Sam Haskell se levantó con la mano derecha entumecida y un gusto de basura en la boca. Cuando levantó la cabeza, el dolor le pinchó entre los omóplatos, y el brazo también empezó a dolerle allí donde las llaves del antiguo L. C. Smith le habían marcado profundamente. Al inclinarse hacia atrás, la silla hizo un ruido que parecía corresponder a lo que sentía en sus articulaciones. Extendió la mano, en busca de la botella, pero se dio cuenta borrosamente de que estaba vacía. Me estoy haciendo demasiado viejo para esta clase de mierda, pensó, con plazo límite o sin él. Echó un vistazo a las páginas amontonadas junto a la máquina de escribir y vio «FIN», escrito de modo prominente sobre la hoja de encima. Recordó haber descendido la cabeza por un momento, para dejar impregnarse del alivio que le producía haberlo terminado; según su reloj, de eso hacía ya cinco horas. Había pasado por alto la recogida del correo matinal; la siguiente la harían a primeras horas de la tarde. El editor de su número de marzo podría esperar ese tiempo. Echó la silla hacia atrás, arrastrándola, tratando de caer sobre la cama para otra dosis de olvido.

Una mujer joven estaba sentada en la cama, una mujer joven toda vestida de negro: botas de ante, pantalones ajustados, cinturón elaboradamente fabricado y jersey sedoso de cuello de tortuga; no era un atuendo tan insólito para la comunidad universitaria local, aunque mostraba una calidad superior a la media. Tenía doblada una rodilla, con las manos entrelazadas alrededor de ella, y le estaba observando con una débil sonrisa.

Cinco horas antes, él estaba solo en su apartamento de una sola habitación.

Repentina y ampliamente despierto, miró por encima de sus hombros, a izquierda y derecha, en busca de algún otro intruso. No vio a nadie. La puerta estaba cerrada con cerrojo doble, como era habitual. Se levantó, derribando la silla al dirigirse hacia el tocador; el segundo cajón casi se le quedó entre las manos cuando lo abrió de un tirón. Bajo un montón de calcetines, encontró el revólver, cargado, esperando; notó el metal frío al tacto. Lo apretó con dedos temblorosos; nunca había apuntado con él hacia otro ser humano.

—¿Quién es usted? —gruñó, con las palabras distorsionadas por la sequedad de su boca—. ¿Cómo demonios ha logrado entrar aquí?

Ella no se movió, sino que sólo le miró, serenamente, con la cabeza ladeada.

—Es una bienvenida un tanto extraña —murmuró ella.

—¡Le he hecho una pregunta!

—Usted me llamó, y yo vine —contestó ella, encogiéndose de hombros.

—Yo no he llamado a nadie.

La mujer se levantó, y en los contornos de músculos apretados por su atuendo no pudo apreciar ni curvas suaves ni ángulos agudos. Se movía como una leona, toda ella acero fluido, y la mirada de la mujer se encontró con la suya, sin parpadear, y le atravesó hasta la médula.

—¿Qué clase de juego tonto es éste, querido?

—A mí también me gustaría saberlo. Deténgase donde está.

—¿Es que no me conoce? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

—No.

—¿No?

El asombro de ella parecía tan real, que se vio obligado a buscar en su memoria aquellos ojos oscuros y alargados, aquella nariz de puente alto, aquel pelo caoba cortado al rape. No logró sacar nada en claro de su revisión mental.

—No la he visto en mi vida.

Ella volvió a dar un paso hacia él, y sólo cuando él levantó el revólver a la altura del pecho se detuvo.

—No puedo creer que todo se haya borrado de su mente. Sus ojos…, sus ojos parecen correctos.

—¿Qué pasa con mis ojos? —preguntó él.

—Siguen siendo azules. No hay forma en el universo de impedir la migración del pigmento durante la limpieza mental.

—Parece como si hubiese leído usted mi obra —dijo él, casi sonriendo.

—¿Su obra?

—He utilizado la expresión «limpieza mental» en media docena de relatos. Creo que en ése también —e hizo un gesto hacia el manuscrito, junto a la máquina de escribir—. ¿Lo ha leído mientras estaba dormido, en lugar de robar mi casa?

—Yo no soy una ladrona.

—Entonces, ¿qué diablos es usted?

—Soy la archimayor Sharon Stuart, que sirvió en la Quinta Brigada del Comando de Su Majestad, apartada del servicio al final de la guerra de Ziron, y en la actualidad sirvo a Lord Marion como mercenario.

Los labios de Haskell se apretaron con fuerza por un momento. Después preguntó:

—¿Y cómo entró en mi apartamento?

—Me encontraba en la corte de Alarion, tributándole mi último homenaje, cuando oí que me llamaba usted desde muy lejos. Me volví, di un paso hacia su voz y entonces experimenté una sensación de máxima confusión. Estaba pasando por una deformación del espacio y una vez al otro lado me encontré aquí, con usted. Estaba usted durmiendo, así que decidí esperarle tranquilamente hasta que se despertara.

Haskell sacudió la cabeza con tristeza.

—¿Para qué cree que va a servir esta impostura?

—¿Impostura?

—Sí, impostura. Sin duda alguna no pensará ni por un momento que voy a creerme que uno de mis personajes me está haciendo una visita de cortesía. Fui yo quien se inventó a Sharon Stuart, y nadie mejor que yo sabe que no es real.

—Soy bastante real, Mal. Bastante real.

—¿Mal? —las cejas de Haskell se levantaron al escuchar aquel nombre—. ¿No me diga que se supone que yo soy Malcolm Sanderson, intrépido aventurero de viajes del espacio?

—Bueno…, ¿quién otro podrías ser?

—Yo soy Sam Haskell, escritor de ciencia ficción.

Lentamente, la mirada de ella descendió desde su rostro hasta el arma que seguía sosteniendo en la mano. Dejadas caer a los lados, las manos de ella se cerraron, formando puños.

—¿Quién puede haberte hecho esto? —susurró ella—. ¿Quién nos odia lo suficiente como para borrar de tu memoria lo que hemos vivido juntos? —Volvió a levantar la mirada y se notó dolor en sus ojos—. ¡Oh, querido…!

—Déjese ya de bromas. Es una actriz excelente, pero dudo de que alguna vez se haga una película con lo que he escrito.

—¡Oh, Mal, Mal! ¡Esto es una locura!

Ella pasó su mirada por la habitación, como si la viera por primera vez y se detuvo brevemente en la puerta y en la ventana.

—¿Estamos encerrados? —preguntó entonces.

—Sólo desde el interior.

—¿Dónde está este lugar?

Él suspiró, exasperado.

—Este lugar es mi barato y algo destartalado apartamento en Hyde Park, un barrio de la parte sur de la ciudad de Chicago, en el condado de Cook, Estado de Illinois, en los Estados Unidos de América, que pertenecen a la Tierra, conocida también como tercer planeta del sistema solar, satélite de una estrella del tipo G indeterminada. ¿Le satisface eso, archimayor Stuart?

—¿La Tierra? ¿La Fabulosa Tierra?

—¡Oh, vamos! Me recuerda usted lo mal escritor que soy en realidad.

—¿Es transparente la ventana?

—Puede que no esté limpia, pero la última vez que lo comprobé, aún se podía mirar a través de ella.

—¿Puedo echar un vistazo?

—Puede mirar…, pero sólo verá la pared de ladrillos de la casa de enfrente. Y la ventana está cerrada.

Ella hizo a un lado la contraventana y miró hacia el exterior, contemplando lo que veía durante unos momentos.

—¿Desde cuándo estás aquí? —preguntó ella.

—¿En Hyde Park? Toda mi vida. En este apartamento vivo desde hace unos cinco años.

Ella le miró por encima de su hombro.

—Has vivido en muchos lugares, pero nunca en la Tierra.

Una vez más, él sacudió la cabeza.

—No me lo explico. Si cree realmente en lo que está diciendo, quiere decir que uno de nosotros está loco. Por otro lado, si está tratando de inventarse todo esto, simplemente para evitar una acusación por intento de robo… muy bien, la puerta está ahí. No trataré de detenerla. No tengo absolutamente nada que valga la pena robar, excepto la máquina de escribir, y apostaría a que podría usted conseguir bastante más que eso en cualquier otro apartamento. Si no vuelvo a verla por aquí, todo estará bien, y quiero que sepa que me siento realmente halagado por el hecho de que esté tan familiarizada con mi trabajo. Siga comprando lo que publico. O robándolo, si es eso lo que hace. Vamos, márchese de aquí —y señaló hacia la puerta con su mano libre.

Ella se quedó inmóvil junto a la ventana.

—Tiene que haber médicos capaces de curarte —dijo, con suavidad.

Entonces, él bajó el arma y los músculos de su antebrazo se relajaron.

—Vamos, márchese por esa puerta. No le voy a disparar.

Ella elevó su brazo izquierdo, retirándose la manga para poner al descubierto un brazalete de plata.

—Necesitas ayuda. Déjame que llame a las autoridades locales.

—¿Con tu radio de muñeca de dos bandas?

—Algo así.

—Me gustaría ver ese truco.

Ella tocó el brazalete y él se dio cuenta entonces de que estaba recubierto por una fina capa de filigrana. Ella frunció el ceño y pronunció su nombre como si se tratara de una especie de invocación, y volvió a tocarlo. Al final, dijo:

—Debemos hallarnos encerrados en un campo no conductor.

—Conque no funciona, ¿eh?

Ella se apretó con la otra mano la muñeca rodeada por el brazalete.

—¿Es esto una trampa? ¿Se trata de algún juego sádico? —preguntó, levantando la mirada hacia el techo y añadiendo—: ¿Nos está observando alguien en este momento?

Involuntariamente, él también levantó la mirada, y en ese instante de distracción, ella cruzó rápidamente el espacio que les separaba, le rodeó la cintura con los brazos y se mantuvo así, como si él fuera su única esperanza en un mundo que se hundía.

—¡No te soltaré! —gritó.

Él se sintió violento con su abrazo, y el arma se le quedó colgando por los dedos. Su cuerpo estaba caliente contra el suyo y su pelo era suave junto a su mejilla. Por un instante, casi se imaginó que ella era realmente Sharon Stuart, la heroína de mil aventuras interestelares, el ideal que él mismo había modelado para sí a través de incontables horas de escritura por un cuarto de centavo la palabra. Por un instante, tuvo la impresión de que aún se hallaba durmiendo, pero entonces el peso del arma en su mano le recordó que estaba perfectamente despierto.

—¿Qué quieres? —preguntó él, con suavidad, porque ella estaba muy cerca de sus labios.

—Nada más que a mi Mal —susurró ella, apretando a continuación la boca contra la suya.

Se sintió con la cabeza muy ligera besándola. Habían transcurrido muchos meses desde la última vez que tuviera a una mujer en sus brazos y no podía decidirse a romper el dulce contacto.

Al final, fue ella quien se separó, pero sólo unos centímetros.

—Conozco esa forma de besar —murmuró ella.

El revólver le arañó el hombro cuando él la atrajo más cerca, pero ella no pareció darse cuenta. Sólo cuando se hundieron en la cama abandonó el arma su mano, quedando junto a la almohada, como espectador incongruente de su rápida y silenciosa relación amorosa.

Después, mientras él dormitaba entre sus brazos, tuvo un viejo sueño muy familiar: soñó que caminaba por la oscuridad, gritando y pidiendo ayuda. En la distancia, le contestó una voz de mujer, pero por muy rápidamente que corriera —y a veces parecía como si volara—, nunca podía alcanzarla. Finalmente, pudo verla, una débil silueta a la luz de tres lunas crecientes; pero en el momento en que levantaba un brazo para saludarla con un gesto de alegría, se despertó.

La mujer que se llamaba a sí misma Sharon Stuart se desperezó junto a él y después se incorporó.

—Ven fuera conmigo, Mal, y muéstrame qué clase de lugar es la Tierra.

Estudió la piel suave y pálida de su muslo, acariciándolo con las yemas de los dedos. Ahora ya había desaparecido su cólera, y su exasperación había sido sustituida por una divertida admisión del juego.

—Te parecerá bastante primitiva —dijo.

—¿Por razones estéticas? —preguntó ella mientras se vestía—. ¿Como una reserva de naturaleza salvaje?

—No, no es nada de eso.

Antes de vestirse, metió el manuscrito en un sobre con sellos y lo cerró; se dio cuenta entonces del revólver, que todavía estaba en la cama, y lo guardó cuidadosamente en el segundo cajón del tocador, bajo el montón de calcetines.

En el exterior, el día otoñal era ventoso y las cenizas, las semillas de dientes de león y las hojas sueltas de periódico se arremolinaron a su alrededor mientras caminaban. Al otro lado de la calle, un grupo de niños gritaban y jugaban sobre los escalones de la desvencijada sinagoga.

—Un lugar de aspecto bastante prosaico —comentó ella, señalando con un gesto de cabeza hacia los edificios bastante destartalados que había a su izquierda, hacia los prados donde los cristales se mezclaban con la hierba formando un mosaico centelleante y hacia la calle llena de baches y la estropeada acera—. ¿Es esto un barrio pobre?

—Empieza a serlo —murmuró él—. Hay zonas más bonitas.

—Ya veo que los vecinos sólo pueden permitirse tener vehículos de tierra —dijo ella, indicando los coches aparcados en ambas aceras.

—Les llamamos automóviles —explicó Haskell—. Se basan en el motor de combustión interna. Consumen gasolina, un producto derivado del petróleo.

—¿Combustión interna? Pero si tenéis energía de emisión —dijo, señalando hacía el tejado más cercano, de donde salían varias antenas altas.

—Recepción de televisión. Entretenimiento bidimensional, proyectado mediante un tubo de rayos catódicos sobre una pantalla de cristal recubierta de fósforo. Nuestra energía, energía eléctrica, nos llega a través de cables que van ya sea por el aire o bien por el suelo, subterráneamente.

—Cuando dijiste que esto era algo primitivo, no estabas bromeando —dijo ella, elevando las cejas.

Llegaron a la esquina, donde estaba el buzón de correos, en un lugar cubierto de hierba. Él echó el sobre al interior del buzón.

—Es un lugar muy sombrío comparado con Phydra o con Erinax II.

Ella lo observó todo, a su alrededor, volviéndose lentamente para inspeccionar cada detalle de la manzana de casas. Levantó la mirada hacia el cielo, protegiéndose contra la luz del sol.

—Tierra —dijo—. La cuna de la civilización. De algún modo, esperaba otra cosa…, torres altísimas, palacios flotantes.

Algo, en el cielo distante, llamó su atención y se protegió los ojos para verlo con mayor claridad. Un débil retumbar acompañó la plateada figura de ave; retumbar que fue aumentando de volumen a medida que el avión se fue acercando y pasó casi sobre ellos, en su vuelo bajo de aproximación al aeropuerto Midway.

—¿Es eso… un avión impulsado por hélices? —preguntó, con un tono de incredulidad en su voz.

—Es una forma bastante habitual de transporte.

—Pero… es tan ineficaz.

—Bueno, es lo mejor de que disponemos, al menos comercialmente. Los militares tienen aviones con propulsión a chorro, claro.

Ella observó el aparato, que desapareció hacia el oeste.

—Seguramente, la antigravedad es bastante barata. A menos que exista alguna ley absurda contra su empleo.

—Aquí no tenemos antigravedad.

—Entonces, tendrías que importarla.

—No, quiero decir que no se ha inventado todavía.

—¡Pues claro que sí! —replicó ella, con expresión asombrada—. Hace siglos que se está utilizando. Fue inventada aquí mismo, en la Tierra.

Él sacudió la cabeza, negando.

Sharon se echó a reír, al principio dubitativamente y después ya con mayor facilidad, como si de pronto se diera cuenta de que le estaban tomando el pelo.

—Mal, tanto tú como yo hemos utilizado la antigravedad miles de veces. Hasta disponemos de cinturones privados en el Mundo de Jannick.

—Yo nunca he estado en el Mundo de Jannick y no existe eso que tú llamas la antigravedad. Al menos por ahora, en el año 1952.

Todo el cuerpo de Sharon se puso rígido, como si hubiese recibido un choque eléctrico.

—¿1952? ¿Qué sistema puede ser ése?

—El utilizado habitualmente por la civilización occidental: después de Cristo.

—¿Te estás refiriendo a la era cristiana?

—A la misma.

Ella se llevó una mano a los labios.

—¿Hemos sufrido una deformación tanto en el tiempo como en el espacio? ¿Han transcurrido miles de parsegundos… y miles de años?

Haskell se apoyó sobre el buzón de correos y dijo:

—No sé lo que sucederá contigo, pero yo he vivido aquí toda mi vida y apenas si me he alejado jamás cien kilómetros de esta ciudad.

—Mal, tú has estado a años luz de distancia de esta ciudad.

—No.

—Has estado en Altair, en Core, ¡y hasta en la Nube Inferior Magallánica! Has participado en combates librados en zonas mayores que la órbita de este planeta.

—Fui soldado de primera durante la guerra.

—Capitaneaste un acorazado durante la guerra.

—Me refiero a la Segunda Guerra Mundial, la que tuvo lugar en la Tierra hace unos pocos años. No capitaneé nada y nunca lo he hecho. La Tierra no tiene naves espaciales. Confío en que algún día las tendrá, pero, desde luego, nunca llegaré a encontrarme al mando de una de ellas. Yo sólo escribo sobre ese tema.

—Mal…

—Y no soy Mal. De veras que no lo soy. Desearía serlo. Lo siento, pero creo que el juego ha terminado.

La cabeza de Sharon se inclinó con lentitud, como si se hallara bajo un terrible peso, y con los ojos mirando fijamente hacia la levantada acera situada bajo sus pies, se frotó la nuca con unos dedos rígidos. Parecía sentirse perpleja, como si necesitara consuelo, y Haskell hubiera querido acercarse a ella, tomarla en sus brazos, estrecharla contra él y decirle que no importaba, que nada de aquello importaba. Pero no hizo nada porque ahora tenía la escalofriante impresión de haberla estado juzgando mal durante todo el rato, y que todo aquello no había sido un juego, sino un error… un bien estructurado error basado en el producto que él había estado creando durante toda su vida.

Finalmente, ella levantó la mirada hacia él.

—Sam —dijo—. Sam… muéstrame…, ¿cómo lo llamaste? Hyde Park.

—Hay unas cuantas cosas que ver —dijo él, tomándola de la mano.

Caminaron. Dejaron atrás las modestas viviendas y continuaron caminando hacia el descolorido esplendor de los años veinte: edificios enormes, antiguos y laberínticos, necesitados con urgencia de una renovación. Echaron un vistazo en destartaladas y oscuras librerías y en estrechas panaderías del vecindario. Contemplaron el tren local continuo entrando en la estación de la calle Cincuenta y Siete, metiéndose después en el túnel y continuando su camino hacia el Museo de Ciencia e Industria.

En el gran vestíbulo abovedado del museo había antiguos monoplanos y biplanos, colgados del techo y sostenidos con hilos de acero. Se detuvieron bajo ellos. Grupos de escolares se arremolinaron a su alrededor, charlando y riendo y, cuando creyeron que sus maestros no les estaban mirando, patinando sobre el suelo pulimentado. En la tienda de souvenirs se estaba haciendo el negocio habitual, con la venta de cerámicas en miniatura, llaveros, ceniceros y folletos con el pie de imprenta del museo.

—Yo vengo aquí a menudo —dijo Haskell—. A veces para inspirarme. Otras veces sólo para distraerme.

Durante las pocas horas que faltaban para cerrar, sólo pudo mostrarle los aspectos más notables del museo: la exhibición de aceros; los teléfonos, el estudio de televisión educativa, la demostración de electricidad. Ella hizo unas pocas preguntas, pero lo miró y lo escuchó todo. La tecnología de la Tierra se abrió ante ella y frunció bastante el ceño.

Cuando salían, se detuvieron ante la enorme tabla periódica de elementos de forma cilíndrica. Aquí cada elemento tenía su propio nicho, iluminado por un pequeño tubo fluorescente, marcado con el nombre y el peso y el número atómico. Únicamente los radiactivos no estaban representados por muestras en estado puro, botellas de gas o productos comerciales. Ella siguió la hilera del fondo hasta la última inclusión, el elemento 98, el californio, y permaneció allí, de pie, durante largo rato, tableteando con los dedos sobre el cristal que la separaba del nicho vacío.

Fueron los últimos en marcharse y los vigilantes cerraron las puertas del museo tras ellos. Desde los anchos escalones de mármol, contemplaron el sol, hundiéndose por entre los bajos edificios al oeste y después bajaron a la orilla del lago para sentarse en el terraplén y ver cómo salían las estrellas.

—Sam —preguntó ella—, ¿qué es exactamente lo que escribes?

—Me parece que eso lo sabes tan bien como yo —contestó él, sonriendo.

—Escribes sobre Mal y sobre mí. Acerca del… futuro.

—No se gana mucho con eso, pero sí, eso es lo que hago. Escribo relatos de ciencia ficción.

Ella se quedó mirando fijamente sobre las aguas oscuras, hacia el horizonte vacío.

—No es ficción, Sam, Mal y yo somos reales. La guerra de Ziron fue real. Será real —se volvió hacia él, con la expresión del rostro un tanto borrosa al brillo de las recién encendidas luces de la calle, detrás de ella—. Sam, de algún modo has conseguido explorar el futuro. Supongo que con relación a Mal; él es tú, Sam, y tú eres él. No puedo imaginaros a ninguno de los dos como dos seres aparte.

—Siempre he pensado en él como si se tratara de un amplio perfeccionamiento de mí mismo.

—No. Tú tienes el mismo aspecto, hablas igual… sois algo más que gemelos idénticos. Las posibilidades en contra de la duplicación genética, dejando aparte a los mellizos, son astronómicas, pero el número de personas que han vivido a través de la historia también es astronómico. Esa única posibilidad entre un quintillón de que se produjera una repetición genética puede haber sucedido ahora… en mi ahora. Ha ocurrido, Sam. Tú estás en relación con Mal y estás transcribiendo sus experiencias. De algún modo, esa relación ha abierto una puerta entre tu tiempo y el mío, y yo la he cruzado al escuchar tu llamada. No hay ninguna otra explicación posible.

Haskell se frotó la mejilla con dos dedos.

—Si abrí una puerta por vía de la relación con Mal, ¿por qué no ha venido él a través de esa puerta?

—Evidentemente, porque me querías a mí.

Entonces, él apartó la mirada, pero el rostro de Sharon permaneció claro en su mente, y el recuerdo de su carne estaba en sus manos.

—Quizá fuera así. Pero ni siquiera los gemelos idénticos tienen la clase de relación de la que tú estás hablando.

—Pues claro que sí. Ese es un hecho bien conocido.

—No, en mis tiempos, no lo es.

—Bueno, tus tiempos son bastante primitivos, ¿no crees?

Él cerró los ojos. No sabía qué pensar. ¿Estaba ella loca, o es que la verdad resultaba tan descabellada como en cualquiera de sus relatos?

Empezó a soplar un viento frío, procedente del lago, y eso le despertó de su ensimismamiento. El cielo estaba bastante oscuro y el brillo de las estrellas superaba el brillo de las luces de la ciudad.

—Se está haciendo tarde. Será mejor que nos vayamos.

—La noche es encantadora.

—No es buena idea estar aquí después de oscurecer.

—Somos dos —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Podríamos enfrentarnos con cualquier cosa que pudiera suceder.

—No siento tanta confianza al respecto como tú.

Ella le tocó la mano, con suavidad.

—Muy bien. Regresaremos a tu apartamento y nos relajaremos un rato. Después, podrás devolverme a mi tiempo.

—¿Devolverte a tu tiempo?

—Fuiste tú quien me trajiste aquí…, tú podrás hacerme regresar.

Él la cogió por la mano, apretándola.

—Supongo que sí —dijo, levantándose y haciéndola levantarse—. En realidad, no sé cómo voy a hacerlo.

Ella se acercó lo bastante como para besarle y Sam deslizó sus brazos alrededor de su cintura, encajándolos allí como si su cuerpo hubiera sido modelado para él.

—Lo convertiríamos en un verdadero problema, Sam. Tengo que regresar y lo sabes. Tengo responsabilidades que me están esperando. Y a Mal.

—Y a Mal —murmuró él.

Cogidos del brazo, caminaron junto a la orilla.

Por un momento, él consideró la idea de dirigirla hacia el Hospital Billings, hacia la clase de psiquiatras experimentados que probablemente la encerrarían en una celda con ventanas de barrotes. Pero no podía dejar de pensar en sí mismo: misteriosamente transportado al siglo diecisiete, encerrado en un manicomio, ¿sería capaz de salir alguna vez de allí en caso de encontrarse en tal situación? Ella no tenía dinero, ni identificación de ninguna clase, pero ¿qué sucedería si sus ropas estuvieran hechas de un tejido desconocido; qué pasaría si su brazalete de plata resultaba ser de una aleación desconocida? La parte escéptica que había en él creía que ella estaba loca; su parte soñadora, en cambio, le decía que debía creer que ella era realmente Sharon.

Caminaron de regreso hacia el apartamento. Pasaron por callejuelas oscuras, junto a portales cubiertos por las sombras y edificios vacíos, con el tenebroso misterio del túnel del ferrocarril por debajo de ellos. Ella parecía sentirse atraída por tales lugares y caminaba despacio en medio de aquel silencio, mientras que él deseaba apresurar la marcha de un farol a otro de la calle. En los últimos días, los gamberros habían estado ocupados destrozando los faroles de color crema; uno de cada tres o cuatro aparecía apagado. Haskell tuvo la impresión de que su ruta se iba oscureciendo progresivamente, por mucho que intentara seguir un camino bien iluminado; tampoco se veía a otros peatones por las cercanías, aunque todavía no era excesivamente tarde. Se encontraban aún a varias manzanas de distancia de su apartamento cuando oyeron los pasos. Ella miró hacia atrás, por encima de su nombro izquierdo.

—Alguien nos está siguiendo —murmuró Sharon.

Sam acopló sus pasos a los que escuchaba, haciendo que ella le siguiera con la misma rapidez, tirando de su brazo.

—No tienes que apresurarte, Sam. No importa.

—No, gracias —dijo él, respirando con demasiada dureza y rapidez—. Vamos.

Miró hacia atrás, tratando de hacerlo con naturalidad. Vio dos figuras borrosas por las sombras, altas, delgadas, de piernas largas, a unos veinte metros por detrás de ellos.

—Podemos deshacernos de ellos.

—No.

—Sam… ¿tienes miedo?

—Maldita sea, sí.

Su respiración se agarró a su garganta haciendo que sus palabras sonaran roncas, y los músculos de sus piernas protestaron debido al rápido movimiento a que los estaba sometiendo.

—Yo puedo encargarme de los dos, Sam. Eso lo sabes.

—¡No!

Entonces, ella se separó de él.

—No quiero correr —dijo, y se volvió para dar la cara a los extraños.

Él se detuvo una media docena de metros más adelante y se quedó allí, helado, observando el enfrentamiento, mirando por encima de uno de sus hombros. La zona estaba oscura y llena de sombras confusas. Ella esperó a pie firme, con las manos en las caderas, mientras los otros se aproximaban y se lanzaban sobre ella, o ella se lanzaba sobre ellos. Los cuerpos se arremetieron y cayeron en la penumbra; y se oyó el sonido de gruñidos y gritos y el fuerte crujido de la carne y los huesos golpeados en plena melé. Una sombra se levantó después del montón y antes de que Haskell pudiera reaccionar se lanzó sobre él, tirándole al suelo, con las manos apretándole el rostro. Se revolvió y agarró la ropa y estiró, desgarrándola, y entonces su asaltante dejó de forcejear y sólo quedó el sonido desapacible de su propia y acelerada respiración, pareciendo como si quedara colgada en el aire de la noche.

La mujer que se llamaba a sí misma Sharon le ayudó a levantarse.

—¿Estás bien?

Temblorosamente, se quitó el polvo. Le dolía la rodilla donde se había golpeado con el bordillo de la acera al caer, pero, por lo demás, estaba entero. Dos hombres yacían fláccidamente sobre la hierba, cerca de sus pies. Él les miró fijamente y preguntó:

—¿Están muertos?

—¿Acaso importa eso?

La miró a la cara y vio el brillo de sus ojos, como reflexión de alguna distante luz callejera. Comprendió que a ella no le importaba. La cogió por el brazo.

—Si están muertos, tenemos que avisar a la policía.

Ella removió uno de los cuerpos con un pie, después el otro. Ambos gimieron.

—Están vivos. Pero no se sentirán muy bien durante los próximos días. ¿Nos vamos?

—Sí. Sí, ésa es una buena idea.

Se las arregló para alejarse de allí sin mirar más de tres veces hacia atrás. Los hombres no se movieron ni una sola vez y al final, desde el otro extremo de la manzana, parecían haberse fundido con las sombras, desapareciendo por completo.

Le temblaban las manos cuando llegaron al apartamento. Y tuvo alguna dificultad para introducir la llave en la cerradura. Ya en el interior, se dirigió directamente a la despensa, y al fondo de un estante elevado encontró una empolvada botella, con un poco de whisky en el fondo; se la terminó de beber. Se sintió un poco mejor con aquel calor en el estómago.

Ella se sentó ante la mesa, cerca de la máquina de escribir.

—¿Hay muchos de esa clase en las calles de la Tierra?

—Demasiados —contestó él.

—Supongo que no les conocías; que en esto no había implicada ninguna clase de venganza personal.

Él sacudió la cabeza negativamente.

—¿Querían robarnos? ¿Y quizá violarme?

—Veo que has comprendido la idea —dijo, sentándose en su silla, cerca de las rodillas de ella—. Lo solucionaste muy bien.

—Estoy entrenada para eso. Quizá en la Tierra debería haber más gente entrenada para eso… En tal caso, la oscuridad no resultaría tan peligrosa.

—Sí, creo que tienes razón.

Ella se adelantó y le tocó una mejilla con una mano.

—Querido Sam, no puedo quedarme más tiempo —se inclinó un poco más y le besó en la frente—. Ha sido extraño y maravilloso el conocerte, pero tengo un amante que me está esperando y un voto que cumplir ante Lord Alarion, Tienes que enviarme de regreso.

—No sé cómo hacerlo —dijo, cubriendo la mano de ella, caliente, con la suya.

—Cierra los ojos, Sam. Piensa en Mal y en mí y en nuestras vidas en el lejano futuro. Piensa en la puerta que sólo tú puedes abrir entre tu tiempo y el nuestro. Puedes hacerlo, Sam.

Él cerró los ojos y pensó en muchas cosas: en la cercanía de su cuerpo, en el sabor del whisky barato que aún tenía en la boca, en la destartalada y solitaria habitación que le quedaría cuando ella se hubiera marchado. Y finalmente pensó en Mal, esperando en alguna parte, muy lejos, esperando y quizá llamándola, del mismo modo que Sam Haskell había llamado. Entonces, sintió piedad por Mal y en ese momento de piedad quiso que se abriera la puerta y estuvo dispuesto a que ella se marchara por allí. Notó cómo las manos de ella se apartaban. Contuvo la respiración.

Pasó el momento. Abrió los ojos y ella seguía estando allí.

—No puedo hacerlo —dijo.

—Pues claro que puedes, Sam. Vuelve a intentarlo. Relájate y vuelve a intentarlo.

—Ya lo he intentado —dijo, negando con la cabeza—. De veras que lo he intentado. Si hubiera alguna puerta se habría abierto ahora. Pero no hay ninguna.

La hay.

—No hay puerta, ni hay Mal, ni Sharon. ¿Es que no lo entiendes? Ha sido todo una ilusión. Eres una mujer hermosa y sabes luchar muy bien, pero eso no te convierte en Sharon. Necesitas ayuda, necesitas la ayuda de un médico…

Ella volvió a inclinarse hacia él.

Hay una puerta, Sam. Piensa en Mal, esperando, preguntándose qué me habrá sucedido. Piensa en el palacio de múltiples chapiteles de Lord Alarion, en el gran salón de baile con su suelo transparente y sus cortinajes incrustados de gemas, en la escalera de oro y en las puertas de diamantes…

El tono de su voz era suave y mimoso, casi como una canción de cuna.

—Lo siento. Sea cual sea tu nombre, lo siento.

Ella se deslizó hasta el suelo, colocándose de rodillas ante él.

—Querido Sam, hay gente que depende de mí… No puedo traicionarles. Hasta un mercenario como yo tiene algo de honor.

Él le acarició el pelo oscuro con ambas manos.

—Te ayudaré. No te dejaré. Trabajaremos juntos en esto; saldrás de todo esto. No tardarás en olvidarte de Lord Alarion y de Mal.

—¡Sam! No podría quedarme en este lugar tan atrasado del espacio y el tiempo. No tenéis naves, ni impulsos hiper… Ya no volvería a ver nunca más las estrellas tal y como son. La Galaxia, Sam… ¡Es una vista tan gloriosa desde la Baja Nube Magallánica!

—Comprendo cómo te sientes. Si, de algún modo, yo pudiera marcharme, no me quedaría aquí. Tomaría una nave y exploraría el universo y correría las mismas aventuras que han experimentado Mal y Sharon. Vería RR Lira y Betelgeuse y Beta Cefei. Pero no puedo. Estoy atado a la Tierra, excepto por mi imaginación. Y tú también lo estás.

—Ven conmigo, Sam. Abre la puerta y traspásala conmigo. Tú y Mal y yo… ¡no lo lamentarás!

—No hay puerta —dijo él, agarrándola con fuerza por los hombros—. No la ha habido nunca.

—No lo has intentado con la suficiente fuerza de voluntad, Sam. En el fondo de ti mismo no deseas que me marche. Tu voluntad me está manteniendo aquí. Sam, ¡por favor!

—No hay puerta alguna —susurró él.

Ella se lo quedó mirando fijamente a los ojos durante un largo rato, sin parpadear, con los labios apretados en una línea recta. Ante aquella mirada conminatoria, las manos de Sam se fueron deslizando hasta apartarse de ella. Con lentitud, Sharon se levantó y dijo:

—Acepto el cumplido que significa ese deseo tuyo de que me quede.

Después, con un movimiento rápido y suave, se volvió y cruzó la habitación. Antes de que Haskell pudiera moverse, ella había abierto el segundo cajón del tocador, sacando el revólver. Lo hizo girar, apuntándolo hacia él, sosteniéndolo con firmeza, con el brazo libre extendido rígidamente y la palma abierta mirando hacia él.

—¡Sharon, no hagas nada precipitado!

—No me quedaré aquí, Sam.

—Déjame que te encuentre ayuda; personas que te escucharán con simpatía…

—¿Me enviarán de regreso a mis verdaderos espacio y tiempo en un vehículo aéreo impulsado por hélices?

—Sharon, baja ese revólver.

Fríamente, ella le apuntó:

—Tu voluntad es la que me retiene aquí. Si te niegas a romper esa fuerza de voluntad, yo misma la romperé.

No hubo tiempo para gritar. La bala se introdujo en su cuerpo por el corazón, cegándole la luz; en el momento de caer hacia adelante, sus ojos helados percibieron un último instante del mundo; vio a Sharon, con el revólver deslizándose de entre sus dedos. Parecía insustancial, transparente, como algo que se está desvaneciendo. Pero también se estaba desvaneciendo todo lo demás y la oscuridad le rodeó por completo antes de tocar el suelo en su caída. Ni siquiera oyó ya la calda del revólver, cerca de su propia mano.