IV

IV

El capitán era uno de aquellos espléndidos ejemplares humanos cuyas cualidades físicas y morales los conducen lógicamente a posiciones de responsabilidad. No era la clase de hombre que presta oídos a habladurías sin fundamento, y el simple hecho de que hubiera querido unirse a mí en la investigación demostraba que estaba convencido de que el asunto era grave, y de que no podía ser tomado a broma ni explicado por medio de razonamientos lógicos. Hasta cierto punto, también su reputación estaba en juego, así como la reputación del barco. No resultaba agradable perder un pasajero en cada viaje…

A eso de las diez de la noche, mientras yo estaba fumando mi último cigarro, el capitán se acercó a mí y me llevó a un rincón, lejos del alcance del oído de los otros pasajeros que paseaban por cubierta en la cálida oscuridad.

—Este es un asunto serio, míster Brisbane —me dijo—. Debemos prepararnos para todas las posibilidades… para tener una decepción, o para pasar un mal rato. Como usted comprenderá, no puedo permitir que el asunto sea tomado a risa, y voy a pedirle que firme una declaración de todo lo que suceda. Si no ocurre nada esta noche, lo intentaremos otra vez mañana y pasado mañana. ¿Está usted dispuesto?

Descendimos a la cubierta inferior y entramos en el camarote. Mientras avanzábamos por el pasillo, vi que Robert nos estaba mirando con una expresión fúnebre, como si estuviera convencido de que iba a ocurrir algo espantoso. El capitán cerró la puerta y echó el cerrojo.

—Podemos colocar su maleta delante de la puerta —sugirió—, y uno de nosotros se sentará en ella. De este modo nadie podrá salir. ¿Está bien cerrado el ojo de buey?

Lo encontré tal como lo había dejado por la mañana. Descorrí las cortinillas de la litera superior de modo que pudiera verla sin dificultad. Por consejo del capitán encendí mi pequeño farol, y lo coloqué de modo que alumbrara las sábanas de la litera superior. El capitán insistió en sentarse en la maleta, diciendo que deseaba poder jurar que había estado sentado delante de la puerta.

Luego me pidió que efectuara un minucioso registro del camarote, una operación que no me llevó mucho tiempo, ya que consistió sencillamente en mirar debajo de la litera inferior: no había absolutamente nada.

—Es imposible que un ser humano pueda entrar —dije—, o que un ser humano abra el ojo de buey.

—Muy bien —dijo el capitán tranquilamente—. Si vemos algo ahora, será producto de nuestra imaginación… o algo sobrenatural.

Me senté en el borde de la litera inferior.

—La primera vez que ocurrió —dijo el capitán, cruzando las piernas y recostándose en la puerta— fue en marzo. El pasajero que dormía aquí, en la litera superior, era un hombre cuyo cerebro no funcionaba bien. Adquirió el pasaje sin que su familia se enterara. Una noche salió corriendo del camarote y se arrojó por la borda, antes de que el oficial de guardia pudiera impedirlo. Detuvimos el barco, lanzamos un bote al agua y lo estuvimos buscando; hacía una noche muy tranquila; pero no pudimos encontrarlo. Desde luego, su suicidio fue atribuido más tarde a su locura.

—¿Sucede a menudo? —pregunté con aire ausente.

—No, a menudo, no —dijo el capitán—. A mí no me había sucedido nunca, aunque había oído contar algunos casos ocurridos a bordo de otros barcos. Bueno, como le estaba diciendo, aquello ocurrió en marzo. En el viaje siguiente… ¿Qué está usted mirando? —preguntó, interrumpiendo súbitamente su relato.

Creo que no contesté. Mis ojos estaban clavados en el ojo de buey. Me había parecido que el cerrojo empezaba a girar muy lentamente… Tan lentamente, que no estaba seguro de que se hubiera movido. Lo contemplé con atención, fijando su posición en mi cerebro para comprobar si cambiaba. El capitán siguió la dirección de mis ojos, y miró a su vez.

—¡Se mueve! —exclamó, en tono convencido—. No, no se mueve —añadió, un instante después.

Me puse en pie y me acerqué al ojo de buey. Me pareció que el cerrojo no estaba en la misma posición, aunque no podía asegurarlo a ciencia cierta.

En aquel momento, el capitán olfateó el aire suspicazmente.

—Huele mal. ¿No lo nota usted? —inquirió.

—Sí —dije, y me estremecí mientras aquel espantoso olor a agua de mar estancada se hacía más intenso en el camarote—. Ahora bien, para oler así, tiene que haber humedad —añadí—, y, sin embargo, cuando esta mañana lo examiné todo con el carpintero, estaba completamente seco. Esto es lo más raro… ¡Vaya!

Mi pequeño farol, que iluminaba la litera superior, se había apagado repentinamente. Había aún bastante claridad, procedente de la lámpara del pasillo, que se filtraba a través del ventanuco situado junto a la puerta. El barco se balanceó con fuerza, y la cortinilla de la litera superior se alzó levemente y volvió a caer. Me levanté con rapidez de mi asiento en el borde de la cama, y en aquel mismo instante el capitán se puso en pie lanzando un grito de sorpresa. Yo me había levantado con la intención de coger el farol para examinarlo, cuando oí su exclamación, e inmediatamente después su petición de ayuda. Corrí hacia él. Estaba sosteniendo con todas sus fuerzas el cerrojo del ojo de buey, el cual se iba corriendo a pesar de todos sus esfuerzos. Cogí mi bastón, un pesado bastón de madera de roble que siempre solía llevar, y lo apoyé con todas mis fuerzas en el borde de latón del ojo de buey. Pero súbitamente me encontré lanzado hacia atrás. Cuando conseguí ponerme en pie, el ojo de buey estaba abierto de par en par, y el capitán estaba de pie, con la espalda apoyada contra la puerta, pálido como un muerto.

—¡Hay algo en aquella litera! —gritó con una voz extraña, los ojos casi saliendo de sus órbitas—. Sostenga la puerta, mientras yo miro… ¡No se nos escapará, sea lo que sea!

Pero, en vez de ocupar su lugar, salté sobre el lecho inferior, y agarré algo que yacía en la litera superior.

Era algo espantoso, horripilante, y se movió entre mis manos. Era como el cadáver de un hombre ahogado hacía mucho tiempo, y sin embargo se movía, y tenía la fuerza de diez hombres vivos; pero yo agarré con todas mis fuerzas… el viscoso, fangoso, horrible cuerpo del muerto, cuyos blancos ojos parecían contemplarme fijamente desde lo más hondo de sus cuencas; el putrefacto hedor de agua de mar estancada surgía de él y su pelo colgaba en rizos húmedos sobre su cadavérico rostro. Forcejeé con el muerto; me empujó, obligándome a retroceder y casi me rompió los brazos; los brazos del cadáver rodearon mi cuello y apretaron fuertemente hasta que al fin lancé un grito y caí, soltando mi presa.

Mientras caía, la muerte viviente saltó por encima de mí y pareció lanzarse sobre el capitán. Cuando finalmente lo vi de nuevo en pie, su rostro estaba desencajado y sus labios lívidos. Me pareció que lanzaba un violento golpe al muerto, y luego también él cayó hacia delante, de cara, con un inarticulado grito de terror.

La cosa se detuvo un instante, y pareció extender unas invisibles alas sobre el postrado cuerpo del capitán. Traté de gritar de nuevo, aterrorizado, pero me había quedado sin voz. La cosa se desvaneció repentinamente, y me pareció que se marchaba a través del abierto ojo de buey, aunque, teniendo en cuenta lo angosto de la abertura, no pude explicarme cómo podía hacerlo. Permanecí tendido en el suelo largo rato, mientras el capitán yacía a mi lado. Por fin recobré parcialmente la capacidad de movimiento, y de inmediato supe que tenía un brazo roto: el pequeño hueso del antebrazo izquierdo, cerca de la muñeca.

Me puse en pie con dificultad, y con mi mano sana traté de levantar al capitán. Gruñó, se movió y luego recobró el conocimiento. No estaba herido pero parecía mortalmente aturdido.

Bueno, ¿qué más desean oír? No hay nada más que contar. Este es el final de mi historia. El carpintero llevó adelante su proyecto de clavar una docena de tornillos en la puerta del ciento cinco; y si alguno de ustedes toma un pasaje en el Kamtschatka, puede pedir una litera en aquel camarote. Le dirán que está reservado… Sí…, está reservado por aquel cadáver.

Seguí viaje en el camarote del médico, quien me curó el brazo roto y me aconsejó que no me dedicara más a descubrir fantasmas. El capitán se mantuvo muy silencioso y no volvió a navegar en aquel barco, aunque sigue prestando servicio en otros. Y tampoco yo navegaría en él por nada del mundo. Aquella fue una experiencia muy desagradable. Yo estaba mortalmente asustado, y eso es algo que no me gusta.

Esto es todo. Es así como vi un fantasma…, si es que aquello era un fantasma. En todo caso, sí puedo afirmar que lo que fuera estaba muerto.