LOS CERROS DE COBRE

Pablo Soler

«Usted sabe que tienden a pasarme cosas raras», dijo esa tarde de febrero don Patrocinio, a manera de introducción. «Permítame contarle lo último». Asentí. Acabábamos de comer, una comida ecléctica como todas las que yo preparo (tortitas de tzompantles y tempura). Habíamos tomado un vino bueno y mexicano. Tardeaba. Al lado de su casa de ustedes la milpa seca estaba poblada de pájaros y de cantos. Afuera nos entretuvimos fumando, viendo el humo y las hormigas bajo el sol de la tarde.

Yo tenía propósito de pizcar. Le pregunté al doctor si le importaba; al negarlo luego de apagar la bacha, me puse a pizcar las cerezas de café que ya estaban del hermoso color escarlata que delata que están maduras. Yo no sé pizcar ni medianamente bien y eso que me enseñó don Chucho, al que Dios tenga en su gloria. Al arrancar la cereza de la rama uno debe cuidar que el punto de rotura entre el fruto y la vara sea tan justo que no se lleve uno también el rabito del que pende cada cereza de café, porque si no al año entrante no va a dar en ese lugar. La tarde anterior había extendido unos costales de ixtle sobre un soleado piso de cemento de una como pérgola que nunca se había terminado, y ahora servía, entre otras cosas, para secar el café.

Fui metiéndome entre las matas protegidas del sol por un aguacate alto pero picado y un ciruelo criollo que parecía un achaparrado árbol de la sabana. El doctor Greene me seguía. No se crea que la extensión sembrada de café por don Chucho era cosa del otro mundo. Había apenas unas cuarenta matas que daban. Sacaría, calculé, unas tres cubetas. De allí saldría, una vez despulpado y secado, y una vez que se le quitara el pergamino, molido y tostado, una sola cubeta, pero me hacía ilusión el hecho de, aunque no lo hubiera yo sembrado, cosecharlo si pudiera, y no dejar que los granos cayesen al piso y se pudriesen confundidos con la hojarasca. A pesar de lo idílico del cuadro, tenía problemas. Uno, muy concreto, era que en muchas de las ramas iba yo encontrando los nidos blancos y viscosos de unas arañas que no son buenas para el café porque sus telas, si las tejen cerca de las cerezas, las pudren. La voz de mi paisano me seguía.

«Iba a ser día de Muertos. Entre otros quehaceres había que ir a comprar ollas, cazuelas, cubiertos, cirios (todo tiene que ser nuevo para los muertos), mole en pasta, pan de muertos, refrescos, ron para hacer ponche de naranja agria, flores de cempasúchil, y cabezas de león y nardos y gladiolas blancas para el Señor Dios Padre y una carga de leña para aguantar toda la noche el desvelo».

Don Patrocinio me iba a seguir platicando cuando se oyó de improviso el altavoz de San Pedro. Pronto pondrían valses. Oí la campana del zaguán. Salí a ver. Varios vecinos me esperaban para la colecta de «la artillería» (estos son los cohetes) y de la música. Regresé a la casa a buscar mi cooperación. Tengo para mí que los cohetes son una tradición que debe guardarse. Me gustan, aunque sé que tienen tanto sus pros como sus contras: mis perros, claro está, los detestan. Di cincuenta pesos y les aseguré que estaría en la fiesta del Santo Patrono. El pueblo celebraba a un santo polinesio. Era un día que a mí me hacía, y me hace, muy feliz. Habían habido mañanitas, peregrinos y danzantes, y mole verde en un barrio encaramado en las peñas.

Luego regresé. El doctor se había estado entreteniendo con las papalotas y los colibríes que zumbaban ahítos de la miel de plúmbagos y de colorines. Tenía su famosa anforita en la mano; y me invitó a un trago.

Este valle, dijo el doctor, refiriéndose a la joya encerrada en los cerros de cobre donde tanto él como yo habíamos últimamente fincado, «este valle no es tan sólo un lugar de gran belleza y muy tranquilo. Es, también, según las confusiones de nuestros días, de esta década díscola y ennegrecida, y como sabe usted muy bien, un lugar mágico, lleno de buena vibra para unos, punto de contacto con civilizaciones desaparecidas, un valle de brujos y de cuevas, umbral de secretos herméticos, y pista de aterrizaje de extraterrestres y otros visitantes del más allá. Mucha gente rara, aparte de uno mismo, lo ha elegido, más que como simple habitación, como cuartel, o como puesto de avanzada centinela. Se espera que pasarán muchas cosas, y si no pasan, pues no importa, pues de que han de pasar, han de pasar. A mí me cuesta mucho seguir ese tipo de conversaciones. Pero así habla todo mundo aquí».

Sonó el estallido de un primer cohete, como aviso de que se fuera uno preparando y su eco retumbó largo rato en todo el valle, en los paredones de los cerros de cobre.

«Este tipo de conversaciones se dan. Este día que le cuento era la víspera del día de los Fieles Difuntos —continuó el doctor—, la noche llegaban los muertos, día de misa, y banda, y ayuno y luego pozole, enseguida pisto, canciones, más y más de beber, cohetiza; y, a veces, había un muertito. Es curioso, pero no hay cantinas en el pueblo. Yo creo que esto se debe a la influencia de las mujeres, que de esta manera obligan a sus padres, maridos, hijos, primos y cuñados a beber en la vía pública y exponerse a que cualquiera te vea. Y muchas de estas mujeres serias y trabajadas y amables si sabía uno hallar el tono con el cual debía hablárseles, regañan cotidianamente a los borrachines; y piden por ellos a san Judas Tadeo, patrono de las causas perdidas, a la Virgen de Guadalupe, a santa Inés, que es muy milagrosa, o al señor san José, patrono de la buena muerte.

»En esta calle ya ha habido más de un muertito porque, siendo como es una calle tranquila, al estar sombreada por las ramas africanas de los ciruelos criollos, es evidente que a los iguanos les gusta. Aquí beben a sus anchas, y, bebiendo, usted sabe que a veces salen cosas que sería mejor que no salieran; se hacen los “dones” de palabras y, no faltando quien traiga un cuchillito o a veces hasta una pistola, el resultado es que hubo un “muerto matado” y que al día siguiente de la defunción aparecieron veladoras y flores; y, a los siete días, vinieron con gran seriedad a “levantarle la sombra al muerto”, pues, por haber muerto violentamente, este rito es imprescindible, o, de lo contrario, no habrá de descansar en paz su alma.

»Nos había tocado a fines de septiembre uno, y, por las fiestas patrias, otro. Y a este lo conocía, y le tenía aprecio, pues me hablaba, don Wilfredo. Usted sabe que aquí se celebra no uno, sino cuatro días de Muertos. El día 30 es el día de los “matados” y el día 31 de octubre el de los muertos chiquitos; luego vienen Todos los Santos y, por fin los Fieles Difuntos. Cuando amaneció ese día 2 de noviembre me desperté pensando en don Wilfredo; luego me dispuse a irme al mercado.

»Fui caminando al mercado. El Chevrolet viejo no cabe bien por la calle que a mí me gusta tomar. De regreso ya tomaría un taxi. Iba yo pensando en nada cuando divisé la iglesita de La Santísima. Como de costumbre me molestó ver que pasaban unas gentes por enfrente de su atriecito y su puerta abierta y no se persignaban. Luego me enojé conmigo mismo por molestarme. Al cabo a mí qué. No hay que juzgar. Ni que fuera yo un santo. Es más, juzgar a otro, y lo que sería peor, condenarlo, era una contundente prueba de cuán lejos me hallaba de cualquier asomo de santidad.

»Fui comprando: primero el copal, que me guardé en el bolsillo; luego los cirios (veinte, a veinte pesos cada uno); luego las flores; luego las cazuelas y las palas de madera para servir, y por fin el mole y una botella de ron con que convidar a mis vecinos. Los refrescos quedé con un taxista que él pasaría por ellos; y la leña no la encontré, así que me conformé con dos medidas de ocote. Metí todo el recaudo en el coche y ya iba a arrancar cuando me encontré con Didier. No sé si lo conoce. Era un mozalbete francés que había dejado patria, casa, granja, idioma, religión, familia y novia para venirse a hacer chamán en México. No le iba mal. Según él podía ya curar muchas cosas. Puede ser. Conocía bien los caminos de los cerros de cobre. Muchos “dones” le habían explicado cosas porque era inteligente, era extranjero y los escuchaba. A mí no me caía mal; por ejemplo llamaba a los árboles “hermano” y esto, desde san Francisco, es bueno. De hecho platicábamos a gusto a veces, pero siempre teníamos terribles discusiones en las que yo no siempre llevaba la mejor parte. Porque él, cuyo afán era comprenderlo todo y abarcarlo todo, y que además era joven, no se arredraba ante las ceremonias budistas, ni frente a los enigmas de los graniceros, ni ante las rameadas mexicanistas, ni los rituales que tuvieran que ver con los platillos voladores, ni nada: a todo, mota, jarilla, hongos, piedras, le entraba. Uno, frente a él, parecía siempre ser un viejo cerrado. Hacía ver mi religión odiosa. Hacía parecer a la gente envarada, y poco interesada, puesto que a él todo le importaba, y a todo le encontraba significación. Lo único que no hacía era beber; y ese rasgo me lo hacía más simpático, pues mis amigos y uno, y hasta usted, sin que seamos iguanos, bebíamos fuerte todavía. Didier es un personaje muy complejo, pero así somos todos, aunque usted todo lo ve o blanco o negro».

Estuve a punto de contestarle, pero me contuve. Tal vez tenía razón; tal vez yo medía todo con una vara severa, y todo era o negro o blanco. Siguió con su cuento:

«Didier me invitó a un son. Yo, a pesar de haber prometido mi tarde, a pesar de tener a las doñas en su casa de usted esperándome, a pesar de tener muchos quehaceres, le pagué al taxista para que llevara todo a mi dirección y me fui con él. Subimos hasta otro pueblito, donde Didier vivía. Es acá arriba. Es un pueblo de mucha peor fama que este. Allá si todos, se dice, son gente de mala traza: brujos, violadores, asesinos. El pueblo, en sí, es precioso, hundido entre neblinas y oliendo a ocote. Para no hacerle el cuento largo no sólo fumé con él, sino que fumamos, todavía no sé por qué, dentro del atrio de la iglesia. Apenas había apagado el toque cuando me di cuenta del tamaño horror que acababa de cometer. Didier estaba muy quitado de la pena, y tenía ganas de hablar. Pretextando algo, odiándome y aborreciéndolo, salí de allí, caminando con paso veloz por la carretera que subía y bajaba entre las extrañas formaciones de las montañas, pidiendo piedad a Dios. ¿Qué me pasaba? ¿Estaba yo loco acaso? No hacía ni quince días que me había confesado y ahí estaba, fumado, bajando como un loco, en un día de particular respeto, pues es el día anterior a la noche en la que llegan los muertos. Mi desasosiego era muy grande. ¿Qué podía hacer? Me daba tanta vergüenza, en serio, tanta.

»Bajo el límpido cielo de la primera tarde de noviembre, llegué al cruce, y esperé a la “ruta”, es decir, al transporte público. Subimos hasta la parte de atrás del convento y allí me bajé. Debía parecer loco. Me fui a mi casa y me serené con un té de doce flores. Fue anocheciendo.

»Arreglé el altar con doña Nicasia. Nos quedó muy hermoso, y grande. Luego rezamos; luego cenamos. Al terminar rezamos de nuevo; yo le prendí una vela a mi abuelita y doña Nicasia prendió los diecinueve cirios restantes: uno por su papá, otro por su mamá, por sus padrinos, por los muertos de la calle de la Jardinera, por los muertos del desastre de Chalma, por los muertos de la guerra; en fin: diecinueve en total. Su corazón siempre me ha asombrado por lo grande que es.

»Nos había invitado a cenar pozole una vecina, doña Irene, y allá fuimos. Yo llevaba una caja de refrescos como regalo; doña Nicasia, el ron. Resultó que habíamos llegado demasiado temprano; aun así nos sirvieron unos platos inmensos. Yo seguía muy preocupado, de modo que me retiré antes de que comenzaran a rasguear la guitarra y a cantar puras canciones tristes, y me regresé a la casa. A doña Nicasia, que le encanta la jarana, la dejé en buenas manos, pues se estarían cantando toda la noche y parte de la madrugada.

»Desde que entré a mi casa supe que había alguien allí. Y también, con horror, supe que ese alguien no era un cristiano vivo, de carne y hueso, sino algo más. No sé aún si quise dármelas de valiente o si el terror me tenía clavado como un clavo en el umbral de algo que no entendía. Las llamitas de los cirios parecían almas; el camino anaranjado de pétalos de cempasúchil parecía hollado por pies aleves, y era evidente que alguien se había fumado un cigarrito cerca de la ofrenda de muertos. De pronto adiviné una forma. Era la forma de un hombre que lloraba, y me pareció más espantoso esto que si lo hubiera visto serio y callado. “¿Quién eres?”, pensé que había dicho, pero estoy seguro que andaba tan espantado que no dije palabra.

»La pregunta surtió efecto. Era un ánima que había errado el camino al Purgatorio; supe, por un instante, del alma aterrada frente a la puerta y frente al Ángel del Señor, y de una historia que tenía que ver con Los Plateados, que fueron un grupo de jinetes que, ante el triunfo liberal, se hicieron salteadores de caminos, le agarraron gusto a eso de andar a salto de mata perpetrando crímenes y terminaron haciéndose crueles, envileciéndose, odiados. Y esta sombra, o esta figura, este polvo, esta nada, ¿qué tenía que ver conmigo? No lo averigüé. Hay algo que se llama los secretos nunca revelados a los blancos. Y yo soy blanco, tan blanco que don Félix, un nahuatlato, me preguntó un día si es que en mi país, de donde yo venía, había tamales. Y pues en Tabasco claro que hay, no como aquí, pero son muy sabrosos.

»Lo siguiente que vi fue el sol de la mañana y a don Feliciano, otro vecino mío, muy culto y medio chamán también. Don Feliciano me dijo que no tuviera miedo. Doña Nicasia me subió un té de árnica. “Lo fuimos a encontrar en la barranca”. Y, en efecto, estaba todo mallugado, que es como dice el pueblo. “Eres parte —me susurro el viejecito al oído, en náhuatl— de una historia muy larga, que le decimos el sueño de San Dimas, y que no te voy a contar hoy, aquí”.

»A la mañana siguiente busqué algún rastro de lo que yo creía había pasado. No encontré nada, aunque muchos de los cirios tenían, por sus formas caprichosas, grotescas, historias que contar de haber hablado; pero ya nomás me faltaba hacerle caso a lo que dicen que dicen los cirios. A darle las gracias a don Feliciano voy, le dije a doña Nicasia, y me dejó salir, pero el hombre no me quiso decir nada. Así sigo. Ya es la hora de los moscos. Vamos a regresarnos adentro. Dispénseme por esta historia tan larga, pero ¿sabe?, desde entonces, vivo penando».

Y luego continuó: «He guerreado contra los insectos reales y los tigres virtuales, ¿no? Estuve durante el bombardeo de Bagdad en esa mansión de paz pero me salvé del naufragio del buque México. Investigo serpientes, crímenes y busco tesoros. Y luego me tragó el Popocatépetl y me vomitó luego de mucho en una exhalación. Alguien debería de escribir todo esto, ¿no cree?».

PABLO SOLER FROST nació en la Ciudad de México en 1965. Es católico. Ha publicado las novelas Legión (1991), La mano derecha (1993) y Malebolge (2001); los ensayos Apuntes para una historia de la cabeza de Goya luego de su muerte (1996), Cartas de Tepotztlán (1997) y Oriente de los insectos mexicanos (2001); el libro de poemas La doble águila (1998); la obra de teatro La alianza (1999) y los libros de cuentos El sitio de Bagdad y otras aventuras del doctor Greene (1994) y Birmania (1999). Prepara otro libro de cuentos, de donde se tomó este que ahora se publica, Cuentantzingo. Radica en México.