A lo lejos retumbó el trueno; los relámpagos perfilaban la oscurecida masa del cielo occidental como las brillantes arterias de un dios. No hubo quietud aquella noche ni en el cielo ni en la tierra, pues si la luz apuñalaba las nubes y trazaba sus sinuosos caminos entre las estrellas, líneas de fractura en la prisión de los titanes, a ras de suelo las pisadas de los animales y el traqueteo de los carros acababan con la armonía de las cosas sencillas, como el golpeteo de la lluvia contra los árboles, o los graznidos de los pájaros que trataban de regresar a sus nidos.

Resulta curioso que una de las cosas que recuerdo más vívidamente de aquella infausta jornada… es que la lona de mi carro tenía una fisura por la que se filtraba la lluvia. Llevábamos varios días de viaje y todos estábamos exhaustos. Drakengaard era un territorio hostil, un lugar donde el aire era malsano y, salvo por algunos sotos de árboles tristes y carcomidos, no crecía más vegetación que la que se pega al poco agradecido suelo e impide que en él crezcan plantas más fecundas. Hasta donde se extendía la vista, colinas bajas heridas de óxido se disputaban el paisaje con fisuras en el suelo de las que brotaban humores nocivos. No era bueno permanecer demasiado tiempo en aquel lugar. Pero Olaf quería ser puntual a la cita.

Me había estado mojando desde que empezó a llover. Traté de obturar esa fisura de mil maneras posibles, con la única consecuencia de que mientras más la tocaba más se ensanchaba y más empapaba mi sobretodo. Era inútil tratar de luchar contra los elementos cuando estos sacudían la carreta como si fuera su juguete. Así pues, acabé por resignarme; al fin y al cabo, los jinetes que cabalgaban sobre manta bajo la tormenta, Olaf entre ellos, no tenían mayor protección contra el frío que sus pieles y sus armaduras tachonadas.

Durante todo el camino estuve reflexionando sobre la manera de afrontar la composición de esta Edda. ¡La noble gesta de Olaf, rey de los neurios, y de su amada Ivanna, hija de ríos y lagos, la niña cuyo destino pintaron los lobos en una cueva remota! Varias oberturas pasaron por mi cabeza al son de los baches, pero las descarté por ser poco solemnes. Cuando el rey me ordenase entonar este canto en su salón regio, la fuerza de las estrofas tenía que ser tan contundente como este choque entre ejércitos, este duelo nocturno cuya música nos rasparía el alma con dedos helados.

La noche anterior, después de una gran borrachera, me eché a llorar pensando en la obertura. La poesía causa más estragos que diez lanzas de afilado bronce en mi corazón cuando es algo más que palabras. ¡Cuando son hechos, pasiones, sangre, vísceras y diamantes! ¡Crónicas y desengaños, reencuentros y fatalidades, promesas y augurios de lo divino y lo mundano atadas con fuego frío a un acorde! Las imágenes de Ivanna, distante y tenaz como una gema, se reflejaban desde todos los lados de la casa de espejos de mi mente, e iban poco a poco espantando la resaca. Cada uno de esos reflejos llevaba asociado un sonido, una nota crucial que lo definía y le daba coherencia. Ya podrían rodar los años y los siglos, que si mi propio reflejo pudiese hablarme y contarme si estos versos perdurarán, yo descansaría tranquilo sin temer por la solidez de su métrica.

Mientras flotaba hacia un borrascoso sueño (¿augurio de lo que nos esperaba a la jornada siguiente?), acunándome en recuerdos de la inocente Ivanna, pensé: No debo sentir más lástima por ella que por cualquier otro. Tiene su propio destino. La resaca desapareció de golpe. No estalló, implosionó. Explotó hacia dentro. Sus fragmentos, como oro de yunque y metal, abrieron agujeros en mi corazón y lo que había sido mantenido fuera entró en tromba por las rendijas.

Fui más Ruffel el Bardo que nunca. Y lo entendí. Cuán difícil es seguir los caminos de la lógica cuando los senderos del corazón están despejados, y los únicos faroles que iluminan la senda son los destellos de una devoción secreta.

Fue más o menos a la hora undécima cuando el rey dio el alto, y la columna se detuvo. Los exploradores regresaron portando malas nuevas. Y digo malas porque, a tenor de lo poco que yo sabía en aquella época sobre maniobras militares, iba en contra de nuestros planes dejar que los campesinos sublevados diesen el primer paso. Vi cómo Olaf fruncía el ceño por debajo del almete que le cubría la cabeza. Normalmente, el primer ejército en llegar al lugar del combate era el primero en tener ventaja, el que podía situarse donde mejor le conviniera. Y teniendo en cuenta que nuestros enemigos eran poco más que un grupo (bastante numeroso, eso sí) de campesinos incultos, sin instrucción militar ni líder de armas, que se hubiesen hecho amos y señores de las vaguadas con tanta rapidez me preocupaba.

Nuestra columna se alineó lateralmente sobre la cima de una colina, desde donde se dominaba el lago y el emplazamiento enemigo. Seguro que varios cientos de cabezas se volvieron en ese preciso instante hacia nosotros, sorprendidas ante nuestro número. Los cuernos resonaron en la distancia.

Y empezó a nevar.

Que la lluvia se enfriase y cayese en forma de diamantes líquidos del cielo era un fenómeno tan insólito en Drakengaard que todos alzamos las cabezas y miramos a las nubes, responsables de este prodigio, como interrogándolas por su insensatez. Aquellas, como única respuesta, siguieron derramándose sobre nosotros. Saqué una mano por fuera del carromato y atrapé unos pocos granos de este maná helado, estos pedacitos sólidos de frío, para comprobar que no estaba soñando.

Mi primer impulso fue acurrucarme dentro del carro, dejando que los misterios del mundo se desplegasen a su gusto y llegasen hasta mí siendo solo rumores, pero sin correr el riesgo de presenciarlos de primera mano. Como había hecho siempre. El compromiso con mi arte era como una vela que me impulsaba hacia la rada de la cobardía, inclinándome hacia el camino de menor resistencia y el hábito difícil de cambiar. Pero me sobrepuse. Saqué la cabeza por el agujero de la tela y me obligué a mí mismo a ser valiente y a contemplar lo insólito con mis propios ojos.

Creo que no he vuelto a hacerlo de nuevo, desde aquel entonces, en toda mi vida. Y con razón.

—¿Qué prodigio es el que ahora vemos, mi rey? —oí que le preguntaba Vaglar, el lugarteniente más veterano, mientras acariciaba la crin de su caballo. El animal piafaba nervioso, revolviéndose como si detectase un atisbo de magia negra.

Olaf se encogió de hombros. En verdad, no estaba en su mano ni cuestionar ni poner coto a los caprichos de los dioses.

—Si estos campesinos tienen espíritus que los protegen, antiguos arcanos de los bosques o de la lluvia, nosotros invocaremos nuestra fe para defendernos —sentenció, volviéndose hacia su esposa, que cabalgaba en silencio a su diestra.

Ivanna lo miró con tristeza.

—Recuerdo canciones que hablan de esa quimérica noche en que las antiguas promesas serán profanadas —dijo, conteniendo las lágrimas. Nadie podía olvidar, ni el rey ni ninguno de sus siervos (y mucho menos yo, su hagiógrafo) que la princesa era en realidad hija de aquellos bosques, y que había sido criada por aquella gente como parte de su pueblo. Como una gota más de su savia. Ella lloraba más que nadie los terribles acontecimientos que habían empujado a Olaf a levantar armas contra su antigua gente, y no se molestaba en disimularlo—. Pero esas canciones son turbias y sus letras cambiantes, y no dicen quién se alzará victorioso, sino quién sufrirá más.

—¿Y quién será ese desdichado? —preguntó el rey.

Ella miró al campamento de chozas levantado por los campesinos.

—Yo —se dio cuenta.

Los parlamentarios no tardaron en estar listos. Olaf y su séquito por un lado, y una caterva de brutos sucios, harapientos y encorvados en el otro. Tenían un aspecto tan miserable y enfermizo que resultaba impensable que se hubiesen alzado en armas. ¿Qué aedo loco habría sido capaz de prever una insurrección de gente tan desvalida, y con qué motivos lo habría justificado? Sí, los rebeldes nos habían hecho llegar las cabezas cortadas de los emisarios que el rey envió a negociar, cuando la noticia de que los caminos tenían barricadas y los puentes troncos derribados llegó al palacio. Les habían abierto los cráneos y habían defecado en su interior para recordarnos a qué infame ralea pertenecían. Y con aquella infamia había llegado una advertencia: queremos la libertad, tenemos armas, y nos defenderemos si no nos es concedida.

Yo fui de los primeros en reír cuando escuché semejante bravata. ¿Armas, unos pordioseros? ¿Metales brillantes y afilados que pudiesen perforar la gola de los jinetes, o el poderoso escudo de los lanceros? ¿Puntas de acero para sus enclenques flechas de pluma de ganso?

Fantasías, nada más. Bravatas sin argumentos. Ni siquiera Ivanna pudo defender la cordura de su gente cuando le fueron expuestos aquellos hechos. Quedó horrorizada por su brutalidad, eso sí, e insistió en acompañarnos cuando nos adentramos en las villas agrestes, con las vainas de los soldados cargadas de muerte y las cuerdas de mi laúd de endechas. Necesitaba verlo con sus propios ojos.

El sitio donde los embajadores se encontraron fue una colina donde el viento cortaba desde el lado del corazón, y siempre era así, daba igual en qué posición se colocase uno. Yo me arrebujé más a fondo en mi pelliza, como si desease desaparecer para siempre entre sus pliegues.

Uno de los brutos se adelantó. Ninguno de ellos llevaba montura, pero hubo algo que nos llamó la atención, antes incluso de que abriese la boca para mostrarnos los dientes de hiena y la grasa que le tapizaba las encías.

Aquel campesino portaba un tahalí al hombro, del cual surgía desafiante el pomo de una espada.

El líder no era el único en llevar tahalí, y esa espada no conformaba su único pertrecho. Un sucio courbouilli de escamas carcomidas le protegía el pecho y la entrepierna, y la punta de una daga asomaba como la nariz de un ratón travieso de la circunferencia de su escudo.

¡Un escudo!

El monarca miraba de hito en hito al campesino, preguntándose si los espíritus que protegían a aquellas personas, y de los que antes se había burlado, existirían de verdad y habrían alzado fraguas de la materia de las nubes para forjar con calor y rayos aquellos paramentos.

—Además de rebeldes sois ladrones —escupió Olaf—. ¿De dónde habéis sacado tales armas? ¿Con qué ejército enemigo os habéis atrevido a hacer un pacto?

El campesino de dientes de hiena cloqueó.

—Os equivocáis, mi señor. El pacto ya estaba hecho desde hace muchos siglos, pero no con ejércitos ni con soberanos, sino con la niebla que cubre los campos y los durmientes que yacen debajo.

—¿Los durmientes? —El rey miró interrogativamente a Ivanna.

La princesa se adelantó y calibró con desprecio a Dientes-de-hiena. Cuando habló lo hizo en su antigua lengua de las montañas, una que nadie fuera de ellas conocía (dejando aparte a los bardos avispados como yo, claro, que habíamos escuchado canciones escritas en ese dialecto y aprendido unas pocas frases sueltas). Creí entender las expresiones «no habrá futuro», «la traición es más cara a los oídos de los dioses que la muerte», y las palabras «traidora» e «hija bastarda» hilvanadas en la misma frase. Luego Ivanna regresó a nuestro lado y nos hizo un resumen, con semblante agrio:

—Nunca me perdonarán que me haya convertido en parte de los aighvanni, los habitantes de los valles. Para ellos, mi presencia aquí es un insulto.

—¿Ni siquiera a la vista de mi ejército están dispuestos a deponer las armas? —se indignó Olaf—. ¿Es que no va a haber ninguna forma de detener esta matanza?

Ivanna sacudió la cabeza.

—Me temo que no, esposo mío. Dicen que el pacto de la niebla los ampara, y que sus antepasados les han prestado sus uñas y sus dientes para que los protejan contra el tirano.

—Antepasados… —El rey arrugó la frente por debajo de la tiara que hacía las veces de corona. Cuando se quitaba el almete, el círculo de bronce chorreaba de sudor—. ¿A qué antepasados se refiere?

La princesa señaló a una vaguada que se extendía junto a las colinas. Ni siquiera a plena luz podría haber pasado por un lugar agradable, pues parecía un marjal ennegrecido por charcas de agua estancada, en el que las ranas sostenían un croar incesante. El cielo plomizo había horadado unos cuantos tajos entre las nubes, y desde ellos nos espiaba una luna sucia, con una curva de claridad cerca de su lecho en occidente. La tierra estaba cubierta de brezos y helechos, pero junto al agua crecían unas masas de aneas entre las que suspiraba cansada una ligera brisa. Sólo inquietud transmitía aquel lugar oscuro, pues en él se levantaban unos vestigios druídicos enmohecidos, supervivientes de cultos a los que el padre de Olaf había puesto fin por la vía de la espada, tras decretarlos malignos y corruptos.

Aquellas piedras ahogadas por la hiedra parecían salpicaduras de podredumbre contra el manto de nubes. Y algo crecía como espigas de roca a su sombra.

El rey no tuvo que acercarse más para averiguar que eran lápidas.

—¿Os habéis atrevido a profanar el lugar de descanso de vuestros mayores?

Dientes-de-hiena escupió al suelo, ante el caballo del monarca, y se retiró con un gesto de absoluto desprecio, diciendo:

—El pacto de la niebla sigue en pie.

Olaf tuvo que alzar una mano para que los ballesteros no acribillasen a aquel desgraciado por semejante falta de respeto. Ivanna aprovechó para contarnos que, varias generaciones atrás, en aquel mismo escenario había tenido lugar una batalla horrible, en la que sufrieron tanto niños como adultos y ancianos. Dos pueblos enfrentados cuyo rencor empapó la tierra de sangre. Mis oídos se expandieron como los de un murciélago, escuchando a la princesa, pues nunca habían llegado retazos de esa historia hasta mí, y me intrigaba.

Los antepasados de Ivanna habían derrotado a sus enemigos a un elevado precio, y los supervivientes, para mantener intacto su honor, los habían enterrado con las armas que portaron en el combate. Provenían de tierras lejanas, sitas más allá de los pantanos, de donde habían traído no solo su lengua y su cultura, sino los atavíos de una hueste desintegrada tras una guerra cuyo nombre nadie recordaba. Aquellas armas habían descansado bajo la tierra durante generaciones, pues la mitología de aquellas gentes establecía que en virtud al pacto de la niebla, según el cual sin sus armas las almas vagabundas de los caídos no podrían defenderse en el otro mundo, los vivos tenían que respetar por encima de todo la paz de los muertos.

Pero aquella gente había recurrido a las tumbas para que los armasen. Los montones de tierra excavados se elevaban como un rosario de pequeños montículos junto a las lápidas, testigos de la profanación. Y con semejante herejía habían roto el pacto. Eso aseguraba Ivanna, por más que Dientes-de-hiena prometiese que seguía intacto.

—Tras tantos años de vivir encerrados en sí mismos —se entristeció la joven—, tras siglos de esconderse en los bosques y las marismas, mi gente ha olvidado la letra de las antiguas canciones.

Yo asentí. No era la primera vez que lo veía: en tiempos de ignorancia, las leyes y el folclore sobrevivían mediante las canciones populares y los ritos de la liturgia. Pero había ocasiones en las que, sin un custodio que se hiciera cargo de mantener la pureza de los salmos, estos se pervertían al ser transmitidos de boca a oreja, y de padres a hijos. El padre de Ivanna había sido uno de esos custodios hasta que su propia gente lo expulsó de la aldea. Por eso ella conocía las estrofas originales de aquel juramento firmado con los muertos, y los rebeldes no.

Nos retiramos de la colina de la embajada. Olaf dio la orden para que la mesnada de lanceros se preparase. Pero, en contra de los deseos de su lugarteniente, que consideraba este el mejor momento para atacar, no ordenó el avance. Todos le miramos, buscando en sus ojos una explicación. Pero Olaf solo prestaba atención a su amada. Ella sabía más que ninguno de las extrañas maldiciones que circulaban por aquella tierra lóbrega.

Dientes-de-hiena y el ejército de sublevados tomaron posiciones junto al pantano, dando la espalda al cementerio. Los zarcillos de bruma se enredaron en sus tobillos y besaron con caricias de escarcha las armaduras. El metal relucía como antaño, viejo pero tenaz; las lanzas no formaban un bosque recto como tendido a cordel, como cabría esperar en una tropa profesional, sino una selva caótica, confusa como las filas de pordioseros que las portaban. El brillo de la furia en las pupilas de los campesinos era el único vestigio humano que destacaba con vigor entre la bruma.

—Que los dioses nos protejan antes de la llegada del alba —barruntó Olaf—, porque ni siquiera nosotros estamos a salvo de los funestos presagios.

—¡Ataquemos sin más demora, mi señor! —urgió Vaglar—. ¡Antes de que conviertan el marjal en un obstáculo para nuestros jinetes!

El rey comprendía la inutilidad de las cargas de caballería en aquel terreno, pero se obstinó en permanecer a la espera. Sus pupilas seguían clavadas en Ivanna, que a su vez contemplaba entre lágrimas las evoluciones de su gente, los gestos de desafío y las bravatas de los inconscientes, los lejanos cuernos y el ondear de banderas de trapo.

Prestando atención al temblor del arpa de la brisa, yo también creí oír una voz que procedía de la bruma, ese tul de plata que ni la nieve podía dispersar, y que no tenía origen en ninguna garganta humana. Un escalofrío de terror me sacudió desde los pies hasta la frente, pues creí reconocer palabras en esa voz, advertencias pronunciadas en el idioma ancestral del pueblo de Ivanna.

Eran los muertos, que lloraban por el honor perdido.

A pocas personas he hablado en estos años de los terribles acontecimientos de aquella noche, pero llegué a escribir un poema sobre ellos, lo confieso. Esas páginas amarillentas aún aguardan su turno para ser mostradas ante un público sediento de emociones, en un recital sobre la Muerte y sus negros avatares que, al menos yo, no conduciré jamás. Pero puede que otro aedo más joven y sin temor a lo que sus ojos no han visto nunca sí lo haga.

De ser así, estas que a continuación transcribo (sin pronunciarlas en voz alta) serán sus estrofas principales, las que describen con espantosa verosimilitud lo que vimos aquella noche, en la que el ejército del rey no tuvo necesidad de entrar en batalla. Otras manos sedientas de venganza fueron las encargadas de impartir el castigo a aquellos pobres desdichados:

No es la luz quien exhala

rojas nubes de poder y dominio,

no es el corazón el que ensombrece

con fieras larvas la noche

de guaridas de espantos y rumor de espectros

en las que anida la peste y ronca la rabia.

(Manos que surgen de la tierra, torsos humanos unidos a caderas deformes que vagan entre las lápidas. El jefe de la turba que escucha los sonidos de pasos y los extraños jadeos y se vuelve hacia las tumbas, y su cordura que se astilla y desaparece de un plumazo cuando ve que los antepasados se han levantado para castigarlos por su atrevimiento, por haber violado el compromiso que los ata a su destino…).

Cual lobo de hambrienta garganta

cuyo blasón de infortunio se exhibe como máscara

se ha negado a ser ramera

de la Señora de los últimos destinos,

de la que sacude los vientos

para que los truenos agiten

el umbroso ensueño de los muertos.

(Personas que corren, chillidos histéricos, estocadas inexpertas descargadas por los campesinos sobre los caminantes de la bruma, que alargan manos putrefactas para arrancarles los paramentos de guerra que una vez les pertenecieron. Dientes, dientes cargados de espanto, cascadas chorreantes de sangre, uñas afiladas que despedazan la carne, tráqueas que regurgitan la carne de los vivos…).

Angustia que golpeas

las atrevidas frentes guerreras

hielo que anegas

la desabrigada hiel de los poetas,

no nos precipites por la sima

que al abismo del olvido conduce

ni abras las puertas sin candados

que amparan la rima

de los condenados.

(Los pocos supervivientes son tragados por la niebla y no volvemos a verlos nunca más. Poco a poco se van extinguiendo los aullidos de pánico de los rebeldes. El ejército del rey se mantiene alejado de los prodigios que vemos en el camposanto, pues cierto es que cualquiera que pasee esa noche entre los túmulos, yazca la culpa sobre su alma o no, será devorado por los habitantes de la bruma y sus tenebrosas profecías. Al final los muertos se retiran, llevándose consigo las espadas y los escudos de regreso a las fosas, y yo despierto, despierto con lágrimas en mi lecho, como muchas noches, una mortaja de sudor frío empapando mi camisa…).

El rey triunfó aquel día funesto, sin necesidad de disparar una sola flecha.

Ninguno de nosotros ha hablado desde entonces de aquello. Sentí la necesidad de escribir estas líneas porque el secreto de los túmulos aún me reconcome, después de tantos años, y no concede paz a mi descanso. Si hubiera una mínima oportunidad de expulsar todos estos recuerdos de mi mente la aprovecharía sin pensarlo. A menos, claro, que ello requiriese que mis pies volvieran a posarse en las vaguadas de Drakengaard, o en las colinas donde moran los antiguos misterios.

No. Jamás. Prefiero contener dentro de mí todo el horror y la culpa. Mi sobrino, que algún día leerá estas páginas y aprenderá a rasgar un arpa, está profundamente dormido a mi lado. Su negra mejilla se apoya en la negra mesa, su mano cenicienta cuelga sobre el cadalso del ceniciento suelo, mientras mis temores y yo acabamos tomando un vaso de hidromiel sin su compañía. Es mejor sufrir calladamente por un secreto que los oídos humanos no están hechos para escuchar, a exorcizarlo atreviéndome a romper, una vez más, el pacto de la niebla.

Aquella horrible noche, igual que hoy, desandamos el camino a casa en silencio.