II
II
Aquel día no sucedió nada importante. Salimos del muelle puntualmente y resultó muy agradable empezar el viaje, ya que el tiempo era cálido y sofocante y el movimiento del barco producía una refrescante brisa. Todo el mundo sabe cómo es el primer día de navegación. La gente pasea por cubierta y se examina mutuamente, y a veces encuentra a conocidos que ignoraba que se hallaran a bordo. Existe la habitual incertidumbre acerca de si la comida será buena, mala o regular, hasta que las dos primeras colaciones nos sacan definitivamente de dudas; existe también la habitual incertidumbre acerca del tiempo, hasta que el barco ha pasado la Isla del Fuego. Las mesas están llenas al principio, y luego se vacían repentinamente. Los pasajeros, muy pálidos, brincan de sus asientos y se precipitan hacia la puerta, y los que están acostumbrados a navegar respiran más libremente mientras sus mareados vecinos pasan corriendo por su lado, dejándoles más espacio en la mesa y una mayor participación en el tarro de la mostaza.
Una travesía del Atlántico es muy parecida a otra, y quienes lo cruzamos con cierta frecuencia no hacemos el viaje por el placer de la novedad. Las ballenas y los icebergs resultan siempre objetos interesantes, pero, a fin de cuentas, una ballena es muy parecida a otra ballena, y rara vez puede verse un iceberg de cerca. Para la mayoría de nosotros, el momento más agradable del día a bordo de un buque es cuando hemos dado el último paseo por cubierta, hemos fumado nuestro último cigarro y, conseguido el objetivo de fatigarnos un poco, nos disponemos a encerrarnos en nuestro camarote. Aquella primera noche me sentí especialmente cansado y entré en el camarote ciento cinco dispuesto a acostarme más temprano que de costumbre. Al entrar quedé sorprendido viendo que iba a tener compañía. En un rincón había una maleta muy parecida a la mía, y en la litera superior habían dejado una manta de viaje, plegada, con un bastón y un paraguas. Pensaba que iba a estar solo y me sentí ligeramente disgustado; pero luego me pregunté quién sería mi compañero de viaje y decidí echarle una mirada.
Él entró después de haberme metido en la cama. Era, por lo que pude ver, un hombre muy alto, muy delgado, muy pálido, con el pelo canoso igual que las patillas, y unos descoloridos ojos grises. Había en él, pensé, algo que resultaba un poco equívoco; era la clase de hombre que puede verse en Wall Street, sin que pueda decirse exactamente lo que está haciendo allí. La clase de hombre que frecuenta el Cafe Anglais, que siempre parece estar solo y que bebe champaña; puede vérsele en las carreras de caballos, pero también allí produce la impresión de que no está haciendo nada. Un poco remilgado… un poco extravagante. En todos los barcos hay tres o cuatro hombres de ese tipo. Me dije a mí mismo que no me interesaba trabar conocimiento con él, y me dispuse a dormir con la idea de estudiar sus costumbres a fin de evitarlo en lo posible. Si él se levantaba temprano, yo me levantaría tarde; si se acostaba tarde, yo me acostaría temprano. No me interesaba relacionarme con él. Si han conocido ustedes a algún individuo de esa clase, ya saben lo molesta que resulta su compañía. ¡Pobre hombre! Perdí lastimosamente el tiempo haciéndome toda aquella serie de reflexiones, ya que no volví a verlo después de aquella primera noche en el camarote ciento cinco.
Estaba durmiendo profundamente cuando fui despertado de súbito por un fuerte ruido. A juzgar por el sonido, mi compañero de camarote debió de haber brincado al suelo desde la litera superior, de un salto. Le oí coger el tirador de la puerta, la cual se abrió casi inmediatamente, y luego oí sus pasos mientras se alejaba corriendo por el pasillo, dejando la puerta abierta tras de él. El barco se balanceaba un poco, y esperé oírlo tropezar o caer, pero siguió corriendo como si de aquella carrera dependiera su vida. La puerta oscilaba sobre sus goznes con el movimiento del barco, y el ruido me molestaba. Me levanté y la cerré, y regresé a mi litera en la oscuridad. Me quedé dormido de nuevo; pero no tengo la menor idea del tiempo que estuve durmiendo.
Cuando me desperté era aún de noche, pero experimenté una desagradable sensación de frío, y me pareció que el aire estaba húmedo. Ya conocen ustedes el peculiar olor de un camarote que ha sido mojado con agua de mar. Me tapé lo mejor que pude y volví a quedarme adormilado, imaginando las quejas que iba a presentar al día siguiente y escogiendo los epítetos más gráficos del vocabulario. Pude oír a mi compañero de camarote dando vueltas en la litera superior. Probablemente había regresado mientras yo estaba dormido. En un momento determinado me pareció oírlo gruñir, y pensé que estaba mareado. La cosa resulta especialmente desagradable cuando uno está situado debajo. Sin embargo, seguí dormitando hasta las primeras horas de la mañana.
El barco se balanceaba fuertemente, mucho más que la noche anterior, y la grisácea claridad que penetraba a través del ojo de buey cambiaba de matiz con cada movimiento, reflejando ora la superficie del mar, ora la superficie del cielo. Hacía mucho frío… un frío inconcebible en pleno mes de junio. Volví la cabeza en dirección al ojo de buey, y vi con sorpresa que estaba abierto de par en par. Creo que proferí una maldición en voz alta. Luego me levanté a cerrarlo. Cuando volvía a mi litera eché una mirada a la de arriba. Las cortinillas estaban echadas del todo; probablemente, mi compañero de camarote había sentido frío, lo mismo que yo. Me sorprendió haber dormido tanto. El camarote era incómodo, pero, por raro que parezca, no noté el olor a humedad que me había molestado durante toda la noche. Mi compañero estaba aún durmiendo: una excelente ocasión para evitarlo, de modo que me vestí rápidamente y salí a cubierta. El día era cálido y nuboso, y el agua olía a petróleo. Eran las siete… mucho más tarde de lo que había imaginado. Pasé junto al médico, que estaba dando su paseo matinal. Era este un joven de la Irlanda occidental, un individuo corpulento, de pelo negro y ojos azules, con tendencia ya a la gordura; pero su aspecto general era saludable y resultaba más bien atractivo.
—Bonita mañana —dije, para entrar en conversación.
—Bueno —me respondió, contemplándome con un aire de curiosidad profesional—, es una bonita mañana, y no es una bonita mañana. No creo que tenga mucho de mañana.
—Bueno, no… no es tan bonita como todo eso —dije.
—Hace lo que yo llamo un tiempo de bochorno —replicó el médico.
—Anoche pasé mucho frío —expliqué—. Sin embargo, luego me di cuenta de que el ojo de buey estaba abierto de par en par. Al acostarme no me fijé en aquel detalle.
Y el camarote estaba también muy húmedo.
—¿Húmedo? —inquirió el médico—. ¿Qué camarote tiene usted?
—El ciento cinco…
Ante mi sorpresa, el médico se sobresaltó visiblemente y se me quedó mirando.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunté.
—¡Oh! Nada —respondió—, únicamente que todo el mundo se ha quejado de ese camarote en los tres últimos viajes.
—Yo también me quejaré —dije—. Desde luego, no ha sido ventilado convenientemente. ¡Es una vergüenza!
—No creo que puedan solucionarlo —dijo el médico—. Creo que hay algo… bueno, no tengo por qué asustar a un pasajero.
—No necesita usted asustarme —repliqué—. Puedo soportar perfectamente la humedad. Y si cojo una pulmonía, iré a verlo a usted.
Le ofrecí un cigarro y él lo hizo girar un buen rato entre sus dedos, nerviosamente, o al menos esa fue la impresión que me produjo.
—No es por la humedad, precisamente —terminó por decir—. ¿Tiene usted un compañero de camarote?
—Sí; un hombre muy raro, que sale corriendo a medianoche y se deja la puerta abierta.
El médico volvió a mirarme con una expresión de curiosidad. Luego encendió el cigarro y pareció reflexionar.
—¿Regresó después? —me preguntó súbitamente.
—Sí. Yo estaba durmiendo, pero me desperté y lo oí moverse en la litera superior. Entonces sentí frío y volví a quedarme dormido. Y esta mañana he encontrado el ojo de buey abierto.
—Mire —dijo el doctor en voz baja—, me importa un bledo este barco y su reputación. Le diré a usted lo que voy a hacer. Tengo un camarote bastante espacioso, y no me importará compartirlo con usted, a pesar de que no lo conozco.
Quedé muy sorprendido ante aquella proposición. No acertaba a comprender por qué se tomaba un interés tan repentino por mi bienestar. Sin embargo, no dejó de llamarme la atención el tono casi despectivo con que había hablado del barco.
—Es usted muy amable, doctor —le dije—. Pero, en realidad, sigo creyendo que el camarote puede ser ventilado, o limpiado, o lo que sea. ¿Por qué no le importa a usted el barco?
—En nuestra profesión no somos supersticiosos —me respondió—, pero el mar cambia a las personas. No deseo preocuparlo ni asustarlo, pero, si quiere aceptar usted mi consejo, trasládese a mi camarote. No me gustaría enterarme de que ha saltado usted por la borda.
—¡Santo cielo! —exclamé—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque en los tres últimos viajes, las personas que durmieron en el camarote ciento cinco saltaron por la borda —respondió gravemente.
La noticia era alarmante y bastante desagradable, lo confieso. Miré con fijeza al médico, para ver si se estaba burlando de mí, pero al parecer me estaba hablando muy en serio. Le agradecí calurosamente su ofrecimiento, pero le dije que intentaría ser la excepción a la regla según la cual todos los que habían dormido en aquel camarote habían saltado por la borda. Se limitó a decir que estaba convencido de que yo iba a reconsiderar su proposición. Poco después, la campana llamó para el desayuno y nos dirigimos al comedor, que a aquella hora se veía bastante despoblado. Me di cuenta de que un par de oficiales que desayunaban con nosotros tenían un aspecto muy serio. Después de desayunar, me dirigí a mi camarote para coger un libro. Las cortinillas de la litera superior seguían echadas. No se oía el menor ruido. Mi compañero de camarote continuaba durmiendo, probablemente.
Cuando iba a salir, se presentó el marinero que tenía a su cargo aquel pasillo. Me dijo que el capitán deseaba verme, y echó a andar rápidamente delante de mí como si deseara evitar cualquier posible pregunta. Me acompañó al camarote del capitán, el cual me estaba esperando.
—Caballero —me dijo—, quisiera pedirle a usted un favor.
Respondí que estaba dispuesto a complacerlo en lo que estuviera a mi alcance.
—Su compañero de camarote ha desaparecido —dijo—. Sabemos que anoche se retiró temprano. ¿Notó usted algo anormal en su modo de conducirse?
La pregunta, formulada de aquel modo, confirmando los temores que el médico había expresado media hora antes, me desconcertó.
—¿No querrá usted decir que ha saltado por la borda? —inquirí.
—Temo que sí —respondió el capitán.
—Esto es lo más extraordinario… —empecé.
—¿Por qué? —me preguntó.
—Es el cuarto de la lista —dije.
En respuesta a otra pregunta del capitán, expliqué, sin mencionar al médico, que había oído la historia relativa al camarote ciento cinco. El capitán pareció muy disgustado al saber que yo conocía la historia en cuestión. Le dije, luego, lo que había sucedido durante la noche.
—Lo que usted dice —replicó—, coincide casi exactamente con lo que me dijeron los compañeros de dos de los otros tres desaparecidos. Saltaron de la cama y corrieron por el pasillo. Dos de ellos fueron vistos por el vigía cuando saltaban por la borda; detuvimos el barco y echamos al agua los botes salvavidas, pero no pudimos encontrarlos. Sin embargo, nadie vio ni oyó al hombre que se perdió anoche… Si es que realmente se perdió. El marinero de servicio, que es un individuo supersticioso, quizás, y esperaba que ocurriera algo anormal, entró esta mañana en el camarote y encontró la litera superior vacía, aunque las ropas estaban allí, tal como las había dejado. El marinero en cuestión era la única persona a bordo que conocía de vista a aquel hombre y ha estado buscándolo por todas partes. ¡Ha desaparecido! Ahora, quiero rogarle que no mencione lo sucedido a ninguno de los pasajeros; no quiero que el barco adquiera una mala reputación, y no hay nada que perjudique tanto a un buque como las historias de suicidios. Puede usted escoger el camarote que más le agrade, incluido el mío, para el resto del viaje. ¿Le parece un trato justo?
—Mucho —le dije—. Y le estoy muy agradecido. Pero, dado que estoy solo, y que dispongo del camarote para mí, prefiero no moverme y que el marinero se lleve las cosas de aquel infortunado pasajero. Me quedaré en el ciento cinco. No le hablaré a nadie del asunto, y creo que puedo prometerle a usted que no seguiré el ejemplo de mi compañero de camarote.
El capitán trató de disuadirme de mi propósito, pero yo prefería tener un camarote para mí solo, a alojarme en calidad de huésped en el de un oficial. No sé si obré descabelladamente, pero si hubiese seguido su consejo no tendría nada más que contar. Hubiera seguido existiendo la desagradable coincidencia de varios suicidios producidos entre hombres que habían dormido en el mismo camarote, pero aquello hubiera sido todo.
Sin embargo, ese no fue el final del asunto, ni mucho menos. Me aferré obstinadamente a la idea de que lo ocurrido no me impresionaba en absoluto, y me permití incluso discutir la cuestión con el capitán. Le dije que el camarote no tenía nada anormal. Quizás era un poco húmedo. El ojo de buey había quedado abierto la noche pasada. Mi compañero de camarote podía haber estado enfermo cuando subió a bordo, y pudo haberle acometido una especie de delirio después de acostarse. Incluso podía estar oculto en algún rincón del barco, y a lo mejor lo encontraran más tarde. El camarote necesitaba una buena ventilación, y tal vez un repaso al cierre del ojo de buey. Si el capitán me lo permitía, yo mismo me encargaría de comprobar lo que era necesario hacer inmediatamente.
—Desde luego, tiene usted derecho a quedarse donde está, si ese es su deseo —replicó el capitán, con cierta petulancia—, pero me gustaría que recapacitara usted y me dejara cerrar ese camarote.
No nos pusimos de acuerdo y me separé del capitán después de prometerle que guardaría silencio en lo que se refería a la desaparición de mi compañero. Éste no tenía conocidos a bordo y no fue echado de menos en el curso del día. Al atardecer encontré de nuevo al médico, quien me preguntó si había cambiado de opinión. Le dije que no.
—Entonces, no tardará usted en cambiar —aseguró, muy seriamente.