Todavía faltaban dos horas para el alba cuando la columna blindada salió de la ciudad aún en llamas y retumbó en dirección al oeste por la enorme calzada elevada que una vez había suministrado las riquezas saqueadas de docenas de mundos a los tiranos de Kernunnos. El desfile se extendía a lo largo de más de un kilómetro y serpenteaba por las llanuras occidentales como un sinuoso dragón revestido de acero. Los pesados tanques del Ejército Imperial abrían la marcha, con los cascos aún marcados y manchados por el humo de la encarnizada batalla librada en la capital planetaria, seguidos por los vehículos blindados Chimera de suelo bajo que transportaban a las tropas veteranas de los Dragones Arturianos. Los dragones habían encabezado el ataque a la capital de los tiranos y habían sido los primeros en abrirse paso luchando hasta el maltrecho palacio en el centro de la ciudad. Por la sangre que habían derramado y por el valor que habían demostrado, se habían ganado su lugar en el desfile y en las ceremonias que se celebrarían a continuación.
La columna adoptó un ritmo lento y decidido a través de la oscuridad alumbrada por el fuego mientras seguía la calzada elevada que cruzaba enormes campos de aterrizaje, sembrados ahora de cascos quemados de grandes naves. Uno de los campos no era ahora más que un cráter abierto cuyo interior aún brillaba como vidrio fundido. Una de las naves había intentado escapar del destino funesto que le esperaba a Kernunnos y se había visto atrapada por las primeras ráfagas del bombardeo orbital. Las llamaradas de los reactores al explotar habían devorado a las multitudes de refugiados aterrorizados que huían por la calzada elevada, y habían lanzado a las naves más pequeñas contra los flancos de sus hermanas mayores como si fueran de juguete, dejando a su paso un manto de chatarra derretida que se extendía a lo largo de kilómetros en todas direcciones.
Al otro lado de los campos de aterrizaje llenos de restos, el terreno daba paso a amplias llanuras ondulantes dominadas por los enormes conglomerados agrarios que una vez habían abastecido a la capital de buena parte de su alimento. Ahora los campos de trigo, de maíz y de sálix estaban llenos de cráteres producidos por los proyectiles de la artillería y sembrados de cascos de tanques quemados. Las manadas de carroñeros se movían sigilosamente alrededor de los cascos calcinados, atraídas por el olor a carne abrasada. Aquí y allá, entre los tanques, yacían los cuerpos rotos de las máquinas de guerra bípodes de los tiranos, con las extremidades acribilladas por los disparos de los cañones láser y el pecho reventado formando dentadas flores metálicas. Los comandantes de los tanques, equipados con pesados magnoculares que les permitían vislumbrar las figuras furtivas de los refugiados, hombres, mujeres y niños que huían por los campos en ruinas para alejarse de la columna, barrían los campos con sus cañones de batalla al pasar.
A treinta kilómetros de la ciudad, la carretera empezó a ascender hacia la falda de una montaña coronada por el humo, al pie de una cordillera de escasa altitud que la gente de la zona llamaba los Elíseos. Desde tiempos inmemoriales, la región había sido el paraíso de los tiranos y de los que los apoyaban en el Senado, pero seis horas de bombardeo constante por parte de las baterías orbitales y de la artillería de tierra habían convertido las colinas y las laderas en un erial de astillas calcinadas. Las mansiones de los grandes y poderosos se habían quemado, así como las casas de los que los apoyaban y enormes extensiones del bosque circundante.
A esas montañas era adonde los tiranos habían huido tras tener noticia de que la última parte de la flota de batalla, de la que tanto alardeaban, había sido destruida en una batalla campal cerca de la luna primaria de Kernunnos. Había un refugio en las profundidades de los Elíseos, una cámara conservada en el corazón de uno de los picos más altos, que se había construido en los tiempos de la Era de los Conflictos, cuando la Vieja Noche se había levantado y se había tragado la primera civilización humana interestelar. La cámara se había construido para proteger a la élite planetaria de los horrores salidos de la disformidad que habían asolado la tierra, y con el pasar de los siglos, la impresionante construcción se había hecho legendaria. Era una fortaleza inexpugnable, una ciudadela que podría resistir a los fuegos del mismo Armageddon.
La columna siguió retumbando por el pie de las montañas, pasando a veces por encima de los árboles caídos y de los vehículos destrozados que encontraba a su paso. Guiándose mediante mapas orbitales, el desfile atravesó los pueblos derruidos y desiertos, pasó por las mansiones destrozadas y siguió subiendo por una serie de carreteras agrietadas y llenas de baches que llevaban hasta el fuerte. Los rayos abrasadores y el bombardeo de los cañones habían arrancado partes de la montaña y habían dejado las laderas peladas y hendidas a causa de las enormes explosiones. Los profundos cráteres de las laderas contenían los restos de las baterías láser orbitales que habían intentado evitar la llegada de la flota de invasión imperial.
Después de ascender las dos terceras partes de la subida a la montaña, la carretera se abría a una amplia meseta artificial tallada a modo de peldaño en el costado de la montaña y pavimentada con ferrocemento. Los restos de más de media docena de ornitópteros militares estaban desparramados por el campo de aterrizaje, rodeados por los cadáveres carbonizados de sus tripulantes. En el extremo oeste de la llanura, guarecida bajo una enorme cornisa de granito quemado y astillado, había una imponente puerta de metal liso.
Los vehículos blindados se extendieron por la meseta siguiendo una rutina cuidadosamente preparada. Los transportes blindados de tropas se detuvieron y bajaron las rampas traseras, vomitando pelotones de dragones curtidos en la batalla. Los sargentos escupieron órdenes y gritaron sartas de maldiciones, y muy pronto las tropas se llevaron los cuerpos de los enemigos y los tanques de batalla empujaron cuidadosamente los restos de los ornitópteros hasta los extremos más lejanos de la meseta. Treinta minutos después de comenzar, el campo estaba despejado y las tropas se habían reunido por compañías en dos grandes formaciones, una en el extremo derecho y la otra en el extremo izquierdo de la meseta. A lo lejos hacia el este, la gran ciudad construida por los tiranos parpadeaba y brillaba como una capa de rescoldos.
Quince minutos antes del alba reverberó un trueno con un sonido rugiente desde más allá del horizonte, un redoble continuo y ascendente que se acercó más y más por el cielo cubierto. Las nubes pesadas y plomizas parecieron agitarse por encima de la meseta, iluminadas desde el interior por un brillo blanco azulado que fue en aumento. Finalmente, los elegantes morros de un trío de naves de asalto Stormbird rasgaron el cielo encapotado y manchado de humo. Llevaban el tren de aterrizaje desplegado, lo que recordaba a unas garras ávidas, mientras los pilotos aceleraban los motores y hacían aterrizar las enormes naves en un despliegue táctico de tres puntos, justo en medio de las tropas imperiales que los esperaban.
Las naves de transporte no habían hecho más que aterrizar cuando se bajaron las pesadas rampas de asalto con un siseo hidráulico. El resplandor carmesí de los faros de batalla brilló desde las profundidades de las Stormbird agazapadas, haciendo visibles las siluetas de los gigantes acorazados que esperaban en el interior.
Los sargentos gritaron a lo largo de las filas. Los Dragones Arturianos se pusieron en posición de firmes al instante con un estruendo de choques de talones de botas claveteadas en cuanto los Lobos del Emperador pusieron los pies sobre la inhóspita tierra de Kernunnos.
Las rampas de asalto de dos de los transportadores resonaron bajo las pisadas rápidas de guerreros de armadura gris que bajaron a la meseta a la carrera con sus enormes bólters preparados. Eran lobos espaciales, superhombres genéticamente diseñados de la VI Legión del Emperador y la cumbre del poder militar del Imperio, y su aspecto era un estudio de contrastes entre lo moderno y lo arcaico. Los servomecanismos gimieron bajo las piezas superpuestas de las armaduras del tipo Mark II Cruzada; las cabezas protegidas por cascos giraron a izquierda y derecha, escudriñando la zona de aterrizaje con sus ojos biónicos que percibían las diferentes longitudes de onda, desde los infrarrojos hasta los ultravioleta. Además, los anchos hombros estaban cubiertos con pesados mantos de piel de oso o de lobo, y en sus petos abollados lucían extraños fetiches de hierro, madera o hueso. Cada uno de los guerreros llevaba una espada o un hacha de guerra colgada de la cadera, y muchos de ellos ostentaban espantosos trofeos de guerra, como calaveras doradas o armas exóticas suspendidas de los ganchos de equipamiento que llevaban en la cintura. Hasta el más veterano y curtido de los Dragones Arturianos bajaba los ojos al paso de los Lobos del Emperador.
Los lobos espaciales se desplegaron en abanico formando un arco compacto y avanzaron pasada la primera Stormbird, formando por pelotones a un par de metros de la rampa de asalto del vehículo de transporte. Siguieron escudriñando la meseta durante unos momentos más, y después, los guerreros levantaron las armas y adoptaron la posición de saludo, y de este modo se transmitió una señal silenciosa a la primera nave. Exactamente a la hora fijada, cuando el amanecer empezó a teñir el cielo encapotado por el este, Bulveye, el señor lobo de la Decimotercera Gran Compañía de los Lobos Espaciales y comandante de la 954.ª Flota Expedicionaria, descendió con sus lugartenientes por la rampa de la primera Stormbird seguido por los paladines de su Guardia del Lobo.
El señor lobo y sus elegidos resplandecían con sus servoarmaduras lustradas, que brillaban como espejos y estaban adornadas con símbolos de honor y valor ganados en los crisoles de la guerra. Sobre sus hombreras grises relucían medallones de oro con cabezas de lobo grabadas, y cada uno de ellos llevaba una tira de pergamino desgastado en el que iban inscritos juramentos de guerra o invocaciones al Padre de Todas las Cosas. Los petos también estaban decorados con medallas de plata o con placas de hierro grabadas con runas, y cada una de ellas representaba un acto de valor contra los muchos enemigos de la humanidad. Llevaban sus mejores mantos de piel de lobo o de oso polar, y de sus cinturones colgaban sus más preciados trofeos de guerra: colmillos dorados, cráneos rajados o huesos de dedos tomados de los enemigos vencidos en combate singular. La armadura de Bulveye estaba incluso más adornada. Había sido diseñada por los maestros artífices del lejano Marte, los bordes de sus hombreras llevaban adornos de oro grabados y las superficies curvas lucían ricos ornamentos que representaban escenificaciones de distintas batallas. Los trofeos de cientos de campañas de lucha encarnizada le colgaban del peto y del cinturón de guerra de láminas adamantinas, y sobre la parte superior del casco llevaba un aro de oro batido. La mano del señor lobo, enfundada en el guantelete, agarraba con fuerza una pesada hacha de un solo filo; la empuñadura de acero estaba envuelta con tiras de piel de foca curada y la cubierta del generador de campo del arma de energía estaba grabada con runas de victoria y muerte.
Con expresión adusta, Bulveye pasó delante de los pelotones inmóviles de su guardia de honor y se aproximó a la entrada al fuerte. Dos guerreros ajustaron el paso tras él observando las imponentes puertas con cautela.
—Llegan tarde —gruñó Halvdan Ojotorvo.
El lugarteniente de Bulveye era una figura adusta y siniestra aun en sus mejores momentos, y se sentía más cómodo en el campo de batalla que en los salones de festejos. El áspero cabello cobrizo con mechones blancos le colgaba en dos pesadas trenzas que se enroscaban en su peto, y una barba hirsuta le cubría la parte inferior de la cara. Tenía la nariz como la hoja de un hacha y los pómulos afilados estaban surcados de docenas de viejas cicatrices. Sus ojos no estaban en armonía uno con el otro, y brillaban desde el fondo de unas profundas cuencas situadas bajo una frente arrugada. La cuenca del ojo izquierdo de Halvdan estaba cosida y era irregular; un golpe de espada le había roto el hueso y también le había sacado el ojo. Había sobrevivido a la terrible herida y había desdeñado la idea de usar un parche, utilizando su cuenca vacía para poner nerviosos tanto a los enemigos como a los compañeros de nave durante los días de campaña en Fenris. Ahora, la lente inmóvil de un ojo biónico brillaba desde el fondo, y los elementos de enfoque chasqueaban con suavidad mientras el guerrero inspeccionaba la entrada y el descalabrado saliente. Halvdan habló de nuevo con un gruñido salido de lo más profundo de su garganta.
—Puede que esos malditos idiotas hayan cambiado de opinión. Podrían estar planeando una traición en este mismo instante.
Ante eso, el guerrero que se encontraba junto a Halvdan dejó escapar un resoplido burlón.
—Lo más probable es que no puedan conseguir que se abran esas grandes puertas —le contestó Jurgen.
Era alto, delgado y seco, con la piel tirante pegada a los huesos de la cara, y mostraba unos músculos como cables que le sobresalían del cuello por encima del borde de su peto. Tenía el pelo negro moteado de blanco y lo llevaba cortado al rape; últimamente había adoptado la tradición característica de Terra de afeitarse el mentón, lo que le había ganado no pocas bromas por parte de sus compañeros de manada.
—Después de seis horas de bombardeo es increíble que no terminaran todos enterrados vivos. —Le echó a su señor una mirada de soslayo, con los ojos brillándole con el júbilo de un cuervo—. ¿A alguien se le ha ocurrido traer palas?
Bulveye le lanzó a Jurgen una mirada de irritación fraternal. Todos eran hombres viejos según los estándares de los astartes, habiendo sido camaradas y hermanos de espada de Leman, rey de los rus, durante muchos años antes de que el Padre de Todas las Cosas hubiera llegado a Fenris. Cuando por fin se reveló la verdad sobre la herencia de Leman, todos los guerreros que se encontraban en el salón del rey habían sacado sus armas de hierro y habían clamado que lucharían a su lado, como lo harían los hermanos de espada. Pero todos eran demasiado viejos, como les dijo el Padre de Todas las Cosas; ni uno solo de ellos tenía menos de veinte años. Las pruebas que tendrían que soportar terminarían matándolos con toda probabilidad, a pesar de lo valientes y obstinados que pudieran ser. Pero los hombres del salón de Leman eran guerreros poderosos, cada uno de ellos un héroe por derecho propio, y no iban a dejarse disuadir por la probabilidad del sufrimiento o la muerte. Leman, el rey, conmovido por su devoción, no tuvo corazón para rechazarlos. Y así, sus fieles vasallos emprendieron las Pruebas del Lobo, y siguiendo fielmente también la palabra del Padre de Todas las Cosas, la gran mayoría de ellos murió.
De cientos, sobrevivieron casi dos veintenas, un número que asombró al mismo Padre de Todas las Cosas. En honor a su valentía, Leman, que ya no era rey, sino primarca de la VI Legión, formó una nueva compañía en la que integrar a los supervivientes. Desde entonces, los otros guerreros de la legión se referían a la decimotercera como los Barbagrises. Sin embargo, los componentes de la compañía se llamaban a sí mismos los «hermanos lobos».
—Si no salen, usaremos las Stormbird y los tanques de batalla para abrir esas puertas y entrar a por ellos —dijo Bulveye con determinación—. De un modo o de otro, la campaña se termina aquí.
Jurgen hizo una mueca burlona y ademán de hablar, pero la expresión de la cara del señor lobo le hizo pensárselo mejor. Bulveye tenía un rostro de mandíbula cuadrada con una nariz afilada que aparecía obstinada e inflexible incluso en los mejores momentos. Aunque era de la misma edad que Jurgen y Halvdan, tenía la cabeza calva y no había ni rastro de gris en su barba rubia y recortada. Tenía los ojos azul claro, y tan afilados y mortíferos como el hielo glacial. Bulveye había hecho al primarca el juramento de que sometería a la totalidad del subsector de los Laminas, y sus lugartenientes sabían que cuando el señor lobo daba su palabra, era tan despiadado e implacable como una tormenta de invierno.
Halvdan se rió entre dientes ante la incomodidad de Jurgen. El lugarteniente de barbilla desnuda le dirigió una mirada dura, pero antes de que pudiera responder, un profundo estruendo reverberó procedente de la ladera rocosa, y con un chirrido de metal y piedra las enormes puertas del fuerte empezaron a abrirse.
Una conmoción atravesó las filas de los dragones. Los sargentos acallaron los murmullos con gritos que se extendieron a través de la formación. Nubes de tierra salieron en ráfagas del hueco que se iba abriendo cada vez más entre las puertas, y un puñado de hombres vestidos con uniformes hechos jirones salieron tambaleándose al aire fresco de la montaña. Tenían las chaquetas manchadas de barro y sudor, y las vainas de sus sables de gala estaban llenas de abolladuras y cortes. Varios hombres cayeron de rodillas, jadeando exhaustos, mientras que otros simplemente se quedaron mirando conmocionados a los lobos espaciales y a los hombres reunidos detrás de ellos.
Unos momentos después apareció un oficial. El uniforme de gala que llevaba puesto no estaba menos mugriento que los del resto, pero su ánimo se mantenía intacto a pesar de la terrible experiencia que él y sus hombres habían sufrido. Escupió toda una serie de órdenes a las que los hombres respondieron lo mejor que pudieron, alisándose las chaquetas y formando en un grupo irregular junto a su jefe. Más hombres salieron al aire libre gateando por el hueco y se unieron al resto, hasta que casi hubo un pelotón completo de soldados magullados en posición de firmes frente a los lobos. Por sus uniformes, Bulveye supo que eran miembros de los Compañeros, los guardaespaldas de élite de los tiranos. Al comienzo de la campaña, los Compañeros habían sido una fuerza compuesta por seis mil hombres, mil defensores fanáticos por cada uno de los jefes supremos de su imperio.
El comandante de los guardaespaldas inspeccionó a sus hombres por última vez y después hizo una brusca inclinación de cabeza. Con las espaldas rectas, los soldados marcharon hasta cubrir la corta distancia que los separaba de los lobos espaciales, y uno a uno, desabrocharon sus sables y los depositaron a los pies de los gigantes. Cuando el último soldado hubo entregado su arma, el comandante se acercó al señor lobo y, con una expresión hueca en los ojos, añadió sus armas al montón. Bulveye estudió al hombre de modo desapasionado, tomando nota de los galones de su uniforme.
—¿Dónde está el oficial al mando, alférez? —preguntó el señor lobo.
El alférez se enderezó, con los brazos cayéndole rígidos a los lados.
—Con sus antepasados —contestó el joven con toda la dignidad de la que fue capaz—. Se pegó un tiro esta mañana, poco después de que se aceptaran los términos de la rendición.
Bulveye pensó en aquello por un momento y luego asintió con gesto grave. El alférez bajó los ojos, se dio la vuelta y volvió a reunirse con sus hombres. El joven inspiró profundamente, dio una orden brusca, y los compañeros supervivientes se hincaron de rodillas y pegaron la frente al ferrocemento dando comienzo a la ceremonia de rendición.
Primero vinieron los esclavos, vestidos con túnicas rasgadas y llenas de sangre, y tambaleándose bajo la carga de pesados cofres de metal. Tenían las caras apagadas y manchadas de porquería, agotados por el doble azote del agotamiento y el hambre. Uno detrás de otro fueron acercándose a los temibles gigantes acorazados, dejaron los cofres a sus pies y abrieron las tapas para dejar al descubierto las riquezas que contenían en su interior. Las gemas sin tallar y metales preciosos brillaban débilmente en la difusa luz de la mañana: el rescate de seis tiranos, saqueado a todo lo largo y lo ancho de su insignificante imperio, se apilaba alrededor de los lobos espaciales como el tesoro de un dragón y levantaba murmullos avariciosos entre los soldados del Ejército Imperial. Cuando hubieron terminado su tarea, los esclavos se arrodillaron junto al inmenso tesoro con expresión ausente e indiferente.
Después vinieron las hijas y esposas de los tiranos en una procesión de gemidos, vestidas con las túnicas blancas propias del luto, con los peinados deshechos y las caras pálidas manchadas de ceniza. Las más jóvenes retrocedían y gritaban de miedo cuando veían a los temibles gigantes y a los lascivos dragones; sin duda, habían pasado la noche en vela imaginando los terribles abusos que las esperaban. Las mujeres cayeron de rodillas unos metros por delante de los lobos; algunas lloraban desconsoladamente, mientras que otras mostraban caras inexpresivas, evidentemente resignadas a su destino.
Y por último llegaron los mismos tiranos. Emergieron de la fortaleza uno a uno, dando pasos cortos bajo la carga de sus pesadas túnicas doradas y de las enjoyadas cadenas de su rango. Los autoproclamados señores del subsector de los Lammas eran hombres pequeños y de piel pálida, con las caras enrojecidas y flácidas propias de toda una vida de depravación y excesos. Un grupo de esclavos tuvo que ayudar a dos de los hombres. Tenían los ojos vidriosos y desenfocados, como si hubieran elegido enfrentarse a su ruina en medio de una neblina de drogas, o como si su ánimo simplemente se hubiera hecho añicos bajo el peso de la derrota.
Un nuevo coro de llantos se alzó de las mujeres cuando los tiranos se acercaron a los lobos espaciales. Unas manos temblorosas se aferraron a los bajos de sus túnicas cuando los antiguos gobernantes pasaban por delante de sus seres queridos y se dirigían a sus enemigos para pararse ante ellos. Lenta y de forma titubeante, se arrodillaron ante los conquistadores y, siguiendo la tradición de su pueblo, se descubrieron el cuello y se prepararon para morir.
Halvdan y Jurgen intercambiaron una breve mirada y sacudieron la cabeza con repugnancia. Bulveye estudió a los tiranos durante un largo momento y después dio un paso adelante, sosteniendo con soltura el hacha en la mano derecha. Se alzó impresionante ante los hombres arrodillados como un dios vengativo, mirándolos fría y ferozmente uno por uno.
—Así que nos volvemos a encontrar —dijo el señor lobo—, tal y como os dije hace siete años que ocurriría. Entonces, estuve en vuestro palacio de cristal y acero y os traje noticias felices de nuestro Padre de Todas las Cosas, el Emperador de la Humanidad. Os llevaba un mensaje de bienvenida, así como promesas de paz y orden. Os di esto —continuó Bulveye, mostrando su mano izquierda abierta—, y me escupisteis en la palma de la mano. Despreciasteis los regalos de mi señor y me echasteis a la calle como a un mendigo, amenazando con matarme si volvíamos a encontrarnos.
El señor lobo miró con ira a los tiranos y les mostró su hacha.
—Antes de marcharme, os juré que este día llegaría. Ahora vuestras flotas han sido destruidas y vuestros ejércitos dispersados. —Bulveye hizo un gesto hacia el este—. Vuestro palacio de acero y cristal ya no existe. Vuestros hijos están muertos y vuestras ciudades yacen en ruinas. —Bajó la voz hasta convertirla en un gruñido gutural y retrajo los labios, revelando unos prominentes colmillos lobunos—. Ya no sois los tiranos. Habéis sido derribados, y me he encargado de que ni vosotros ni ninguno de vuestro linaje pueda volver a levantarse nunca.
Bulveye hizo un gesto a sus lugartenientes. Halvdan y Jurgen dieron un paso adelante con expresión adusta. De los tiranos caídos surgieron gemidos y sus esposas gritaron de aflicción. Pero en lugar de sacar las espadas, los dos lobos espaciales les quitaron las cadenas que indicaban su rango a los hombres temblorosos y las lanzaron al montón del tesoro; después agarraron sus ricas ropas y se las arrancaron también.
—Si de mí hubiera dependido, nunca habríais salido de esos túneles —gruñó Bulveye—. Yo habría convertido toda esta montaña en vuestra tumba. Pero el Padre de Todas las Cosas, en su sabiduría, lo ha decidido de otro modo.
El señor lobo hizo un gesto señalando los montones de tesoros.
—Esta riqueza pertenece a los muchos mundos que habéis saqueado, a los planetas que convertisteis en campos de batalla gracias a vuestra arrogancia y codicia. Usareis esta fortuna para empezar a reconstruir lo que se perdió, y os aseguraréis de que los mundos de este subsector se conviertan en miembros prósperos y estables del Imperio. Cada planeta tendrá pronto un gobernador imperial que supervisará su reconstrucción y que me enviará regularmente los informes de vuestros esfuerzos. —Fulminó con la mirada a los hombres desnudos y temblorosos—. No me deis motivos para volver aquí jamás.
Lenta y deliberadamente, Bulveye bajó el hacha. Los antiguos tiranos y sus familias se quedaron en silencio, incapaces de contemplar en un primer momento que sus vidas y su virtud habían sido perdonadas. El señor lobo giró sobre sus talones y caminó hasta la Stormbird que lo esperaba. Al pasar junto al tesoro, contempló severamente a los esclavos arrodillados.
—Levantaos —les ordenó—. Ya no sois esclavos. A partir de este día sois ciudadanos del Imperio, y mientras el Padre de Todas las Cosas viva, jamás doblareis la rodilla ante ningún otro señor.
Por primera vez, un destello de vida volvió a las caras atormentadas de los antiguos sirvientes, y lentamente, tímidamente, empezaron a ponerse de pie. Entre los nobles, una mujer joven dejó escapar un grito histérico de alivio, y medio tropezando y medio arrastrándose llegó hasta el lado de su padre, que intentaba cubrir su desnudez con manos temblorosas mientras miraba lleno de odio la espalda de los lobos espaciales que se alejaban.
Los tres guerreros atravesaron el cordón que habían establecido sus hermanos de batalla y siguieron hasta la rampa de la Stormbird. Halvdan echó una mirada furtiva a los tiranos caídos y gruñó de forma gutural.
—Deberíamos haber matado hasta al último de ellos. No aprenderán. Puedes estar seguro. Dentro de otros diez o veinte años tendremos que volver aquí para terminar el trabajo.
Pero Jurgen negó con la cabeza.
—El subsector de los Laminas todavía será una sombra de su antiguo ser dentro de cien años, mucho menos dentro de veinte —contestó—. Fuimos muy concienzudos, hermano. Tendrán que reconstruir cada ciudad, cada centro industrial y cada espaciopuerto.
—Un maldito derroche —murmuró el señor lobo, sorprendiendo a ambos hombres—. Tanta destrucción. Tantas vidas malgastadas, y todo por seis idiotas arrogantes.
Halvdan se encogió de hombros.
—Ese es el precio de la resistencia. Siempre ha sido así, señor, incluso allá por los antiguos tiempos de Fenris. ¿A cuántas cosas mezquinas nos rebajamos bajo el mando del rey Leman? ¿Cuántos pueblos quemados, cuántas naves aplastadas hasta convertirlas en astillas? Así son las cosas. Los imperios se construyen con huesos rotos y ríos de sangre.
—Sí, así es —corroboró Bulveye—, no lo niego. Y la causa del Padre de Todas las Cosas es una causa justa. La humanidad debe ser una sola si vamos a reclamar lo que en justicia nos pertenece, cueste lo que cueste. De otro modo, todo lo que la humanidad ha sufrido hasta este punto habrá sido para nada.
—Y no seríamos mejores que todos los sucios alienígenas que vinieron antes que nosotros —añadió Jurgen.
Le dio una palmada en el hombro a Bulveye.
—Ha sido una campaña larga y de batallas duras, señor. Habéis destruido a los tiranos y habéis vencido a la totalidad del subsector de los Lammas. Enorgulleceos de saber que habéis cumplido los juramentos que le hicisteis al Padre de Todas las Cosas y estad satisfecho.
Justo entonces, un hombre viejo, enjuto y fuerte, vestido con la túnica gris oscuro de los siervos de la legión, descendió por la rampa de la nave de desembarco de tropas y se apresuró para reunirse con el señor lobo. Era Johann, uno de los siervos personales de Bulveye, y el señor lobo frunció el ceño ante la expresión tensa de la cara del siervo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó en voz baja cuando Johann se acercó.
—Dos naves llegaron al sistema hace unas horas —dijo con gravedad el siervo—. Una era un correo, portando un mensaje prioritario del propio Leman Russ. Tenemos que dar por terminadas todas las operaciones inmediatamente y reunimos con el primarca en Telkara dentro de cinco meses.
El señor lobo abrió los ojos de par en par.
—¿Toda la compañía?
Johann negó con la cabeza.
—No, señor. Toda la legión. El primarca ha recibido órdenes directas del mismo Padre de Todas las Cosas. Nos dirigimos a Próspero.
—¿A Próspero? —intervino Halvdan—. Eso es una locura. ¿Dónde has oído una cosa así?
—Es lo que dice el mensaje —respondió el siervo—. Aunque no especifica ninguna razón. Sin duda tendremos más información cuando lleguemos a Telkara.
—Cinco meses —repitió Jurgen, e hizo un gesto con la cabeza—. Tenemos guerreros y naves diseminados por todo el subsector persiguiendo a los últimos seguidores de los tiranos. Tardaríamos meses sólo en reunirlos a todos y en asegurarnos de que están pertrechados para el viaje.
Bulveye asintió. Telkara estaba lejos del norte galáctico, a más de dos sectores de distancia. Retirar a la compañía del combate y prepararla para un viaje así no era una tarea nimia.
—Envía correos a la compañía con órdenes para que se reúnan en Kernunnos enseguida —le dijo a Johann. Con buena parte de la flota imperial orbitando por el mundo del antiguo trono de los tiranos, ése sería el sitio lógico para reabastecer a las naves de la Gran Compañía antes de que se encaminaran a Telkara. El señor lobo se detuvo un momento—. Espera. Dijiste que llegaron dos naves al sistema. ¿Cuál era la otra?
—Una de las naves de exploración de largo alcance, señor —contestó Johann—. Usted dio órdenes al almirante Jandine para que continuara explorando la región por el extremo este del subsector.
—Conozco las órdenes que le di al almirante Jandine —lo cortó Bulveye—. ¿Han encontrado algo?
—Sí, señor —dijo el siervo—. Los exploradores informan de que las tormentas de la disformidad continúan disminuyendo en la región, con lo que el área segura para la navegación se va abriendo cada vez más.
Iba a añadir algo, pero dudó. Los ojos del señor lobo se entrecerraron.
—¿Qué más?
—Una de las naves pudo llegar hasta un sistema solar de la región; uno que había quedado incomunicado anteriormente por las tormentas —dijo—. Aparece en una de nuestras viejas cartas de navegación, aunque no hay nada que indique que ninguna colonia se haya establecido allí antes.
—¿Pero?
Johann respiró hondo y siguió.
—Pero la nave de reconocimiento detectó transmisiones de intercomunicadores en frecuencias estándar que emanaban del cuarto planeta del sistema —le informó el siervo.
La expresión de Bulveye se oscureció. Halvdan le lanzó una mirada de reojo a Jurgen y movió la cabeza.
—Déjelo —le dijo al señor lobo—. No es más que un mundo. Que el ejército eche un vistazo. Tenemos nuevas órdenes, ¿no?
—Halvdan tiene razón, señor —añadió Jurgen—. Hemos subyugado todos los mundos habitados de este subsector. ¿Qué más podemos hacer?
Bulveye se quedó un silencio un momento más.
—¿Que qué más? Nuestro deber para con la humanidad, por supuesto —le replicó, y después fijó su atención en el siervo—. Háblame de ese mundo —le ordenó el señor lobo.
La barcaza de combate Lobo de Hierro se asemejaba a la hoja de una espada suspendida por encima de la superficie verde y ocre del mundo en ruinas. La luz del lejano sol amarillo del sistema se reflejaba fríamente sobre la superestructura de catedral de la barcaza de combate y hacía que destacaran las terribles señales dejadas por las batallas sobre su superficie blindada. La Lobo de hierro había presenciado luchas encarnizadas durante los últimos siete años de la Gran Cruzada, y la gran barcaza de combate mostraba orgullosa sus heridas. Era la nave insignia de la 954.ª Flota Expedicionaria, y sus cuadros de honor eran el testamento de las batallas que había librado y de los mundos perversos a los que había sometido en nombre del Emperador de la Humanidad.
Bulveye sintió cómo el peso de plomo de la aceleración aplastaba su cuerpo acorazado contra el asiento de seguridad cuando los motores de la Stormbird aceleraron y la nave se lanzó desde uno de los cavernosos muelles de lanzamiento del Lobo de Hierro. El estruendo de los gigantescos motores de la nave de asalto cesó abruptamente cuando la Stormbird atravesó como un rayo la curva reluciente de la última capa de la estratosfera del planeta y comenzó un descenso gradual hacia la superficie. Un hololito instalado en el mamparo delante del asiento de aceleración del señor lobo mostraba la trayectoria de la Stormbird, así como los iconos de estado que lo detallaban todo: desde la velocidad de crucero de la nave y el ángulo de ataque hasta el estado de sus armas, el consumo de combustible y la presión de la turbina. Interconectado con los sistemas de a bordo de la Stormbird a través del comunicador de su armadura, Bulveye pidió las imágenes de reconocimiento de gran altitud que se habían tomado del planeta en las últimas veinticuatro horas y empezó a estudiar las fotos con la mirada de acero de sus ojos azules.
El planeta no tenía nombre, según las cartas de navegación estelares del Lobo de Hierro; debido a su posición, en el extremo sur de la galaxia, con toda probabilidad había sido una de las últimas colonias humanas, instalada allí en algún momento de la Octava Diáspora y antes de la Era de los Conflictos. Los colonos, o habían tenido mucha suene, o habían sido muy valientes, o ambas cosas, pensó Bulveye. Muy pocas colonias de este tipo habían sobrevivido a los siglos de aislamiento que siguieron; sólo el subsector de los Lammas estaba lleno de esqueletos de ruinas diseminados por todas partes de los asentamientos que no habían sido lo suficientemente fuertes como para soportar las tormentas de la disformidad y los horrores que éstas provocaron.
Y ese mundo había sufrido muchísimo, según vio el señor lobo. Gran parte de su masa terrestre era estéril y no tenía vida alguna. Miles de kilómetros de tierras baldías se extendían hasta los helados casquetes polares del planeta, dejando, si acaso, una veintena de regiones verdes y vibrantes colgadas como una cadena de esmeraldas alrededor del ecuador del mundo. Veía las siluetas de grandes lagos y mares interiores que se habían transformado en llanuras resquebrajadas y agrietadas, y amplias laderas montañosas despojadas de todo hasta quedar cubiertas sólo por inhóspitas piedras desnudas. Según las lecturas de los auspex instalados a bordo del Lobo de Hierro, gran parte de aquel terreno muerto era peligrosamente radioactivo.
Bulveye congeló el alimentador sobre una sola imagen.
—Aumentar diez veces —murmuró, dirigiéndose a su comunicador.
La imagen se emborronó mientras se expandía; los cogitadores de la base del hololito sonaron cuando los algoritmos de realce de imagen fueron dando nitidez a la mancha de color pardo, ocre y gris oscuro hasta convertirla en colinas bajas y redondeadas que rodeaban una cuenca con un ligero declive de unos ochenta kilómetros de ancho. La línea gris del curso seco de un río zigzagueaba como el recorrido de una serpiente por el centro de la cuenca, cuyos bordes se veían difuminados en algunos lugares a causa de montones de polvo asfixiante. Una amplia extensión de rocas desgajadas y de vigas negras y dentadas se elevaba del polvo en una de las amplias curvas de la ribera del río. Cientos de años atrás, allí había prosperado una pequeña ciudad.
Detrás del señor lobo resonó el retumbar del metal y del plastiacero de uso militar.
—Debe de haber sido toda una guerra —dijo Halvdan admirativamente, observando la imagen por encima del hombro de Bulveye con los ojos entornados.
Bulveye bajó la mano y desenganchó el cierre giratorio de su asiento de aceleración para poder darse la vuelta y mirar de frente al interior del compartimento de la tropa de avanzadilla de la nave de transporte. Una docena de marines de su Guardia del Lobo llenaban el escaso espacio, asegurados en sus asientos, que se alineaban a lo largo de los mamparos exteriores de la cámara. Habían limpiado de su equipamiento de combate toda la suciedad y la sangre dejadas por la lucha contra los kernunnos, y habían pulido las armaduras hasta dejarlas brillando como un espejo. Era una guardia de honor pequeña para una misión tan importante, pero el señor lobo había sido reacio a retirar más guerreros de sus vitales servicios de combate en el antiguo mundo del trono de los tiranos. Había poco tiempo y Bulveye estaba resuelto a arreglárselas con los hombres disponibles que tenía. El Padre de Todas las Cosas no esperaba menos de sus legiones.
El señor lobo se quedó mirando el hololito un momento más y después movió la cabeza dubitativamente.
—Si fue una guerra, ésta fue una guerra muy extraña —dijo, señalando las llanuras muertas que se extendían fuera de la ciudad en ruinas.
—No hay cráteres. No hay vehículos destrozados. No hay ni rastro de fortificaciones abandonadas ni de otras posiciones de campo. Y la devastación se extiende a lo largo de miles de kilómetros tanto de latitud norte como de latitud sur, que habrían sido hostiles para la vida humana en circunstancias normales, mucho menos algo así.
La expresión de Halvdan se oscureció.
—Psíquicos, entonces —gruñó, levantando la mano para juguetear distraídamente con el amuleto de hierro que le colgaba alrededor del grueso cuello sujeto de un cordón de cuero.
Los psíquicos, comúnmente llamados brujos por los primitivos habitantes de Fenris, habían aparecido espontáneamente en innumerables mundos humanos justo antes de la Era de los Conflictos. Sus poderes antinaturales provocaban un caos y una destrucción de gran alcance; los psíquicos más poderosos podían deformar hasta la estructura misma de la realidad. Más de una vez durante la cruzada, las flotas expedicionarias habían llegado hasta las colonias que habían caído bajo el dominio de estos seres de pesadilla. El Padre de Todas las Cosas había ordenado que se quemaran los planetas hasta reducirlos a cenizas y que las coordenadas de los sistemas fueran eliminadas de las cartas de navegación estelares.
—Puede ser —concedió Bulveye—. Pero si es así, la gente de aquí debió de encontrar una forma de detenerlos.
Al otro lado del compartimento de tropa, Jurgen se removió en su asiento de aceleración para poder ver mejor el hololito.
—Todavía está por ver si un psíquico podría sobrevivir a una explosión atómica —dijo entre dientes—. Eso explicaría toda esa radiación y la magnitud de la devastación. Destruyeron tres cuartas partes de su propio planeta con armas nucleares para eliminarlos.
—Salvo el detalle de que no hemos visto ni rastro de ningún tipo de fuerzas militares, ni mucho menos de armas atómicas —señaló Bulveye—. Y luego está esto.
El señor lobo se volvió hacia el hololito y transmitió una orden. La imagen de la ciudad destruida se disolvió en una neblina policromada. Los cogitadores zumbaron e hicieron un ruido seco y momentos después surgió de la niebla otra imagen nítida.
En primer plano apareció una ciudad construida con sólidas losas de brillante piedra blanca astutamente encajada en las laderas de unas colinas boscosas al pie de una cadena montañosa despejada de nubes. Las calles estaban hechas de piedra o de algún tipo de compuesto autóctono y conectaban los edificios construidos en terrazas y repletos de cientos de personas; vehículos redondeados iban de acá para allá atendiendo a sus quehaceres diarios. No había detalles concretos, pero algo en aquella escena sugería una actividad frenética, casi como si estuvieran presionados.
El ojo biónico de Halvdan repiqueteó suavemente al enfocar la imagen.
—Tiene un aspecto bastante agradable —dijo.
—No me refiero a la ciudad —replicó Bulveye.
Se inclinó hacia atrás y tocó con el dedo un objeto oscuro y difuso que aparecía al fondo de la imagen.
—Estoy hablando de esto.
El señor lobo señaló una delgada línea oscura, recta como el filo de un cuchillo, que se alzaba por encima de las colinas a bastante distancia de la ciudad. Halvdan frunció el ceño mirando fijamente la imagen.
—Sea lo que sea, es grande —comentó.
—¿Grande? —repitió Jurgen—. A juzgar por la escala, debe de ser enorme.
Bulveye asintió. La imagen se desvaneció y fue reemplazada por otra que mostraba el objeto más de cerca. Era una torre, más estrecha en los extremos y ligeramente abultada en el medio, como un dardo que guardara el equilibrio precariamente sobre la palma de la mano de un hombre. La superficie era de color negro mate; tan oscura que parecía tragarse la luz a su alrededor. Sólo algunas irregularidades de la silueta de la aguja sugerían que no era perfectamente suave, sino que tenía cientos de pequeñas cornisas y estrechas hornacinas.
—Tiene más de cinco mil metros de altura —dijo el señor lobo—. Nadie del Lobo de Hierro puede decirme la edad que tiene ni de qué está hecha. Lo único sobre lo que los sacerdotes de hierro se ponen de acuerdo es en que ninguna mano humana podría haberla construido. Y en que hay una igual en cada una de las veinte zonas habitables que quedan en el planeta.
Jurgen frunció el ceño ante aquella extraña imagen.
—¿Estás seguro de que no hay psíquicos ahí abajo?
—Cualquier psíquico lo suficientemente arrogante como para construir algo así no es el tipo que después se escondería en las sombras —le rebatió Bulveye—. Nuestros vuelos de reconocimiento interceptaron gran cantidad de transmisiones efectuadas por comunicadores civiles: boletines de noticias y cosas similares. No hay rastro de actividad psíquica en ningún lugar del planeta.
—Aun así —apuntó Halvdan, acariciando el amuleto que colgaba de su cuello— esas torres sólo se encuentran en lugares muy próximos a la gente. No puede tratarse de una coincidencia.
—Eso es exactamente lo que pienso yo —admitió Bulveye—. No hace falta decir que tengo toda una serie de preguntas para el Senado Planetario una vez que hayamos terminado con el asunto importante del día.
—Esto no me gusta nada —gruñó Jurgen—. Y no es como si no tuviéramos un trabajo más importante que hacer, señor. El primarca nos ha mandado llamar, así que ¿por qué perdemos el tiempo aquí? —Hizo un gesto con la mano enfundada en un guantelete en dirección al hololito—. Este es un mundo de menor importancia en el extremo último del espacio humano. En el mejor de los casos, habrá unos ciento veinte millones de personas en todo el planeta. ¡Había ciudades en Kernunnos que eran más grandes! Y eso no es nada comparado con lo que nos espera en Prospero.
Halvdan apretó la mandíbula barbada, pero también asintió con la cabeza.
—Por una vez, estoy de acuerdo con Jurgen —dijo—. Nuestro destino se halla muy lejos de aquí, al norte de la galaxia. ¿Qué beneficio podemos obtener en este lugar precisamente?
El señor lobo levantó las cejas ante la pregunta.
—¿Que qué beneficio podemos obtener? Para empezar, ciento veinte millones de almas perdidas —contestó—. ¡Por no mencionar el honor de nuestra compañía! El primarca nos envió aquí para someter a los mundos del subsector, a todos ellos, y eso es exactamente lo que tengo intención de hacer. Se tardarán al menos otras ocho semanas en reunir al resto de la compañía en Kernunnos; mientras tanto, tenemos un trabajo que hacer.
Jurgen no respondió enseguida. En vez de eso, estudió a su señor largamente.
—Señor, usted y yo llevamos luchando juntos casi trescientos años —le dijo—. Lo conozco mejor de lo que muchos hombres conocen a sus propios hermanos, y no puedo evitar preguntarme si no hay algo más en esta pequeña expedición que el simple cumplimiento de su deber.
Bulveye miró con dureza a su lugarteniente, lo que Jurgen soportó sin hacer ningún comentario. Por último, el señor lobo suspiró y se volvió de nuevo hacia el hololito.
—¿Desde cuándo nuestro deber es algo simple? —murmuró entre dientes.
La Stormbird entró en la atmósfera del planeta sobre una columna de fuego y descendió trazando un largo arco por encima del ecuador del mundo. Al cabo de una hora, la nave de desembarco de tropas descendió en picado por encima de unas montañas coronadas de nubes y de unas colinas verdes y arboladas, aproximándose a la extensa ciudad de Oneiros. Las bajas estructuras blancas se aglomeraban contra las colinas como colonias de setas venenosas, rodeando una concentrada zona metropolitana más acorde con una moderna ciudad imperial. Bulveye pensó que los altos edificios y los majestuosos anfiteatros eran de uso público, puesto que Oneiros también era la sede del gobierno planetario. El señor lobo también observó viñedos cultivados en bancales que bordeaban toda una serie de colinas más pequeñas, y otras tierras reservadas para el cultivo o para que pastara el ganado. Bulveye vio que la mayoría de los rebaños eran pequeños y de animales relativamente jóvenes, y que los campos eran un hormiguero de peones de labranza que se apresuraban en recoger la cosecha.
Tuvieron que sobrevolar la ciudad en círculo dos veces para encontrar rastros del antiguo espaciopuerto. Los enormes campos de aterrizaje que habían servido a las gigantescas naves de transporte de mercancías y a los comerciantes independientes, más pequeños, eran ahora praderas llenas de hierba cuyos bordes artificiales todavía eran visibles desde el aire. Un rebaño de animales blancos, que podrían ser cabras u ovejas, huyó precipitadamente hacia una cercana arboleda cuando la gran nave les pasó por encima y se acercó para realizar un aterrizaje vertical sobre la hierba. El calor que desprendían los propulsores de la nave de transpone prendió fuego a amplias franjas de la hierba verde azulada cuando la nave tocó tierra.
Para cuando la rampa de asalto de la nave de desembarco de tropas se hubo abierto sobre la tierra chamuscada, había cerca de una veintena de redondeados vehículos locales acercándose a la Stormbird desde el extremo del campo de aterrizaje. Se detuvieron a una discreta distancia y una serie de hombres y mujeres salieron de los vehículos al mismo tiempo que el primer guardián del lobo de Bulveye salía rápidamente al exterior y establecía un cordón de seguridad alrededor de la nave.
Bulveye alcanzó la parte baja de la rampa con tiempo suficiente para presenciar la reacción de los locales al ver a los altísimos astartes. En sus caras jóvenes aparecían grabados claramente el asombro y el miedo; los hombres jóvenes miraban con ojos desorbitados el tamaño y la potencia de los astartes, mientras que las mujeres observaban preocupadas y con atención los enormes bólters que los guerreros llevaban en las manos.
El señor lobo inspeccionó lentamente el ancho campo, algo sorprendido ante la falta de espectadores. Incluso en Kernunnos, un mundo que se consideraba superior a la antigua Terra y que era hostil a los siervos del Imperio, el puerto estelar y las carreteras que conducían al palacio habían estado atestados de gente, todos ansiosos por ver a los «bárbaros» de más allá de las estrellas. ¿Es que su visita a Oneiros se había mantenido en secreto ante la población?
—Bajad las armas, hermanos —subvocalizó por el intercomunicador, y sus guardaespaldas bajaron las armas enseguida.
Con Jurgen y Halvdan siguiéndolo de cerca, se aproximó al grupo de bienvenida y les tomó la medida rápidamente. Ninguno de ellos podía tener más de veintiún años, pensó. Vestían ropa cara y lucían ornamentos de oro sobre sus jubones de cuero y canutillos de piedras preciosas en los pantalones acampanados. Ninguno de ellos llevaba armas, pero su porte destilaba seguridad y una flexibilidad fruto de la preparación física y de un duro entrenamiento.
Sin pensarlo, Bulveye los analizó desde el punto de vista del depredador, identificando al que guiaba la manada y a los que lo seguían. Como los de todos los lobos espaciales, los sentidos de Bulveye eran sobrehumanamente agudos. Era capaz de oler el miedo que emanaba de cada una de las personas del grupo, pero también el olor acre del desafío. El señor lobo se dirigió a un hombre joven que estaba en la primera fila del grupo e inclinó la cabeza con respeto.
—Soy Bulveye, señor de la Decimotercera Gran Compañía y hermano de espada de Leman Russ, primarca de la VI Legión.
El joven se sorprendió al ver que se dirigía a él directamente. Era alto y ágil para ser un humano normal, con el pelo oscuro y la cara sombría y con barba.
—Soy Andras Santanno. Mi padre, Javren, es el presidente del Senado Planetario. —El jubón de cuero crujió cuando esbozó una profunda reverencia—. Bienvenido a Antimon, señor.
Bulveye estudió cuidadosamente al joven.
—Tu voz me resulta familiar —le dijo—. ¿Fuiste tú la persona con la que hablé cuando intenté ponerme en contacto con vuestro Senado?
Esta vez, Andras intentó ocultar su sorpresa.
—Yo… Sí, así es —balbució—. Mi padre, es decir, el presidente del Senado, ha sido informado de vuestra llegada. Afortunadamente, están celebrando una sesión en este momento, tratando… —Hizo una pausa, volviéndose cauteloso de repente—… asuntos muy importantes. Aun así, han decidido recibirlo —añadió el joven rápidamente—. Les expuse todo lo que me dijisteis y les gustaría saber más sobre el tema. He venido para llevaros a la cámara del Senado.
Bulveye asintió como si no esperara menos, aunque su mente funcionaba furiosamente, valorando las implicaciones de todo lo que Andras le había dicho.
—Vayamos entonces —dijo con cautela—. Tengo muchos temas que tratar con vuestro padre y sus colegas, y me temo que tenemos poco tiempo.
Andras frunció el ceño ligeramente ante la respuesta de Bulveye, pero recobró la compostura con rapidez. Se volvió e hizo un gesto hacia los vehículos que los aguardaban.
—Sígame —le dijo.
Bulveye tenía sus dudas sobre que los vehículos de Antimon, de un aspecto tan endeble, tuvieran capacidad para un astartes con su armadura completa, mucho menos para sólido a una velocidad decente, pero los interiores de los coches de tierra se podían reorganizar prácticamente por completo para hacer frente a cualquier eventualidad, y estaban fabricados de un material mucho más sólido de lo que parecía. Pronto el señor lobo y sus hombres iban en los vehículos pasando por un desconcertante trazado de carreteras estrechas y con curvas que serpenteaban por las altas colinas de la ciudad. Pasaron por delante de decenas de edificios de piedra redondeados y de escasa altura; de cerca, Bulveye pudo percibir lo gruesos que eran los muros y lo resistente que era la construcción; en muchos aspectos parecían más búnkeres que casas. La gente entraba y salía de los habitáculos en una procesión incesante, llevando bolsas de provisiones al entrar y saliendo con las manos vacías. Los habitantes de Antimon prestaban escasa atención a los vehículos terrestres que pasaban silenciosamente a su lado; cuando se fijaban, lo hacían con miradas furtivas y adustas.
Andras iba en el compartimento delantero del coche junto al conductor; Bulveye esperaba toda una serie de preguntas de parte de los antimonianos, pero fueron sentados en silencio durante casi todo el viaje. Cuando hablaban, lo hacían entre ellos, en un dialecto con un fuerte acento del gótico alto que al señor lobo le costaba seguir. A pesar de eso, Bulveye no se equivocó en cuanto al sonido tenso de sus voces ni a la postura de los hombros, que denotaba preocupación. A medida que se internaban en la ciudad, el señor lobo mantuvo un aspecto sereno y en calma, pero su sensación de incomodidad creció sin cesar.
Los antimonianos se estaban preparando para algo nefasto. Eso estaba claro. ¿La llegada del Lobo de Hierro a su órbita era lo que había causado todo aquello? Bulveye decidió guardarse para sí sus observaciones hasta que no supiera algo más. Sabía que sus hombres, sin duda, estarían creándose sus propias impresiones de la ciudad y de sus habitantes. Más tarde, cuando se presentara la oportunidad, se llevaría aparte a sus lugartenientes y comprobaría si sus pensamientos cuadraban con los suyos. Por primera vez empezó a dudar de que este viaje hubiese sido una buena idea. Jurgen tenía razón: había sido demasiado impetuoso al salir corriendo hacia un mundo desconocido con la esperanza de una bienvenida gozosa y un final triunfal a años de guerra brutal y despiadada. Había estado demasiado ansioso por borrar de su alma las crueldades de la campaña de Lammas.
La larga fila de vehículos tardó más de una hora en llegar al centro de la ciudad, y la transición de las estructuras bajas de las colinas a las torres de la ciudad en sí resultaba discordante. Aunque estaban construidas con la misma piedra blanca, el estilo de las altas estructuras era completamente diferente, ya que parecían construidas más por estética y funcionalidad que por seguridad. A Bulveye le cabían pocas dudas de que las torres databan de los primeros tiempos de la colonia.
El edificio del Senado era algo curioso semejante a una espiral, con una amplia base cónica y majestuosas terrazas conectadas por rampas que ascendían por el exterior del la estructura. Había poca gente por allí, y los que estaban parecían ocupados con asuntos oficiales. Bulveye se dio cuenta de que varios de los burócratas llevaban placas de hololitos e intercomunicadores portátiles que eran más pequeños y sofisticados que ninguno de los disponibles en el Imperio, algo que sabía que interesaría a los sacerdotes de hierro que iban a bordo del Lobo de Hierro. Parecía que Antimon se las había arreglado para mantener al menos parte de las capacidades tecnológicas existentes antes de la Era de los Conflictos. Como Andras y sus compañeros, los burócratas se sobresaltaron al ver el tamaño y el aspecto de los astartes; uno de ellos, un hombre mayor, se quedó blanco como la pared antes de darse la vuelta rápidamente y entrar deprisa en el edificio del que había salido. El lugarteniente de la barba pareció no darse cuenta, pero el señor lobo sabía que no era así. Por las miradas furtivas que intercambiaban los miembros de la guardia de los lobos, estaba claro que todos eran muy conscientes de lo extraño de la recepción y de la actitud de los antimonianos en general.
Andras fue el único que se quedó con ellos, y condujo al señor lobo y a sus hombres al interior del edificio del Senado, atravesando una entrada ancha y abierta hasta llegar a un vestíbulo reverberante decorado con un elegante mármol verde. Las hornacinas que rodeaban la sala circular contenían estatuas talladas a mano de excelente calidad, y Bulveye se dio cuenta de que era el primer ejemplo de arte o cultura que veía en la ciudad. Las piezas eran muy antiguas, realizadas probablemente durante la Era de los Conflictos o incluso antes. Las figuras estaban vestidas con un estilo arcaico, aunque similar al de la ropa que Andras y sus compañeros llevaban, y parecían representar a antimonianos de muchos oficios diferentes: artistas, estudiosos, científicos, hombres de estado y actores. Dos figuras que se encontraban cerca de la entrada eran especialmente dignas de mención: una representaba claramente a un hombre del espacio vestido con un traje de faena de a bordo. La otra atrajo la atención del señor lobo por la cota de malla de mangas largas que llevaba y por la larga y delgada espada que sostenía a su lado. En el ancho cinturón del guerrero había dos lustrosas pistolas de aspecto frágil, y la cara del hombre quedaba oculta por una especie de velo hecho de fina malla.
Jurgen se acercó unos pasos a la estatua del espadachín y la estudió durante un largo momento.
—Parece que ustedes, los antimonianos, sabían un par de cosas sobre la guerra hace muchos años —dijo con frivolidad—. Qué suerte que pudieran dejar atrás una actividad tan bárbara.
Cierto matiz en el tono del lobo espacial hizo que el comentario aparentemente intrascendente sonara como una acusación. Andras, quien estaba a punto de conducir a la delegación a través de las ornamentadas puertas del otro lado del vestíbulo, se quedó helado al instante. Tras un momento, respondió con voz fría.
—Los caballeros eran los hijos e hijas jóvenes de las casas nobles de Antimon; una honorable tradición que mantuvo seguro a nuestro planeta durante milenios. Si no fuera por la voluntad del Senado, esas costumbres aún se practicarían hoy.
—Ya veo —dijo el lugarteniente, de forma tan despreocupada como antes—. Discúlpeme, entonces, si hablé sin conocimiento. No me había dado cuenta de que usted es miembro de la clase noble de Antimon.
Andras volvió la cabeza para mirar a Jurgen por encima de su hombro y asintió con fría formalidad.
—No son necesarias las disculpas —contestó—. La ley… —El joven dejó de hablar de repente, y cerró la boca sin dejar escapar el resto de la respuesta—. Acompáñenme, por favor —dijo en voz baja, y siguió cruzando la habitación.
Cuando el joven antimoniano volvió la espalda, Bulveye miró a Jurgen y captó la expresión especulativa de los ojos oscuros del guerrero.
El joven noble se paró un momento antes de la entrada para recuperar la compostura, después colocó las manos sobre las ornamentadas puertas y las empujó para abrirlas. Al instante, un río de ruido estridente inundó al señor lobo y a sus hombres. A juzgar por el sonido, el Senado entero debía de estar enzarzado en un furioso debate.
Halvdan se aproximó a su señor.
—¿Debo hacer que los hombres tengan las armas preparadas? —preguntó en voz baja.
El tono del guerrero era medio en broma, medio esperanzado. Bulveye negó con la cabeza, enderezó los hombros y siguió a Andras al interior de la sala.
El interior del edificio del Senado era impresionante; un inmenso espacio abierto que se elevaba doce plantas sobre unos gráciles arcos abovedados de acero superflexible. Brillantes rayos de sol penetraban en el majestuoso espacio a través de la espiral de terrazas que se enroscaban por el exterior del edificio, permitiendo a los que se encontraban en la planta baja observar una serie de murales históricos grabados con láser en el techo curvo.
El magnífico espacio dejaba pequeños incluso a los astartes con su grandiosidad de catedral. Sólo los reverberantes insultos a gritos que iban y venían por encima de sus cabezas estropeaban el efecto.
El Senado cumplía con sus funciones desde un balcón semicircular que estaba suspendido a una altura equivalente a media planta por encima del suelo de la cámara, al que se accedía mediante una escalera central que subía hasta los pies del alto sillón de madera del presidente. Cada senador tenía un sillón que semejaba un trono, tallado en una lujosa madera de color miel, pero en aquel momento tanto los hombres como las mujeres estaban de pie, levantando los puños y gritándose unos por encima de otros, intentando presionar así a sus oponentes para que cedieran. Su gótico alto tenía un acento aún más fuerte y era más técnico que el que Bulveye había oído antes: entendió las palabras «sorteo» y «cuota» y poco más antes de que el presidente se percatara de la llegada de la delegación y empezara a gritar pidiendo silencio. En cuanto los senadores vieron a las figuras con armaduras ante ellos, la cámara quedó en silencio al instante. Muchos de los estadistas más viejos se reclinaron en sus sillones con expresión horrorizada y con débiles murmullos de sorpresa. Otros miraban a los astartes con una mezcla de conmoción, desconfianza y abierta hostilidad a partes iguales.
Bulveye había visto esas expresiones antes, en Kernunnos. Una sensación de miedo se le instaló en el estómago.
Javren Santanno, presidente del Senado, dirigió su mirada hostil más hacia sus propios pares que hacia los cautelosos astartes. Era un hombre alto de hombros cargados bien entrado en la ancianidad, con una nariz picuda y la piel flácida y surcada de arrugas alrededor de un cuello flaco. Al igual que los otros senadores, llevaba una túnica de terciopelo verde cubriendo un jubón ricamente adornado, y una ancha cadena de eslabones de oro aplastaba la gruesa tela que le cubría el pecho. Tenía sobre la cabeza calva un sombrero de felpa suave que llevaba torcido, y que resaltaba las orejas grandes y peludas del presidente. Con un último gruñido de advertencia dirigido a sus pares, el presidente dirigió una mirada hostil a Bulveye y a sus guerreros.
—Permítanme que comience esta farsa declarando, para que conste, que mi hijo, Andras, es un idiota —declaró Javren con voz quejumbrosa—. Tiene casi veinticinco años, y a pesar de toda su experiencia con bestias como ustedes, todavía sigue siendo un ignorante empedernido sobre cómo funciona el universo. —El presidente señaló con un dedo nudoso a Andras—. No estaba autorizado a responder a sus transmisiones, y mucho menos a invitarles a reunirse con nosotros en esta augusta cámara.
Javren escrutó al grupo de marines con frialdad, haciendo una mueca de desagrado con los labios al ver sus mantos de piel y los cráneos dorados que les colgaban de los cinturones.
—La única razón por la que accedí a mantener esta reunión fue para dejar absolutamente claro que puede que este crío sea crédulo, pero que nosotros ciertamente no lo somos. —El presidente se dirigió a Bulveye directamente—. A juzgar por los adornos que os cuelgan del pecho, supongo que sois el jefe de esta manada de lobos. ¿Quiénes sois?
El desprecio en la voz de Javren dejó a Bulveye sin palabras. Por un momento, el señor lobo tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la compostura. En Fenris, esas palabras tan despreciativas habrían provocado, como mínimo, que se derramara el vino y se desenvainaran las espadas. Los clanes habían luchado en sangrientas contiendas durante generaciones por desaires menos ofensivos. Bulveye percibió cómo aumentaba la tensión de sus guerreros a medida que el silencio se prolongaba, y comprendió que si no hablaba pronto, Jurgen o Halvdan se harían cargo del asunto por su cuenta.
Bulveye se obligó a sí mismo a relajarse e inclinó la cabeza respetuosamente.
—Soy Bulveye, señor de la Decimotercera Gran Compañía de la VI Legión del Imperio.
Javren cortó en seco al señor lobo con un gesto de la mano.
—No necesitamos que nos recitéis todos vuestros insignificantes títulos —le dijo—. Exponed vuestras peticiones y, después, largaos.
—Escucha tú ahora —gruñó Halvdan dando un paso hacia el presidente. La mano del guerrero se desplazó hasta la espada que llevaba a la cintura.
—Se trata de un malentendido, y me temo que por su parte, honorable presidente, no por la nuestra —intervino Bulveye rápidamente. En su voz se percibía un férreo tono de mando que hizo que Halvdan se detuviera. El lugarteniente barbudo se volvió para mirar a su señor y la expresión de la cara de Bulveye hizo que el hombre regresara al lado del señor lobo—. No estamos aquí para plantearos exigencias ni a vosotros ni a vuestro pueblo —continuó Bulveye con calma—. Ni somos las bestias que imagináis. Somos astartes, siervos del Padre de Todas las Cosas, Señor de Terra y Emperador de la Humanidad.
A la mención del Padre de Todas las Cosas, Bulveye sintió cómo su determinación subía como la marea; alzó la cabeza y se dirigió a todo el Senado.
—Hemos viajado cruzando las estrellas para traeros buenas noticias: las tormentas que nos dividían por fin han cesado, y Terra alarga la mano de nuevo para abrazar a todos sus hijos perdidos. Lo que se rompió, pronto volverá a fraguar, y una nueva civilización surgirá para reclamar el lugar que nos corresponde por derecho como señores de la galaxia.
Bulveye no era ningún bardo, pero tenía la voz clara y fuerte, y las palabras eran para él tan familiares como las espadas que llevaba al costado. La consternación y la desconfianza luchaban en las caras de los senadores reunidos allí, mientras que la cara de Andras se iluminó de alegría. Igual que si estuviera en una batalla, Bulveye sintió cómo la marea que iba en su contra empezaba a cambiar, y continuó adelante sin interrumpirse.
—Sin duda vuestras leyendas más antiguas hablan de los días en los que nuestra gente cruzó las estrellas y encontró nuevos hogares en estrellas extranjeras —dijo el señor lobo—. Las cosas han cambiado mucho desde esos tiempos; no soy ningún narrador, pero permítanme que comparta con ustedes las noticias de todo lo que ha ocurrido desde que perdimos Antimon.
Así que comenzó el relato de la historia, de la aparición de la Vieja Noche y del colapso de la civilización galáctica, de la ruina y la destrucción de los mundos. Contó la historia lo mejor que pudo, rogándole a su audiencia que le perdonara cuando el relato se embrollaba y se volvía confuso; había pasado tanto tiempo, tantos datos se habían perdido o distorsionado, que ningún hombre podría saber nunca la verdad de todo lo que había acaecido a lo largo de los últimos milenios.
Ninguno de los que lo escuchaban interrumpió a Bulveye, ni mucho menos decidió contradecir su historia. Era muy largo de contar: el señor lobo habló prácticamente sin pausa mientras la tarde daba paso a la noche, y uno a uno los rayos de luz que formaban arcos por encima de la cámara del Senado pasaban del amarillo al dorado tenue, del dorado al naranja oscuro, y después desaparecían completamente. Unos globos de luz pálida parpadearon hasta encenderse sobre unos candiles de metal que bordeaban el balcón de los senadores, sumergiendo a los estadistas en la sombra.
Para terminar, Bulveye contó la historia de la conquista de Terra por parte del Padre de Todas las Cosas, y de la creación de los primeros astartes para cubrir las filas de sus ejércitos. A partir de ahí, relató los comienzos de la Gran Cruzada y el reencuentro del Padre de Todas las Cosas con sus hijos, los primarcas. Bulveye terminó su epopeya con la primera reunión de Leman Russ y el Padre de Todas las Cosas en Fenris, una historia que él conocía muy bien.
—Y así le hemos servido fielmente desde entonces, recuperando mundos perdidos en nombre del Padre de Todas las Cosas —dijo Bulveye—. Eso es lo que nos trae hasta aquí hoy, honorable presidente. El aislamiento de vuestro pueblo ha terminado.
El señor lobo caminó hacia delante, subiendo parcialmente la escalera que conducía al trono del presidente. Los senadores miraban con expresión embelesada a Bulveye extender su mano izquierda.
—Os saludo en nombre del Padre de Todas las Cosas —dijo—. Tomad mi mano y estemos en paz. El Imperio os da la bienvenida.
Al igual que el resto de los estadistas, el presidente del Senado se había recostado en su trono durante el transcurso del relato de Bulveye, pero su mirada reumática no había vacilado en ningún momento a lo largo de esas muchas horas. En un primer momento no contestó al señor lobo, y gran parte de su cara estaba oculta en la sombra. Lentamente y con torpeza, se levantó de su asiento y puso los pies en la escalera. Escalón a escalón descendió hacia Bulveye, hasta que sólo los separaba un tercio de la escalera.
Javren Santanno se inclinó hacia delante, mirando fijamente a la mano abierta del señor lobo.
—Mentiras —siseó—. Malditas mentiras. Una sarta de mentiras.
Bulveye se echó hacia atrás como si lo hubieran golpeado. Halvdan dejó escapar un grito colérico al que Jurgen se unió. Los senadores se pusieron en pie de un salto, levantando los puños y gritando, aunque no estaba muy claro a quién estaban gritando exactamente.
Una furia negra se apoderó del señor lobo. Ningún hombre, por muy exaltado que estuviera, llamaba mentiroso a un lobo espacial y vivía para contarlo. Bulveye luchó por mantener su autocontrol; era preferible soportar la calumnia de un imbécil y esperar a que la razón prevaleciera a sacar el acero y atraer la destrucción a otro mundo humano. Abrió la boca para gritar exigiendo silencio cuando, de repente, el agudo estampido de un trueno ahogó el tumulto.
No, no era un trueno. Después de doscientos años de campañas, Bulveye conocía ese ruido demasiado bien.
Los senadores también lo habían oído. Se quedaron inmóviles, boquiabiertos, y después de la ciudad llegaron los gemidos bajos y lastimeros de las sirenas. Una de las senadoras, una mujer mayor, se llevó las nanos a la cara y gritó:
—¡Están aquí!¡Bendita Ishtar, han llegado pronto! ¡No estamos preparados!
—¿Quién está aquí? —preguntó secamente Jurgen.
Sabía tan bien como Bulveye que el sonido que habían oído no era un trueno; era artillería de gran calibre que se estaba utilizando en la atmósfera superior.
—¿Qué está pasando?
Bulveye soltó un gruñido y activó su intercomunicador.
—Lobo de Hierro, aquí Fenris. ¿Me recibís?
Sonó un chirrido estático y el señor lobo creyó oír una voz apenas perceptible intentando contestar, pero estaba demasiado distorsionada como para entenderla.
Los senadores corrían hacia la escalera, con las túnicas batiendo como alas de pájaros aterrorizados. La cara de Javren era una máscara de furia cuando bajaba la escalera hacia Bulveye.
—Ahora comprendo vuestro plan —gritó—. ¡Pretendíais distraernos; quizá incluso llevarnos al exterior con malas artes mientras vuestros desalmados compinches se abatían sobre nosotros! ¡Sabía que no podía fiarme de vosotros! ¡Lo sabía! ¡Vuelve a meterte en tu maldita nave y no vuelvas jamás, bárbaro! ¡No queremos nada de vuestro Imperio, ni de vuestro llamado Padre de Todas las Cosas!
A Bulveye le hubiera gustado agarrar al presidente y sacudirlo hasta quitarle toda aquella insolencia, pero ahora no era el momento. Mientras los estadistas huían del edificio, él se volvió hacia sus hombres.
—Condición Sigma —dijo con sequedad, y las armas aparecieron instantáneamente en las manos de los guardianes del lobo—. Necesitamos llegar hasta terreno alto para intentar restablecer el contacto con el Lobo de Hierro —les dijo a Halvdan y a Jurgen—. Poneos en contacto con la nave de desembarco y decidle al piloto que se prepare para el lanzamiento. Si tenemos que hacerlo, aguantaremos aquí hasta que puedan extraernos.
Los dos lugartenientes asintieron bruscamente y Jurgen empezó a hablar por su intercomunicador. Una multitud de antimonianos entró corriendo en la habitación desde el exterior. La Guardia del Lobo levantó los bólters, pero Bulveye reconoció a los amigos de Andras. Los hombres y mujeres jóvenes se pararon en seco a la vista de las armas levantadas, con las caras pálidas por el miedo. Bulveye inspeccionó la habitación rápidamente y vio a Andras cerca de él, todavía en el mismo sitio en el que estaba cuando entraron en la sala por primera vez.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó, exigiéndole una respuesta al joven noble.
Andras tenía una expresión desolada en la cara, el aspecto de la inocencia perdida que el señor lobo había visto con demasiada frecuencia en los campos de batalla de Fenris. El noble se volvió hacia Bulveye como si estuviera sumido en una profunda pesadilla.
—Son los sajadores —dijo temeroso—. Han regresado.
La batalla que se estaba librando en la órbita iluminó el cielo nocturno con balbucientes destellos de luz y lo invadió con el débil, casi metálico, crepitar del trueno. Las líneas de luz de color rubí y zafiro se entrecruzaban en la oscuridad, dejando rastros afilados como cuchillas bailando ante los ojos de Bulveye. No había forma de saber quién estaba disparando a quién, pero para los astartes estaba claro que estaba interviniendo un elevado número de naves y que el Lobo de hierro estaba en medio de todo.
Los lobos espaciales ascendieron a la carrera por las rampas en espiral que rodeaban el edificio del Senado, buscando altura para mejorar las transmisiones de sus comunicadores en mitad de las colinas que los circundaban. Jurgen, corriendo al lado de Bulveye, dejó escapar en su enfado una maldición.
—No puedo ponerme en contacto con la Stormbird —informó—. Podría ser por la ionización atmosférica causada por la batalla que se está librando por encima de nosotros o por algún tipo de interferencia enemiga de amplio espectro.
Bulveye asintió y pulsó una vez más su propio intercomunicador, con la esperanza de que los sistemas más potentes de comunicación de la barcaza de batalla pudieran abrirse paso y atravesar la interferencia.
—¡Lobo de Hierro, aquí Fenris. Adelante! ¿Cuál es tu posición?
Un aullido de estática se abrió paso en los oídos de Bulveye, y después una voz débil pero audible, contestó:
—Fenris, aquí Lobo de Hierro. ¡Nos estamos enfrentando a numerosas naves de guerra alienígenas! ¡Por lo menos veinte, probablemente treinta navíos de tamaño crucero y decenas de naves de escolta! Nos cogieron completamente por sorpresa. Poseen algún tipo de campo de burbuja de sigilo que anula los barridos de largo alcance del auspex.
La transmisión se disolvió en otro aullido de estática y después se reanudó de nuevo.
—¡… nos informa de que el motor ha sufrido daños y de que tenemos un abordaje enemigo en la cubierta del hangar!
El señor lobo enseñó los dientes al imaginarse la situación táctica que se estaba desplegando muy por encima del planeta. Ante tales circunstancias, sólo había una línea de acción viable.
—Lobo de Hierro, aquí Fenris. ¡Salid de órbita y retiraos enseguida! Repito, salid de órbita y retiraos.
Quedó desconectado de nuevo por otro discordante aullido de estática. Una voz, probablemente la del oficial a bordo de la barcaza de batalla, aunque era demasiado débil como para poder asegurarlo, gritó algo y después la comunicación se interrumpió y se convirtió en ráfagas cortantes de ruido átono.
—¡Por los dientes negros de Morkai! —maldijo Bulveye—. Ahora sí que está claro que nos están interfiriendo.
Se deslizó hasta detenerse sobre la suave rampa y su Guardia del Lobo formó a su alrededor.
—¿Hasta qué punto es mala la situación? —preguntó Halvdan.
El tono tranquilo y formal de su voz no encajaba con la expresión fiera del rostro del guerrero.
Bulveye levantó la mirada hacia la rugiente batalla que se desarrollaba en lo alto con expresión adusta.
—Tal y como están las cosas, la Lobo de Hierro no tiene ninguna posibilidad —dijo—. Si consiguen salir de la órbita y hacerse con algún espacio de maniobra, quizá puedan romper el contacto con el enemigo y retirarse.
Durante un breve instante, un destello rojo iluminó el cielo nocturno, lanzando largas sombras contra los muros del edificio del Senado. Esa visión sumió a los marines espaciales en un silencio estupefacto; Bulveye oyó el grito aterrorizado de una mujer proveniente de algún lugar de la ciudad. Segundos más tarde llegó el estruendo de la explosión; un redoble sordo y grave que hizo temblar la piedra bajo los pies del señor lobo.
Los guerreros miraron hacia el cielo cuando el destello disminuyó. Una lluvia de largas rayas brillantes grabó su recorrido en el cielo como si de estrellas fugaces se tratara, mientras los restos de la explosión se quemaban en la atmósfera superior de Antimon.
—Sobrecarga del generador de plasma —dijo Jurgen con expresión sombría.
—También podría haber sido uno de los suyos —apuntó Halvdan, escrutando la oscuridad—. La Lobo de Hierro es dura de pelar. Se las puede arreglar contra una panda de alienígenas asquerosos.
Bulveye quiso decir que estaba de acuerdo, pero observando se dio cuenta de que las señales de los disparos de las armas disminuían rápidamente tras la explosión. Parecía que la batalla había terminado. Comprobó una vez más su intercomunicador, por si acaso, pero todas las frecuencias que probaba seguían estando interferidas.
El señor lobo inspiró profundamente y se volvió para mirar a sus hombres.
—Llegado este punto, tenemos que suponer que la Lobo de Hierro ha sido destruida —dijo en tono cortante.
Al mirar más allá de los guerreros vio a Andras echado sobre el muro y respirando con dificultad después de aquella subida tan rápida. Bulveye ni siquiera se había dado cuenta de que el joven noble los había acompañado.
—¡Andras! —llamó Bulveye, abriéndose camino entre el cordón de lobos para situarse al lado del hombre—. ¿Quiénes son esos sajadores? ¿Qué es lo que quieren?
La expresión del antimoniano era sombría.
—No sabemos quiénes son. Cada siete años sus naves llenan los cielos y ellos… —Inspiró profundamente y de manera entrecortada—. Nos cazaban como a animales. Hombres, mujeres, niños; especialmente a los niños. Parece que el sonido de los gritos de los niños es el que más les gusta. Se llevaban a la gente a centenares y… los torturaban. He oído a mi padre contar historias sobre la época anterior a la cuota, cuando los sajadores descendían sobre las ciudades y se Levaban a todos los que encontraban.
—Cuando llegamos, los senadores estaban discutiendo por la cuota —comentó Bulveye—. Y algo sobre un sorteo.
Andras asintió, incapaz de mirar a los ojos al señor lobo.
—En los tiempos de mi bisabuelo, el Senado pensó que una ofrenda podría apaciguar a los sajadores y salvar así al grueso de la población. Les entregamos a nuestros criminales y parias, dejándolos encerrados en corrales como ovejas camino del matadero, mientras que el resto de nuestra gente se guarecía en refugios fortificados construidos en las colinas. —Se encogió de hombros—. Funcionó. Los sajadores nunca se quedaban durante más de un año, y para cuando habían agotado su apetito con la gente que les dábamos, no les quedaban ni tiempo ni energía para llevarse a muchos más.
Bulveye casi no pudo evitar apartarse del joven a causa del asco que le producía. La idea de sacrificar seres humanos a tales monstruos le repugnaba y le horrorizaba.
—¿Por qué, en nombre del Padre de Todas las Cosas, no os enfrentasteis a ellos? —preguntó con los dientes apretados.
—¡Por supuesto que luchamos contra ellos! —gritó Andras—. Al principio, los caballeros lucharon con todas las armas que tenían. Una vez hubo una gran batalla; los caballeros emboscaron a una gran fuerza de asalto y mataron a una veintena de ellos, incluyendo a su jefe —dijo el joven—. En respuesta, los sajadores volvieron a sus naves estelares e hicieron llover la muerte sobre Antimon durante siete días y siete noches. La mayor parte del mundo quedó arrasada y cientos de millones murieron. Después de eso, el Senado licenció a los caballeros y nos prohibió a todos levantar la mano contra los invasores.
Bulveye apretó los puños.
—Entonces el Senado os traicionó a todos —gruñó—. Una vida por la que no merece la pena luchar, no es vida.
Haciendo un esfuerzo, luchó contra su impulso de reprender a Andras. No se lo podía responsabilizar por las decisiones de sus antepasados.
—¿Cuánto tiempo hace que los sajadores asolan vuestro mundo?
Andras levantó la mano y se enjugó de los ojos sus lágrimas de rabia.
—Hace doscientos años; al menos eso es lo que dicen las historias. Nadie sabe de dónde vinieron ni por qué se van. Ninguno de los que los sajadores han cogido ha vuelto a verse con vida.
Bulveye asintió pensativamente. Las piezas de aquel rompecabezas estaban empezando a encajar. Los sajadores habían encontrado Antimon poco después de que las tormentas de la disformidad que habían afectado a toda la galaxia empezaran a amainar. Evidentemente, esa parte del espacio seguía siendo relativamente turbulenta; el Imperio se había topado con una serie de regiones por toda la galaxia que aún experimentaban ciclos de actividad de tormentas de la disformidad seguidos por cortos periodos de calma. Los alienígenas asolaban el mundo mientras podían y después se marchaban antes de que las tormentas pudieran formarse y atraparlos en el sistema; por lo que con toda probabilidad, se iban a otro lugar para aterrorizar a otro planeta más.
—Esos demonios construyeron las torres negras después del bombardeo, supongo —dijo Bulveye, pensando en voz alta.
Andras asintió.
—Su tecnología raya en la brujería —dijo con un cierto rastro de admiración en la voz—. Aterrizan con sus naves espaciales en las terrazas construidas a los lados de las grandes agujas y salen a cazar por toda la zona cuando les apetece.
Bulveye asintió pensativo. Estaba empezando a formarse un perfil de los alienígenas en su mente, analizando sus acciones y sacando de ellas las conclusiones que podía. Por encima, muy alto, rayas de fuego más largas y brillantes empezaron a trazar arcos en el cielo nocturno, cayendo hacia la superficie de Antimon como un haz de dardos en llamas.
—¿Qué pasará después? —preguntó el señor lobo.
Andras respiró hondo.
—Los sajadores descenderán sobre las torres y se instalarán —dijo—. Esperarán quizá un día, y después enviarán a las partidas encargadas de cobrar el tributo a la noche siguiente para coger nuestra ofrenda. —El joven noble movió la cabeza con amargura—. Pero no estamos preparados. Esta vez han llegado pronto. No hemos terminado de aprovisionar nuestros refugios y no tenemos suficiente gente para completar la cuota.
Bulveye recordó algo que había oído antes.
—¿Tiene eso algo que ver con el sorteo sobre el que estaban debatiendo los senadores antes?
Andras levantó una mirada culpable hasta el señor lobo y asintió.
—Cada siete años, la incidencia de crímenes cae acusadamente —dijo con un humor sombrío—. En nuestras cárceles no hay suficientes criminales para satisfacer a los alienígenas, así que tendrá que haber un sorteo para decidir quién más se convertirá en parte del tributo.
Bajó la mirada hasta la superficie de piedra de la rampa.
—Ya ha ocurrido antes, según me dice mi padre. Algunas familias prominentes ya están intentando ofrecer suculentos sobornos para comprar la exención para sus hijos —movió la cabeza—. No sé qué va a pasar ahora. El Senado vaciará las prisiones, por supuesto, pero puede que eso sea todo lo que puedan hacer en este momento. Dudo de que ninguna de las familias tenga provisiones guardadas para más de unos pocos meses. Cuando salgan de los refugios para buscar más, los sajadores los estarán esperando.
El señor lobo miró hacia el cielo y observó el descenso de los invasores.
—Creo que han llegado en este momento a propósito —dijo—. Se han cansado de vuestras ofrendas, Andras, así que han organizado las cosas de modo que les ofrezcan más entretenimiento.
No era tan difícil de imaginar; había oído hablar de saqueadores sanguinarios que habían hecho algo muy parecido durante su propia época de incursiones en Fenris.
Bulveye intentó imaginarse ofreciendo a los habitantes de Fenris a las viles apetencias de una banda de despiadados merodeadores alienígenas, y el estómago se le revolvió sólo de pensarlo. Bajó la mirada hasta Andras y reprimió una oleada de furia mortal. La culpa no era del chico, se dijo a sí mismo. Si alguien tenía la culpa, eran sus antepasados. El señor lobo se arrepentía ahora de no haber cogido a Jevren por el cuello cuando tuvo la oportunidad.
—¿Hay algún lugar en concreto adonde lleváis vuestro tributo a los alienígenas? —le preguntó Bulveye al joven.
Andras se enjugó mis lágrimas de las mejillas y asintió.
—Hay un pabellón, a unos diez kilómetros al este de Oneiros —le contestó. Levantó la vista hasta los astartes y la expresión de la cara de Bulveye lo conmocionó—. ¿Qué vais a hacer?
El señor lobo cruzó su mirada con la del joven.
—Estos alienígenas piensan que pueden cazar humanos como si fueran ovejas —dijo con calma—. Tengo intención de enseñarles lo equivocados que están.
Era primera hora de la tarde del día siguiente cuando la procesión de bulbosos vehículos de transporte de carga de Antimon apareció en la carretera que se dirigía al oeste de Oneiros y se encaminó hacia el lugar del pago del tributo. El pabellón en sí era cuadrado y bastante vulgar; poco más que un empedrado en forma de tablero de ajedrez de más de cuarenta y cinco metros en cada uno de sus lados y situado a los pies de un semicírculo de grandes colinas boscosas. Sólo las pesadas argollas de hierro fijadas a intervalos a lo largo del empedrado daban una idea de la horrible utilidad de aquel lugar. Más hacia el oeste, la alta torre semejante a una aguja de los alienígenas se alzaba siniestramente hasta las nubes, con la base rodeada de jirones de niebla.
Bulveye y sus tenientes observaron desde las sombras de un matorral de la ladera cómo los vehículos de transporte de carga salían de la carretera de servicio y retumbaban al cruzar el pabellón. Los antimonianos perdieron poco tiempo, orientándose por la extensión de piedra en seguimiento de un plan bien entrenado. Cuando el último vehículo estuvo en su lugar, las puertas de los pasajeros de los vehículos de transporte de carga se abrieron de golpe y unos hombres corpulentos ataviados con trajes protectores acolchados saltaron al exterior. Cada uno de ellos llevaba una especie de maza o porra de energía que hacía girar con autoridad una vez que las puertas traseras de los vehículos de transporte de carga se hubieron abierto y los prisioneros esposados empezaron a salir dando traspiés. Los hombres y mujeres iban vestidos con unas túnicas marrones informes y desvaídas y pantalones bombachos, y habían sido marcados con los tatuajes oscuros de los prisioneros a ambos lados del cuello. Cada una de las filas de presos aturdidos que caminaban arrastrando los pies fue arreada como ganado hasta una hilera de argollas de hierro a las que los prisioneros fueron esposados en grupo. Una vez encadenados a las argollas, los prisioneros se dejaron caer sobre las piedras y esperaron. Algunos miraban hacia arriba, al cielo azul, mientras que otros parecían encogerse sobre sí mismos y no miraban absolutamente a nada.
Halvdan movió la cabeza con desesperación.
—¿Cómo pueden quedarse ahí sentados sin más, como ovejas esperando a ser sacrificadas? —susurró, a pesar de que el pabellón se encontraba a más de un kilómetro de distancia—. Si yo estuviera ahí, tendrían que golpearme hasta hacerme perder el sentido antes de que pudieran engancharme a una de esas argollas.
Jurgen señaló hacia el extremo más alejado del pabellón.
—Parece que esos corderos piensan como tú, hermano —dijo con tristeza.
Los hombres del último grupo de vehículos de transporte de carga forcejeaban con un grupo más reducido de víctimas esposadas que golpeaban, mordían y daban patadas a los encargados. Estos hombres y mujeres vestían de formas diversas y, obviamente, los habían cogido en las calles y sacado de las casas por todo Oneiros. Luchaban contra su funesto destino con una energía nacida del terror absoluto, pero los golpes de las porras de energía de los encargados de vigilarlos evitaron que la situación empeorara y quedara fuera de su control. Veinte minutos después, las últimas llorosas e implorantes víctimas estuvieron encadenadas a las piedras del pabellón y los encargados regresaron a sus vehículos sin echar siquiera una mirada atrás.
Bulveye retiró el ojo de la mira telescópica de una bólter y le devolvió el arma a Jurgen. Había ocho de sus guerreros rodeándolo en el matorral, incluidos sus dos lugartenientes. Habían desaparecido los trofeos de batalla y los símbolos de honor que mostraban el día anterior; habían dejado las armaduras desnudas y habían manchado sus brillantes superficies con tierra y hollín para minimizar la posibilidad de que un destello revelador pudiera delatar su posición. Durante el curso de la pasada noche habían dejado de lado todas las reglas de urbanidad y se habían preparado para la guerra.
Para cuando multitudes de sajadores hubieron empezado a descender sobre Antimon, Bulveye había dejado atrás la ciudad y a Andras, corriendo a través de la oscuridad a grandes zancadas hasta el campo de aterrizaje donde los esperaba su Stormbird. El piloto de la nave de desembarco de tropas ya estaba preparado y los propulsores de la nave cargados y dispuestos cuando los lobos espaciales saltaron a bordo y empezaron a equiparse con las armas guardadas en los enormes armeros metálicos de la Stormbird. El señor lobo había ordenado que la nave de desembarco de tropas se dirigiera al oeste, volando a la altura de las copas de los árboles para ocultar su movimiento a los sistemas sensores alienígenas, y encontrar un lugar para instalarse a unos diez o doce kilómetros del lugar del pago del tributo. El piloto había encontrado un hueco poco arbolado del tamaño justo para hacer aterrizar a la nave de asalto, y los guerreros habían pasado el resto de la noche camuflándola con redes y con los trozos de las ramas que se habían partido durante el aterrizaje. Cuando amaneció, el señor lobo ya había conducido a su pequeña tropa de combate a las colinas que rodeaban el pabellón y había comenzado a planear la emboscada. Con tan pocos hombres y tan escaso equipamiento, sus opciones eran relativamente limitadas.
El señor lobo señaló hacia el extremo occidental del campo situado más allá del pabellón. Entre las losas de piedra del lugar del pago del diezmo y los bosques al pie de las colinas circundantes había espacio más que suficiente para que aterrizara un escuadrón completo de Stormbird.
—Probablemente aterrizarán sus naves allí —dijo—. Ésa es nuestra zona de tiro concentrado.
Jurgen cruzó los brazos y asintió de mala gana.
—¿Cuál es nuestro objetivo aquí, señor?
Bulveye frunció el ceño, pensativo.
—Creí que era obvio —contestó—. Causar el mayor número de bajas posible al enemigo y obligarlos a ponerse a la defensiva. Queremos que empiecen a preocuparse por la posibilidad de encontrarse con una emboscada cada vez que salgan de la torre.
—No me refiero a eso, señor —insistió Jurgen—. Ya vio cómo aterrizaban todas esas naves anoche; debe de haber más de cien sólo en esta torre. No se trata de una pequeña partida de asalto; es algún tipo de clan o tribu nómada.
El señor lobo miró a Jurgen con dureza.
—¿Estás diciendo que no estamos a la altura de esta tarea?
—Estoy diciendo que ésta no es nuestra guerra —le contestó el lugarteniente—. Esta gente no son ciudadanos del Imperio; de hecho, su jefe lo llamó mentiroso y dijo que no quería tener nada que ver con nosotros. Si los alienígenas no se hubieran presentado ayer, estaríamos en la Lobo de Hierro ahora mismo planificando una campaña para conquistar el planeta y obligarlo a someterse.
Bulveye entrecerró los ojos con ira ante la afirmación descarada del lugarteniente, pero terminó asintiendo.
—Lo que dices es verdad, hermano —admitió—. Pero eso no cambia nada. Somos guerreros del Emperador y protectores de la humanidad. De toda la humanidad. Si no estamos a la altura de ese ideal, entonces toda la sangre que hemos derramado durante la cruzada no habrá servido para nada, y prefiero morir aquí mismo antes de permitir que eso ocurra.
Antes de que Jurgen pudiera responder, se volvió, se alejó de su lugarteniente e hizo un gesto con la mano a los hombres allí reunidos.
—Sólo nos quedan unas horas antes de que caiga la noche. Empecemos a preparar nuestras posiciones.
Los astartes bajaron hasta salir del hueco y se movieron con rapidez a través de los densos bosques que rodeaban el pie de las colinas. Se tomaron su tiempo para evaluar la zona de tiro concentrado, basándose no sólo en los años de intenso entrenamiento en la hipnoinstrucción de la que los había dotado el Padre de Todas las Cosas, sino también en los años de emboscadas tendidas a los enemigos en las tierras agrestes de su mundo de origen. Cuando estuvieron satisfechos con sus posiciones, llamaron a los cuatro guerreros restantes al campamento temporal de las colinas para que bajaran el armamento pesado que habían sacado de la Stormbird. Mientras los últimos elementos de la emboscada se colocaban en su sitio, el piloto de la Stormbird se encontraba situado en una posición de camuflaje en lo alto de una de las colinas cercanas para dar el aviso cuando se acercaran los alienígenas.
No tuvieron que esperar mucho. Una hora después del anochecer, con un campo de estrellas en el cielo y con la pradera que rodeaba el pabellón llena de profundas sombras, el intercomunicador de Bulveye cobró vida.
—Fenris, aquí Aesir —dijo el vigía—. Múltiples contactos se aproximan por el oeste a baja altura. Muchas señales caloríficas: casi una docena de naves grandes y una veintena de naves más pequeñas.
En el extremo del bosque, Bulveye aguzó el oído hacia el oeste. Desde luego, oía algo que parecía el sonido de motores gravitatorios, apenas perceptibles pero que se iban acercando. Tenían un tono sobrenatural, como un coro de almas en pena. Pero a él no le producía ningún temor aquel sonido; en vez de eso, hacía que le hirviera la sangre ante la perspectiva de la batalla. Pulsó su intercomunicador.
—Aquí Fenris. Recibido. Vuelve al punto alfa y prepárate para la extracción.
—Recibido —dijo el vigía. Hecho el trabajo, el piloto debía regresar colina abajo y dirigirse a la Stormbird para preparar los motores y tenerlo todo listo para escapar rápidamente.
Bulveye comprobó sus armas una última vez y se volvió hacia sus lugartenientes. A pesar de la casi total oscuridad que reinaba debajo del toldo, los sentidos mejorados de los lobos le permitían ver a sus compañeros de batalla con claridad.
—Por Russ y por el Padre de Todas las Cosas, hermanos lobos —dijo en voz baja, y después los guió fuera, a la pradera.
Halvdan y Jurgen siguieron a Bulveye cruzando el amplio campo al oeste del lugar de entrega del tributo. Se oía el rumor de la hierba silvestre y las flores del prado al rozar con sus piernas acorazadas. Los dos lugartenientes sostenían sus bólters con una mano y las espadas desenvainadas con la otra. Las armas de Bulveye estaban todavía enfundadas de momento, y seguía mirando fijamente con actitud expectante hacia el horizonte, al oeste.
Cruzaron la zona de tiro concentrado y se acercaron al lugar de entrega del tributo sin hacer ningún esfuerzo por ocultar sus movimientos. No pasó mucho tiempo antes de que las víctimas esposadas vieran a los gigantes que corrían y comenzaran a gemir de miedo, pensando que su funesto destino había llegado al fin. Sin embargo, los lobos espaciales hicieron caso omiso del creciente pánico de los prisioneros. Cuando estaban a unos diez metros del extremo occidental del pabellón, se pararon y se volvieron; dando la espalda al lugar de entrega del tributo.
Halvdan comprobó la sujeción de sus armas. El ojo biónico le brillaba en la oscuridad como un carbón encendido.
—No entiendo por qué tenemos que hacer de cebo —gruñó.
Jurgen sonrió con crueldad.
—Obviamente, Bulveye quería a los guerreros más imponentes que tuviera disponibles para atemorizar al enemigo. O, como en tu caso, a los más feos.
Antes de que el intercambio pudiera subir de tono, un grupo de luces de color verde pálido apareció por el oeste sobre las cimas de las colinas y se acercó con rapidez. El débil coro de llantos iba creciendo en intensidad por momentos, llevado hasta allí por una ligera brisa. Los sajadores habían llegado.
Los lobos espaciales observaron cómo descendía sobre ellos una docena de luces brillantes, como una ráfaga de misiles de seguimiento de tierra. Su aguda visión nocturna consiguió obtener detalles de las naves que se aproximaban, mientras estaban todavía a cierta distancia: eran pequeñas, brillantes y elegantes, con estabilizadores curvos y afilados como cuchillos y con hileras de puntas de aspecto malvado que sobresalían por la parte inferior. Cada nave llevaba un solo tripulante; parecían ágiles y tenían un aspecto parecido al humano, a pesar de la extraña armadura articulada que llevaban. Las motocicletas a reacción alienígenas aullaron al sobrevolar a los lobos como una bandada de pájaros que sisearan y gimieran, y pasaron veloces al lado de cada uno de los tres guerreros para posarse en el pabellón que se encontraba detrás de ellos. Cuando las motocicletas a reacción estuvieron a menos distancia, Bulveye consiguió ver de pasada una cara pálida y acusadamente angulosa con extraños tatuajes grabados que brillaba con implantes de metal. Los pilotos tenían los ojos negros y tan profundos como el propio vacío.
Detrás del enjambre de motocicletas a reacción vinieron once naves de mayor tamaño que se deslizaron por encima de las colinas con una elegancia letal y bajaron hacia el extremo del campo occidental. Estas naves eran las primas mayores de las extrañas motocicletas a reacción, y tenían las proas marcadamente inclinadas, los cascos con púas y las aletas de los estabilizadores afiladas como cuchillas. Los miembros de las tripulaciones, unas figuras acorazadas de piel clara, se arremolinaban alrededor de las cubiertas de ocho de las naves de transporte; estaban agrupados en la proa, ya que aparentemente los habían advertido de la presencia de los tres guerreros que los esperaban en la llanura.
Altivos, parecían sentirse seguros a causa de su número. La nave grande ya se había posado con facilidad sobre el campo de hierba y los miembros de la tripulación desembarcaron con elegancia despectiva. Desde una distancia de más de noventa metros, Bulveye observó como los alienígenas se congregaban formando grupos poco compactos; la mayoría de los invasores llevaban las caras ocultas por unos altos cascos cónicos negros y sostenían rifles de cañón largo en las manos enguantadas. Los jefes lucían en los cascos altos penachos de pelo que parecían hechos de cola de caballo, y sus arneses estaban decorados con brillantes mallas de las que colgaban trofeos de huesos blanqueados.
Avanzaron hacia los lobos espaciales que los esperaban en una semicircunferencia desigual, con los rifles sujetos contra el pecho, susurrándose unos a otros en una lengua sibilante que sonaba como el crujir de la piel de serpiente seca. Los invasores avanzaron con cautela, estudiando a los enormes astartes con una intensidad inquietante, pero por su tranquila forma de avanzar estaba claro que no consideraban que los tres lobos constituyesen un peligro serio.
En el centro de la multitud que se acercaba venía una figura jorobada y de piel pálida, embutida en una armadura extrañamente decorada, rodeada de un cuadro militar de criaturas estrechamente pegadas unas a otras que caminaban pisándole los talones al jefe como una jauría. La figura jorobada, evidentemente el jefe de los invasores por lo que Bulveye pudo deducir, llevaba la mitad de la cabeza afeitada, dejando al descubierto un cuero cabelludo grabado con complejos tatuajes y marcas. La oreja que llevaba al descubierto, que era larga y puntiaguda como la de un perro, había sido perforada y descarnada por manos expertas hasta colgarle al lado de la cara como una especie de encaje horripilante. La figura lucía más cicatrices a lo largo de sus angulosas mejillas y en el cuello, y pequeños trocitos de metal brillaban desde las delgadas cintas de tejido de las cicatrices, creando un entramado que parecía formar algún tipo de complejo símbolo o una pictografía que le corría desde la sien hasta la clavícula. Los ojos del alienígena eran grandes y profundos, y los desgastados labios se movían nerviosamente por encima de unos dientes blancos que habían sido afilados hasta convertirlos en agudos pinchos. Los dedos de su guantelete izquierdo eran poco más que un conjunto de crueles cuchillas que le colgaban casi hasta las rodillas; repiqueteaban y se rozaban unos contra otros mientras el monstruo se acercaba. Desde casi treinta metros de distancia, Bulveye captó el aliento acre del alienígena, contaminado por extraños elixires y biomodificaciones. El olor le puso los pelos de punta y le subió a la boca el sabor de la bilis.
Contempló a aquellos monstruos y no sintió miedo; en su lugar sólo había una impaciencia terrible, ansioso como estaba por desenvainar la espada y dar mandobles a estos enemigos, de rajar y propinar cuchilladas presa de un salvaje desenfreno. Era el lobo de su interior, el don salvaje del propio Leman Russ, el que se despertaba en su pecho como un ser vivo.
«Todavía no —le dijo a la bestia—. Todavía no».
Los alienígenas se acercaron más aún, susurrando todavía en su lengua de ofidio. Olores todavía más extraños llegaron en cascada hasta Bulveye y sus hombres, haciendo que sus venas se estremecieran como cuerdas tensas. Los invasores estaban rodeados por un miasma de feromonas, de vapores adrenales y de almizcle narcótico; esto fue todo lo que su fisiología mejorada pudo hacer para filtrar los venenos antes de que sus sentidos quedaran inutilizados. Aun así, la cabeza ya le daba vueltas y sentía las rodillas débiles. Oyó cómo Halvdan maldecía entre dientes y supo que sus hombres también estaban luchando contra sus efectos.
Bulveye dejó de mirar a los alienígenas y volvió la cabeza para mirar a las víctimas acurrucadas y encadenadas a las piedras del pabellón. Muchos estaban llorando y otros tenían las cabezas inclinadas como si estuvieran rezando. Un puñado de ellos lo estaban mirando con ojos implorantes y abiertos de par en par.
El señor lobo, con las manos caídas a los lados del cuerpo, volvió la cabeza hacia los invasores que seguían avanzando. Observó a la criatura retorcida del centro del grupo.
—Escúchame, alienígena —gritó con voz clara—. Lleváis siglos cazando a esta gente, así que imagino que a estas alturas tu raza entiende nuestra lengua. Soy Bulveye, hachero de los rus y hermano por juramento de Leman, primarca de la VI Legión. La gente de este mundo está bajo mi protección, monstruo. No sabes a lo que te expones al poner los pies aquí.
Bulveye observó como los ojos del alienígena se ensanchaban divertidos. Su enjuta forma se agitó con un júbilo demente hasta que los labios se abrieron y dejaron al descubierto sus dientes afilados y se rió socarronamente con un regocijo febril. Sus grotescos guardaespaldas farfullaron y aullaron a la par que su jefe, rastrillando con sus garras sus pómulos llenos de cicatrices y desgarrando sus labios escamosos.
El alienígena sonrió a Bulveye como una barracuda, mostrando sus dientes de punta de aguja, y habló con una voz farfullante que burbujeaba desde unos pulmones empapados de feromonas.
—Tú serás un bonito regalo para mi jefe —dijo el alienígena en un gótico bajo aceptable. Dobló sus dedos de cuchilla, que entrechocaron entre sí—. Cómo se va a reír cuando oiga tus audaces palabras mientras arranca la carne de tus huesos. —Un estremecimiento de placer recorrió el torturado cuerpo del alienígena—. Tu sufrimiento será exquisito.
Los ojos helados de Bulveye se entrecerraron mirando al monstruo.
—¿Así que no eres tú el jefe de esta vil horda?
El alienígena soltó una risotada llena de flemas.
—Yo no soy más que un humilde servidor de Darragh Shakkar, arconte de la cábala del Corazón Aullante. Es él quien tiene en su poder y sujeto con sus garras a este mundo de bestias.
El señor lobo asintió lentamente. Cuando volvió a hablar, su voz era tan fría como el hierro pulido.
—Entonces, tú y yo no tenemos nada más de qué hablar.
La mano derecha de Bulveye realizó un movimiento tan rápido que resultó casi borroso al sacarse la pistola de plasma de la cadera y disparar al alienígena entre los ojos.
El cuerpo descabezado del jefe alienígena no había tocado aún el suelo cuando el resto de los lobos espaciales abrieron fuego, desencadenando un lluvia de disparos de bólters que abarcaron desde los bosques circundantes hasta la masa de invasores allí reunidos. La turba de alienígenas era tan compacta que cada una de las ráfagas hizo blanco. Los proyectiles explosivos atravesaron la ligera armadura de los alienígenas y explotaron en su interior, arrancándoles los brazos y las piernas y haciéndoles pedazos el cuerpo. Con un chisporroteante silbido, un par de misiles perforantes salieron como rayos desde el límite del arbolado e hicieron blanco en dos de las naves de transporte de gran tamaño, haciéndolas volar por los aires con una mortífera lluvia de fuego y metralla al rojo vivo. Los alienígenas se volvieron a toda velocidad chillando furiosos y dispararon sus rifles a ciegas contra la oscuridad. Sus armas hacían un zumbido de tono agudo al disparar, escupiendo ríos de dardos a hipervelocidad contra los árboles.
Detrás de Bulveye, Jurgen y Halvdan levantaron sus bólters y se sumaron a la carnicería disparando chorros de proyectiles contra los sorprendidos invasores. Los guerreros alienígenas se retorcieron de forma espasmódica y cayeron soltando chorros de sangre amarga.
A través de la lluvia de fuego se acercaron los guardaespaldas del jefe alienígena caído, con sus horripilantes caras contraídas hasta formar máscaras de odio exacerbado por las drogas, y se lanzaron contra el señor lobo. Docenas de alienígenas se inspiraron al ver la carga salvaje de los guardaespaldas y se unieron también a ellos.
Los chorros de dardos silbaron al pasar junto a Bulveye y rebotaron contra su armadura bendecida por el Mechanicum cuando los alienígenas se le echaron encima. Por encima de sus cabezas pasó silbando una escuadrilla de motocicletas a reacción alienígenas, barriendo el límite norte del arbolado con su fuego de dardos. En respuesta, un misil de fragmentación lanzado hacia el cielo sobre un penacho de llamas detonó entre ellos, acribillando a tres de las motocicletas a reacción con metralla y haciéndolas caer al suelo en picado.
El señor lobo mantuvo su posición y sacó su hacha del cinturón. Activó el campo de energía del arma y saltó hacia delante para recibir la carga de los alienígenas con una antiquísima canción de guerra en los labios. Los guardaespaldas lo rodeaban por todos lados, arañándolo con sus garras o echándose hacia delante para intentar morderlo con sus colmillos, pero cada vez que lo hacían, Bulveye les contestaba con un aterrador golpe de hacha. Cortó brazos y partió cuerpos en dos, desparramó tripas y cortó cabezas, hasta que los cuerpos empezaron a amontonarse a su alrededor. El lobo le invadió el pecho, exigiendo que lo dejara salir, pero Bulveye se centró en su hacha y mantuvo a la bestia bajo control.
A los pocos momentos, Jurgen y Halvdan se unieron al tumulto, cortando y trinchando entre la turba de enemigos con mandobles de sus chisporroteantes espadas de energía. Detrás de los alienígenas explotaron más naves de transporte bajo los misiles y el fuego concentrado de los bólters del grupo restante de la guardia de los lobos. Las motocicletas a reacción que quedaban siguieron ametrallando los bosques, buscando vengarse de los emboscados, pero la oscuridad y la proximidad entre los árboles les ofrecían a los astartes un buen escudo contra gran parte del fuego enemigo.
Una bayoneta de hoja de sierra chirrió al rebotar contra el peto de Bulveye; otra intentó atravesarle la pierna derecha, pero sólo le hizo una marca brillante a lo largo de la greba. Una tercera arma le vino por la izquierda y desde un poco más atrás de donde estaba el señor lobo, y se le clavó en el hueco de debajo del brazo, enredándose en los cables que corrían por allí. Hizo girar el hacha dando un revés que le cortó la cabeza a un invasor y que la lanzó hasta el torso del atacante que le había acuchillado por la espalda. Levantó la pistola de plasma hacia su derecha y disparó dos veces, a quemarropa, contra la masa de enemigos. Los alienígenas reventaron, vaporizados por intensas ráfagas de gases ionizados o incendiados por los efectos térmicos secundarios.
Después, de repente, los invasores alienígenas se apartaron del señor lobo como la marea baja, alejándose rápidamente por todos lados. Más dardos impactaron contra su pecho y sus brazos, pero no se trataba más que de disparos hechos al azar por los alienígenas en retirada. Los guerreros supervivientes huían a gran velocidad, corriendo hacia las naves de transporte que quedaban, cubiertos por el fuego de las restantes motocicletas a reacción.
Bulveye y sus lugartenientes corrieron hacia delante con sus armas ensangrentadas en alto, cantando canciones de venganza y muerte. Una esquirla golpeó al señor lobo justo por encima de la rodilla, haciéndole dar un traspié con un espasmo de dolor repentino, pero prácticamente no flaqueó en su avance.
Dos de las naves de transporte se elevaron en el aire con el quejido de los impulsores gravitatorios, e inmediatamente fueron el blanco de un par de misiles perforantes. Una de las naves fue alcanzada en el flanco, provocando una lluvia de fuego en la cubierta de tropa. El vehículo se tambaleó a causa del impacto, derramando cuerpos en llamas por encima de la barandilla de estribor, pero consiguió seguir adelante dando bandazos con un chirrido de impulsores, y viró trazando un amplio giro hacia el oeste.
La segunda nave voló en pedazos en una explosión espectacular, regando el campo de restos en llamas. Algunos de los restos ardientes cayeron sobre las naves de transporte que se elevaban, sembrando más muerte y destrucción en sus compartimentos de tropa, pero el daño ocasionado no fue suficiente para incapacitarlas. Las elegantes naves viraron en redondo y desaparecieron rápidamente en la distancia, huyendo para ponerse a salvo en la lejana aguja. Momentos después, Bulveye y sus hombres estuvieron solos, rodeados de restos en llamas y de los cuerpos de los muertos.
El señor lobo llamó a los hombres que estaban emboscados en sus posiciones.
—Jurgen, comprueba cómo están los hombres y dame un informe —le dijo a su lugarteniente, y después se volvió y se dirigió al pabellón.
Los nativos se encogieron de miedo al verlo acercarse: era un inmenso gigante acorazado, con la silueta recortada sobre fuego y portando una brillante y chisporroteante hacha de energía en una mano cubierta por un guantelete.
Los antimonianos, tanto los delincuentes como las víctimas inocentes, levantaron la mirada hacia Bulveye con una mezcla de admiración y de puro terror atávico. Miró hacia la masa de hombres y mujeres acurrucados y les habló con una clara voz de mando.
—Escuchadme, gentes de Antimon —dijo el señor lobo—. Desde esta noche en adelante, ya no viviréis con miedo. Volved a vuestra ciudad y contadles a todos los que os encontréis lo que ha ocurrido esta noche. Decidles que el Padre de Todas las Cosas ha enviado a sus guerreros para que luchen por vosotros y que no descansaremos hasta que echemos a los alienígenas de vuestro mundo para siempre.
Bajó su hacha trazando un arco silbante y cortó las cadenas del primer grupo de prisioneros. Saltaron hacia atrás gritando y después cogieron los eslabones cortados y los miraron asustados y con asombro. Para cuando el señor lobo hubo llegado al segundo grupo de prisioneros, los primeros hombres ya estaban corriendo hacia el este a toda la velocidad que sus piernas les permitían.
Halvdan se unió a Bulveye en la tarea de liberar a los antimonianos. Su espada de energía crepitó al cortar en dos los eslabones de hierro. Cuando las últimas personas hubieron sido liberadas y enviadas de vuelta huyendo hacia la ciudad de Oneiros, el lugarteniente le echó una mirada de soslayo a Bulveye con su ojo biónico plano e inescrutable.
—No ha sido un mal comienzo —dijo—. Pero tuvimos suerte. Los malditos alienígenas han controlado este planeta durante tanto tiempo que se habían vuelto displicentes. Y me imagino que volverán dentro de nada buscando la revancha. ¿Qué hacemos ahora?
El señor lobo se enderezó y miró hacia el oeste.
—Llamamos a la Stormbird y nos encaminamos hacia el sur, atrayendo cualquier posible persecución, dejando así que los oneiranos tengan posibilidades de regresar a su ciudad —dijo—. Luego buscamos un buen lugar en los eriales para montar una base y esperar a ver hasta qué punto esta gente quiere recuperar su planeta.
Una tormenta se estaba formando entre las ruinas. Bulveye sentía como subía la carga estática en el aire como una débil caricia contra la piel descubierta de su cara y de sus manos. El aliento de un viento caliente y seco silbó por encima de las piedras de la ciudad derruida, seguido por el retumbar de un lejano trueno metálico por el este que hizo salir al señor lobo de las profundidades de su trance recuperador. De un modo reflejo comenzó una serie de rutinas autohipnóticas que lo devolverían, una capa mental tras otra, a la consciencia total. Tras unos momentos, abrió los ojos e inspiró profundamente para activar completamente sus sistemas pulmonares. Los sistemas de bioapoyo de su armadura terminaron sus rutinas de purificación, eliminando las toxinas que se excretaban a través de las glándulas sudoríparas modificadas que había por todo el cuerpo e inyectándole estabilizadores metabólicos en la corriente sanguínea. Según sus propios cálculos, había descansado durante menos de una hora. No era suficiente, teniendo en cuenta la cantidad de radiación a la que había estado expuesto, pero tendría que servir. Necesitaba inspeccionar el campamento provisional de su grupo de combate y asegurarse de que todo estaba bajo cubierto y asegurado antes de que la tormenta y sus vientos aulladores se desataran sobre ellos.
Su último campamento estaba a cien kilómetros al sur de la zona habitable de Oneiros, en las ruinas de una pequeña ciudad que todavía tenía un alto nivel de radiación de fondo proveniente del holocausto de los alienígenas dos siglos atrás. A lo largo los tres meses anteriores habían cambiado de posición docenas de veces, sin quedarse en ningún sitio más de una semana y manteniéndose en regiones radioactivas con la esperanza de confundir a las patrullas enemigas de cazadores-asesinos. Era sólo la propia y dilatada experiencia de Bulveye como incursor, más la movilidad que les proporcionaba la nave de desembarco de tropas Stormbird, lo que permitía a los lobos continuar con sus ataques de golpe y fuga contra los sajadores y escapar de las furiosas persecuciones que tenían lugar después.
Atacaban por todas partes y en cualquier momento, funcionando con equipos formados por tres hombres, prácticamente en todas y cada una de las zonas habitables del planeta. Con cientos de años de experiencia en combate y toda una vida acechando en los bosques de su nativa Fenris, los astartes tendían emboscadas rápidas como el rayo a las aisladas partidas incursoras de los alienígenas, o bien utilizaban lanzamisiles para atacar a las naves de transporte que volaban a escasa altura entre las agujas alienígenas y las ciudades antimonianas. Atacaban con rapidez, causaban el mayor número de bajas posible y después desaparecían igual de rápidamente en el campo, evitando que los detectaran hasta que volvía a presentarse una nueva oportunidad. Bulveye tenía intención de hacer salir a todos los sajadores que pudiera e impedir sus ataques sobre los antimonianos, y a juzgar por la intensidad de la respuesta de los alienígenas, la estrategia parecía estar funcionando. Los alienígenas tenían ahora patrullas registrando constantemente los páramos, y algunas de ellas se aventuraban hasta los extremos norte y sur del planeta, hasta los polos; y en las últimas semanas habían incluso recurrido a desencadenar bombardeos orbitales aleatorios contra algunas de las ruinas más grandes con la esperanza de hacer salir a sus presas.
Los astartes tuvieron éxito por la sencilla razón de que estaban dispuestos a sufrir muchísimas más privaciones y penurias que sus enemigos, y además podían hacerlo. El pequeño almacén de raciones de emergencia que se encontraba a bordo de la Stormbird ya se había agotado tras un mes de cuidadoso racionamiento, pero las funciones metabólicas mejoradas de los guerreros les permitían conseguir nutrientes de las plantas, los animales e incluso de materiales inorgánicos que podrían matar a un humano normal. Acampaban en lugares agrestes y desolados que los dejaban a merced del peor clima que podía darse en el planeta y se exponían a niveles de radiación de fondo que habrían matado a un ser humano normal en cuestión de horas. Más de una vez, un equipo de cazadores-asesinos había encontrado la pista de los lobos, pero se habían visto obligados a abandonar su persecución cuando el terreno se volvía demasiado mortífero para que ellos pudieran atravesarlo.
Por todas esas razones, los lobos pagaron un precio muy elevado por su éxito. La exposición constante a la radiación había suprimido sus capacidades naturales de curación, lo que junto a la predilección de los alienígenas por envenenar sus armas, significaba que muchos de los guerreros estaban heridos en mayor o menor medida. De los doce astartes bajo el mando del señor lobo, tres habían sucumbido a sus heridas y habían caído en el sueño rojo, un coma profundo que liberaba el cuerpo del guerrero para intentar que superara las heridas más graves. En ese momento, Bulveye tenía dos equipos de tres guerreros realizando despliegues extensos por todo el planeta ininterrumpidamente, con un tercer equipo proporcionando seguridad a los hermanos caídos mientras éstos recuperaban sus fuerzas para formar otra patrulla.
La situación era difícil, pero había signos alentadores que indicaban que estaban causando un impacto en el equilibrio de poder en Antimon. Los sajadores aún atacaban las ciudades, a veces con una saña que rayaba en lo espantoso, pero los feroces ataques faltos de coordinación rara vez obtenían resultados significativos. Y lo que era aún más importante, había signos de que el mensaje de Bulveye había conseguido circular de algún modo entre los antimonianos de todo el mundo. Los campos de entrega de tributos habían caído en desuso tras los acontecimientos de aquella primera y fatídica noche, o por lo menos ya no se usaban con la finalidad para la que habían sido construidos. En lugar de eso, los lobos, que a veces pasaban cerca de los pabellones, encontraban ofrendas de comida o medicinas envueltas en paquetes de paño impermeable, o simplemente, coronas de flores de la zona o botellas de vino. A veces los paquetes contenían notas escritas en el dialecto local, y los guerreros se afanaban durante horas para intentar descifrar la extraña escritura, intentando adivinar su contenido. Para Bulveye el mensaje estaba lo suficientemente claro: la gente de aquel mundo maltrecho sabía lo que su banda de guerreros estaba haciendo por ellos, y ellos se lo agradecían.
El señor lobo captó signos de movimiento al pie de la colina baja sobre la que estaban sentados. Momentos después, Halvdan apareció de entre las ruinas de una pequeña vivienda y empezó a cojear de manera evidente ladera arriba hacia él. El fornido guerrero había sido alcanzado en el muslo por un puñal envenenado blandido por una mujer alienígena de pelo blanco, y de momento la herida no mostraba signos de curación. Cómo podía caminar, y mucho menos combatir, con un dolor tan terrible, era algo que asombraba a Bulveye.
—La Stormbird viene hacia aquí —informó el lugarteniente con voz ronca cuando llegó a la cima de la colina.
Bulveye le hizo una señal para que se sentara, y Halvdan se dejó caer sobre el suelo con gesto de gratitud. Tenía la piel de alrededor de los ojos pálida y arrugada a causa del esfuerzo. Sacó una cantimplora de su cinturón y dio un largo trago. Bulveye hizo un gesto de asentimiento.
—¿Se han recuperado los dos equipos?
—Sí, gracias al Padre de Todas las Cosas —contestó Halvdan—. Aunque Jurgen dijo que tenía bajas.
El guerrero barbado miró hacia el este, hacia la distante mancha marrón de la tormenta que se aproximaba. Volvió a beber de la cantimplora.
—He terminado de hacer el inventario de nuestros pertrechos, como me pidió.
El señor lobo levantó una ceja.
—Vaya, eso ha sido rápido.
Halvdan dejó escapar un gruñido.
—No había mucho que contar —dijo—. Nos quedan cuarenta proyectiles de bólter por hombre, ocho granadas, doce bombas de fusión y dos misiles perforantes, más lo que las dos patrullas consigan traer de vuelta. No nos queda ni un solo botiquín médico completo, y los daños de las armaduras oscilan entre el diez y el dieciocho por ciento por guerrero. En resumen, estamos llegando al límite de nuestros recursos. Podemos arreglárnoslas para equipar a otro grupo de patrullas, o quizá para un enfrentamiento más importante, y ya no nos quedará nada.
Suspiró y miró fijamente a Bulveye con su rojo ojo torvo.
—Ya hace cuatro semanas que deberíamos haber llegado a Kernunnos. Deben estar a punto de enviar a alguien a buscamos. Un grupo de combate podría llegar en cualquier momento.
El señor lobo miró a su hermano de batalla.
—¿Adonde quieres ir a parar? —le preguntó.
Halvdan volvió a beber. Por el olor, estaba claro que contenía vino antimoniano. El guerrero encogió sus enormes hombros.
—No me gustan estos malditos alienígenas más de lo que le puedan gustar a usted, señor, pero creo que, llegado este momento, ya hemos hecho todo lo que podíamos. El mismo Leman no habría podido pedir a nuestros hermanos que lucharan más. Usted lo sabe. Cuando la Stormbird regrese, ¿por qué no nos asentamos en algún lugar un poco más habitable y nos lo tomamos con calma hasta que lleguen los refuerzos?
La sugerencia sorprendió enormemente a Bulveye.
—No podemos dejarlo ahora. Precisamente ahora no. Las cosas se están volviendo a nuestro favor. Si no mantenemos la presión, estaremos renunciando a la iniciativa en favor del enemigo, y te garantizo que ellos harán todo lo que puedan para sacarle el máximo partido.
—Sí, pero… —Halvdan hizo una pausa, buscando una forma diplomática de decir lo que tenía en mente. Después de un momento, dejó de intentarlo y simplemente siguió con lo que quería decirle—: Señor, no le debemos nada a esta gente. Nos rechazaron de antemano, y ya sabe lo que eso significa.
El señor lobo entrecerró los ojos, enfadado.
—Lo sé muy bien —gruñó—. Y si ésa es la cuestión, cumpliré con mi deber, como cualquier otro siervo del Padre de Todas las Cosas. No puedes pensar que haría otra cosa si observas los destrozos que he causado en este subsector.
Halvdan levantó una mano con gesto apaciguador.
—Señor, no estoy diciendo que se haya vuelto tierno.
—Sé exactamente lo que me estás diciendo, hermano —dijo Bulveye—. Te preguntas por qué estoy haciendo tantos esfuerzos para luchar por una gente a la que podríamos dar la espalda ahora y volver para conquistar más adelante.
El señor lobo se puso de pie. De las juntas de su armadura cayó un polvo que se llevó la brisa que empezaba a soplar cada vez con más fuerza.
—Somos cruzados, Halvdan. El Padre de Todas las Cosas nos mandó a salvar los mundos perdidos de la humanidad y a devolverlos al redil. Mientras quede una posibilidad, por muy pequeña que sea, de que podamos convencer a esta gente de cuáles son nuestras intenciones y evitar que se repita lo que hicimos en Kernunnos, haré todo lo tenga que hacer. Lucharé hasta mi último aliento si es preciso.
Halvdan levantó la mirada hasta Bulveye con una expresión recriminatoria, pero tras un breve instante, simplemente movió la cabeza y suspiró. Haciendo un esfuerzo, volvió a ponerse en pie y le dio una palmada en el hombro al señor lobo.
—La nave de desembarco de tropas debería llegar en cualquier momento —le dijo—. Será mejor que vayamos a recibirla y así veremos si Jurgen nos ha traído algún regalito.
Juntos, los dos astartes bajaron la colina y se adentraron en la polvorienta llanura al oeste de la ciudad en ruinas. En el preciso instante en que llegaron, una forma negra apareció en el horizonte, volando bajo para ocultar su trayectoria de vuelo a los sensores orbitales. Al instante, los dos lobos se dieron cuenta de que la nave de desembarco de tropas tenía problemas: uno de los motores soltaba un chorro de humo y la trayectoria de vuelo era errática. Estaba claro que el piloto estaba haciendo un esfuerzo desesperado por mantener a la Stormbird derecha y nivelada a una altitud tan peligrosa.
Al cabo de unos minutos la nave de asalto había encendido los retrorreactores sobre el campo de aterrizaje y se había dejado caer pesadamente sobre el suelo polvoriento. Momentos después se abrió la rampa y cuatro lobos, incluyendo al piloto, salieron rápidamente con extintores en las manos. Corrieron hasta la popa y rodaron el motor humeante. Mientras tanto, Jurgen apareció en la parte superior de la rampa y se acercó a Bulveye y a Halvdan, que aún permanecían de pie a unos metros de distancia.
—Os habéis perdido un viaje interesante —dijo Jurgen mientras se acercaba a su señor—. Un par de cazas alienígenas nos interceptaron cuando cruzábamos la zona habitable de Oneiros y nos han perseguido insistentemente hasta que hemos podido derribarlos.
—¿Son graves los daños? —preguntó Bulveye.
La expresión de Jurgen se volvió sombría.
—Habrá que preguntarle al piloto por la nave de desembarco de tropas. Dos hermanos más han entrado en el sueño rojo y es probable que uno de ellos pierda ambas piernas, si es que sobrevive.
El señor lobo recibió las noticias con un movimiento seco de cabeza.
—¿Han tenido éxito las patrullas?
—Sí —respondió Jurgen sin vacilar—. Puede que hasta más de lo que esperábamos.
—¿Ah, sí? ¿Cómo es eso?
El lugarteniente cruzó los brazos.
—Bueno, pues durante el vuelo de regreso, el piloto detectó mucha actividad aérea alrededor de Oneiros. Parecía que los sajadores estaban llevando a cabo una serie de incursiones fuertes sobre la ciudad, así que decidí intentar echar un vistazo más de cerca. Nos infiltramos en la zona y aterrizamos cerca del campo de entrega del tributo. Y ahí es donde nuestra patrulla encontró algo interesante.
Bulveye frunció el ceño al escuchar las noticias.
—¿Otro paquete?
—No. Un mensaje —respondió Jurgen. Cogió la bolsa pequeña que le colgaba del cinturón y sacó un trozo de papel—. Estaba envuelto alrededor de la empuñadura de un puñal hincado en un hueco entre las losas del suelo del pabellón.
El señor lobo examinó el papel. Para su sorpresa, estaba escrito en gótico bajo antiguo, mucho menos parecido al dialecto local y mucho más similar a la lengua madre que casi todo el mundo humano comprendía.
La nota contenía una frecuencia de comunicación, una hora y un nombre: Andras.
Jurgen estudió la reacción de Bulveye ante el mensaje.
—¿Qué cree que quiere decir? —le preguntó.
Bulveye consultó el crono de su armadura. Faltaban sólo unas horas para la hora mencionada en el mensaje.
—Quiere decir que los antimonianos están preparados para dar el siguiente paso.
Llegaron cuatro horas antes de la hora acordada para el encuentro, después de moverse por tierra a través de los eriales y de atravesar las colinas arboladas, hasta que estuvieron en posición para poder observar el campo del pago del tributo.
A Bulveye no le cabía ninguna duda de que era a Andras al que le hablaba por el intercomunicador, pero eso no significaba que tuvieran que descartar la posibilidad de una emboscada.
Las naves alienígenas los sobrevolaban a intervalos regulares mientras los lobos permanecían sentados esperando: naves de transporte y cazas, en su mayoría dirigiéndose a Oneiros. Tal y como Jurgen había informado, parecía que los sajadores habían dedicado gran parte de sus fuerzas locales para saquear la ciudad, sin importarles el precio que tuvieran que pagar. Bulveye observó los aparatos que le pasaban por encima y añadió los datos al plan que estaba fraguando.
Exactamente a la hora acordada, un trío de figuras con capas salió del bosque que limitaba con la carretera al este del pabellón y se dirigió hacia el lugar del pago del tributo. Los lobos estaban impresionados; nadie se había percatado de la presencia de los antimonianos hasta que habían salido al descubierto. Bulveye observó cómo se acercaban hasta el lugar del encuentro y se agachaban, y tomó una decisión.
—Voy a bajar —les dijo a sus lugartenientes—. Mantened la posición aquí mientras yo no diga lo contrario.
Así pues, salió de las sombras y se encaminó a la llanura donde habían emboscado a los sajadores la primera vez, unas doce semanas antes.
Los antimonianos lo vieron cuando aún estaba muy lejos. Lo observaron atentamente desde el fondo de sus capuchas, pero no hicieron ningún movimiento hasta que él se encontró a unos pocos metros de distancia. Una de las figuras se levantó con tranquilidad y avanzó para acercarse a Bulveye, que supo, por la forma de moverse del hombre, que se trataba de Andras.
—Bien hallado —dijo Bulveye en voz baja y extendiendo la mano.
Andras la cogió y estrechó la muñeca del señor lobo con el saludo de los guerreros.
—Llevamos dos semanas esperando con la esperanza de que encontrarais el mensaje —contestó el joven noble—. Estamos muy contentos de que hayáis venido. ¿Cómo os va?
—Bien, bien —dijo Bulveye cautelosamente—. Os agradecemos los regalos que vuestra gente ha dejado para nosotros. ¿Ha cambiado de opinión el Senado?
—El Senado ya no existe —contestó Andras—. Los invasores los mataron a todos el mes pasado.
La noticia sorprendió a Bulveye.
—¿Qué pasó?
—Nuestros almacenes de comida se están agotando rápidamente —explicó Andras—. Y lo mismo está pasando por todo Antimon. Mi padre y los otros senadores decidieron iniciar negociaciones con el jefe de los sajadores para intentar llegar a algún tipo de acuerdo antes de que nuestra situación se volviera insostenible. —El cuerpo del joven noble se tensó—. El jefe alienígena aceptó llevar a cabo la reunión en el edificio del Senado, pero no vino a negociar. En lugar de eso, él y sus guerreros capturaron a los senadores y se pasaron toda una semana torturándolos hasta la muerte. Desde entonces, los invasores han estado atacando Oneiros de manera salvaje, acribillando las calles con todos los tipos de armas y proyectiles a su disposición y destrozando los refugios de las colinas.
—¿Qué ha sido del jefe alienígena? —preguntó Bulveye.
—Intervino personalmente en las torturas a los senadores, pero después regresó a la torre.
El señor lobo asintió pensativo.
—¿Y qué quieres de nosotros, Andras, hijo de Javren?
Andras alzó la mano y se quitó la capucha. Una cicatriz reciente le cruzaba la parte izquierda de la cara y tenía cardenales en la frente.
—Queremos unirnos a vosotros —contestó—. Siempre hubo algunos de nosotros, los aristócratas, que continuamos en secreto con las costumbres de los caballeros. Veros aquí enfrentándoos a los invasores aquella noche nos inspiró para entrar en acción nosotros también. Últimamente hemos estado atacando a los invasores en el interior de la ciudad y hemos tenido algunos éxitos, ¡pero seríamos cien veces más efectivos si pudiéramos combatir contigo y con tus guerreros hombro con hombro!
Para sorpresa de Andras, Bulveye negó con la cabeza.
—Combatir a los alienígenas dentro de Oneiros traerá muy pocos beneficios a estas alturas.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Andras entre dientes—. ¿Qué diferencia hay entre eso y lo que vosotros habéis estado haciendo durante los tres últimos meses?
—Pues que todo lo que he hecho hasta ahora iba dirigido a un objetivo concreto que tengo en mente —explicó Bulveye—, y es el de dividir a los invasores para conseguir que terminen enfrentándose entre ellos.
Andras frunció el ceño mientras miraba al señor lobo y negó con la cabeza, invadido por la frustración.
—No lo comprendo —dijo al cabo de unos momentos.
—Porque tú nunca has sido un saqueador —contestó Bulveye—. Yo lo fui, hace mucho tiempo, y todo lo que llevo visto hasta ahora de los sajadores, me dice que no son muy diferentes a los saqueadores con los que tuve que vérmelas en Fenris.
—¿Qué significa eso? —le contestó Andras.
—Significa que son un puñado de avariciosos, y la avaricia convierte a cualquier persona en alguien traicionero —le explicó Bulveye—. Una banda de incursores es tan fuerte como lo es su jefe, que mantiene unido al grupo siendo más duro, más malo y más listo que los demás. Se queda con lo mejor del botín, pero mientras todo el mundo consiga una parte, la banda permanece más o menos contenta. Sin embargo, cuando se acaba el botín, es entonces cuando la situación se pone peligrosa.
Andras pensó en ello unos instantes.
—Y le habéis puesto muy difícil a los sajadores conseguir muchos esclavos.
—Además de matar a muchos de ellos mientras lo intentaban —añadió Bulveye—. Cada vez que emboscamos a un grupo de incursores o derribamos un transporte, su jefe parece más y más débil. Te garantizo que, en este momento, algunos de sus lugartenientes ya tienen la tentación de intentar tomar el control de la banda en sus manos.
—Así que si el jefe de la banda muere, el resto se atacará entre sí para ver quién se queda con el mando —concluyó Andras.
—Exacto —le confirmó Bulveye—. Y como ahora la mayoría de los sajadores están en Oneiros, tenemos una oportunidad excelente para matar al jefe y provocar el comienzo de ese enfrentamiento intestino.
—¿Cómo planea hacerlo? —quiso saber el noble—. Ya le dije que ha vuelto a la torre.
—Lo único que necesito es un transporte de los sajadores. Los alienígenas se creen a salvo en sus ciudadelas flotantes. Voy a demostrarles que se equivocan.
Andras miró fijamente al señor lobo.
—Puedo conseguir un transporte —le dijo a Bulveye—, pero con la condición de que nos permitan ayudarle en el ataque a la torre.
Bulveye alzó una mano.
—Aprecio tu valentía, pero no necesitamos ayuda.
—¿De verdad? ¿Saben cómo manejar uno de esos transportes?
—Todavía no. ¿Y tú?
—No… todavía —admitió Andras a regañadientes—. Pero a lo largo de estos dos últimos siglos mi gente ha conseguido aprender un poco del idioma de esos alienígenas. —El joven noble se irguió todo lo que le permitía su altura, lo que lo dejó al nivel del pecho del enorme astartes—. Podemos poner un transporte en sus manos y enseñarle a leer los mandos. Lo único que le pedimos es que nos permita acompañarles cuando ataquen la torre.
A Bulveye no le quedó más remedio que admirar la valentía del joven.
—¿Cuánto se tardaría en todo eso?
—Podríamos atacar esta misma noche —le contestó Andras con voz confiada.
—¿De verdad? Muy bien. Cuéntame cuál es tu plan.
Una vez Andras y Bulveye estuvieron de acuerdo en el plan, el señor lobo reunió a sus hermanos de batalla y a los antimonianos para regresar a Oneiros a pie. El señor lobo fue testigo de la devastación que habían provocado los invasores alienígenas cuando el grupo llegó a las afueras de la ciudad. El cielo que se extendía sobre la ciudad tenía una tonalidad naranja por los numerosos edificios incendiados que se alzaban en el centro de la población. Bulveye detectó signos de actividad en las colinas que rodeaban Oneiros, ya que los alienígenas estaban asediando muchos de los refugios de piedra blanca allí emplazados. Las aeronaves surcaban el cielo nocturno de un lado a otro, pero Andras y sus compañeros condujeron a los astartes por una ruta serpenteante por las calles tortuosas hasta que llegaron a una amplia plaza situada a unos pocos kilómetros del edificio del Senado. En la plaza estaban posados cuatro transportes alienígenas y cerca de cuarenta incursores, en lo que parecía ser una base improvisada.
Andras llevó a los lobos espaciales hasta el armazón quemado de un edificio municipal y los dejó allí mientras sus compatriotas y él ponían en marcha su plan. Andras regresó con otros ocho individuos un poco más tarde, pero esta vez llevaba puesta la curiosa armadura de escamas y las armas de la casta guerrera de Antimon. Las piezas de la armadura estaban pulidas hasta el punto de tener el brillo de un espejo. Las placas emitían un leve olor a ozono que hizo que Bulveye frunciera la nariz.
—Ya está —dijo el joven noble al entrar—. Llevábamos planeándolo desde hace cierto tiempo, aunque con una intención diferente. La distracción estaba pensada para atraer la atención de los sajadores para que otros grupos pudieran salir de los refugios y conseguir comida. —En el rostro de Andras apareció una expresión ceñuda—. Tengo la esperanza de que, si el plan funciona, ya no será necesario tomar unas medidas tan desesperadas.
Bulveye asintió.
—¿En cuánto tiempo?
Andras miró su crono.
—En otros veinte minutos, más o menos.
Los guerreros se sentaron a esperar y se dedicaron a comprobar el estado de sus armas y a observar la actividad en la plaza. Bulveye se sentó al lado de Andras.
—Antes me hiciste una serie de preguntas. Ahora me gustaría que me contestaras a una —le dijo Bulveye.
Andras apartó la mirada de la pistola a medio desmontar que tenía en el regazo.
—Muy bien —contestó con voz tensa—. ¿Qué quiere saber?
—Cuando llegamos a Antimon, nadie contestó a nuestras llamadas… excepto tú. ¿Por qué desobedeciste la orden del Senado y respondiste a mi mensaje? —le preguntó el señor lobo.
Andras tardó unos momentos en contestarle. Apretó los labios hasta que no fueron más que una línea delgada y en sus ojos apareció una mirada perdida.
—Los sajadores se llevaron a mi madre y a mi hermana cuando yo sólo tenía cuatro años —dijo al cabo de unos instantes—. Asaltaron nuestro refugio. Mi padre tuvo el tiempo justo para esconderme, pero los incursores encontraron a todos los demás. Lo perdonaron porque era un miembro del Senado, pero… pero se llevaron a los demás, y él ni siquiera intentó impedírselo. Mi hermana sólo tenía dos años. —El joven se llevó una mano al rabillo de los ojos—. Cuando cumplí diez años, me metí a escondidas en el ático y empecé a practicar con las armas de mi bisabuelo. Me prometí que, si tenía la oportunidad, les haría pagar a los sajadores lo que habían hecho. Cuando vuestra nave llegó a nuestra órbita, creí que por fin había llegado esa oportunidad.
Bulveye le puso una mano en el hombro.
—Y así es, Andras. Te lo prometo.
A lo lejos se oyó el sonido débil pero inconfundible de una explosión, al que siguió el tableteo de disparos. El estruendo del combate se intensificó de inmediato, hasta que sonó igual que una batalla a gran escala. Andras se puso en pie.
—Ese es el ataque de distracción —dijo—. Ahora tenemos que esperar para ver qué hacen los sajadores.
Los alienígenas que se encontraban en la plaza se pusieron en movimiento de inmediato. Pocos minutos después, tres de los transportes ya habían despegado y sobrevolaban las colinas en dirección al combate.
Andras sonrió cuando los transportes se perdieron de vista.
—Siempre dejan un transporte de reserva —comentó al mismo tiempo que señalaba con un gesto del mentón la nave que estaba todavía posada en tierra—. Ahora lo único que tenemos que hacer es acabar con los diez guerreros que quedan.
Bulveye asintió.
—Eso déjalo de nuestra cuenta.
El edificio en el que estaban escondidos se encontraba en una calle secundaria que salía de la misma plaza desde un punto situado a unos treinta metros del transpone y de su dotación de incursores. Bulveye llamó a sus guerreros con una orden seca y los astartes prepararon las armas.
—Sed rápidos, hermanos —les dijo—. No es momento de ser sigilosos. Matad a esos cabrones lo más rápidamente que podáis y nos pondremos en marcha de inmediato.
El señor lobo se dio la vuelta sin esperar respuesta y fue el primero en salir y en dirigirse hacia los sajadores a la carrera.
Apenas había recorrido cincuenta metros cuando los alienígenas detectaron su presencia. Su oído potenciada captó el siseo de las órdenes que el oficial enemigo comenzó a impartir, y sus subalternos se apresuraron a obedecerlas poniéndose a cubierto y abriendo fuego con sus armas. Los proyectiles enemigos silbaron alrededor de Bulveye o rebotaron contra las placas de su armadura. El respondió alzando la pistola de plasma y disparando dos veces. El primer disparo acertó de lleno al oficial alienígena justo cuando éste corría de una posición a otra para ponerse a cubierto. El impacto lo partió literalmente por la mitad. El segundo disparo alcanzó a un incursor que se había asomado desde su posición a cubierto para abrir fuego con su rifle. El plasma le vaporizó la cabeza y los hombros.
Los proyectiles de bólter pasaron silbando alrededor del señor lobo, y los aullidos provocados por la furia de combate resonaron en mitad de la noche. Bulveye sintió de nuevo que la bestia se agitaba en su interior al oír aquel sonido, pero la volvió a contener.
«Todavía no —pensó—. Todavía no, pero pronto».
Los lobos espaciales dispararon mientras seguían avanzando y mataron a un alienígena tras otro hasta que los últimos tres se asustaron y huyeron por una calle secundaria situada al otro lado de la plaza. Bulveye no perdió el tiempo y corrió hacia el transporte. Cuando llegó al vehículo, se subió de un salto con el hacha en la mano. Entró justo a tiempo de ver al piloto del transporte salir disparado por el otro lado del vehículo y echar a correr en pos de sus camaradas.
Pocos momentos después, el grupo de guerreros de Bulveye y de Andras ya se había instalado a bordo. De inmediato, el piloto de los lobos espaciales, un astartes llamado Ranulf, y dos antimonianos de los que Andras les había dicho que conocían el extraño lenguaje alienígena, se apiñaron alrededor de los mandos del transporte y empezaron a estudiarlos. Un minuto más tarde Ranulf pulsó una serie de teclas y la planta de energía de la nave se activó con un zumbido creciente. Luego el piloto empuñó lo que parecía ser una palanca de control y el transporte se elevó en el aire de un modo lento y cuidadoso. Giró el morro de un modo pesado hacia el oeste y comenzó a volar hacia delante sin agilidad alguna.
—¡Más deprisa! —ordenó Bulveye—. ¡Los alienígenas se nos echarán encima en cualquier momento! ¡Si no llegamos a la torre antes de que den la alarma, estamos perdidos!
—Sí, mi señor —respondió Ranulf—. ¡Que todo el mundo se agarre a algo! —gritó, y un momento después tiró de otra palanca.
De inmediato, la aeronave dio un salto hacia delante y subió de velocidad hasta que la ciudad y la campiña iluminada por el atardecer se convirtieron en un borrón bajo ellos.
Andras se abrió paso hasta la parte delantera mientras la nave aceleraba hasta que se colocó al lado de Bulveye.
—¿Está seguro de que esto va a funcionar? —le preguntó.
Bulveye pensó durante unos momentos la respuesta.
—Si conseguimos llegar hasta la cámara del reactor, estoy seguro de que podemos derribar la torre. En lo que concierne al resto… —Se encogió de hombros—. Estamos en manos del destino.
—Pero ¿cómo puede estar seguro de que encontraremos a su jefe?
El señor lobo sonrió con un gesto feroz.
—En cuanto se dé cuenta de lo que queremos hacer, vendrá a por nosotros. No te preocupes por eso.
Diez minutos más tarde vieron la torre alienígena. La silueta de la gigantesca estructura estaba recortada contra el cielo nocturno, rodeada por el leve brillo azulado que emitían los suspensores gravitatorios de la ciudadela. A lo largo de la superficie de la torre brillaban a intervalos regulares unas luces verdes parpadeantes, y aquí y allá se veía cómo una nave despegaba de una de las plataformas situadas en los costados de la estructura y se alejaba en mitad de la noche.
De repente, Ranulf los llamó desde la cabina de control.
—¡Mi señor! ¡El comunicador ha empezado a emitir siseos! ¡Creo que nos están pidiendo una contraseña!
Bulveye se puso de rodillas y se esforzó por esconder todo lo que pudo el cuerpo detrás de la barandilla blindada del transporte. Los demás astartes lo imitaron. El señor lobo se volvió hacia Andras.
—Yo de ti me agacharía. Ahora es cuando va a empezar a ponerse interesante la cosa.
Un momento después, el cielo nocturno se iluminó con los rayos de energía y las ráfagas de disparos trazadores cuando las baterías de defensa de la torre abrieron fuego. Varias descargas impactaron contra la proa del transporte y abrieron unos cuantos agujeros en la placa de blindaje. Los pasajeros recibieron una lluvia de metralla al rojo vivo. Bulveye se volvió hacia la cabina de control.
—¡Dirígete al centro de la torre! —le ordenó a Ranulf—. ¡Allí tiene que haber plataformas de aterrizaje para el mantenimiento y los suministros!
El transpone continuó a toda velocidad a través de la granizada de disparos. Su tremenda velocidad y la sorpresa de la que todavía se estaban recuperando los artilleros de la torre lo convertían en un objetivo muy difícil de alcanzar. Cruzó la distancia que los separaba de la torre en cuestión de segundos. Ranulf distinguió una pista de aterrizaje adecuada en mitad de la torre y se dirigió hacia allí. Tan sólo en el último momento disminuyó la potencia de los motores para prepararse para el aterrizaje.
Se posaron con un impacto tremendo al que acompañó un largo chirrido de metal al rasgarse. Todo el mundo salió disparado hacia delante y acabó amontonado en la proa destrozada mientras el transporte se deslizaba dando bandazos incontrolados por la plataforma de aterrizaje en mitad de una lluvia de chispas. Finalmente, el rozamiento acabó imponiéndose y el transporte disminuyó de velocidad hasta que se detuvo a menos de una docena de metros del borde de la plataforma de aterrizaje.
Los guerreros tardaron unos largos momentos en lograr abandonar la proa del transporte. Jurgen y Halvdan fueron los primeros en saltar por la barandilla para llegar a la superficie de la plataforma de aterrizaje, donde esperaron con las armas preparadas. El resto de los lobos espaciales y los guerreros de Andras se apresuraron a seguirlos. Estos llevaban el rostro tapado por unos velos blindados.
—¡Asegúrate de que esta chatarra está en condiciones de volar para cuando volvamos! —le gritó Bulveye a Ranulf cuando llegó junto a la barandilla—. Si no, va a ser un paseo de regreso muy largo hasta Oneiros.
El señor lobo se bajó de un salto y aterrizó con un fuerte estruendo sobre la plataforma. Dos metros más allá, una compuerta larga y baja conducía al interior de la torre. Bulveye indicó por señas a los demás que se acercaran a ella. Andras se apresuró a hacerlo, seguido muy de cerca por sus guerreros.
—¿Y ahora? —le preguntó al señor lobo.
Bulveye señaló con un gesto del mentón la compuerta.
—Esto tiene que ser un acceso de carga para mandar piezas de repuesto y suministros al interior de la ciudadela. El pasillo que se abre al otro lado nos llevará hacia la cámara del reactor en algún momento. —Le hizo un gesto de asentimiento a Halvdan—. ¡Carga de fusión! ¡Ábrenos un agujero!
El lugarteniente asintió y colocó una de las seis cargas antiblindaje que llevaba en la compuerta. Unos momentos después, se oyó el rugido de una corriente de aire sobrecalentado cuando la carga abrió un agujero en la gruesa placa de la compuerta. Jurgen y otros dos lobos espaciales cruzaron el hueco sin dudarlo y se oyó el estampido de los disparos de sus bólters en el interior. La zona al otro lado estaba repleta de los escombros producidos por la explosión. De los contenedores aplastados salían restos medio derretidos que estaban esparcidos sobre el suelo, y los numerosos cadáveres con armadura que humeaban a su lado eran prueba más que suficiente de la potencia de la explosión concentrada de la carga.
El señor lobo y el resto del equipo de asalto se lanzaron a la carga a través de la brecha mientras Halvdan sacaba una pequeña unidad auspex del cinto. El astartes inició una serie de instrucciones y la unidad se activó de inmediato.
—Recibo una señal de energía muy fuerte a unos setecientos metros —dijo al mismo tiempo que señalaba hacia el centro de la torre—. Tiene que ser el reactor.
—Ponte en cabeza —le indicó Bulveye con un gesto—. Busca la ruta más corta hacia el núcleo y no te detengas por nada.
El equipo de asalto se adentró a lo largo de los veinte minutos siguientes en el interior de la torre tomando como referencia el rastro de energía que captaba el auspex de Halvdan. Bulveye y sus lobos avanzaron de un modo veloz y mortífero a través de los pasillos de acceso de la ciudadela alienígena, donde realizaron una danza de la muerte bien ensayada que acabó con todos los sajadores que se encontraron en el camino. Los anchos corredores tenían forma de gota y una curiosa superficie compuesta de facetas, como si toda la ciudadela hubiese sido tallada a partir de alguna especie de cristal desconocido. Las paredes zumbaban por la energía que contenían. Todas las superficies emitían un leve brillo púrpura que destacaba los grabados extraños aunque elegantes de las paredes cristalinas, aunque dejaba prácticamente todo lo demás envuelto en sombras.
Los defensores alienígenas sellaron todas las compuertas que llevaban al interior de la ciudadela y montaron unas defensas apresuradas detrás de cada una de ellas, pero en cada ocasión los lobos espaciales empleaban una carga de fusión para abrir un agujero en la compuerta y, a continuación, entraban a la carga y disparando mientras los defensores todavía se estaban recuperando de los efectos de la explosión. Se trataba de una técnica antigua que los astartes habían acabado dominando en todas las acciones de abordaje que habían realizado a lo largo de las décadas, y mientras mantuvieran aquel ritmo veloz de avance, los lobos serían difíciles de detener.
Bulveye supo que ya estaban cerca cuando se abrieron paso para entrar en una estancia amplia llena de paneles de control desconocidos y parpadeantes y de casi cincuenta guerreros alienígenas. Los lobos espaciales abrieron la brecha en la compuerta y al entrar se toparon con una tormenta de proyectiles sibilantes. Jurgen y los dos guerreros que entraron con él recibieron decenas de impactos, pero sus armaduras resistieron y detuvieron la mayor parte de las mortíferas agujas. Se lanzaron sin titubeo alguno contra la masa de alienígenas blandiendo en alto sus espadas y hachas sierra, y momentos después ya estaban trabados en combate cuerpo a cuerpo.
El señor lobo fue el siguiente en entrar por la brecha abierta, y se vio atacado por tres lados diferentes. Eran incursores con armadura que blandían rifles y cuchillos de filo serrado. Se deshizo de los de la izquierda con un disparo de la pistola de plasma y luego blandió el hacha de energía contra los demás en un tajo feroz. La afilada hoja partió con la misma facilidad los cañones de los rifles y los torsos protegidos por las armaduras, por lo que los alienígenas retrocedieron en desbandada. Bulveye se lanzó a por ellos, lo que dejó espacio suficiente para que Halvdan y el resto también entraran en la estancia.
Los proyectiles de las armas alienígenas silbaron al cruzar el aire, y les respondió el chasquido de los disparos de las pistolas antimonianas. Andras se colocó a la izquierda de Bulveye y atacó con la espada a los incursores. El enemigo lo acribilló, pero los proyectiles soltaron chispas al salir rebotados sin ni siquiera rozar al noble. Era evidente que la malla de caballero incorporaba un campo defensivo de energía de alguna clase. El resto de los antimonianos se unieron a él con un ánimo feroz y dispararon y apuñalaron a todos los sajadores con los que se encontraron.
Los alienígenas lucharon hasta que murió el último de ellos. Vaciaron los cargadores y luego emplearon los rifles rematados por bayonetas como lanzas hasta que cayó el último. Uno de los hombres de Andras yacía muerto entre ellos, y todos los guerreros de Bulveye habían sufrido unas cuantas heridas leves.
—Tenemos que seguir —ordenó el señor lobo, y señaló en dirección a la compuerta abierta que había al otro extremo de la estancia.
Entraron en una cámara amplia cuyo techo se encontraba muy por encima de ellos. Las paredes de aquella estancia octogonal estaban cubiertas de paneles de control, y en ellas se abrían otras tres entradas a distintas partes de la nave. En el centro de la cámara, suspendido en el aire mediante un complejo sistema de soportes y de matrices de inducción de campo, se encontraba un cristal enorme con forma de huso. El aire de aquel lugar estaba cargado por una tremenda sensación de energía. Cada onda de impulso reverberaba en los mismos huesos del señor lobo.
—Este es el lugar —indicó—. Halvdan, coloca las cargas que nos quedan. Que el resto cubra las demás entradas.
—Será mejor que baste con dos —comentó el lugarteniente mientras se acercaba cojeando al cristal y lo estudiaba con atención para determinar en qué puntos provocarían más daños las dos cargas.
Los demás guerreros se apresuraron a desplegarse alrededor de la enorme cámara del reactor para bloquear el paso por cualquiera de las otras tres entradas y así darle tiempo a Halvdan para que cumpliera las órdenes. Bulveye estaba a pocos pasos por detrás de ellos y se dirigía hacia el otro lado de la cámara cuando los sajadores lanzaron su contraataque.
Atacaron desde los tres lados al mismo tiempo, y dispararon una tormenta de proyectiles desde las entradas que rebotaron peligrosamente por todos lados. El fuego fue tan intenso que los defensores tuvieron que agacharse y ponerse a cubierto, lo que proporcionó a los alienígenas la ocasión de lanzarse a la carga. Los guerreros con armadura entraron en tromba en la cámara a derecha y a izquierda y obligaron a los antimonianos a retroceder para luego enfrentarse a los guerreros de la Guardia del Lobo de Bulveye.
El señor lobo vio que uno de los guerreros de Andras, situado al otro extremo de la estancia, se asomaba a la tercera de las puertas y abría fuego con las dos pistolas. Los disparos de los rifles enemigos rebotaron en sus escudos…, y después, un par de rayos de energía de color índigo le acertaron de lleno en mitad del pecho y le sobrecargaron la protección para luego partirlo por la mitad. Detrás de los rayos de energía apareció a la carga una fuerza de guerreros de armadura negra que iban armados con unas cimitarras largas y de aspecto poderoso cuyas hojas chasqueaban por la electricidad azul que escapaba de ellas. A los pocos momentos, otro de los caballeros había muerto, también partido por la mitad por una de aquellas armas de aspecto temible. Los dos lobos espaciales que defendían aquella entrada se vieron obligados a retroceder ante el ataque de los mortíferos atacantes.
Una figura de estatura elevada y complexión delgada aprovechó el espacio creado por la repentina carga para entrar en la estancia. Llevaba puesta una armadura intrincada de aspecto arcano que a su vez iba envuelta por un aura de energía de color índigo. En la mano derecha empuñaba con gesto despreocupado una larga espada curvada y negra, y en la izquierda tenía una pistola de cañón largo, lista para disparar. La melena de cabello largo y negro le caía suelta sobre los hombros. Su rostro… A Bulveye se le heló la sangre en las venas al ver su rostro.
El caudillo alienígena no tenía rostro. Más bien tenía una multitud de caras. Una serie indefinida de rostros humanos fantasmales y de expresión agónica parpadeaban y aullaban en el sitio donde debería haber estado la faz del alienígena. Hombres, mujeres, niños… Cada rostro se retorcía presa de un dolor y un terror inenarrables. Bulveye sintió desde el otro extremo de la estancia el horror que emanaba de aquella máscara holográfica. Era tan palpable como un cuchillo que le estuvieran apretando contra la mejilla.
El lobo de su fuero interno se alzó sobre las patas y gruñó dejando al descubierto los colmillos. La rabia y el ansia de sangre del animal lo inundaron por completo. «¿Ahora?», pareció preguntarle.
«Ahora», contestó Bulveye, y dejó que la rabia del wulfen se apoderara de él. El señor lobo alzó la reluciente hacha de energía y soltó un aullido. Fue un grito salvaje nacido en los bosques primigenios de la propia Terra. A continuación, se lanzó a la carga contra su enemigo.
Dos de los escoltas del caudillo se interpusieron en el camino del señor lobo con las cimitarras en alto, preparados para detenerlo. Le disparó a cada uno con la pistola de plasma y ambos cayeron con un agujero humeante en el centro del pecho. Un tercer escolta se lanzó contra él para propinarle un tajo con la cimitarra. El ataque fue tan veloz que casi resultó imposible seguirlo con la vista, pero la furia de combate se había apoderado por completo de Bulveye, y su cuerpo se movió de un modo casi inconsciente. Desvió la hoja del arma con un golpe seco de la parte plana del hacha y luego respondió al ataque con un golpe de revés que decapitó a su oponente. El cadáver sin cabeza se mantuvo en pie y Bulveye lo echó a un lado de un empujón con el hombro sin detener la carga y sin dejar de aullar.
El caudillo alienígena lo estaba esperando, aunque empuñaba su espada casi con despreocupación, con la punta hacia el suelo. Enfurecido, poseído por la rabia del combate, el señor lobo le propinó un hachazo que habría partido por la mitad a una persona normal, pero el arma de energía se estrelló contra el campo oscuro que rodeaba al alienígena, y el golpe se detuvo lentamente como si estuviera atravesando arena húmeda. Cuando el filo impactó contra el caudillo, apenas le arañó la armadura decorada con intrincados grabados.
Bulveye habría muerto si no hubiera sido por uno de sus guerreros. Uno de los guardias del lobo que estaba cubriendo el portal, un guerrero temible llamado Lars, había acabado ya con su oponente y se lanzó también a la carga contra el caudillo. Lo atacó con el hacha, pero el golpe rebotó de forma inofensiva contra el campo de energía del alienígena y apenas rozó su casco. El caudillo respondió con un sablazo que lo decapitó.
Enfurecido, Bulveye volvió a atacarlo y le propinó una serie de hachazos contra los brazos y el torso, pero el caudillo se convirtió en un borrón de movimiento letal y esquivó o detuvo todos los ataques con la espada centelleante sin esfuerzo aparente alguno. El alienígena blandió de nuevo el arma negra y Bulveye sintió que la punta se clavaba profundamente en su costado. Su oponente sacó la espada y dio un pequeño salto hacia atrás siseando de placer. El señor lobo soltó un rugido de rabia y disparó contra su ágil contrincante con la pistola de plasma, el rayo se descargó sin causar daños contra el campo de energía del alienígena.
Antes de que pudiera atacarlo de nuevo, una figura de armadura negra se estrelló contra Bulveye. El guardaespaldas derribó al señor lobo y los dos cayeron en una maraña de brazos y armas. Los dos se esforzaron por liberar sus hojas con la rapidez suficiente como para propinar a un golpe definitivo a su oponente. Bulveye vio con el rabillo del ojo que el caudillo alienígena se acercaba con la espada lista para atravesarlo. De repente, oyó el estampido del disparo a quemarropa de una pistola antimoniana y una bala le atravesó el casco al guardaespaldas.
Bulveye apartó de un empujón el cuerpo del alienígena al mismo tiempo que Andras pasaba corriendo a su lado con dos de sus caballeros en pos de él. Las bocas de las pistolas destellaban con cada disparo, pero las balas parecían desvanecerse en el torbellino centelleante que rodeaba al sajador. La hoja de su espada relució dos veces, pero los campos de energía de los caballeros lograron desviar los ataques del alienígena. Las espadas antimonianas intentaron decapitar y atravesarlo, pero el caudillo enemigo esquivó los ataques con una facilidad desdeñosa. Sin embargo, aquella distracción momentánea fue suficiente para que Bulveye se recuperara.
El señor lobo se puso en pie de un salto en mitad del feroz combate y se vio en el centro de una circunferencia cada vez más pequeña a medida que los alienígenas obligaban a sus guerreros a retroceder hacia el centro de la cámara. Muchos de los miembros de la Guardia del Lobo se habían entregado también a la furia del wulfen y estaban causando una matanza infernal entre sus enemigos, pero por cada oponente que mataban, aparecían otros dos. Parecía que no tardarían mucho en verse aplastados por la superioridad numérica del enemigo.
Bulveye oyó un grito al otro lado de la cámara. Se dio la vuelta y vio a Halvdan junto al enorme cristal, y la poca racionalidad que seguía presente en él, le indicó al señor lobo que su lugarteniente ya había colocado las cargas que destruirían el reactor.
El señor lobo se volvió de nuevo hacia el caudillo alienígena y se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Echó a correr hacia él y tomó velocidad a lo largo del movimiento de carga.
Para aquel entonces, los dos compañeros de Andras ya estaban muertos y el joven noble se enfrentaba solo contra el caudillo. Manejaba la espada con una habilidad enorme, pero el alienígena era mucho más veloz y experimentado. Tan sólo el escudo de energía antimoniano lo había salvado de una muerte segura. Cada golpe que recibía el campo protector de Andras provocaba una lluvia de chispas a lo largo de su armadura de escamas, y era evidente que no tardaría mucho en colapsarse y desactivarse.
El caudillo estaba tan concentrado en matar a Andras que no se percató de la carga de Bulveye hasta que casi fue demasiado tarde. Cambió de posición en un movimiento fulgurante y blandió su arma con un mandoble capaz de decapitarlo, pero el señor lobo lo sorprendió al dejar caer su pistola de plasma y agarrar el brazo del alienígena por la muñeca. El campo de energía atravesó la armadura de Bulveye como un chorro de agua helada, con un frío tan penetrante que se le clavó como un cuchillo en los huesos, pero apretó los dientes y no lo soltó.
El alienígena, sorprendido, bramó una serie de maldiciones sibilantes e intentó soltarse, pero Bulveye también soltó el hacha y lo agarró del cuello con la mano derecha. Alzó al alienígena al mismo tiempo que lanzaba un rugido de pura rabia animal, se dio la vuelta y lo arrojó contra el cristal de energía, situado a pocos metros de allí. Cuando el campo de energía del caudillo impactó contra el cristal, se produjo un resplandor actínico y una onda expansiva que derribó a prácticamente todo el mundo. El cuerpo del caudillo se vaporizó al instante. Los trozos humeantes de su armadura reventada rebotaron por todo el lugar como la metralla de una granada.
Lo siguiente que Bulveye oyó fue un sonido estridente y atonal que reverberó por toda la estructura de la propia torre. La explosión lo había sacado del estado de furia de combate, y vio que los últimos sajadores huían de la cámara con toda la rapidez que podían.
Andras estaba al lado del señor lobo, todavía aturdido por la tensión del combate.
—¿Qué ocurre? —preguntó a voz en grito.
Bulveye recogió sus armas del suelo.
—Eso me suena a alguna clase de alarma —le respondió Bulveye también a gritos—. El reactor debe de haber quedado dañado por ese campo de energía. ¡Tenemos que volver ahora mismo a nuestro transporte!
Cinco de los hombres de Andras y dos de los lobos espaciales de Bulveye habían muerto y yacían rodeados de pilas de cadáveres alienígenas. Jurgen y Halvdan estaban ayudando a los supervivientes a recoger los cadáveres de los camaradas muertos y a sacarlos de allí. Todos juntos recorrieron a la carrera el mismo camino que habían seguido para llegar hasta allí, dispuestos a matar a cualquiera que se les interpusiera, pero la alarma había hecho que todos los sajadores de la torre buscaran un modo de escapar de aquel lugar. Para cuando llegaron trastabillando a la plataforma de aterrizaje, el cielo se estaba llenando de transportes alienígenas que se apresuraban a alejarse de la ciudadela, ya condenada. Delante del transporte dañado en el que habían llegado se apilaban montones de cadáveres. Los cuerpos de los alienígenas estaban destrozados por el impacto de los proyectiles explosivos de bólter o por la mordedura de los dientes chirriantes de la espada sierra de Ranulf. El piloto estaba plantado con las piernas abiertas delante de la pasarela de entrada del transporte. Tenía la armadura cubierta de restos sanguinolentos de los alienígenas. Bulveye alzó el hacha en un gesto de reconocimiento por su defensa a ultranza de la nave y luego ordenó a todos que entraran de inmediato en el transporte alienígena.
—¿Cuánto tardarán en estallar las cargas? —le preguntó a Halvdan mientras subían a bordo.
—Otros quince segundos, más o menos —contestó el lugarteniente.
—¡Por los dientes de Morkai! —maldijo Bulveye—. ¡Ranulf, sácanos de aquí ahora mismo!
El transporte averiado se elevó con el aullido gemebundo de los impulsores dañados y con el chirrido del metal rasgado. Se estremeció en el aire y se inclinó peligrosamente hacia babor. Más que despegar, la nave cayó hacia un lado sobre la superficie de la plataforma de aterrizaje y provocó un vuelco en el estómago de sus pasajeros cuando se inclinó a plomo mientras sus motores intentaban vencer la fuerza de la gravedad.
Diez segundos después, el interior de la torre se iluminó cuando una serie de explosiones la sacudieron desde el centro de la estructura. Unos relámpagos de cientos de metros de longitud azotaron la superficie de la construcción, donde partieron por la mitad varias plataformas de aterrizaje y abrieron surcos en la superficie cristalina. Luego, lentamente, igual que un árbol derribado, la gigantesca torre comenzó a caer sobre la superficie del planeta. La punta se estrelló contra el terreno rocoso y se destrozó en el choque. El impacto lanzó una lluvia de escombros por doquier y levantó una nube de polvo que se extendió a lo largo de kilómetros en todas las direcciones. A continuación, el resto de la torre desapareció en una serie de explosiones cataclísmicas.
La onda expansiva del desastre hizo girar al transporte en el aire como si no fuera más que una hoja y lo lanzó despedido dando vueltas sobre sí mismo sin control alguno. Bulveye tuvo la certeza durante unos largos momentos de que se iban a estrellar, pero Ranulf consiguió finalmente hacerse con el control de la nave y la estabilizó a unos pocos cientos de metros del suelo. A su espalda, una columna creciente de polvo y de humo quedó iluminada por los primeros rayos rosáceos del amanecer.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Andras, que se mantuvo todo el tiempo aferrado a la barandilla destrozada con el rostro ceniciento.
Bulveye estudió con atención el cielo y vio que las decenas de naves de transporte de los sajadores aceleraban para elevarse más todavía en dirección a la órbita del planeta.
—Regresaremos a Oneiros y esperaremos para ver qué hacen los supervivientes. Puede que empiecen a luchar entre ellos para decidir quién será su próximo caudillo…
—¿O?
El señor lobo se encogió de hombros.
—O vendrán a visitarnos dentro de muy poco.
El aire de la mañana se llenó con las estelas de vapor que dejaban las naves alienígenas que ascendían hacia la atmósfera superior. Bulveye y Andras condujeron a sus guerreros hacia el edificio del Senado pendientes del destino que le esperaba a Antimon mientras los primeros ciudadanos de Oneiros salían de un modo dubitativo de los refugios y observaban boquiabiertos la gigantesca columna de humo y de polvo que manchaba el cielo hacia el oeste.
Durante las primeras horas se dedicaron a atender a los heridos, a repartirse la poca munición que les quedaba y a fortificar todo lo posible el edificio. Luego, cuando el día siguió avanzando y les llegó el sonido de los gritos de alegría desde las colinas que los rodeaban, Andras envió a uno de sus caballeros a la ciudad en busca de comida y de vino. A última hora de la tarde comenzaron a aparecer oneiranos que les llevaban las últimas provisiones que les quedaban en las despensas: carne curada, verdura seca y vino dulce. A los lobos espaciales de Bulveye les pareció un festín digno de un primarca.
Los guerreros bebieron y comieron mientras el sol se ponía, y disfrutaron de la camaradería de unos hermanos de batalla con los que se habían enfrentado a la muerte hombro con hombro. Bulveye observó a todos los reunidos con un gran orgullo. Los antimonianos habían luchado muy bien. El señor lobo tuvo la certeza de que en los siglos venideros el planeta proporcionaría unos soldados excelentes para el Ejército Imperial, o quizá aspirantes para las legiones del Padre de Todas las Cosas.
Cayó la noche, y los centinelas de vista más aguda ocuparon sus puestos en las terrazas exteriores del edificio del Senado sin dejar de observar el cielo en busca de alguna señal de ataque. No se detectó el menor atisbo de movimiento. Los astartes tampoco fueron capaces de captar el débil destello emitido por las naves en órbita alrededor del planeta. Bulveye consideró que aquello no era buena señal, y tanto él como Andras se pasaron toda la noche sin dormir preparando una última defensa del edificio del Senado.
Justo antes del amanecer, uno de los lobos espaciales destacados como centinelas vio en el cielo las primeras líneas de luz delatadoras. Bulveye y Andras estaban sentados juntos a los pies de la escalera que llevaba al asiento del presidente del Senado cuando se activó el comunicador del señor lobo.
—Fenris, aquí la Espada Tormentosa. Fenris, aquí la Espada Tormentosa. ¿Me recibe? Cambio.
Aquella voz hizo que Bulveye se irguiera de inmediato. Se puso en pie y alzó la mirada hacia el cielo como si de repente fuera capaz de ver al crucero de los Lobos Espaciales flotando cerca del techo.
—¡Espada Tormentosa, aquí Fenris! ¡Les recibo! ¿Cuál es su situación?
—Nuestro grupo de combate llegó al sistema hace veinticuatro horas y nos acercamos con sigilo al planeta —respondió el oficial al mando de la Espada Tormentosa—. Cuando nos encontrábamos a ocho horas de la llegada, nos atacó una gran flota de naves alienígenas, pero les infligimos daños muy graves y una hora después los obligamos a retirarse. Los supervivientes huyeron hacia los puntos de salto situados cerca del borde exterior del sistema.
Para cuando dijo esto, los demás miembros del grupo de Bulveye ya se habían puesto en pie, además de Andras y sus caballeros. Todos lo miraban con expresión intrigada. Bulveye les respondió con una mirada triunfal.
—¡Ha llegado un grupo de combate desde Kernunnos y ha derrotado a los sajadores! ¡Antimón es libre!
Tamo los astartes como los caballeros prorrumpieron en vítores al oír aquello. Andras se acercó a Bulveye y le dio unas cuantas palmadas en la hombrera.
—Amigo mío, os debemos más de lo que jamás podremos llegar a pagaros —le dijo al enorme guerrero—. A partir de hoy, recordaremos este día como el día de la liberación de Antimon.
El señor lobo negó con la cabeza.
—Hermano, no existe deuda alguna entre nosotros. Sólo tenéis que servir fielmente al Padre de Todas las Cosas en el futuro y cumplir con vuestro deber para con el Imperio. Eso será más que suficiente.
La sonrisa desapareció del rostro del joven noble.
—No lo entiendo.
Bulveye se echó a reír e hizo con la mano un gesto tranquilizador.
—No hay nada de lo que preocuparse de momento —le aseguró—. El Imperio no podrá enviar hasta dentro de varios meses a sus representantes para empezar a integrar a vuestro planeta y al resto de los planetas de este subsector. De momento, sólo espero que reinstaures el Senado, que será un primer paso excelente. Cuando llegue el gobernador imperial necesitará vuestra ayuda para asegurar la certificación completa del planeta. ¡Entonces será cuando comience el trabajo de verdad!
Andras apartó la mano del señor lobo y dio un paso atrás.
—Ha habido un malentendido. No queremos formar parte de vuestro Imperio. ¡Y menos ahora, que acabamos de recuperar la libertad!
Bulveye sintió que el corazón se le helaba. Jurgen y Halvad notaron el cambio de actitud de su señor y se acercaron. El trío de caballeros que acompañaban a Andras hicieron lo mismo, con una expresión tensa en el rostro. El señor lobo se quedó callado un momento mientras se esforzaba desesperadamente por encontrar las palabras adecuadas y dar un vuelco a lo que temía que estaba a punto de suceder.
—Andras, escúchame bien. Vine porque el Imperio necesita este mundo. Necesita cada mundo humano para unirse y reconstruir lo que se perdió. Créeme, la galaxia es un sitio peligroso. Hay razas alienígenas por todos lados a las que nada les gustaría más que provocar nuestra extinción… o algo peor. Tú y tu gente lo sabéis mejor que nadie.
Dio un paso para acercarse al joven noble. Sus caballeros apoyaron de inmediato una mano en la empuñadura de las espadas.
—Andras, debemos unirnos por una causa común. Tenemos que hacerlo. El Padre de Todas las Cosas lo ha ordenado, y yo estoy obligado por mi honor a obedecerlo. Hermano, Antimon va a formar parte del Imperio, de un modo u otro. —Le tendió la mano izquierda—. Te espera una época llena de gloria. Lo único que tienes que hacer es estrecharme la mano.
Una expresión llena de angustia inundó la cara de Andras.
—¿Cómo puedes decirme eso después de todo lo que hemos pasado juntos? ¿No eras tú el que decía que una vida por la que no merecía la pena luchar no era una vida en absoluto? —La voz del joven temblaba de furia—. ¡Antimon es libre, y seguirá así! ¡Sus caballeros protegerán al planeta!
Bulveye negó con la cabeza con un gesto triste.
—Nadie se puede oponer al Imperio, Andras. Te lo preguntaré una última vez: ¿os unís a nosotros?
La expresión del joven guerrero se volvió dura y feroz. Hizo un lento gesto negativo con la cabeza.
—Si no me queda más remedio, lucharé contra ti.
Bulveye pegó la mano rechazada a su costado. Sentía el corazón frío como una piedra.
—Muy bien, hermano, que así sea —le respondió con voz apesadumbrada.
El hacha le movió como una ráfaga fría entre los dos guerreros. Andras no llegó a ver nunca el golpe que lo mató. Medio segundo después, los bólters comenzaron a rugir, y los sorprendidos caballeros que lo acompañaban murieron también.
Bulveye se quedó mirando el cadáver del joven durante un largo rato. Observó como la sangre se extendía formando una mancha cada vez más amplia en el suelo. De repente, su comunicador emitió un chasquido.
—Fenris, aquí la Espada Tormentosa. El grupo de combate se encuentra en órbita y a la espera de sus órdenes. Tenemos a las tropas de asalto dispuestas para el desembarco, y los sensores han identificado los objetivos del bombardeo preliminar. ¿Cuáles son sus órdenes?
El señor lobo apartó la mirada del muerto que se encontraba a sus pies. Cuando habló de nuevo, su voz sonó como el hierro.
—Espada Tormentosa, aquí Fenris. Este mundo se ha negado a unirse al Imperio. Ejecuten el plan de cruzada épsilon y comiencen de inmediato las operaciones de combate.
El señor lobo pasó por encima de los cuerpos de Andras y sus hombres con un ademán pesaroso y dejó tras de sí un rastro de pisadas sangrientas mientras se dirigía al asiento del presidente del Senado. La madera crujió bajo su peso cuando se sentó allí y dejó el hacha ensangrentada sobre las rodillas. Fuera, los habitantes de Antimon todavía estaban celebrando su liberación cuando comenzaron a caer las primeras bombas.