—No tienes por qué hacerlo —le dijo Dreagher, rompiendo así el largo silencio.

La tensión entre los otros perros de la guerra disminuyó hasta el punto que se podía percibir sin necesidad de los sentidos amplificados de un astartes.

Khârn miró a su alrededor, al grupo de guerreros que lo rodeaban, y vio un alivio disimulado en sus rostros. Alguien lo había dicho por fin.

—No tienes por qué hacerlo. —Dreagher no se atrevía a interponerse entre Khârn y las compuertas, pero se mantuvo tranquilo y la voz no le tembló—. No deberías hacerlo.

Sin embargo, otros indicios desmentían el tono de voz de Dreagher. Khârn se fijó en que la respiración de su camarada capitán estaba un punto por debajo de la de preparación para el combate. Vio que las venas de la cara y del cráneo rapado le palpitaban a un ritmo veloz y captó los movimientos de sus ojos, además de los movimientos sutiles de los hombros, que se agitaban siguiendo la rutina para desentumecer los músculos y que formaba parte de su entrenamiento más profundo. La piel de Dreagher estaba saturada del olor a gel detergente, pero debajo de ese olor, emanado de la misma piel, estaba el olor a adrenalina y a las demás sustancias que el cuerpo de un astartes producía cuando se activaba el instinto que lo avisaba del peligro.

Todos estaban preparados. El propio cuerpo de Khârn había acelerado su metabolismo. No podría haberlo impedido aunque hubiera querido. Los circuladores de aire todavía no habían conseguido llevarse el olor a sangre que había inundado la estancia la última vez que se había abierto aquella compuerta doble.

Khârn se pasó la lengua por el paladar para probar y procesar el aire, y se dio cuenta de algo más: el resto de la nave había quedado tan en silencio como el lugar donde se encontraban. La pared semicircular de aquel amplio camarote daba a las cubiertas de los barracones, y lo habitual era que esa zona estuviese llena de resonancias, llena de voces, del retumbar de las botas de los astartes y de los pasos más ligeros de los siervos y de los tecnómatas, con el silbido lejano de los disparos en las zonas de práctica y el zumbido casi subsónico de las nuevas armas de energía. Sin embargo, no se oía nada de aquello. Las cubiertas estaban tan silenciosas como la gran cámara que se abría al otro lado de la compuerta de hojas dobles de acero gris que se encontraba a la espalda de Dreagher. Lo extraño de aquel silencio le tensó todavía más los nervios y los músculos.

Khârn hizo caso omiso de su cuerpo y le permitió hacer lo que quería. Mantuvo la frialdad de la mirada.

—Ser el capitán de la Octava compañía me convierte en el oficial de mayor rango a bordo —les dijo—. Por mi rango, por mi juramento y por mi Emperador. Todo eso zanja el asunto. Eso en caso de que haya alguien tan insolente como para creer que hay algún asunto pendiente que zanjar.

—No —respondió una voz a su espalda. Era Jareg, el municionador jefe de la escala artillera—. El asunto que debemos zanjar es que hay que encontrar un modo de… de…

Jareg señaló con un gesto mudo hacia las compuertas con el rostro contraído por la inquietud.

—No… no sabemos cómo acabará esto —añadió Horzt, el comandante del escuadrón de Stormbirds de la Novena compañía. Khârn vio que el hombre cerraba las manos para ocultar que le temblaban, con un temblor que concordaba con el de su voz—. Así pues, tenemos que prepararnos para lo peor. Es posible que uno de nosotros, de los presentes, tenga que ponerse al mando de la legión, y…

Se calló de repente. Al otro lado de las compuertas, una voz más profunda que el retumbar de las cadenas de un tanque, más poderosa que el tronar de un cañón, rugió enfurecida. Si aquel rugido contenía palabras, quedaron ahogadas por las planchas de metal que las separaban de los perros de la guerra, pero a pesar de ello, los guerreros se callaron de inmediato. Todos habían aullado órdenes y maldecido a voz en grito por encima del estampido de las granadas, de los disparos y de los chirridos de las hachas sierra, por encima del aullido de los cohetes de las Stormbird, por encima de los graznidos y siseos de una docena de razas alienígenas diferentes, pero Khârn fue el único que se atrevió a hablar mientras resonaba aquella voz lejana y apagada.

—Ya basta —dijo con voz seca—. No soy tan estúpido como para no saber lo que todos pensamos y sabemos. Todos le debéis un saludo a Horzt por ser el único astartes con el valor suficiente en su interior para decirlo. El Emperador nos ha traído a nuestro señor y comandante. La fuente de nuestro parentesco sanguíneo. Él es quien está con nosotros ahora. Nuestro general. Aquel de quien nosotros no somos más que el eco. ¿Lo recordáis? ¿Lo recordáis, o no?

Khârn los miró de uno en uno y todos le sostuvieron la mirada. Eso estaba bien. Habría derribado de un golpe a cualquiera que hubiera bajado la vista. La voz rugiente resonó al otro lado de las planchas grises de la compuerta.

—Y ahora, esto —siguió diciendo—. Lo que estamos haciendo es lo correcto. Ningún comandante general, ninguno de esos custodios de casco alto y armadura dorada, ¡nadie! —Su grito los hizo erguirse y abrir los ojos de par en par—. Nadie puede interponerse entre los Perros de la Guerra y su primarca y seguir con vida. Tan sólo el Emperador podría impedirnos pasar, y él ya nos ha mostrado su sabiduría. Ha colocado este deber sobre nuestros propios hombros.

Miró a Dreagher de nuevo. Al igual que Khârn, el astartes iba vestido con una túnica de cuello alto de color blanco y franjas azules. Las botas y los guanteletes también eran azules, aunque de un tono más oscuro y ceremonial en vez del gris de uso habitual. El emblema del Emperador, el rayo reluciente, brillaba en el cuello y en los hombros. Eran las mismas vestiduras que llevaba Khârn, y con eso simbolizaban que estaban cumpliendo con un asunto de lo más solemne. El motivo era obvio. Dreagher quería ir en lugar de Khârn. Quería entrar y morir.

—Por fin tenemos a nuestro primarca —les dijo Khârn a los demás, y hasta a él le tembló un poco la voz.

Habían pasado muchos años desde que habían partido de Terra, y habían presenciado como una poderosa criatura tras otra surgía de un planeta habitado por humanos para tomar su lugar entre las filas de astartes. Khârn había oído contar cómo los Salamandras habían esperado en órbita alrededor de una luna ardiente, cómo hablan esperado la confirmación del Emperador de que aquel que habían encontrado era realmente su primarca. Recordó la primera vez que había visto a Perturabo, el de la mirada helada, mientras caminaba al lado del Emperador el día en que se embarcaron en dirección a Nove Shendak, y el cambio que se había producido en los Guerreros de Hierro cuando se enteraron de quién iba a ponerse al mando de la legión. Todas y cada una de las legiones a las que les faltaba el primarca notaban la misma añoranza, que se agudizaba con cada viaje, con cada campaña. ¿Sería la próxima estrella el lugar donde se encontraba su primogenitor? ¿Sería esa nave, ese mensaje, el que llevaría la noticia de que ya se había encontrado a su padre comandante, allí, en la oscuridad del vacío? Y entonces llegó ese día, el día electrizante en el que se conoció la noticia de que habían encontrado a su propio primarca, a su señor, a su alfa, a su…

Luego, habían acabado así.

—Por fin tenemos a nuestro primarca —repitió Khârn—. El guiará a esta legión como considere más oportuno. Somos tan suyos como del Emperador. Lo que deseemos o tengamos pensado ya no importa. El comandante de los Perros de la Guerra se reunirá con el primarca de los Perros de la Guerra, y lo que ocurra será lo que él desee. Que así sea. Se acabó la conversación.

«Además —pensó mientras Dreagher saludaba y se dirigía en silencio hacia las compuertas—, no creo que tarde mucho en seguir contigo». Se quedó sorprendido al darse cuenta de lo que pensaba, pero también se quedó sorprendido por la falta de emoción con la que aquello llegó a su mente. A pesar de que los Perros de la Guerra era una legión de sangre colérica, Khârn consideraba que sus pensamientos eran insulsos y sin emoción alguna. Se detuvo un momento para pensar si los demás sentían lo mismo, los enemigos que se habían dirigido hacia la muerte bajo las hachas sierra de los Perros de la Guerra, o los soldados auxiliares condenados de los primeros tiempos, antes de que el Emperador le prohibiera a la legión diezmar a los aliados que les fallaban en el campo de batalla.

Dreagher pulsó varias teclas de control y las compuertas se deslizaron en silencio hacia fuera. Al otro lado, de un modo curiosamente prosaico, sólo había una escalera de peldaños anchos que bajaba hacia una zona envuelta en sombras. Otro rugido profundo y sin palabras llegó resonante desde el fondo de la penumbra.

Khârn se sacó aquellas ideas de la cabeza y comenzó a caminar. La oscuridad lo envolvió cuando Dreagher cerró la puerta a su espalda.

Bajó por los escalones anchos hacia el gran espacio que se había construido en el interior de la nave para que sirviera como salón triunfal de Angron. Había estado allí muchas veces ya, pero en esa ocasión, tenía un aspecto totalmente distinto, incluso aunque estuviera prácticamente envuelto en la oscuridad en su mayor parte. Había una sensación diferente en el aire. Khârn se fijó en esa sensación, la de entrar en un lugar que le resultaba desconocido, y se preguntó si cualquier estancia en la que hubiese estado un primarca sería la misma después. Dios tres pasos lentos y medidos sobre el suelo de piedra pulida del lugar y tuvo que ajustar al máximo su capacidad de visión nocturna. El primarca había destrozado la mayor parte de las lámparas, o las había arrancado directamente de sus monturas. Las luces supervivientes arrojaban un poco de claridad aquí y allí, pero con eso lograban poco más que darle una textura a la oscuridad. Gracias a esa luz se veían unas cuantas manchas y charcos oscuros en el suelo, pero Khârn no se detuvo a observarlos con más atención. Aunque el olor a sangre no lo estuviera sofocando, ya había visto las consecuencias de una muerte violenta demasiadas veces como para no reconocerlas.

Sintió el impulso de mirar a su alrededor en busca de sus hermanos. Gheer, el señor de la legión, quien había sido el primero en entrar allí después de que el Emperador les dijera a los Perros de la Guerra que debían encargarse de aquello ellos mismos y se había embarcado para reunirse con la Trigésimo Séptima flota en Aldebarán. Kunnar, el paladín de la Primera compañía, se había puesto su capa de ceremonia, había empuñado su báculo hacha y había bajado por la escalera después de que los sonidos que les llegaron desde el otro lado de las puertas los hubieran convencido de que Gheer había muerto hacía ya un buen rato. Anchez, el jefe de la sección de asalto, había sido el siguiente en bajar. Había bromeado con Khârn y con Hyazn cuando se abrieron las puertas, y eso a pesar del tremendo olor a sangre que ya cargaba el aire. Aquel individuo jamás había sabido lo que era el miedo. Hyazn había sido el siguiente, y dos de los portaestandartes de su séquito de mando personal habían insistido en acompañarlo hacia la oscuridad. Tenían la esperanza de contener la furia del primarca el tiempo suficiente como para que Hyazn pudiera hablar con él. La idea no había funcionado. Vanche, el maestro de armas del viejo Gheer, había insistido a su vez en ser el próximo, aunque en quien debía recaer el mando de la legión después de Hyazn era en Shinnargen, el capitán de la Segunda compañía, a quien en consecuencia le tocaba ser el embajador ante su primarca. Aquello ya no tenía importancia. Shinnargen había acabado muerto una hora después de que muriera Vanche.

«Mi primarca, no soy más que el siervo de vuestra voluntad, y jamás me atrevería a pensar en que sirvierais a la mía —pensó Khârn—. A pesar de todo, mi señor recién hallado, si quisierais hacer las paces con vuestra legión mientras todavía quede alguien con vida en ella…».

Dejó escapar una profunda exhalación y se adentró otro paso en la estancia. Por un momento creyó oír que algo se movía, el golpeteo de unos pasos, una brisa que le pareció provenir de una respiración, y un instante después, todo se partió y dio vueltas, y él salió volando por el aire, donde se estrelló de espaldas contra una columna y soltó un jadeo de dolor.

Antes incluso de que el jadeo hubiera abandonado sus pulmones, sus reflejos ya habían tomado el control y estaba incorporado sobre una rodilla. Se giró para colocar el brazo y el hombro derecho, ambos rotos, cerca de la pared, y puso el brazo izquierdo en posición defensiva mientras buscaba a su alrededor indicios de movimiento. Recorrió con los ojos la penumbra y pasó a visión infrarroja, justo a tiempo de ver cómo una silueta inmensa se lanzaba contra él y cubría todo su campo de visión…

La voluntad se impuso a los reflejos y, con un esfuerzo enorme, Khârn apartó la mano hacia un costado. Un instante después estaba deslizándose sobre el suelo sin aire en los pulmones y con una clavícula rota. Se llevó las rodillas al pecho sin ni siquiera pensarlo y convirtió la caída en una voltereta hacia atrás. El entrenamiento, su determinación y las conexiones neurales de los astartes le permitieron hacer caso omiso del dolor e incorporarse en una posición de combate semiagachada.

La voluntad tomó el control del cuerpo de nuevo y se obligó a sí mismo a ponerse en pie y a colocar los brazos a los costados. Miró hacia atrás y vio el punto donde estaba un momento antes, pero el lugar estaba vacío y no quedaba ni rastro físico ni señal calorífica alguna.

¿Sería eso lo que les había ocurrido a los demás? Comenzó a pensar en ello, pero dejó de hacerlo cuando la momentánea falta de concentración provocó que se tambaleara un poco. Se concentró de nuevo y captó el ruido de un movimiento a la espalda. Abrió la boca para hablar, pero una fracción de segundo después lo levantaron del suelo. Una mano le había agarrado por la nuca, una mano que parecía más grande y poderosa que la garra de combate de un dreadnought. La voluntad tuvo que imponerse de nuevo y se contuvo para no dar una patada hacia atrás en un intento por soltarse.

—¿Otro? ¿Otro como los demás? —La voz que le resonaba al lado del oído era áspera, como un retumbo. Las palabras sonaban igual que puñados de gravilla ardiente—. El cuerpo de un guerrero, los ropajes de un guerrero… aaarrgghh…

Por un instante, la mano que tenía agarrado a Khârn se estremeció, y la sensación fue semejante a la que tendría una Stormbird al reentrar en la atmósfera. El gruñido animal se convirtió en un rugido.

—¡Lucha!

El primarca le llevó agarrado del cuello y con el brazo extendido por toda la estancia dando grandes zancadas.

—¡Lucha contra mí!

Aquellas palabras vinieron acompañadas de un tremendo golpe contra la pared, con la fuerza suficiente como para dejar atontado a Khârn, y llenarle la vista de puntitos rojos.

—¡Lucha contra mí!

Otro golpe, y los puntitos rojos se transformaron en negros. Notó las extremidades lacias, como si casi no estuvieran pegadas a su cuerpo. La voz era rugiente y le impedía oír nada más. Se le metía en la cabeza y le pisoteaba los pocos pensamientos coherentes que le quedaban.

—¡Luuuchaaa!

Otra manaza dura como el acero lo aferró por el brazo roto y Khârn voló por unos instantes por el aire. Se estrelló de nuevo de espaldas contra la pared. Los pies le quedaron colgando y un hombro le ardió con un dolor lacerante cuando una de aquellas grandes manos lo aprisionó contra el mármol negro.

Tardó unos segundos en recuperarse. Los productos bioquímicos excretados por su cuerpo estabilizaron el dolor y le permitieron pensar. Las hormonas producidas por una serie de glándulas entraron en su corriente sanguínea, y cuando Khârn miró a su primarca, lo hizo con los ojos despejados.

El cabello ondulado y de color cobrizo le caía en grandes mechones sobre la frente. Tenía unos ojos claros en el fondo de unas cuencas oculares profundas situadas sobre unos pómulos que bajaban como hachazos a ambos lados de una nariz aquilina hasta llegar a una boca ancha y de labios delgados.

Era el rostro de un general al que seguir hasta la propia muerte, el rostro de un maestro por el que los sabios lucharían para poder sentarse a sus pies, el rostro de un rey creado para ser adorado por planetas enteros. El rostro de un primarca.

La rabia lo había convertido en el rostro de una bestia. La rabia le deformaba los rasgos de la cara como si fuera un tumor que surgiera desde el propio cráneo. Le convertía los ojos en pozos amarillos y vacíos, le estropeaba las orgullosas líneas de la frente y de la mandíbula, le dejaba al descubierto los dientes en una mueca feroz.

Y sin embargo, era un rostro tremendamente familiar, el rostro de un primogenitor a partir de cuya estructura se habían creado los Perros de la Guerra. Khârn vio a sus hermanos en su piel de bronce, en la forma de los ojos, en la forma de la mandíbula y del cráneo. Allí inmovilizado, mirándolo, la idea que le vino a la mente fue la de las batallas que la legión había librado contra unos alienígenas danzarines cuyas máscaras creaban rostros a partir de la luz y formaban unas imitaciones grotescas de ellos mismos.

El primarca apretó un poco más fuerte y Khârn se preguntó si acaso habría captado aquel pensamiento. Se decía que algunos de los primarcas poseían ese poder. Angron levantó lentamente la otra mano hasta ponerla a la altura de la cara de Khârn. Incluso bajo aquella escasa luz vio la capa quebradiza de sangre que se coagulaba con rapidez y que le cubría los dedos. Cerró la mano hasta convertirla en un puño tembloroso antes de abrirla de nuevo, también con lentitud, para formar una garra con los dedos extendidos. Khârn supo de inmediato cómo lo golpearía esa garra: un dedo en cada ojo, con la fuerza suficiente como para atravesarle la cuenca ocular y clavársele en el cerebro, y el pulgar colocado bajo la barbilla le aplastaría la garganta. La mano parecía capaz de arrancarle de cuajo la parte frontal del cráneo, o incluso de separarle toda la cabeza del cuello. Los huesos de los astartes eran muy resistentes. ¿Tendría el primarca la fuerza suficiente como para hacerlo con una sola de sus manos? Khârn llegó a la conclusión de que sí sería capaz.

Sin embargo, la otra mano no lo golpeó. En vez de eso, Angron se inclinó hacia delante. La cara semejante a una gárgola rugiente se acercó más y más, hasta que pegó la boca al oído de Khârn.

—¿Por qué? —El susurro fue igual que el crujido de las orugas de un tanque sobre las piedras—. Veo con claridad para lo que fuisteis creados. Estáis hechos para derramar sangre, lo mismo que yo. No sois seres humanos normales, no más de lo que lo soy yo. —Dejó escapar un largo gruñido feroz—. Así que, ¿por qué? ¿Por qué no traéis una cuerda de triunfo? ¿Por qué no traéis armas en la mano? ¿Por qué entráis con una actitud tan sumisa? ¿No sabéis la sangre de quien…? ¿Eh?

Estaban tan cerca que notó la sonrisa de Khârn contra su mejilla, y se apartó para verla. Angron entrecerró los ojos por un momento, y luego los abrió de golpe antes de estrellar de nuevo a Khârn contra la pared. A Khârn le dio la sensación de que era capaz de sentir a través de los dedos del primarca la violencia contenida que palpitaba en su interior.

—¿Qué es esto? ¿Me estás enseñando los dientes? —Lo estrelló una vez más contra la pared—. ¿Por qué sonríes?

La pregunta acabó convertida en un rugido ensordecedor, e incluso los oídos de Khârn, más resistentes que los de un ser humano normal, quedaron ensordecidos durante varios segundos antes de recuperarse. En esos pocos segundos se dio cuenta de que la pregunta no había sido retórica. Angron todavía estaba esperando que le contestase.

—Estoy… —empezó a decir. Tardó un poco más en recuperar el habla, y cuando habló lo hizo con voz áspera y débil—. Estoy orgulloso de mis hermanos de la legión.

Tragó saliva con dificultad en un intento por suavizarse la garganta antes de hablar de nuevo, pero no pudo hacerlo, porque el primarca lo apartó de la pared y lo dejó caer al suelo. La patada que le propinó Angron lo levantó por los aires y lo lanzó siguiendo una larga curva, hasta que se estrelló contra un cadáver destrozado y ya frío. Cuando Khârn aspiró para recuperarse, la bocanada le llegó a los pulmones cargada del olor a sangre y a excrementos. Era imposible saber a quién pertenecía aquel cadáver.

Las pisadas de unos pies desnudos chasquearon contra el suelo de piedra como contrapunto a los jadeos de la respiración de Angron, que se le acercaba de nuevo. El primarca saltó y se quedó en cuclillas cuando aterrizó al lado de Khârn, que todavía internaba ponerse en pie. Lo agarró de nuevo con una mano, esta vez de la mandíbula y de la cara, y lo elevó un poco para que pudiera mirar directamente a los ojos del primarca.

—Orgulloso. —Angron movió los labios como si estuviera masticando la palabra—. Tus hermanos no son guerreros. Ninguno de vosotros quiere luchar. ¿Por qué… estáis…? —Pronunciaba las palabras con dificultad y se llevó una mano a la cabeza—. ¿Cómo… uhnn… cómo podéis… ughnnn?

Agarró a Khârn por la pechera de la túnica y lo estrelló contra el cadáver. Los restos destrozados del suelo soltaron un chasquido húmedo cuando la espalda de Khârn los aplastó.

—¡No hay orgullo! —rugió Angron con un aullido que amenazó con acabar de romperle los huesos que los puños habían dejado intactos—. ¡No puede haber orgullo en unos hermanos que se quedan de pie completamente embobados! ¡Con la misma mirada estúpida que el ganado en el túnel del matadero! ¡Ninguno de vosotros lucháis! Oh, mis hermanos y hermanas…

Angron soltó a Khârn, y éste parpadeó con fuerza para intentar recuperar la vista. Cuando alzó los ojos, descubrió que Angron ya no lo estaba mirando. Estaba sentado en el suelo y con una de sus grandes manos se cubría la cara. Su voz seguía siendo un gruñido poderoso, aunque apenas comprensible, y con un fuerte acento. Khârn tuvo que concentrarse para entender lo que decía.

—Mis pobres guerreros —murmuró—. Mi gente perdida.

De repente, dejó caer la mano y miró fijamente a Khârn. Los ojos le seguían ardiendo llenos de furia, aunque estaba contenida, como el luego de un horno, y brillaban con un tono rojo apagado en vez de un carmesí rugiente.

—Tus hermanos no son como mis hermanos, seáis quienes seáis —le dijo con voz apagada.

Seáis quienes seáis. Khârn tardó un momento en darse cuenta de lo que había querido decir. «No lo sabe —fue lo siguiente que pensó—. ¿Cómo es posible que no lo sepa?». Khârn inspiro profundamente todavía tumbado en el suelo.

—Me llamo Khârn. Soy un guerrero…

—¡No! —El puño de Angron partió la losa de piedra que había al lado de la cabeza de Khârn, y algunos fragmentos se le clavaron en la piel—. ¡No eres un guerrero! ¡No!

—… de las Legiones Astartes, la gran fuerza de hermanos de batalla al servicio de nuestro…

—¡No! ¡Están muertos! —aulló Angron con la cabeza echada hacia atrás y con los músculos del cuello formándole grandes nudos—. Aaarghh, mis hermanos están muertos, mis hermanos, mis hermanas…

—… amado Emperador —siguió diciendo Khârn, que se esforzaba por hablar con voz tranquila mientras ahogaba el impulso someterse y suplicarle—, que es el señor de la humanidad, nuestro comandante y nuestro general, mediante cuyos…

Al oír mencionar al Emperador, Angron empezó a estremecerse, y en ese momento echó la cabeza hacia atrás otra vez y aulló como una bestia en la oscuridad. La fuerza del aullido hizo que Khârn tuviera que callarse. Luego, con la velocidad de una serpiente, alargó una mano y lo agarró de un tobillo, y con un simple tirón del brazo lo lanzó por el aire dando vueltas.

No tuvo tiempo de girar en el aire o de encorvarse sobre sí mismo. Khârn logró protegerse la cabeza con los brazos antes de estrellarse contra la pared de la cámara para luego desplomarse inerte en el suelo. A través de la neblina rojiza que le inundó la cabeza oyó que Angron seguía aullando de forma incoherente y llenando la estancia de rugidos ensordecedores. Sintió en el interior de su cuerpo como se movían y funcionaban los órganos que tenía implantados. Angron le había causado una herida grave en algún punto del cuerpo. Pensó que sin duda sería algo interesante para que lo estudiaran los apotecarios. «Bueno, eso será si son capaces de encontrar cuáles son los trozos que pertenecen a mi cuerpo entre todos estos restos», añadió, y la sonrisa interior que aquello le provocó le dio fuerzas para incorporarse con un gruñido sobre los codos y las rodillas.

El pie de Angron lo golpeó entre los omóplatos como un martillo pilón y lo aplastó contra el suelo. El esternón fracturado envió oleadas de dolor por todo el cuerpo, y sintió que el caparazón de su costillar crujía mientras se esforzaba por respirar.

—No soportáis las heridas con facilidad, ¿verdad, pequeños flojuchos? —le dijo la voz de Angron desde arriba. Pronunciaba las palabras como si fueran breve gruñidos—. ¿Quién crea unos guerreros que no quieren luchar? El cabrón de vuestro comandante asesino: ése.

Khârn notó más movimientos en el interior del cuerpo a medida que su metabolismo captaba la respiración decreciente de sus pulmones, por lo que cambió el ritmo para aprovechar el oxígeno de un modo más eficiente. Notó el cosquilleo de la presión de su tercer pulmón cuando éste inició un funcionamiento acelerado para compensar la creciente falta de oxígeno. También notó una sensación cálida en el abdomen: el riñón oolítico se había puesto en marcha para depurar el incremento de toxinas en su sangre.

—Envía a sus flojuchos para que mueran por él. Sí, ya conozco a los de su clase. —Las palabras de Angron resonaron como si fuera un gruñido ininterrumpido—. Son manos que jamás han sentido el calor de la sangre derramada, es una piel que nunca ha sido rasgada. Una cabeza que nunca ha recibido las atenciones de los clavos del carnicero… Una lengua que jamás ha… uughhnnn.

La sensación de peso cambió en su espalda. Angron ya no tenía el equilibrio necesario para seguir pisándolo con tanta fuerza, y su otro pie había empezado a levantarse del suelo. De repente, la presión desapareció y Khârn aspiró profundamente en busca de aire con los tres pulmones mientras Angron le hacía dar la vuelta empujándolo con el pie.

—No te mueres del modo en que he visto morir a los demás hombres y mujeres. —Angron se quedó de pie durante unos momentos al lado de Khârn, con la cabeza en alto, como si fuera una estatua ceremonial. Luego empezó a dar vueltas a su alrededor, con la espalda encorvada y la cabeza echada hacia delante, igual que un gran felino que estuviera olfateando a su presa—. Soportas las heridas de un modo parecido… nnghh… —Se pasó los dedos por el cuero cabelludo durante unos momentos, y Khârn vio que estaba siguiendo con los dedos una serie de cicatrices profundas—… parecido al mío. Vuestra sangre se endurece como la mía, y… huele…

El primarca cerró los puños y Khârn vio que la tensión le subía por los antebrazos hasta llegar a los hombros para pasar luego por el cuello y convertir el rostro de Angron en una máscara de furia. Khârn consiguió incorporarse sobre un codo con lentitud y torpeza y se preparó para un nuevo golpe, pero Angron se limitó a seguir dando vueltas a su alrededor.

—Os comportáis como individuos acostumbrados a empuñar hierro en la mano. Si os matara en el polvo caliente, conocería vuestros nombres, porque me habríais saludado del modo correcto y juntos le habríamos dado un nudo a la cuerda. —Khârn oyó como los pasos seguían dando vueltas a su alrededor, y sintió la mirada del primarca sobre él como si fuera una cadena pesada que le hubieran colgado de los hombros—. ¿No os importa que os mate alguien que jamás conocerá vuestros nombres?

Khârn se preguntó si le importaba. Sin embargo, por supuesto, ésa no era la cuestión. El no era más que un emisario. Estaba allí para llevar un mensaje, no para discutir.

—Somos vuestra legión, primarca Angron. Somos vuestro instrumento, y estamos a vuestras órdenes. La muerte de nuestros enemigos sólo espera a vuestras órdenes, lo mismo que nosotros.

Esta vez no le propinó un puñetazo o una patada, sino que le dio una bofetada con la mano abierta que lo derribó de lado.

—Si vuelves a burlarte de mí, te aplastaré el cráneo con los dedos antes de que hayas acabado de pronunciar las palabras. —Su voz temblaba con un autocontrol tan precario que era más terrorífico que cualquier aullido—. Mis guerreros. Mis hermanos y hermanas. Oh, mis valientes, mis hermanos, mis… —Angron se pasó varios segundos simplemente caminando a su alrededor mientras abría y cerraba la boca sin decir nada y movía la cabeza de un lado a otro—. Han muerto, han muerto sin mí…

Angron empezó a mover los puños. Se golpeó los muslos y el pecho, y luego trazó un largo arco con un brazo primero y después el otro para golpearse en la boca y en las mejillas. En el silencio de la cámara, el sonido de sus gruñidos y de su carne al partirse resonaban aumentados. Khârn lo contempló, incapaz de hablar. Angron acabó dejándose caer de rodillas y se puso los puños delante de la cara, con los músculos tensos y el cuerpo tembloroso.

A aquello le siguió un silencio profundo que Khârn rompió al cabo de unos segundos.

—Somos vuestra legión. Hemos sido creados a partir de vuestra sangre y de vuestros genes, creados a vuestra imagen y semejanza. Nos hemos abierto camino desde el planeta en el que vos, nuestro señor, fuisteis concebido. Hemos derramado sangre y hemos quemado planetas enteros, hemos destruido imperios y hemos perseguido a razas alienígenas hasta aniquilarlas, y todo para buscaros.

«Dejadme hablar, mi señor —pensó mientras notaba cómo su voz recuperaba las fuerzas—. Dejadme que os comunique nuestra petición, y así habré cumplido mi misión y estaré satisfecho. Luego, haced lo que queráis».

—No nos enfrentamos a vos porque sois nuestro primarca. No sólo nuestro comandante, sino nuestro primogenitor, nuestro origen. No importa lo que ocurra, no alzaré ni una mano contra vos. Tampoco lo hará ninguno de mis hermanos. Ahora somos vuestros embajadores. Estamos aquí por nuestra legión y por nuestro… nuestro Emperador. —Khârn se puso tenso, pero Angron no respondió a la palabra en esta ocasión—. Venimos ante vos para suplicaros que toméis el lugar que legítimamente os corresponde desde vuestra creación.

Empezó a moverse e intentó arrastrarse hasta donde se encontraba Angron, que estaba arrodillado y encorvado. El primarca seguía temblando. Sin embargo, la violencia que incluso así emitía hizo que se detuviera. Khârn inspiró con dificultad. El dolor provocado por sus graves heridas seguía atormentándolo en el fondo de su consciencia. Cerró con fuerza los ojos por unos instantes y comenzó a realizar los ejercicios de campo de batalla que le habían enseñado mediante la hipnosis en las laderas de las montañas de Bodt, y gracias a ellos, apagó el dolor con su fuerza de voluntad.

Aquello le permitió unos momentos para pensar, y con la llegada de ese respiro pudo concentrar la mente en la tarea que tenía que cumplir del mismo modo que lo haría con un combate, con una fortificación o con la esgrima de un enemigo. Pensó en la misión que tenía encomendada, en los informes que habían recibido desde la nave insignia del propio Emperador antes y después del desastroso paso por la superficie del planeta, en las palabras del primarca. Todos sabían que allí se había librado una batalla. Khârn sintió un breve atisbo de envidia. Los rebeldes que yacían muertos allí abajo habían disfrutado de la gloria de su primarca, quien los había dirigido…

—Los envidio —dijo en voz baja—. A aquellos que lucharon junto a vos. Ojalá los hubiera conocido. Os siguieron en combate. Eso es lo único que cualquiera de mis hermanos y yo os pedimos, mi señor. La oportunidad de luchar a vuestro lado, como ellos hicieron.

El primarca apartó lentamente las manos del rostro. Estaba de rodillas con la espalda pegada a una luz que había quedado intacta. Lo único que se veía con claridad era su silueta, que se alzaba por encima de Khârn, pero logró captar la suficiente señal de infrarrojos como para darse cuenta de que el primarca sonreía levemente, pero con un gesto de amargura.

—¿Tú? No hay clavos, ni cuerdas. Espero que tengas buena cabeza para las bromas, Khârn de esa tal legión. Nos habríamos divertido contigo en los campamentos. Jochura no habría tenido piedad. Afilado de lengua sí que lo era ese muchacho. —La amargura desapareció de su sonrisa—. Yo miraba cómo provocaba a otros. Primero en las celdas, y después fiera, cuando escapamos. El se burlaba y todos nos reíamos, y él y aquél de quien se había burlado se reían más que todos los demás… Eso… era… bueno. Era bueno de ver. Jochura siempre juró que moriría riéndose de aquel que lo matara. —La sonrisa desapareció y la boca de Angron se torció con un gesto brutal—. Yo le dije… le dije… unnghh.

Khârn sintió en todo su cuerpo el impacto cuando los grandes puños del primarca golpearon el suelo. Se disponía a hablar cuando las palabras murieron en su garganta. Angron había alargado uno de los brazos con un movimiento más veloz que la vista y lo había agarrado por el cuello y la mandíbula. El primarca lo atrajo hacia sí.

—¡No sé cómo murieron! —Angron le gritó con tanta fuerza que a Khârn le pareció que las palabras se convertían en un zumbido de estática al entrarle por los oídos. La mano lo zarandeó como si no fuera más que un saco—. ¡Lo juramos! ¡Lo juramos!

El primarca Khârn lo sacudió hacia delante y hada atrás con una mano mientras con la otra seguía el ritmo de las sacudidas golpeando el suelo. Entre todo el clamor de sensaciones apareció una nueva, y Khârn se dio cuenta de que se trataba del olor de la sangre del primarca. Angron se había machacado las manos a base de golpear el suelo de piedra.

—Hicimos un juramento —siguió diciendo Angron, y bajó el volumen de la voz hasta convertirse en el gruñido del acero al doblarse—. En el camino de Desh’ea hice que cada uno de ellos hiciera un corte en mi cuerda, y yo les corté las suyas, ¡e hicimos el juramento de que al final de nuestras vidas les haríamos una cicatriz a los jinetes altos que sangraría durante cien años! —Khârn no pudo evitar levantar las manos cuando Angron le apretó con más fuerza la garganta, y tuvo que esforzarse para contener el impulso de intentar liberarse—. ¡Sería una herida de la que los cachorros de sus cachorros todavía se lamentarían! ¡Una herida que atormentaría a cualquiera de ellos que se atreviera a mirar de nuevo el polvo caliente!

Angron aflojó su presa por un momento y el aire le entró de nuevo en los pulmones. Se quedó allí, colgando medio de rodillas, con una mano del primarca a cada lado de la cabeza.

—Y con todo eso, mi juramento no sirvió para nada —dijo Angron en voz baja. Separó las manos y Khârn se desplomó sobre el suelo—. Porque ni siquiera sé cómo murieron.

Cuando Khârn abrió los ojos de nuevo, vio que Angron estaba sentado con las piernas cruzadas a poca distancia de sus pies. Tenía los codos apoyados en las rodillas y la cabeza echada hacia delante, observándolo. Ya no se olía la sangre fresca del primarca. ¿Habría perdido el conocimiento durante un rato? ¿O había quedado desorientado en la penumbra? Quizá la sangre de Angron se coagulaba con mayor rapidez todavía que la suya. Pensó que probablemente fuera así. Inspiró profundamente y sintió un dolor lacerante en el pecho. Luego se incorporó sobre los codos.

—¿Y cómo os enfrentáis vosotros a la muerte, flojucho? —La tranquilidad en la voz de Angron era sorprendente después de haber sido testigo y haber sufrido sus ataques de cólera, que lo habían lanzado de un lado a otro de la estancia—. ¿Os saludáis cuando estáis en el polvo? ¿Proclamáis el linaje de vuestros ancestros, como hacen los jinetes altos? ¿Recitáis los nombres de aquellos que habéis matado, como hacemos nosotros? Dime qué hacéis mientras esperáis a que el hierro que empuñáis se caliente hasta tener la tibieza de la sangre.

—Nosotros… —empezó a decir Khârn, pero la postura difícil en que se encontraba había comenzado a comprimirle el pecho.

Se incorporó del todo y se puso de rodillas apoyándose en los talones. Se esforzó por mantener una respiración pausada y por guardar la compostura a pesar del dolor que sentía. Aun estando en una posición prácticamente semiagachada, Angron le sacaba casi una cabeza de altura a Khârn.

—El juramento del momento —le explicó—. Es nuestro último acto a bordo antes de embarcar en las naves que nos llevarán al combate. Cada uno de nosotros prepara un juramento con sus hermanos de la legión. Lo que haremos por nuestro… nuestro Emperador —Angron gruñó al oír que lo mencionaba—, por la legión y por nosotros mismos. Somos testigos de los juramentos. Algunas legiones los escriben y se decoran la armadura con ese pergamino.

—¿Hicisteis uno de esos juramentos antes de entrar a verme?

—No, mi señor —respondió Khârn, al que la pregúntalo había pillado desprevenido—. No he venido para luchar contra vos. Os lo repito: nadie de esta legión levantará una mano contra vos. Los juramentos del momento son para entrar en combate.

—No hay un desafío —dijo la ominosa silueta—. No les preguntáis sus nombres cuando camináis por el polvo, y no les decís Los vuestros. No hay un saludo y no se enseñan las cuerdas. ¿Así es como luchan aquellos que dicen ser mis parientes?

—Así es como luchamos, mi señor. Sólo existimos para acabar con todos los enemigos del Emperador. No necesitamos nada que no sirva para ese fin. Además, rara vez nos enfrentamos a enemigos de los que valga la pena saber el nombre, y mucho menos a los que valga la pena saludar. Perdonadme, mi primarca, pero ¿qué es la cuerda? No sé a qué os referís.

—¿Cómo se sabe entonces que eres un guerrero?

El tono de asombro de la voz parecía sincero, pero cuando Khârn se quedó pensativo unos momentos sobre qué respuesta darle, Angron se lanzó a por él y lo derribó de un empujón.

—¡Contéstame! Gusano de cementerio… Ahí sentado, riéndote de mí como si fueras uno de los jinetes al… unnghh…

El primarca se puso en pie y agarró a Khârn de nuevo por la garganta. Lo alzó un momento en el aire y luego volvió a dejarlo tumbado de espaldas. Para cuando Khârn consiguió incorporarse otra vez con un esfuerzo tembloroso, Angron se había colocado debajo de una de las lámparas. Se volvió para asegurarse de que Khârn lo estaba mirando y luego se dio la vuelta de nuevo al mismo tiempo que extendía los brazos hacia los lados.

El primarca tenía el torso al aire, provisto de una musculatura que le había diseñado el Emperador. Su cuerpo era ancho, pesado y anguloso para poder acomodar los huesos sobredimensionados y los extraños órganos y tejidos que, según los rumores que corrían entre los astartes, el Emperador había creado a partir de su propia carne y sangre y había modificado de veinte maneras diferentes para implantarlos en sus hijos. Khârn se preguntó por un momento si Angron habría crecido sin tener ni idea de quién era realmente, y al instante siguiente se dio cuenta de lo que realmente le estaba enseñando el primarca.

Una cresta de tejido cicatrizado comenzaba en la base de la espina dorsal de Angron. Iniciaba el recorrido hacia arriba y luego torcía hacia la izquierda para rodear el cuerpo y pasar por encima de la cadera y seguir hacia la parte delantera. Angron comenzó a girar sobre sí mismo bajo la luz y Khârn se fijó en cómo la cicatriz se expandía y se contraía, adentrándose y sobresaliendo de la piel. En algunos puntos, donde la capacidad curativa del primarca había superado a la herida, la marca desaparecía por completo. La cicatriz rodeaba una y otra vez el cuerpo de Angron, enrollándose sobre sí misma, pasando sobre el estómago y luego por las costillas para llegar hasta el pecho. Se detenía de forma repentina tras un breve recorrido por encima del esternón.

—La cuerda del triunfo —le explicó el primarca.

Señaló con la mano la zona superior de la cicatriz, donde el tejido era más suave, más continuo, menos horrible. No había zonas cicatrizadas en esa parte. Khârn se sobresaltó cuando Angron se propinó un puñetazo en el pecho. El golpe resonó como el disparo de un arma pesada.

—¡Nudos rojos! ¡En mi cuerda sólo se ve el rojo, Khârn! De todos nosotros, yo fui el único que lo logró. No hay ningún nudo negro.

Angron empezó a estremecerse otra vez de pura rabia, y Khârn inclinó la cabeza. No era muy optimista. «Yo lo he comenzado, mi señor, y quiero terminarlo, pero no sé cuántos ataques de furia más podré resistir». Un momento después, Angron lo agarró por los hombros, y los extremos de los huesos rotos de su brazo chirriaron al rozarse. Los músculos del cuello y de la mandíbula de Khârn se pusieron rígidos por el esfuerzo que tuvo que realizar para no aullar de dolor.

—¡No puedo regresar! —le gritó la voz de Angron a través del dolor que sentía. Su voz no resonó cargada de furia, sino de una angustia que era mucho peor que el dolor que sentía Khârn—. No puedo regresar a Desh’ea. No puedo coger la tierra para hacerme un nudo negro. —Angron echó a un lado a Khârn y se desplomó de rodillas—. No puedo… Necesito mostrar mi fallo, y no puedo hacerlo. ¡Tu Emperador! ¡Tu Emperador! ¡No pude luchar con ellos, y ahora tampoco puedo conmemorarlos!

—Mi señor, nosotros… —Khârn sintió unos leves pinchazos de calor en el abdomen a medida que sus sistemas curativos se esforzaban por reparar los daños internos—. Vuestra legión quiere aprender de vos. Sois nuestro primarca, pero todavía no hemos aprendido nada de vos. No sé…

—No. El gusano de Khârn no lo sabe. Khârn no tiene ninguna cuerda de triunfos. —Khârn mantuvo la mirada fija en el suelo, pero el desprecio en la voz de Angron era más que perceptible—. Por cada combate al que sobrevivas, un corte para alargar la cuerda. Si es un triunfo, dejas que la herida se cure limpia. Un nudo rojo. Para una derrota a la que sobrevivas, toma un poco de polvo del lugar donde combatiste y mételo en la herida para oscurecerla. Un nudo negro. Sólo hay rojo en mí, Khârn —le indicó Angron al mismo tiempo que extendía los brazos de nuevo—. Pero no me lo merezco.

—Os entiendo, mi señor —le contestó Khârn, y se dio cuenta de que era verdad—. Vuestros hermanos… —Se corrigió a sí mismo—. Vuestros hermanos y hermanas fueron derrotados.

—Murieron, Khârn. Todos murieron. Todos juramos que nos enfrentaríamos juntos a los ejércitos de los jinetes altos. Los riscos de Desh’ea serían testigos de la lucha final. Se acabaron los nudos en la cuerda, para todos nosotros. —Había bajado la voz hasta casi hablar con un susurro lleno de pesadumbre—. No debería estar aquí. No debería estar respirando, pero así es. Ni siquiera puedo recoger un poco de polvo de Desh’ea para hacer un nudo negro y recordarles así. Khârn, ¿por qué me ha hecho esto vuestro Emperador?

Los dos se quedaron en silencio después de que hiciera aquella pregunta. Angron, que se quedó de pie, dejó caer la cabeza hacia delante y se pasaba con fuerza los nudillos por la frente y la cara. La luz provocaba unas sombras extrañas a lo largo de su cráneo, cubierto de protuberancias metálicas y de cicatrices.

Khârn también se puso en pie. Se tambaleó, pero logró mantener el equilibrio.

—No debo saber lo que el Emperador os dijo, mi señor, pero…

Angron se volvió en redondo y Khârn se encogió levemente. Los ojos del primarca brillaban de nuevo y mostraba los dientes, pero no era un gruñido, sino una sonrisa feroz.

—No me dijo mucho, no. ¿Crees que le dejé? —Angron se puso a caminar de nuevo y fue de aquí para allá bajo la luz de la lámpara mientras movía la cabeza de un lado a otro—. Sabía lo que estaba ocurriendo. Estaba allí, y ya había visto a los asesinos de los jinetes altos dirigiéndose hacia mis hermanos y hermanas en Desh’ea. Lo sabía, lo sabía. ¡Aaahhhh! —Las manos se convirtieron en un borrón cuando las movió como garras por delante de él—. El tenía sus propios hermanos, ¿verdad?, su guardia de parientes. Todos con armaduras doradas, comportándose como si fuesen jinetes altos, aunque sus pies estaban en el suelo como los míos. ¡Me apuntaban con sus armitas! —Angron se dio la vuelta, pegó un salto y se lanzó contra Khârn, a quien aplastó contra la pared con la palma de la mano—. ¡Me amenazaron con sus armas! ¡A mí! Ellos… ellos…

Angron se llevó las manos a la cabeza y se apretó las sienes, como si esa tremenda presión física fuera capaz de mantener sus enloquecidos pensamientos en el camino adecuado. Se quedó inmóvil durante unos momentos y luego lanzó el cuerpo hacia delante para propinarle un tremendo puñetazo a la pared, justo al lado de la cabeza de Khârn. Varios trozos de piedra salieron disparados como metralla.

—Maté a uno de ellos —soltó Angron de repente mientras se ponía en pie una vez más para luego empezar a caminar de nuevo por la estancia—. No le pude poner las manos encima a ese Emperador tuyo. Aaah, su voz en mis oídos… era peor que los clavos del carnicero. —El primarca se pasó los dedos por las partes metálicas del cráneo. Miraba fijamente a Khârn otra vez—. Pero me cargué a uno. A uno de esos cabrones de armadura dorada. El Emperador no lo soportó. Es un flojucho como tú. Me hizo retroceder hasta ese… sitio… El sitio que me sacó de Desh’ea.

La expresión sombría del rostro de Angron se hizo más intensa al recordarlo, y se encorvó.

—La teleportación —dijo Khârn al comprender lo ocurrido—. Os teleportó. Primero a su propia nave, y luego hasta aquí.

—Quizá entiendas algo, después de todo. —Angron siguió caminando y alejándose de Khârn, por lo que a éste le costó cada vez más distinguirlo, ya que se convirtió en poco más que una sombra incluso con la visión infrarroja. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos, como si se estuviera dirigiendo a una audiencia situada en la galería superior—. Mis hermanas, mis hermanos y yo, propiedad de los jinetes altos, que flotaban sobre nosotros con sus capas de cuervo. Sus ojos de gusano zumbaban mirándonos mientras nosotros derramábamos nuestra sangre en vez de la de ellos. —Gruñó al mismo tiempo que lanzaba un puñetazo y un zarpazo al aire—. Y tú, Khârn, propiedad del Emperador, que se aprovecha de tu sangre y envía a sus marionetas de armadura dorada a los combates en los que él mismo no quiere…

Khârn estaba haciendo gestos negativos con la cabeza, y el primarca lo vio.

—Vaya, vaya —dijo, y su voz rugiente, salida de entre las sombras, quedó cargada de amenaza de nuevo. El sonido le recordó a Khârn lo débil que estaba, lo herido, lo desarmado—. Khârn me llama mentiroso. Khârn cree que debe poner en duda la palabra de su primarca en nombre de su Emperador. —Angron volvió a salir con un salto de la oscuridad y aterrizó delante de Khârn. Tenía una mano echada hacia atrás, lista para propinarle un golpe que lo pulverizaría—. Admítelo, Khârn. ¿Por qué no lo dices? —El puño amenazante se estremeció pero no salió disparado. El primarca le acercó la cara como si estuviera a punto de morderlo—. ¡Dilo! ¡Dilo!

—Lo vi una vez —le contestó Khârn—. Lo vi en Nove Shendak, el mundo Ochenta y Dos Diecisiete. Era un mundo de gusanos. Unas criaturas gigantescas e inteligentes. Odiosas. Sus armas eran unos filamentos, unas plumas metálicas que se acoplaban al cuerpo para disparar la energía que éste producía. Recuerdo que vi la superficie del suelo ondularse con los filamentos antes de que los gusanos aparecieran prácticamente a nuestros pies. Eran gruesos como un hombre, y más largos que vos, mi señor. Tenían tres bocas en la cara, y una docena de dientes en cada boca. Hablaban entre sí a través del barro mediante aullidos sónicos y susurros embrujados.

»Descubrimos tres sistemas que estaban sometidos a su poder. Les quemamos las colonias de nidos y los perseguimos hasta su hogar natal, pero en su mundo de origen descubrimos la existencia de humanos. Se trataba de una gente perdida para el resto de la humanidad desde quién sabe cuándo, que sobrevivían en tierra firme mientras los gusanos proliferaban en los pantanos. Cazaban a los humanos. Los recolectaban. Los mataban.

Angron seguía con los ojos entrecerrados y el puño en alto, pero ya no se estremecía por la rabia. Khârn también tenía los ojos medio cerrados. Estaba recordando cómo la armadura azul y blanca de los Perros de la Guerra relucía en la penumbra del mundo de los gusanos. Recordó también el incesante y enervante sonido de succión cada vez que las mareas lunares movían de un lado a otro los bordes de los mares de barro por todos los continentes de piedra escarpada.

—Los Guerreros de Hierro estaban con nosotros, y Perturabo aterrizó con los ingenieros de asalto después de que nuestras lanzas despejaran por completo la zona de desembarco y la dejaran seca y desprovista de estorbo alguno. Se puso manos a la obra y dragó y asentó el terreno. La tierra del planeta… Bueno, apenas se la podía llamar tierra. Era poco más que una serie de charcos llenos de barro y de toxinas. El lecho rocoso estaba a tanta profundidad que cualquiera se hubiera ahogado si hubiera intentado caminar por allí.

—¿Cómo los derrotasteis? —quiso saber Angron—. Si no podíais manteneros en esa superficie…

—Con aparatos centinela equipados con láseres de elevada potencia, mi señor. Disponíamos de aparatos sensores capaces de oír sus movimientos a través del barro cuando se dirigían hacia nosotros. Colocamos explosivos alrededor de las fortificaciones que habíamos levantado y dejamos que se hundieran hasta la profundidad donde se encontraban los gusanos.

»Las fortificaciones de Perturabo fueron un milagro. Construyó trincheras y diques, cercó los mares de barro y los secó) hizo retroceder a los gusanos y recuperó tierra sobre la que aquellos pobres humanos podrían construir. Cuando los gusanos salieron para enfrentarse a nosotros, se encontraron con el Emperador y sus Perros de la Guerra.

—Hablas de ti. De vosotros.

Khârn asintió.

—Los Perros de la Guerra. La XII Legión Astartes. Creada a vuestra imagen, como vuestros guerreros, mi primarca. Nos vio combatir en las colmenas de Cephic y nos bautizó con ese nombre por los mastines blancos que utilizaban los guerreros yeshk del norte. Nos honró con ese nombre, mi primarca. Estamos orgullosos de él, y esperamos que vos también lo estéis.

Angron dejó escapar un gruñido, pero no dijo nada. Abrió el puño con el que había estado amenazándolo.

—El anclaje meridional de las defensas de Perturabo era una roca, lo más parecido a una montaña que existía en aquel lugar, la única que las mareas de barro no habían conseguido derruir. Cuando los gusanos vieron que el Mechanicum empezaba a cambiar la superficie del planeta, se reunieron para destruirnos bajo esa cima. Se enterraron en el barro más allá de nuestro alcance, y avanzaron a gran profundidad para atacarnos.

Khârn empezó a hablar con mayor rapidez a medida que los recuerdos se le agolpaban en la mente: el fuerte hedor del terreno tóxico; los gritos de alarma de los artilleros del Ejército Imperial cuando la superficie del océano de barro comenzó a ondularse… Angron había retrocedido, aunque mantuvo la cabeza echada hacia adelante y los ojos le brillaban con una expresión de concentración.

—Los primeros llegaron en una oleada —le explicó Khârn—. Se habían deslizado acechando en los límites de las fortificaciones, donde habían acabado con algunas de las dotaciones que trabajaban en las bombas de achique y en las máquinas de dragado. No habíamos librado una batalla decisiva contra los gusanos desde hacía meses, pero Gheer y Perturabo habían estudiado sus pautas de combate y nos prepararon para el contraataque. Formamos a lo largo de los muros del acueducto de Perturabo, construido a medias, pero que ya tapaba la mitad del cielo. Realizamos nuestros juramentos del momento y amartillamos los bólters.

—¿Los bólters?

—Un arma de fuego. Muy poderosa. El arma de los astartes.

—Ah. Sigue. Los gusanos atacaron las fortificaciones.

Angron tenía la mirada perdida por encima de Khârn, y estaba moviendo las manos hacia delante y hacia atrás al mismo tiempo que arrastraba un poco los pies. El capitán tardó unos instantes en darse cuenta de que el primarca estaba disponiendo Las defensas en su mente, ordenando las líneas, estudiando el terreno.

—Así que atacaron como perros lanzándose contra una alambrada. Es una estupidez realizar una carga frontal contra una muralla de escudos. Dime qué hicisteis.

Khârn cerró los ojos y se concentró en las rutinas de condicionamiento que ordenaban sus recuerdos para superar el dolor que sentía.

—La primera oleada atravesó el barro con sus fauces y sus filamentos. Avanzaron hacia nosotros protegidos por una muralla creada con sus arcos de energía. El barro humeó a su paso, y en los puntos donde convergían aquellos arcos la roca quedaba destrozada. Lanzaron un bombardeo por delante de ellos. Intentamos romper su línea con cañones múltiples y disparamos los proyectiles justo por detrás de su línea de avance, además de partir con granadas las rocas que tenían por delante. Creímos que les habíamos tomado la medida cuando el fuego de contraartillería hizo que sus líneas de vanguardia vacilaran, pero lo único que habían estado haciendo hasta ese momento había sido llamar nuestra atención para determinar cuáles eran las debilidades de nuestra propia línea. En cuanto dejaron de bombardearnos, nos atacaron con furia en los puntos débiles. Entraron en cuña en nuestro frente. Para flanquearlos y rodearlos hubiéramos tenido que salir al barro, donde apenas podíamos tenernos de pie, y en aquellos puntos donde sí que se podía caminar porque el barro era poco profundo, los gusanos tenían preparadas líneas secundarias y hasta terciarias listas para abalanzarse contra las tropas de flanqueo. Para romper los ataques teníamos que atraerlos hasta las zonas rocosas, donde podíamos maniobrar mejor que ellos. Perturabo había construido una serie de trampas en las fortificaciones: falsos muros exteriores, emplazamientos dobles, zonas de aniquilamiento a lo largo de los canales de desagüe…

Angron asintió con un gesto de aprobación. Miró arriba y abajo en el interior de la cámara envuelta en la oscuridad como si fuera capaz de ver los grandes muros iluminados por el resplandor anaranjado de los disparos de bólter y los arcos de energía de color azulado de los gusanos.

—Todavía teníamos que atraerlos hacia el interior de nuestras líneas para acabar con ellos. Los contuvimos y luego retrocedimos por secciones a unas posiciones secundarias. Lo hicimos a través de las unidades del Ejército Imperial que esperaban para caer sobre ellos. Había muchos gusanos, mi primarca.

Khârn sonrió. Sintió cómo le palpitaban las heridas cuando aquellos recuerdos tan vividos provocaron que el metabolismo de su cuerpo comenzara a segregar estimulantes de combate.

—Nuestras hachas tardaron un mes en secarse.

Angron gruñó de nuevo por toda respuesta y realizó un doble movimiento con el brazo, como si estuviera blandiendo un arma de filo contra algo que tenía aproximadamente su misma estatura. Khârn apenas se paró en ello, pero su mente de guerrero almacenó los movimientos y el equilibrio de su primarca, los movimientos de su brazo y de su hombro, y se fijó dónde podría golpearlo en un ataque de respuesta. En ese momento, sin abandonar su postura de combate, Angron inmovilizó de nuevo a Khârn con la mirada.

—El Emperador. Hablas de combatir entre el barro, pero no mencionas al Emperador. ¿Tan altivo es? Está por encima de eso, ¿no? —Angron empezó a alzar la voz, que adquirió un tono áspero y desagradable—. Se rió de vosotros, ¿a que sí? Llamó a sus lacayos para que murieran por él. ¡Admítelo, Khârn!

Cruzó la distancia que los separaba en un rápido movimiento e hizo caer sobre una rodilla a Khârn con un leve golpe de su brazo.

—El Emperador —repitió Khârn, y no pudo evitar una sonrisa al recordarlo—. El Emperador fue una tormenta dorada que se desencadenó sobre la inmundicia de Nove Shendak. Cuando los gusanos ya estaban entre nosotros, descendió desde la cima, y fue como si nos hubiera traído un trozo de sol, a nosotros, que no podíamos ver su luz por culpa de aquellas neblinas repugnantes. Brilló por toda la línea de batalla como un faro. Sus custodios actuaron como estandartes vivientes y los soldados se reagruparon a su alrededor, pero él… —Khârn cerró por un momento los ojos mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas—. Mi señor, ¿en vuestro planeta se utilizan granadas para el combate? Son unas armas explosivas de pequeño tamaño, que se pueden agarrar con una sola mano y se pueden lanzar.

—Son armas de jinetes altos —gruñó Angron—. No son adecuadas para un guerrero en el polvo caliente.

—Pues imaginaos, mi señor, que un… —Se esforzó por recordar la palabra que el primarca había empleado antes—, que un flojucho mantuviera agarrada una granada hasta que explotara. ¡Imaginaos cómo le reventaría la mano, le destrozaría el brazo, le machacaría el cuerpo! Pues cada vez que el Emperador se enfrentaba a una de las columnas enemiga, ocurría precisamente eso. No repelió los ataques, mi señor. No los derrotó. Los reventó. Un asalto tras otro. Ni siquiera Perturabo, cuando bajó a la línea del frente al final de…

—Ya has pronunciado ese nombre antes —dijo la voz retumbante de Angron a su espalda—. ¿Quién es?

—Disculpadme, mi señor. Es otro primarca. Uno de los primeros que encontramos. Yo acababa de incorporarme a los Perros de la Guerra cuando llegó el mensaje a través de las flotas, y al principio ni siquiera entendí qué significaba. No lo hice hasta que vi a los Guerreros de Hierro y me di cuenta de cómo reaccionaban. Hasta el propio aire pareció cambiar a su alrededor. Ellos, los Ultramarines y nosotros viajábamos juntos. Nos dieron envidia. Habían encontrado a su primogenitor y a su general. Ahora nosotros hemos encontrado al nuestro.

—Otro. Así que otro. —Khârn se arriesgó a levantar la vista y a mirar a su alrededor. Angron estaba de pie, con las manos pegadas a la cara de nuevo y los dientes apretados mientras se concentraba—. ¿Otro como yo?

—No como vos, mi primarca. Es un hermano vuestro. Creado para el mando y la conquista, como vos. Los Guerreros de Hierro, ésa es su legión ahora.

—¿Son guerreros valientes?

—Son bastante valientes si disponen de una muralla en la que parapetarse o una trinchera en la que meterse.

—Murallas —gruñó Angron—. Las murallas pueden derribarse.

—Eso es lo que les decimos, mi señor. Quizá vos podáis…

—Murallas —repitió el primarca interrumpiéndolo—. Cuando salimos por primera vez de las cuevas y caminamos sobre piedra y no sobre polvo, casi quedamos atrapados entre unas murallas. Teníamos las armas con las que habíamos derramado la sangre de todos nosotros, y estaban preparadas para un cambio de sabor. Los jinetes altos se rieron, como siempre se reían mientras nos contemplaban cuando estábamos en el polvo, y nos insultaron del mismo modo en que nos provocaban cuando combatíamos entre nosotros. —Angron manoteó en el aire como si estuviera espantando a unos insectos invisibles—. Enviaban sus voces a través de los ojos de gusano con los que nos observaban. Voces, voces. «¡Oh, por favor, maravilloso Angron! —De repente, la voz del primarca imitó el tono y el acento afectado de alguien de clase alta—. Hemos apostado a que sufrirías una herida al enfrentarte a doce enemigos. Sólo una. ¿No serías tan amable de sangrar por nosotros?». —El tono de voz cambió para imitar a otra persona—. «Mi hijo te está viendo a mi lado, Angron. ¿Qué te pasa? ¿No puedes combatir con un poco más de ánimo? ¡Haz algo que merezca que aplaudamos!». Los ojos, las voces. Los clavos de carnicero en mi cabeza… caliente… humo… en mi cabeza. —En el rostro de Angron apareció una expresión feroz—. Me gustó luchar sin los ojos y sin las voces. Intentaron atraparnos, pero no pudieron detenernos. Cada línea que formaban acababa desbaratada antes de que tuvieran tiempo de colocarse en formación. Estaban por todas partes, pero nosotros éramos más rápidos.

Angron acompañaba la explicación con los movimientos adecuados, saltando hacia delante y hacia atrás, golpeando, repartiendo mandobles y lanzando zarpazos a diestro y siniestro.

—Allí estaba Jochura con su risa y sus cadenas. Cromach, que luchaba con el alfanje de llamas. ¡Ja! Yo fui el primero que le hizo poner un nudo negro en su cuerda. Él y yo quemamos juntos las torres de guardia de Hozzean. Klester cabalgaba en su lanza aullante… Deberías haberla visto, Khârn. Era tan veloz… ¡Aaarrgghh! —Angron se tocó los cables metálicos que le sobresalían entre el pelo—. Nos movimos con rapidez. No nos entretuvimos entre las murallas. Quedarnos atrapados era la muerte. Rapidez, confianza y disciplina… Nunca descansar, siempre avanzar, ansiosos de enfrentarnos al enemigo, eso es lo que nos enseñaron… Aahh, mis hermanos y hermanas… ¡Si hubiéramos sabido cómo iba a acabar! ¡Pero no podíamos saberlo! —Angron cayó de rodillas y aulló—. ¡Todo ese valor! ¡Los Devoradores de Ciudades, nos llamaron! ¡Todas aquellas fortalezas en las montañas ardiendo como hogueras! ¡Toda la Gran Costa pintada con sangre! ¡Las llamas devoraron Hozzean! ¡Meahor! ¡Ull-Chaim! —Se puso en pie llorando y rugiendo al mismo tiempo, sin importarle que Khârn lo estuviera mirando—. ¡Los derrotamos en el río que corría por delante de Ull-Chaim! ¡Colgamos a medio millar de jinetes altos y de sus parientes de los puentes de enredaderas! ¡Las cabezas principescas bajaron flotando por el no, hacia las tierras bajas, como si fueran nuestros heraldos! Los lazos plateados que llevaban en los cráneos… ¡arrancados y enrollados en mis puños!

La rabia incontrolada había vuelto. Khârn pensó en marcharse discretamente, pero desechó la idea. Ni lucharía contra Angron ni se escondería de él. Además, Angron lo encontraría por muy bien que se escondiera. Apenas acababa de pensar en aquello cuando lo levantaron del suelo. El primarca lo había agarrado por los dos brazos. Angron lo sostuvo un momento por encima de la cabeza y luego lo estrelló contra el suelo. La piedra se agrietó por el golpe.

—¡Ellos pagaron! ¡Ellos pagaron! ¡Les hicimos pagar! —Angron le propinó una patada a Khârn que lo envió al otro lado de la estancia—. ¡Alguien tiene que pagar por mis hermanos y hermanas! ¿Quién va a pagar?

Khârn, que estaba aturdido y a punto de perder la conciencia, notó que lo levantaban de nuevo para estrellarlo otra vez contra el suelo. Allí lo pateó y después le agarró una vez más del cuello.

—¡Paga, perro de la guerra! ¡Paga! ¡Lucha contra mí! —Algo, ¿un pie, un puño?, lo golpeó en el pecho y Khârn cayó derrumbado en el suelo, medio ahogado—. ¡Ponte en pie y lucha!

Khârn pensó que había llegado el final. «Bueno, he llevado mi mensaje todo lo bien que podía llevarlo cualquier perro de la guerra». Intentó ponerse en pie, pero no pudo, así que se quedó tumbado de espaldas y habló con voz débil:

—Sois mi primarca y mi general, lord Angron. Juro que os buscaré y os seguiré, y que no lucharé contra vos. Si debo morir, entonces que sea vuestra mano la que acabe conmigo. Soy Khârn, y soy fiel a vuestra voluntad.

Se quedó esperando y perdió la conciencia. Se despertó con un sobresalto cuando su metabolismo lo despertó y el dolor de sus heridas se agudizó. No fue capaz de ver o de oír a Angron, pero sintió el frío suelo de piedra bajo él y el aire fresco en sus pulmones. Cuando la oyó por fin, la voz de Angron sonó aterradoramente cercana, casi pegada a su oído.

—Sois guerreros, Khârn —le dijo el primarca—. Conozco muy bien a los guerreros en cuanto los veo.

Khârn quiso contestarle, pero un tremendo dolor le atenazó el pecho y la garganta cuando intentó hablar.

—Este… Emperador —dijo Angron con un esfuerzo evidente por mantener la calma—. ¿Es a él a quien le jurasteis lealtad?

—Nos lo juramos los unos a los otros —logró musitar Khârn—. En su nombre y sobre su estandarte. —Tardó mucho tiempo en recuperar el aliento—. Ninguno… alzaría la mano contra vos.

Angron no dijo nada durante un rato. Khârn estaba a punto de volver a perder la conciencia cuando habló de nuevo.

—Tanta devoción… de unos guerreros semejantes… —Su voz se apagó poco a poco, y pegó las manos a la cabeza otra vez—. Un hombre que puede… un hombre… al que… vuestros juramentos… que por él haríais…

Pasaron varios minutos antes de que se oyera de nuevo la voz de Angron.

—Esta cámara… ¿puedo salir de ella?

Khârn tardó unos momentos en poder contestar.

—Estamos en la nave insignia de los Perros de la Guerra. Es nuestra nave de mayor tamaño. Es el instrumento de vuestra voluntad, y está a vuestras órdenes, lo mismo que nosotros, mi primarca.

No se oyó respuesta alguna durante un largo tiempo. Tan sólo hubo silencio y oscuridad. Luego, cuando Khârn ya notaba que iba a perder el conocimiento otra vez, sintió que lo levantaban en el aire, pero que esta vez lo hacían con lentitud y delicadeza, y lo llevaban a través de la oscuridad.

Se miraron unos a otros cuando en las grandes puertas resonó una llamada retumbante, sin saber muy bien qué hacer, pero eso tan sólo fue un instante. Dreagher se acercó de inmediato al mecanismo de apertura, y cuando los cierres chasquearon y las puertas se abrieron, allí estaba él. Los perros de la guerra soltaron una exclamación colectiva y retrocedieron cuando la gigantesca sombra que apareció en la escalera aumentó más todavía de tamaño hasta salir a la luz. Con la mano derecha ayudaba a Khârn, que mostraba una tremenda cantidad de heridas y apenas se mantenía consciente.

Angron se quedó allí, de pie, tenso como la cuerda de un arco. No dejó de abrir y cerrar la mano que tenía libre. La respiración le retumbaba en la garganta. Cada uno de los perros de la guerra palideció por turnos durante largos minutos bajo la mirada de su primarca, hasta que Khârn logró alzar la cabeza y hablar.

—Saludad a vuestro primarca, perros de la guerra. Saludad a quien ha derramado sangre en el polvo caliente e hizo pagar a los jinetes altos por su arrogancia. Saludad a vuestro primogenitor, al general de la XII Legión. Saludad a aquel cuyos soldados recibieron el nombre de Devoradores de ciudades. ¡Saludadlo, astartes!

Los perros de la guerra le respondieron de inmediato. Las voces y las manos se alzaron en un saludo jubiloso mientras las cabezas de las hachas golpeaban el suelo. Todos se reunieron alrededor de Angron, quien se mantuvo en silencio en el centro, y gritaron una y otra vez. Khârn encontró la fuerza y la voz necesarias para unirse a aquel coro y gritar a su vez.

—Primarca —dijo Angron con una voz que apenas era un murmullo, pero que acalló de inmediato las voces de los perros de la guerra—. De nuevo soy general.

—¡Primarca! —gritó Dreagher—. ¡General! Vuestros guerreros eran devoradores de ciudades, pero bajo vuestro mando, ¡los Perros de la Guerra nos convertiremos en devoradores de mundos!

Angron se tambaleó durante un momento, con los ojos y los puños cerrados. Luego miró a Dreagher y después a Khârn, y a continuación, sonrió.

—Devoradores de mundos —dijo con lentitud, como si estuviera paladeando las palabras—. Devoradores de mundos. Entonces, eso es lo que seréis, pequeños hermanos. Aprenderéis a cortar la cuerda. Sangraremos juntos y seremos hermanos.

Esta vez, todos le sostuvieron la mirada. Angron alzó lentamente un puño para responder a sus saludos.

—Venid conmigo entonces, Devoradores de Mundos. Bajad conmigo a mi cámara y allí hablaremos.

Angron dio media vuelta y se dirigió de regreso a su cámara.

En silencio, con Khârn sostenido entre todos, los Devoradores de Mundos siguieron a su primarca hacia la oscuridad que apestaba a sangre.