Yo heredé la dulzura de mamá y la bufanda de papá.

La bufanda la perdí en el primer bar de ambiente en el que entré en mi vida, y ya sólo me quedó dulzura. De todas formas, la bufanda me duró años, porque no entré en un bar de ambiente hasta meses después de que mamá se quitara el luto por papá, y el luto de mamá por papá duró exactamente lo mismo que nuestra guerra civil. Mamá me lo dijo cuando volvíamos del cementerio: «Le prometí a tu padre guardarle luto riguroso tanto tiempo como el que duró nuestra heroica contienda, así que durante tres años olvídate de regalarme por Reyes un pañuelo de cuello de seda natural, estampado con alegres motivos florales». A mamá le encantaban los pañuelos de cuello de seda natural estampados con alegres motivos florales, de manera que siempre le regalé por Reyes un pañuelo de esos. A papá, en cambio, le regalaba todos los años un cartón de tabaco, hasta que el pobre murió de cáncer de pulmón. A mí, los Reyes, mientras mamá y papá vivieron, sólo me ponían libros, para que tuviera una cultura y un vocabulario. Mamá y papá estuvieron cuarenta años sin ponerse nada por Reyes el uno al otro; la última vez que se regalaron algo fue en 1954, cuando yo tenía cinco años, y él le regaló a ella una caja de bombones con una tarjeta que ponía «Para que te endulces un poco, que buena falta te hace», y ella le regaló a él una bufanda. Me acuerdo perfectamente porque ese fue el año en que yo dije que quería que los Reyes me trajesen una muñeca, y los dos pusieron el grito en el cielo. Papá usaba la bufanda sólo un par de veces al año, en días de invierno algo especiales, aunque no fueran particularmente crudos, y por eso le duró como nueva toda su vida. Cuando papá murió, con los pulmones roídos de tanto tabaco, y yo heredé la bufanda, mamá me dijo «Ahora es tuya, pero resérvala, como él, para ocasiones especiales». Nada tan especial como entrar por primera vez en un bar de ambiente, una noche no demasiado fría de principios de marzo, así que me la puse sin sospechar que allí perdería para siempre lo único que heredé de papá.

El bar se llamaba Dunkerke y estaba en una calle estrecha y mal iluminada, próxima a la Gran Vía, a espaldas del Senado.

Había visto el nombre y la dirección del Dunkerke en una revista que compré en un kiosco de la Puerta del Sol porque en la portada salía, desnudo de cintura para arriba y con la bragueta del vaquero desabrochada, un chico que se parecía mucho a Paco Lagares, aquel vecino nuestro de cuando vivíamos en la calle Infanta Eulalia y que se disfrazaba de rey Gaspar para ponernos los regalos todas las noches de Reyes a su hijo Paquito y a mí. No pude resistirlo, a pesar de la vergüenza que me daba comprar la revista, y me fui a leerla a la plaza de Oriente, en un banco pegado a un aligustre o lo que fuera aquello, confiando en que nadie se fijara en mí. A la media hora me puse muy nervioso porque pensé que ya llevaba demasiado tiempo leyendo cochinadas, pero, antes de tirarla con mucho disimulo en una papelera, arranqué la página donde venía la lista de los locales de ambiente y me la guardé para aprendérmela de memoria cuando estuviera solo en mi habitación; la única dirección que conseguí aprenderme fue la del Dunkerke, un «bar de ambiente de gente mayor, con algunos jóvenes admiradores de la tercera edad». ¿Acaso no tenía ya la tercera edad encima? Dentro de nada cumpliría cincuenta años y mi aspecto era el de un señor elegante, sobre todo con la bufanda de papá anudada al cuello de un modo simpático, pero clásico. En el interior del Dunkerke, sin embargo, la mayoría de los hombres no eran elegantes, aunque sí mayores, y todos daban la impresión de querer retirarse a casa a una hora razonable. Había llamado a mamá al cerrar la peluquería y le había dicho que un buen cliente había llegado tardísimo y no me quedaba más remedio que atenderle, pero que no se preocupase que a las nueve en punto estaba en casa para cenar con ella, como todos los días. Después me di prisa porque el tiempo empezaba a pasar volando, y tuve la suerte de coincidir en la entrada del bar con dos cincuentones repeinados que olían una barbaridad a mezcla de cemento, así que dejé que uno de ellos llamara al timbre y, cuando abrieron, me pegué tanto a la pareja que el más gordo y bajito de los dos, que además era calvo, me miró de mala manera, pero por lo menos entré casi sin darme cuenta y sin que se me saliera el corazón por la boca por culpa del nerviosismo. Eso sí, en cuanto me vi allí dentro, rodeado de hombres que me miraron todos a la vez, sentí que me quedaba paralizado y empecé a sudar como si se me hubiera descompuesto de pronto el regulador de la temperatura. No sé cómo conseguí llegar hasta la barra, ni el tiempo que pasó hasta que el camarero, un carcamal con pinta de bailarín retirado en mitad de una representación y que se hubiese quedado con toda la pintura puesta para el resto de su vida, me preguntó qué iba a ser. Yo le dije, después de tragar saliva, que una tónica, y entonces alguien que había a mi lado me dijo lo que mamá me decía siempre, que la tónica es malísima para los gases. Le miré. Se parecía a Paco Lagares, nuestro vecino de la calle Infanta Eulalia que se disfrazaba de rey Gaspar todas las noches de Reyes. Era una cosa extraña, porque no se parecía nada al hombre que también se parecía a Paco Lagares y que salía con el torso desnudo y la bragueta desabrochada en la portada de la revista en la que descubrí la dirección del Dunkerke; supongo que los dos se parecían a Paco Lagares en cosas distintas. El de la barra tenía el mismo pelo rubio y ondulado de Paco Lagares, los mismos ojos de color avellana que miraban como quedándose a medio camino —como si les diera reparo mirar demasiado—, la misma boca de sonrisita guasona pero que a veces se fruncía durante unos segundos como si sintiera un pinchazo en los labios, la misma estatura y la misma combinación de corpulencia y ligereza —lo que le hacía parecer menos grandote de lo que era en realidad—, la misma edad —poco más de treinta años, una llamativa excepción en el Dunkerke— y, sobre todo, la misma voz, aquella voz granulosa y como con eco, como si cubriese las palabras —que siempre parecían un poco desajustadas conforme las iba diciendo— con crema tostada, aquella crema medio dulce y medio amarga que tan bien le salía a mamá. «Me llamo Antonio, ¿y tú?», me dijo, y yo le dije que me llamaba Plácido y nos dimos la mano. Tenía las mismas manos que Paco Lagares, unas manos grandes y carnosas, esas manos que yo siempre he pensado que tienen los hombres que trabajan en una carpintería, como Paco Lagares. Antonio no me soltaba y yo me acordé de cómo Paco me cogía las manos la noche de Reyes, cuando yo le preguntaba si por fin ese año me traía una muñeca, que era lo que siempre le pedía al rey Gaspar en una carta que escribía y echaba al buzón a escondidas, para que papá y mamá no pusieran el grito en el cielo. Antonio también me dijo que si no tenía calor con aquella bufanda amarrada al cuello como una toalla a un botijo para que se esponje, y entonces sí que me soltó la mano para desanudarme él mismo la bufanda y dejármela caída desde los hombros, con un estilo bastante mundano. Me contó que estaba casado y tenía un chiquillo, pero que nunca le habían llenado del todo las mujeres, y también estuvimos mucho tiempo callados, él mirándome con aquellos ojos de color avellana que parecían no atreverse a mirar demasiado, hasta que de pronto empezó a sonar Me desperté llorando entre tus brazos, y él me dijo «Vamos a bailar», y yo le pregunté muy apurado «¿Aquí?», y él sonrió antes de decir «Aquí mismo», y no sé cómo me vi abrazándolo por el cuello mientras él me abrazaba por la cintura, y empezamos a mecernos con mucha suavidad, como si no fuéramos nosotros los que nos movíamos, sino el suelo que se balanceaba delicadamente, y su pecho era cálido y fuerte como el de Paco Lagares, y sus brazos me apretaban por la cintura como cuando Paco Lagares vestido de rey Gaspar me apretaba contra la cama y me hacía cosquillas la noche de Reyes, y estaba duro por el mismo sitio que lo estaba Paco Lagares cuando yo me empeñaba en tocarle y él decía que no quería que le tocara, y empecé a bajar una mano para tocar a gusto lo que a Paco Lagares sólo pude tocarle de refilón las noches de Reyes mientras él trataba de convencerme de que le disgustaba que le tocase, pero entonces Antonio tuvo la mala ocurrencia de decir «¡Qué dulce eres!», y claro, yo inmediatamente me acordé de mamá y miré el reloj y vi que sólo faltaban diez minutos para las nueve y reparé en que mamá estaría impaciente, tal vez angustiada, esperándome para la cena. Por eso me descompuse y me solté de Antonio de sopetón y le dije apuradísimo «Lo siento, tengo que irme», y él me dijo, con muy mal estilo de repente, «¡¿Pero vas a dejarme ahora, que tengo la polla que se me rompe?!», y eso la verdad es que me resultó muy sofocante, sobre todo porque el bailarín jubilado que ejercía de camarero no se perdía ni palabra, y dije, muy señor, «Por favor, suéltame, deja que me retire», porque me tenía agarrado por la bufanda, pero él iba a lo suyo, así que me preguntó, con un tono insinuante por completo fuera de lugar, «¿Tienes sitio?», y yo, como un catedrático, le espeté «Pórtate como un ser racional, por favor», y él perdió los papeles y dijo «Conozco una fonda aquí cerca, esta noche voy a dejarte preñado», y eso fue lo que acabó por darme ánimos para sacar fuerzas de flaquezas, porque a mamá podía darle algo si la pobre tenía que esperar a que yo quedase en estado interesante, y me solté de Antonio haciendo caso omiso de mi proverbial dulzura, aunque sin poder evitar que Antonio se quedase con la bufanda en las manos, y salí del Dunkerke dando empujones, que yo mismo no me podía reconocer, y así fue como perdí la bufanda, lo único que heredé de papá, si bien en cuanto me vi en la calle me recompuse y recuperé mi proverbial dulzura, y pude comprobar que mi proverbial dulzura seguía incólume. Llegué a casa con el tiempo justo para cenar.

En Reyes también se cenaba siempre a las nueve en punto.

Durante el curso, los días de colegio, mamá me daba la cena a las ocho, y después me acostaba y me ayudaba a dormirme contándome cuentos de príncipes valientes que rescataban a bellas princesas de las garras de horribles dragones, y cuando yo estaba ya medio grogui, porque mamá me contaba el cuento como si rezara los misterios dolorosos del rosario, ella apagaba la luz de la mesilla de noche y me daba un beso en la frente —siempre acertaba, a pesar de lo oscurísima que se quedaba la habitación— y me decía «Dulces sueños, mi príncipe», aunque yo siempre me quedaba con las ganas de que el beso me lo diese Paco Lagares y me dijese «Dulces sueños, mi princesa». En cambio, en vacaciones —de verano, de Semana Santa, de Navidad— cenaba a diario con papá y mamá, a las nueve en punto, y después podía quedarme un rato con ellos en la sala de estar, leyendo algún número atrasado de las «Vidas Ejemplares», mientras mamá hacía punto y papá trabajaba en su colección de sellos y fumaba sin parar, hasta que me entraban ganas de irme a dormir; mamá entonces me daba el beso en la frente y me decía «Dulces sueños, mi príncipe» y papá también me besaba en la frente, pero procurando no hacerlo en el mismo sitio en el que me había besado mamá, como si mamá al besar soltase microbios, y nunca me deseó dulces sueños. Tampoco Paco Lagares, excepto la última noche de Reyes que pasé en la casa de la calle Infanta Eulalia, y porque yo se lo pedí. Paco Lagares vivía con su mujer, Paquita, y con su hijo Paquito, que era tres años menor que yo, en el piso bajo, y nosotros vivíamos en el principal, con tres hermosos balcones a la calle, como le decía mamá a todo el mundo. Por uno de aquellos balcones, el de la salita de estar, se suponía que entraba el rey Gaspar la noche del 5 al 6 de enero a dejarme los regalos que yo había pedido en una carta que siempre escribía con ayuda de mamá, y por eso aquel balcón se dejaba entreabierto, aunque yo sabía de sobra que el rey Gaspar era Paco Lagares y que subía tan campante por la escalera desde su casa a la nuestra. La noche de Reyes siempre me hacía el dormido lo antes posible para que mamá me diese de una vez el beso en la frente y me deseara dulces sueños, pero la verdad es que me estaba despierto hasta que se abría muy despacio la puerta de mi dormitorio y entraba Paco Lagares disfrazado de rey Gaspar y enseguida se sentaba en mi cama y empezaba a acariciarme, porque, la noche de Reyes, Paco Lagares cambiaba de manera de ser. Durante todo el año no me hacía ni caso, y eso que yo muchas veces me quedaba mirándole como si él fuera el príncipe valiente que venía a rescatarme de las garras del horrible dragón, pero cuando se sentaba en mi cama disfrazado de rey Gaspar enseguida me alborotaba el pelo, me pasaba con mucha suavidad los dedos por toda la cara, me cogía las manos con aquellas manos suyas anchas y fuertes y que parecían recién lavadas después de haber estado el día entero trabajando en la carpintería, sonreía y ponía cara de preocupación cuando yo intentaba rozarle aquello que se le había puesto tan duro, se echaba encima de mí cuando le preguntaba si por fin aquel año me había traído la muñeca que había vuelto a pedirle en carta aparte, escrita por mi cuenta y echada a escondidas en el buzón de la plaza de Isaac Peral, apretaba su cara contra la mía y me susurraba al oído, muy apesadumbrado, «Lo siento, picha, esta vez tampoco he podido traértela», y después se levantaba con mucho apuro y se iba muy deprisa, como si de verdad tuviera que seguir poniéndoles los juguetes a los niños de toda la calle. Pero el último año, la última noche de Reyes que pasé en la casa de los tres hermosos balcones que daban a la calle Infanta Eulalia, cuando ya sabía que en marzo nos mudábamos de El Puerto a Madrid, antes de que el rey Gaspar se fuera para siempre, le pedí que me diese un beso, que me llamara princesa, que me deseara dulces sueños. Él me besó en la frente y me dijo «Dulces sueños, princesa». Yo tenía nueve años y no volví a ver ni a tocar al rey Gaspar, aunque de vez en cuando veo hombres que se parecen a Paco Lagares.

Como el que vi otra vez en el Dunkerke, el domingo anterior a la pasada noche de Reyes, nueve meses después de la muerte de mamá.

No había vuelto al bar desde el día que perdí la bufanda, pero algo que ocurrió el sábado por la noche, y que en un primer momento me dejó atónito, me animó a decirme a mí mismo en voz alta «Mañana te vas al Dunkerke». Mamá murió en un tiempo récord: quiero decir que se sintió indispuesta después de la cena, mientras veíamos un concurso de televisión en el que participaban famosos, pero no consintió que avisara al médico, y sólo después de pasarse media hora quejándose de lo mareada que se sentía, cuando por fin me pidió que la acompañara a la cama, nada más levantarse de la butaca cayó fulminada al suelo y ya no hubo nada que hacer; papá sí que murió como es debido, que estuvo en el hospital casi cinco meses, con los pulmones achicharrados por el tabaco. Era el 25 de marzo, en plena cuaresma, y cuando comprendí que mamá era cadáver me creí en la obligación de pensar que mi vida había dejado de tener sentido. Sin embargo, mi vida no debía de tener ningún sentido antes de la muerte de mamá, porque todo siguió como hasta entonces. En realidad, apenas se produjeron tres pequeños cambios dignos de mención: enmarqué una foto de mamá y la puse en la mesilla de noche, para darle siempre un beso antes de echarme a dormir; compré un despertador, para que se encargase de despertarme todos los días laborables a las siete de la mañana, puesto que ya no podía hacerlo mamá; y cenaba solo, aunque a las nueve en punto como siempre, como todos los días. También en Nochebuena y en Nochevieja. Yo mismo me hice la cena en esas fechas tan señaladas, una cena sencilla pero a mi gusto, y me acosté enseguida, sin sentirme ni contento ni triste, y me dormí como cualquier otra noche, después de darle un beso a la foto de mamá. Mamá había muerto, pero era como si siguiese viva: me levantaba a las siete, me aseaba con mucho esmero y me arreglaba con finura pero sin caprichos inconvenientes, me bebía de pie un café templado y cinco minutos después tomaba un desayuno completo —café otra vez, zumo de naranja natural, y bollería— en el bar de la esquina, abría la peluquería a las diez, cerraba a las dos, comía algo ligero en una cafetería de la plaza de Santo Domingo, daba un paseo por la Gran Vía —mirando escaparates y las portadas de las revistas que se amontonaban en los kioscos— para hacer la digestión, abría de nuevo la peluquería a las cuatro, cerraba a las ocho, y corría a casa a hacerme la cena para poder sentarme a la mesa a las nueve en punto. Los domingos y días festivos, y el día de Navidad y de Año Nuevo, no salía de casa más que para tomar un desayuno completo y para dar un paseo por la Gran Vía después de comer. Eso sí, este año no tuve que comprar un pañuelo de seda natural estampado con alegres motivos florales, para regalárselo a mamá. De vivir mamá, yo habría comprado el lunes por la tarde su pañuelo de Reyes, porque este año Reyes ha caído en miércoles. El sábado anterior, después de acostarme, apagué la luz de la mesilla como hacía mamá cuando yo empezaba a quedarme grogui mientras me contaba un cuento de princesas y dragones, y besé su retrato y le dije «Dulces sueños, mamá», y de repente me di cuenta de lo que estaba haciendo: en vez de besar el retrato de mamá, besaba el despertador. Me quedé atónito, pero la verdad es que enseguida me entró un cosquilleo medio de guasa y medio de coraje, y casi sin darme cuenta, aunque con un tono mandón hasta entonces completamente desconocido en mí, me dije en voz alta: «Mañana te vas al Dunkerke».

Lo vi nada más entrar.

Lo vi nada más entrar en mi habitación.

Se parecía muchísimo a Paco Lagares, disfrazado de rey Gaspar. Menos mal que no lo echó todo a perder y fue capaz de tragarse el ataque de risa que le dio al verme en la cama vestido de princesa.

—Pasa, rey Gaspar —le dije yo, toda dulzura, con un hilo de voz, temblorosa dentro de aquel precioso vestido de seda de color marfil, con profusión de blondas y lazos a tono, adquirido en un justamente famoso comercio de alquiler y venta de todo tipo de ropa de fantasía.

Él, haciendo gala de imprevisibles dotes dramáticas, recuperó la compostura, y es que ya se lo había advertido: «Tómatelo muy en serio, o no vas a ver un duro».

—Estás divina, princesa —me dijo, y se fue derecho a sentarse en mi cama, con el paquete de grandes dimensiones que traía para mí.

Yo suspiré. Llevaba más de cuarenta años muriéndome de ganas de suspirar de aquella manera. Entorné los ojos, procurando que mis pestañas vibrasen como mariposas exóticas, y dejé que uno de mis brazos colgara lánguidamente fuera de la cama. Él tomó entonces mi mano desmayada con su fuerte y acogedora mano —mano de carpintero, que también en eso era exacto a Paco Lagares— y trató de llevársela directamente al mismo sitio por donde Paco Lagares, cuando se disfrazaba de rey Gaspar, se ponía tan duro. Pero yo le eché el alto:

—Rey Gaspar, por favor, trátame como a una señorita.

—Es que se me ha puesto enseguida como un obús —dijo él, perdiendo momentáneamente el tono misterioso, pero paternal, que yo le había marcado.

—Ésa no es forma de hablarle a una princesa la noche de Reyes, rey Gaspar. Ten en cuenta que es la noche más feliz de mi vida.

Porque se lo había explicado, con todo lujo de detalles y con santísima paciencia, apenas unas horas antes, a mediodía, en el restaurante de comida casera, pero muy bien presentada, en el que le había invitado a almorzar. «Esta noche voy a sentirme como si tuviera nueve años de nuevo, así que procura comportarte conmigo como si yo fuera el hada infantil de un cuento». Y es verdad que él me dijo «Yo a las hadas de los cuentos les metería el nabo hasta que les diera un explotido la varita mágica». Y yo le dije «Bueno, pero antes procura poner un poco de protocolo».

—Es que el protocolo nunca se me ha dado muy bien —reconoció el pobre, acordándose de mis palabras.

Se llamaba Celestino. Nada más entrar en el Dunkerke había visto cómo me miraba y cómo sonreía de aquella forma medio burlona, y cómo de pronto frunció los labios, como si hubiera sentido un pinchazo; así sonreía siempre Paco Lagares. Fui derecho a la barra y pedí una tónica y entonces alguien dijo a mi lado que la tónica es fatal para los gases.

—Ahora te toca decirme que me has traído una muñeca.

Y a ver si te acuerdas del guión, rey Gaspar, que es muy incómodo esto de ser a la vez princesa y apuntador.

—Es verdad. Te he traído una muñeca, princesa. Pero no pienso dártela hasta que no me agarres el nabo.

—¡Rey Gaspar!

Me resistí. Naturalmente que me resistí. Y eso que llevaba más de cuarenta años deseando tener en mis brazos una muñeca, pero a una princesa siempre se le debe notar el pedigrí, incluso en los momentos más comprometidos. Aquel rey Gaspar tenía un aspecto imponente, muy señor —exactamente el mismo aspecto que tenía Paco Lagares, con su túnica roja y su manto de color chocolate, y su barba y su melena castañas—, pero se notaba que le faltaba costumbre de tratar con princesas y otras criaturas de alcurnia. Y bien que se lo había recalcado durante el almuerzo en el restaurante de comida casera: «Yo no sé qué te pedirán todos esos a los que les das servicio, como tú dices. Pero a mí me vas a dar, sobre todo, magia».

—Pues si no me quieres agarrar el nabo —dijo entonces el rey Gaspar, poniéndose bastante meloso—, déjame por lo menos que yo te agarre las tetitas.

Intenté ponerme seria:

—Rey Gaspar, la magia se te nota poquísimo.

Daba el pego, nadie podría decir que no. La ropa del rey Gaspar que yo también había adquirido en el comercio de ropa de fantasía en el que compré mi vestido de princesa le quedaba un poco grande, pero eso le prestaba cierta majestuosidad. Celestino, al natural, tenía más pinta de carpintero que de rey mago, las cosas como son. Claro que también lo de carpintero era una condescendencia, porque el muchacho, en el Dunkerke, cuando llegó la hora de aclarar la situación, no se anduvo con rodeos: «Yo aquí vengo a buscarme la vida, ¿sabes lo que te digo? Si te portas bien conmigo, yo me portaré contigo de puta madre». Al día siguiente, en el restaurante de comida casera, después de ponerle al tanto de todos los detalles, llegamos al enojoso asunto del precio y él decidió, sin perder el tiempo con remilgos, que por ser para mí, y aunque se trataba nada menos que de la noche de Reyes, me hacía el servicio por veinticinco mil pesetas.

—Por veinticinco mil pesetas no sé qué más magia quieres, maricón.

—¡Rey Gaspar!

—Agárrame el nabo, y deja de dar respingos.

Se lo agarré. ¿Qué otra cosa puede hacer una princesa ante el ímpetu avasallador de un rey, aunque sea mago?

Realmente, lo tenía como un obús. Por encima de la túnica, el tamaño resultaba monstruoso, pero no podía hacer comparación con lo de Paco Lagares, porque Paco Lagares sólo dejaba que se lo rozase un poco antes de irse apuradísimo a continuar haciendo por el barrio el rey Gaspar.

—Déjame que me suba estos faldones —dijo él—, que se me va a asfixiar el pobrecito con tanto trapo.

Se los subió. Aquella protuberancia empujaba la bragueta del vaquero como un bicho prehistórico tratando de repente de salir entre las dunas del desierto, donde llevase siglos y siglos enterrado. Entonces lo agarré con las dos manos y me dio un calambre, un gusto fuerte, pero un poco angustioso, que me recorrió de la cabeza a los pies.

—No te sueltes —me dijo—, que hay tormenta. Y deja que te meta un dedo en el chochito.

Comprendo que una princesa no debería dar facilidades ante una petición expresada de un modo tan basto, pero el calambre se me había concentrado, no sé cómo, en el pozo de la amargura, y aquel dedo grandote, impaciente y sabiondo tenía una puntería sensacional.

—Relájate —me dijo entonces el rey Gaspar, rozándome con su barba castaña las comisuras frenéticas de los labios—, que esto no es más que lo bueno que viene antes de lo mejor.

El dedo entró como un apache desenfrenado en el hoyo de mis escalofríos. Grité. No es que me doliera, es que se me descompusieron de golpe todos los engranajes de los adentros y creí que me iba a desbaratar. Me tapó la boca con la otra mano y yo la abrí todo lo que pude, y comprobé lo rico que es que te metan lo que sea hasta la garganta. Mordí con fruición, que es una manera sabrosa y provocativa de morder. Mordí aquella mano que parecía de pronto empeñada en desencajarme la dentadura y el paladar, y de repente la lengua jugosa y caliente del rey Gaspar empezó a rellenarme una oreja como la crema pastelera rellena las entrañas de un bizcocho. Se me encajaron de sopetón entre ceja y ceja todas las lucecitas que le caben a un árbol gigante de Navidad. Él, luego, me llamó perra, me colocó boca abajo de un zarpazo que me supo a gloria y, como lo hizo sin sacar el dedo, yo sentí que mis calambres y mis escalofríos salían disparados en todas direcciones como si fueran fuegos artificiales. Los faldones de mi vestido de seda de color marfil se me arrebujaban alrededor de la garganta como los pastorcillos junto al pesebre del portal de Belén. Intuía que estaba en una postura inconveniente, con las braguitas descolocadísisimas y las carnes posteriores a la intemperie, pero me dije que seguía siendo una princesa por muy inadecuadas que fueran las circunstancias y eso me reconfortó una barbaridad. Grité otra vez: el dedo se había retirado sin previo aviso y el vacío repentino que dejó dentro de mí, aparte de provocar en mis tejidos interiores unos corrimientos desaforados, me produjo hasta vértigo. Sólo durante breves segundos, la verdad. El bicho prehistórico, casi sin saber yo cómo, había salido a la luz. No lo veía, y bien que me pesaba, pero el aire se había llenado de una electricidad distinta, como si el bicho, al agitarse, lo meneara sin ninguna consideración. Me estremecí, lo mismo que se estremece en manos de un juerguista una pandereta. Los dedos anchos y fuertes del rey Gaspar me separaban las carnes posteriores como Moisés separó las aguas del Mar Rojo. Como ya no había calefacción, ¡qué frescura aliviadora me llegó al pozo de los calambres! Pero la frescura y el alivio fueron visto y no visto: el bicho se arrancó igual que un miura y entró como un mortero y me llegó hasta donde ni en sueños se me había ocurrido a mí que algo me pudiese llegar. Y entonces me estremecí el doble, como si toda yo fuera de repente una zambomba. Y mis tejidos interiores se me pusieron del revés, y las lucecitas del gigantesco árbol de Navidad que tenía atrancadas entre ceja y ceja se soltaron como una chiquillería descontrolada y se me colaron por todos los ojales y todas las costuras, y todos los angelitos del cielo se juntaron a porfía en los recovecos de mis carnes y se pusieron como locos a cantar villancicos, y de pronto al rey Gaspar se le escapó todo el gusto como si se le hubiera reventado dentro un pantano, y para ser un rey mago hay que ver el alarido que pegó, y yo creí que del gusto me moría.

Quedé exhausta, pero más exhausto quedó el rey Gaspar, que a fin de cuentas fue quien hizo mayor gasto.

A pesar de todo, antes de desplomarse a mi vera para pasar conmigo el resto de la noche, tuvo la delicadeza de atenderme: me puso cómoda, me acurrucó la enorme y preciosa muñeca en los brazos, me arrimó la barba castaña a las mejillas, y me susurró al oído:

—Dulces sueños, mi princesa.

Fue la primera noche de Reyes de mi vida en que dormí como un bendito.

Madrid, marzo de 1999