HUAQUECHULA

Pedro Ángel Palou

Tocas el timbre con cautela, o peor, con miedo. Como si temieras molestar aun sabiendo que tu presencia es una mosca en la sopa de los fines de semana de Adela. Abre y te da un beso helado, de compromiso, el beso de todos los sábados. Un beso tan frío que tu mejilla no desea pero aprueba como única forma de contacto. Las niñas ya están listas, arregladísimas, con el pelo estirado caprichosamente hasta la nuca. Huelen bien, lo que tampoco es novedad. Te gritan papá y corren a que las abraces. Las cargas como si no pesaran y las haces girar por los aires, como aviones. Las vas a despeinar, temes que diga Adela, pero no lo hace.

—Despídanse de su madre —les pides y ellas de mala gana se deshacen de tu abrazo y obedecen. Las tomas de la mano y bajas la escalera.

Antes de que suban al coche se abre una ventana en lo alto del edificio y la oyes gritar:

—No lleguen muy de noche, a más tardar a las ocho, ¿me oíste?

Asientes, pero no respondes. Cuando arrancas el coche sientes que el humo del escape te libera, aunque tampoco sepas muy bien de qué.

—¿A dónde vamos a ir hoy? —pregunta tu hija menor, la que menos conoces. ¿De qué lado de la cama duerme, por ejemplo?

La otra, Sara, la secunda:

—Sí, papá, ¿a dónde?

—Vamos al zoológico —dicen las dos.

No te imaginas otro sábado contemplando mandriles groseros enseñando sus nalgas rosadas y escupiendo a la reja. Te sientes mal de usar tu día con ellas para el trabajo, pero aun así les propones:

—¿Y si vamos a Huaquechula?

—¿Qué es eso? —dice Regina, la menor.

Les explicas y a ambas parece entusiasmarles la idea de ir a un pueblo y ver ofrendas de muertos, aunque no imaginen de qué se trata. Al llegar, sin embargo, se dan cuenta.

—¿Vas a tomar fotos? —te preguntan mientras acomodas la cámara, las lentes y los rollos en la maletita.

—Es lo único que sé hacer, niñas.

—¿Y nosotras?

—¿No les gustaría que las tomara junto a las ofrendas?

Te dicen que bueno resignadas: te habían prohibido hacerles fotos a los animales, en los fines de semana de zoológico. De hecho te habían prohibido tomar cualquier foto, desesperadas por el tiempo que dedicas al encuadre, a enfocar, a medir la luz, la película ideal con este clima y un sinnúmero de etcéteras.

También Isabel te lo había dicho, no sin sarcasmo, ¿recuerdas? Ya no tomas fotos para National Geographic, Eduardo, para qué tanto lío para un pinche periódico de segunda que igual ni te paga.

Tres meses, te repites, tres meses duró el romance con Isabel, noventa y dos días con sus noches. Y luego a la fregada. Esto no funcionó, Eduardo, me estorba tu presencia. Odio cómo ocupas el espacio. No era el deseo, no era la ternura. Eso tarde o temprano es parte de los años, no fue la soledad, ni la tristeza, te dices. Fuiste torpe, como un ebrio aferrándose al muro antes de caer irremediablemente al agua. No, no fue el silencio, ni el amor, te repites. Quizá ni su cara, ni su cuerpo, ni su compañía, ni sus palabras. Terribles son las palabras de los amantes a la hora de la separación, aunque se tiñan de falsa seguridad o de alegría. Adiós. Dicen que no son tristes las despedidas, tarareas, dile al que te lo dijo, cielito lindo, que se despida.

Ni modo de ir a decirle a Adela que lo de Isabel se había acabado, que te hiciera de nuevo un hueco en su vida. O de perdida en tu apartamento. No, ya te las arreglarías solo, pensaste. Pero de eso, ¿cuánto? Un año de ir por las niñas, tocar el maldito timbre, y luego aburrirte y aburrirlas todo el día para terminar en una cantina llorando invariablemente en una mesa del fondo.

—¿Entramos? —te pregunta Sara, y señala una de las primeras casas abiertas, esperando los visitantes. En Huaquechula todas las ofrendas son blancas, con torres de muchos pisos llenas de cromos con ángeles y querubines en colores suaves. Los techos de cada piso tienen espejos en los que se reflejan las fotos del difunto a quien se le dedica la ofrenda; el espejo sirve para que no se diluya la presencia del muerto, para que su espíritu se quede en la casa, con los suyos, durante los días santos. Pides permiso para fotografiar y te dicen que sí, con cortesía. Le preguntas a una anciana a quién está dedicada la ofrenda.

—Es mi difunto marido.

—¿Cuándo murió? —inquieres, imprudente.

—Hace un mes, por poco y no encuentro quien me haga la ofrenda, todos estaban reteocupados.

Le dices que lo sientes, que ha de ser duro estar ahí, cuidando el regreso de su esposo.

—Era bien borracho, por eso le pusimos harto tequila y sus cigarritos. Está todo lo que le gustaba.

Mientras hablan vas tomando algunas fotos; te demoras en una, en especial, donde se ve el reflejo de la imagen que contiene la foto duplicado por el espejo del segundo piso. Siempre has pensado que en Huaquechula las ofrendas son como enormes pasteles blancos. La mujer te explica que sólo se le ponen al muerto el primer año y que entonces es costumbre abrir la casa y darle de comer a todos los visitantes, aunque sean extraños, para que acompañen a la familia en la pena.

Las niñas ya están sentadas, comiendo tamales y atole y una mujer les habla con cariño. Te demoras en las instantáneas.

—¿De qué murió? —te atreves, metiche, de nuevo.

—Lo atropellaron, ¿cree usted? Después de haber aguantado ochenta y seis años y quién sabe cuántos problemas en la vida lo va machucando un camión. Iba bien borracho, como siempre. Me da harta muina, me dejó solita.

—Pero están sus hijos, sus nietos —intentas consolarla.

—No es lo mismo, joven. Estar sin marido es canijo, ¿quién la va a acariciar a una de noche?

Piensas en las sábanas frías, en los regresos a una casa que pensaste provisional y se ha vuelto sólo un dormitorio, un lugar al que no deseas regresar cada noche. Tiene razón, te dices. Aceptas tomar algo y te sientas. La gente, en Huaquechula, saca todos sus ahorros para convidar a los demás en su duelo. Mientras más compañía, mejor.

Se despiden y la anciana les regala a las niñas unas calaveritas de azúcar a las que les escribe sus nombres, Sara, Regina, y les da un beso.

—Me marea ese olor, papá —te dice Regina.

—Sí, papá, ¿por qué hay tanto humo?

Se lo explicas pero no las convences; además, a ti tampoco. Realmente el copal y el incienso marean, las decenas de velas encendidas, los rezos, la fe. Es bueno tener fe en algo, habría dicho Adela, sabiendo que tú nunca has podido creer en nada. ¿Por escéptico o por insensible?

Este año hay doce ofrendas, lo que quiere decir que murieron doce personas. Una por mes, te dices, mientras las fotografías todas. Una por una el mismo ritual, las mismas preguntas. En ninguna hay pena. Nadie llora. Quisieras tener la resignación de los otros, la capacidad para aceptar. Una es de un niño de dos años. A Sara le impresiona y se le salen las lagrimas.

—Pobrecito, ¿qué le habrá pasado? —te pregunta al salir. Alzas los hombros. No sabes y tampoco te interesa saberlo. ¿O sí? Para ellos la ofrenda es realmente eso, una forma de entregarle lo que son al muerto, para ti un pretexto visual. Mientras mejor queden las fotos más satisfecho estarás, escogerán un número mayor para ilustrar el periódico y tu nombre aparecerá al pie. ¿Y el dolor? Eso es en realidad lo que Sara te estaba preguntando, ¿dónde quedó el dolor? Pero es algo que no puedes responder, que tú mismo has luchado por silenciar a tal punto que has dejado de sentir. Todo esto te pasa por la cabeza en la última ofrenda, la número doce. Es de una mujer de cuarenta años que murió de cáncer, según dice el esposo, quien la vela mientras cuida su ofrenda. Contemplas la foto. Era bella. Te parece curioso, pero esta no tiene espejo. Te atreves a preguntar la causa, es tan extraño, le dices, que no le hayan puesto espejos.

—Para dejarla en paz. Le puse la ofrenda por mi mamá, que me lo pidió, pero me negué a ponerle su espejito. Yo no quiero que su espíritu ande vagando por acá, ya bastante lata le di en vida. Le digo, es para dejarla descansar.

Y te lo viene a decir ahora, justo hoy, cuando pensabas decirle a Adela que te perdonara, que ya lo de Isabel hacía mucho que había terminado. Déjame amarte de nuevo, habías planeado decirle, si no por ti por las niñas, seguía el chantaje. Tal vez tenga razón el hombre y no sea justo que ahora vengas a estropearle la vida.

Sales de allí aturdido, no por el incienso o la cera de tanta vela prendida. Has hecho, además, unas trescientas fotos. Pero todo el ambiente te ha desasosegado. Te pones a pensar en Isabel. ¿Cómo fue que te decidiste? Un día, sin más, hablaste con Adela. Ella ya lo sabía, te dijo, pero pensaba que no era algo importante, que se trataba sólo de una aventura. ¡Qué estúpida, verdad, pensar que se te iba a pasar el encule!, te dijo, antes de pedirte que te fueras cuanto antes, sin despedirte de las niñas, ya ella les explicaría. Y no te dejó verlas dos meses, hasta que empezaron a arreglar las cosas del divorcio y luego, un día, te puso sus condiciones. Era más humillante que te dijera tienes derecho a ver a las niñas los sábados que cuando no te las dejaba ver. Además eso realmente no te molestaba entonces, vivías con Isabel, lo que quiere decir que tú e Isabel cogían como animales por todo el apartamento, dormían desnudos y se levantaban tardísimo para volver a olisquearse y recomenzar el rito de apareo.

Hasta que decidió terminar con lo que para ella, te dices, sí debió de ser una aventura.

Recuerdas la escena perfectamente, no has hecho otra cosa que repetírtela estos meses:

—¿No me entiendes, verdad, Eduardo? Mi vida ha estado llena de gente que aprendió a amarme y que me dio miedo amar de la misma forma. Te amé intensamente un rato, mientras ese amor no me robó mucho —para algunos la idea de la media naranja que embona como pieza de rompecabezas da terror aunque de todas formas provoque codicia—, luego empezaste a estorbarme, a invadir mi espacio vital.

—Yo te di todo, Isabel.

—El problema es la palabra todo. No quise darlo todo, aunque a veces parezca que así era y hasta nos creímos la mentira un par de meses. Ni quise que me dieras todo, la responsabilidad de esa carga me resulta obscena.

—¿En qué la regué? —te oyes diciéndole a Isabel. Ahora que lo piensas te sientes ingenuo, el más imbécil, por esa frase.

—No, Eduardo, ni un reproche te tengo, pero ¿cómo vivir con una extremidad de más? No me cabe, no cuento con el lujo de ese espacio. Debí ser hombre. Seguro así me entenderías.

En todo eso piensas al salir de la ofrenda, hasta que Regina te dice que por ahí pasó el novio de Adela.

—¿Cómo que el novio de tu mamá?

—¿No te ha dicho? Es bien buena gente —dice Regina.

—Es un sangrón, lo que pasa es que te trae muchos regalos, pero lo odio —la contradice Sara y las dos se enfrascan en un pleito por un tipo que ni conoces y que las niñas creen haber visto pasar por Huaquechula.

—¿Y cómo se llama?

—Baraquiel.

No piensas en los arcángeles, no tienes cabeza para ingresarlo a la corte celestial a la que pertenece. Sólo lo asocias, de inmediato, con Luzbel. Te parece ridículo pero lo piensas, ángel caído. Te da risa, pero igual te provoca coraje.

—¿Y a qué se dedica?

—Es novio de mi mamá —dice Regina.

—Eso no es una profesión.

No tiene caso discutir. Suben al coche como si algo se hubiera roto. Están en silencio, las niñas saben que rompieron algo muy hondo dentro de ti, o lo intuyen, y no dicen nada. Quizá por eso el trayecto se hace largo. O el regreso, te hubiera gustado más pensar. Pero no hay regreso. Comen en un restaurante de truchas, al lado de una piscifactoría donde las niñas le dan a los pescados una comida que huele horrible, o que te parece que huele horrible. Una de esas truchas fue tu alimento, piensas, mientras las ves nadar a contracorriente y empieza a llover.

Corren al coche, las niñas riéndose, un poco mojadas. Piensas de inmediato en Adela, en lo que dirá cuando las vea llegar. Toda la carretera es un largo lamento del cielo, te dices, pero no te agrada la metáfora.

Tocas el timbre; esta vez las niñas lo aprietan de nuevo, golpean con sus nudillos la puerta, le dan pequeñas pataditas con sus tenis.

Cuando Adela abre la arrollan y entran gritando.

—Es la hora de su programa favorito —te explica Adela y te sonríe. Por vez primera en un año te sonríe, ¿o es una mueca? Tal vez no puede ocultar la felicidad de estar de nuevo con un hombre, piensas.

—¿Te vas a casar? —le preguntas, a bocajarro.

—¿A qué viene eso?

—Sólo contéstame, ¿te vas a casar?

—En primera no es un tema de tu incumbencia y en segunda qué te contaron estas.

—Nada, me dijeron que tenías novio, que les traía regalos, que era muy buena onda, quién sabe cuántas cosas.

—Pues sí, tal vez me case. Y ahora es mejor que te vayas, ¿no crees?

Te quedas callado. Es un largo silencio. Se ven a los ojos, como si fueran a atacarse, a librar el último combate, el definitivo. Dos bestias, eso piensas, somos dos bestias.

—¿O tienes algo que decirme?

Niegas con la cabeza y te vas, sin despedirte, mejor dejarla en paz, como dijo el hombre de la ofrenda. Lo demás esa noche pasa rápido, dos horas, tres quizá revelando e imprimiendo los contactos en el cuarto oscuro de tu apartamento. Trabajo extenuante que te permite olvidar. Salpicado, por supuesto, con mucho tequila, como el que le ponen a todos los muertos para que regresen, aunque para ti ya no haya regreso posible.

Al fin de la jornada, molesto contigo mismo por tu meticulosidad, te acuestas, pero es como si una enorme roca cayera en el colchón. Apagas la luz, aguardas que tu próximo sueño —porque sueñas siempre— sea placentero, reparador. Cerraste también con meticulosidad el sobre con las fotos de Huaquechula para que las recoja el mensajero del periódico en la mañana, ni esta vez te das el lujo de quedar mal. No hay ningún espejo, tampoco esta vez, para que el espíritu —¿es que hay un espíritu?— pueda salirse del cuerpo, flotar e irse a donde le venga en gana. Antes de cerrar los ojos te asalta la preocupación, ¿qué demonios harás el próximo sábado con las niñas? ¿Y el próximo del próximo? ¿Hasta cuándo? Ojalá cumplieran pronto dieciocho, te dices, y ellas mismas te mandaran muy lejos, también, como su madre. ¿Te darán celos sus novios? Ves a Regina encima de una lápida haciendo el amor con un muchacho de chamarra de piel y te da asco. Tomas un vaso de agua, pero te cuesta tragar, como si un nudo muy fino e invisible te ahogara. Sin embargo no sientes dolor, ninguna pena.

Antes de quedarte totalmente dormido piensas por última vez en Adela, contemplas su rostro, nítidamente pero en blanco y negro, como si la vieras en una vieja fotografía. Te sonríe, Eduardo, por primera vez en un año te sonríe, ¿o es una mueca?

PEDRO ÁNGEL PALOU (Puebla, 1966) es autor de más de catorce libros entre los que destacan los volúmenes de cuento: Amores enormes (Premio Jorge Ibargüengoitia, 1991) y Los placeres del dolor; así como las novelas: En la alcoba de un mundo (FCE, 1992 finalista en el premio internacional Pegaso), Memoria de los días (1996), Paraíso clausurado (Muchnick, 2000), y Demasiadas vidas (Plaza y Janes, 2001) y de los ensayos: La ciudad crítica (Premio Rene Uribe Ferrer, 1997) y La casa del silencio (Premio Nacional de Historia Francisco Xavier Clavigero, 1998). Actualmente se desempeña como secretario de Cultura de Puebla y como profesor de la Universidad de las Américas.