EPÍLOGO
FILÍPICA CONTRA ALTARES
Guillermo Sheridan
Lo confieso: aborrezco el día de Muertos. Encuentro las calaveras de azúcar tan desagradables como las humanas, ese cascajo del rostro. Como decoración son feas, como alimento son veneno y como memento mori son ineptas. Me negaría a comer «filete de occiso» o «ensalada de finado», entonces ¿por qué pan de muerto? La flor de cempasúchil me parece horrible: es la antiflor, un margaritón obeso de color industrial. El copal me produce asco: seguramente la Coatlicue lo usaba como desodorante. Me irrita que, a nombre de una dizque tradición, por lo menos parcial, proliferen pésimos versitos; que se inscriba a los niñitos en la necrofilia; que los disfracen de autopsia; que los ingresen a la abominable secta xipe totec y que les enseñen a creer que «la vida no vale nada» (y a obrar en consecuencia).
Los altares de muerto me parecen repulsivos, como culto y como estética: demagogia metafísica, animismo baladí, oficinas de reclamación a destiempo, ganas de subirle el colesterol a un fantasma previa identificación con foto mosqueada. Encuentro ruidoso su abigarramiento de velas hediondas, sahumerios ramplones, frutas letales, tequila adulterado, fotos y flores agónicas. No son bonitos, no los encuentro conmovedores, evocadores ni mucho menos «tiernos». Me desconcierta la esencial cobardía de suponer que los muertos sólo son recordables en fiestas tumultuarias y escenográficas. Me choca que se convoque a los muertos a que coman, beban y echen bala como partiquines del anodino drama de ser recordados.
En fin, no he coqueteado con la muerte, no tengo póster de la calavera de Posada, ni me quiero pasear con la «muerte catrina» por la Alameda, ni me refiero a ella como «la huesuda» ni la «patas de hilo», ni me río de ella, ni me la «vacilo», ni brindo por su salud.
En especial, me desagradan los sacerdotes del ritual: los que expropian ese rito tedioso y lo convierten en un ancla de su identidad a la deriva. El baba-cool de Coyoacán que expropia un andador de la plaza y grita que por ahí «sólo pasa Nuestra Madre la Muerte» mientras los clics de las cámaras hacen patria. El día de Muertos es un invento de antropólogos, una excrecencia del Indio Fernández, un estremecimiento de Frida Kahlo. Promueve un turismo narcisista no por nuestras convicciones sino por «nuestras tradiciones»; la santificación laica de un día que, para sobrevivir, se convierte en espiritismo social; la avidez de una clase media ilustrada adicta a las «buenas ondas». Nada le gusta más al sentimental que apropiarse tradiciones ajenas, salvo fingir que son suyas.
La única tradición verdadera del sentimental es su obstinación en preservar tradiciones que, de serlo realmente, poco necesitarían de su fervor: un fervor —diría Cuesta— no porque vivan esas tradiciones, sino porque se preserven. Porque procurar ser ilustrada, racional, científica y sacar de la superstición al pueblo le sería una tradición más propia que la de alimentar difuntos. A fin de cuentas, se ha educado en un racionalismo que viene del XVIII mientras el día de Muertos es un apartado contracultural de los sesenta. Pero, aburrido o apenado de su catolicismo, el sentimental decide que la calaca es la neta y prefiere comulgar con pan de muerto: al poner su altar no invierte una fe, practica una nostalgia.
GUILLERMO SHERIDAN (México, 1950) ha publicado ediciones críticas, biografías y ensayos sobre poesía mexicana (los «Contemporáneos», Ramón López Velarde, José Juan Tablada, José Gorostiza, Octavio Paz). Ha publicado una novela (El dedo de oro, Alfaguara, 1997) y varios libros que recogen las crónicas que ha publicado en revistas como Vuelta y Letras Libres.