Incendios.
Se reproducían de forma incontenible.
Alis tanteó en busca de la puerta del piso y, al momento, supo que sería sólida. Podía sentir el metal frío del pomo entre las llamas… Vio la escalera en penumbra a través del sulfuroso humo exterior, con la bastante claridad como para tantear su camino, bajando por ella, convenciendo a sus sentidos de que los escalones soportarían su peso.
Loca Alis.
No se apresuró. Las llamas estallaban continuamente. Pasó a través de ellas, descendió insustancial la escalera hasta el suelo sólido; no podía soportar el ascensor, ese espacio cerrado que caía y caía a plomo; llegó a la planta baja, apartando los ojos de las llamas rojas, sin calor.
Un fantasma le dijo buenos días…, el viejo Willis, delgado y transparente contra las llamas que subían de repente. Ella parpadeó, hizo una tentativa de devolverle los buenos días y no se le pasó por alto la sacudida de cabeza del viejo Willis cuando abrió la puerta y se marchó. Frente a ella pasó el tráfico del mediodía, sin prestar la menor atención a las llamas, ni a las moles que resplandecían en la calle, ni a los ladrillos que se desmoronaban.
El apartamento se derrumbó…, ladrillos negros que caían en el infierno. Aquel infierno en medio de los verdes y fantasmagóricos árboles. El viejo Willis huyó, entre llamas, cayó —se volvió carne retorcida y ennegrecida— y murió, diariamente. Alis ya no gritaba y era difícil que se acobardara. Ignoró todo el horror que la rodeaba y se abrió paso a través de los ladrillos derrumbados que no contenían sustancia, y pasó junto a atareados fantasmas a quienes no se podía molestar en su prisa.
El Café de Kingsley estaba entero, más que el resto. Era un refugio para la tarde, una sensación de seguridad. Empujó la puerta, la abrió, y escuchó el tintineo de una campanilla perdida. Los clientes, en la penumbra, susurraron:
—La loca Alis.
Los susurros la molestaban. Evitaba sus ojos y su presencia; se sentó en un taburete, en el rincón en el que sólo quedaban vestigios del incendio.
GUERRA, decía el titular con negros caracteres. Se estremeció y levantó la mirada hacia Sam Kingsley y su rostro de fantasma.
—Café —dijo ella—. Y un bocadillo de jamón.
Siempre era lo mismo. Ni siquiera variaba la forma de pedirlo. La loca Alis. Su aflicción la mantenía. Un cheque le llegaba cada mes, desde que la dejaron salir del hospital. Regresaba cada semana a la clínica, a los doctores que ahora se desvanecían como los otros. El edificio ardía alrededor de ellos. El humo bajaba hacia los antisépticos vestíbulos azules. La semana anterior, un paciente echó a correr… ardiendo.
Un tintineo de porcelana. Sam dejó el café sobre la mesa y regresó poco después con el bocadillo. Ella inclinó la cabeza y comió, alimento transparente sobre porcelana medio rota, una taza astillada, sucia por el humo, con un mango transparente. Comió, pues sentía el hambre suficiente como para superar el horror que ya se había convertido en algo tan habitual. Lo había visto cien veces, y las imágenes más terribles iban perdiendo su poder sobre ella: ya no gritaba a las sombras. Hablaba con los fantasmas y los tocaba, se tomaba la comida que, de algún modo, calmaba el dolor de su hambriento estómago, y llevaba el mismo jersey negro, demasiado largo, y la misma camisa azul y los mismos pantalones grises porque era todo lo que tenía que le pareciera sólido. Los lavaba por la noche, los ponía a secar y se los vestía al día siguiente, dejando que toda la demás ropa permaneciera colgada en el armario. Eso era lo único sólido que tenía.
No les contaba esas cosas a los médicos. Una vida entera entrando y saliendo de los hospitales había hecho que se mostrara muy cautelosa con la confianza. Sabía lo que debía decir. Su semivisión la hizo sonreír hacia los rostros de los fantasmas que manipulaban sus cartas, sentados sobre las ruinas que habían empezado a apagarse a últimas horas de la tarde. En el vestíbulo había un cuerpo ennegrecido. No se acobardó cuando sonrió al médico con aire bonachón.
Le dieron las medicinas. Éstas detenían los sueños, los aullidos de las sirenas, los pasos que corrían en la noche por delante de su apartamento. La permitían dormir en su cama fantasmal, muy por encima de las ruinas, con las llamas que crujían y voces que gritaban. Ella no hablaba de esas cosas. Los años pasados en los hospitales le habían enseñado. Sólo se quejaba de pesadillas y de insomnio, y ellos le permitían tomar de aquellas pastillas rojas.
GUERRA, proclamaba el titular.
La taza tintineó y tembló contra la cafetera cuando ella la levantó. Se tragó el último bocado de pan y lo hizo bajar con un sorbo de café, tratando de no mirar más allá de la rota ventana que daba a la calle, hacia donde las retorcidas moles de metal humeaban. Se quedó, como hacía cada día, y Sam, de mala gana, volvió a llenarle la taza que ella mantendría todo el tiempo que pudiera para después pedir otra. La levantó, saboreando la sensación, deteniendo el temblor de sus manos.
La campanilla sonó débilmente. Un hombre cerró la puerta y se instaló en la barra.
Entero, de ojos claros. Ella se le quedó mirando con fijeza, asombrada, mientras el corazón le latía con fuerza. El hombre pidió café, se movió para coger un periódico del montón expuesto a la venta, volvió a sentarse y dejó que el café se le enfriara mientras leía las noticias. Ella sólo había visto su espalda mientras lo hacía: chaqueta de cuero marrón, cabello moreno, un poco por encima de su cuello. Finalmente, se bebió el café ya frío, de un solo trago, dejó dinero sobre el mostrador y se marchó, abandonando el periódico, con los titulares vueltos hacia abajo.
Un rostro joven, carne y huesos entre los fantasmas. Él los ignoró a todos y se dirigió a la puerta.
Alis se bajó rápidamente de su taburete.
—¡Eh! —gritó Sam tras ella.
Rebuscó en su bolso mientras la campanilla tintineaba y dejó un billete sobre el mostrador, sin importarle que fuera de cinco. El temor se expresó en el rictus de su boca; él se había marchado. Salió corriendo del café, rodeó los cascotes sin pensárselo y vio la espalda del hombre, que desaparecía entre los fantasmas.
Corrió, tropezando con ellos, enfrentándose valientemente a las llamas; gritó mientras los cascotes se desmoronaban sobre ella sin producirle dolor, y siguió corriendo.
Los fantasmas se volvieron y la miraron, con fijeza, asombrados; él hizo lo mismo y ella corrió a su lado, asombrada de ver la misma perplejidad en su rostro al contemplarla.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
Ella parpadeó, aturdida al darse cuenta de que él no la veía de un modo diferente a como la veían los otros. No pudo contestar. Con irritación, el hombre comenzó a caminar de nuevo, y ella le siguió. Las lágrimas se deslizaron por su rostro y su respiración pareció apretarle la garganta. La gente la miraba. El hombre se dio cuenta de su presencia y caminó aún más de prisa, a través de los cascotes, a través de los incendios. Un muro comenzó a caer y ella comenzó a gritar, incluso a pesar de sí misma.
El hombre saltó. El polvo y el hollín se elevaron como una nube detrás de él. Tenía una expresión de tensión y cólera en el rostro. La miró fijamente, como hicieron todos los otros. Las madres alejaron a sus hijos del lugar. Un grupo de jóvenes no dejaba de mirarla, con una expresión fría en los ojos sonrientes.
—Espere —pidió ella.
El hombre abrió la boca como para maldecirla, pero ella no se acobardó y las lágrimas se enfriaron bajo el viento sin calor procedente de los incendios. El rostro del hombre se retorció, con una piedad embarazosa. Se llevó una mano al bolsillo y empezó a sacar dinero, apresuradamente, y trató de dárselo. Ella sacudió la cabeza, furiosa, mientras trataba de detener las lágrimas; miró hacia arriba, reuniendo todo su valor cuando otro edificio empezó a incendiarse.
—¿Le ocurre algo? —le preguntó él—. ¿Le sucede algo malo?
—Por favor —rogó ella.
El hombre miró a su alrededor, hacia los fantasmas que les contemplaban, y después comenzó a caminar despacio. Ella se puso a su lado, al tiempo que trataba de mantener la serenidad, de no ponerse a llorar ante las ruinas, ante las pálidas figuras que deambulaban por entre edificios derrumbados y quemados, ante los cuerpos retorcidos tumbados en la calle, por donde circulaba el tráfico rodado.
—¿Cómo se llama? —preguntó él.
Y ella se lo dijo. El hombre la miraba de vez en cuando con el ceño permanentemente fruncido, mientras caminaban. Tenía un rostro bien curtido para su juventud, una diminuta cicatriz junto a la boca. Parecía mayor que ella. Se sintió incómoda por la forma en que él la miró, de arriba abajo; pero decidió aceptarlo, soportar cualquier cosa que le proporcionara esa única presencia sólida. Frente a cada inclinación, ella introducía su mano por el hueco del brazo masculino, apretando los dedos sobre el cuero gastado. Él lo aceptó.
Y, al cabo de un rato, deslizó su brazo por detrás de ella, la rodeó por la cintura, y caminaron así, como amantes.
GUERRA, gritaban los titulares de los periódicos del puesto.
Él empezó a doblar por una calle, junto a la tienda de Tenn. Ella gritó ante lo que vio allí. El hombre se detuvo al notarlo y se colocó frente a ella, de espaldas a los fuegos de aquel incendio.
—No vaya —dijo ella.
—¿Adónde quiere ir? —preguntó él.
Ella, impotente, se encogió de hombros y terminó por indicar la calle principal, en la otra dirección.
Entonces, él le habló como si se dirigiera a una niña, y tratara de alejar su temor con bromas. Era un rasgo de piedad. Algunos la trataban de ese modo. Ella lo reconoció, e incluso lo admitió sin protestar.
Se llamaba Jim. Había llegado a la ciudad el día anterior. Buscaba trabajo. No conocía a nadie en la ciudad. Alis escuchó su confusa torpeza, leyendo a través de ella. Cuando hubo terminado, le miró fijamente, quieta, y vio cómo su rostro se contraía de consternación.
—No estoy loca —dijo.
Lo cual era una mentira de la que todo el mundo en Sudbury se habría dado cuenta.
Pero él no lo sabía, porque no conocía a nadie. La expresión de su rostro era real y sólida, y la pequeña cicatriz de la boca le daba un aspecto duro cuando se quedaba pensativo; en cualquier otro momento, ella se habría sentido aterrorizada ante él. Ahora sentía terror ante el simple pensamiento de perderle entre los fantasmas.
—Es la guerra —dijo él.
Ella asintió con un gesto, tratando de mirar hacia él y no los incendios. Los dedos del hombre tocaron su brazo, con suavidad.
—Es la guerra —volvió a decir—. Todo es una locura. Todos se han vuelto locos.
Y, entonces, le puso la mano en el hombro y la hizo girar hacia el otro lado, hacia el parque, donde las hojas verdes se ondulaban sobre las ennegrecidas y esqueléticas ramas. Caminaron a lo largo del lago y, por primera vez en mucho tiempo, ella respiró a gusto y sintió una presencia completa y sana junto a sí.
Compraron palomitas de maíz y se sentaron sobre la hierba, junto al lago, y lanzaron el maíz hacia los espectrales cisnes. Fueron pocos los fantasmas que pasaron junto a ellos, sólo los suficientes para tener una sensación de ocupación del lugar; gente anciana en su mayor parte, tambaleándose con la deliberada tranquilidad de su rutina, a pesar de los titulares.
—¿Los ve, todos delgados y grises? —se aventuró a preguntar ella.
Él no comprendió, no la entendió bien, y se limitó a encogerse de hombros. Débilmente, ella abandonó la cuestión. Se levantó y miró hacia el horizonte, donde el viento se llevaba el humo.
—¿Quiere cenar? —preguntó Jim.
Alis se volvió, preparada para eso, y se las arregló para esbozar una sonrisa tímida, desesperada.
—Sí —contestó, a sabiendas de lo que él esperaba comprar con eso, queriendo y odiándose a sí misma y con un temor desesperado de que él se alejara caminando, esa noche, al día siguiente…
No conocía a los hombres. No tenía la menor idea de lo que podría decir o hacer para impedir que se marchara, sólo sabía que él lo haría algún día, cuando se diera cuenta de su locura.
Ni siquiera sus padres habían sido capaces de soportar aquello; al principio, sólo la visitaron en los hospitales; después, dos días de fiesta y, finalmente, dejaron de ir. No sabía dónde se encontraban.
Hubo una vez un muchacho vecino que se ahogó. Ella había predicho que se ahogaría. Lo había gritado ante todos. Y toda la ciudad comentó que ella había sido quien le empujó al agua.
La loca Alis.
Fantasea, dijeron los médicos. Nada peligroso.
La dejaron salir. Había escuelas especiales, escuelas del Estado.
Y de vez en cuando: hospitales.
Tranquilizantes.
Se había dejado las pastillas rojas en casa. El darse cuenta hizo que brotaran gotitas de sudor en las palmas de sus manos. Las pastillas le permitían dormir. Detenían los sueños. Apretó los labios contra el pánico y decidió que esa vez no las necesitaría…, no mientras no estuviera sola. Deslizó su mano por el brazo de él y caminó a su lado, segura y extraña a la vez, subiendo la escalera que daba del parque a las calles.
Y se detuvo.
Los incendios se habían apagado.
Los edificios fantasmales se elevaban por encima de sus cascarones dentados y sin ventanas. Los fantasmas se movían sobre masas de cascotes, casi oscurecidos a veces. Él tiró de ella, pero su paso vaciló y eso hizo que la mirara de un modo extraño y que la rodeara con su brazo.
—Estás temblando —dijo él—. ¿Tienes frío?
Sacudió la cabeza, e intentó sonreír. Los incendios se habían apagado. Trató de considerarlo como una buena señal. La pesadilla había pasado. Levantó la mirada hacia el rostro sólido y preocupado del hombre y su sonrisa casi se convirtió en una risa desatada.
—Tengo hambre —dijo ella.
Se entretuvieron con la cena en el restaurante de Graben; él, con su chaqueta gastada; ella, con su jersey holgado, que le colgaba por la cintura y por los codos; los espectrales clientes llevaban ropas mucho mejores y les miraban continuamente, y ellos estaban sentados en un rincón, en el lugar más cercano de la puerta, donde fueran menos visibles. Había cristal rajado y porcelana rota sobre mesas insustanciales, y las estrellas parpadeaban fríamente por entre las abiertas ruinas, por encima del brillo macilento de los candelabros rotos.
Ruinas, frías y pacíficas ruinas.
Alis miró a su alrededor, con tranquilidad. Una podía vivir entre las ruinas sólo cuando los incendios habían desaparecido.
Y estaba Jim, que le sonreía sin ningún matiz de piedad, sólo con una tensa desesperación que ella comprendió. Jim, que se gastó más de lo que podía en el restaurante de Graben, cuyo interior ella nunca había confiado ver, y que le dijo que era muy hermosa. Otros se lo habían dicho. De una forma vaga, no le agradó que él le dijera aquella vulgaridad, precisamente él, en quien había decidido confiar. Sonrió con expresión triste cuando él lo dijo y expresó la sonrisa frunciendo el ceño, temerosa de ofenderle con su melancolía. Por eso volvió a sonreír.
La loca Alis. Él se enteraría y se marcharía esta misma noche si no llevaba cuidado. Trató de dar un poco de alegría a la velada, intentó reír.
En ese momento, la música se detuvo en el restaurante y el ruido de los otros comensales desapareció: el director anunciaba algo de locos.
Refugios…, refugios…, refugios…
Hubo gritos. Las sillas rodaron por el suelo.
Alis se quedó fláccida en su asiento, sintió la fría y sólida mano de Jim que tironeaba de ella, vio su rostro asustado pronunciando su nombre mientras la cogía en sus brazos, atrayéndola hacia sí, y echaba a correr. Se sintió golpeada por el frío aire del exterior; conmocionada al ver de nuevo las ruinas, las fantasmagóricas figuras que corrían hacia aquel caos donde peores eran los incendios.
Y ella lo sabía.
—¡No! —gritó, al tiempo que tiraba del brazo de él—. ¡No! —insistió.
Y los cuerpos, medio vistos, tropezaron con ellos, en un afán de destrucción. Él se dejó llevar por su repentina seguridad, la agarró de la mano y retrocedieron de nuevo, frente a la multitud, mientras las sirenas sonaban como locas a través de la noche, y huyó con ella, dejándose dirigir por entre la escena de ruinas que ella había visto ya.
Y entraron en el local de Kingsley, donde las mesas de café aparecían abandonadas, todavía con la comida caliente sobre ellas. Las puertas de par en par, las sillas por el suelo. Se metieron en la cocina y bajaron. Bajaron hacia el sótano, hacia la oscuridad, hacia la fría seguridad, huyendo de las llamas.
Nadie les encontró allí. Finalmente la tierra se estremeció a demasiada profundidad como para sonar. Las sirenas dejaron de aullar y no volvieron a oírlas.
Permanecieron en la oscuridad, apretados el uno contra el otro, estremecidos, y por encima de ellos, durante horas, el rugido del fuego. A veces, el humo penetraba hasta allí, y les picaba en los ojos y en la nariz. Escucharon el sonido distante del derrumbamiento de ladrillos, de muros que estremecieron el suelo al caer, todo ello muy cerca, pero sin llegar a afectar a su refugio.
Y por la mañana, con el olor del fuego todavía en el aire, salieron a la turbia luz del día.
Las ruinas estaban tranquilas y en silencio. Los fantasmales edificios eran ahora sólidos, completamente derrumbados. Los fantasmas habían desaparecido. Eran los incendios mismos los que resultaban extraños, algunos eran ciertos, otros no, oscilando sobre ladrillos oscuros, fríos. La mayor parte de ellos se estaban desvaneciendo.
Jim lanzó un juramento, con suavidad, una y otra vez, y lloró.
Cuando ella le miró sus propios ojos estaban secos, porque ella ya había llorado por todo aquello.
Y escuchó, mientras él comenzó a hablar de comida, de abandonar la ciudad, ellos dos.
—Está bien —aceptó ella.
Después, apretó los labios, y cerró los ojos a lo que vio en el rostro de él. Cuando volvió a abrirlos, seguía siendo cierto. Aquella repentina transparencia, la estela de sangre. Ella tembló y él la sacudió, con una expresión de tensión en su rostro de fantasma.
—¿Qué ocurre? —preguntó él—. ¿Qué pasa?
Ella no pudo decírselo, no se lo diría. Recordaba al muchacho que se había ahogado, recordaba a los otros fantasmas. De repente, se desprendió de su mano y echó a correr, sorteando el laberinto de cascotes que ahora eran sólidos.
—¡Alis! —la llamó él, y echó a correr tras ella.
—¡No! —gritó ella de repente, y se volvió para ver la pared inestable, la cascada de ladrillos que se desmoronaba.
Ella trató de volverse, pero se detuvo, incapaz de obligarse a sí misma. Extendió las manos hacia adelante, para advertirle que retrocediera, y le vio sólido.
Los ladrillos cayeron con estrépito. El polvo se levantó del suelo, denso por un momento, oscureciéndolo todo.
Ella permaneció quieta, con las manos en los costados; después se limpió las lágrimas del rostro, se volvió y comenzó a caminar, manteniéndose en el centro de las calles muertas.
Por encima de su cabeza, las nubes se fueron acumulando, repletas de lluvia.
Deambuló de un lado a otro, en paz, viendo cómo la lluvia manchaba el pavimento, sin llegar a sentirla todavía.
Poco después, la lluvia empezó a caer con fuerza y las ruinas se convirtieron en algo frío. Visitó el lago muerto y los árboles quemados, las ruinas del restaurante de Graben, de entre las cuales recogió un collar de cristal, que se puso.
Sonrió cuando, un día después, un saqueador le quitó sus provisiones de comida. El hombre tenía una mirada de fantasma y ella se echó a reír desde un lugar al que él no se atrevió a subir y se lo dijo así.
Y recuperó sus víveres más tarde, cuando aquello se hizo realidad, y se instaló entre las ruinas que ya no representaban amenaza alguna, ahora sin pesadilla alguna, con su collar de cristal y con mañanas que serían lo mismo que hoy.
Una podía vivir en las ruinas, ahora que los incendios habían desaparecido.
Y todos los fantasmas estaban en el pasado, invisibles.