la informe intrusión. Luego se volvió.
—A nosotros —repitió como un papagayo. Después, se dirigió dando traspiés hacia el doctor, como cegado. Paresi lo asió fuertemente por el bíceps y ambos caminaron hacia la litera de aceleración.
El capitán se sentó pesadamente dando la espalda a esa nueva invasión. Paresi permaneció de pie junto a él, reflexionando. Luego se acercó a Hoskins.
El ingeniero, sentado frente a su tablero de ajedrez, estaba profundamente concentrado. El límite más alejado del tablero parecía indefinido, perdido parcialmente en la misteriosa cortina que cubría la mampara.
—Hoskins.
No hubo respuesta.
Paresi apoyó su mano sobre el hombro de Hoskins. La cabeza de Hoskins se alzó lentamente. No se volvió. Su mirada estaba fija frente a sí, concentrada en la oscuridad. Pero, al menos, había dejado de mirar el tablero.
—Hoskins —dijo Paresi—, ¿por qué juegas al ajedrez?
—El ajedrez es el ajedrez —dijo Hoskins quedamente—. El ajedrez puede simbolizar cualquier conflicto, pero es ajedrez y siempre seguirá siendo ajedrez.
—¿Con quién estás jugando?
No hubo respuesta.
—Hoskins... te necesitamos. Ayúdanos.
Hoskins bajó la cabeza despacio hasta que su mirada volvió a quedar concentrada en el tablero.
—La palabra no es lo esencial —dijo—. El número no es la esencia. La representación, la ideografía, el símbolo... no constituyen la esencia. Contrariamente...
—Sí, Hoskins.
Paresi esperó. Hoskins no se movió ni habló. Paresi volvió a apoyar su mano en el hombro del ingeniero, pero esta vez no hubo respuesta. De repente, blasfemó, se inclinó y descargó un tremendo puñetazo de modo que hizo volar por los aires el tablero y las fichas de ajedrez.
Cuando hubo terminado el estruendo, Hoskins dijo con satisfacción:
—Las piezas no son el juego. Los símbolos no son lo esencial.
Permaneció sentado, con los ojos fijos en la silla vacía en la que había estado el tablero. Alargó una mano y movió una pieza, donde no había ninguna pieza, hacia un cuadro que ya no estaba allí. Luego esperó, acomodándose en su silla.
Paresi, jadeando aguadamente, retrocedió, giró sobre sus talones y volvió junto al capitán.
Anderson le miró, y en sus ojos se vislumbraba un tenue asomo de humor.
—Será mejor que se siente y hablemos de otra cosa, doctor —dijo.
Paresi emitió un sonido animal, profundo y tierno, que pareció surgir de mucho más allá de su garganta, se dejó caer en la litera, junto al capitán, y se frotó las manos por un momento. Luego, sonrió.
—Muy bien, jefe. Será mejor hacerlo así.
Permaneció sentado en silencio durante un rato. Entonces, el capitán apuntó:
—Respecto a los distintos puntos críticos...
—¿Sí, capitán?
—Quizás seas capaz de descubrir qué es lo que hace que distintos hombres lleguen al punto crítico de diferentes maneras y por distintas razones. Quiero decir, el caso de Johnny. parecía muy claro y bien delimitado, y lo que habías explicado de Hoskins, él se ha encargado de demostrarlo claramente. En cuanto a Ives, ahora... de momento es presumible que esté inconsciente durante un tiempo. Pero, si eres capaz de suponer cómo podríamos llegar nosotras al punto crítico, ¿por qué... no tratamos de averiguarlo con exactitud?
—¿Cree que esto serviría para algo?
—Estaríamos preparados.
Paresi le miró con viveza.
—Supongamos que hay un niño que teme la oscuridad. Pregúntele, y él dirá que hay algo en los lugares oscuros que está acechándole. Entonces, asegúrele con gran autoridad que, no sólo está en lo cierto, sino que ese «algo» está al acecho a cada instante. ¿Qué habrá logrado?
—Perjudicarle —asintió el capitán—. Pero tú no le dirías esto al niño. Deberías decirle que allí no había nada. Deberías demostrar que no había nada.
—Y lo haría —aprobó el doctor—. Pero, en nuestro caso, no puedo hacer nada por el estilo. Johnny entró en crisis por causa de unas máquinas que no funcionaban. Hoskins llegó a su punto crítico debido a unos fenómenos que no podían ser mesurados ni comprendidos. Ives cayó por bichos que se arrastraban y correteaban. Subjetivamente se trata de fenómenos reales. Cualesquiera que sean los terrores básicos que nos puedan apresar a usted o a mí aparecerán, y sin que importe cuan probables puedan ser. Y usted pretende que yo le digo qué son. No, capitán. Es mejor que los deje en su subconsciente, donde los ha enterrado..
—No tengo miedo —dijo el capitán—. ¡Dígamelos, Paresi! Al menos, los sabré. He de saberlos. ¡Debo saberlos, por todos los diablos!
—¿Está seguro de que yo puedo decírselo?
—Sí.
—Ya sabe que no le he psicoanalizado. Algunas de estas cosas son muy difíciles de...
—No sabe, ¿verdad?
—Condenado hombre, ¡sí! —Paresi se humedeció los labios—. De acuerdo, entonces. Puedo hacer algo equivocado ahora... Usted cultivó la idea de que yo soy un hombre muy astuto que sabe automáticamente cosas de ese tipo, y ello le ha servido de confort. Yo no deduje todas esas cosas ni las supuse. Estaba informado.
—¿Informado?
—Sí, informado —dijo Paresi enojado—. Oiga, se supone que esto es una información estricta, pero el Servicio de Exploración no se basa sólo en tests individuales para formar un grupo. Hay otro factor... digamos un factor de ineptitud. En términos más sencillos, viene a ser esto: un grupo no puede trabajar unido sólo con que cada uno de los miembros que lo constituyen sea el más eficiente en su trabajo. Cada uno tiene que necesitar a los demás, a cada uno de los demás. Y la palabra necesitar implica carencia. En otras palabras, ninguno de nosotros es una individualidad equilibrada. Y los desequilibrios son escogidos y clasificados a la hora de formar un grupo, de modo que se mezclen y se compensen y resulte una unidad equilibrada. Claro que conozco los temores de Johnny, y los de Hoskins, y los suyos. Figuraban en mis tratamientos de adoctrinamiento. Conozco la historia de todos sus casos, todos sus resortes psíquicos.
—¿Y los tuyos? —preguntó el capitán.
—Hoskins, por ejemplo —dijo Paresi—. Casado y feliz, sin hijos. Físicamente inferior durante toda su vida. Reprimió su deseo de una ciencia pura que produjera algo más que un conocimiento de las diversas ciencias existentes y acabó siendo un diablo de ingeniero. Alto coeficiente idealista; autosacrificio. Mírelo jugando al ajedrez, haciendo de esta situación muy real una abstracción teórica... abandonando el matrimonio para lanzarse al espacio remoto.
»En cuanto a Johnny, ya lo sabemos. Obsesionado con máquinas que nunca fallan. Las trata como si fueran juguetes, y, como lo haría cualquier chiquillo imaginativo, se confía a sus máquinas. Ellas le proporcionan seguridad. Necesita ser un héroe, desde las estrellas...
»Ives... siempre obeso. Acostumbrado a ser afable, acostumbrado a reír con los demás cuando los demás se reían de él, y conteniendo sus nervios cada vez que ello ocurría. Buen apetito. Está aquí para satisfacerlo; está aquí porque así puede comerse las galaxias...
Se produjo una larga pausa.
—Adelante, prosiga —dijo el capitán—. ¿Quién es el siguiente? ¿Tú?
—Usted —dijo escuetamente el doctor—. Usted creció con una pasión ardiente por conocer la naturaleza de las cosas. Pero no era una curiosidad científica, era una curiosidad estética. Usted es una de las pocas personas vivas que rehusó una educación subvencionada, y siguió su propio ritmo de trabajo haciendo estudios superiores mientras ejercía como miembro de una tripulación de una compañía comercial de viajes espaciales. Llegó a ser uno de los más jóvenes profesores de filosofía que se han dado en la historia reciente. Tuvo un casamiento romántico y su mujer falleció en el parto. Desde entonces... alrededor de cien misiones con la E.A.S., rehusando numerosas ofertas de ascenso. ¿Tengo que decirle cuál es su espanto, ahora?
—No —dijo Anderson con la voz ronca—. Pero no... no tengo miedo. No tenía la menor idea de que... —tragó saliva—, tu información fuese tan completa.
—Hubiera deseado que no lo fuera. Hubiera deseado que hubiera algunas cosas acerca de las que poder interrogarme —dijo Paresi con una amargura sorprendente.
El capitán le miró con sagacidad.
—Sigue contando las historias de cada caso.
—He terminado.
—No. No has terminado.
Paresi no respondió, y, entonces, el capitán le refrescó la memoria.
—Johnny, Ives, Hoskins, yo. ¿No habrás olvidado a alguien?
—No —gruñó Paresi—, y si está esperando que le diga por qué un psicólogo se entierra en las estrellas, sepa que no voy a hacerlo.
—Yo no quiero que me expliques algo tan general —dijo el capitán—, sólo pretendo que me cuentes cómo viniste tú a parar acá.
Paresi frunció el ceño. El capitán miraba más allá de él y aventuró:
—¿Ahogado en un vaso de agua, Nick?
Paresi bufó.
Anderson preguntó:
—No gustas a las mujeres, ¿verdad, Nick? Casi de un modo inaudible, Paresi dijo:
—Será mejor que lo deje, capitán.
—Lo más aproximado posible a ser una madre... ¿es eso? —dijo Anderson.
Paresi se puso blanco.
El capitán cerró los ojos, frunció el ceño, y finalmente, dijo:»
—O simplemente quieres jugar a ser Dios.
—Se lo voy a poner difícil —dijo Paresi entre dientes—. Hay varias maneras de que llegue usted al punto crítico, lo mismo que hay diversas maneras de acabar con un leño... haciéndolo estallar, aplastándolo, convirtiéndolo en serrín, quemándolo... Una de las maneras sería que luchara contra mí hasta que me venciera. Pero... no quiero luchar. Y usted es demasiado racional para atacarme sin que yo lo haga primero. Eso es lo que lo hará todo más duro. Si llega al punto crítico, deberá ser por otro camino.
—¿Es eso lo que estoy haciendo? —preguntó el capitán con una repentina docilidad—. No lo sabía. Creía que sólo estaba intentado sonsacarte tu propio caso, es todo. ¿Qué estás mirando?
—Nada.
No había nada. Allí donde habían estado las ventanillas de observación, no había nada. Donde habían estado los controles, la estación de comunicación, los paneles de aceleración delanteros y los armarios de provisiones, las cartas de navegación y los computadores y el equipo de radar... no había nada. Negrura; todo estaba monótono, sin rasgos distintivos, silencioso, impenetrable. Se sentaron en una litera junto a una pared, a la que estaba sujeta una mesa. Alrededor de ellos había un suelo vacío y la oscuridad. El jugador de ajedrez estaba encarado a la negrura, y quizás ya estaba parcialmente dentro de ella; era difícil apreciarlo.
El capitán y el oficial médico se miraron uno al otro. Parecía que no hubiera nada que decir.
VI
Pues se asegura falsamente que los sentidos del hombre son la medida de todas las cosas: al contrario, todas las percepciones, tanto las de los sentidos como las de la mente, hacen referencia al hombre y no al universo; y la mente humana se parece a aquellos espejos no planos que imparten sus propiedades a diferentes objetos... y los distorsionan y desfiguran... Porque cada uno... tiene en sí una madriguera que refracta y decolora la luz de la naturaleza.
Sir Francis Bacon (1561-1626)
Fue el capitán el primero en moverse. Se dirigió hacia lo que quedaba de mampara y abrió un armario. Extrajo de su interior una rejilla de radar y tres cabos de alambre. Paresi, sobresaltado, se volvió y vio cómo Hoskins observaba fijamente al capitán.
Anderson sacó algunos utensilios del fondo del armario y luego cogió una gran botella.
—Oh —dijo Paresi—. Pero... yo creí que estaba haciendo algo constructivo.
Entre las sombras, Hoskins volvió a girarse y se concentró en su juego. El capitán miró atentamente la botella, la sacudió y la agarró con brusquedad.
—Soy yo —dijo—, soy yo.
Se acercó al doctor y se sentó junto a él. Descorchó la botella y bebió con furia. Paresi le observaba, con los ojos tan inexpresivos como la oscuridad informe que los aprisionaba.
—¿Y bien? —dijo el capitán agresivamente.
Las manos de Paresi se alzaron, pero, acto seguido, volvieron a descender.
—Me pregunto por qué.
—¿Por qué me voy a emborrachar como un estúpido? Te lo voy a explicar, cerebro. Porque me da la gana, esa es la razón. Porque me gusta. No lo hago por la inversión de esa represión encubierta que se expresa en los sentimientos involutivos que, en mi infancia, se desarrollaron en lo que respecta a la vida sexual de los castores, ¿comprendes, viejo catequizador? Me gusta y basta.
—Conocí a un hombre que se acostaba con sus viejos zapatos puestos porque le gustaba —dijo Paresi fríamente.
El capitán volvió a beber y rió estruendosamente.
—Nada puede cambiarte, ¿verdad, Nick?
Paresi miró a su alrededor con cierto temor.
—Puedo cambiar —susurró—. Ives ha desaparecido. Déme la botella.
Algo hizo un ruido al chocar contra el suelo junto al borde de la cortina negra.
—Es otra alucinación —dijo el capitán—. Anda, Nick, muchacho, coge la alucinación.
—No es mi alucinación —dijo Paresi—. Cójala usted.
—Claro —dijo el capitán con buen humor. Esperó a que Paresi terminara de beber y después recuperó la botella; luego se la llevó a los labios con decisión. Se secó la boca con el dorso de la mano, exhaló profundamente y se dirigió hacia la negrura a través de la cabina.
—Bien, ¿qué te parece? —suspiró.
—¿Qué ocurre esta vez?
Anderson izó el objeto.
—Un trofeo, eso es lo que es —dijo mirándolo—. All-American, 2675. Una estatuilla de un muchacho ciñendo una corona de vencedor. Está guapo el muchachete.
Se acercó a Paresi y agarró la botella. Vertió licor sobre la cabeza de la figurilla.
—Toma una copa, chico.
—Déjeme ver eso.
Paresi la cogió, la alzó a la luz, le dio la vuelta. De pronto la soltó como si fuera un ascua.
—Oh, Dios mío...
—¿Qué ocurre, Nick? —El capitán cogió la estatuilla y la observó.
—Déjelo, déjelo —dijo el doctor con voz entrecortada—. Es... Johnny...
—Oh, sí que lo es, sí —balbució el capitán: Depositó cuidadosamente la estatuilla sobre la mesa, dudó, y luego apartó de ella la vista. Con una abrupta animación se volvió hacia Paresi.
—¡Eh! No dijiste que se parecía a Johnny. Dijiste que era Johnny.
—¿Lo dije?
—Sí —dijo esbozando una sonrisa de lobo—. No está mal para tratarse de un psicólogo. ¡Vaya una mirilla que abriste! ídolos, ¿eh?
—Cállese, Anderson —dijo Paresi cansinamente—. Ya le dije que no le permitiría que me provocara.
—Vamos, si todo es una broma —dijo el capitán. Se dejó caer pesadamente sobre la litera y pasó un brazo por encima de los hombros de Paresi—. Seamos amigos. Cantemos una canción.
Paresi lo apartó de sí y dijo:
—Déjeme en paz. Déjeme en paz.
Anderson le volvió la espalda y miró la estatuilla con gravedad. Tendió la botella hacia ella, musitó un saludo, y bebió.
—Me pregunto...
Las palabras quedaron suspensas hasta que Paresi salió de su ensimismamiento para hacerlas caer de golpe:
—Maldición... ¿qué es lo que se pregunta?
—Oh —dijo el capitán con un aire jovial—. Sólo me preguntaba en qué te vas a convertir.
—¿De qué está hablando?
Anderson señaló la figurilla con la botella, que volvía a llamarle la atención, y bebió de nuevo.
—Johnny se convirtió en lo que cree que es. Un muchacho que ha obtenido una gran victoria. Hoskins, ese va a convertirse en una regla de cálculo, y, si no lo crees, espera y observa. En cuanto al viejo Ives, es fácil de adivinar. Se convertirá en un barril de cerveza lleno. Siempre lo vi así. —Se detuvo para reír escandalosamente en el rostro ensombrecido de Paresi—. Yo ya no tengo secretos. Me convertiré en un escudo de armas... una filosofía inútil rampante sobre un campo de estrellas.
Apoyó la embocadura de la botella sobre su frente y la apretó violentamente; luego la bajó y se palpó el anillo rojo que se le había formado entre los ojos.
—Una marca de ganado —confió—. Una marca de casta. Cero, eso soy yo y toda mi condenada familia. La casta ha muerto, la casta ha muerto —gruñó, con la mirada llena de agradecimiento, y se volvió de nuevo hacia Paresi—. Pero, ¿en qué se va a convertir el viejo Nicky?
—No me llame Nicky —dijo el doctor enojado.
—Ya sé —dijo el capitán semicerrando los ojos y posando el índice sobre su nariz—. Un libro de consulta, en eso se va a convertir. Un tratado sobre... la histerectomía post-natal, o cómo liberar los prejuicios de un hombre y desmontar su orgullo... Saqué eso de alguna parte...
»¡No! —gritó de pronto; luego, en voz baja, como si estuviese conspirando, dijo—: Tú no podrás ser un libro, Nicky, chico. Las cubiertas no son lo bastante fuertes. No existe la tipografía adecuada. ¿Me captas? —rugió, y dio un codazo perverso a Paresi en las costillas—. El tipo de letra, eso es un chiste.
Paresi se dobló con el golpe, como si fuese un gusano mordido por una hormiga carnívora. No dijo nada.
—Y finalmente —dijo el capitán— no vas a ser un libro porque no tienes... columna vertebral.
Se puso de pie abruptamente y añadió:
—Bien, ¡qué te parece! ¡Ya lo sabes!
Se inclinó y agarró un objeto increíble que se encontraba cerca, entre las sombras. Era un barrilete de un cuarto de litro de cerveza.
Lo levantó y lo depositó despacio sobre la mesa.
—Vamos, Nick —dijo alegremente—. Ya se reúnen. Ahí está el viejo Ives, tal y como dije.
Paresi miró el barrilete, y sus ojos se agrandaron de tal modo que podía verse cómo sus párpados se movían al mismo ritmo que su pulso.
—Basta, Anderson, eres un canalla...
El capitán le dirigió una mirada de disgusto y bufó desafiante. De entre un montón de aparejos de radar cogió un destornillador y con un pequeño mazo golpeó el mango de aquél. El bitoque desapareció explosivamente, introduciéndose en el barrilete, y reapareció con una gota de espuma blanca. Paresi chilló.
—Ah, cállate —gruñó Anderson. Estuvo hurgando entre los utensilios hasta que encontró un pedazo de un amplio tubo cerrado por un extremo. Luego rompió un trocito de metal autosoldable y lo aplicó a uno y otro extremos del tubo, de modo que el resultado fuera una jarra: Esperó un momento, mientras se enfriaba la soldadura, y luego golpeó ligeramente el barrilete hasta que comenzó a brotar cerveza junto con la espuma. Llenó la jarra improvisada y la extendió hacia Paresi.
—Viejo y buen Ives —dijo sentimentalmente—. Vamos, Paresi, bebe un poco de Ives.
Paresi se volvió y se cubrió la cara con las manos, como si fuera una mujer aterrorizada.
Anderson se encogió de hombros y bebió la cerveza.
—Es buena cerveza —dijo. Miró de arriba abajo al doctor, que de pronto se echó boca abajo sobre la litera, con la cabeza colgando por el lado opuesto, oyó ruidos de arcadas y atragantamientos.
—Pobre viejo Nick —dijo el capitán con tristeza—. Volvió a llenar la jarra improvisada y se sentó. Con su mano libre dio unas palmaditas amistosas en la espalda de Paresi—. No puede beber. Pobre, pobre Nick...
Después, se produjo un silencio cada vez más profundo, una oscuridad cada vez más intensa. Paresi permanecía en silencio, respirando muy despacio, conteniendo cada inspiración y expeliendo el aire después de retener lo inhalado durante tres segundos, como si respirar representara para él un esfuerzo consciente... adicional, como si respirar fuera la única tarea, la última finalidad de la existencia. Anderson fue deprimiéndose poco a poco. Cada vez que parpadeaba, lo hacía más lentamente y sus ojos se abrían una fracción menos, mientras que aumentaba imperceptiblemente el tiempo que permanecían cerrados sus párpados. La cabina estaba en tensión, tanto como la tiesa pose del rígido y pequeño trofeo de la victoria.
Entonces se oyó una música.
Era suave, grandiosa; la música del boato, la música de las vestimentas doradas y escarlatas; pendientes con joyas y multicolores sombras que se elevaban para ser talladas en piedra. Era una música que esperaba el acompañamiento de susurros, miles de sibilantes y pavorosos rumores rituales que fueran capaces de contener un mensaje incomprensible y un solo propósito reconocible. Una música suave, muy suave; y no era suave en lo que respecta al volumen, porque el volumen aumentaba cada vez más, sino suave como las nubes, que son suaves y maleables al mismo tiempo que brillantes e inmensas; suave y viva como la garganta de un tigre, tersa como un seno, blanda como el acto de embriagarse, e inmensa como una nube.
Anderson hizo dos movimientos; irguió la cabeza y vertió cerveza en su jarra, de modo que el centro de la superficie líquida de la misma se hundió y aparecieron burbujas. Con la cabeza erguida y los ojos hacia abajo, se sentó mirando el círculo de burbujas y ralentizó sus gestos.
Paresi se levantó despacio y se dirigió hacia el centro del pequeño espacio iluminado que les quedaba, y lentamente se arrodilló. Extendió sus brazos hacia arriba, y su rostro, vuelto hacia lo alto, aparecía resplandeciente y radiante.
Frente a él, en la oscuridad, había —o quizás había estado por algún tiempo— un brillo luminoso de color azul, casi tan tenue como la penumbra que le rodeaba, pero, por ello mismo, azul y físicamente intenso y profundo. Su profundidad aumentaba más que su luminosidad. Se convirtió en el espectro de una gruta, la entrada a un lugar innombrado.
Y en su interior había una persona. Una... presencia. Hizo señas.
El rostro de Paresi brillaba sudoroso.
—¿Yo? —jadeó—. ¿Es a mí a quien llama?
La presencia gesticuló.
—No... lo puedo creer —dijo Paresi—. No es posible que me llame a mí. No sabe quién soy. No sabe qué soy, ni lo que he hecho. No me llama a mí... —Su voz fue haciéndose cada vez más débil hasta llegar a ser casi inaudible—... ¿verdad?
La presencia hizo un ademán.
—Entonces, sabe —murmuró con un tono de voz de revelación—. Le he negado con mis labios, pero sabe, conoce lo que se oculta... en lo más hondo... No he vacilado ni un instante. Siempre mantuve su imagen ante mí.
Se levantó. Anderson le observó.
—Sois mi vida —dijo Paresi—, mis esperanzas, mi realización. Sí, sois toda la sabiduría y la caridad. Gracias, gracias... Maestro. Os doy gracias Señor —dijo abruptamente, y se encaminó directamente hacia el interior de la luz azul.
Por un momento, la música sonó como un himno, y luego también desapareció.
Anderson suspiró ruidosamente. Alzó su cerveza, se examinó a sí mismo, y después depositó el barrilete junto a la figurilla del atleta. Se acercó al lugar en el que había desaparecido Paresi, se inclinó y recogió un pequeño objeto. Blasfemó y volvió a la litera.
Se chupó el pulgar y volvió a jurar.
—Tus espinos son puntiagudos, Paresi.
Con cuidado, colocó el objeto entre el barrilete de cerveza y la estatuilla. Era una simple cruz de madera. Alrededor de los brazos y del árbol se enroscaban, clavándose profundamente, unos espinos.
—Dios todopoderoso, Nick —dijo Anderson con tristeza—. No debiste ocultarlo. A nadie le hubiera importado.
»¿Y bien? —rugió de pronto a la oscuridad—. ¿A qué estáis esperando? ¿Me interpongo en vuestro camino? ¿He hecho algo que os detenga? ¡Adelante, adelante!
Su voz resonó por lo que quedaba del casco de la nave, pero era notablemente asimilada por la absorbente oscuridad. Esperó hasta que hubieron desaparecido las últimas reverberaciones, y luego atendió hasta que su recuerdo era difícil de fijar. Golpeó fútilmente las cojines de la litera, miró a todas partes, con ferocidad y moviendo la cabeza y los ojos de una manera desaforada, como si fuese un animal acorralado. Después, se relajó, se inclinó y agarró la botella de alcohol.
—¿Qué os pasa? ¡Eh, vosotros, los de ahí afuera! —preguntó con serenidad—. ¿Estáis esperando que me eche a llorar? ¿Queréis que esté en mis cabales, que sea yo mismo, antes de componerme? ¿Queréis saber algo? In vino ventas, eso es... No tenéis que esperar, chiquillos. Soy mucho más yo mismo ahora de lo que pueda serlo después de acabar con esto —dijo. Y cogió la figurilla y la colocó al otro lado del barrilete—. Así está bien, Johnny. Ponte al otro lado del viejo Tonel de cerveza. Haz sitio para un viejo —prosiguió. Y después dijo hacia la oscuridad—: Escuchad, tengo costumbres muy pulcras; no me dejéis en el suelo, ¿me oís? Alineadme con los muchachos. ¿En qué voy a convertirme? Ah, sí. En un escudo de armas. Oh, olvidó mi leyenda. Bien: esta es mi leyenda. «Sic itur ad ostra»... que quiere decir: «Éste es el camino que conduce al lugar de los hombres».
En alguna parte, lloró un niño.
Anderson se cubrió los ojos con el antebrazo.
Alguien hizo:
—¡Shhh! —pero el niño se echó a llorar desconsoladamente.
—¿Quién está ahí? —dijo Anderson.
—Yo, querido.
Él respiró profundamente por dos veces, y después susurró:
—¿Louise?
—Por supuesto. Shhh, Jeannie.
—¿Está Jeannie contigo, Louise? ¿Está bien? ¿Estás... bien?
—Ven y mira —dijo la dulce voz con una risita ahogada.
El capitán Anderson se dirigió hacia la oscuridad de popa. Se fue acercando en silencio y despacio.
Sobre la mesa estaban la figurilla de marfil, un barril de un cuarto de cerveza, una cruz espinosa, y un corazón. No era un ejemplar fisiológico; era, más bien, un arquetipo del más sentimental de los símbolos, el corazón recortado, brillante y suave de formas que representa el amor. Estaba atravesado por una flecha dorada, y sobre él había flores: lilas, rosas blancas, y nomeolvides. El corazón demostraba que estaba vivo, lo cual lo convertía en algo mejor de lo que pudiera haber parecido a primera vista.
VII
...Estamos a punto de aterrizar. El Planeta es verde y estamos sobre él, el largo viaje ha terminado... Parece un buen lugar para vivir...
Un fragmento del Viejo Testamento me ha venido a la mente... es un verso del Eclesiastés, creo. No lo recuerdo textualmente, pero dice algo así:
Hay una época para cada cosa, y un momento adecuado para cada una de las cosas que suceden bajo la capa del cielo: hay un tiempo para llorar, y un tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar; un tiempo para ganar y un tiempo para perder; un tiempo para conservar, y un tiempo para derrochar; un tiempo para nacer, y un tiempo para morir; un tiempo para sembrar, y un tiempo para cosechar.
Siento que me ha llegado esa hora. Tal vez no es la hora de morir, sino de algo menos final y más terrible.
En cualquier caso, recordarás, lo sé, aquello que decidimos hace mucho... que el hombre ha de ofrecer una de estas dos cosas a su planeta, a su raza: la posteridad o él mismo. Yo no puedo contribuir a lo primero... y, en consecuencia debo ofrecer lo segundo sin chistar, una vez aceptado...
De una carta de Peter Hoskins a su mujer.
En el silencio y en la penumbra, Hoskins se movió.
—Jaque mate —dijo.
Se levantó de su silla y cruzó la cabina. Ignorando lo que había sobre la mesa, abrió un cajón y extrajo una regla de acero. De una estantería cogió un pesado y grueso manual. Se sentó en un extremo de la litera con el manual sobre sus rodillas y comenzó a hojearlo, hasta dejarlo abierto por una página de medidas físicas. Miró al suelo, y alejó la mirada hasta la cortina negra; después la fijó en el pedazo de mampara que aún permanecía fuera del alcance de la capa oscura. Gruñó, dejó el libro, y llevó su medidor hasta el muro de acero. Fijó uno de los extremos de la cinta métrica en él mediante el uso del control paramagnético de la cubierta de aquélla, y, luego, atravesó la pieza con la cinta. Cuando llegó con el extremo de la cinta a la oscuridad, hizo una marca y tomó un dato.
Después tomó medidas desde un punto opuesto al extremo delantero de la mesa hasta el extremo posterior de la litera. Actuando cuidadosamente, se arrodilló y construyó una perpendicular a esta línea. Volvió a dirigir la cinta métrica, por tercera vez, hasta el límite del muro negro. Permaneció inmóvil mirando pensativo, y, después, sin dudar un instante, metió su mano en él. Durante un momento estuvo moviendo la mano en círculo, empujando hacia adelante, volviéndolo a intentar. De pronto, se produjo un ruido seco. Retrocedió unos pasos.
Algo corpulento asomó de entre la oscuridad. Empujó hacia adelante, contra él, pasó de larga y se detuvo.
Era la compuerta.
Hoskins se secó el labio superior y observó con atención hasta que se abrió la escotilla que daba al exterior. Era una tarde soleada y soplaba una suave y fresca brisa. En el viento se oían cantos de pájaros y se podían oler las plantas que crecían. Hoskins echó una ojeada, con los ojos velados. Luego se volvió hacia la cabina.
La oscuridad había desaparecido. Ives estaba tendido sobre una litera, y parecía inconsciente. Johnny sonreía entre sueños. El capitán roncaba estentóreamente, y Paresi estaba encogido sobre sí mismo como un gato. La luz del sol penetraba a través de las ventanillas delanteras de la nave. La manivela brilló intacta sobre la mampara.
Hoskins contempló la tripulación dormida y sacudió la cabeza, sonriendo levemente. Entonces, se dirigió hacia la consola de control y tomó un micrófono. Comenzó a hablar suavemente con su inexpresiva y suave voz. Dijo:
—La realidad es lo que es y no lo que parece ser. Lo que parece ser es una cuestión individual, e incluso, en cada individuo, varía constantemente. Aunque esto sea una perogrullada, no deja de ser una verdad incontestable, algo tan verdadero como el hecho de que esta nave no puede fallar. El curso de los hechos desde nuestro aterrizaje hubiera sido profundamente distinto si hubiéramos aceptado unánimemente aquello que sabíamos que era verdad. Pero ninguno de nosotros debe sentirse culpable. No estamos en condiciones de negar la evidencia de nuestros sentidos.
»Lo que han hecho los nativos de este planeta es, básicamente, sencillo y directo. Ellos tenían que saber si la raza que construyó esta nave pudo hacerlo porque se trataba de seres psicológicamente sanos y además capaces de razonar algo distinto al proceso de construcción (entre muchas, muchas otras cosas), o si, por el contrario, nosotros sólo teníamos aptitudes mecánicas. Para averiguarlo, nos pusieron a prueba. Nos sometieron a pruebas igual que verifican las cualidades y la calidad del acero... para encontrar el punto crítico, el punto de ruptura, el límite de resistencia. Y mientras ellos ponían en juego nuestra salud mental yo jugué a tratar de defender nuestras vidas. No podía compartir el juego con ninguno de vosotros porque, de entre todos, era el único que tenía experiencia en él. Paresi tenía cierto grado de razón cuando dijo que yo me había encerrado en la abstracción... la abstracción del ajedrez. En cambio, se equivocaba al concluir que yo había sido conducido a ella. Podéis tener la seguridad de que yo la elegí voluntariamente. Era una simple cuestión de traducir la evidencia contractual a un sistema de ideas equivalente.
»Aprendí en seguida que, cuando juegan, siguen unas reglas. Yo conozco las reglas del ajedrez, pero no conocía las reglas de su juego. No me proporcionaron sus reglas. Simplemente me permitieron que les explicara las mías.
»Un poco más despacio, comprendí que, aunque su poder de investigación en nuestras mentes es desconocido en cualquiera de las siete galaxias de las que sabemos algo, no alcanza más allá de las ideas que se encuentran en la zona más superficial de nuestra conciencia. En otras palabras, el ajedrez ofrecía una posibilidad. Se podían ver forzados a tomar una de nuestras piezas sacrificadas mientras quedaban obligados a sacrificar una de sus propias piezas. Son capaces de extrapolar perfectamente una ilación de ideas... pero no pueden alcanzar lo que no se piensa. Por eso les gané al ajedrez. Y concentrando mis esfuerzos en el tablero, conociendo las reglas del juego y teniendo en cuenta, además, que ellos las respetaban, podía conservar lo que solemos llamar salud mental. Mientras que vosotros estabais contrariados porque había desaparecido la compuerta, yo no me contrarié porque lo desaparecido no era el ajedrez.
»Seguramente os estaréis preguntando cómo lograron hacernos todo eso. No lo sé. Pero lo que sí puedo deciros es lo que hicieron. Empalizaron... es decir, veían a través de nuestros ojos, sentían a través de nuestro tacto... de este modo percibían lo mismo que nosotros. En segundo lugar, ellos son capaces de controlar esas percepciones; pudieron distorsionarlas lo mismo que hubiera hecho Ives; las hacían pasar a través de un circuito de distorsión entre el órgano sensitivo y el cerebro. Por ejemplo, podéis encontrar nuestras huellas digitales alrededor del control de la compuerta, en los lugares en que, uno tras otro, golpeamos el muro y creíamos que estábamos pulsando el botón.
»También os estaréis preguntando cómo logré romper su hechizo sobre nosotros. Bien, simplemente creí en lo que conozco como verdadero; que la nave no ha sido dañada ni ha cambiado lo más mínimo. Tomé medidas con la cinta de acero y ése fue el resultado. ¿Por qué no hicieron que equivocara la lectura de la cinta? Lo hubieran hecho si yo hubiera dado los datos anteriores. Al principio estaban ocupados en jugar a trastornar cada una de las evidencias pragmáticas. Pero yo pospuse la medición. Cuando hubieron acabado con sus confusiones sensoriales, descubrieron que seguían sin haberme derrotado. Entonces me dejaron por inútil, como un ratón atrapado en un laberinto, para ver si era capaz de encontrar la salida. Y nuevamente siguieron sus reglas. No cambiaron la estructura del laberinto cuando, al final, me decidí a atacarlo.
»Dejadme repasar lo que hice; me siento incómodo si se me considera un superhombre. Por decirlo de un modo gráfico: éramos cinco peatones tratando de cruzar una gran avenida con un tráfico muy intenso. Vosotros cuatro intentasteis cruzar de un modo noble... ensordecidos y cegados. Todos resultasteis atropellados. Yo no; y no fue porque yo sea más fuerte o más inteligente que vosotros, sino sólo porque esperé en la acera y esperé a que cambiara la luz.
»Por tanto, hemos ganado. Ahora...
Hoskins hizo una pausa para humedecerse los labios. Miró a sus compañeros de viaje, durante un buen rato a cada uno, reflexionando. De nuevo su agradable rostro mostró una semisonrisa, y su cabeza volvió a menearse como antaño. Levantó el micrófono.
»...en mi partida de ajedrez les ofrecí una pieza menor con el fin de alcanzar la victoria, y ellos aceptaron. Mi interpretación es que me quieren para posteriores pruebas y comprobaciones. Eso no os tiene que afectar y os daréis cuenta de ello cuando oigáis lo siguiente. Primero: es mi propia elección. Y no me resulta difícil adoptar esta actitud. Tal y como señaló Paresi, tengo un alto coeficiente idealista. Segundo: soy, después de todo, una pieza minúscula en este juego inmenso. Estoy convencido de que no hay prueba a la que ahora puedan someterme, derrotándome, que cualquiera de vosotros no pudiera superar.
»Pero en ningún caso debéis tratar de rescatarme en un intento desesperado y descabellado. Ni lo quiero ni lo necesito. Y no juzguéis severamente a los nativos; no estamos en condiciones de hacerlo. Estoy seguro de que, tanto si regreso como si no, esta gente resultará una importante aportación a la comunidad galáctica.
»En cualquier caso, buena suerte. Si las pruebas no resultan demasiado duras, os volveré a ver. De lo contrario, lo único que lamentaré es haber de deshacer lo que pudiera haber sido, después de todo, un estupendo y efectivo equipo. Si ello ocurre, le decís a mi mujer las cosas habituales en estos casos, y le entregáis una carta que encentraréis entre mis papeles. Hace mucho que está preparada para cualquier eventualidad.
»Johnny... los nativos te van a reparar el encendedor...
«Buena suerte. Adiós.
Hoskins colgó el micrófono en su lugar de costumbre. Cogió una estilográfica y escribió una línea: «Escucha mi grabación, Pete».
Y entonces, sin casco y desarmado, cruzó el umbral de la compuerta y salió al espacio abierto bajo el sol dorado. Una vez afuera, se detuvo, y por un instante apoyó su mejilla contra la superficie intacta de la nave.
Luego, caminó hacia el valle.
He aquí la última, y una de las más vívidamente conmovedoras de las leyendas poéticas de Ray Bradbury en otros planetas... y, a modo de sorpresa, no se localiza en Marte si no en Venus. Al igual que el Marte del sr. Bradbury (e incluso, en lo que se refiere a este caso, su Tierra), este Venus no es un planeta tal y como vienen en los libros de texto de astronomía, mensurable mediante instrumentos y acorde con las leyes de la mecánica, sino un espejo (como el mayor de los Espejos) enfocado hacia nosotros mismos de lo que podemos ver sin ayuda.