LA LUMINOSIDAD CAE DEL AIRE
(Brightness falls from the air 1954).
Idris Seabright seudonimo de Margaret St. Clair.
Los problemas de la sociología intergaláctica son incisivamente extrapolados por Idris Seabright en este breve pero amplio estudio de una cultura inquietantemente apuntalada por el viejo principio de «pan y circo». Lo que Seabright bosqueja, con toda la luminosa belleza de su estilo narrativo, es una imagen patética: la de una civilización, antiguamente creativa, que utiliza sus triunfos para complacer su afán de derramamiento de sangre. Desde luego, les sorprenderá el paralelismo entre este imperio del futuro y otro nuestro de un pasado no tan remoto, el romano. Es de esperar que ninguna cultura del futuro olvide la lección que ignoraron los romanos del imperio: que hasta los esclavos y gladiadores son humanos y pueden amar.
Kerr solía acudir al tepidárium de la oficina de identificación para practicar el canto. El tepidárium era una gran habitación, llena casi de una pared a otra por un estanque de brillante sustancia preservadora. A él le gustaba su acústica. Los cuerpos de los seres pájaro se agitaban un poco hacia atrás y hacia adelante en el fluido cristalino, mientras él cantaba, y le gustaba mirarlos. Si el tepidárium era un poco mórbido para practicar el canto, no era más mórbido (solía pensar Kerr) que el resto del mundo en el que estaba viviendo. Cuando había cantado el tiempo que creía bueno para su voz —pues no tenía maestro— se dirigía hacia una de las ventanas y observaba las estelas luminosas que indicaban que los seres-pájaro estaban volviendo a luchar. Las estelas flotaban, cayendo lentamente, contra el cielo nocturno, como si estuvieran hechas de polvo de estrellas.
Pero Kerr dejó de hacer todo aquello después de encontrarse con Rhysha.
Rhysha llegó a la oficina una noche, justo en el momento en que él comenzaba su tarea. Había venido para reclamar un cuerpo. Los cuerpos de los seres-pájaro permanecían a menudo durante mucho tiempo en la oficina. A los seres-pájaro les estaban prohibidos los medios ordinarios de transporte, debido a su origen extraterrestre, y a ellos les resultaba difícil acudir a la oficina para identificar a sus muertos. Rhysha hizo la identificación —era su hermano—, pagó las tasas de la oficina, sacando el dinero de una gastada bolsa, e indicó la forma en que deseaba que se dispusiera del cuerpo. Se mostraba serena y controlada en su dolor. Kerr había observado en una o dos ocasiones las batallas televisadas de los seres-pájaro, pero esta era la primera vez que veía vivo a uno de ellos frente a frente. La observó con interés y curiosidad, y después con admiración y delicia.
Lo que más le impresionó de Rhysha fue su brillante plumaje de profundo color turquesa. La cubría desde la cabeza a los talones, en lo que parecía ser una capa de terciopelo pegada al cuerpo. La coloración era mucho más intensa que la de los cuerpos existentes en el tepidárium, hasta el punto de que Kerr podría haber pensado que ella pertenecía a una especie diferente al resto.
Bajo la dorada cresta, su rostro resultaba bastante humano, como también lo eran sus delicadas manos, en forma de hoja. Pero había en sus movimientos una fantástica gracia ligera como nunca tendría ningún ser humano. Su voz era baja, con un perfecto tono de cello. Kerr pensó que todo lo que había en ella parecía raro y delicioso. Pero observó una sombra en su rostro, como si una alegría natural hubiera sido reprimida por la insuperable dureza de las circunstancias.
—¿Dónde quiere que le envíe las cenizas? —preguntó Kerr al recoger el formulario.
Ella se mordió con indecisión su rosado labio inferior.
—No estoy segura. El director con quien estamos nos ha dicho que debemos marcharnos esta noche, y no sé adonde iremos. ¿Puedo volver de nuevo a la oficina cuando estén preparadas las cenizas?
Aquello iba contra las reglas, pero Kerr asintió.
Mantendría la cápsula con las cenizas en su propio armario hasta que ella regresara.
Sería agradable volver a verla.
Y, en efecto, ella regresó, varias semanas más tarde, en busca de las cenizas. Durante aquel intervalo de tiempo, se habían producido algunas batallas de los seres-pájaro, y el estanque del tepidárium estaba abarrotado. Cuando Kerr la miró, se preguntó cuánto tiempo tardaría ella también en morir.
Le pidió su nueva dirección. Se encontraba a una distancia fantástica, en la parte peor de la ciudad, y tras un momento de ligera duda, él le dijo que si podía esperar a que terminara su turno, estaría encantado de acompañarla andando.
Ella le observó con una expresión de duda.
—Es muy amable por su parte, pero…, pero un terrestre fue amable con nosotros una vez. Los niños le lapidaron, Kerr no había pensado mucho en la posición que ocupaban las razas no humanas en su mundo. Si su situación era injusta, si eran muy mal tratados, él lo había concebido simplemente como un detalle particular, dentro de la crueldad y la estupidez generales. Ahora, sintió cómo surgía la cólera en su interior.
—Eso no me importa —dijo, con dureza—. Si no tiene ningún inconveniente en esperar.
—No, no tengo ningún inconveniente —dijo Rhysha, sonriendo débilmente.
Como aún faltaban algunas horas para que terminara su turno, la llevó a una pequeña sala de recepción donde había un sofá.
—Trate de dormir —le dijo.
Un poco antes de las tres, acudió para despertarla, y la encontró tendida tranquilamente, pero despierta. Abandonaron la oficina por una puerta lateral.
La ciudad estaba tan tranquila a estas horas como siempre lo estaba. Todos los proyectores de señales y la mayor parte de las luces de las calles habían sido apagadas para ahorrar energía, y también estaban casi en silencio las amplias voces incorpóreas que llegaban desde el aire durante todo el día y la mitad de la noche. La oscuridad y quietud de la ciudad hizo que les pareciera fácil conservar mientras caminaban por las calles.
Kerr se dio cuenta más tarde de lo confiado que debió de haberse sentido con respecto a la simpatía de Rhysha, para haber hablado con ella de un modo tan franco como lo hizo.
Y ella tuvo que haber sentido una confianza similar con respecto a él, porque al cabo de un rato ya le estaba contando parte de su propia historia y del pasado de su gente, sin reserva alguna.
—Después de que los terrestres se apoderaron de nuestro planeta —dijo ella—, no nos quedó nada de lo que ellos deseaban. Pero necesitábamos comida. Después, observamos que les agradaba vernos luchar entre nosotros.
—¿Luchabais ya antes de que llegaran los terrestres? —preguntó Kerr.
—Sí, pero no como luchamos ahora. En aquel entonces era una lucha muy ritual, muy formal, toda llena de amabilidad y cortesía. No luchábamos para conseguir arrancar cosas a los demás, sino para descubrir quién era el más bravo y podía dirigirnos. Pero la gente de la Tierra se mostró impaciente con nuestro ritual… querían que nos hiciéramos daño.
Así es que aprendimos a luchar como lo hacemos ahora, con la esperanza de morir. Hubo un tiempo, cuando abandonamos nuestro planeta por primera vez y fuimos a otros mundos en los que a la gente le gustaba observarnos, en que nosotros éramos muchos. Pero se produjeron muchas batallas desde entonces. Ahora, solo quedamos unos pocos.
En el cruce de la calle, un mendigo se les acercó. Kerr le dio una moneda. El hombre estaba a punto de volverse, dando las gracias, cuando observó la cresta dorada de Rhysha.
—¡Maldito sea Extey! —exclamó, lleno de una cólera repentina—. ¿Y tú, un hombre, vas con eso? ¡Toma!
Y arrojó la moneda a Kerr.
—¡Hasta los mendigos…! —observó Rhysha—. ¿Cómo es que nos odiáis tanto, Kerr?
—Porque os hemos hecho mucho daño —contestó, sabiendo que era la verdad—. Sin embargo, ¿somos siempre tan crueles?
—¿Como lo ha sido el mendigo? A menudo… es peor.
—Rhysha, tienes que marcharte de aquí.
—¿Adonde? —preguntó, simplemente—. ¡Nuestra gente lo ha discutido tantas veces!
No hay ningún planeta en el que no existan ya miles de millones de personas de la Tierra.
¡Aumentáis de una forma tan rápida! Y, además, no importa. No nos necesitáis; no hay ningún lugar para nosotros. Antes nos preocupábamos por eso, pero ahora ya no lo hacemos. Estamos tan cansados… todos nosotros, incluso los jóvenes que yo… ¡estamos tan cansados de intentar vivir!
—No tienes que hablar así —dijo Kerr con dureza—. No te permito que hables así.
Tienes que marcharte. Si ahora no te necesitamos, Rhysha, algún día lo haremos.
Desde el bloque situado ante ellos les llegó el brillo de una telepantalla municipal. A pesar de lo tarde que era, estaba rodeada por un denso grupo de espectadores. Sus ojos permanecían fijos ávidamente sobre el combate que se libraba locamente en la pantalla.
Rhysha tocó suavemente la manga de Kerr.
—Será mejor que nos marchemos —dijo, en un susurro.
Kerr se dio cuenta con un súbito dolor de que habría problemas si los espectadores veían a un «hombre» con una mujer de Extey. Se dio media vuelta obedientemente.
Habían avanzado otra manzana más cuando Kerr, que había estado pensando, dijo:
—Mi gente ha seguido un camino equivocado, Rhysha, desde hace unos doscientos años. Eso se produjo cuando el consejero se negó a aceptar cualquier forma de control de la población, ni siquiera en principio. Ahora, nos vemos sofocados bajo la presión de nuestro propio número, y nos encontramos como apretujados, sin forma, bajo la multitud.
Todo ha tenido que dar paso a nuestro problema básico: cómo alimentar a un número siempre creciente de bocas hambrientas. La moralidad ha quedado reducida a alimentarnos nosotros mismos. Y disponemos de los deportes de las batallas, a través de la televisión, para mantenernos ocupados. Pero creo… que alguna vez conseguiremos seguir el camino correcto. He leído libros de historia, Rhysha. No es esta la primera vez que nos hemos equivocado. Llegará un día en el que también habrá espacio para tu gente, Rhysha, aunque solo sea —dudó un instante y terminó diciendo—: aunque solo sea porque eres tan bella.
La miró, con una expresión de honradez. El rostro de Rhysha aparecía remoto y crudo.
Se le ocurrió una idea.
—¿Has oído cantar a alguien alguna vez, Rhysha?
—¿Cantar? No, no conozco la palabra.
—Entonces, escucha.
Rebuscó en su repertorio y decidió que, aun cuando la música no era realmente adecuada para su voz, cantaría la canción de Tamirio al retrato de Pamina. La estuvo cantando para ella, mientras seguían caminando.
Poco a poco, el rostro de Rhysha se fue relajando.
—Me gusta eso —dijo, una vez terminada la canción—. Canta más, Kerr.
—¿Has comprendido lo que estaba tratando de decirte? —preguntó él al fin, después de haber cantado muchas canciones—. Si pudiéramos hacer canciones como esa, Rhysha, ¿no crees que habría alguna esperanza para nosotros?
—Quizá para ti. Pero no para nosotros —replicó Rhysha, con un matiz de cólera en su voz—. Déjalo Kerr.
Pero cuando se separaron, ella se cogió a él de las manos y le dijo dónde podrían volver a encontrarse.
—Eres realmente un amigo nuestro —le dijo, sin coquetería.
Cuando volvieron á verse, Kerr dijo:
—Te he traído un regalo. Toma —y le entrega un paquete—. Y también tengo ciertas noticias.
Rhysha abrió el pequeño paquete. Una exclamación de placer surgió de sus labios.
—¡Oh, qué maravilloso! ¡Qué cosa tan bonita! ¿Dónde lo has conseguido, Kerr?
—En una tienda que vende cosas viejas.
No le dijo que había pagado el equivalente a diez días de salario para conseguir el pequeño medallón turquesa.
—Pero las piedras son más claras de lo que me había dado cuenta. Quería algo que tuviera el mismo color que tu plumaje.
—No —dijo Rhysha, sacudiendo la cabeza—, este es el color que debería tener. Está muy bien —se colocó el medallón alrededor del cuello y después, bajando la cabeza, lo miró, llena de placer—. Y ahora, ¿cuáles son las noticias que tienes que darme?
—Tengo un amigo que trabaja en la ciudad de los registros. Me ha dicho que se está abriendo un nuevo planeta a la colonización. Está situado cerca de Gamma de Casiopea. He llenado los formularios y todo está en orden. La sesión se celebrará el viernes. Voy a aparecer en nombre de los ngayir, tu gente, para pedir que se les conceda espacio en ese nuevo mundo.
Rhysha se puso blanca. Él se la quedó mirando fijamente, pero ella le rechazó. Una de sus manos seguía agarrada al medallón que tenía casi el mismo color que su plumaje.
La sesión se celebró en un pequeño auditorio situado en la planta baja del edificio de la Colonización. Los representantes de una docena de grupos hablaron antes de que le tocara el turno a Kerr.
—Apareciendo en nombre de los ngayir —dijo el arbitro, leyendo de un formulario que sostenía en su mano—, S 3687 Kerr. ¿Y quiénes son los ngayir, S-Kerr? ¿Algún grupo indio?
—No, señor —contestó Kerr—. Son conocidos generalmente como seres-pájaro.
—¡Oh, un conservador! —El arbitro se quedó mirando a Kerr con una expresión no muy amable—. Lo siento, pero su petición se sale de las reglas. No tendría que haberla presentado nunca. La inmigración está restringida a los grupos terrestres, por orden ejecutiva…
Kerr temía contarle a Rhysha su fracaso, pero ella se lo tomó con toda calma.
—Después de que te marcharas, me di cuenta de que era totalmente imposible —le dijo.
—Rhysha, quiero que me prometas algo. No puedo decirte hasta qué punto estoy seguro de que la humanidad vaya a necesitaros alguna vez. Es cierto, Rhysha. Voy a seguir intentándolo. No voy a abandonar. Prométeme esto, Rhysha: prométeme que ni tú ni los miembros de tu grupo volveréis a tomar parte en las batallas hasta que volváis a tener noticias mías.
—Muy bien, Kerr —asintió Rhysha, sonriendo.
El conservar los cuerpos de la gente que ha muerto de toda una serie de enfermedades es un trabajo que no deja de tener sus riesgos. Aquella noche, Kerr no fue a trabajar. Ni a la noche siguiente ni durante muchas noches. Después de escucharle, su jefe de dormitorio, llamó inmediatamente a un médico, quien llenó un formulario de entrada en un hospital.
Se encontraba gravemente enfermo y su recuperación fue lenta. Transcurrieron casi cinco semanas antes de que pudiera salir del hospital.
Deseaba encontrar a Rhysha por encima de todas las cosas. Acudió al lugar donde ella vivía y se enteró de que había marchado, y nadie sabía adonde. Al final, acudió a la oficina de identificación y volvió a solicitar su antiguo trabajo allí. Estaba seguro de que Rhysha pensaría en acudir a la oficina para volver a ponerse en contacto con él.
Aún se sentía tembloroso y débil cuando se presentó a trabajar, a la noche siguiente.
Penetró en el tepidárium hacia las nueve, durante una inspección de rutina. Y allí estaba Rhysha.
Por un momento, no la reconoció. El maravilloso color turquesa de su plumaje se había desvanecido, convirtiéndose en un gris sucio. Pero aún conservaba el pequeño medallón que le había dado, alrededor del cuello.
Cogió las grandes tenazas unidas que utilizaban para sacar los cuerpos del gran estanque y las colocó en posición. La elevó muy cuidadosamente, y la dejó sobre el borde del estanque. Abrió el medallón. En su interior había una nota.
«Querido Kerr —leyó en la letra elegante y clara de Rhysha—, tienes que perdonarme por haber roto mi promesa contigo. No me dejaron verte cuando estabas tan enfermo, y todos nosotros estábamos tan hambrientos… Además, te equivocabas al pensar que tu gente nos necesitaría alguna vez. No hay lugar para nosotros en vuestro mundo. Hubiera querido volver a oírte cantar. Me gustaría mucho oírte cantar, Rhysha». Kerr observó el rostro de Rhysha y después volvió a mirar la nota. Le dolió mucho. No deseaba darse cuenta de que ella estaba muerta.
En el exterior, una de las vastas voces que resonaban profundamente, cayendo del cielo, durante la mitad de la noche, comenzó a hablar:
«No se pierdan el más reciente y rápido deporte de la batalla. Vean las batallas Durga, los combates más sangrientos jamás televisados. Mucho más divertidos que las batallas de los seres-pájaro, más emocionantes que una guerra Anda. Ustedes verán…». Kerr lanzó un grito. Echó a correr hacia la ventana y la cerró. Aún seguía escuchando la voz.
Pero fue todo lo que pudo hacer.