MÉDICO RESIDENTE

(Resident physician; 1961).

James White

En esta nueva historia del gigantesco Hospital General del Sector, el doctor Conway se enfrenta con un problema particularmente arduo: diagnosticar y curar a un ser extraño que es inmortal y que al parecer también es un asesino.

1

El paciente que estaba siendo llevado a la sala de observación era un espécimen muy grande —aproximadamente una masa de quinientos kilos, según estimó Conway—, y parecía una pera gigantesca. Cinco gruesos apéndices tentaculares le surgían de la estrecha sección de la cabeza, y una pesada masa de músculos en su base indicaba la existencia de un método de locomoción similar al de un caracol, aunque no fuera necesariamente tan lento. Toda la superficie del cuerpo tenía un aspecto tosco y lacerado, como si alguien hubiera estado intentando despellejarle vivo con un cepillo de púas.

Para Conway no había nada excesivamente poco frecuente en el aspecto físico del paciente, o en su condición, habiéndose acostumbrado, después de haber pasado seis años en el Hospital General del Sector espacial, a visiones mucho más asombrosas, de modo que se adelantó hacia él para llevar a cabo un examen preliminar. Inmediatamente se acercó también el teniente del Cuerpo de Vigilancia que había acompañado la camilla del paciente al interior de la sala. Conway trató de ignorar la sensación de una respiración en su nuca y observó con mayor detenimiento al paciente.

Debajo de la raíz de cada tentáculo había cinco grandes bocas, cuatro de las cuales estaban abundantemente dotadas de dientes, mientras que en la quinta se alojaba el aparato vocal. Los propios tentáculos mostraban un elevado grado de especialización en sus extremidades; tres de ellos eran simplemente manipuladores, uno contenía el equipo visual del paciente y el restante terminaba en una masa huesuda, parecida a un cuerno.

El rostro no poseía rasgos distintivos, pues solo se trataba de una bóveda ósea que contenía el cerebro del paciente.

No se podía apreciar gran cosa más a través de un examen superficial. Conway se volvió para recoger su instrumental de observación profunda y tropezó con los pies del oficial de vigilancia.

—¿Es que ha considerado la posibilidad de tomarse la medicina en serio, teniente? —preguntó, con irritación.

El teniente enrojeció, formando su rostro un horrible contraste de color con respecto al verde oscuro del cuello de su uniforme. Tras un momento de duda, dijo rígidamente:

—Este paciente es un criminal. Fue descubierto en circunstancias que indican la posibilidad de que matara y se comiera a los otros miembros de la tripulación de su nave.

Ha permanecido inconsciente durante el viaje hasta aquí, pero se me ha ordenado que permanezca vigilándole constantemente, por si acaso. Trataré de no interponerme en su camino, doctor.

Conway tragó saliva, dirigiendo sus ojos hacia la cachiporra córnea, de maligno aspecto, que, sin duda alguna, era lo que había permitido a la especie a la que pertenecía el paciente abrirse paso hasta la parte más elevada del árbol evolutivo.

—No trate de hacer las cosas más difíciles, teniente —dijo, con un tono de voz duro.

Utilizando sus ojos y un dispositivo explorador portátil de rayos X, Conway examinó a su paciente exhaustivamente, tanto interior como exteriormente. Tomó varias muestras, incluyendo secciones de la piel afectada, y las envió al servicio de patología acompañadas de tres páginas de notas con letra apretada. Después, se echó hacia atrás y se rascó la cabeza.

El paciente era un ser de sangre caliente, que respiraba oxígeno y poseía unas exigencias bastante normales en cuanto a gravedad y presión, lo que, cuando se consideraba la configuración general de la bestia, hacía que su clasificación fisiológica fuera la de EPLH. Parecía estar sufriendo de un desarrollado y extendido epitelioma, siendo los síntomas tan aparentes que, en realidad, tendría que haber iniciado inmediatamente el tratamiento, sin esperar el informe del servicio de patología. Pero, en condiciones normales, un tal estado de la piel no producía la inconsciencia del paciente.

Eso podría indicar la existencia de complicaciones psicológicas y, en tal caso, tendría que requerir la ayuda de algún especialista. Uno de sus colegas telepáticos era la elección más evidente, de no haber sido por el hecho de que los telépatas raramente podían ponerse en contacto con otras mentes que ya no fueran telepática y de la misma especie que la suya propia. Excepto en algún caso muy extraño, la telepatía había resultado ser un circuito estrictamente cerrado de comunicación. Lo que dejaba a su amigo GLNO, el empático doctor Prilicla…

Detrás de él, el teniente tosió suavemente y dijo:

—Cuando haya terminado el examen, doctor, O’Mara quisiera verle.

—Voy a hacer que envíen a alguien para vigilar al paciente —dijo Conway, asintiendo, y añadió burlonamente—: Y para que le guarde también como usted lo ha hecho conmigo.

Mientras se dirigía a la sala principal, Conway detalló a una enfermera humana terrestre —de muy buen aspecto, por cierto— las tareas que tenía que llevar a cabo en la sala de observación. Le hubiera gustado enviar a una de las FGLI de Tralthan, pertenecientes a una especie con seis piernas, y construidas de modo que, junto a ellas, un elefante terrestre habría parecido algo frágil y delicado, pero tuvo la sensación de que debía algo al teniente por su anterior descortesía.

Veinte minutos después, tras haber efectuado tres cambios de coraza protectora y de haber pasado por la sección de cloro, un pasillo perteneciente a los respiradores de agua AUGL y por las salas ultrarefrigeradas de las formas de vida de metano, Conway se encontró ante el despacho del mayor O’Mara.

Como psicólogo jefe de un hospital multiambiental que se encontraba suspendido en la negrura helada del borde exterior de la galaxia, era el responsable del bienestar mental de un equipo de diez mil entidades, que abarcaba ochenta y siete especies diferentes.

O’Mara era un hombre muy importante en el Sector General. También era, según su propia opinión, el hombre a quien cualquiera se podía aproximar con mayor facilidad en todo el hospital. O’Mara se sentía orgulloso de decir que no le importaba quién se le acercaba o cuándo, pero si quien lo hacía no tenía una buena razón para molestarle con sus pequeños y tontos problemas, no podía esperar salir ileso de su lado. Para O’Mara, el personal médico eran pacientes y era creencia general que el elevado nivel de estabilidad existente entre aquella abigarrada y a menudo susceptible masa de personal sanitario se debía a lo asustados que se sentían ante la posibilidad de que O’Mara se volviera loco.

Pero hoy se encontraba en un estado de ánimo casi sociable.

—Esto nos llevará algo más de cinco minutos, así es que será mejor que se siente, doctor —dijo agriamente cuando Conway se detuvo ante su mesa de despacho—. Tengo entendido que le ha echado usted un vistazo a nuestro caníbal, ¿no es cierto?

Conway hizo un gesto de asentimiento y se sentó. Expuso brevemente lo que había descubierto sobre el paciente EPLH, incluyendo su sospecha de que podrían presentarse complicaciones de naturaleza psicológica. Al terminar su exposición, preguntó:

—¿Dispone usted de alguna otra información sobre su pasado, aparte de lo del canibalismo?

—Muy poco —contestó O’Mara—. Fue encontrado por una nave de vigilancia, en una nave que, aun cuando no había recibido ningún daño, estaba emitiendo señales de desastre. Evidentemente, se puso demasiado enfermo como para manejarla. No había ningún otro ocupante, pero como el EPLH era una especie nueva para el equipo de rescate, este pasó a su nave con grandes precauciones, descubriendo que tuvo que haber habido otra persona a bordo. Lo descubrieron gracias a una especie de diario personal de navegación de la nave, mantenido en una grabación por el EPLH, así como mediante el estudio de las grabaciones de las esclusas de aire y de otros instrumentos protectores similares, cuyos detalles no nos interesan por el momento. Sin embargo, todos los hechos señalan que se produjeron dos entradas a bordo de la nave, mientras que las cintas grabadas sugieren con gran fuerza que el otro ser sucumbió horriblemente a manos y dientes de su paciente.

O’Mara se detuvo para colocar sobre su regazo una delgada carpeta de papeles, y Conway vio que se trataba de una transcripción mecánica de las partes más importantes de todo lo registrado. Solo tuvo tiempo para descubrir que la víctima del EPLH había sido el doctor de la nave. Después, O’Mara volvió a hablar.

—No sabemos nada sobre su planeta de origen —dijo con expresión taciturna—, excepto que se encuentra en alguna parte de la otra galaxia. Sin embargo, cuando solo hemos explorado una cuarta parte de nuestra propia galaxia, nuestras posibilidades de encontrar su mundo de origen son bastante escasas…

—¿Qué me dice de los ianos? —preguntó Conway—. Quizá ellos puedan ayudar.

Los ianos pertenecían a una cultura que tenía su origen en la otra galaxia y que habían organizado una colonia en el mismo sector de galaxia en el que se encontraba el hospital.

Se trataba de especies poco usuales —de clasificación GKNM—, que pasaban por una fase de crisálida durante la adolescencia y que a partir de un ser que se arrastraba sobre diez patas, se metamorfoseaban para convertirse en una forma de vida bella y alada. Tres meses antes, Conway había tenido a uno de aquellos seres como paciente. Ya hacía tiempo que aquel paciente fue dado de alta, pero los dos médicos GKNM que habían acudido en principio para ayudar a Conway con el paciente, terminaron por quedarse en el Sector General para estudiar y enseñar.

—Una galaxia es un lugar muy grande —dijo O’Mara, con una evidente falta de entusiasmo—, pero hay que ponerla a prueba a través de todos nuestros medios. Sin embargo, y volviendo a su paciente, nuestro mayor problema se va a presentar después de que lo haya curado. Como puede ver, doctor —siguió diciendo—, este ser fue encontrado en circunstancias que indican de forma explícita que es culpable de un acto considerado como un crimen por parte de todas las especies inteligentes. Como policía de la Federación, entre otras cosas, se supone que el cuerpo de vigilancia debe tomar ciertas medidas contra criminales como este. Se supone que estos criminales han de ser juzgados, rehabilitados o castigados, según los casos. ¿Pero cómo podemos celebrar un juicio con este criminal cuando no sabemos nada sobre su pasado, un pasado que puede contener en sí mismo la posibilidad de circunstancias atenuantes? Al mismo tiempo, tampoco podemos dejarlo marchar libremente…

—¿Por qué no? —preguntó Conway—. ¿Por qué no dirigirlo hacia la dirección general de la que vino y administrarle un buen puntapié judicial en el trasero?

—¿O por qué no dejar morir al paciente? —replicó O’Mara, sonriendo—. De ese modo nos ahorraríamos todos los problemas, ¿no?

Conway no dijo nada. O’Mara estaba utilizando un argumento injusto y los dos lo sabían, pero también sabían que nadie sería capaz de convencer a la fuerza de vigilancia de que curar al enfermo y castigar al malhechor no tenían la misma importancia en el esquema de las cosas.

—Lo que quiero que haga —dijo O’Mara— es que descubra todo lo que pueda sobre el paciente y su pasado, tanto hasta el momento del tratamiento como durante este.

Conociendo lo compasivo y lo bobo que es usted, espero que permanecerá con el paciente durante la curación, llegando a convertirse así en un consejero no oficial para la defensa. Bueno, no me importa si, al hacerlo así, obtiene usted la información que nos permita reunir un jurado de sus iguales. ¿Entendido? Conway asintió.

O’Mara esperó exactamente tres segundos. Después, dijo:

—Si no tiene nada mejor que hacer que holgazanear ahí sentado en esa silla…

Inmediatamente después de haber abandonado el despacho de O’Mara, Conway se puso en contacto con el servicio de patología y pidió que le enviaran el informe del EPLH antes del almuerzo. Después, invitó a almorzar a los dos GKNM de la y acordó una sesión de consulta con Prilicla para considerar la situación del paciente. Una vez tomadas todas estas medidas, se sintió libre para iniciar sus rondas. Durante las dos horas siguientes, Conway no tuvo tiempo para pensar en su nuevo paciente. Normalmente, tenía a su cargo a cincuenta y tres pacientes, además de otros seis médicos en diversas fases de entrenamiento y un adecuado equipo de enfermeras; tanto los pacientes como el equipo médico comprendía un total de once tipos psicológicos diferentes. Había instrumentos y procedimientos especiales para examinar a estos pacientes extraterrestres, y cuando estaba acompañado por un ayudante cuyas exigencias de presión y gravedad diferían tanto con respecto a él como en relación con los pacientes que tenían que ser examinados, la «rutina» de sus inspecciones podía llegar a convertirse en un asunto bastante complicado.

Pero Conway veía a todos sus pacientes, incluso a aquellos cuya convalecencia ya estaba muy avanzada, o cuyo tratamiento podía ser dejado en manos de un subordinado.

Sabía muy bien que esta era una costumbre estúpida, que solo servía para proporcionarle una gran cantidad de trabajo innecesario; pero la verdad era que su ascenso a médico residente estaba aún demasiado reciente como para utilizar la delegación de responsabilidad a gran escala. Seguía intentando hacerlo todo por sí mismo, aunque fuera de un modo tonto.

Después de las visitas, tenía programado dar una conferencia sobre partos a una clase de enfermeras DBLF. Los oriundos de DBLF eran seres de impulso locomotor múltiple, parecidos a grandes tractores, que eran nativos del planeta Kelgian. También respiraban la misma mezcla atmosférica que él, lo que significaba que podría hacerlo sin necesidad de utilizar el traje de presión. A esta comodidad puramente física se añadía el hecho de que no necesitaba concentrarse mucho en su trabajo porque las mujeres de Kelgian solo concebían una vez en la vida y después producían cuadrángulos que estaban invariablemente igual divididos en cuanto al sexo. Eso dejaba una buena parte de su mente en libertad para preocuparse por el supuesto caníbal que se encontraba en su sala de observación.

2

Media hora después estaba con los dos médicos ianos en el restaurante principal del hospital —el que abastecía a los de Tralthan, a los de Kelgian, a los humanos y a los otros miembros del personal de sangre caliente y respiración de oxígeno—, comiendo la inevitable ensalada. Eso no aburría a Conway. Al contrario, la lechuga era para él muy apetitosa, en comparación con algunas de las cosas que había tenido que comer al tener que hablar con otros colegas, pero no creía poder acostumbrarse nunca al jaleo que armaban durante la comida.

Los habitantes GKNM de la eran una forma de vida grande, delicada, alada, que tenían el aspecto de algo parecido a una libélula. A sus cuerpos, parecidos a una barra, pero flexibles, se encontraban adheridas cuatro patas de insecto, los manipuladores, los órganos sensoriales usuales y tres enormes serie de alas. La actitud que mostraban en la mesa no era del todo desagradable… lo que sucedía era que no se sentaban a comer, sino que permanecían suspendidos en el aire. Al parecer, el comer mientras se mantenían en suspenso en el aire les ayudaba a hacer la digestión, al mismo tiempo que era para ellos un reflejo bastante condicionado.

Conway colocó sobre la mesa el informé de patología y situó sobre él el azucarero, para evitar que se volara.

—Como verán por lo que les acabo de leer —dijo—, este parece ser un caso bastante simple. Yo diría que muy poco usual, porque el paciente se encuentra notablemente libre de todo tipo de bacterias nocivas. Sus síntomas indican una forma de epitelioma. Eso y nada más. Lo que hace que su inconsciencia sea tanto más enigmática. Pero quizá las cosas podrían clarificarse si dispusiéramos de algún tipo de información sobre su medio ambiente planetario, períodos de sueño y todo eso. Y esa es la razón por la que deseaba hablar con ustedes. Sabemos que el paciente procede de su galaxia —siguió diciendo—. ¿Pueden decirme algo sobre su pasado y sus condiciones de vida?

El GKNM que estaba a la derecha de Conway se echó unos pocos centímetros hacia atrás, apartándose de la mesa, y dijo a través de su equipo de traducción:

—Me temo que no domino todavía las complejidades de su sistema de clasificación fisiológica, doctor. ¿Qué aspecto tiene el paciente?

—Lo siento. Me olvidaba —dijo Conway.

Estaba a punto de explicar con todo detalle lo que era un EPLH, cuando empezó a dibujar en el dorso del informe de patología. Pocos minutos después, levantó su dibujo y dijo:

—Tiene un aspecto parecido a esto.

Los dos ianos cayeron al suelo.

Conway, que nunca había visto a los GKNM dejar de comer o de volar durante una comida, quedó muy impresionado por la reacción.

—Entonces, ¿saben algo de ellos? —preguntó.

El GKNM produjo unos sonidos que el equipo de traducción de Conway interpretó como una serie de ladridos, los equivalentes terrestres de un ataque de tartamudeo.

Finalmente, dijo:

—Sabemos algo de ellos. Nunca les hemos visto, tampoco conocemos su planeta de origen, y hasta este momento ni siquiera estábamos seguros de que tuvieran una verdadera existencia física… Ellos… son dioses, doctor.

¡Otro VIP!, pensó Conway, sintiendo un repentino decaimiento de ánimo. Su experiencia con los pacientes VIP era que sus casos nunca resultaban simples. Aun cuando el estado de un paciente muy importante no fuera nada serio, siempre había complicaciones, y ninguna de ellas de tipo médico.

—Mi colega está siendo demasiado emocional —interrumpió el otro GKNM.

Conway no había podido observar nunca ninguna diferencia física entre los dos ianos, pero, de algún modo, el que acababa de hablar tenía el aire de ser un poco más cínico y mundano.

—Quizá le pueda decir lo poco que se sabe y se ha deducido de ellos, antes que enumerarle todas las cosas que no sabemos…

La especie a la que pertenecía el paciente no era numerosa, siguió explicando el doctor iano, pero su esfera de influencia en la otra galaxia era realmente tremenda. Estaban muy avanzados tanto en las ciencias sociales como psicológicas, y su inteligencia y capacidad mental individual era enorme. Por razones solo conocidas por ellos mismos, no buscaban con mucha frecuencia la compañía de otros de su misma especie, y no se sabía que ninguno de ellos permaneciera en ningún planeta al mismo tiempo que otro durante un prolongado espacio de tiempo.

Siempre eran los dirigentes supremos en los mundos que ocupaban. A veces, se trataba de un gobierno beneficioso, otras veces resultaba duro; pero esa dureza, cuando se la consideraba desde una perspectiva de un siglo o más, resultaba ser beneficiosa a la larga. Utilizaban a la gente, a poblaciones planetarias completas, e incluso a culturas interplanetarias, como medio de solucionar los problemas que ellos mismos se planteaban, y se marchaban después, una vez solucionado el problema. Esta era, al menos, la impresión recibida por los observadores, no del todo imparciales.

Con una voz monótona y falta de toda emoción, debido únicamente al proceso de traducción, el iano siguió diciendo:

—Las leyendas parecen estar de acuerdo en afirmar que, de vez en cuando, uno de ellos aterriza en un planeta sin otra cosa que su nave y una compañía que es siempre de una especie diferente. Mediante la utilización de una combinación de ciencia defensiva, psicología y una absoluta agudeza para los negocios, superan los prejuicios locales y comienzan a amasar riqueza y poder. La transición de la autoridad local al gobierno planetario absoluto es gradual, pero ellos disponen de mucho tiempo para eso. Son, desde luego, inmortales.

Débilmente, Conway escuchó el sonido de su tenedor chocando contra el suelo. Tardó unos pocos minutos antes de poder equilibrar sus manos y su mente.

Había en la Federación unas pocas especies extraterrestres que poseían períodos de vida muy prolongados, y la mayor parte de las culturas médicas avanzadas —incluida la de la Tierra—, poseían los medios necesarios para aumentar considerablemente las perspectivas de vida mediante tratamientos de rejuvenecimiento. Sin embargo, la inmortalidad era algo que no tenían, como tampoco habían dispuesto nunca de la oportunidad de estudiar a nadie que la poseyera. Al menos, hasta ahora. Ahora, Conway tenía un paciente al que cuidar y curar y, lo más importante de todo, investigar. A menos que… pero el GKNM era un médico y un médico no diría la palabra «inmortal» para referirse a un ser con una vida amplia.

—¿Está seguro? —preguntó Conway.

La contestación del iano tardó algún tiempo, porque incluyó en ella los detalles de numerosos hechos, teorías y leyendas relacionadas con estos seres que se mostraban satisfechos únicamente gobernando un planeta. Al final de su contestación, Conway seguía sin estar seguro de que su paciente fuera inmortal, aunque todo lo que había escuchado parecía indicarlo así.

—Después de lo que acabo de oír —dijo, con vacilación—, quizá no debiera plantear la pregunta, pero de todos modos me gustaría conocer su opinión: ¿creen ustedes que estos seres son capaces de cometer un acto de asesinato y canibalismo…?

—¡No! —contestó uno de los ianos.

—¡Nunca! —exclamó el otro.

No hubo, desde luego, ningún matiz de emoción en las contestaciones, una vez traducidas estas, pero su volumen de pronunciación fue suficiente como para hacer que todos los seres presentes en el comedor levantaran las cabezas.

Pocos minutos después, Conway se encontraba solo. Los ianos habían pedido permiso para ver al legendario EPLH, marchándose a continuación, llenos de temor y ansiedad.

Los ianos eran gente amable, pensó Conway, pero al mismo tiempo consideró que la lechuga solo era adecuada para los conejos. Con un gesto muy firme, apartó su ensalada ligeramente desarreglada y marcó el comunicador para pedir un filete con guarnición doble a la normal.

Este prometía ser un día largo y duro.

Cuando Conway regresó a la sala de observación, los ianos ya se habían marchado y el estado del paciente permanecía estacionario. El teniente todavía estaba vigilando, junto con la enfermera de servicio, y esta empezaba a enrojecer por alguna razón. Conway hizo un serio gesto de asentimiento, despidiendo a la enfermera, y se encontraba leyendo de nuevo el informe de patología cuando llegó el doctor Prilicla.

Prilicla era un ser delgado, frágil, de baja gravedad y clasificación GLNO, que tenía que llevar anuladores gravitatorios continuamente para impedir ser aplastado por una gravedad que la mayor parte del resto de las especies consideraban normal. Además de ser un profesional muy competente, el doctor Prilicla era la persona más popular de todo el hospital, ya que su facultad empática hacía que al pequeño ser le resultara prácticamente imposible el mostrarse desagradable con ningún otro ser. Y aunque también poseía una serie de grandes alas iridiscentes, se sentaba en las comidas y se comía los spaghettis con un tenedor. A Conway le encantaba la personalidad de Prilicla.

Conway describió rápidamente la condición del EPLH, así como lo que sabía sobre él, y terminó diciendo:

—Sé que no puede conseguir mucho de un paciente inconsciente, pero me ayudaría mucho si usted pudiera…

—Aquí parece existir un malentendido, doctor —le interrumpió Prilicla, utilizando la frase que más se aproximaba a la de decirle a alguien que estaba equivocado—. El paciente está consciente…

—¡Apártese!

Advertido tanto por la radiación emocional de Conway como por el pensamiento de lo que el mazo óseo del paciente podía hacer con el cuerpo de cáscara de huevo de Prilicla, el pequeño GLNO retrocedió, poniéndose fuera de su alcance. El teniente se acercó más, observando atentamente el tentáculo, aún inmóvil, que terminaba en aquel mazo monstruoso. Durante algunos segundos, nadie se movió ni habló, mientras que el paciente seguía pareciendo inconsciente, al menos exteriormente. Finalmente, Conway miró a Prilicla. No tuvo necesidad de decir nada.

—Detecto radiación emocional —dijo Prilicla—. Se trata de un tipo de radiación que emana únicamente de una mente consciente de sí misma. Los procesos mentales parecen ser lentos y, considerando el tamaño físico del paciente, resultan algo débiles. En detalle, se trata de radiación de sentimientos de peligro, desamparo y confusión. Existe también una indicación de un cierto sentido conjunto de propósito.

Conway suspiró.

—Así pues, está haciéndose el dormido —comentó hoscamente el teniente, hablando casi para consigo mismo.

El hecho de que el paciente fingiera estar inconsciente no preocupaba a Conway menos que al vigilante. A pesar de toda la cantidad de equipo de diagnóstico de que se disponía, él mantenía con firmeza la creencia de que la mejor guía para un médico con respecto a cualquier mal funcionamiento era un paciente comunicativo y cooperativo.

¿Pero cómo se podía iniciar una conversación con un ser que era casi una deidad…?

—Nosotros… nosotros vamos a ayudarle —dijo, sintiéndose violento—. ¿Entiende usted lo que le estoy diciendo?

El paciente permaneció inmóvil, como antes.

—No hay ninguna indicación de que le esté escuchando, doctor —dijo Prilicla.

—Pero si está consciente… —empezó a decir Conway, pero dio por terminada la frase y se encogió de hombros, impotente.

Empezó a recoger de nuevo sus instrumentos y, con la ayuda de Prilicla, volvió a examinar al EPLH, dedicando una atención especial a los órganos de la visión y del oído.

Pero no se produjo ninguna reacción física o emocional mientras se llevó a cabo el examen, a pesar de las luces destellantes y de la considerable cantidad de pruebas incómodas que le hicieron. Conway no pudo descubrir ninguna prueba de mal funcionamiento físico en ninguno de los órganos sensoriales, a pesar de que el paciente permanecía completamente inconsciente en relación con los estímulos externos.

Físicamente, era un ser inconsciente, insensible a todo lo que le rodeaba, aunque Prilicla insistía en que no lo estaba.

¡Qué loco y extraño semidiós!, pensó Conway. —La única explicación que puedo encontrar para este particular estado de cosas —dijo en voz alta—, es que la mente que está usted percibiendo haya suspendido o bloqueado todo contacto con su equipo sensorial. El estado del paciente no es la causa de esto. En consecuencia, el problema debe tener una base psicológica. Yo diría que este ser necesita con urgencia una asistencia psiquiátrica. Sin embargo —terminó diciendo—, las curaciones cerebrales pueden actuar con mucho mayor efectividad en un paciente que se encuentre físicamente bien, así es que creo que debemos concentrarnos primero en aclarar el estado de su piel…

En el hospital se había desarrollado un fármaco específico contra el epitelioma del tipo que afectaba al paciente, y el servicio de patología ya había comprobado que era adecuado para el metabolismo del EPLH y que no produciría efectos secundarios nocivos.

Conway solo tardó unos pocos minutos en medir una dosis de prueba y en inyectarla por vía subcutánea. Prilicla se acercó rápidamente a su lado para comprobar los efectos. Los dos sabían que este era uno de los raros milagros de acción rápida de la medicina: sus efectos se mostrarían al cabo de unos segundos, en lugar de tardar horas o días.

Diez minutos después, no había sucedido nada.

—Un tipo duro —dijo Conway, inyectando a continuación la máxima dosis de seguridad.

Casi inmediatamente, la piel situada alrededor de la zona inyectada se oscureció y perdió su aspecto reseco y agrietado. La zona oscura se fue ampliando perceptiblemente mientras ellos observaban, y uno de los tentáculos se contrajo ligeramente.

—¿Qué está haciendo su mente? —preguntó Conway.

—Más o menos lo mismo que antes —contestó Prilicla—, pero con un aparente aumento de ansiedad desde la última inyección. Detecto sensaciones propias de una mente que está tratando de tomar una decisión… o tomándola…

Prilicla comenzó a temblar violentamente, lo que era una clara señal de que la radiación emocional del paciente se había intensificado. Conway había abierto la boca para plantear una pregunta cuando un sonido agudo y desgarrador atrajo su atención hacia el paciente. El ser EPLH se estaba removiendo contra las correas que le sujetaban.

Dos de las bandas de sujeción se rompieron y el ser consiguió liberar uno de sus tentáculos. Era el que tenía el mazo…

Conway se apartó rápidamente, evitando que su cabeza fuera golpeada por apenas un centímetro… tuvo la sensación de que aquel instrumento poderoso había tocado su pelo.

Pero el teniente no tuvo tanta suerte. Casi al final de su oscilación, la maza ósea cayó sobre su hombro, arrojándole con tal fuerza sobre la diminuta sala de observación que casi destrozó la pared. Prilicla, cuya cobardía era una primitiva característica de supervivencia, gracias a sus patas con ventosas se había colgado del techo, que era el único lugar seguro de la habitación.

Desde su posición, echado sobre el suelo, Conway oyó cómo se rompían otras correas y vio oscilar de un lado a otro dos tentáculos más. Se dio cuenta de que, dentro de pocos minutos, el paciente estaría completamente libre de su sujeción y podría moverse con entera libertad por la habitación. Se puso rápidamente de rodillas y gateó hacia el EPLH, que parecía haber perdido los estribos. Cuando lo agarró con fuerza con sus brazos, colocándolos justo por debajo de las raíces de los tentáculos, Conway se quedó casi sordo ante una serie de rugidos procedentes del orificio de pronunciación situado junto a su oreja. El sonido quedó traducido como una llamada de socorro:

—¡Ayudadme! ¡Ayudadme!

Al mismo tiempo, vio cómo el tentáculo dotado del gran mazo óseo oscilaba hacia abajo. Se produjo un crujido y un agujero de unos siete centímetros apareció en el suelo, justo en el lugar donde él se encontraba unos pocos segundos antes.

El agarrar al paciente en la forma en que lo había hecho, habría podido parecer temerario, pero Conway había tratado de conservar la calma. Conway sabía que el lugar más seguro de toda la habitación era precisamente el agarrarse con fuerza al cuerpo del EPLH, justo por debajo del nivel de aquellos tentáculos que oscilaban enloquecidos de un lado a otro.

Entonces, vio al teniente…

El teniente se encontraba de espaldas a la pared, medio echado y medio sentado en el suelo. Uno de sus brazos le colgaba inerte y en la otra mano tenía su arma, firmemente sostenida entre las rodillas; uno de sus ojos estaba cerrado en un guiño diabólico, mientras que el otro apuntaba a lo largo del tambor. Conway le gritó desesperadamente, advirtiéndole que esperara, pero el sonido producido por el paciente apagó sus palabras.

Conway esperaba en cualquier momento el destello y el choque de las balas explosivas.

Se sintió tan paralizado por el miedo que ni siquiera se pudo soltar.

Entonces, de repente, todo pasó. El paciente cayó pesadamente sobre uno de sus lados, se agitó y se quedó inmóvil. Enfundando el arma que no había llegado a utilizar, el teniente se esforzó por ponerse en pie. Conway logró apartarse del paciente con no poco esfuerzo y Prilicla bajó del techo.

—¡Vaya! —exclamó Conway con dificultad—. Supongo que no iba usted a disparar, estando yo colgado de él, ¿verdad?

—Soy un buen tirador, doctor —contestó el teniente, moviendo la cabeza—. Podría haberle alcanzado sin hacerle a usted el menor daño. Pero él estuvo gritando todo el tiempo: «¡Ayudadme!». Esa especie de cosa se agita con el estilo de un hombre…

3

Unos veinte minutos después, cuando Prilicla había enviado al teniente a curarse el húmero roto y Conway y el GLNO estaban sujetando al paciente con correas mucho más fuertes, se dieron cuenta de que había desaparecido la mancha oscura de la piel. Ahora, el estado del paciente era exactamente el mismo que antes de aplicarle el tratamiento. Al parecer, la poderosa inyección administrada por Conway solo había tenido unos efectos momentáneos, y esto resultaba algo muy peculiar. En realidad, se trataba de algo imposible.

Desde el instante en que la facultad empalica de Prilicla había sido utilizada para intervenir en el caso, Conway estuvo seguro de que la raíz del problema era psicológica.

También sabía que una mente gravemente deformada podía causar un daño tremendo al cuerpo que la albergaba. Pero este daño se producía a un nivel puramente físico y su método de reparación —el tratamiento desarrollado y comprobado una y otra vez por patología—, también era un hecho físico. Y ninguna mente, al margen de su grado de mal funcionamiento o de su poder, podía negar por completo o ignorar un hecho físico.

Después de todo, el universo tenía ciertas leyes fijas.

Por lo que podía ver Conway, solo existían dos explicaciones posibles. O bien se estaban ignorando las reglas porque el Ser que las había hecho también disponía del derecho de ignorarlas, o bien, de algún modo, alguien —o alguna combinación de circunstancias o de información mal interpretada—, estaba introduciendo una nueva regla con mayor rapidez. Conway prefería con mucho la segunda teoría, porque la primera era demasiado conmocionante como para considerarla con seriedad. Deseaba desesperadamente seguir pensando en su paciente como un pequeño P…

A pesar de todo, cuando abandonó la sala de observación, hizo una visita al despacho del capitán Bryson, el jefe del cuerpo de vigilancia, y consultó con amplitud a este oficial.

Conway creía en la necesidad de asegurarse al máximo. Su siguiente visita la hizo al coronel Skempton, el oficial a cargo de Suministros, Mantenimiento y Comunicaciones del hospital. Allí solicitó copias completas de las grabaciones del paciente —y no solo las partes relacionadas con el asesinato—, junto con cualquier otro tipo de información, pidiendo que se le enviara todo a su despacho. Después, acudió al teatro AUGL para demostrar técnicas operativas sobre formas de vida submarinas, y antes de la cena aún pudo trabajar un par de horas en el departamento de patología, descubriendo entonces bastantes cosas sobre la inmortalidad de su paciente.

Cuando regresó a su despacho había una gran cantidad de hojas mecanografiadas sobre su mesa que abultaban en total casi cinco centímetros. Conway lanzó un gruñido, pensando en su período de descanso de seis horas y en cómo se lo iba a tener que pasar. El pensamiento derivó hacia cómo le habría gustado pasárselo, lo que trajo consigo una imagen de la muy eficiente e inasequible bella enfermera Murchison, con la que últimamente se había estado citando con frecuencia y regularidad. Pero Murchison estaba ahora en la sección FGLI de Maternidad y sus períodos libres no volverían a coincidir hasta dentro de dos semanas.

Teniendo en cuenta las circunstancias quizá fuera eso lo mejor, pensó Conway, mientras se sentaba cómodamente, disponiéndose a pasar un largo período de lectura.

Los vigilantes que habían examinado la nave del paciente fueron incapaces de convertir las unidades de tiempo del EPLH en la escala humana terrestre, aunque fueron capaces de determinar de un modo definitivo que muchas de las cintas grabadas tenían varios siglos de antigüedad y que unas pocas eran de hacía por lo menos dos mil años o más. Conway comenzó con las más antiguas y estuvo leyéndolas cuidadosamente hasta que llegó a las más recientes. Descubrió casi enseguida que no se trataba tanto de una serie de diarios grabados —las referencias a las cuestiones personales eran relativamente raras—, sino que se trataba más bien de un catálogo de memorándums, la mayor parte de los cuales contenían datos muy técnicos y de difícil comprensión. La información relacionada con el asesinato, que estudió al final, fue mucho más dramática.

… Mi médico me está poniendo enfermo, decía la última grabación. Me está matando.

Tengo que hacer algo. Es un mal médico al permitir que me ponga enfermo. De algún modo, tengo que desembarazarme de esto…

Conway colocó en su lugar la última hoja del montón, suspiró y se preparó para adoptar una posición más adecuada al pensamiento creador; con la silla echada hacia atrás, los pies sobre la mesa y sentado prácticamente sobre la parte posterior de la cabeza.

¡Qué lío!, pensó.

Las piezas separadas del rompecabezas —o, de todos modos, la mayor parte de ellas—, habían llegado ahora a su conocimiento y solo necesitaban ser ajustadas correctamente. Se encontraba, por un lado, la condición del paciente, no muy grave en lo que se refería al hospital, pero definitivamente letal si no era tratada. Después, se encontraba la información suministrada por los dos ianos en relación con su naturaleza similar a la de un dios hambriento de poder, pero esencialmente beneficioso, y sobre los compañeros —que nunca eran de la misma especie— y que siempre viajaban o vivían con ellos. Estos compañeros tenían que estar sujetos a sustitución porque se hacían viejos y morían, cosa que no sucedía con el EPLH. También estaban los informes del servicio de patología, tanto los recibidos en primer lugar, antes del almuerzo, como los últimos informes verbales obtenidos durante las dos horas que pasó con Thornnastor, el diagnosticador FGLI a cargo del departamento de patología. En opinión de Thornnastor, el paciente no era verdaderamente inmortal, y la autorizada opinión de un diagnosticador era una certidumbre casi tan sólida como una roca, lo que venía a significar una seguridad casi absoluta. Pero, aun cuando la inmortalidad había sido eliminada por diversas razones fisiológicas, las pruebas demostraron la evidencia de longevidad o de tratamientos de rejuvenecimiento del tipo no selectivo.

Finalmente, se encontraban las lecturas de sentimientos suministradas por Prilicla tanto antes como durante su intento de tratamiento de la piel del paciente. Prilicla había informado sobre la existencia de un continuo modelo de radiación consistente en estado de confusión, ansiedad y desamparo. Pero cuando el EPLH recibió la segunda inyección se había puesto fuera de sí y la explosión emocional de su mente casi había destruido, según palabras del propio Prilicla, la pequeña condición empalica en su propia raíz.

Prilicla había sido incapaz de conseguir una lectura detallada de aquella violenta erupción emocional, debido sobre todo a que había sintonizado con el nivel primero y más suave en el que estuvo emitiendo el paciente, pero estaba de acuerdo en que existían muestras de inestabilidad de tipo esquizoide.

Conway se arrellanó más profundamente en su silla, cerró los ojos y dejó que las piezas del rompecabezas se fueran deslizando lentamente en su mente, ocupando su lugar correcto.

Todo había comenzado en el planeta en el que el EPLH había sido la forma dominante de vida. Con el curso del tiempo, habían alcanzado la civilización, lo que incluía el vuelo interestelar, así como una avanzada ciencia médica. Su período de vida, ya bastante amplio desde el principio, fue extendido artificialmente, hasta el punto de que se podía disculpar a otras especies como los ianos por creer que eran inmortales. Pero habían tenido que pagar un elevado precio por su longevidad: la reproducción de su clase, el instinto normal de la raza hacia la inmortalidad en especies compuestas por individuos mortales, habría sido lo primero en ir desapareciendo; después, su civilización se habría disuelto —más bien, se habría visto forzada a separarse—, convirtiéndoles en una masa de individualistas escabrosos, viajeros de las estrellas; finalmente, se habría producido el peligro de la degeneración psicológica, que aparece precisamente cuando ha desaparecido el riesgo del puro deterioro físico.

«Pobres semidioses», pensó Conway. Evitaban la compañía de quienes eran como ellos por la simple razón de que ya estaban hartos de eso: siglo tras siglo de actividades iguales de unos para con los otros, de costumbres de lenguaje, de opiniones y del agudo y profundo aburrimiento de mirarse continuamente los unos a los otros. Se habían planteado a sí mismos amplios problemas sociológicos: hacerse cargo de culturas planetarias errantes o en retroceso, atándoles bien las botas, y otros actos filantrópicos por el estilo y a tan gran escala. Y esto lo habían hecho así porque disponían de mentes tremendas y de gran cantidad de tiempo, porque tenían que luchar constantemente contra el aburrimiento y porque, en el fondo, debían ser gente amable. Y también porque una parte del precio de tal longevidad era un siempre creciente temor a la muerte, por lo que tenían que disponer siempre de sus propios médicos que les atendieran constantemente, y no cabía la menor duda de que estos tendrían que haber sido los profesionales más eficaces conocidos por ellos.

Solo había una parte del rompecabezas que se negaba a encajar, y era la extraña forma en que el EPLH había rechazado sus intentos de tratarle. Pero a Conway no le cabía la menor duda de que aquello era un detalle fisiológico que no tardaría en quedar igualmente aclarado. Lo más importante era que ahora sabía lo que tenía que hacer.

No todas las dolencias respondían a la medicación, a pesar de las afirmaciones en contra de Thornnastor, y habría comprendido antes que la cirugía era lo más indicado en el caso del EPLH, de no haber sido porque todo el asunto estaba un tanto oscurecido por consideraciones sobre quién era el paciente y sobre lo que se suponía había llegado a hacer. El hecho de que el paciente fuera un semidiós, un asesino y, en general, el tipo de ser con el que no se puede perder tiempo ni jugar, eran aspectos que no tendrían que haberle preocupado.

Conway suspiró y bajó los pies, colocándolos sobre el suelo. Empezaba a sentirse tan cómodo que decidió marcharse a la cama, antes de quedarse dormido allí mismo.

Inmediatamente después del desayuno, al día siguiente, Conway empezó a preparar las cosas para la operación del EPLH. Ordenó que se enviaran a la sala de observaciones los necesarios instrumentos y equipo, dio instrucciones detalladas sobre su esterilización —se suponía que el paciente ya había matado a un médico por permitir que se pusiera enfermo, y sin duda alguna adoptaría una actitud muy poco favorable si otro médico era la causa de que enfermara de otra cosa debido a unos erróneos procedimientos asépticos—, y solicitó la ayuda de un cirujano tralthano para que le asistiera en su trabajo. Después, media hora antes de empezar, Conway fue a ver a O’Mara.

El psicólogo jefe escuchó su informe y lo que pretendía hacer, sin expresar ningún comentario hasta que hubo terminado. Después, dijo:

—Conway, ¿se da usted cuenta de lo que puede suceder a este hospital si esa cosa consigue liberarse? Y no solo me estoy refiriendo a la liberación física. Dice usted que está gravemente perturbado desde el punto de vista mental, si es que no se trata ya de un psicótico. Por el momento, parece estar inconsciente, pero, por lo que me ha dicho, su comprensión de las ciencias psicológicas es tal que podría comernos a todos con sus apéndices manipuladores mientras nos está hablando. Estoy muy preocupado por lo que puede suceder cuando se despierte —terminó diciendo.

Era la primera vez que Conway había oído a O’Mara confesar que estaba preocupado por alguna cosa. Varios años antes, cuando una nave espacial errante había chocado contra el hospital, produciendo estragos y confusión en dieciséis pisos, se dijo que el mayor O’Mara había expresado en esta única ocasión una sensación de preocupación…

—Estoy tratando de no pensar en eso —dijo Conway, como disculpándose—. Eso no hace más que confundir el tema.

O’Mara aspiró profundamente y dejó salir el aire lentamente por su nariz, una actitud suya que podía representar más que diez frases mordaces.

—Alguien tiene que pensar en esas cosas, doctor —dijo con frialdad—. Supongo que no opondrá objeción alguna a que observe la operación que va a realizar, ¿verdad?

Ante lo que no era más que una orden expresada con amabilidad, no cabía otra respuesta que un igualmente amable:

—Con sumo gusto, señor.

Cuando llegaron a la sala de observación, la «cama» del paciente ya había sido elevada hasta alcanzar una cómoda altura adecuada para la operación, y el propio EPLH estaba bien sujeto y en posición. El tralthano ocupaba ya su sitio junto al equipo de registro y del instrumental de anestesia, vigilando al mismo tiempo al paciente con uno de sus ojos, observando el equipo con el otro, y dirigiendo los otros dos hacia Prilicla, con quien estaba discutiendo un asunto escandaloso que había surgido el día anterior. Como los dos seres involucrados en el caso eran respiradores de cloro del tipo PVSJ, el asunto solo podía tener un interés académico para ellos, aunque, al parecer, su interés académico era muy intenso. Al ver a O’Mara, la conversación sobre el escándalo cesó de pronto. Conway dio la señal para empezar.

El anestésico era uno de los varios que el servicio de patología había considerado como seguro para la forma de vida EPLH, y mientras era administrado, Conway se dio cuenta de que su mente se dirigía tangencialmente hacia su ayudante tralthano.

Los cirujanos de esta especie eran en realidad dos seres en lugar de uno, formando una combinación de FGLI y de OTSB. Adherido a la correosa espalda del pesado y elefantino tralthano, había un ser diminuto y casi estúpido que vivía en simbiosis con él. A primera vista, el OTSB tenía el aspecto de una bola peluda con una larga cola de caballo surgiendo de él, pero al mirarle más de cerca se veía que la cola de caballo estaba compuesta por líneas de pequeños manipuladores, la mayor parte de los cuales tenían incorporados órganos visuales. Como consecuencia de la relación existente entre el tralthano y su simbiótico, la combinación FGLI-OTSB formaba los mejores cirujanos de toda la galaxia. No todos los tralthanos preferían unirse a un simbiótico, pero los médicos FGLI los llevaban como una insignia de su profesión.

De repente, el OTSB corrió rápidamente a lo largo de la espalda de su huésped y se acurrucó en la parte superior de la cabeza algo abovedada, entre los ojos, dejando colgar su cola hacia el paciente y desparramándola con rigidez. El tralthano estaba preparado para empezar.

—Se observará que esta es únicamente una lesión superficial —dijo Conway, para el equipo de grabación—, y que toda la zona de la piel aparece muerta, seca y a punto de desprenderse en escamas. Durante el proceso de extirpación de las primeras muestras de piel, no se encontró ninguna dificultad, pero las muestras posteriores resistieron a la extirpación hasta un cierto punto y se descubrió que la razón se debía a una pequeña y diminuta raíz, de aproximadamente medio centímetro de longitud, e invisible a simple vista. Me refiero a mi propia vista, desde luego. Así pues, parece claro que la condición del enfermo está a punto de entrar en una nueva fase. La enfermedad está empezando a profundizar en lugar de permanecer en la superficie, y cuanto antes actuemos, tanto mejor.

Conway dio los números de referencia de los informes de patología, así como sus propias notas preliminares sobre el caso, y siguió diciendo:

—Como quiera que el paciente, por razones no aclaradas todavía, no responde a la medicación, he propuesto la extirpación quirúrgica del tejido afectado, irrigación, limpieza e implantación de piel sustitutiva. Se utilizará un OTSB con guía tralthano para asegurarnos de que también se extirpan las pequeñas raíces. El procedimiento resulta sencillo, excepto por la zona considerable que ha de ser cubierta, lo que hace que esta sea una larga operación…

—Perdónenme, doctores —interrumpió entonces Prilicla—, pero el paciente aún permanece consciente.

Se entabló a continuación una discusión, mantenida de forma amable únicamente por parte de Prilicla, entre el tralthano y el pequeño empata. Prilicla sostenía que el EPLH estaba teniendo pensamientos y que irradiaba emociones, mientras que el tralthano sostenía que ya se le había administrado anestésico suficiente como para dejarle completamente insensible a cualquier cosa durante un período de, por lo menos, seis horas. Conway interrumpió la discusión cuando esta empezaba a adquirir tonos personales.

—Ya nos hemos encontrado antes con este problema —dijo, con irritación—. El paciente ha permanecido físicamente inconsciente, excepto durante un breve período de pocos minutos, ayer, a pesar de lo cual Prilicla detectó la presencia de procesos racionales de pensamiento. Ahora se nos presenta el mismo proceso, mientras el paciente se encuentra bajo los efectos de la anestesia. No sé cómo explicar esto; probablemente, se necesitaría una investigación quirúrgica de su estructura cerebral para conseguir explicarlo, y eso es algo que tendrá que esperar. Lo más importante por el momento es que es físicamente incapaz de moverse o de sentir dolor. Y ahora, ¿podemos empezar? De todos modos, manténgase a la escucha, por si acaso… —añadió, dirigiéndose a Prilicla.

4

Trabajaron en silencio durante unos veinte minutos, aunque el procedimiento no requería un elevado grado de concentración. Era más bien como cuidar un jardín, excepto por el hecho de que todo lo que crecía era cizaña y se tenía que ir quitando una planta tras otra. Actuaría sobre una parte afectada de la piel; después, los diminutos apéndices de OTSB investigarían, comprobarían y separarían las pequeñas raíces. A continuación, él seguiría otro pequeño fragmento de la piel. Conway se enfrentaba a la operación más aburrida y prolongada de su carrera.

—Detecto una creciente ansiedad, junto con un fortalecido sentido de propósito —dijo entonces Prilicla—. La ansiedad se está haciendo intensa…

Conway lanzó un gruñido. No podía pensar en ningún otro comentario o expresión.

Cinco minutos después, el tralthano dijo:

—Tendremos que ir más despacio, doctor.

Nos encontramos en una sección en que las raíces están a mucha mayor profundidad…

—¡Pero si las puedo ver! —exclamó Conway, dos minutos después—. ¿A qué profundidad están ahora?

—A unos diez centímetros —contestó el tralthano—. Doctor, están prolongándose visiblemente a medida que avanzamos.

—¡Pero eso es imposible! —estalló Conway, añadiendo después—: Pasaremos a otra zona.

Comenzó a sentir cómo el sudor le caía por la frente, y junto a él el cuerpo larguirucho y frágil empezó a estremecerse… pero no por nada de lo que pudiera estar pensando el paciente. La propia radiación de Conway no era precisamente muy agradable en aquellos momentos, porque en la nueva zona y en otras dos escogidas al azar, se encontraron con el mismo resultado. Las raíces de las partes escamosas de la piel se introducían más y más profundamente a medida que observaban.

—Dejémoslo —dijo Conway con dureza.

Nadie habló durante un prolongado espacio de tiempo. Prilicla estaba temblando como si en la sala estuviera soplando un fuerte viento. El tralthano estaba manejando su equipo, con los cuatro ojos dirigidos hacia uno de los botones sin importancia. O’Mara observaba intensamente a Conway, calculando también las posibilidades y con una expresión de simpatía en sus firmes ojos grises. Sentía simpatía porque sabía darse cuenta de cuándo un hombre se encontraba realmente en un apuro y las posibilidades que estaba calculando se referían a determinar si el problema se debía o no a un fallo de Conway.

—¿Qué ha pasado, doctor? —preguntó con suavidad.

Conway sacudió la cabeza, de mal humor.

—No lo sé. Ayer, el paciente no respondió a la medicación. Hoy tampoco responde a la cirugía. Las reacciones que muestra ante todo lo que tratamos de hacer por él son locas, imposibles. Y ahora, nuestro intento por aliviar su enfermedad quirúrgicamente parece haber puesto en marcha algo que envía esas raíces a una profundidad suficiente como para penetrar en los órganos vitales en cuestión de minutos, siempre y cuando se mantenga su actual velocidad de crecimiento, y ya sabe usted lo que eso significa…

—La sensación de ansiedad del paciente está disminuyendo —informó Prilicla—. Todavía está implicada en un pensamiento resuelto.

El tralthano se unió entonces a la conversación y dijo:

—He notado un hecho peculiar en esos zarcillos similares a raíces que unen las escamas enfermas de la piel con el cuerpo. Mi simbiótico posee una visión extremadamente sensible, ya lo saben, y me informa que las raíces están hincadas en cada extremo, de modo que resulta imposible decir si el crecimiento está atacando al cuerpo, o bien si es el cuerpo el que deliberadamente mantiene el crecimiento.

Conway sacudió la cabeza, con una actitud distraída. El caso estaba lleno de locas contradicciones y de extrañas imposibilidades. Para empezar, ningún paciente, al margen de lo enfermo que pudiera estar mentalmente, debería ser capaz de negar los efectos de un fármaco lo bastante potente como para proporcionar una curación completa en el término de media hora, haciendo todo esto en cuestión de pocos minutos. Y el orden natural de las cosas indicaba que un ser poseedor de una zona de piel enferma debería deshacerse de ella y sustituirla por tejido nuevo, y no agarrarse testarudamente a ella, sin importar lo que sucediera. Se trataba de un caso asombroso, desesperanzado.

Sin embargo, cuando el paciente llegó al hospital, pareció un caso simple, sencillo.

Conway se había sentido más preocupado en considerar el pasado del paciente que su propia enfermedad, cuya cura había considerado como una cuestión de rutina. Pero a lo largo de sus investigaciones se había dejado algo. Conway estaba seguro de ello, y a causa de aquella tonta omisión el paciente moriría probablemente durante las horas siguientes. Quizá había establecido un diagnóstico demasiado rápido, estando demasiado seguro de sí mismo, con una actitud criminalmente irresponsable.

Siempre resultaba horrible perder a un paciente, y en el Sector General el perder un paciente era un suceso muy raro. Pero perder a uno cuya condición no habría sido considerada como especialmente grave por parte de ningún hospital de la galaxia civilizada… Conway lanzó un fuerte juramento, pero se detuvo, porque no tenía palabras para describir lo que sentía sobre sí mismo.

—Tómalo con tranquilidad, hijo.

Fue O’Mara quien lo dijo, acariciando su brazo y hablándole como un padre.

Normalmente, O’Mara era un hombre de mal carácter, de voz chillona y un tirano al que resultaba muy difícil acercarse, y que cuando alguien acudía a él en busca de ayuda, permanecía sentado, haciendo observaciones sarcásticas mientras la persona afectada se retorcía y solucionaba avergonzadamente sus propios problemas. Su actual comportamiento, tan poco característico, demostraba algo, pensó Conway con amargura.

Demostraba que Conway se encontraba ante un problema que ni el mismo Conway podía solucionar.

Pero en la expresión de O’Mara había algo más que una simple preocupación por Conway, y probablemente se trataba de que en lo más profundo del psicólogo este se sentía un poco contento de que las cosas se hubieran desarrollado tal y como lo habían hecho. Conway no tenía nada que reprocharle a O’Mara porque sabía que, de haberse encontrado en su situación, el mayor habría tratado de curar al paciente con la misma fuerza que él mismo, si no más, y se habría sentido tan mal por el resultado. Pero, al mismo tiempo, el psicólogo jefe tendría que haberse sentido desesperadamente preocupado por la posibilidad de tener en el hospital a un ser con grandes y desconocidos poderes y que, además, se encontraba mentalmente desequilibrado y que, en un momento determinado, podría haber quedado suelto por el hospital. Por otra parte, O’Mara también habría podido preguntarse si, además de un EPLH consciente y vivo, no tendría el aspecto de un niño pequeño y desamparado…

—Volvamos a intentarlo desde el principio —dijo O’Mara, interrumpiendo sus propios pensamientos—. ¿Existe algo en el pasado del paciente que indique la posibilidad de que este desee destruirse a sí mismo?

—¡No! —exclamó Conway con vehemencia—. ¡Al contrario! Desea vivir con verdadera desesperación. Ha estado sometiéndose a tratamientos no selectivos de rejuvenecimiento, lo que significa que toda la estructura celular de su cuerpo se ha estado regenerando periódicamente. Como el proceso de almacenamiento de la memoria es un producto de la edad en las células del cerebro, esto dejaría su mente prácticamente limpia después de cada tratamiento…

—Esa es la razón por la que esas cintas grabadas parecían memorándums —indicó O’Mara—. Eso es exactamente lo que eran. Sin embargo, prefiero nuestro propio método de rejuvenecimiento, aun cuando con ello no consigamos vivir tanto tiempo, regenerando únicamente los órganos dañados y permitiendo que el cerebro permanezca intacto…

—Lo sé —le interrumpió Conway, preguntándose por qué el normalmente taciturno O’Mara se sentía ahora, de repente, tan comunicativo.

¿Estaría tratando de simplificar el problema al exponerlo en términos no profesionales?

—Pero como usted mismo sabe —continuó—, el efecto de los tratamientos continuados de longevidad es proporcionar al poseedor un creciente temor a la muerte. A pesar de la soledad, el aburrimiento y, en general, una existencia poco natural, ese temor aumenta de forma continua con el paso del tiempo. Esa es la razón por la que siempre viajaba con su médico privado, porque sentía un temor desesperado a enfermar o a un accidente que le pudiera suceder entre los tratamientos, y esta es la razón por la que simpatizo hasta cierto punto con sus sensaciones cuando el médico que se suponía debía mantenerle en buen estado permitió que enfermara, aunque la cuestión de habérselo comido después…

—Así es que está usted de su lado —dijo O’Mara con sequedad.

—Podría ser un buen argumento de autodefensa —replicó Conway—. Pero estaba diciendo que el paciente se sentía desesperadamente aterrorizado ante la posibilidad de morir, de modo que estaría tratando siempre de conseguir un médico mejor y más eficiente para sí mismo… ¡Oh!

—¿Oh… qué? —preguntó O’Mara.

Fue Prilicla, el sensible a la emoción, quien contestó.

—Al doctor Conway se le acaba de ocurrir una idea —dijo.

—¿Qué le ocurre ahora, pequeño cachorro? No hay ninguna necesidad de ser tan misterioso…

La voz de O’Mara había perdido ahora su tono paternal y amable, y había en sus ojos un brillo con el que indicaba su alegría por el hecho de que ya no fuera necesario mostrarse amable.

—¿Qué hay de malo con el paciente? —volvió a preguntar.

Sintiéndose feliz y excitado y al mismo tiempo muy inseguro de sí mismo, Conway se dirigió con pasos vacilantes hacia el intercomunicador y ordenó que le trajeran un equipo muy poco usual. Después, comprobando que el paciente estaba lo bastante bien sujeto como para no ser capaz de mover un solo músculo, dijo:

—Tengo la impresión de que el paciente está perfectamente sano y que nosotros nos hemos estado cegando con especulaciones psicológicas. Básicamente, el problema consiste en algo que comió.

—Habría apostado a que diría usted algo así en algún momento, en relación con este caso —dijo O’Mara, que parecía sentir náuseas.

Llegó el equipo… una vara delicada, de madera puntiaguda, y un mecanismo que la haría bajar por cualquier ángulo que se necesitara, a velocidades controladas. Con la ayuda del tralthano, Conway la montó y la puso en posición. Escogió una parte del cuerpo del paciente que contenía algunos órganos vitales que, sin embargo, estaban protegidos por casi quince centímetros de musculatura y adiposidades. Después, puso la vara en movimiento. Estuvo tocando la piel y haciéndola descender a una velocidad aproximada de cinco centímetros por hora.

—¿Qué demonios está haciendo? —rugió O’Mara—. ¡Se piensa que el paciente es un vampiro o algo por el estilo!

—Claro que no —replicó Conway—, solo estoy utilizando una vara de madera para darle al paciente una mejor oportunidad de defensa. No esperaría que pudiera detener una barra de acero, ¿verdad?

Hizo señas al tralthano para que se inclinara hacia adelante y los dos juntos observaron la zona en la que la vara estaba penetrando en el cuerpo del EPLH. A cada pocos minutos que pasaban, Prilicla informaba sobre las radiaciones emocionales. O’Mara paseaba de un lado a otro de la habitación, hablando ocasionalmente en voz baja consigo mismo.

La punta ya había penetrado casi medio centímetro cuando Conway notó la primera dureza y espesamiento de la piel. Se estaba produciendo en una zona más o menos circular, de unos diez centímetros de diámetro, cuyo centro era la herida creada por la vara. El equipo explorador de Conway indicaba que se estaba formando un crecimiento esponjoso y fibroso bajo la piel, hasta una profundidad aproximada de un centímetro. No cabía la menor duda de que el crecimiento se espesaba y se hacía más opaco a su equipo de exploración, y al cabo de diez minutos se había convertido en una placa dura y ósea. La vara había empezado a doblarse de un modo alarmante y estaba a punto de romperse.

—Yo diría que las defensas se están concentrando ahora en este punto —dijo Conway, tratando de mantener firme su voz—, así es que será mejor que lo saquemos.

Conway y el tralthano efectuaron una rápida incisión alrededor y cortaron la plancha ósea recién formada, que fue colocada inmediatamente en un receptáculo cubierto y estéril. Después, Conway preparó con rapidez una inyección —una dosis media del específico inyectado el día anterior—, lo inyectó y acudió a ayudar al tralthano a reparar la herida causada. Esto ya era trabajo rutinario y les llevó unos quince minutos. Cuando terminaron no cabía la menor duda de que el paciente estaba respondiendo favorablemente al tratamiento.

Por encima de las felicitaciones del tralthano y de las terribles amenazas de O’Mara —el psicólogo jefe quería que se le contestaran algunas preguntas y con rapidez—, Prilicla dijo:

—Ha llevado a cabo una cura, doctor, pero la ansiedad del paciente está aumentando notablemente. Ahora ya es casi frenética.

Conway sacudió la cabeza, sonriendo burlonamente.

—El paciente está profundamente anestesiado y no puede sentir nada. Sin embargo, estoy de acuerdo en que en este momento… —e hizo un gesto hacia el recipiente esterilizado— su médico personal debe de estar sintiéndose muy mal.

En el recipiente, el hueso extirpado había empezado a suavizarse y a emitir un líquido de un débil color purpúreo. El líquido se rizaba y chapoteaba suavemente en el fondo del recipiente, como si tuviera una mente propia. Lo que así era, en efecto…

Conway se encontraba en el despacho de O’Mara terminando su informe sobre el EPLH, y el mayor se estaba comportando de un modo muy amable y elogioso, pero con un lenguaje que, en ocasiones, hacía imposible distinguir los elogios de los insultos. Pero esta era la forma de actuar de O’Mara, según empezaba a darse cuenta el propio Conway, pues el psicólogo jefe únicamente se mostraba amable y compasivo cuando se sentía profesionalmente preocupado por una persona.

Todavía le estaba haciendo preguntas.

—… Una forma vital ameboide e inteligente, una colección organizada de células submicroscópicas del tipo viral, formarían el médico más eficiente que se pueda concebir —estaba contestando Conway a una de aquellas preguntas—. Esta forma residiría en el interior del paciente y, una vez conocida la información suficiente, controlaría cualquier enfermedad o malfuncionamiento orgánico desde el interior. A un ser que siente un terror patológico a la muerte, debió de parecerle algo perfecto. Y lo era, porque, en realidad, el problema que surgió no se debió a ningún error del médico. Surgió a través de la ignorancia del paciente sobre su propio pasado fisiológico. Tal y como lo veo —siguió diciendo Conway—, el paciente había estado sometiéndose a tratamientos de rejuvenecimiento en una fase ya temprana de su período de vida biológica. Quiero decir que no esperó a alcanzar una edad media o anciana para regenerarse a sí mismo. Pero en esta ocasión, ya fuera porque lo olvidó o bien porque no tuvo cuidado o porque había estado trabajando en una tarea que le ocupó más tiempo del usual, envejeció más de lo que lo había hecho previamente y adquirió así esta enfermedad de la piel. La patología dice que esto fue probablemente un tipo de reacción usual en su raza, y que el curso normal de la enfermedad para el EPLH habría sido desprenderse mediante escamas de la piel afectada y seguir como hasta entonces. Pero nuestro paciente había sufrido daños en su memoria, a causa del tipo de tratamiento de rejuvenecimiento y, en consecuencia, no sabía esto, de modo que su médico personal tampoco tenía forma de saberlo. Esta especie de médico residente —siguió diciendo Conway—, sabía muy poco sobre el pasado médico de su paciente, que era, al mismo tiempo, el cuerpo huésped que le albergaba a él. Pero, al parecer, su lema consistía en mantener a toda costa el statu quo.

Cuando las partes del cuerpo de su paciente amenazaban con desprenderse, él las mantenía, sin darse cuenta de que esto podía haber sido una actuación normal como perder el cabello o como el periódico cambio de piel de una serpiente, especialmente porque su dueño habría insistido entonces en que lo que estaba sucediendo no era natural. Se tuvo que haber desarrollado así un fiero esfuerzo de lucha entre el cuerpo del paciente y su doctor, con lo que la mente del paciente también terminó por dirigirse contra su médico. A causa de esto, el médico tuvo que provocar la inconsciencia del paciente, lo mejor que podía hacer, considerando su actitud como la más correcta. Cuando le pusimos las inyecciones de prueba, el médico las neutralizó. Se trataba para él de sustancias extrañas que estaban siendo introducidas en el cuerpo del paciente.

Y ya sabe lo que sucedió cuando tratamos de aplicar un tratamiento quirúrgico. Solo cuando amenazamos con esa vara los órganos vitales subyacentes, obligando al médico a defender a su paciente en ese punto preciso…

—Cuando empezó usted por pedir una vara de madera —dijo O’Mara con sequedad—, pensé en ponerle una camisa de fuerza.

Conway sonrió burlonamente.

—Recomiendo que el EPLH vuelva a recuperar a su médico —dijo Conway—. Ahora que la patología le ha proporcionado una completa comprensión de la historia médica y fisiológica de su huésped, será el mejor de los médicos personales, y el EPLH es lo bastante astuto como para comprenderlo así.

O’Mara le sonrió a su vez.

—Y yo estaba preocupado por lo que podría hacer cuando recuperara la conciencia.

Pero resultó ser un tipo muy amistoso y agradable. De hecho, un tipo encantador.

Cuando Conway se levantó, dispuesto a marcharse, dijo astutamente:

—Será porque es un buen psicólogo por lo que siempre es agradable para todos…

Se las arregló para cerrar la puerta detrás de él antes de que el pisapapeles le alcanzara.