INMIGRANTE

(Immigrant; 1954).

Clifford D. Simak

Después de muchos años de trabajo, el niño se gradúa en la escuela… y se convierte en un estudiante de primer año en la escuela superior. Después de más años de trabajo… vuelve a convertirse en un estudiante de primer año. Y si es muy, muy sabio, hasta puede llegar a convertirse de nuevo en un estudiante del jardín de infancia.

I

Era el único pasajero para Kimon, y quienes iban a bordo de la nave le trataron como a todo un personaje por el hecho de que iba allí.

Para desembarcarle en su lugar de destino, la nave se desvió dos años-luz de su ruta normal, un inconveniente que no quedaba compensado ni con el doble de lo que le costó su pasaje, aunque la cantidad le pareció enorme cuando lo pagó en la Tierra.

Pero el capitán no gruñó. Según él mismo le dijo a Selden Bishop, era un honor llevar a un pasajero a Kimon.

Los hombres de negocios que había a bordo le buscaron para estar con él y le trajeron bebidas y comida y hablaron expansivamente sobre los mercados que estaban abriendo en los sistemas solares recién descubiertos.

Pero a pesar de todo lo que hablaron, miraban a Bishop con una semioculta envidia en los ojos, y le dijeron:

—El hombre que domine la situación en Kimon será el único que se haga grande.

Uno tras otro, cada uno de ellos le llevó aparte, a un rincón, para mantener conversaciones privadas con él y, después de la primera copa, siempre hablaban de miles de millones, por si alguna vez necesitaba respaldo.

Miles de millones… mientras él permanecía allí sentado, con menos de veinte créditos en su bolsillo, viviendo lleno de terror en espera de que llegara el día en que quizá se viera en la obligación de pagar una ronda de copas. Porque no estaba seguro de que sus veinte créditos alcanzaran para pagar una ronda.

Las viudas iban detrás de él y trataron de comportarse como madres; las jóvenes, en cambio trataron de seducirle y no se comportaron como madres. Y allí donde iba, escuchaba el susurro detrás de la mano medio extendida.

—¡A Kimon! —Decían los susurros—. Querido, ¿pero sabe usted lo que se tarda en llegar a Kimon? Un coeficiente intelectual que debe ser positivamente fabuloso y años y años de estudio, y un examen que no pasa ni uno entre mil.

Y así fue durante todo el viaje a Kimon.

II

Kimon era una El Dorado galáctica, el lugar en el extremo del arco iris. Había muy pocos que no soñaran con ir allí y muchos que aspiraban a conseguirlo, pero los elegidos representaban un pequeñísimo porcentaje con respecto a todos los que lo intentaban y fracasaban.

Kimon había sido alcanzado —decir «descubierto» o «contactado» sería incorrecto— más de cien años antes por una nave espacial estropeada de la Tierra que aterrizó en el planeta, perdida e incapaz de seguir su camino.

Hasta el presente, nadie sabía con exactitud lo que había sucedido, pero se sabía que, al final, la tripulación destruyó la nave y se asentó en Kimon, escribiendo después cartas a casa, diciendo que se quedaban allí.

Quizá el envío de aquellas cartas, más que cualquier otra cosa, convenció a las autoridades de la Tierra de que Kimon era la clase de lugar que las cartas decían que era… aunque más tarde hubo otras pruebas que pesaron tanto o más en la balanza.

Naturalmente, no existía servicio de correos entre Kimon y la Tierra, pero las cartas fueron enviadas de la forma más fantástica, aunque si se piensa un poco detenidamente, resultó ser la forma más lógica. Fueron liadas en un rollo y colocadas en una especie de tubo, como los tubos neumáticos que son utilizados en la industria para la comunicación entre diversos departamentos, y el tubo fue enviado así, con bastante limpieza, hacia la mesa de despacho del jefe Postal Mundial, en Londres. No, no crean que fue a parar a la mesa de un subordinado, sino a la mesa del propio jefe. El tubo no estaba allí cuando se marchó a almorzar; pero se lo encontró al regresar, y por lo que pudo determinar, y a pesar de una investigación bastante laboriosa, no se había visto a nadie colocarlo allí.

Con el tiempo, convencido todavía de que tenía que haber existido alguna clase de truco, el servicio postal envió las cartas a los destinatarios mediante mensajes especiales cuyo trabajo habitual se desarrollaba en la Oficina de Investigación Mundial.

Los destinatarios fueron unánimes en su creencia de que las cartas eran verdaderas, pues en la mayor parte de los casos se reconoció la letra, y en cada una de las cartas se hablaba de ciertas cuestiones que parecían demostrar su bona fide.

Así pues, cada uno de los destinatarios escribió una carta de contestación y todas ellas fueron introducidas en el tubo en el que habían llegado las cartas originales y este fue colocado meticulosamente en el mismo lugar donde fuera encontrado, sobre la mesa del jefe postal.

Después, todo el mundo se quedó observando y nada sucedió durante algún tiempo, pero, de repente, el tubo desapareció y nadie supo cómo había sido… estaba allí en un momento determinado, y al instante siguiente dejó de estar.

Quedaba una cuestión por solucionar, pero no tardó en ser contestada. Al cabo de una semana o dos, el tubo volvió a aparecer de nuevo, justo poco antes de que terminara el horario de oficina. El jefe postal había estado trabajando fuera, sin prestar mucha atención a lo que estaba pasando y, de pronto, vio que el tubo había regresado de nuevo.

Una vez más, contenía cartas, pero en esta ocasión las cartas estaban llenas de fajos de billetes de cien créditos, un regalo de los llorados hombres del espacio a sus parientes, aunque se debe hacer notar inmediatamente que lo más probable era que los hombres del espacio no consideraran que estaban siendo llorados por sus parientes.

Las cartas acusaban recibo de las contestaciones enviadas desde la Tierra y contaban más cosas sobre el planeta Kimon y sus habitantes.

Y cada carta explicaba cuidadosamente cómo es que ellos disponían de billetes de cien créditos en Kimon. Según afirmaban las cartas, los billetes eran simples falsificaciones hechas a partir de los billetes que los hombres del espacio conservaban en sus bolsillos, aunque cuando los expertos fiscales de la Tierra y los hombres de la oficina de investigación les echaron un vistazo, no hubo forma de distinguirlos de los billetes reales.

Pero, según decían las cartas, el gobierno de Kimon deseaba arreglar la cuestión de la falsificación. Para apoyar la moneda, los kimonianos harían un depósito en el término de poco tiempo en el Banco Mundial, a base de materiales no solo equivalentes a su valor, sino lo bastante elevado como para disponer de un balance a su favor contra el que podrían emitirse más billetes.

Según explicaban las cartas, en Kimon no había dinero como tal, pero puesto que Kimon estaba deseosa de emplear a hombres de la Tierra, tenía que haber una forma de pagarles, así es que si el Banco Mundial no tenía nada que objetar y todos aquellos que tuvieran algo que ver con la cuestión tampoco…

El Banco Mundial estudió la cuestión y habló sobre profundas cuestiones fiscales y complicados principios económicos, pero todas estas conversaciones se disolvieron en la nada cuando al cabo de un día o dos quedaron depositados sobre el despacho del presidente del banco, duraste la hora del café de la tarde, varias toneladas de uranio cuidadosamente protegido y un par de bolsas llenas de diamantes.

Ante pruebas de esta clase, la Tierra no podía hacer gran cosa, excepto aceptar el hecho de que el planeta Kimon iba a ser una preocupación más de allí en adelante, de que los terrestres que aterrizaron allí se iban a quedar donde estaban y de que no existía otra salida que tomar la situación tal y como esta se presentaba.

Según afirmaban las cartas, los kimonianos eran humanoides, poseían poderes parapsicológicos y habían creado una cultura que se encontraba muy por delante de la cultura de la Tierra o de cualquier otro planeta descubierto hasta entonces en la galaxia.

La Tierra preparó una nave, designó a un grupo de sus diplomáticos más expertos, cargó la nave de los regalos más caros y envió a toda la expedición hacia Kimon.

Pocos minutos después de su aterrizaje, los diplomáticos fueron muy poco diplomáticamente expulsados del planeta. Al parecer, Kimon no sentía el menor deseo de aliarse con un planeta bárbaro de segunda fila. Cuando deseara establecer relaciones diplomáticas, así lo haría saber. La gente de la Tierra podría acudir a Kimon si así lo deseaba, pudiendo asentarse allí incluso, pero este permiso no se concedía a cualquier terrestre. Para llegar a Kimon, el individuo tendría que poseer no solo un determinado coeficiente de inteligencia, sino que también debería poseer unos impresionantes estudios universitarios.

Y así fue como se dejaron las cosas.

No iba uno a Kimon simplemente por el hecho de que deseara ir allí, sino que se había de trabajar con mucha dureza para ir.

En primer lugar, se tenía que poseer el coeficiente de inteligencia especificado, lo que dejaba ya totalmente descartado al noventa y nueve por ciento de la población terrestre.

Una vez pasada la prueba de inteligencia se tenían que afrontar penosos años de estudio al final de los cuales se pasaba un examen en el que, una vez más, la mayor parte de los aspirantes volvían a ser rechazados. Estos exámenes no los pasaba más de una persona por cada mil que se presentaban.

Año tras año, los hombres y las mujeres terrestres fueron llegando lentamente a Kimon, se asentaron allí, prosperaron y escribieron sus cartas a casa.

De aquellos que se marcharon, ninguno regresó. Una vez se había vivido en Kimon, no se podía soportar siquiera el pensamiento de regresar a la Tierra.

Y, sin embargo, a través de todos aquellos años era muy poco el conocimiento que se había logrado reunir sobre Kimon, sus habitantes y su cultura. Lo único que se sabía procedía de las cartas enviadas meticulosamente una vez a la semana a la mesa del jefe postal en Londres.

Las cartas hablaban de sueldos cien veces superiores a los pagados en la Tierra, de magníficas oportunidades para los negocios, de la cultura kimoniana, y de los propios kimonianos, pero no daban ningún detalle específico sobre la cultura, la clase de negocios que se podían hacer o cualquier otro factor.

Y quizá a los destinatarios de las cartas no les importaba demasiado aquella falta de información específica, porque casi cada una de las cartas iba acompañada de un fajo de billetes, todos ellos crujientes y nuevos, y muy, muy legales, respaldados por toneladas de uranio, bolsas de diamantes, barras de oro y otras chucherías similares, que eran depositadas de vez en cuando junto a la mesa del presidente del Banco Mundial.

Con el transcurso del tiempo, la ambición de cada una de las familias de la Tierra consistió en poder enviar por lo menos a uno de sus parientes a Kimon, pues un pariente en Kimon significaba virtualmente el poder contar con unos ingresos seguros y suficientes para el resto de la familia, durante el resto de sus vidas.

Naturalmente, la leyenda de Kimon aumentó con todo esto. Aunque, desde luego, la mayor parte de lo que se decía al respecto no era cierto. Las cartas aseguraban que Kimon no tenía calles pavimentadas con oro sólido, pues no había calles en absoluto. Las damiselas de Kimon tampoco llevaban vestidos de polvo de diamantes…, porque las damiselas de Kimon no llevaban casi nada.

Pero aquellos cuyo entendimiento iba mucho más allá de las calles de oro y de los vestidos de diamantes comprendieron muy bien que en Kimon había posibilidades mucho mayores que el oro o los diamantes. Pues, al fin y al cabo, había allí un planeta con una cultura mucho más avanzada que la de la Tierra, una gente que había aprendido o desarrollado de forma natural poderes parapsicológicos. En Kimon se podían aprender las técnicas que revolucionarían la industria y las comunicaciones galácticas. En Kimon se podía descubrir una filosofía capaz de situar a la humanidad, de la noche a la mañana, en un camino nuevo y mejor… ¿y más provechoso?

La leyenda aumentó, interpretada por cada cual de acuerdo con su intelecto y su forma de pensamiento, y siguió creciendo y creciendo…

El gobierno de la Tierra se mostraba muy servicial con todos aquellos que deseaban ir a Kimon, pues el gobierno, al igual que los individuos, podía apreciar las oportunidades que Kimon representaba para la revolución de la industria y para la evolución del pensamiento humano. Pero como no se había producido ninguna invitación para garantizar el reconocimiento diplomático, el gobierno de la Tierra permaneció sentado, esperando, planeando, haciendo todo lo posible para colocar en Kimon a la mayor cantidad de gente posible. Pero únicamente lo mejor, porque hasta el más espeso de los burócratas reconoció que la Tierra debía situar su mejor pie en Kimon.

El porqué los kimonianos permitían a la Tierra enviar a su gente, era un misterio para el que no se encontraba respuesta. Pero, al parecer, la Tierra era el único otro planeta de la galaxia al que se le había permitido enviar a su gente. Tanto los terrestres como los kimonianos eran humanoides, desde luego, pero esta no era una contestación adecuada, pues las dos razas no eran los únicos humanoides existentes en la galaxia. Para tranquilizarse a sí misma, la Tierra supuso que una cierta comprensión común, un aspecto similar, una cierta tendencia evolutiva paralela —con la Tierra algo retrasada, desde luego— entre la Tierra y Kimon, podrían ser las causas de la cualificada hospitalidad de Kimon.

Pero, fuera como fuese, Kimon era como un El Dorado galáctico, el país del no va más, un planeta que iba por delante, el lugar más adecuado para vivir, el territorio situado en uno de los extremos del arco iris.

III

Selden Bishop permaneció en el lugar similar al aparcamiento, donde le había dejado la chalupa, pues Kimon no tenía puertos espaciales, como tampoco tenía otras muchas cosas.

Permaneció allí, rodeado de su equipaje, y observó cómo la chalupa desaparecía hacia el espacio para encontrarse con la nave espacial de línea, en órbita.

Cuando ya no pudo seguir viendo la chalupa, se sentó sobre una de sus maletas y esperó.

El parque se parecía algo a uno de la Tierra, pero la similitud solo era abstracta, pues en cada uno de los detalles se notaba una sutil diferencia. Y aquello indicaba que este era un planeta extraño. Los árboles eran demasiado delgados y las flores eran de una tonalidad demasiado fuerte, mientras que la hierba era más oscura que la de la Tierra.

Los pájaros, si es que eran pájaros, parecían más bien lagartos antes que aves de la Tierra, y sus plumas no eran exactamente del color que uno suele asociar con el plumaje.

La brisa poseía un débil perfume que no era ningún perfume de la Tierra, pero con una fragancia extraña que olía como el aspecto que tiene un color, y Bishop trató de determinar, sin conseguirlo, qué color podría ser.

Sentado sobre su maleta, en medio del parque, trató de sacar de sí mismo un poco de entusiasmo, trató de silbar algo, como muestra de triunfo por encontrarse finalmente en Kimon, pero lo mejor que pudo hacer fue dar gracias por el hecho de haber conseguido llegar allí con sus veinte créditos aún intactos.

Necesitaría algo de dinero para salir adelante hasta que pudiera encontrar un trabajo.

Pero, se dijo a sí mismo, no tendría que esperar mucho tiempo hasta encontrar un trabajo.

La cuestión, desde luego, consistía en no aceptar el primero que se le ofreciera, sino ir por ahí un poco hasta hallar el que mejor le conviniera. Y sabía que eso le podría costar un poco de tiempo.

Pensando en ello, hubiera deseado tener algo más que aquellos veinte créditos.

Tendría que haberse permitido un margen algo mayor, pero eso habría significado algo menos que el mejor equipaje que pudo comprar y quizá no suficiente, pues había tenido que comprar trajes confeccionados y no hechos a medida, con todas las demás cosas en consonancia.

Se dijo que era importante causar la mejor impresión, y sentado allí, pensándolo, no conseguía sentir lástima por el dinero que había gastado en sus intentos de causar una buena impresión.

Quizá debía haberle pedido un préstamo a Morley. Morley le habría entregado cualquier cosa que le pidiera, y él podría haberle pagado en cuanto encontrara un trábalo.

Pero no le gustaba tener que pedir porque, ahora lo admitía, el pedir le habría restado valor a su recién adquirida importancia como hombre seleccionado para hacer el viaje a Kimon. Todo el mundo, hasta el propio Morley, consideraba muy bien a un hombre que había sido enviado a Kimon, y no se podía ir por ahí pidiendo un préstamo o cualquier otra clase de favor.

Recordó la última visita hecha a Morley y, ahora que lo pensaba, comprendió que aun cuando Morley era su amigo, aquella última visita tuvo más o menos el sabor de una tarea diplomática que Morley tuvo que llevar a cabo.

Morley había llegado lejos, y aún llegaría más, dentro del servicio diplomático. Tenía el aspecto de un diplomático y hablaba como tal y, según decían las viejas cabezas del departamento, poseía una mayor capacidad de comprensión que cualquier otro de los jóvenes sobre la política y las cuestiones económicas del Sector Diecinueve. Llevaba un bigote cortado que tenía un aspecto francamente cultivado y su pelo siempre estaba perfectamente en su lugar, así como su cuerpo cuando andaba, pareciendo su caminar el de una pantera.

Habían permanecido sentados en el apartamento de Morley, en un ambiente muy cómodo y amistoso, y después Morley se había levantado, recorriendo la estancia de arriba abajo, con su caminar de pantera.

—Hemos sido amigos durante mucho, mucho tiempo —dijo Morley—. Hemos estado juntos en montones de apuros.

Y los dos habían sonreído, recordando algunos de los líos en que se vieron envueltos juntos.

—Cuando me enteré de que te marchabas a Kimon —dijo Morley—, me sentí muy contento por ello, claro está. Me alegra todo aquello que pueda favorecerte. Pero también me alegré por otra razón. Me dije a mí mismo: he aquí por fin a un hombre capaz de hacer un trabajo y descubrir lo que deseamos.

—¿Qué quieres? —le había preguntado Bishop.

Y, según lo recordaba ahora, hizo la pregunta como si le hubiera estado planteando a Morley si quería beber whisky o bourbon. Aunque, pensándolo bien, nunca habría hecho aquella pregunta en particular, pues lo único que bebían los jóvenes religiosamente en la sección de relaciones extranjeras era escocés. De todos modos, le hizo la pregunta de una forma casual, aun teniendo la sensación de que no había nada de casual en toda aquella situación.

Pudo percibir una atmósfera de disimulo y captó una repentina mirada de preocupación oficial y, por un instante, se sintió un poco frío y sobresaltado.

—Debe de haber alguna forma de explotar comercialmente ese planeta —le había dicho Morley—, pero nosotros no la hemos encontrado todavía. Por lo que se refiere a los kimonianos, no parecemos existir ninguno de nosotros, y ninguno de los otros planetas.

No existe un solo planeta que no haya acordado un status diplomático. En Kimon no existe ni una sola representación oficial de ningún otro pueblo. Parece que no comercian con nadie y, sin embargo, tienen que hacerlo con alguien, pues ningún planeta, ninguna cultura, puede existir en un completo régimen de autosuficiencia. Han de tener relaciones diplomáticas en alguna parte, con alguien. Tiene que existir alguna razón que explique el porqué no reconocen a la Tierra, aparte de la razón más evidente de que somos una cultura inferior. Pues, hasta en los tiempos más bárbaros de la Tierra, hubo reconocimiento oficial de muchos gobiernos y pueblos que eran culturalmente inferiores a la nación que les reconocía.

—¿Y quieres que yo descubra todo eso?

—No —contestó Morley—, no se trata de eso. Todo lo que queremos son pistas. La pista que estamos buscando debe de estar en alguna parte; en algún lado debe de encontrarse la indicación que nos hará comprender cuál es la verdadera situación. Todo lo que necesitamos es la brecha de apertura… el pie en la puerta. Proporciónanos eso, y nosotros nos encargaremos del resto.

—Ha habido otros —le dijo Bishop—. Miles de otros. Yo no soy el único que se ha marchado a Kimon.

—Durante los últimos cincuenta años o más —admitió Morley—, la sección ha hablado con todos los demás, antes de que se marcharan, exactamente del mismo modo que yo te estoy hablando a ti ahora.

—¿Y no habéis conseguido nada?

—Nada —contestó Morley—. O casi nada. O, en cualquier caso, nada que tuviera importancia o cierto sentido.

—Fracasaron…

—Fracasaron porque una vez se encontraron en Kimon, se olvidaron de la Tierra —le dijo Morley—. Bueno, no se olvidaron por completo, no ha sido exactamente así. Pero perdieron todo sentido de la lealtad para con la Tierra. Se dejaron cegar por Kimon.

—¿Crees eso?

—No lo sé —contestó Morley—. Es la mejor explicación que tenemos. El problema consiste en que solo hablamos con ellos una vez. Y ninguno de ellos regresó. Les podemos escribir cartas, claro está. Podemos tratar de estimularles… indirectamente, desde luego. Pero no les podemos plantear ninguna pregunta de una forma directa.

—¿Censura?

—No, no se trata de censura —dijo Morley—, aunque puede que también la tengan; se trata más bien de telepatía. Los kimonianos se enterarían si tratáramos de influir con demasiada fuerza sobre sus mentes. Y no podemos correr el riesgo de que un solo pensamiento se ponga al descubierto, destrozando todo el trabajo que hemos estado haciendo.

—Pero ahora me lo estás diciendo.

—Lo olvidarás —dijo Morley—. Dispondrás de varias semanas en las que podrás olvidarlo… empujándolo hacia el fondo de tu mente.

Pero no por completo… no del todo.

—Comprendo —le había dicho Bishop.

—No me malinterpretes —dijo Morley—. No se trata de nada siniestro. No tienes que buscar nada de eso. Puede tratarse incluso de algo muy sencillo. La forma como nos peinamos. Hay alguna razón… quizá se trate de muchas razones pequeñas. Y tenemos que conocer esas razones.

Morley abandonó el tema con la misma rapidez con que lo había iniciado, sirvió otra ronda de bebidas, se volvió a sentar y habló de los días de la escuela y de las chicas que habían conocido y de los fines de semana pasados en el campo.

Después de todo, había sido una tarde agradable.

Pero eso había sucedido hacía ya varias semanas y desde entonces apenas si lo había recordado. Ahora, se encontraba aquí, en Kimon, sentado sobre una de sus maletas, en medio del parque, esperando que apareciera algún kimoniano para darle la bienvenida.

Durante todo el tiempo que permaneció sentado, se estuvo preparando para la llegada de algún kimoniano. Sabía qué aspecto tendría y no debería haberse sorprendido.

Pero cuando llegó el nativo, se sorprendió.

Porque el nativo medía dos metros de altura y era un ser parecido a un dios, como un humanoide esculpido que, para su mayor sorpresa, resultó ser mucho más humano de lo que él se había imaginado.

En un momento determinado se encontraba sentado solo en el pequeño claro del parque y al momento siguiente se encontró con que el nativo estaba a su lado.

Bishop se levantó y el kimoniano dijo:

—Nos alegramos de que esté aquí. Bien venido a Kimon, señor.

La inflexión del nativo fue tan precisa y hermosa como su cuerpo de escultura.

—Gracias —dijo Bishop.

Se dio cuenta inmediatamente de que aquella palabra era inadecuada, y de que su voz sonaba vacilante y de que pronunciaba mal en comparación con el nativo. Mirando al kimoniano, tuvo la sensación de que, en comparación, tenía una figura arrugada y desaseada.

Se metió la mano en el bolsillo, en busca de sus papeles, y notó todos los dedos desmañados, de modo que tuvo que rebuscar los papeles hasta que al final los encontró y los sacó —más bien los extrajo— y se los tendió al ser que estaba esperando.

El kimoniano los hojeó —no hizo otra cosa, simplemente hojearlos—, y después dijo:

—Selden Bishop. Mucho gusto en conocerle. Su coeficiente de inteligencia, 160, es muy satisfactorio. Los resultados de sus exámenes son extraordinarios, si me permite decirlo. Las recomendaciones son buenas. El visto bueno de la Tierra está en orden. Y ya veo que ha llegado bien. Me alegro de tenerle aquí.

—Pero… —balbució Bishop.

Y se apresuró a cerrar la boca. No podía decirle a aquel ser que se había limitado a hojear las páginas y que no podía haberlas leído. Porque, evidentemente, lo había hecho.

—¿Ha tenido un vuelo agradable, señor Bishop?

—El más agradable de todos —contestó Bishop y se sintió lleno de orgullo al poder contestar de un modo tan educado y fácil.

—Su equipaje muestra un gusto excelente —dijo el nativo.

—¡Oh, gracias!

Y después se sintió lleno de rabia. ¿Qué derecho tenía aquella persona a emitir un juicio sobre su equipaje?

Pero el nativo no pareció darse cuenta de aquello.

—¿Quiere ir al hotel? —preguntó.

—Si no le importa —dijo Bishop, hablando de un modo tirante, controlándose a sí mismo.

—Permítame —dijo el nativo.

Bishop vio las cosas borrosas a su alrededor durante un solo segundo —con una sensación brumosa definitiva—, como si el universo hubiera desaparecido rápidamente de su enfoque. Después, se encontró de pie, no en el claro del parque, sino en un nicho unipersonal en el vestíbulo de un hotel, con sus maletas perfectamente ordenadas a su lado.

IV

Mientras permaneció sentado en el claro, esperando al nativo, después de que le dejara la chalupa, había pasado por alto la sensación de triunfo, pero ahora se sintió como golpeado por ella; era una sensación pesada y casi de borrachera de triunfo la que le recorrió todo el cuerpo y se elevó por su cuello para sofocarle.

¡Esto era Kimon! ¡Finalmente estaba en Kimon! Después de todos aquellos años de estudio, se encontraba por fin aquí… en el lugar fabuloso por el que tanto había trabajado durante tantos años, para poder llegar.

Un elevado coeficiente de inteligencia… sí, un elevado coeficiente de inteligencia y muchos años de estudio y unos exámenes rígidos que solo pasaba uno entre mil.

Se mantuvo en el nicho, con la sensación de permanecer oculto, dándose un momento para recuperarse del esplendor de lo que finalmente tenía que pasar y tratando de controlar el momento en el que el triunfo irrazonable se abriera camino y surgiera.

El triunfo era algo que no se debía dejar manifestarse. Era algo que no debía mostrar.

Se trataba de algo personal y, como tal, debía ocultarlo profundamente en su interior.

Podía haber sido uno de los mil que se quedaron en la Tierra, pero aquí estaba, al mismo nivel que todos aquellos que le habían precedido. Quizá no se encontrara todavía al mismo nivel, pues ellos conocerían ya las costumbres mientras que él aún tendría que aprenderlas.

Los observó en el vestíbulo —aquellas personas fabulosas, con suerte, que le habían precedido; la brillante compañía con la que había soñado durante todos aquellos pesados años—; era la compañía con la que no tardaría en unirse, los oriundos de la Tierra que fueron juzgados aptos para venir a Kimon.

Porque solo los mejores podían venir… los mejores y los más astutos y rápidos. La Tierra tenía que dirigir hacia allí a sus mejores hombres porque, en caso contrario, ¿cómo convencería jamás a Kimon de que era un planeta hermano?

Al principio, la gente que estaba en el vestíbulo no fue más que una multitud. Una multitud que brillaba y se movía, pero con esa curiosa falta de personalidad que acompaña a toda multitud. Pero ahora, mientras observaba, la multitud se disolvió en individuos y él los vio, no como un grupo, sino como los hombres y mujeres que no tardaría en conocer.

No vio al encargado hasta que el nativo se encontró frente a él. El encargado parecía aún más alto y elegante que el nativo que le había salido al encuentro en el claro.

—Buenas tardes, señor —dijo el encargado—. Bien venido al Ritz.

—¿El Ritz? —preguntó Bishop, mirándole fijamente—. ¡Oh, sí, se me había olvidado!

Este lugar es el Ritz.

—Nos alegramos mucho de tenerle con nosotros —dijo el encargado—. Esperamos que su estancia entre nosotros sea muy larga.

—Claro —dijo Bishop—. Yo también lo espero.

—Se nos había notificado su llegada, señor Bishop —dijo el encargado—. Nos hemos tomado la libertad de reservarle habitaciones. Confío en que serán satisfactorias.

—Estoy seguro de que lo serán —dijo Bishop.

¡Como si en Kimon pudiera haber algo que no fuera satisfactorio!

—Quizá quiera vestirse —dijo el encargado—. Todavía queda tiempo para la cena.

—¡Oh, claro! —exclamó Bishop—. Claro que lo haré.

Y no había dicho que lo deseara.

—Enviaremos su equipaje arriba —dijo el encargado—. No hay necesidad de registrarse. De eso ya nos encargamos. Si me permite, señor.

V

Las habitaciones eran satisfactorias.

Había tres en total.

Sentado en una silla, Bishop se preguntó cómo podría pagarlas.

Al recordar sus únicos veinte créditos, se sintió lleno de un pánico momentáneo.

Tendría que conseguir un trabajo antes de lo que había planeado, pues los veinte créditos no le durarían mucho con un alojamiento como este. Aunque suponía que, si solicitaba algún crédito, se lo darían.

Pero renunció a la idea de solicitar un crédito, de verse obligado a admitir que le quedaba poco dinero. Hasta el momento, lo había hecho todo del modo más correcto.

Había llegado a bordo de una nave de línea, y no de un destartalado carguero; su equipaje —¿qué era lo que había dicho el nativo?— era de un gusto espléndido; su guardarropa era todo lo bueno que se podía esperar; y esperaba no haber comunicado a nadie el pánico y la consternación sentidos ante el lujo de la suite.

Se levantó de la silla y deambuló por la habitación. No había alfombra, pues el propio suelo era blando y cedía ligeramente y uno dejaba huellas momentáneas al caminar; huellas que desaparecían, volviendo a dejar el piso suave y liso casi inmediatamente después de haber pasado.

Se dirigió hacia una ventana y estuvo mirando por ella. La tarde estaba muriendo y el paisaje aparecía cubierto por un color azulado… y no había nada, absolutamente nada, excepto campo. No podía ver desde allí ninguna carretera y ninguna luz que hubiera podido indicarle la presencia de otros habitantes.

«Quizá me encuentre en la parte posterior del edificio», pensó. Al otro lado tendrían que haber calles y carreteras y casas y tiendas.

Volvió a la habitación y la miró… los muebles terrestres, de una elegancia tan serena que casi gritaba; la maravillosa chimenea de mármol veteado; las estanterías de libros; el brillo de la madera antigua; las pinturas sin igual que colgaban de las paredes, y la gran vitrina que llenaba casi por completo uno de los extremos de la habitación.

Se preguntó qué podría ser aquella vitrina. Era algo maravilloso, con un aspecto antiguo y pulimentado… no a causa de la cera, no, sino que el brillo había sido hecho por las manos humanas y el tiempo.

Se dirigió hacia ella.

—¿Algo de beber, señor? —preguntó la vitrina.

—No me importaría —contestó Bishop.

Entonces se detuvo, rígido, dándose cuenta de que la vitrina había hablado y de que él había contestado.

Se abrió un panel en la vitrina y la bebida apareció allí.

—¿Música? —preguntó la vitrina.

—Por favor —dijo Bishop.

—¿Tipo?

—¿Tipo? ¡Oh!, comprendo. Algo alegre, pero también un poco melancólico. Como el crepúsculo de la tarde extendiéndose sobre París. ¿Quién había empleado aquella misma frase? Uno de los antiguos escritores… Fitzgerald. Estoy seguro de que fue Fitzgerald.

La música le hizo recordar aquella hora crepuscular sobre la ciudad, muy lejos, en la Tierra, y percibió el aroma de abril y distantes risas femeninas y el brillo del pavimento bajo la lluvia recién caída.

—¿Desea alguna otra cosa, señor? —preguntó la vitrina.

—Nada más, por el momento.

—Muy bien, señor. Dispone de una hora para vestirse para la cena.

Abandonó la habitación, sorbiendo la bebida mientras lo hacía… y esta tenía un cierto sabor peculiar.

Entró en el dormitorio y probó la cama, que era satisfactoriamente suave. Examinó el aparador y el cristal que cubría la pared. Echó un vistazo al cuarto de baño y vio que estaba equipado con una afeitadora y con un masajeador automático, y que disponía igualmente de ducha y bañera, de una máquina para hacer ejercicios y de toda una serie de otros artilugios que no conocía.

Después, echó un vistazo a la tercera habitación.

Se encontraba casi vacía, teniendo en cuenta cómo estaban las otras dos. En el centro había una silla con grandes brazos planos, y en cada uno de los brazos había muchas filas de botones.

Se aproximó a la silla con precaución, preguntándose qué era… qué clase de trampa sería aquella. Aunque aquel pensamiento resultaba tonto, pues no había ninguna clase de trampas en Kimon. Estaba en Kimon, el país de la oportunidad, donde un hombre podía hacer una fortuna y vivir lleno de lujo con una inteligencia y una cultura que era la mejor encontrada en toda la galaxia.

Se inclinó sobre los anchos brazos de la silla y descubrió que cada uno de los botones estaba etiquetado. Los nombres decían: «Historia», «Poesía», «Drama», «Escultura», «Literatura», «Pintura», «Astronomía», «Filosofía», «Física», «Religiones» y otras muchas cosas. Y había unos cuantos botones que estaban etiquetados con palabras que nunca había visto y que no tenían ningún significado para él.

Permaneció en la habitación y miró a su alrededor, observando su rigidez, y se dio cuenta entonces de que no tenía ventanas, sino que era simplemente una especie de caja, como un teatro o una sala de lectura. Se sentaba uno en la silla, apretaba uno de los botones, y…

Pero no quedaba tiempo ahora para eso. La vitrina le había dicho que disponía de una hora para vestirse para la cena, y ya había transcurrido una parte de ese tiempo.

El equipaje estaba en el dormitorio y abrió la maleta que contenía su ropa para cenar.

La chaqueta estaba muy arrugada.

Permaneció con ella en las manos, mirándola fijamente. Quizá desaparecieran las arrugas al llevarla puesta. Quizá…

Pero sabía que no.

La música se detuvo y la vitrina preguntó:

—¿Hay algo que desee, señor?

—¿Puede planchar una chaqueta para cenar?

—Claro que puedo, señor.

—¿Cuánto tardará?

—Cinco minutos —contestó la vitrina—. Deme también los pantalones.

VI

Sonó el timbre y se dirigió hacia la puerta.

Un hombre estaba al otro lado.

—Buenas noches —saludó el hombre—. Me llamo Montague, pero me llaman Monty.

—¿Quiere entrar, Monty?

El hombre entró y observó la habitación.

—Un lugar bonito —dijo.

Bishop asintió con un gesto de cabeza.

—Yo no había pedido nada. Simplemente, me lo dieron.

—Son muy inteligentes estos kimonianos —dijo Monty—. Sí, señor, muy inteligentes.

—Me llamo Selden Bishop.

—¿Acaba de llegar? —preguntó Monty.

—Hace aproximadamente una hora.

—Supongo que estará asombrado por lo maravilloso de este lugar, ¿verdad?

—No sé nada de él —le dijo Bishop—. Lo he estudiado, desde luego.

—Lo sé —dijo Monty, mirándole de soslayo—. Solo estoy siendo amistoso. Nueva víctima y todo eso, ya sabe.

Bishop sonrió porque, en realidad, no sabía muy bien lo que debía hacer.

—¿Cuál es su trabajo? —preguntó Monty.

—Negocios —dijo Bishop—. Aspiro a la administración.

—Muy bien —dijo Monty—. Supongo que eso le deja fuera. No estará interesado.

—¿En qué?

—En el fútbol. O en el béisbol. O en el críquet. Pero no parece usted del tipo atlético.

—Nunca dispuse de tiempo para eso.

—Lástima —dijo Monty—. Tiene una buena constitución para ello.

En aquel momento, la vitrina preguntó:

—¿Desea alguna bebida el señor?

—Sí, por favor —contestó Monty.

—¿Y otra para usted, señor?

—Sí, por favor —contestó Bishop.

—Vaya a vestirse —aconsejó Monty—. Yo me sentaré aquí, a esperarle.

—Su chaqueta y sus pantalones, señor —dijo la vitrina.

Se abrió una puerta y allí estaban, limpios y planchados.

—No sabía que practicaran deportes por aquí —comentó Bishop.

—¡Oh! En realidad no lo hacemos —dijo Monty—. Esto es solo una aventura de negocios.

—¿Una aventura de negocios?

—Claro. Dé a los kimonianos algo por lo que apostar. Acudirán. Al menos durante algún tiempo. Es que, ¿sabe?, no pueden apostar…

—No veo por qué no pueden hacerlo…

—Bueno, considérelo por un momento. No tienen ninguna clase de deportes de competición, ya sabe. No sería posible. Por la telepatía. Sabrían con tres movimientos de antelación lo que se proponían hacer sus contrincantes. Por la telequinesis. Pueden mover un objeto, o un balón, o cualquier otra cosa sin mover un dedo. Ellos…

—Creo que ya comprendo —dijo Bishop.

—Así es que hemos planeado crear varios equipos y celebrar partidos de exhibición.

Pondremos todo el entusiasmo que podamos. Ellos acudirán en tropel para verlo.

Pagarán entrada. Harán apuestas. Nosotros, desde luego, haremos las entradas y cobraremos nuestras comisiones. Será algo muy bueno mientras dure.

—No durará mucho, claro.

Monty dirigió una larga mirada a Bishop.

—Comprende usted con rapidez —dijo—. Saldrá adelante.

—Las bebidas, caballeros —dijo la vitrina.

Bishop tomó las bebidas y tendió una de ellas a su visitante.

—Será mejor que le diga unas cuantas cosas —dijo Monty—. Así también examinaré lo que puede hacer. No necesita saber mucho para ello.

—Está bien —le dijo Bishop agradablemente—. Adelante, dígame unas cuantas cosas.

—No tiene usted mucho dinero —dijo Monty.

—¿Y cómo lo sabe?

—Está sobresaltado ante esta habitación —comentó Monty.

—¿Telepatía? —preguntó Bishop.

—Se ha dado cuenta por casualidad —dijo Monty—. Pero solo por los márgenes.

Nunca logrará ser tan bueno como lo son ellos. Nunca. Pero se recogen cosas de vez en cuando… una especie de otro sentido que se introduce en uno. Después de haber permanecido aquí el tiempo suficiente.

—Había esperado que nadie se diera cuenta.

—Muchos de ellos se darán cuenta, Bishop. No pueden evitar el darse cuenta por la forma en que usted mismo lo está transmitiendo. Pero no se preocupe. Todos nosotros somos amigos. Se podría decir que estamos aliados contra el enemigo común. Si necesita un préstamo…

—Todavía no —dijo Bishop—. Ya se lo haré saber cuando lo necesite.

—A mí —dijo Monty—, o a cualquier otro. Todos nosotros somos amigos. Tenemos que serlo.

—Gracias.

—De nada. Y ahora, vaya a vestirse. Me quedaré aquí sentado esperándole. Le llevaré abajo, conmigo. Todo el mundo está esperando para encontrarse con usted.

—Es bueno saberlo —dijo Bishop—. Me siento bastante extraño aquí.

—¡Oh, no! —dijo Monty—. No tiene por qué sentirse así. Ya sabe que no son muchos los que vienen.

Los que estamos aquí, todos queremos saber cosas de la Tierra.

Hizo rodar la copa de cristal entre sus dedos.

—¿Qué hay de la Tierra? —preguntó.

—¿Qué hay…?

—Sí, continúa estando allí, desde luego. ¿Pero cómo van las cosas? ¿Cuáles son las noticias?

VII

No había visto el hotel antes. Había tenido una visión confusa del mismo desde el nicho del vestíbulo, con su equipaje ordenadamente colocado junto a él, antes de que el encargado le acompañara arriba y le mostrara sus habitaciones.

Pero ahora se dio cuenta de que se trataba de un lugar sustancialmente extraño, con fuentes y música oculta en ellas, con el trazo de los arco iris suspendidos en el aire, con brillantes columnas de cristal que captaban, reflejaban y duplicaban muchas veces toda la construcción del vestíbulo, de modo que uno se veía inmediatamente atrapado en la ilusión de que aquel lugar se extendía más y más allá, y al mismo tiempo se podía cortar una sección del mismo en la mente, como una esquina íntima para un grupo de amigos.

Era ilusión y sustancialidad, belleza y una sensación de hogar… y Bishop sospechó que también era todas las cosas para todos los hombres y lo que uno quisiera hacer con ello.

Un lugar de magia extraordinaria que le divorciaba a uno del mundo y de las crudezas del mundo, con una alegría que no era frágil, con un sentimentalismo que se detenía antes de convertirse en algo barato, y que transmitía una sensación de bienestar y de autoimportancia por el simple hecho de saberse parte de un lugar así.

No había ningún lugar así en la Tierra, no podía haber un lugar así en la Tierra, porque Bishop sospechaba que en este edificio había algo más que planificación humana, algo más que habilidad arquitectónica humana. Se penetraba en un lugar encantado y se hablaba como con magia y se sentía cómo el centelleo y el brillo del lugar vivían dentro del propio cerebro.

—Esto cautiva —comentó Monty—. Siempre observo los rostros de los recién llegados cuando entran aquí por primera vez.

—Se acostumbrará uno al cabo de un tiempo —observó Bishop, sin llegar a creérselo.

—Amigo mío —dijo Monty, sacudiendo la cabeza—, uno nunca se acostumbra a esto.

En realidad, no es que le sorprenda mucho a uno, pero permanece con uno durante todo el tiempo. Un ser humano no vive el tiempo suficiente como para acostumbrarse por completo a un lugar como este.

Había tomado la cena en el comedor, que era de estilo antiguo y solemne, con una antigüedad de otro mundo y una atmósfera silenciosa, como la de esos sitios donde se camina de puntillas, con camareros kimonianos siempre junto a uno, preparados para recomendar un plato determinado o para ofrecer alguna indicación sobre el vino que debía probarse.

Monty tomó café mientras él comió y hubo otros muchos que acudieron presurosos para detenerse un momento y darle la bienvenida y preguntarle por la Tierra, utilizando siempre una casualidad estudiada, mostrando siempre un afán en sus ojos que negaba aquella casualidad.

—Le hacen sentirse a uno como en casa —dijo Monty—, y lo que dicen, lo dicen de verdad. Se sienten muy alegres cuando llega alguien nuevo.

Él se sentía en casa, mucho más de lo que jamás se había sentido en toda su vida, como si ya empezara a adaptarse. No había esperado poder adaptarse con tanta rapidez y se sentía ligeramente asombrado por ello… pues aquí estaba toda la gente con la que había soñado encontrarse y ahora, finalmente, él también estaba con ellos. Se podía sentir su fuerza magnética, el magnetismo personal que les había convertido en seres grandes, lo bastante grandes como para merecer estar en Kimon, y ahora, mirándolos, se preguntaba a cuál de ellos iría a conocer, cuáles de entre ellos serían sus amigos, se sintió aliviado cuando descubrió que no se esperaba que pagara su cena o sus bebidas, sino que solo debía firmar una nota, y una vez introducido en esta modalidad, todo le pareció más luminoso, pues la cena en sí habría sido suficiente para arrancarle un buen pellizco de los veinte créditos que aún conservaba en el bolsillo.

Una vez terminada la cena y cuando Monty se había alejado para hablar con otros, se encontró en el bar, sentado en una silla y saboreando una bebida que el barman kimoniano le recomendó como algo especial.

La muchacha surgió de ninguna parte, flotó hasta la silla que había junto a él y dijo:

—¿Qué es lo que estás bebiendo, amigo?

—No lo sé —contestó Bishop, y haciendo un gesto hacia el hombre que estaba detrás de la barra, añadió—: Pídele que te ponga uno.

El barman le escuchó y se puso a trabajar inmediatamente con las botellas y la coctelera.

—Eres un recién llegado de la Tierra, ¿verdad? —preguntó la chica.

—Sí, recién llegado —contestó Bishop.

—No es tan malo —comentó ella—. Quiero decir, si no lo piensas.

—No lo pensaré —prometió Bishop—. No pensaré en nada.

—Claro, que te irás acostumbrando —dijo la chica—. Al cabo de un tiempo no te importa la falta de diversión. Y llegas a pensar, ¡qué demonios!, que se rían todo lo que quieran mientras a mí me vaya bien. Pero llegará el día en que…

—¿De qué estás hablando? —preguntó Bishop—. Aquí está tu bebida. Llévate eso a los labios y…

—Llegará el día en que seamos viejos para ellos, cuando ya no les divirtamos más.

Cuando hayamos pasado de moda. No podemos estar pensando siempre en nuevos trucos. Fíjate en mis pinturas, por ejemplo…

—Mira —le dijo Bishop—, estás hablándome de cosas que no comprendo.

—Ven a verme dentro de una semana —dijo ella—. Me llamo Maxine. Solo tienes que pedir ver a Maxine. Dentro de una semana podremos hablar. Hasta luego, Buster.

Flotó por encima de la silla y, de repente, desapareció.

Ni siquiera había tocado su bebida.

VIII

Subió a sus habitaciones y se quedó largo rato mirando por una ventana, hacia el monótono paisaje iluminado por una luna.

Su cerebro estaba lleno de extrañeza. La extrañeza y la novedad y las muchas preguntas, el asombro de encontrarse finalmente aquí, de ir dándose cuenta lentamente y por completo de que estaba aquí, de que él era una de esas personas brillantes y fabulosas en cuya compañía había soñado estar durante años.

Los largos y pesados años parecieron haber desaparecido de él, aquellos años de libros y estudios, los años de un afán decidido, los años hambrientos, ansiosos y duros en los que llevó una vida monacal, mortificando el cuerpo y el alma para impulsar más su intelecto.

Los años desaparecieron y sintió la novedad de sí mismo, así como la novedad de la propia escena. Se sentía rodeado de limpieza, novedad y de una repentina sensación de gloria.

Finalmente, la vitrina se dirigió a él.

—¿Por qué no prueba el «Vívalo», señor?

Bishop giró con rapidez, observando a su alrededor.

—¿Te refieres…?

—A la tercera habitación —dijo la vitrina—. La encontrará muy divertida.

—¡El vívalo!

—Eso es —confirmó la vitrina—. Se coge y se vive.

Algo que sonaba como si se hubiera extraído del libro de Alicia en el país de las maravillas.

—Es seguro —dijo la vitrina—. Es perfectamente seguro. Puede regresar en cualquier momento que lo desee.

—Gracias —dijo Bishop.

Penetró en la habitación y se sentó en la silla, estudiando los botones que había en los brazos.

¿Historia?

Podría venir muy bien, se dijo a sí mismo. Sabía un poco de historia. Había estado interesado en ella, asistió a varios cursos y también a numerosas conferencias suplementarias.

Y entonces apretó el botón de «Historia».

Delante de la silla se encendió un panel y apareció un rostro; era el rostro de un kimoniano, con ese tono bronceado y dorado y esa belleza clásica de la raza.

«¿Es que no habrá ninguno de ellos que sea feo? —se preguntó Bishop—. ¿No hay ninguno feo, o lisiado, como en el resto de la humanidad?».

—¿Qué tipo de historia, señor? —le preguntó el rostro de la pantalla.

—¿Tipo?

—Galáctica, kimoniana, Tierra… casi cualquier lugar que usted desee.

—Tierra, por favor —contestó Bishop.

—¿Especificaciones?

—Inglaterra —dijo Bishop—. El 14 de octubre de 1066. En un lugar llamado Senlac.

Y se encontró allí.

Ya no estaba en la habitación, sentado en aquella única silla y rodeado por las cuatro paredes desnudas, sino que se encontraba sobre una colina, con un soleado tiempo otoñal, con el dorado y el rojo de los árboles y el color azulado de la neblina y los gritos de los hombres.

Permaneció como enraizado sobre la hierba que se movía impulsada por el viento, sobre la ladera de la colina, y vio que la hierba se había convertido en heno con el tiempo y el brillo del sol… y más allá de la hierba y de la colina, agrupados en la llanura, vio a un desordenado grupo de hombres montados a caballo, con el sol brillando sobre sus cascos y reflejándose en sus escudos, y con los estandartes del leopardo ondeando al viento.

Era el sábado 14 de octubre y sobre la colina se encontraban las huestes de Harold, detrás de sus escudos y antes de que el sol cobrara más fuerza se pondrían en movimiento para configurar el destino del imperio.

Taillefer, pensó. Taillefer cabalgará en la vanguardia de la carga de Guillermo, cantando la Chanson de Roland y haciendo girar su espada en el aire para convertirla así en una rueda de fuego con la que dirigir a los otros.

Los normandos se lanzaron a la carga y allí no apareció Taillefer. No hubo nadie que hiciera girar su espada en el aire. No hubo canciones. Solo se escucharon gritos y el terrible rugido de los hombres cabalgando hacia su muerte.

Los hombres montados a caballo estaban cargando directamente hacia él y él se dio media vuelta y trató de echar a correr, pero no pudo alejarse mucho y ellos se abalanzaron sobre él. Vio el brillo de los cascos de los caballos y el acero cruel de las herraduras, la brillante punta de las lanzas, las vacilantes vainas de las espadas, vacías, el rojo y el verde y el amarillo de las capas, lo deslustrado de las armaduras, las abiertas y rugientes bocas de los hombres… y estaban ya sobre él. Y pasaron a través de él y sobre él, como si no estuviera allí.

Dejó de correr, con el corazón martilleándole en el pecho y, como si lo sintiera desde algún lugar muy lejano, notó el viento producido por los caballos lanzados a la carga, que corrían a su alrededor.

Sobre la colina se escuchaban fuertes gritos de «¡Ut! ¡Ut!» y el agudo y nítido choque del acero. A su alrededor se levantaban nubes de polvo y en alguna parte, a su izquierda, un caballo estaba agonizando. Por entre el polvo, distinguió la figura de un hombre, que bajaba corriendo la colina. Tropezó y cayó y se levantó y echó a correr de nuevo y Bishop pudo ver que de su armadura desgarrada surgía la sangre que se deslizaba por el metal, rociando a los muertos, salpicando la hierba seca mientras corría colina abajo.

Los caballos regresaron de nuevo, algunos de ellos sin jinete, cabalgando con sus cuellos estirados hacia adelante, con las riendas sueltas al viento, con la espuma surgiendo de sus bocas.

Un hombre se dobló sobre la silla y cayó, pero su pie quedó enganchado del estribo y su caballo, tirando de él, le arrastró a su lado.

Arriba, sobre lo más alto de la colina, los guerreros sajones estaban gritando, llenos de júbilo y a través del polvo que ya iba cayendo, vio los cuerpos destrozados caídos junto al muro protector.

¡Dejadme salir de aquí!, estaba gritándose Bishop a sí mismo. ¿Cómo salgo de aquí?

¡Dejadme salir…!

Y se encontró fuera, de nuevo en la habitación, con su única silla y las cuatro paredes desnudas.

Se sentó allí tranquilamente y pensó:

Allí no estaba Taillefer.

No había nadie cabalgando y cantando y haciendo girar su espada en el aire.

La historia de Taillefer no era más que la imaginación de algún copista que había improvisado sobre la misma historia, mientras permanecía ajeno a la escena durante todo el tiempo.

Pero los hombres habían muerto. Habían bajado cabalgando por la colina, vacilantes a causa de sus heridas, y habían muerto. Se habían caído de sus caballos, siendo arrastrados hasta la muerte por sus enloquecidas monturas. Habían bajado arrastrados por la colina, quedándoles solo unos pocos minutos de vida y con un susurro en sus gargantas.

Se levantó y se dio cuenta de que le temblaban las manos.

Se dirigió, con paso vacilante, hacia la habitación contigua.

—¿Se va a acostar, señor? —preguntó la vitrina.

—Sí, creo que lo haré —contestó Bishop.

—Muy bien, señor. Cerraré y apagaré.

—Eso es muy amable por tu parte.

—Simple rutina, señor —dijo la vitrina—. ¿Desea alguna cosa más?

—Nada más —contestó Bishop—. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo la vitrina.

IX

A la mañana siguiente se dirigió a la agencia de empleo que encontró en un rincón del vestíbulo del hotel.

No había nadie allí excepto una chica kimomana, una rubia alta, perfectamente configurada. Una mujer, pensó Bishop, extraída de algún mito griego clásico, una diosa rubia traída a la vida y a la belleza. No llevaba puesta la fluida vestimenta griega, pero podría haberla llevado. Para decir la verdad, llevaba puesta muy poca cosa, y así era mucho mejor.

—Es usted nuevo —dijo ella.

Él asintió con un gesto.

—Espere, ya lo sé —dijo ella, mirándole—. Selden Bishop, edad, veintinueve años terrestres; coeficiente de inteligencia, 160.

—Sí, señora —admitió él.

Le hizo sentirse como si tuviera que inclinarse y restregarse por el suelo.

—Administración de negocios, ¿verdad? —preguntó ella.

Y volvió a asentir con un gesto.

—Por favor, siéntese, señor Bishop, y hablaremos al respecto.

Se sentó y estuvo pensando: no es correcto que una mujer tan hermosa sea tan grande y fornida. Ni tan competente.

—A usted le gustaría empezar a hacer algo —dijo la chica.

—Eso es lo que pensaba.

—Se especializó usted en administración de negocios. Me temo que no hay muchas salidas en ese campo en particular.

—En realidad, no espero demasiado para empezar —le dijo Bishop con lo que esperaba fuese una actitud modesta y realista—. Casi me conformaría con cualquier cosa, hasta que pueda demostrar mi valor.

—Tendrá que empezar desde el principio. Y eso le costará dos años de entrenamiento.

No solo en métodos, sino también en actitudes y filosofía.

—Yo no…

Dudó Había querido decir que no le importaría. Pero le importaría. Sí, le importaría mucho.

—Pero me he pasado años… —dijo—. Sé…

—¿Negocios kimonianos?

—¿Hay tanta diferencia?

—Supongo que lo sabe todo sobre, por ejemplo, contratos.

—Claro que lo sé.

—En todo Kimon no hay nada que se parezca a un contrato.

—Pero…

—No hay necesidad de ninguno.

—¿Integridad?

—Eso, y también otras cosas.

—¿Otras cosas?

—Ahora no lo comprendería.

—Inténtelo.

—Sería inútil, señor Bishop. Se trata de conceptos completamente nuevos para usted.

Conceptos de comportamiento, de motivaciones. En la Tierra, la motivación es el beneficio…

—¿No lo es aquí?

—En parte. En una parte muy pequeña.

—¿Y los otros motivos…?

—Desarrollo cultural, por ejemplo. ¿Puede imaginarse una necesidad de desarrollo cultural que sea tan poderosa como la motivación del beneficio?

—No, no puedo —contestó Bishop con honradez.

—Aquí, sin embargo —dijo la mujer—, es la motivación más fuerte de las dos. Pero eso no es todo. El dinero es otra cosa. En realidad, no tenemos verdadero dinero. Ninguna moneda que cambie de manos.

—Pero hay dinero. Billetes de créditos.

—Únicamente para conveniencia de su propia raza —dijo ella—. Nosotros creamos sus valores de dinero y sus pruebas de riqueza, para poder así contratar sus servicios y pagarles… y puedo añadir que les pagamos muy bien. Hemos pasado por todas las fases.

El dinero que hemos creado es tan válido como cualquier otro de la galaxia. Está respaldado por depósitos efectuados en bancos terrestres y es de circulación legal en lo que a ustedes concierne. Pero los kimonianos no empleamos dinero entre nosotros.

—No lo entiendo —admitió Bishop, sin saber qué decir.

—Claro que no puede entenderlo —dijo ella—. Es algo completamente nuevo para usted. Su cultura está constituida de modo que tiene que existir una cierta seguridad física de la riqueza de cada persona, así como de su valor. Aquí no necesitamos de esa clase de seguridades físicas. Aquí, cada persona lleva en su cabeza la simple contabilidad de su debe y su haber. Está allí para que cada persona la sepa. Está allí para que sus amigos y socios de negocios vean en cualquier momento lo que deseen.

—Entonces, no es negocio —dijo Bishop—. Al menos, no es negocio tal y como yo pienso en él.

—Exactamente —admitió ella.

—Pero yo estoy entrenado para los negocios. Yo me pasé…

—Años y años de estudio. Pero sobre los métodos de negocios de la Tierra, no de Kimon.

—Pero aquí hay hombres de negocios. Cientos de ellos.

—¿Los hay? —preguntó ella.

Y le estaba sonriendo. No era una sonrisa de superioridad, y tampoco de sarcasmo… simplemente, le sonreía.

—Lo que necesita es establecer contacto cor kimonianos —dijo ella—. Una oportunidad para conocer lo que quiere hacer. Una oportunidad para apreciar nuestro punto de vista y comprender un poco cómo hacemos las cosas.

—Eso me parece bien —dijo Bishop—. ¿Cómo lo puedo hacer?

—Ha habido casos —dijo la mujer— en que la gente de la Tierra ha vendido sus servicios como acompañantes.

—No creo que eso me vaya muy bien. Suena… bueno como si se tratara de cuidar bebés o de leer algo a señoras viejas, o…

—¿Sabe tocar algún instrumento, o cantar? Bishop sacudió la cabeza, negando.

—¿Pintar? ¿Dibujar? ¿Bailar? No sabía hacer nada de aquello.

—Quizá boxear —preguntó la chica—. Combate físico. Eso es popular a veces, si no se hace demasiado a fondo.

—¿Se refiere a la lucha de competición?

—Creo que es así como lo describen ustedes.

—No, no sé hacerlo —dijo Bishop.

—Eso no nos deja con muchas cosas —comentó ella mientras recogía algunos papeles.

—¿Transporte? —preguntó él.

—El transporte es una cuestión personal. —Claro que lo era, se dijo. Por medio de la telequinesis se podía transportar uno mismo o cualquier cosa que uno deseara mover con la mente… sin ninguna ayuda mecánica.

—Comunicaciones —apuntó débilmente—. Pero supongo que será lo mismo, ¿verdad?

Ella asintió con un gesto. Con la telepatía, no podía ser de otro modo.

—¿Posee conocimientos sobre transporte y comunicaciones, señor Bishop?

—Sí, según la variedad de la Tierra —contestó Bishop—. Supongo que eso no sirve de nada aquí.

—Absolutamente de nada —confirmó ella—. Pero puede que organicemos sesiones de lectura. Algunos de nosotros le ayudarán a reunir todos sus materiales.

—No sirvo para eso —dijo Bishop, haciendo un gesto negativo con la cabeza.

Ella se levantó.

—Ya le miraré algo —dijo—. Vuelva a pasarse por aquí. Encontraremos algo que se adapte a usted.

—Gracias —dijo él.

Y regresó al vestíbulo del hotel.

X

Salió a dar un paseo.

No había carreteras ni caminos.

No había nada.

El hotel estaba en la llanura y no había nada más.

Ningún edificio a su alrededor. Ningún pueblo. Nada de carreteras. Nada.

Permanecía allí, enorme y adornado y solitario, como un pastel de bodas colocado fuera de lugar.

Se elevaba reciamente contra el horizonte, pues no había ningún otro edificio con el que pudiera armonizar o que pudiera suavizar su aspecto. Tenía el aspecto de algo que alguien había dejado caer allí, abandonándolo a causa de las prisas.

Deambuló por la llanura, dirigiéndose finalmente hacia unos árboles que, según pensó, debían de señalar el curso de un río, y se preguntó por qué no habría allí ni caminos, ni carreteras, pero, de repente, se dio cuenta del porqué no los había.

Pensó en los muchos años que se había pasado metiendo en su cerebro teoría sobre la administración de negocios, y recordó el enorme libro de extractos de las cartas enviadas a casa desde Kimon, indicando que allí se podían hacer grandes negocios y se podían ocupar puestos de responsabilidad.

Y se le ocurrió pensar entonces que había algo en común en todos aquellos extractos del libro…, que los negocios y los puestos de responsabilidad eran siempre indicados de una forma velada, pero que nadie decía con exactitud lo que estaba haciendo, en qué estaba trabajando.

¿Por qué lo hicieron así?, se preguntó. ¿Por qué nos engañaron a todos?

Aunque, desde luego, en aquella cuestión tenía que haber más de lo que él mismo sabía. Apenas si hacía algo menos de un día completo que estaba en Kimon. La rubia de aspecto griego le había dicho que echaría un vistazo. «Ya le miraré algo —había dicho—. Encontraremos algo que se adapte a usted». Siguió andando por la llanura y llegó a la hilera de árboles y encontró la corriente. Era una corriente de pradera. El agua cristalina fluía amplia y perezosamente por entre las dos riberas cubiertas de hierba. Echándose sobre su estómago para poder mirar hacia el fondo, vio el brillo de los peces, por debajo del agua.

Se quitó los zapatos y jugueteó con los pies metidos en el agua, moviéndolos un poco para chapotear en ella, mientras pensaba:

Ellos lo saben todo sobre nosotros. Conocen nuestra vida y nuestra cultura. Conocen los estandartes de leopardo y qué aspecto tuvo que haber tenido Senlac el sábado 14 de octubre de 1066, con las huestes inglesas fortificadas sobre la colina y las huestes de Guillermo preparándose para el ataque, debajo.

Conocen todo aquello que nos atrae y nos dejan venir; y, puesto que nos dejan venir, tiene que haber algún valor en nosotros.

¿Qué había dicho aquella chica, la que estuvo flotando en la silla del bar y que después se marchó sin haber tomado siquiera su bebida? Había dicho algo sobre poca diversión.

Se acostumbra uno a ello, dijo. Si no se piensa mucho al respecto, se acostumbra uno a ello.

«Venga a verme dentro de una semana —había dicho—. Usted y yo podremos hablar dentro de una semana». Y le había llamado Buster.

Bueno, quizá tenía algún derecho a llamarle así.

Él había permanecido con la mirada fija y como una especie de castor ávido. Y, probablemente, con un aspecto de ignorancia.

Ellos nos conocen, ¿y cómo es que nos conocen?

La escena de Senlac podía haber sido representada, pero no lo creía así… Había en todo aquello una realidad extraña e inexorable que parecía meterse bajo la piel de uno; era como una especie de sensación de cosquilleo, que le decía a uno que todo aquello era cierto, que así era como había sucedido y había sido. Que no había ningún Taillefer, y que un hombre murió con las entrañas arrastradas sobre la hierba y que los ingleses gritaron: «¡Ut! ¡Ut!», lo que podría haber significado casi cualquier cosa, o nada de nada, pero que probablemente significaba Out (Fuera).

Permaneció allí, sentado, frío y solitario, preguntándose cómo diablos lo harían. Cómo habían hecho posible que un hombre apretara un botón y viviera una escena muerta desde hacía muchísimo tiempo, y pudiera ver la muerte de los hombres que ya hacía tanto tiempo que se habían convertido en polvo, mezclado con la tierra.

No había forma de saberlo, desde luego.

No valía la pena suponer nada.

Morley Reed le había dicho que la información técnica revolucionaría todo nuestro modelo económico.

Recordó a Morley, andando arriba y abajo de la habitación, diciéndole:

«Tenemos que descubrir algo sobre ellos. Tenemos que conseguirlo». Y había una forma de descubrirlo.

Había una forma espléndida.

Sacó los pies del agua y se los secó con un puñado de hierba. Volvió a ponerse los zapatos y se dirigió hacia la oficina de empleo del hotel.

La diosa rubia todavía estaba allí.

—A propósito de ese trabajo de cuidar bebés —dijo.

Ella le miró, asombrada por un instante… terrible, casi infantilmente asombrada, pero su rostro volvió a adquirir rápidamente su expresión de máscara de diosa.

—¿Sí, señor Bishop?

—Me lo he pensado —dijo—. Si tiene esa clase de trabajo, creo que lo aceptaré.

XI

Aquella noche, permaneció largo rato en la cama, sin dormir, haciendo inventario de sí mismo y de la situación, y tomó una decisión que podía no ser tan mala como él pensaba que era.

Al parecer, había trabajos disponibles. Los kimonianos hasta parecían ansiosos de que uno consiguiera un trabajo. Y aun cuando este no fuera la clase de trabajo que un hombre pudiera desear o para el que fuera adecuado, sería, por lo menos, un comienzo. A partir de ese primer paso, un hombre podía elevarse. Tendría que ser un hombre inteligente, claro está. Y todos los hombres y mujeres, todos los terrestres que estaban en Kimon, eran, sin duda alguna, inteligentes. De no serlo, no estarían allí para intentar empezar nada.

Todos ellos parecían ir saliendo adelante. Aquella noche no había visto ni a Monty ni a Maxine, pero había estado hablando con otros y todos ellos parecían sentirse satisfechos… o al menos mantenían el aspecto de personas que se sienten satisfechas.

Bishop se dijo que si hubiera una insatisfacción general, ni siquiera existiría la apariencia de sentirse satisfecho, pues no hay nada que le guste más a un terrestre que absorber la atención de otro con sus problemas. Y él no había oído decir nada de aquello… absolutamente nada.

Había oído decir algunas cosas más sobre el comienzo de la actuación de los equipos atléticos, y estuvo hablando con varios hombres que se mostraron entusiasmados con ello, como fuente de ingresos.

También habló con otro hombre llamado Thomas que era un experto en jardinería en una de las grandes fincas kimonianas, y que le estuvo hablando durante una hora o más del crecimiento de las flores exóticas. También conoció a un hombre pequeño llamado Williams que permaneció sentado en el bar, junto a él, y que le habló con entusiasmo de su misión de escribir un libro de baladas basado en la historia kimoniana, y a otro hombre llamado Jimson que estaba esculpiendo una estatua para una de las familias nativas.

Si un hombre podía conseguir un trabajo satisfactorio, pensó Bishop, la vida podría ser agradable aquí, en Kimon.

Podía considerar, por ejemplo, las habitaciones que tenía. Un mobiliario maravilloso, mucho mejor que el que hubiera podido esperar en casa. Una vitrina-robot siempre dispuesta, que preparaba bebidas y bocadillos, que planchaba las ropas, se apagaba y se encendía sola y se anticipaba a cualquier deseo apenas semiformado en la mente. Y la habitación…, la habitación con las cuatro paredes desnudas y la única silla en el centro, con los botones en sus brazos. Allí, en esa habitación, podía encontrar instrucción, entretenimiento y aventura. Había elegido muy mal al escoger la batalla de Hastings para su primera prueba. Ahora se daba cuenta. Pero había otros muchos lugares y tiempos y otros muchos incidentes que uno podía experimentar y que serían más agradables y menos sangrientos.

Porque se trataba también de experiencia… y no simplemente de observación. Él había estado realmente andando sobre aquella colina. Había tratado de evitar la carga de caballería, aunque, en realidad, no habría tenido por qué hacerlo ya que, al parecer, incluso en medio del acontecimiento se encontraba uno, gracias a alguna dispensa especial, como algo aparte, como un observador interesado, pero inalcanzable.

Y ahora se dijo a sí mismo que habría muchos acontecimientos que valdría la pena observar. Podía uno vivir toda la historia de la humanidad, desde el amanecer prehistórico hasta anteayer… y no solo la historia de la humanidad, sino también la historia de otras cosas, pues también se le ofrecieron otras categorías de experiencia —kimoniana y galáctica—, además de la de la Tierra.

Algún día, pensó, daré un paseo con Shakespeare. Otro día podré navegar con Colón.

O viajar con el Preste Juan y descubrir la verdad sobre él.

Porque aquello era la verdad. Uno podía sentirla.

¿Y cómo es que era la verdad?

Eso no lo podía saber.

Pero todo ello se reducía al hecho de que aun cuando las condiciones pudieran ser extrañas, podía uno hacer una vida de ellas.

Y las condiciones serían extrañas, pues este era un país extranjero que, además, se encontraba inconmensurablemente más avanzado que la Tierra, tanto en cultura como en tecnología. Aquí no había necesidad de establecer comunicaciones artificiales, ni transportes de tipo mecánico. Aquí no había necesidad de discusiones, puesto que el simple hecho de la telepatía revelaría una persona a la otra, de modo que tampoco había necesidad de establecer contratos.

Tienes que adaptarte, se dijo Bishop.

Tienes que adaptarte y jugar el juego de Kimon, pues son ellos los únicos que pueden establecer las reglas. Sin que nadie se lo pidiera, había llegado a su planeta y ellos le habían permitido quedarse y, desde el momento en que se quedaba, necesariamente tenía que conformarse.

—¿No puede usted descansar, señor? —preguntó la vitrina desde la otra habitación.

—No es que no pueda descansar —dijo Bishop—, es que estoy pensando.

—Le puedo suministrar un sedante. Un sedante muy suave y agradable.

—No, no quiero un sedante —dijo Bishop.

—Entonces —dijo la vitrina—, quizá me permita cantarle una canción de cuna.

—¡Estupendo! —exclamó Bishop—. Una canción de cuna es precisamente lo que necesito.

Y así, la vitrina le cantó una canción de cuna y, al cabo de un rato, Bishop se quedó dormido.

XII

La diosa kimoniana de la oficina de empleo le dijo a la mañana siguiente que había un trabajo para él.

—Una familia nueva —le dijo. Bishop se preguntó si debería sentirse contento por el hecho de que se tratara de una familia nueva, o si habría sido mejor que fuera una familia ya madura.

—Nunca han tenido antes a un ser humano —dijo ella.

—Es muy bueno por su parte que se decidan finalmente a tener uno —comentó Bishop.

—El salario es de cien créditos diarios —dijo la diosa.

—¡Cien…!

—Solo trabajará durante el día —siguió diciendo ella—. Yo le teletransportaré allí cada mañana y, por la tarde, ellos le teletransportarán de regreso.

—¡Cien…! —Bishop tragó saliva—. ¿Qué tengo que hacer?

—Simple compañía —contestó la diosa—. Pero no se preocupe. Les vigilaremos, y si le maltratan…

—¿Maltratarme?

—Hacerle trabajar demasiado duro o…

—Señorita —dijo Bishop—, por cien créditos diarios yo…

—¿Aceptará el trabajo? —le preguntó ella, cortándole.

—Encantado —contestó Bishop.

—Permítame…

El universo desapareció, como si se contrajera, y después volvió a aparecer, como si se desplegara.

Se encontró de pie en un nicho y frente a él vio una cañada de bosque, con una cascada, y desde donde estaba podía oler el fresco y húmedo aroma del agua que caía.

Había helechos y árboles. Árboles enormes, como esos nudosos robles que a los ilustradores les encanta dibujar para ilustrar las historias del rey Arturo y de Robín Hood y otras de la antigua Inglaterra… la clase de robles de los que los druidas habrían cortado el muérdago.

Un camino corría a lo largo de la corriente, subiendo por el descarpado inclinado seguido por la cascada, y notó el ligero soplo del viento que traía consigo música y perfume.

Una chica bajó por el camino. Era kimoniana, pero no parecía tan alta como las otras que había visto, y era algo menos similar a una diosa.

Contuvo la respiración y la observó. Por un momento, se olvidó de que ella era kimoniana y la consideró únicamente como una bonita muchacha que iba andando por un camino, en el país de las maravillas. Era hermosa, se dijo, era encantadora.

Ella le vio y aplaudió con las manos.

—Usted debe de ser él —dijo.

Bishop salió del cubículo.

—Le estábamos esperando —le dijo—. Esperábamos que no hubiera ningún retraso y que le enviaran inmediatamente.

—Me llamo Selden Bishop. Y me han dicho…

—Claro que es usted —dijo ella, cortándole—. Ni siquiera necesitaba decírmelo. Está escrito en su mente.

—¿Qué le parece nuestra casa? —preguntó ella, haciendo girar una mano a su alrededor.

—¿Casa?

—Desde luego. Esto. Naturalmente, solo es la sala de estar Nuestras habitaciones están arriba, en las montañas. Pero cambiamos esto ayer mismo. Todos trabajamos muy duro. Espero que le guste. Porque, ¿sabe?, es de su planeta. Pensamos que eso le haría sentirse como en su casa.

—Casa… —volvió a decir él.

Ella extendió una mano y la colocó sobre su brazo.

—Se siente usted muy trastornado —dijo ella—. No empieza usted a comprender.

—Acabo de llegar —dijo Bishop, sacudiendo su cabeza.

—¿Pero le gusta?

—Claro que sí —confirmó Bishop—. Es un paisaje que parece sacado de la antigua leyenda del rey Arturo. En cualquier momento podría esperar uno ver a Lancelot o a Ginebra, o a cualquiera de los otros caballeros, cabalgando a través de los bosques.

—¿Conoce usted las historias?

—Claro que las conozco. He leído a Tennyson.

—¿Y nos las contará?

Él la miró, un poco sorprendido.

—¿Quiere decir que desea escucharlas?

—¡Oh! Claro que sí. ¿Para qué otra cosa le habríamos traído aquí, si no?

Y así era, desde luego.

¿Para qué le habían traído?

—¿Quiere que empiece ahora mismo? —preguntó.

—Todavía no —contestó—. Tiene que encontrarse también con los demás. Me llamo Elaine. No es así exactamente, desde luego. Es algo más, pero Elaine es lo más aproximadamente que llegará usted a decirlo.

—Podría intentar con el otro nombre. Soy bastante bueno en idiomas.

—Elaine ya está bien —dijo ella con descuido—. Venga.

Echó a andar por el camino y él la siguió por la inclinación.

Y, mientras caminaba, vio que, en efecto, era una casa… que los árboles eran pilares que sostenían un cielo artificial que, de algún modo, no parecía tan artificial, y que las zonas entre los árboles terminaban en grandes ventanas que daban a la llanura pelada.

Pero la hierba y las flores, los helechos y el musgo eran reales, y tenía la sensación de que los árboles también tenían que serlo.

—No importa si son reales o no —le dijo Elaine—. En realidad, no podría usted decir cuál es la diferencia.

Llegaron a la parte superior de la inclinación, a una zona similar a un parque, donde la hierba estaba cortada tan a ras de suelo y tenía un aspecto tan aterciopelado que se preguntó por un instante si se trataba realmente de hierba.

—Lo es —le dijo Elaine.

—Capta usted todo lo que pienso —dijo él—. ¿No es…?

—Todo —dijo Elaine, volviendo a interrumpirle.

—Entonces, no tengo que pensar.

—¡Oh! Pero nosotros queremos que lo haga —le dijo—. Eso forma parte de todo.

—¿Parte de la razón por la que me han traído?

—Exactamente —contestó ella.

En medio de la zona similar al parque había una especie de pagoda, algo frágil y ligero que parecía estar hecho de luz y sombra antes que de cualquier cosa con sustancia, y a su alrededor había media docena de personas.

Estaban riendo y charlando, y el sonido que producían era como el sonido de la música… muy feliz, pero, al mismo tiempo, música sofisticada.

—Ahí están —dijo Elaine—. Vamos —añadió, dirigiéndose a él.

Ella echó a correr y la forma en que lo hizo fue como volar. Bishop contuvo la respiración ante la esbeltez y la gracia de la mujer.

Echó a correr detrás de ella y no hubo ninguna gracia en la forma como lo hizo. Pudo sentir la pesadez al hacerlo. Fue un brinco antes que una carrera, un salto torpe en comparación con la carrera de Elaine.

Como un perro, pensó. Como un gran cachorro tratando de mantenerse a nivel, cayendo, tropezando con sus propios pies, con la lengua colgándole y jadeando.

Trató de correr con mayor gracia y de eliminar este pensamiento de su mente.

No tengo que pensar. No tengo que pensar nada. Ellos lo captan todo. Se reirán de ti.

Se estaban riendo de él.

Podía sentir sus risas, la silenciosa y graciosa diversión que se abría paso en sus mentes.

Ella llegó hasta donde estaba el grupo y esperó.

—¡Dese prisa! —le gritó, y aunque sus palabras fueron pronunciadas con amabilidad, pudo sentir el tono de diversión en ellas.

Se dio más prisa. Se abalanzó hacia ellos. De algún modo, llegó, jadeante. Se sentía sin aliento, sudoroso y extremadamente grosero.

—Este es el que nos han enviado —dijo Elaine—. Se llama Bishop. ¿No os parece un nombre maravilloso?

Ellos le observaron, asintiendo con expresión seria.

—Nos contará historias —dijo Elaine—. Conoce las historias que corresponden a un lugar como este.

Le estaban mirando con amabilidad, pero él podía sentir la diversión encubierta, que aumentaba por momentos.

—Este es Paul —le dijo ella a Bishop—. Y ese que está ahí es Jim. Betty. Jane.

George. Y la que está al final es Mary.

—Comprenderá que estos no son nuestros nombres —dijo Jim.

—Son aproximaciones —añadió Elaine—. Lo mejor que puedo hacer.

—Se acercan todo lo que él las puede pronunciar —dijo Jane.

—Si al menos me dieran una oportunidad para intentarlo —dijo Bishop, deteniéndose de pronto.

Eso era lo que ellos deseaban. Querían que protestara y que se avergonzara.

Deseaban que se sintiera incómodo.

—Pues claro que no —dijo Elaine.

No tengo que pensar. Tengo que intentar evitar pensar. Ellos lo captan todo.

—Sentémonos —dijo Betty—. Bishop nos contará historias.

—Quizá nos describa su vida en la Tierra —le dijo Jim—. Me gustaría mucho conocerla.

—Creo que tienen ustedes un juego llamado ajedrez —dijo George—. Nosotros no podemos jugar, claro. Ya sabe que no podemos hacerlo. Pero me gustaría mucho discutir con usted la técnica y la filosofía del ajedrez.

—Uno detrás de otro —dijo Elaine—. Primero nos contará historias.

Se sentaron sobre la hierba, en un apretado círculo.

Todos le estaban mirando, esperando que empezara a hablar.

—En realidad, no sé por dónde empezar —dijo entonces él.

—Eso es evidente —contestó Betty—. Debe empezar por el principio.

—Muy bien —admitió Bishop.

Y respiró profundamente.

—Una vez, hace mucho tiempo, en la isla de Bretaña, hubo un gran rey llamado Arturo…

—Ycelpt —dijo Jim.

—¿Ha leído usted las historias?

—La palabra estaba en su mente.

—Se trata de una palabra antigua, muy arcaica. En algunas versiones de los cuentos…

—Me gustará discutir alguna vez esa palabra con usted —dijo Jim.

—Siga contando su historia —dijo Elaine.

Volvió a respirar profundamente.

—Una vez, hace mucho tiempo, en la isla de Bretaña, hubo un gran rey llamado Arturo.

Su reina se llamaba Ginebra, y Lancelot era su más fiel caballero…

XIII

Encontró el escritorio en la mesa situada en la sala de estar. Se sentó a escribir una carta.

Escribió el saludo en la máquina:

Querido Morley:

Se levantó y comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación.

¿Qué le diría?

¿Qué le podía decir?

¿Que había llegado sano y salvo y que ya tema un trabajo?

¿Que en aquel trabajo ganaba cien créditos diarios… diez veces más de lo que un hombre en su puesto podría ganar haciendo cualquier trabajo en la Tierra?

Se dirigió de nuevo hacia el escritorio.

Y escribió:

Solo una nota para hacerte saber que llegué sano y salvo y que ya tengo un trabajo.

Quizá no sea un trabajo muy bueno, pero cobro cien créditos diarios y eso es mucho mejor de lo que podría haber conseguido en la Tierra.

Se levantó y volvió a pasear por la habitación.

Tenía que decirle algo más que aquello. Algo más que unas simples frases.

Empezó a sudar, mientras andaba.

¿Qué le podía decir?

Regresó de nuevo al escritorio.

Para enterarme con mayor rapidez de las condiciones y costumbres de aquí, he aceptado un trabajo que me mantendrá en contacto con los kimonianos. Creo que son una gente estupenda, aunque a veces algo difíciles de comprender. No me cabe la menor duda de que, dentro de no mucho tiempo, llegaré a comprenderles y a quererles de veras.

Apartó la silla hacia atrás y se quedó mirando lo que había escrito.

Se dijo a sí mismo que aquella era como cualquier otra de las miles de cartas que había leído.

Se imaginó mentalmente aquellas otras miles de cartas, escritas por otras tantas personas, sentadas para escribir su primera carta desde Kimon, buscando en sus mentes para encontrar pequeñas fábulas amables, buscando la mentira ligeramente coloreada, el bálsamo que pudiera salvar su orgullo. Ansiando encontrar las palabras que no revelarían toda la verdad:

Mi tarea consiste en entretener y divertir a una determinada familia. Les cuento historias y dejo que se rían de mí. Lo hago porque no estoy dispuesto a admitir que la fábula de Kimon es una trampa para bobos y que yo he caído en ella…

No, nunca haría ningún bien escribir así.

Tampoco podía escribir:

Continúo a pesar de ellos mismos. Mientras gane cien créditos diarios, pueden reírse de mí todo lo que quieran. Me quedo aquí, sacando mis ganancias, sin importarme lo que…

Pero allí, en la Tierra, él era uno de los mil. Allí hablaban de él en susurros, porque había conseguido pasar las pruebas.

Y ahora recordaba a los hombres de negocios de la nave, diciéndole: «El que consiga solucionar este asunto de Kimon es el que conseguirá hacer grandes negocios», y hablaban a continuación en términos de miles de millones, si es que alguna vez necesitaba respaldo económico.

Recordaba a Morley, paseando de un lado a otro de la habitación. Poner un pie en la puerta, había dicho: «Alguna forma de descubrirles. Alguna forma de comprenderles. Cualquier pequeña cosa…, nada grande, sino pequeño. Cualquier cosa, excepto el rostro inexpresivo que Kimon vuelve hacia nosotros». Tenía que terminar la carta de algún modo. No podía dejarla pendiente y tenía que escribirla.

Volvió de nuevo al escritorio:

Te escribiré más adelante con mayor amplitud. Por el momento tengo prisa.

Frunció el ceño al leer lo escrito.

Pero, escribiera lo que escribiese, sería incorrecto. Eso no era nada peor que cualquier otra docena de cosas que podía haber escrito.

Tengo que darme prisa para asistir a una conferencia.

Tengo una cita con un cliente. He de estudiar una serie de documentos. Todas estas frases eran incorrectas. ¿Qué se suponía que debía hacer un hombre? Escribió:

Pienso a menudo en ti. Escríbeme cuando puedas.

Morley le escribiría. Una carta entusiasta. Una carta en la que se podría descubrir una fina sombra de envidia. La carta propia de una persona que desearía estar en Kimon, pero que no podía estar allí.

Porque todo el mundo deseaba ir a Kimon. Había una enorme cantidad de personas que lo deseaban.

No podía uno decir la verdad, cuando todo el mundo estaría dispuesto a dejarse cortar su brazo derecho por ir.

No podía uno decir la verdad cuando se era un héroe y cuando la verdad le convertiría a uno en un paria galáctico.

Y las cartas recibidas de casa, esas cartas llenas de orgullo, envidiosas, cartas en las que se reflejaba la felicidad al saber que a uno le iban tan bien, las cosas… todas esas cartas serían únicamente otras tantas cadenas que le atarían a uno a Kimon y a la mentira de Kimon.

—¿Qué tal una copa? —preguntó a la vitrina.

—Sí, señor —contestó esta—. La preparo enseguida, señor.

—Una bien grande —dijo Bishop—, y que sea fuerte.

—Será grande y fuerte, señor.

XIV

Se la encontró en el bar.

—¡Que me cuelguen si no es Buster! —exclamó ella, como si se encontraran allí con frecuencia.

Se sentó en la silla, junto a ella.

—Esa semana ya casi ha pasado —dijo.

—Te hemos estado observando —dijo ella, asintiendo—. Lo estás soportando bastante bien.

—Trataste de decírmelo.

—Olvídalo —dijo ella—. Solo fue una equivocación por mi parte. Es una pérdida de tiempo el decírselo a cualquiera de ellos. Pero parecías inteligente y con unos oídos no demasiado secos. Sentí lástima de ti.

Ella le miró, por encima del borde de su vaso.

—No tendría que habértela tenido —dijo ella.

—Y yo tendría que haber escuchado.

—Nunca lo hacen —dijo Maxine.

—Hay otra cosa —comentó él—. ¿Por qué no ha trascendido? ¡Oh, claro! Yo también he escrito cartas. No he llegado a admitir a qué se parecía esto. Ni tampoco tú. Ni el hombre que está cerca de ti. Pero durante todos estos años que hemos estado aquí, alguno…

—Todos somos iguales —dijo ella—. Tan iguales como guisantes en la vaina. Somos los ungidos, los elegidos, tenaces, llenos de vanidad, poco comunes. Todos nosotros hemos conseguido llegar aquí. A pesar del infierno y de las inundaciones, hemos conseguido llegar aquí. No dejamos que nada se interpusiera en nuestro camino y logramos recorrerlo hasta el final. Hemos derrotado a los otros. Ellos están esperando, allá, en la Tierra… me refiero a los que derrotamos. Ellos nunca volverán a ser los mismos de antes. ¿No lo comprendes? Ellos también tenían orgullo y su derrota les dolió. Ninguna otra cosa les gustaría más que saber lo que es esto en realidad. Y en eso es precisamente en lo que todos nosotros pensamos cuando nos sentamos a escribir una carta. Pensamos en las grandes carcajadas que lanzarían aquellos otros miles. Las tranquilas sonrisas de satisfacción. Pensamos en nosotros mismos como personas que se esconden para no ser vistas, haciéndonos pequeños para que nadie se dé cuenta de nuestra presencia…

Ella cerró una mano y lanzó el puño contra la camisa de él.

—Esa es la contestación, Buster. Esa es la razón por la que nunca escribimos la verdad. Y esa es también la razón por la que nunca regresamos.

—Pero esto ha continuado así durante años. Casi durante cien años. Durante todo ese tiempo, alguien tendría que haberse desmoronado…

—¿Y perder todo esto? —preguntó ella—. ¿Perder así una vida tan fácil? Las buenas bebidas. La camaradería de las almas perdidas. Y la esperanza. No te olvides de eso.

Siempre queda la esperanza de poder desenmascarar a Kimon, de que todo esto se venga abajo.

—¿Puede suceder?

—No lo sé. Pero si yo estuviera en tu lugar, Busier, no contaría con ello.

—Pero esto no es ninguna clase de vida para una persona decente…

—No lo digas. Nosotros no somos gente decente. Somos gente poco común y débil.

Cada uno de nosotros. Y con buenas razones.

—Pero la vida…

—No se lleva una vida decente, si es eso lo que ibas a decir. No hay ninguna estabilidad en nosotros. ¿Niños? Unos cuantos de nosotros tienen hijos y a ellos no les va tan mal como a nosotros, porque no conocen ninguna otra cosa. Un niño que ha nacido esclavo se siente mentalmente mejor que un hombre que en otros tiempos conoció la libertad.

—Nosotros no somos esclavos —dijo Bishop.

—Claro que no —dijo Maxine—. Podemos marcharnos en cualquier momento que queramos. Todo lo que tenemos que hacer es dirigirnos a un nativo y decirle: «Quiero volver a la Tierra». Eso es todo lo que necesitas hacer. Cualquiera de ellos te puede hacer regresar, con la simpleza con que se lanza un silbido, del mismo modo que envían las cartas, o que te envían a realizar tu trabajo o te devuelven a tu habitación.

—Pero nadie ha regresado.

—Claro que no lo ha hecho nadie —dijo ella.

Permanecieron allí, sentados, tomando sus bebidas.

—Recuerda lo que te he dicho —añadió ella—. No pienses. Esa es la única forma de superarlo. No pienses nunca en ello. Las cosas te van bien. Nunca te han ido tan bien como ahora. Una vida suave. Una vida fácil. Nada de lo que preocuparte. La mejor clase de vida que puede haber.

—Claro —admitió Bishop—. Claro, esa es la mejor forma de superarlo.

Ella le miró de reojo.

—Estás comprendiéndolo —dijo.

Tomaron otra copa.

En el rincón, un grupo se había reunido y estaban cantando algo. A un par de sillas de distancias, una pareja discutiendo.

—Hay demasiado ruido en este lugar —dijo Maxine—. ¿Quieres ver mis pinturas?

—¿Tus pinturas?

—Es la forma en que me gano la vida. Son bastante malas, pero en realidad nadie se da cuenta de la diferencia.

—Me gustaría verlas.

—Agárrate, entonces.

—¿Agarrarme…?

—A mi mente, ya sabes. No hay nada físico en esto. No vale la pena utilizar ascensores.

Él se la quedó mirando con la boca abierta, asombrado.

—Es algo que se aprende —dijo Maxine—. Nunca se llega a ser muy bueno. Pero se llegan a aprender un par de trucos.

—¿Pero cómo lo puedo hacer?

—Relájate —dijo ella—. Déjate en suspenso. Mentalmente, claro. Así es como se hace.

Trata de llegar mentalmente hasta mí. No trates de ayudarme. No puedes.

Se dejó caer en suspenso y se extendió mentalmente hacia ella, preguntándose si lo estaba haciendo de la forma en que debía hacerse.

El universo se contrajo y después volvió a desplegarse.

Ahora se encontraban en otra habitación.

—Eso que he hecho ha sido algo bastante tonto —dijo Maxine—. Algún día me fallará algo y me daré un buen batacazo contra una pared o algo.

Bishop respiró profundamente.

—Monty me pudo leer un poco la mente —comentó—. También me dijo que es algo que se puede lograr hacer… solo superficialmente.

—Nunca se llega a ser bueno —observó Maxine—. Los humanos no somos… bueno, no somos adecuados para ello, supongo. Se necesitan milenios para desarrollarlo.

Bishop echó un vistazo a su alrededor y emitió un silbido.

—¡Qué lugar tan fantástico! —exclamó.

Lo era, en efecto.

No parecía tratarse de una habitación, aunque disponía de muebles. Las paredes aparecían confusas en la distancia y hacia el oeste había montañas, con los picos llenos de nieve, mientras que por el este corría un río muy silvestre; también había flores y arbustos por todas partes, creciendo del suelo. La estancia aparecía llena de una profunda penumbra azul y en alguna parte, en la distancia, sonaba una orquesta.

—¿Alguna cosa, señora? —preguntó la voz de una vitrina.

—Bebidas —dijo Maxine—. No muy fuertes. Ya hemos estado bebiendo antes.

—No muy fuertes —repitió la vitrina—. Un momento, señora.

—Ilusión —observó Maxine—. Cada uno de los aspectos. Pero se trata de una agradable ilusión. ¿Deseas una playa? Te está esperando. Solo tienes que pensar en ella. O un casquete polar. O un desierto. O un castillo antiguo. Todo está esperando en las paredes.

—Tu pintura debe de estar dándote buenos beneficios —comentó Bishop.

—No mi pintura, sino mi irritación. Es mejor empezar a sentirse irritado, Buster.

Empieza a sentir angustia. Empieza a pensar en el suicidio. Esa es una forma segura de conseguirlo. No tardarán en enviarte más arriba, a una mejor suite de habitaciones. Harán cualquier cosa por mantenerte feliz.

—¿Quieres decir que los kimonianos te cambian automáticamente?

—Claro. Eres un bobo conformándote con las habitaciones inferiores que ahora tienes.

—Me gusta el lugar en el que estoy —le dijo—. Pero esto…

—Ya irás comprendiendo —dijo ella, echándose a reír.

Llegaron las bebidas.

—Siéntate —invitó Maxine—. ¿Quieres una luna?

Y apareció una luna.

—Podría tener dos o tres —dijo ella—, pero eso sería realmente demasiado. Si solo se tiene una luna, esto se parece un poco más a la Tierra. Parece más cómodo.

—Tiene que haber un límite en alguna parte —observó Bishop—. No pueden estar elevándole a uno indefinidamente. Tiene que llegar un momento en que hasta los kimonianos sean incapaces de producir algo nuevo y desconocido.

—No vivirías el tiempo suficiente —le dijo ella— para que eso se produzca. Eso es lo que sucede siempre con todos los recién llegados. Se subestima a los kimonianos. Se piensa en ellos como si fueran personas, como si se tratara de gente de la Tierra con la única característica de que saben un poco más que nosotros. Pero no son así, en absoluto. Son extraños. Son tan extraños como un hombre-araña, a pesar de su forma humana. Se adaptan para mantener contacto con nosotros.

—¿Pero para qué quieren mantener contacto con nosotros? ¿Por qué…?

—Buster —dijo ella—, esa es la pregunta que nunca hacemos. Esa es la pregunta que puede llegar a volverte loco.

XV

Les había contado algo sobre la costumbre humana de salir al campo, de meriendas, y resultó que la idea nunca se les había ocurrido, así es que la aceptaron con un encanto infantil.

Escogieron un lugar agreste, una zona montañosa, llena de profundos barrancos, cubierta de árboles y flores y con un arroyo de montaña con un agua tan clara como el cristal y tan fría como el hielo.

Estuvieron jugando y retozando. Nadaron y tomaron baños de sol y escucharon sus historias, sentados en círculo, estimulándole e interrumpiéndole, aportando argumentos a la discusión.

Pero él se rió de ellos. No lo hizo abiertamente, sino en lo más profundo de su ser, porque ahora sabía que no querían hacer ningún daño, sino que únicamente buscaban diversión.

Semanas antes, había sido insultado y humillado y encolerizado, pero a medida que pasaron los días se fue adaptando a la situación… se obligó a sí mismo a adaptarse. Si deseaban un payaso, entonces sería un payaso para ellos. Si querían hacerle aparecer como un tonto, con campanitas y ropas multicolores, llevaría las ropas y haría sonar alegremente las campanillas.

Había una cierta malicia ocasional en ellos, y también crueldad, pero nada que hiciera daño duradero. Y podía uno arreglárselas muy bien con ellos si se sabía cómo hacerlo, se dijo.

Al llegar la noche, encendieron un fuego y se sentaron a su alrededor, y se pusieron a hablar, reír y juguetear, dejándole solo por una vez. Elaine y Betty habían estado nerviosas. Y Jim se rió de ellas por su nerviosismo.

—Ningún animal se acercará al fuego —dijo.

—¿Hay animales? —preguntó Bishop.

—Unos pocos —contestó Jim—. No quedan ya muchos.

Él había permanecido allí, mirando fijamente el fuego, escuchando sus voces, contento por el hecho de que le dejaran en paz por una vez. Tal y como debía sentirse un perro en un momento así, pensó. Como un muñeco escondido en un rincón, a cubierto de un grupo de ruidosos chiquillos que siempre lo están maltratando.

Observó el fuego y recordó otros tiempos —salidas al campo y largas caminatas cuando encendían un fuego y se sentaban a su alrededor, mirando hacia el cielo, observando los viejos y familiares cielos de la Tierra.

Y aquí, también ahora otro fuego.

Y aquí, también había ahora otra salida al campo.

El fuego era terrestre, como también lo era la excursión… pues la gente de Kimon no conocía esta clase de excursiones campestres. Del mismo modo, habría seguramente otras muchas cosas que no sabrían. Muchas otras cosas, quizá. Cosas bárbaras, populares.

«No busques las grandes cosas —le había dicho Morley—. Observa los pequeños detalles, las claves pequeñas».

A ellos les gustaban las pinturas de Maxine porque eran primitivas. Quizá lo fueran, pero tampoco eran muy buenas. ¿Sería que las pinturas también eran algo no conocido por los kimonianos, hasta que no llegaron los terrestres?

¿No habrían, después de todo, puntos débiles en la armadura de los kimonianos?

Pequeños puntos débiles, como aquella excursión campestre y pinturas y otras muchas pequeñas cosas por las que valoraban a los visitantes de la Tierra.

En alguna parte de aquellos puntos débiles debía encontrarse la respuesta que él buscaba para Morley.

Permaneció allí, echado, pensando, olvidándose de proteger su mente, olvidándose de que no debía pensar porque sus pensamientos estaban completamente abiertos a ellos.

Sus voces se habían desvanecido y se produjo una solemne quietud nocturna. No tardarían en regresar todos, pensó, ellos a sus casas y él a su hotel. ¿A qué distancia estaría?, se preguntó. ¿A medio mundo o menos? Y, sin embargo, ellos conseguían estar allí con la velocidad instantánea del pensamiento.

Alguien debería poner algo más de leña en el fuego, pensó.

Se levantó él mismo, dispuesto a hacerlo.

Y fue precisamente entonces cuando se dio cuenta de que se encontraba solo.

Se quedó allí, de pie, tratando de tranquilizar su terror.

Ellos se habían marchado, dejándole.

Se habían olvidado de él.

Pero eso no podía ser. Lo más probable era que se hubieran metido en la oscuridad, tratando quizá de hacer alguna travesura, de asustarle. Habían hablado de los animales y después habían desaparecido de la vista mientras él estaba allí, soñando junto al fuego.

Ahora estarían esperando, fuera del círculo de luz del fuego, observándole, bebiendo sus pensamientos que revelaban el terror que sentía.

Encontró madera y la puso en el fuego, que chisporroteó y lanzó llamaradas.

Se sentó de mala gana, pero notó que sus hombros estaban instintivamente hundidos, y que el terror de la soledad en un mundo extraño estaba sentado al lado del fuego, junto a él.

Ahora, por primera vez, se dio cuenta del mundo tan extraño que era Kimon. No le había parecido tan extraño antes, excepto durante aquellos pocos minutos que permaneció solo, esperando en el parque, después de que la chalupa le dejara. Pero ni siquiera entonces había sido algo tan extraño como un planeta extranjero debería serlo, porque sabía que alguien saldría a recibirle, que aparecería alguien que se haría cargo de él. De eso se trata, pensó. Alguien para hacerse cargo de mí. Ellos se hacen cargo de nosotros… bien y lujosamente. Somos protegidos, y guardados y mimados… eso era, mimados. ¿Y por qué razón?

Dentro de cualquier momento, se cansarían de su juego y regresarían al círculo de luz del fuego.

Quizá debiera recompensarles por el dinero que me dan, pensó. Quizá debiera actuar ahora como si estuviera asustado… quizá debiera gritar, llamarles, pedirles que regresaran y me llevaran consigo; quizá debiera mirar por ahí, en la oscuridad, como si tuviera miedo de esos animales de los que ellos han hablado. No estuvieron hablando mucho de ellos, cierto. Eran demasiado inteligentes para hacerlo; sí, demasiado inteligentes. Solo una observación de pasada sobre la existencia de animales, para pasar después a cualquier otro tema. Sin hacer hincapié, sin convertir la cuestión en algo demasiado evidente. No había que extralimitarse. Solo tenían que hacer la sugerencia de que existían animales ante los que uno podía sentir miedo.

Se sentó y esperó, no sintiéndose tan asustado como lo estuvo antes, habiendo racionalizado ya el temor sentido al principio. Como el fuego de un campamento en la Tierra, pensó. Solo que este es un planeta extraño.

Escuchó un susurro entre los arbustos.

Vendrían ahora, pensó. Ya habrían descubierto que aquello no funcionaba con él.

Regresarían ahora.

Los arbustos volvieron a susurrar y escuchó el sonido de una piedra desprendida.

No se movió.

No pueden asustarme, pensó.

No me pueden asustar…

Sintió la respiración sobre su nuca y pegó un salto en el aire, girando mientras saltaba, tropezando al caer, cayendo casi sobre el fuego, poniéndose después de pie y corriendo a toda prisa para situar el fuego entre él y aquella cosa que había lanzado su respiración sobre su nuca.

Se acurrucó al otro lado del fuego y vio los dientes en las mandíbulas abiertas. Aquella cosa levantó la cabeza e hizo sonar los dientes, entrechocándolos, como si se tratara de una pantomima, y él pudo escuchar el choque de los dientes cuando se juntaron y el pequeño gemido surgido del enorme cuello.

Sé le ocurrió entonces un pensamiento salvaje: no se trata de un animal. Esto es simplemente una parte del juego. Algo que ellos han imaginado. Si pueden construir una casa como si se encontrara en un bosque inglés, utilizarla durante un día o dos y hacerla desaparecer después como algo que ya no tiene mayor utilidad, seguramente sería muy sencillo para ellos imaginar a un animal.

El animal avanzó un poco y él pensó: los animales deben tener miedo del fuego. Todos los animales tienen miedo del fuego. No me hará nada si permanezco cerca del fuego.

Se inclinó y agarró un leño ardiendo por una de sus puntas.

Los animales tienen miedo del fuego.

Pero aquel no.

Avanzó, rodeando el fuego. Extendió su cuello y husmeó.

No parecía tener prisa, como si estuviera muy seguro de sí.

El sudor comenzó a brotar sobre la frente de Bishop, bajándole por las sienes.

El animal se acercó con mayor rapidez, moviéndose siempre alrededor del fuego.

Él dio un salto sobre el fuego para alcanzar el otro lado.

El animal se contuvo y se volvió, poniéndose de cara a él.

Bajó su hocico hacia el suelo y arqueó su lomo. Movió la cola de un lado a otro.

Produjo un ruido sordo.

Ahora se sentía verdaderamente asustado. Notaba una mezcla de frío y terror de la que no se podía desprender.

Debía tratarse de un animal.

Tenía que ser un animal.

Allí no había juego alguno; aquello era un animal.

Se acercó más al fuego. Se puso a bailotear sobre la punta de sus pies, preparado para echar a correr, para evitarlo, para luchar si tenía que hacerlo. Pero sabía que no le quedaba ninguna oportunidad de lucha contra aquella cosa que se encontraba frente a él, al otro lado del fuego. Y, sin embargo, si se trataba de luchar, no podría hacer otra cosa que luchar.

El animal cargó.

Él echó a correr.

Se deslizó y cayó y rodó sobre el fuego.

Una mano cayó sobre él y lo apartó del fuego, haciéndole rodar hacia un lado, y una voz gritó. Fue un grito de rabia y de advertencia.

Entonces, el universo se contrajo y se sintió volando, como en trozos y, de repente, volvió a sentirse todo junto de nuevo.

Se encontró tendido sobre un suelo y se puso en pie de un salto. Se había quemado la mano y sentía el dolor producido por la quemadura. Sus ropas estaban chamuscadas y se las fue apagando con la mano sana.

—Lo siento, señor —dijo una voz—. Esto no tendría que haber sucedido.

El hombre era alto, mucho más alto que los kimonianos que él había visto antes. Quizá medía dos metros y medio. Y, sin embargo, no tenía esa altura. No más de dos metros.

Probablemente, no era más alto que los hombres más altos de la Tierra. Era la forma en que estaba lo que le hacía verlo tan alto; la forma en que estaba y miraba y también la forma en que sonaba su voz.

Y el primer kimoniano que mostraba algunos rasgos propios de la edad, pensó Bishop.

Porque había un brillo plateado en los cabellos de las sienes y su rostro mostraba arrugas, como el rostro de los cazadores o de los marineros que tienen arrugas cerca de los ojos, ¿de tanto escudriñar largas distancia?

Se quedaron el uno frente al otro en una habitación que, cuando Bishop la observó, casi le cortó la respiración. No había descripción, ninguna forma de describirla… se la sentía, al mismo tiempo que se la veía. Formaba parte de uno mismo y parte del universo y parte de todo lo que uno había conocido o soñado. Parecía extender las extensiones hacia un espacio y un tiempo insospechados y tenía una sensación de vida y de toque de comodidad, así como una sensación de hogar.

Sin embargo, cuando volvió a mirar, percibió una simplicidad que no concordaba con sus primeras impresiones. Simplicidades básicas conectadas con el hecho simple de vivir la propia vida personal, como si la habitación y las personas que vivieran dentro de sus paredes estuvieran integradas, como si la habitación tratara de hacer todo lo posible por no ser una habitación, sino una parte de la misma vida, hasta el punto de que pudiera pasar desapercibida.

—Estuve en contra desde el principio —dijo el kimoniano—. Ahora sé que tenía razón.

Pero los niños le querían…

—¿Los niños?

—Desde luego. Yo soy el padre de Elaine.

Sin embargo, no dijo Elaine. Dijo el otro nombre… el nombre que, según la propia Elaine, ningún terrestre podría pronunciar.

—¿Y su mano? —preguntó el hombre.

—Está bien —contestó Bishop—. Solo se ha quemado un poco.

Y fue como si él no hubiera hablado, como si no hubiera pronunciado las palabras… como si las hubiera dicho otro hombre, un hombre que se encontrara a un lado y que hubiera hablado por él.

No habría podido moverse de allí aunque le hubieran pagado un millón.

—Esto es algo que tiene que ser recompensado —dijo el kimoniano—. Ya hablaremos más tarde de ello.

—Por favor, señor —dijo el hombre que hablaba por Bishop—. Por favor, señor, solo una cosa. Envíeme a mi hotel.

Sintió la rapidez con que el otro comprendió… la compasión y la piedad que sintió.

—Desde luego —dijo el hombre alto—. Con su permiso, señor.

XVI

Hubo una vez unos niños (niños humanos, juguetones) que desearon tener un perro… un cachorrillo pequeño y juguetón. Pero su padre les dijo que no podrían tener un perro porque no sabrían cómo tratarlo. Sin embargo, ellos lo deseaban tanto y rogaron tanto a su padre que este, finalmente, les trajo un perro a casa, un divertido y pequeño cachorro, una pequeña bolita de mantequilla, con un vientre panzudo y cuatro patitas poco firmes y unos ojos que se deshacían al mirar, llenos de inocencia y de naturaleza juguetona y alegre.

Los niños no le trataron tan mal como podía uno imaginarse que lo harían. Fueron crueles, como son todos los niños. Fueron rudos con él; le estiraron de las orejas y del rabo; le engañaron. Pero el cachorrillo estaba lleno de una gran alegría. Le gustaba jugar y siempre volvía a jugar con ellos, sin importarle lo que le hicieran. Porque, sin duda alguna, se sentía muy presumido con aquello de saberse asociado a una raza humana inteligente, una raza tan adelantada a los perros en cuanto a cultura e inteligencia que no era posible establecer ninguna comparación.

Pero un día, los niños hicieron una excursión al campo y cuando terminó el día se sintieron muy cansados y se olvidaron de todo, como suelen hacer siempre los niños. Así es que se marcharon y dejaron abanderado al cachorrillo.

En realidad, no fue nada malo. Porque los niños son olvidadizos, independientemente de lo que uno haga, y el cachorro no era nada más que un perro.

—Ha llegado muy tarde, señor —dijo la vitrina.

—Sí —contestó Bishop en voz baja.

—Se ha herido en alguna parte, señor. Puedo sentir la herida.

—Mi mano —dijo Bishop—. Me la he quemado en un fuego.

En la vitrina se abrió un panel.

—Colóquela aquí —dijo la vitrina—. Se la curaré en un momento.

Bishop introdujo la mano por la abertura. Sintió unos apéndices, como unos dedos, que recorrieron su mano muy suave y dulcemente.

—No es una quemadura grave, señor —dijo la vitrina—. Pero supongo que será dolorosa.

Juguetes, pensó Bishop.

Este hotel es una perrera… o una casa de muñecas.

Es una chabola, una chabola apenas capaz de sostenerse, como las que hacen los niños de la Tierra con cajas de embalar y trozos de madera suelta, y pintura y señales místicas pintadas en ella.

Comparada con aquella otra habitación no es más que una casucha, aunque, pensándolo bien, se tratara de una casucha muy llamativa.

Adecuada para los humanos, suficientemente buena para ellos, pero, de todos modos, una casucha.

¿Y nosotros?, se preguntó.

¿Y nosotros?

Los animales domésticos de los niños. Los cachorrillos de Kimon.

Cachorrillos importados.

—Perdóneme, señor —dijo la vitrina—, pero ustedes no son cachorrillos.

—¿Qué es eso?

—Perdóneme, señor. No debería haber hablado. Pero no habría deseado que llegara a pensar que…

—Si no somos animales domésticos, ¿qué somos?

—Perdóneme, señor. Ha sido un desliz, se lo aseguro. No tendría que haber…

—Nunca haces nada sin haberlo calculado todo con anterioridad —dijo Bishop con amargura—. Tú o cualquiera de ellos. Porque tú eres uno de ellos. Tú has hablado porque ellos deseaban que hablaras.

—Le puedo asegurar que no ha sido así.

—Lo negarás, claro —dijo Bishop—. Sigue adelante y haz tu trabajo. No me has dicho aún todo lo que ellos deseaban que me dijeras. Sigue adelante y termina.

—Para mí es irrelevante lo que piensan ustedes —le dijo la vitrina—. Pero si se consideran a sí mismos como compañeros de juego…

—Eso sí que está bien —comentó Bishop.

—Es infinitamente mejor que considerarse como un cachorrillo —dijo la vitrina.

—Así que eso es lo que desean que piense.

—No les importa —dijo la vitrina—. Todo depende de usted mismo. Fue una simple sugerencia, señor.

Muy bien, fue una simple sugerencia. Muy bien, ellos eran compañeros de juego y no cachorrillos.

Los pequeños de Kimon invitando a los sucios desarrapados pilluelos de sucias narices a jugar con ellos.

Quizá fuera mejor ser un niño invitado que un perro importado.

Pero aunque fuera así, eran los niños de Kimon quienes lo habían organizado todo… los que habían impuesto las reglas para quienes desearan acudir a Kimon, los que habían construido el hotel, haciéndolo funcionar y amueblándolo con las habitaciones progresivamente más lujosas y atrayentes, ellos eran quienes habían encontrado los llamados «trabajos» para los humanos, y ellos quienes se las habían arreglado para imprimir los créditos.

Y, si todo eso era así, quería decir que no solo la gente de Tierra, sino hasta el propio gobierno terrestre había negociado o había intentado negociar con los niños de otra raza.

Y eso sería lo que establecería la diferencia, pensó, la diferencia existente entre nosotros.

Aunque pudiera ser que todo aquello no fuera completamente cierto, pensó.

Quizá se había equivocado al pensar que era un cachorro, llevado por el primer impulso de su amargura.

Quizá fuera realmente un compañero de juego, un terrestre adulto degradado al status de un niño… y de un niño estúpido, además.

Si se había equivocado al considerar la cuestión de ser un cachorro para ellos, quizá se equivocara también en la creencia de que habían sido los niños de Kimon los que habían organizado la inmigración de gentes de la Tierra.

Y si no había sido una simple cuestión de niños pidiendo a otros niños de otros planetas que se unieran a ellos para jugar, y si los adultos de Kimon habían participado en todo esto, ¿cuál era entonces la situación? ¿Un proyecto escolar, una cierta fase de educación progresiva? ¿O una especie de proyecto de campamento de verano, destinado a proporcionar a los desarrollados terrestres unas merecidas vacaciones fuera de la miseria de su planeta nativo? ¿O se trataba simplemente de una forma segura con la que los niños de Kimon podían divertirse y mantenerse ocupados?

Tendríamos que haberlo imaginado hace ya mucho tiempo, pensó Bishop. Pero aun cuando algunos de nosotros hubieran podido abrigar el pensamiento de que éramos cachorros o compañeros de juego, los habríamos apartado de nosotros, nos habríamos negado a reconocerlo, pues nuestro orgullo es demasiado grande y tierno como para soportar un pensamiento como ese.

—Ya está, señor —dijo la vitrina—. Está casi como nuevo. Mañana podrá quitarse el vendaje.

Permaneció delante de la vitrina, sin contestar. Sacó la mano y la dejó colgando a un costado, como si se tratara de un peso muerto.

Sin preguntar siquiera si lo deseaba, la vitrina sacó una bebida.

—La he hecho grande y fuerte —dijo la vitrina—. He pensado que la necesitaría.

—Gracias —contestó Bishop.

Tomó la bebida y permaneció allí con ella, sin llevársela a los labios, sin desear hacerlo hasta que terminara por concluir el pensamiento.

Y el pensamiento no terminaría.

Había algo erróneo. Algo que no se ajustaba.

Nuestro orgullo es demasiado grande y tierno…

Allí había algo, unas palabras extras que no necesitaban ser dichas.

—¿Ocurre algo malo, señor?

—Nada malo —dijo Bishop.

—Pero su bebida.

—Ya me la beberé…

Aquel sábado por la tarde, los normandos habían permanecido sentados sobre sus caballos, con los estandartes del leopardo ondeando al viento, con los pendones estremeciéndose en sus lanzas, con el sol sobre sus armaduras y las vainas de las espadas oscilando mientras los caballos galopaban. Se habían lanzado a la carga, tal y como lo decía la historia, y fueron rechazados. Eso era completamente correcto, pues el muro sajón de contención no fue roto hasta bien entrada la tarde y el combate final alrededor del estandarte del dragón no se produjo hasta que ya fue casi de noche.

Pero allí no estuvo Taillefer, cabalgando al frente de sus tropas, haciendo girar la espada sobre su cabeza y cantando.

La historia se había equivocado en aquello.

Un par de siglos más tarde, algún copista habría pasado probablemente alguna tarde aburrida introduciendo en la historia prosaica de la batalla el romance y el brillo de la carga de Taillefer. Escribiendo aquello quizá en protesta contra las cuatro paredes desnudas, contra su comida espartana, contra el aburrimiento diario cuando la primavera se notaba en el aire y un hombre debería encontrarse en los campos o en los bosques en lugar de entre cuatro paredes, inclinado sobre sus plumas y tinteros.

Y esa es la misma forma en que está sucediendo con nosotros, pensó Bishop.

Escribimos medias verdades y medias mentiras en las cartas que enviamos a casa.

Ocultamos una verdad, o bien oscurecemos un hecho, o añadimos una línea o dos que, si bien no es una mentira directa, es algo que, sin duda alguna, favorece la mala interpretación.

No nos enfrentamos con los hechos. Glosamos al hombre que se arrastra sobre la hierba, con las entrañas fuera, tropezando con las zarzas. Escribimos e introducimos a Taillefer en la historia.

Y si al menos lo hiciéramos únicamente en nuestras cartas, no sería algo tan malo.

Pero lo hacemos incluso con nosotros mismos. Protegemos nuestro orgullo mintiéndonos a nosotros mismos. Protegemos nuestra dignidad mediante la indignidad deliberada.

—Toma —le dijo a la vitrina—, tómate una copa a mi salud.

Y dejó el vaso, todavía lleno, sobre la parte superior de la vitrina.

La vitrina produjo un ruido de gorgoteo, llena de sorpresa.

—Yo no bebo —dijo.

—Entonces, vuelve a colocarla en la botella.

—No puedo hacer eso —dijo la vitrina, horrorizada—. Ya está mezclada.

—Sepárala entonces.

—No puede ser separada —se lamentó la vitrina—. Seguramente no esperará que yo…

Se produjo un pequeño susurro y Maxine apareció en el centro de la habitación.

Sonrió, mirando a Bishop.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Quiere que deshaga la mezcla de una bebida —se quejó la vitrina, dirigiéndose a ella—. Quiere que la separe, que separe el licor de la mezcla. Él sabe que no puedo hacer eso.

—Vaya, vaya —dijo ella—, pensaba que lo podías hacer todo.

—No puedo hacer eso con una bebida —dijo la vitrina, con cierto remilgo—. ¿Por qué no la coge de mis manos?

—Esa es una buena idea —dijo la mujer.

Se adelantó hacia la vitrina y cogió la bebida.

—¿Qué te pasa ahora? —le preguntó a Bishop—. ¿Te estás dejando asustar?

—Lo único que sucede es que no quiero beber —contestó Bishop—. ¿Es que un hombre no tiene derecho a…?

—Claro —admitió ella—. Claro que lo tiene.

Ella bebió, mirándole por encima del borde del vaso.

—¿Qué le ha pasado a tu mano?

—Me la quemé.

—Ya tienes edad suficiente como para no jugar con fuego.

—Y tú también tienes la edad suficiente como para no presentarte en una habitación como lo has hecho —le dijo Bishop—. Uno de estos días vas a aparecer en el lugar preciso en el que ya se encuentre alguna otra persona.

—Eso sería muy divertido —dijo ella, riéndose—. Piensa en ti y en mí…

—Sería una verdadera confusión —dijo Bishop.

—Invítame a sentarme —pidió Maxine—. Actuemos de una forma social y civilizada.

—Claro, siéntate —ofreció Bishop.

Ella tomó asiento en un sillón.

—Estoy interesado en ese asunto de teletransportarse uno mismo —dijo Bishop—. Nunca te lo he preguntado antes, pero me dijiste…

—Simplemente, me vino —dijo ella.

—Pero tú no puedes teletransportar. Los humanos no son parapsíquicamente…

—Algún día, Buster, vas a quemar un fusible, de tanto humo como te sale de la cabeza.

Él atravesó la habitación y se sentó junto a ella.

—Claro, me está saliendo humo de la cabeza, pero…

—¿Qué pasa ahora?

—¿Has pensado alguna vez… bueno, has tratado alguna vez de trabajar en el asunto?

Como, por ejemplo, mover alguna otra cosa, algún objeto… otra cosa que no seas tú misma.

—No, nunca lo he hecho.

—¿Por qué no?

—Mira, Buster. He venido para tomar una copa contigo y para olvidarme de mí misma.

No he venido preparada para entablar una larga discusión técnica. De todos modos, no podría hacerlo. No entiendo de esas cosas. ¡Hay tantas cosas que no comprendemos!

Ella le miró y hubo algo muy parecido al miedo aleteando en sus ojos.

—Quieres aparentar que no te importa —dijo ella—, pero te importa. Te estás destrozando pretendiendo que no te importa en absoluto.

—Entonces, actuemos como si me importara —dijo Bishop—. Admitamos que…

Maxine había elevado su vaso para beber y ahora, de repente, se deslizó de su mano.

—¡Oh!

El vaso se detuvo antes de chocar contra el suelo. Permaneció suspendido en el aire por un instante y después se elevó lentamente. Ella extendió la mano y lo cogió.

Y entonces se deslizó de nuevo de su mano, repentinamente temblorosa.

—Vuelve a intentarlo —dijo Bishop.

En esta ocasión, el vaso cayó al suelo y se hizo pedazos.

—Nunca lo intenté —dijo ella—. No sé lo que sucedió. No quería dejarlo caer, eso fue todo. Deseé no haberlo dejado caer y entonces…

—Pero la segunda vez…

—¡Eres un tonto! —exclamó—. Te he dicho que no intenté nada. No estaba haciendo ninguna exhibición para ti. Te digo que no sé lo que sucedió.

—Pero lo hiciste. Fue un principio.

—¿Un principio?

—Detuviste el vaso antes de que chocara contra el suelo. Y lo teletransportaste de nuevo a tu mano.

—Mira, Buster —dijo ella de mal humor—, deja de engañarte a ti mismo. Ellos están observando todo el tiempo. Llevan a cabo pequeños trucos como ese. Cualquier cosa, con tal de reírse un poco:

Se levantó, riéndose de él, pero había algo extraño en su risa.

—No te concedes una sola oportunidad a ti misma —le dijo—. Te sientes terriblemente asustada ante la posibilidad de que se rían de ti. Tienes que ser una mujer muy inteligente.

—Gracias por la copa —dijo ella.

—¡Pero Maxine…!

—Ven a verme alguna vez.

—¡Maxine! ¡Espera!

Pero ella ya se había marchado.

XVII

«Observa las claves —le había dicho Morley, andando de un lado a otro de la habitación—. Transmítenos las claves y nosotros nos encargaremos del resto. Todo lo que necesitamos es situar un pie en la puerta y eso es todo lo que esperamos de ti. Consigue que coloquemos un pie en la puerta y eso será todo lo que necesitemos».

Consideremos los hechos.

Los kimonianos son una raza culturalmente más avanzada de lo que estamos nosotros, lo que, significa, en otras palabras, que han avanzado mucho más que nosotros por el camino de la evolución, alejándose más del mono. ¿Y cuánto se tarda en avanzar a lo largo del camino de la evolución, más allá del elevado punto alcanzado por mi propia raza de la Tierra?

No simple inteligencia, pues eso no es suficiente.

¿Cuánto se tardaría entonces en dar un gran salto en la evolución?

Quizá se tratara antes de filosofía que de inteligencia… la búsqueda de un camino para emplear mejor la inteligencia de lo que ya se hacía, una mayor comprensión y una más adecuada apreciación de los valores humanos en relación con el universo.

Y si los kimonianos poseían esa mayor comprensión, si habían conseguido abrirse paso hacia una mejor comprensión y con ello hacia una más estrecha hermandad con la galaxia, entonces sería inconcebible que tomaran a los miembros de otra raza inteligente para que les sirvieran como cachorros de acompañamiento para sus hijos. O incluso como compañeros de juego para ellos, a menos que en el hecho de jugar con sus hijos hubiera algún valor mayor, y no solo para el niño, sino también para el niño de la Tierra, un valor mayor a la felicidad y al asombro que producía tal asociación. Ellos serían conscientes del daño psíquico que podría causar esta clase de práctica, y ni por un momento correrían el riesgo de causar un daño, a menos que a través de él pudiera conseguirse alguna mejora o cambio.

Se sentó y pensó en todo esto y le pareció correcto, puesto que hasta en su planeta nativo la historia demostraba una preocupación creciente por los valores sociales, lo que había redundado en una mejora de la cultura. Y algo más.

Los poderes parapsíquicos no debían aparecer demasiado pronto en la evolución humana, pues podían ser utilizados desastrosamente por una cultura que no estuviera emocional e intelectualmente preparada para manejarlos. Ninguna cultura que no hubiera alcanzado una fase adulta podría tener poderes parapsíquicos, pues no se trataba de algo con lo que se pudiera ir tonteando por parte de una cultura adolescente.

En ese aspecto al menos, se dijo Bishop, los kimonianos son los adultos y nosotros somos los adolescentes. En comparación con los kimonianos, no tenemos más remedio que considerarnos a nosotros mismos como niños.

Era algo difícil de aceptar. Estuvo dándole vueltas a la idea. Trágatela, se dijo a sí mismo. Trágatela.

—Es tarde, señor —dijo la vitrina—. Debe usted de sentirse muy cansado.

—¿Quieres que me vaya a la cama?

—Solo es una sugerencia, señor.

—Está bien —dijo él.

Se levantó y empezó a dirigirse hacia la habitación, sonriendo para sus adentros.

Enviado a la cama… pensó, del mismo modo que se envía a un niño.

Y marchándose. Sin decir:

—Iré cuando esté listo. Sin escudarse en su dignidad de adulto. Sin coger una rabieta, sin dar patadas en el suelo y sin ponerse a aullar.

Marchándose a la cama… como un niño obediente cuando se le dice que lo haga.

Quizá sea esta la forma, pensó. Quizá sea esta la respuesta. Quizá sea esta la única respuesta.

Entonces, se volvió bruscamente.

—Vitrina.

—¿Qué ocurre, señor?

—Nada —dijo Bishop—. Absolutamente nada… eso es. Gracias por haberme curado la mano.

—No hay de qué —contestó la vitrina—. Buenas noches.

Quizá sea esta la respuesta.

Actuar como un niño.

¿Y qué hace un niño?

Se va a la cama cuando se le dice.

Obedece a sus mayores.

Va a la escuela.

El…

¡Eh, un momento!

¡Va a la escuela!

Va a la escuela porque tiene muchas cosas que aprender. Va al jardín de infancia para pasar sus primeros cursos y después va a la escuela superior, para poder ir finalmente a la Universidad. Se da cuenta entonces de que tiene muchas cosas que aprender, que antes de ocupar el lugar que le corresponde en el mundo de los adultos, tiene que ser enseñado y que él tiene que trabajar para aprender.

Pero yo ya fui a la escuela, se dijo Bishop. Fui a la escuela durante años y años.

Estudié duramente y pasé un examen final en el que otros mil fracasaron. Me califiqué para venir a Kimon.

Pero, aunque solo fuera una suposición…

Se va al jardín de infancia para poder ir después a la escuela elemental.

Se va a la escuela superior para poder ir después a la Universidad.

Se va a la Tierra para poder ir después a Kimon.

Puede uno haberse doctorado en la Tierra y no ser más que un pequeño del jardín de infancia cuando se llega a Kimon.

Monty conocía un poco de telepatía y también algunos de los otros. Maxine podía teletransportarse a sí misma y había hecho que el vaso se detuviera en el aire, antes de chocar contra el suelo. Quizá los otros también podían hacerlo.

Y acababan de empezar a hacerlo.

Aunque la simple telepatía o el detener un vaso en el aire no lo sería todo. Habría muchísimo más. En la cultura de Kimon habría mucho más que las artes parapsíquicas.

Quizá estemos preparados, pensó. Quizá hayamos terminado ya casi con nuestra adolescencia. Quizá estemos ya a punto de estar preparados para una cultura adulta.

¿Podría ser que los kimonianos nos permitieran penetrar en ella, siendo nosotros los únicos en la galaxia a quienes se les permitía algo así?

Su cerebro se sintió aliviado ante este pensamiento.

En la Tierra, solo uno de cada mil pasaba el examen que podía enviarle a Kimon.

Quizá, aquí en Kimon, solo uno de cada mil quedaría calificado para absorber la cultura que Kimon les ofrecía.

Pero antes de poder empezar a absorber esa cultura, antes de poder empezar a aprender, antes de poder ir a la escuela, tenía uno que admitir que no se sabía. Tenía uno que admitir que no se era más que un niño. No podía uno seguir teniendo rabietas. De ese modo, no se podría ser un tipo sabio. No podía uno seguir alimentando un falso orgullo para utilizarlo como escudo entre uno mismo y la cultura que solo esperaba ser comprendida.

Morley, dijo Bishop, puede que ya tenga la respuesta… la respuesta que tú estás esperando en la Tierra.

Pero no te la puedo decir. Es algo que no se puede contar a nadie. Es algo que cada cual debe descubrir por sí mismo.

Y la lástima es que la Tierra no está realmente preparada para descubrirlo. No es una lección que se enseñe a menudo en la Tierra.

Los ejércitos y las armas no podrían asaltar la ciudadela de la cultura kimoniana, porque no se puede llevar adelante una guerra contra seres que poseen poderes parapsíquicos. La agresividad y el afán de negocio de la Tierra fracasarían en su intento de descubrir y dominar el rostro inexpresivo de Kimon.

Solo hay una forma de conseguirlo, Morley, dijo Bishop, hablando con su amigo, interiormente. Solo hay una cosa que doblegará a este planeta, y es la humildad.

Y los terrestres no son criaturas humildes.

Hace ya mucho tiempo que olvidaron el significado de la humildad.

Pero aquí es diferente.

Aquí se tiene que ser diferente.

Se empieza por decir: no lo sé.

Entonces, se dice: quiero saber.

Después, se añade: quiero trabajar duramente para aprender.

Quizá sea esa la razón por la que nos trajeron aquí, pensó Bishop, para que el uno por mil de entre nosotros que tenga una oportunidad para aprender, pueda acceder a esa oportunidad. Quizá estén observando, con la esperanza de que pueda existir más de uno por cada mil. Quizá se sientan más ansiosos para que nosotros aprendamos de lo que nosotros mismos nos sentimos por aprender. Porque pueden encontrarse muy solos en una galaxia en la que no hay otros como ellos.

Incluso podría ser que quienes se encontraban en este hotel no fueran más que los fracasados, los únicos que no lo habían intentado de veras, o que lo habían intentado sin conseguir pasar la prueba.

¿Y los otros —ese otro uno por mil—, dónde estarían?

Ni siquiera lo podía suponer.

No había respuestas.

Todo eran suposiciones.

Todo aquello no era más que una premisa construida sobre un sueño imposible. Todo estaba construido sobre el pensamiento de lo que se desearía que fuera.

Se despertaría por la mañana y se daría cuenta de que estaba equivocado.

Bajaría al bar y tomaría una copa con Maxine o con Monty y se reiría de sí mismo por las cosas con las que había estado soñando.

La escuela, se dijo a sí mismo. Pero no sería una escuela… al menos no sería la clase de escuela que él había conocido antes.

Quisiera que fuera realmente así, pensó.

—Será mejor que se marche a la cama, señor —dijo entonces la vitrina.

—Supongo que debo hacerlo —dijo Bishop—. Ha sido un día muy largo y duro.

—Seguramente, mañana querrá levantarse temprano para no llegar tarde a la escuela —dijo la vitrina.