Fue apenas quince minutos antes de que Zoilita bajara del cielo con la misión divina de hacerse carne de mi carne y el designio espantoso de no dejar que me vuelva a emborrachar en paz en ninguno de los bares del mundo, cuando la mano mugrienta del cantinero me puso delante el quinto carta blanca doble de la noche, huérfano de hielo como los demás, pero cargado con la información siniestra que ha perseguido durante treinta años a los borrachos cubanos.
—Saboréalo bien, brother, que se acabó el ron —me dijo y agregó, creo que en son de burla—. Y feliz Navidad…
A esas alturas de mi curva etílica, ya hacía un buen rato que había llegado otra vez a la filosófica conclusión de que mi vida no era para nada la que un hombre se merece. Mi mala suerte ha sido tan persistente que estoy acostumbrado a que sólo me ocurran desgracias, y por eso la noticia de que se extinguían las reservas de ron en el único bar abierto en varios kilómetros a la redonda funcionó únicamente como una confirmación macabra de que la salación era mi estado natural. Por supuesto, llegar a tener ese tipo de ideas imbéciles es uno de los riesgos más seguros cuando alguien bebe solo, en un bar de mala muerte como La Conferencia, la noche del 24 de diciembre, mientras el olor a puerco asado se adueña de la ciudad y las calles se van despoblando de gentes, porque todos andan empeñados en celebrar en familia —y si es posible al pie de un arbolito cargado de guirnaldas, bolitas brillantes y reflejos de nieve— el advenimiento de una fiesta tan insulsa como la Navidad.
Pero, nada más probar aquel malévolo trago con sabor a final, traspasé la barrera de lo admisible y me puse a pensar en las cosas que me habían sucedido a lo largo de aquel año. Y enseguida concluí, gracias a mi tino habitual, que con la mitad de ellas sobraban motivos para suicidarse tres veces, si uno tiene valor y salud para ahorcarse, envenenarse y darse un tiro en la cabeza. Porque si hasta entonces mi vida había sido entre mediocre y anodina, cuando revisaba los últimos doce meses me agarraba una confusa sensación en el vientre que me ponía a dudar si lo que exigía mi cuerpo era vomitar o cagarme.
Aunque de entrada no lo parezca, debo advertir que no soy de esos tipos a los que les gusta lamentarse por todo. Más bien me definiría como un estoico dispuesto a disfrutar de sus limitaciones y que acude al alcohol sólo en caso de estar al borde de una sobredosis de limitaciones. Hagamos cuentas de lo que llevaba a cuestas para que se entienda mejor. Ser incapaz de bailar o de jugar bien a la pelota, no tener suerte con las mujeres o no estar dotado para hacer chistes simpáticos, ser miope y calvo y de contra tímido, son unos buenos ejemplos del modo insípido en que he ido pasando por esta vida. Tener una hermana lesbiana y un hermano maricón son otras agravantes posibles, por si alguien quisiera todavía más ejemplos. Pero a los treinta y siete años, después de convivir tanto tiempo con esas desgracias, uno llega a tomarles cierto cariño (inclusive a mis pobres hermanos) y se acostumbra a lidiar con ellas. Lo verdaderamente jodido es cuando las desgracias congénitas se juntan con otras inesperadas y primero descubres que tu mujer te pega los tarros con un negro carpetero del Hotel Nacional que todos los días gana (es un decir, pues en realidad se los roba) treinta dólares y tiene carro, casa y dinero para comprarle mierdas en las shopings; una semana después, en tu trabajo (otro decir, pues nunca trabajé más de dos o tres horas a la semana) al fin se dan cuenta de que sobra gente y de que la economía del país es un desastre, pero tú eres el único al que mandan al carajo, como si con eso se equilibrara el déficit presupuestario de la nación; por si aún faltara algo, tu mejor amigo (en realidad un cabrón que siempre me buscaba para emborracharse) cae preso acusado de malversación continuada; y, para cerrar con broche de oro y no hacer interminable la lista de males citables, te sucede que una noche, desesperado por tantas desgracias, miras hacia arriba y descubres que el techo de tu casa (he ahí otro eufemismo: llamarle casa al cuartucho donde vivo desde que nací) se está hundiendo y después de mil gestiones lo único que puedes conseguir en el Poder Popular es que lo apuntalen con cuatro palos medio podridos, y desde entonces te sientes obligado a persignarte cada noche, como si creyeras en algo, pues la única esperanza «en la actual coyuntura del país» (Director Municipal de la Vivienda dixit) es que esos palos resistan hasta que te mueras y dejen de importarte los techos de las casas…
¿Se entiende ahora por qué un hombre como yo, graduado universitario, culto y exquisito cuando se precisa serlo, bebía solo en un bar apestoso, mal nombrado La Conferencia, la noche del 24 de diciembre? Mi único deseo era pasar borracho como un perro los siete días que le quedaban a aquel año de mierda, para ver si el próximo entraba con mejor pie y, de paso, para no tener que verle la cara a tanta gente casi tan jodida como yo, que, a pesar del hambre, los apagones, las enfermedades y la miseria de ese año tremebundo, se empeñaban en despedirlo con fiestas, como si el año y ellos mismos se lo merecieran.
Creo que pensaba en el odio que le tengo a los arbolitos navideños y en el horror que le provoca a mi vesícula la carne de puerco, cuando oí aquella voz que me entró por la espalda, como un corrientazo, y que me removió hasta las uñas, aunque no me imaginara todavía hasta qué niveles llegaría aquel terremoto.
—Así mismo era como quería cogerte.
No lo pude evitar: el vaso me saltó de la mano y se hizo añicos contra el piso, llevándose al infierno mi última línea de ron. Antes de poder voltearme, miré con cara de mierda al mejor cantinero del mundo, pero él levantó los hombros restándole importancia al desastre: total, estábamos en Navidad, no quedaba más ron en La Conferencia y yo era el único sobreviviente de su menguada clientela de esa noche.
Aunque mi reacción pueda parecer exagerada, la verdad es que aquélla era la última voz que esperaba oír esa Nochebuena, y por eso mi primera idea fue que me había confundido. Olvídate, José Ramón, no es ella… Pero cuando volteé un poco la cabeza, desde atrás fue entrando en mis retinas la cara sonriente, diría que divina, de Zoilita.
—¡Coño, Monchy!, tú no cambias… Eres más adicto a las cagazones que al ron.
—¿Y qué tú haces aquí?
Terminé de volverme para observar de cuerpo entero a mi excuñada. Hacía más de un año que no sabía nada de ella, y que Zoilita me encontrara bebiendo solo en La Conferencia, justamente la víspera de Navidad, debía de ser más que una casualidad y bien podía tratarse de una perversa alucinación.
Debo decir que Zoilita siempre fue la perla de la familia, y desde que cumplió doce o trece años traté de darle a entender (por medios oblicuos y poéticos, pues tampoco soy un depravado) que si me acostaba con su hermana era por necesidad, pues en verdad quien me gustaba era ella, y mil veces en mis sueños eróticos cambié a Zenaidita por Zoilita, mientras me templaba a la puta de su hermana.
Ahora Zoilita tendría unos veintidós años y estaba esplendorosa. Sus proporciones al fin se habían asentado con una armonía espectacular y era la mujer rotunda que desde niña se veía venir: pelo, ojos, boca, cara, cuello, cintura, piernas: todo era perfecto, con dos tetas que se insinuaban de campeonato, unas nalgas como de hierro (lo sé porque las palpé en varios juegos playeros en la época en que fuimos cuñados), y con la promesa de un centro de gravedad que, a juzgar por lo visible —el color nigérrimo de su pelo y la abundancia de vellos en los brazos y las piernas, más el bulto que exhibía complacida cuando usaba una de sus licras ajustadas—, debía de ser un verdadero banquete para el hijo de puta que tuviera la suerte de estar comiéndoselo.
Cuando al fin pude bajarme de la banqueta, ya había olvidado mi propósito de emborracharme. Zoilita era capaz de hacerme renunciar a mis más firmes y meditadas convicciones.
—¿Y no me vas a invitar a un trago?
La cabrona seguía riéndose, como si algo le diera mucha gracia.
—Es que se acabó… —dije, con toda mi voz de imbécil, como si yo fuera el culpable de la escasez nacional de bebidas alcohólicas—. ¿Y adonde tú vas a esta hora?
—Iba a cenar a casa de mi novio…
—Así que tienes novio. ¿Y vive por aquí? —fue lo que se me ocurrió preguntar. En realidad no soy bueno haciendo preguntas, y más si estoy nervioso. Y Zoilita me ponía muy nervioso. Ella, mientras tanto, observaba el ambiente, o más bien, lo que quedaba del ambiente: unas banquetas vacías, un cantinero con cara de sueño, una repisa con botellas llenas de agua coloreada y un cartel de compromiso, mal rotulado y mentiroso, que prometía «En 1994, hacia nuevas victorias».
—Esto está del carajo… No sé cómo puedes estar aquí, bebiendo solo…
—Es mejor beber solo que no beber —dije, pues soy algo mejorcito dando respuestas.
—¿Y si te invito a beber conmigo?
Cuando menos hay que ser un genio para dar una buena respuesta a una pregunta así.
—¿Qué tú dices?
—Te estoy invitando a tomar un trago… Mira, tengo la llave de casa de abuela y ella se fue a pasar el fin de año a Las Villas, con mi tía Zeida…
—¿Y tu novio? —Fue la peor pregunta de mi vida. Pero es que no podía creer lo que estaba oyendo.
Zoilita volvió a sonreír y me dijo:
—Dale, vamos —y con el mentón señaló el cartel que colgaba de la pared—… hacia nuevas victorias.
Entre La Conferencia y la casa de la vieja Zoraida apenas hay siete u ocho cuadras, y las invertí en contarle a Zoilita lo jodido que había sido para mí aquel año y el odio que le tenía a las navidades y a los arbolitos y sobre todo a la nieve, aunque no la hubiera visto en mi puñetera existencia. Ella escuchaba y se reía, y yo hablaba de todas aquellas sandeces tratando de no pensar en lo que más quería pensar.
Cuando llegamos, Zoilita soltó la furia de sus veintidós años y subió de dos en dos los escalones hasta el tercer piso, donde estaba el apartamento de abuela Zoraida. Yo tuve la inteligencia de contenerme en el ascenso, pues no quería llegar jadeando. Cuando entré, Zoilita ya había abierto el ventanal del balcón y el fresco discreto de la noche invernal entraba libremente en el apartamento. Al otro lado de la calle estaban, como siempre, las viejísimas arboledas de majagua que rodean el antiguo Preuniversitario donde yo había estudiado hacía unos dos mil años. En aquella época, Zenaida y yo utilizábamos el apartamento de Zoraida para responder las preguntas de los exámenes finales que una mano misteriosa sacaba de la dirección del Pre y las repartía entre los estudiantes, de manera que todo el mundo entraba a las aulas sabiendo qué responder. Aquel fraude organizado garantizaba que nuestra escuela fuera la vanguardia nacional en promoción, hasta que se armó la cagástrofe y nunca más pudimos avanzar hacia nuevas victorias, después de acostumbrarnos a vivir victoriosamente.
—Siglos que no entraba aquí… —dije mientras me sentaba en el sofá.
—Yo vengo todos los días. Imagínate, abuela me encargó que le regara las matas… Pero no me molesta, porque me encanta este lugar. Creo que lo voy a extrañar.
—¿Y por qué lo vas a extrañar?
Zoilita volvió a reír y me miró a los ojos.
—¿De verdad que todavía te gusto más que mi hermana?
El disparo a bocajarro me abrió un hueco en el pecho y me lanzó contra la pared. Aturdido, hice otra de mis preguntas:
—¿Quién te dijo eso?
Zoilita rió con más fuerzas, y puso al fin las reglas de juego.
—Oye, esto es en serio. Vamos, habla…
—Siempre me gustaste más —solté de prisa.
—¿Y te hacías pajas a costilla mía?
—Unas cuantas…, miles… —admití, tragando en seco.
—¿Y si me ves encuera te haces una paja delante de mí?
Iba en serio, ya no había duda, y sentí cómo las piernas se me ablandaban.
—Oye, Zoilita…
—¿Sí o no?
—Sí, claro que sí —dije, a punto de sufrir un infarto.
—¿Cómo te gusta más: que venga encuera o que me quite la ropa delante de ti? Y no preguntes más, coño…
—Delante de mí… ¿Cierro el balcón?
—No, déjalo así.
Zoilita ya tenía las manos sobre la cabeza, de donde extrajo una aguja para que el pelo cayera libre sobre los hombros. Movió el cuello y su cabellera negra recobró su mejor forma. Creo que fue entonces cuando intenté explicarme lo que estaba pasando, cuando me pregunté cómo era posible que aquella muchacha hablara como un estibador del puerto y cuando sentí más deseos de reclamarle el ron prometido, pero fui incapaz de hablar y de pensar, porque ya Zoilita empezaba a desabotonarse el vestido, con una tranquilidad que me dio miedo. De verdad se iba a desnudar, a tres metros de mí.
—Dale, quítate tú también la ropa —me ordenó.
Torpemente, sin dejar de mirarla, empecé a desvestirme. La larga hilera de botones del vestido quedó abierta y Zoilita, ahora con más calma, lo dejó caer en el suelo. Ya para entonces yo estaba en calzoncillos y ante la peligrosa evidencia de que no me había excitado. Pero cuando Zoilita se llevó las manos a la espalda y se soltó los ajustadores y descubrió sus espléndidas tetas, sentí un calambre tan brutal como el que me había provocado su voz inesperada, y con una velocidad nada usual sentí cómo el rabo se me llenaba de sangre y luchaba por romper el calzoncillo. Con una malicia calculada, la muchacha se chupó los dedos, metió la mano dentro del blumercito negro que la separaba de la total desnudez y comenzó a acariciarse morosamente.
No sé cómo, me quité el calzoncillo, y sin pensarlo más empecé a frotarme el rabo. Pero me dominaba la impaciencia por la llegada del instante en que ella se quitara el blúmer y yo viera al fin aquel diamante con el que soñé mil veces mientras Zoilita y yo vivimos en la misma casa… Ahora la mano de la muchacha había subido hasta sus senos y se los acariciaba, oprimiéndose los pezones para convertirlos en dos claveles rojos, capaces de iluminar la noche (ya advertí que puedo ser culto). Y por fin sus manos bajaron hasta el blúmer, que empezó a correr caderas abajo, dejando ante mis ojos la oscura belleza de la mujer: no era tan velludo como lo había imaginado, pero hasta mí llegó un olor a hembra que nunca había sentido con tanta intensidad. Rabo en mano, quise abalanzarme sobre ella, pero su voz me detuvo.
—Quédate ahí, hazte la paja —me exigió. Parecía ser la paja o nada, y mejor una buena paja que nada…
Por más que traté de demorar la eyaculación, me vine antes de lo deseado. Mi intención era tenerla desnuda frente a mí todo el tiempo posible; trataba de grabar en mi mente cada detalle de su cuerpo para utilizar el retrato en futuras masturbaciones. Con un quejido, solté unos goterones de leche, mientras sentía cómo el cuerpo se me agarrotaba.
Cuando al fin volví a mirarla, Zoilita sonreía otra vez.
—¿Qué tal? —me preguntó con absoluta frialdad.
—Un desastre —admití—. No me dejaste…
—Era una pequeña venganza… —Sin poder incorporarme aún, puse una de mis mejores caras de estúpido—. Es que viéndote templar con Zenaidita yo aprendí a masturbarme. Los veía todas las noches por un hueco que hice en la pared. Los veía hacerse pajas, mamarse, singar como unos locos… Ni sé cuántas pajas me hice con ustedes…
—Pero nunca…
—¿Qué tú querías, que hubiera entrado en el cuarto yo también?
—No hubiera sido mala idea.
—Hace años que soñaba con hacerte esto… ¿Y ahora, no te gustaría metérmela?
—No jodas más, Zoilita, que me vas a volver loco…
—¿Quieres o no? —me preguntó, mientras doblaba las piernas hasta ponerse en cuclillas para que yo viera cómo su raja se abría rosada y sin fin.
Me abalancé sobre ella y la obligué a tirarse en el piso polvoriento. No sé cómo, pero ya tenía otra vez el rabo en posición de combate y, sin darme tiempo para acariciarla, la ensarté, sintiendo cómo avanzaba por una cavidad estrecha y húmeda, hecha a la medida de mis grandes necesidades, no de tamaño sino de uso: hacía meses que no templaba.
—Pero ahora no te vayas a venir enseguida… y feliz Navidad —me dijo al oído, y me mordió en el cuello.
La cabrona era una atleta sexual: con absoluta maestría levantó las piernas para formar una horquilla de carne en la que quedé atrapado. Con las manos me agarró las orejas y empezó a bañarme con una lengua caliente y áspera, meticulosa, que perforaba cada orificio de mi cabeza, para luego bajar por el cuello y terminar lamiéndome las tetillas, con una capacidad de succión aterradora. Mientras, su pelvis no dejaba de balancearse sobre mi rabo, con un movimiento lento y eficaz, que me hizo dudar de la posibilidad de acompañarla hasta el orgasmo. Si seguía así, iba a venirme, irremediablemente, y no quería hacerlo, más por ella que por mí. Entonces decidí pensar en algo ajeno al sexo, lo más alejado a lo que vivía en ese instante magnífico, y se me ocurrió la chapucera idea de que estaba viendo nevar: pensé con tanta fuerza en eso que logré ver cómo la nieve caía más allá del balcón, flotaba sobre el aire y comenzaba a cubrir las copas de las majaguas del Pre, dándoles el aspecto de gigantescos arbolitos de Navidad, donde los copos brillaban con una blancura deslumbrante. Tanto me metí en aquella imagen absurda que hasta sentí frío, mientras el cielo nocturno se aclaraba, como en la aurora boreal…
—Ponte pa’ esto, Monchy —me sacó ella de la nieve y me tiró otra vez contra su cuerpo hirviente al tiempo que ella bajaba las piernas y apoyaba los pies en el piso para dejar que su pelvis brincara ahora con un ritmo espasmódico, incontrolado, definitivo, capaz de endurecer como nunca mi pobre rabo y hacérmelo sentir enorme dentro de su cavidad preciosa.
—¿Te vas a venir? —le pregunté con mi habitual habilidad, y ella me mordió una oreja, me soltó la lengua dentro y al fin susurró:
—Cógeme el culo, como le hacías a la puta de mi hermana.
Sin darme opción, liberó mi verga y, con su atlética agilidad, puso ante mí sus nalgas de hierro que, proyectadas por la posición, parecían dos montañas inexpugnables, separadas por una garganta profunda por la que corría, allá en el fondo, un río joven y turbulento.
—Dale suave, que por ahí soy señorita —me advirtió, mientras con la mano, metida por debajo de su cuerpo, trasladaba jugos hacia el aro oscuro del ano para facilitarme la penetración.
Tomé puntería y la ensarté de un solo golpe, casi brutal, pues por primera vez en toda la noche sentí que tenía la opción de decidir algo. La aferré por la cintura y la clavé hasta el fondo, mientras ella lanzaba un breve suspiro, no sé si de complacencia o de dolor.
—Así, dame duro —me pidió, como si quisiera recordarme que seguía siendo ella quien gobernaba.
Zoilita se arqueó, con la cabeza apoyada en el suelo, y abrió un poco más las nalgas para que la penetración tocase sus últimas profundidades. Con la mano derecha empezó a frotarse el clítoris, al tiempo que respiraba con avidez.
—Dime, ¿qué culo te gusta más, el mío o el de mi hermana?
Se ha dicho en muchos bares de La Habana que comparar culos es odioso, pero cuando se está clavando uno como el de Zoilita, eso sería ya un supremo disparate.
—El tuyo, maricona —dije con toda sinceridad, y la atraje con más fuerza, sabiendo que en unas pocas sacudidas me derramaría dentro de ella, y se lo advertí—. Me vengo, coño…
—Suéltala, báñame, lléname de leche, que se me salga por los ojos, suelta tu leche, singao… —pidió con una voz conminatoria, esa voz que, todavía hoy, cuando creo que no volveré a verla jamás, me suena en la cabeza como una explosión: «Suelta tu leche, singao», y hasta se me quitan las ganas de pedir otro trago.
Voy a lamentar por el resto de mi vida no haberle preguntado a Zoilita si fue viéndonos a mí y a su hermana donde aprendió con tanta maestría el ejercicio del sexo. Pero como ésa, fueron miles las preguntas que se quedaron por hacer: ¿y de dónde sacó ese lenguaje soez de puta empedernida? ¿Cómo era posible que, con su experiencia, hubiera conservado intacto el culo? Y lo más importante de todo: ¿cuándo volveríamos a vernos?
Debo confesar ahora que ni siquiera a los dieciséis años fui un hombre de más de dos palos por noche. Esos dos los echaba bien, seamos justos, pero ni la reina de Saba —es un decir— hubiera logrado que eyaculara cuatro veces en menos de dos horas. Pero ya lo dije: Zoilita hacía milagros…
Del suelo nos fuimos a la ducha a limpiarnos del polvo y la leche, y aquella loca me obligó a hacer otra de los cosas que jamás hago: bañarme con agua fría. Cuando iba a protestar, se arrodilló y me dijo:
—Esto es servicio completo.
Y se metió en la boca mi pobre y disminuida pinguilla, que, al contacto con su lengua, sintió la gloria de la resurrección. Si con su cuerpo Zoilita era capaz de lograr las acrobacias más inesperadas, con su boca podía sacarle leche a un semáforo. La combinación mortífera de labios, lengua, dientes, paladar y garganta que aplicaba sobre los testículos y el rabo, sumado a las caricias de sus manos en mi espalda, que recorrían el surco de las nalgas hasta más allá del ano, me hicieron sentir el hombre más potente del mundo, y el más afortunado por haber recibido en Navidad el regalo de aquella mujer increíble, ahora arrodillada a mis pies.
—Voy a darte lo que más te gusta —me advirtió sin dejar de mamar. Y metió las manos entre mis nalgas y arteramente me clavó un dedo en el culo.
Como hombre que tiene una primera relación con una mujer apenas conocida —sexualmente, quiero decir—, estuve a punto de protestar, pero recordé enseguida que Zoilita sabía de memoria todas mis debilidades y rincones eróticos. Y me relajé, sintiendo cómo mi pinga se multiplicaba en su boca mientras su dedo bailaba la danza del taladro en mi agradecido culo y mis ojos disfrutaban del espectáculo de ver aquella ninfa divina dispensándome aquel placer que nunca antes había sentido con tanta intensidad.
—Por tu madre, Zoilita —susurré, a punto de desmayarme, y la muchacha insistió un par de veces más sobre la cabeza del rabo, enrojecida e inflamada, para luego recorrerlo lentamente con su mano y provocar la inevitable eyaculación, que fue a caer sobre sus ojos, su nariz, sus labios, de donde la lengua devoradora tomó una gota de semen para saborearla y deglutirla.
En aquel momento desapareció la necesidad de preguntarle cómo había sucedido todo aquello. El agua —que ya no sentía fría— terminó de limpiarnos, cuando recibí una nueva orden.
—Ahora vamos para la cama, a singar como Dios manda…
Pensé decirle que dudaba poder complacerla pero, sin darme tiempo siquiera a que me secara, Zoilita me condujo al cuarto y encendió las luces. La cama era la más grande que recuerdo haber visto en mi vida, aunque a esas alturas ya dudo de mis percepciones y recuerdos. De lo que sí estoy seguro es de que Zoilita abrió la puerta de un escaparate y me mostró el espejo que nos duplicaría. Al fin se echó sobre la cama, abrió las piernas y exigió:
—Dame una buena mamada.
La analogía entre un mamey al que se le ha sacado una tajada y el bollo abierto de una mujer me pareció más justa que nunca: los labios vaginales de Zoilita eran la pulpa roja de la fruta, y la profundidad de su vagina, la semilla oscura de donde nace la vida; la cáscara del mamey la formaban los pendejos brillantes que rodeaban aquella maravilla de la naturaleza.
Si en algo soy bueno, en cuestiones de sexo, es como mamador. Y esa noche me lucí. La mamada que apliqué al bollo de Zoilita fue minuciosa y esmerada, diría que profesional, y el premio fue ver cómo sus pezones se arrugaban, y se cerraba el botón del clavel, mientras comenzaba a sentir los espasmos que le bajaban del abdomen y los ruidos de su respiración. El orgasmo, como un huracán, atraía nubes de deseo en el interior de su cuerpo, hasta liberarse y arrasar con todo, en medio de un lamento:
—Ay, cojones, me vas a matar…
El milagro de la noche se produjo en ese instante: sentí que mi rabo estaba dispuesto por cuarta vez. Para no darle oportunidad de arrepentirse, abrí de bandas a Zoilita y fui a clavarme dentro de ella, sintiendo a mi pinga penetrar en una piscina viscosa de la que nunca jamás hubiera querido salir…
Solamente a la altura del sexto o el séptimo trago doble de carta blanca empiezo a sentir el alivio previo a la borrachera que al fin me bendice un par de tragos después. Antes es casi un martirio, porque todo mi cuerpo está atento para voltearse en el instante de oír la voz que más deseo oír.
Aquella Nochebuena (jamás se ha empleado mejor el calificativo) terminó como debía: con un final típico de cuento de hadas. Zoilita vio en un reloj que faltaban quince minutos para las doce y recordó, en el mejor estilo Cenicienta, que debía estar a medianoche en la casa de su novio. Se vistió de prisa, se recogió el pelo y se pasó un creyón por los labios antes de decirme:
—Quédate hasta que quieras. Cuando salgas, cierra y mete la llave por debajo de la puerta.
Zoilita se inclinó y me besó tiernamente, como a un viejo amante. Y yo la dejé irse sin pronunciar palabra. Ya había aprendido que nada que dijera serviría para hacerle cambiar de idea, y que si había decidido irse, era porque se iba.
Quizá dormí tres o cuatro horas, pues cuando me desperté aún no había amanecido. Sin éxito registré la casa en busca de un poco de alcohol digerible, y al fin salí y deslicé la llave debajo de la puerta. Por supuesto, me sentía horriblemente extraño, con una mezcla maligna de satisfacción e insatisfacción que se fue desequilibrando hacia la ansiedad por volver a encontrarme con Zoilita.
Cuando bajé a la calle caía una ligera llovizna. El tiempo había cambiado rápidamente y sentí el abrazo del frío. Y, aunque parezca extraño, estoy casi seguro de haber visto unas manchas blancas sobre las majaguas del Pre. Son alucinaciones, me obligué a pensar, pues no iba a creer en ese tipo de milagros baratos. Con la duda de si era o no nieve lo que cubría las majaguas, fui caminando hasta mi casa —recuerden el eufemismo—, desayuné con un trago de ron que exprimí del fondo de una botella, y descansé con la paz de los justos.
Por la tarde de ese día, en plena Navidad, hice mi primera guardia frente a la casa de Zoraida. Aunque hacía frío, ya no llovía, y resistí hasta las nueve de la noche antes de pedir asilo en La Conferencia. Luego, durante seis días consecutivos, me pasé desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche sentado en la escalinata del Pre, con la vista fija en la entrada del edificio, sin beber un trago y con la esperanza todavía viva de ver a Zoilita, que volvía con la intención de regar las matas de su abuela.
Apenas tres horas antes de acabarse aquel año entre terrible y divino, obtuve una respuesta a la ausencia de Zoilita. Por la acera en penumbras vi avanzar una silueta conocida que al fin pude identificar: era Zenaidita, mi ex, la puta que ya sabemos lo que hizo y hacia la cual me precipité como un loco preguntándole dónde estaba Zoilita. Cuando se recuperó de la sorpresa, Zenaida me soltó, con su habitual tono destructivo:
—Coño, Monchy, pareces un perro flaco con sarna…
—Pero ¿dónde carajo está metida tu hermana? —le grité, desesperado pero sin ira, y entonces recibí mi regalo de fin de año.
—Está en Miami, se fue la madrugada del 25 en una lancha que vino a buscar a la familia del novio. Ya hablamos dos veces con ella y dice que está bien y que Miami es precioso y que…
Por supuesto que no oí el resto. Al carajo la belleza de Miami. A la mierda todo si el precio era no volver a ver a Zoilita. Caminé sin rumbo, mas ya se sabe que todos los caminos conducen a La Conferencia, y esa noche, por ser fin de año, en lugar de botellas de agua coloreada había abundantes cantidades de ron, que empecé a beber sin medida ni clemencia hasta que sentí como si alguien me quitara la banqueta donde estaba sentado y caí al suelo, entre colillas y salivazos, al lado de otro perro flaco y sarnoso…
¿Entienden ahora por qué vengo todas las noches a beber a La Conferencia y vivo en la zozobra absoluta hasta que entro en el delirio alcohólico? Aquí espero el milagro de la reaparición de Zoilita. Quizá Zenaida me haya engañado, la muy puta, y su hermana ande todavía por ahí, y tal vez venga a buscarme al lugar donde sabe que siempre me encontrará.
En estos días varias veces he oído detrás de mí la voz de Zoilita. Pero debe de haber sido un ángel, porque me he volteado con toda la velocidad que mi cuerpo y el ron me permiten, y sólo he visto allí su recuerdo sonriente.
Pero tal vez hoy sea el día: es 6 de enero, día de los Reyes, y aunque en Cuba no se celebra esa fecha desde hace como treinta años, todo el mundo sabe que es ocasión de regalos y sorpresas. Por eso estoy bebiendo lentamente, no quiero emborracharme ni perder la conciencia: lo que quiero es que Zoilita venga, coño, y me regale otra Nochebuena. Y si no viene, yo voy a buscarla: hoy conseguí madera y un poco de tela, y mañana mismo empiezo a preparar una vela y una balsa. Con lo jodido que estoy aquí y las ganas que tengo de ver a Zoilita, creo que soy capaz de cruzar a nado el Estrecho de la Florida y hasta de fajarme a mordidas con los tiburones. Por mi madre que sí. Coño, se me acabó el trago.
Mantilla, mayo de 1999