Landárem palmeó el poderoso cuello de su caballo y soltó una carcajada.

—¡Pensaron que podían competir con la fuerza de mi brazo! —dijo al garañón, como si este pudiera entenderle—. Pero se equivocaron. Se equivocaron de extremo a extremo.

Y no le faltaba razón. El joven había despachado a los cuatro bandidos con una facilidad que rallaba lo insultante.

—¿Son todos los árbitros tan fuertes y apuestos como vos? —preguntó la joven que llevaba tras él, con las piernas cruzadas hacia un lado del caballo.

—Por supuesto que no —contestó él, volviéndose a tiempo de ver una mirada melosa que prometía atenciones futuras—. Casi doce años pasé recluido en el Monasterio en el que nos adiestran para llegar a ser lo que soy. Y ¿sabéis lo que sucedió luego?

—Ardo en deseos de que me lo contéis —contestó ella con un lento parpadeo.

—¡Que me dieron a elegir entre estar allí más tiempo para ser inquisidor o marcharme como árbitro! Pero ¿qué demonios iban a enseñarme que no supiera ya? —preguntó con voz airada—. Los profesores no podían resistir mi empuje y mis propios compañeros reconocían que era imposible vencerme en un combate justo. Así que me marché. ¡Yo quería ver mundo! No me voy a establecer como uno de esos árbitros holgazanes que se adscriben a una ciudad mientras ven medrar sus riquezas y sus barrigas; al menos todavía no —añadió con un guiño a la joven—. Yo amo esto. Voy a donde me ordenan o vago a mi antojo, luchando contra el enemigo y la injusticia allí donde me los encuentro.

—Habéis sido muy valiente y, sin duda, en mi pueblo os lo agradecerán como merecéis. Yo, al menos, lo haré si me lo permitís.

Landárem rio de nuevo y se felicitó por su buena fortuna.

—Dos años han pasado desde que abandoné el Monasterio y no me he arrepentido jamás de mi decisión —se dijo en voz baja—. Allí quedaron ese debilucho taimado de Nadek, el ambicioso Gerall y algunos de los otros. ¡Que aspiren a toda la gloria de los inquisidores! —exclamó viendo a lo lejos las primeras casas del pueblo de la joven—. En el tiempo que he pasado fuera he obtenido más victorias de las que ellos conseguirán en diez años y mi fama no ha hecho más que crecer.

Tal y como había dicho la joven, cuando llegaron le ofrecieron el recibimiento de un héroe. El delegado del pueblo proclamó un día de fiesta y mandó organizar una gran cena en su honor. Las sencillas gentes participaron con las viandas que cada uno pudo aportar y todos comieron, bebieron y cantaron hasta que la luna estuvo bien alta en el cielo. A esas horas, entre los vapores del alcohol, el padre de la joven que había salvado Landárem le abrazó sin poder contenerse, con los ojos llenos de lágrimas; varias mozas jóvenes le sacaron a bailar por turnos y el delegado lo nombró hijo adoptivo del pueblo, mientras sostenía una jarra llena de cerveza. Pero fueron las tartamudeantes palabras de aquel hombre las que capturaron toda la atención del árbitro, pese a compartir su ebriedad.

—El problema no son los bandidos, sino el que los comanda —dijo el delegado con supuesta discreción—. Hace ya unos meses que esa sombra vieja y malvada se instaló en la cabaña del lago. Fue entonces cuando comenzaron los ataques. Al principio se contentaban con robar a los viajeros, o llevarse alguna cabeza de ganado, pero con el tiempo fue a más.

—¿Sombra? —preguntó Landárem con la vista fija en su jarra—. ¿Por qué lo llamas así?

—Pocos le han visto de cerca, pero dicen que sus ropajes son oscuros y nunca se deja ver a la luz del día —balbució el anciano—. Camina como un hombre, sí, pero da escalofríos como el hielo.

—¡Pues yo destruiré esa sombra con la luz de mi espada! —rugió Landárem alzándose precipitadamente y tirando al suelo varias jarras—. ¡Yo libraré a este pueblo de la amenaza por la gloria del Emperador!

Las gentes aplaudieron sus palabras con gran entusiasmo y las jóvenes suspiraron ante su gallardía.

—Así que ahora me iré a descansar —añadió el árbitro—. Antes de que salga el sol estaré en el bosque persiguiendo el mal del que me habéis hablado.

Sin embargo, cuando ya llegaba a la casa que habían puesto a su disposición, una figura femenina le estaba esperando.

—¿Me dejaréis acompañaros un rato, al menos? —preguntó la joven que había salvado horas antes.

—Querida niña —dijo él robándole un audaz beso a la luz de la luna— en la vida hay que ordenar las diversiones según su importancia. Pero no temas, cuando mañana llegue victorioso tendremos tiempo más que de sobra —añadió en un susurro.

Tal y como había dicho, cuando los habitantes del pueblo se levantaron él ya se había ido. Un viejo camino lo llevó hasta el molino que había en un salto de agua, casi a un kilómetro de distancia.

Entró en el bosque siguiendo la senda de la que le habían hablado y avanzó a buen ritmo durante media hora. Al principio, la luz del sol se filtraba con fuerza entre las copas de los árboles pero, cuanto más se internaba en el bosque, más lóbrego iba volviéndose este.

El ambiente se tornó pronto oscuro y el aire pesado y oloroso; las ramas descendían hacia el camino como si pretendieran atrapar a los viajeros, convirtiendo la estrecha senda en poco más que un túnel; la luz fue perdiendo brillo para tomar la consistencia verdosa de la descomposición. Hasta tal punto se volvió incomodo el avance que Landárem tuvo que desmontar para guiar a su caballo de las riendas. El animal piafaba, inquieto, y se revolvía cuando las ramas le rozaban.

—Es cierto que este lugar parece haber sido creado para albergar el mal, pero te aseguro que me lo he encontrado en otros parajes muy distintos —le dijo a su caballo acariciándole el cuello para tranquilizarlo—. Y los peores enfrentamientos los he tenido en salones perfumados o en barrios supuestamente llenos de nobleza. Así que no temas, amigo, pues cualquiera que sea el peligro que nos aceche aquí, estaré preparado para enfrentarlo.

Pese a sus palabras, la vegetación fue haciéndose tan espesa y amenazante, que se planteó utilizar su cuchillo tahliano para despejar el camino. Pero, casi de repente, las ramas se fueron apartando y la senda se aclaró. Apenas unos minutos después llegó a un claro y vio a la sombra.

Estaba sentada sobre unas rocas y masticaba en silencio, dándole la espalda. Tuvieron que pasar unos segundos antes de que Landárem se diera cuenta de la naturaleza de aquella comida. El brazo, lánguido y manchado de rojo, asomaba a un lado de las rocas, mientras que por el otro, a casi tres metros, se podía ver una pierna.

A la sombra, sin embargo, aquello no parecía importunarle lo más mínimo. Comía con tranquilidad y, de vez en cuando, se rascaba un lateral de la cabeza o lanzaba un suspiro de satisfacción.

Landárem, sintiendo como la ira iba creciendo dentro de sí, juró que mataría a aquel sombrío personaje.

—Sin duda son sus ropajes oscuros lo que le había otorgado el apodo y el temor por el que lo conocen en el pueblo —se dijo—. Pero esta escena no puede amedrentar a un árbitro del Imperio, y menos a mí.

Ya se preparaba para desenvainar cuando la sombra alzó tranquilamente la voz.

—Pasad, joven —dijo de pronto con un tono ligeramente silbante—. Hay alimento de sobra para los dos y la carne está tierna y sabrosa. La compartiré gustoso.

—Maldito seas —contestó Landárem entre dientes, abandonando la protección de la espesura—. Jamás vi mayor indiferencia ante el horror ni una necesidad tan grande de castigo.

—¿Por qué dices eso? —preguntó la sombra dándole otro bocado al pedazo de carne que sostenía en la mano.

—Es el cuerpo de una mujer lo que tienes ahí —respondió el árbitro, asqueado—. No conseguirás confundirme.

—Sí, es cierto —contestó el otro tras un instante, como si el estupor del árbitro le intrigara—. Pero ¿qué más da eso? No es más que otra chiquilla joven y atontada. Hay muchas más en el pueblo del que la robé, si es eso lo que os preocupa.

—Voy a darte muerte. Pide clemencia ahora y encomiéndate al Creador si te place —anunció Landárem desenvainando y dirigiéndose hacia él con decisión—. Puede que la piedad del Primero interceda por ti y se apiade de tu alma; yo no lo haré por tu cuerpo.

Fue en ese preciso instante cuando la sombra le dio, por primera vez, una apariencia más peligrosa que extraña. El hombre se levantó con un movimiento similar a un parpadeo, sin que mediara nada entre su posición de sentado y la que adoptó de pie; como si lo hubiera hecho tan rápido que incluso el ojo de Landárem no lo hubiera podido ver.

—Cuidado, árbitro —dijo con una voz que ya no era de alegre camaradería—. Estoy saciado y no tengo nada contra vos. De hecho, me molestaría tener que poner fin a este agradable momento de tranquilidad. Pero no estoy acostumbrado a que me amenacen y, sinceramente, me solivianta bastante la falta de respeto.

—Eres un ser maligno, un insulto para los hombres de bien —respondió Landárem sin detenerse—. La gente del pueblo os daría muerte si se atreviera. Yo lo haré.

—Os repito que no deseo haceros daño. Sois valiente y, sin duda, no albergáis más pecado dentro de vos que algo de orgullo y arrogancia. Eso es normal por vuestra edad y, además, no se puede negar que sois apuesto y vigoroso —dijo la sombra señalándole con un despreocupado ademán—. Volved al pueblo. Recibid las atenciones de alguna aldeana y regodearos en vuestra victoria. Podéis decir que hemos luchado; que habéis arriesgado vuestra vida para darme muerte y que habéis arrojado mi cuerpo al río. Yo ya he acabado lo que vine a hacer aquí y tengo intención de marcharme lejos. No desaprovechéis la oportunidad que os brinda la suerte.

—¡No necesito oportunidades ni favores de un asesino! —rugió Landárem cargando contra él—. ¡Moriréis hoy!

El joven se precipitó con seguridad sobre la sombra, que solo pareció encogerse un poco de hombros con hastío.

Landárem sabía que sus dotes para el combate eran sobresalientes. Con los años, además, se había enfrentado a todo tipo de trampas y engaños, fintas y misterios. Creía estar preparado para toda técnica con que su oponente le recibiera, pero se equivocaba.

La sombra vio como la espada de Landárem se precipitaba directamente sobre su cabeza, en un arco poderoso y mortal. Sin embargo, lo único que hizo fue alzar una mano y agarrarla. Hubo un momento en el que casi pareció que la hoja iba a seguir su trayectoria, cercenando lo mismo dedos que hueso, pero no fue así. La hoja penetró unos centímetros en la carne, rebelando una segunda capa de piel más blanca y un corte rojizo que no sangraba.

No obstante, por detrás de aquel gesto, Landárem sintió algo que casi había olvidado desde que salió del Monasterio: la Voluntad.

Fue algo parecido a esa tensión que se nota en los días de tormenta y que, en ocasiones, hace que el vello se ponga de punta. Era indudable que aquel ser esgrimía esa energía, de la que ya les habían hablado y de la que Landárem no había querido saber nada. Lo hacía, sin embargo, con una naturalidad que nada tenía que ver con los gestos forzados y el rostro arrebolado de los instructores del Monasterio. En su caso, además, estaba teñida de oscuridad y maldad, de un modo que hizo comprender al árbitro que aquel ser no tenía nada más que eso en su interior: era el mal encarnado, una verdadera sombra imitando la forma de un hombre.

Lo último que vio Landárem fueron sus ojos, muy cerca de él. Eran dos pozos abismales, profundos como la desesperación, pero más vastos y oscuros. Albergaban la sabiduría y la experiencia de siglos e incontables vidas. Aquel ser era más antiguo que las rocas sobre las que se había sentado.

Antes de caer, el árbitro fue consciente de que, efectivamente, su arrogancia había ido demasiado lejos. Nunca habría podido derrotar a un enemigo así.

Al despertar oyó el canto de los pajarillos, el susurro del viento en las hojas de los árboles y también a algunos grillos madrugadores. Sintió el peso y el agradable calor de su capa sobre él y las piedrecillas que se le clavaban, traviesas, en la espalda.

Abrir los ojos fue uno de los mayores esfuerzos que recordaba pero, cuando lo hizo, vio que la sombra estaba clavada a un árbol frente a él, con su propia espada atravesándole el pecho. Nadek, el débil mestizo del que tantas veces se había reído en el Monasterio estaba acuclillado junto a él, mirando fijamente el cadáver del enemigo.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Landárem, sorprendiéndose de que su voz sonara tan débil y quebradiza.

Nadek se giró hacia él de una forma exasperantemente lenta, como si supiera el momento exacto en que había despertado.

—Lo que ha sucedido es una verdadera temeridad, amigo.

Los inquisidores se llamaban hermanos entre ellos, recordó Landárem. Que su antiguo compañero le hubiera llamada amigo era una verdadera deferencia, pero le dolió como un desprecio.

—No debiste enfrentarte a ese ser tú solo. Era un reto que te sobrepasaba.

Rápidamente, el árbitro cobró conciencia de que había sido Nadek quien había destruido a la sombra y, sin embargo, no mostraba ni un rasguño. Un vistazo más detenido a sus ropajes le permitió apreciar los colores oscuros de la inquisición y la envidia comenzó a recorrerle el cuerpo cuando vio que sus brazaletes ya mostraban varios grabados acerca de sus hazañas.

—¿Cómo has podido vencerlo? —Preguntó sin poder evitarlo.

El inquisidor se volvió hacia él de nuevo, de esa forma lenta y pausada. No respondió, pero en las cicatrices de su rostro y en sus ojos Landárem vio que el mestizo había contemplado muchas cosas desde que se separaron. Sabía perfectamente que los aspirantes pasaban en el Monasterio en torno a dos años más que los árbitros. ¿Cuánto tiempo podía haber transcurrido desde que había salió? ¿Dos meses? ¿Cuatro? Y allí estaba, tan cambiado que casi no lo había reconocido al principio.

—Sea lo que sea lo que vino a hacer aquí lo acabó antes de que llegáramos nosotros. De hecho daba la impresión de que estaba a punto de marcharse cuando llegaste. Tenía un carro lleno de bultos empacados algo más allá.

—No me has respondido —insistió Landárem, cortante—. ¿Cómo es posible que hayas cambiado tanto en tan poco tiempo?

De nuevo, Nadek volvió a mostrar cierta reticencia a contestar, pero su mirada se dirigió a él de otro modo, más directamente, quizá.

—Un día nos dijeron que las principales virtudes de un inquisidor son la constancia y la paciencia. Tú no tenías ni la una ni la otra.

—¡Todos le teníais miedo, pero yo no, porque sabía que podía vencerle! —estalló Landárem—. ¡Melquior no habría podido resistir mi ataque!

—Hay otra cosa que nos han enseñado en estos años —respondió Nadek, señalando la espada del árbitro con tranquilidad—. Esperar a que las circunstancias trabajen para ti.

Landárem abrió mucho los ojos y, por un instante, no fue capaz de articular palabra alguna.

—¿Me has usado de cebo? —preguntó sintiendo como su rostro se iba poniendo blanco—. ¿Me has utilizado? ¿Tú a mí?

—Mandaré a alguien del pueblo a por ti e informaré a la Orden —anunció el inquisidor, poniéndose de pie—. Dentro de poco estarás en algún sitio bonito y tranquilo. Podrás descansar.

La expresión de lástima y misericordia que vio en el rostro del mestizo fue más de lo que Landárem pudo soportar.

—Pero ¿de qué hablas? ¡No necesito que nadie me haga recados! —gritó hecho una furia, sintiendo como su garganta hervía de rabia de un modo que incluso le hacía pensar en ponerle la mano encima—. ¡No consentiré que se me hable en ese tono! ¡Ni siquiera un inquisidor!

Sólo entonces se dio cuenta de que sus piernas no le obedecían y de que, por debajo de la capa que alguien le había echado por encima, sus ropas todavía estaban manchadas de sangre.

—Intenté llegar a tiempo, amigo, pero me fue imposible. No pensé que te precipitaras sobre él de ese modo —susurró Nadek con la mirada baja—. Tienes la espalda rota.

—Pero… —Landárem sintió como la boca se le quedaba seca y la cabeza comenzaba a darle vueltas—. Eso quiere decir que no volveré a andar.

—No. No lo harás —contesto el inquisidor.

En el bosque resonaron los gritos de dolor y rabia del árbitro, maldiciendo a su antiguo compañero y a la Orden a la que pertenecía pero, cuando se volvió hacia él, el inquisidor ya había desaparecido.