III

III

Por la noche estuvimos jugando al whist y me retiré un poco tarde. Ahora puedo confesar que al entrar en mi camarote experimenté una desagradable sensación. No pude evitar el pensar en el hombre alto que había visto la noche anterior, y que ahora estaba muerto, ahogado, en el solitario océano. Su rostro se dibujó claramente ante mis ojos mientras me desvestía, e incluso llegué a descorrer las cortinillas de la litera superior, como para convencerme a mí mismo de que realmente se había marchado. Luego eché el cerrojo a la puerta del camarote. De pronto me di cuenta de que el ojo de buey estaba abierto. Esto era más de lo que podía aguantar. Me puse apresuradamente el batín y fui en busca de Robert, el marinero encargado de mi pasillo. Recuerdo que estaba muy furioso, y cuando lo encontré lo cogí por el brazo y lo llevé casi a rastras hasta la puerta del ciento cinco, empujándolo hacia el abierto ojo de buey.

—¿Qué es lo que pretendes, granuja, dejándolo abierto toda la noche? ¿No sabes que es contrario al reglamento? ¿No sabes que si el barco escora y empieza a entrar el agua, diez hombres no podrían cerrarlo? ¡Daré parte al capitán, para que se entere de cómo te preocupas por el barco!

Reconozco que estaba sumamente excitado. El hombre se echó a temblar y palideció, y luego empezó a cerrar la redonda plancha de vidrio con los pesados encastres de latón.

—¿Por qué no me contestas? —inquirí bruscamente.

—Discúlpeme, señor —murmuró Robert—, pero no hay nadie a bordo que pueda mantener cerrado este ojo de buey durante toda la noche. Puede usted intentarlo, señor. Por mi parte, no pienso seguir navegando en este barco. Pero, en su lugar, yo me marcharía de aquí ahora mismo y me iría a dormir con el médico o en cualquier otra parte. Yo lo haría. Mire, ¿le parece que ahora está bien cerrado, o no? Pruebe a abrirlo…

Forcejeé un poco, y comprobé que estaba perfectamente cerrado.

—Bueno —continuó Robert en tono de triunfo—, me apuesto la paga de un mes a que dentro de media hora vuelve a estar abierto…

Examiné cuidadosamente el cerrojo.

—Si lo encuentro abierto durante la noche te daré una libra. No es posible que se abra. Puedes retirarte.

—¿Ha dicho usted una libra? Muy bien, señor. Gracias, señor. Buenas noches, señor. Que descanse, señor, y que tenga toda clase de sueños agradables.

Robert se marchó, al parecer muy complacido de poder abandonar el camarote. Desde luego, pensé que había tratado de justificar su negligencia con una estúpida historia, tratando de asustarme. Resumiendo: Robert se ganó la libra y yo pasé una noche particularmente desagradable.

Me acosté, y cinco minutos después de haberme envuelto en mis mantas, el inexorable Robert apagó la luz que ardía constantemente detrás del redondo panel de cristal, cerca de la puerta. Permanecí completamente inmóvil en la oscuridad, tratando de dormir, pero no tardé en descubrir que me era imposible conciliar el sueño. La regañina al marinero me había distraído, haciendo que se desvaneciera la desagradable sensación que había experimentado al pensar en el hombre ahogado que había sido mi compañero de camarote; pero al propio tiempo me había desvelado, y estuve despierto un buen rato, mirando de cuando en cuando al ojo de buey, el cual podía ver desde mi litera. En la oscuridad, parecía una débil mancha de luz suspendida entre las sombras. Creo que llevaba allí tendido cerca de una hora, y en el momento en que empezaba a quedarme dormido me azotó el rostro una corriente de aire frío que llevó hasta mi olfato la salobre fragancia del mar. Me puse inmediatamente en pie, pero en aquel momento de aturdimiento no tuve en cuenta el balanceo del barco y salí despedido contra la pared opuesta del camarote. Sin embargo, me repuse rápidamente. Al levantarme, vi que el ojo de buey estaba abierto de par en par.

Aquello era un hecho innegable. Estaba completamente despierto, y de no haberlo estado al levantarme, la caída me hubiera despabilado. Además, al caer me lastimé codos y rodillas, y a la mañana siguiente los tenía magullados para atestiguar el hecho, en caso de que hubiera dudado de mis sentidos. El ojo de buey estaba abierto de par en par: una cosa tan increíble, que recuerdo perfectamente, que mi primera sensación al verlo fue de asombro más que de temor. Volví a cerrarlo y a correr el cerrojo con todas mis fuerzas. El camarote estaba muy oscuro. Pensé que el ojo de buey había sido abierto una hora después de que Robert lo hubiera cerrado en mi presencia, y decidí mantenerme vigilante, para comprobar si se abría de nuevo. El cerrojo no resultaba fácil de correr. No podía creer que se hubiera deslizado hacia atrás con el movimiento del barco. Me quedé en pie mirando fijamente a través del grueso vidrio del ojo de buey. Permanecí en aquella posición más de un cuarto de hora. De pronto oí claramente algo que se movía detrás de mí en una de las literas, y un momento después, cuando me volví instintivamente a mirar —aunque en aquella oscuridad no podía ver nada, desde luego—, oí un débil gemido. Crucé el camarote y aparté a un lado las cortinillas de la litera superior, dejando a mis manos la tarea de descubrir si había alguien allí.

Y allí había alguien.

Recuerdo que la sensación que experimenté al extender las manos hacia delante fue la de que acababa de hundirlas en la atmósfera de un húmedo sótano, y desde detrás de las cortinas surgió una ráfaga de viento que olía horriblemente a agua de mar estancada. Agarré algo que tenía la forma de un brazo de hombre, aunque estaba húmedo y helado como el mármol. Repentinamente, aquello saltó violentamente hacia delante, contra mí. Era una masa viscosa, fangosa, húmeda, pero dotada de una especie de fuerza sobrenatural. Salí disparado hacia atrás, y en aquel mismo instante la puerta se abrió y la cosa salió corriendo. No había tenido tiempo de asustarme, y me recobré rápidamente, emprendiendo la persecución de la cosa a toda la velocidad de mis piernas, pero era demasiado tarde. Diez metros delante de mí pude ver —y estoy seguro de que la vi—, una oscura sombra moviéndose en el pasillo pobremente iluminado. Cruzó ante mi retina con la misma rapidez que un caballo desbocado cruza una zona iluminada por un farol. Pero desapareció inmediatamente, y me encontré a mí mismo agarrado a la barandilla que corre a lo largo del pasillo. Tenía el pelo erizado, y un sudor frío empapaba mi rostro. No me avergüenza confesar que estaba mortalmente asustado.

Todavía dudaba de mis sentidos, y traté de razonar fríamente. Era absurdo, pensé. La tostada de queso derretido en cerveza que había comido a la hora de la cena me había sentado mal, evidentemente. Había tenido una pesadilla. Regresé a mi camarote: olía horriblemente a agua de mar estancada, tal como olía cuando me había despertado la noche anterior. Reuniendo todas mis fuerzas, fui capaz de buscar una caja de cerillas y de encender un pequeño farol que siempre llevaba conmigo por si se me ocurría leer después de que se apagaran las lámparas. En aquel momento me di cuenta de que el ojo de buey estaba abierto de nuevo, y una especie de insidioso horror se apoderó de mí, un horror que nunca había sentido y que no deseo volver a sentir. Pero encendí el farol y examiné la litera superior, esperando encontrarla empapada en agua de mar.

Quedé decepcionado. Habían dormido en la cama, y el olor a mar era muy intenso; pero ropas y colchón estaban tan secos como un hueso. Imaginé que Robert no había tenido valor para hacer la cama después del accidente de la noche anterior… que todo había sido un espantoso sueño. Descorrí las cortinillas todo lo que pude para examinar la litera minuciosamente. Estaba seca por completo. Pero el ojo de buey estaba abierto de nuevo. Con un estremecimiento de horror volví a cerrarlo. Luego colgué el farol directamente encima, y me senté para recobrar el dominio de mí mismo, si es que me era posible. Permanecí sentado toda la noche, incapaz de descansar… casi incapaz de pensar en nada. Pero el ojo de buey permaneció cerrado.

Finalmente clareó el nuevo día y me vestí lentamente, pensando en todo lo que había sucedido durante la noche. Hacía un día maravilloso y subí a cubierta lleno de alegría al recibir en mi rostro la caricia del sol y de oler la brisa marina, tan distinta del espantoso olor de mi camarote. Instintivamente, me dirigí hacia popa, hacia el camarote del médico. Lo encontré con la pipa en la boca, dispuesto a dar su paseo matinal.

—Buenos días —me saludó cordialmente, contemplándome con evidente curiosidad.

—Doctor, tenía usted razón —le dije—. En aquel camarote ocurren cosas muy raras.

—Ya le dije que cambiaría usted de opinión —me dijo. Y en su tono había una leve nota de reproche—. Ha pasado usted una mala noche, ¿eh? ¿Quiere que le prepare algo? Tengo una receta excelente para estos casos.

—No, gracias —murmuré—. Pero me gustaría contarle lo que ha sucedido.

Entonces traté de explicarle, lo más claramente posible, todo lo que había ocurrido, sin omitir el hecho de que me había asustado como ninguna otra vez en toda mi vida. Insistí de un modo especial en el fenómeno del ojo de buey, que era un hecho que podía atestiguar, aun en el supuesto de que todo lo demás hubiera sido un sueño. Lo había cerrado dos veces durante la noche. Insistí demasiado en este hecho.

—Parece usted creer que me siento inclinado a dudar de su relato —dijo el médico, sonriendo ante la insistencia con que le hablaba del ojo de buey—. No tengo ninguna duda. Y le reitero mi invitación. Traslade su equipaje aquí y tome posesión de la mitad del camarote.

—Venga usted a tomar posesión de la mitad del mío por una noche —le dije—. Ayúdeme a llegar hasta el fondo de este asunto.

—Si insiste usted en su actitud, llegará al fondo de otra cosa.

—¿De qué? —pregunté.

—Al fondo del mar. Yo voy a dejar este barco. No es un lugar agradable.

—Entonces, ¿no va usted a ayudarme a descubrir…?

—No —me interrumpió el médico—. Mi tarea consiste en atender a los vivos. Los fantasmas no son de mi incumbencia.

—¿Cree usted que se trata de un fantasma? —inquirí, en tono más bien desdeñoso.

Pero, mientras hablaba, recordé perfectamente la horrible sensación de lo sobrenatural que se había apoderado de mí durante la noche. El médico se encaró conmigo.

—¿Tiene usted alguna explicación razonable de esas cosas que ofrecer? —preguntó—. No, no la tiene. Bueno, dice usted que encontrará otra explicación. Y yo digo que no la encontrará, por la sencilla razón de que no existe ninguna.

—Pero, mi querido señor —repliqué—. Usted, un hombre de ciencia, ¿va a decirme que esas cosas no pueden ser explicadas?

—Desde luego —insistió obstinadamente—. Y, si pudieran serlo, no quisiera estar complicado en la explicación.

No me importaba pasar otra noche solo en el camarote, decidido como estaba a llegar a la misma raíz del asunto. No creo que hubiera muchos hombres capaces de dormir allí solos, después de pasar dos noches como las que yo había pasado. Pero se me había metido en la cabeza el intentarlo, y lo intentaría solo, si no encontraba a nadie dispuesto a compartir la vigilancia conmigo. El médico no se sentía inclinado, evidentemente, a tal experimento. Alegó que era el médico del barco, y que tenía que estar dispuesto para atender a cualquier pasajero o tripulante que necesitara sus servicios. Tal vez era ese el verdadero motivo, pero a mí me pareció una excusa. A mis preguntas, me informó de que no creía que hubiera nadie a bordo que quisiera acompañarme en mis investigaciones. Cuando me separé de él, acudí directamente al encuentro del capitán y le conté la historia. Le dije que, si no hallaba a nadie que quisiera acompañarme, pediría que dejaran la luz encendida toda la noche, y lo intentaría solo.

—Mire —me dijo el capitán—, le diré lo que voy a hacer. Yo mismo lo acompañaré a usted, y veremos lo que pasa. Creo que entre los dos conseguiremos aclarar este asunto. Es posible que haya a bordo algún guasón que se divierta asustando a los pasajeros. O que haya algo raro en el maderamen de aquella litera.

Sugerí que viniera a examinarlo el carpintero del buque; pero mi sensación predominante era de alegría por el ofrecimiento que acababa de hacerme el capitán. De acuerdo con sus órdenes, poco después se presentaba en mi camarote el carpintero, dispuesto a seguir mis instrucciones. Yo había sacado ya toda la ropa de la litera superior, y nos dedicamos a examinarla pulgada a pulgada, en busca de alguna tabla suelta o de algún entrepaño que pudiera ser abierto o empujado. No encontramos absolutamente nada. Cuando estábamos terminando nuestro trabajo, Robert se detuvo delante de la puerta y miró hacia dentro.

—Bueno, señor… ¿encontró algo? —preguntó, con una mueca que quería ser una sonrisa.

—Tenías razón en lo del ojo de buey, Robert —le dije.

Y le entregué la libra prometida.

El carpintero trabajaba silenciosa y hábilmente, de acuerdo con mis instrucciones. Cuando hubo terminado, tomó la palabra.

—Soy un vulgar carpintero, señor —me dijo—, pero creo que lo mejor que puede usted hacer es sacar sus cosas de aquí y dejarme que coloque una docena de tornillos de cuatro pulgadas para clavar la puerta de este camarote. Quedándose aquí, lo único que puede ganar es algún disgusto. Que yo sepa se han perdido ya cuatro vidas, y esto en cuatro viajes. Es mejor que se marche, señor… es mejor que se marche.

—Voy a quedarme una noche más —dije.

—Es mejor que se marche… es mejor que se marche. Mal asunto este, mal asunto —repitió el carpintero, colocando las herramientas en su caja y saliendo del camarote.

Pero mi estado de ánimo había mejorado considerablemente ante la perspectiva de tener la compañía del capitán, y me afirmé en mi deseo de llegar hasta el fin de aquel extraño asunto. Aquella noche me abstuve de comer queso derretido en cerveza y de ingerir bebidas alcohólicas, y ni siquiera me uní a la acostumbrada partida de whist. Necesitaba estar completamente seguro de mis nervios, y mi vanidad me obligaba a hacer un buen papel a los ojos del capitán.