Se necesitaba perseverancia, atención y voluntad de infringir las reglas, para observar la salida del sol en el Cañón Tharsis. Matthew Crawford se estremeció en la oscuridad, el termostato de su traje puesto en situación de emergencia, sus ojos vueltos hacia el este. Sabía que tenía que permanecer atento. Ayer se lo había perdido por completo, a causa de un largo e inevitable bostezo. Los músculos de su mandíbula se tensaron, pero controló el bostezo y mantuvo los ojos firmemente abiertos.
Y allí estaba. Como los focos de un teatro cuando la función ha terminado; apenas un rápido resplandor, un destello de localizada luz de un azul purpúreo por encima del borde del cañón, y se vio rodeado de candilejas. Había llegado el día, el truncado día marciano que nunca llegaba a rozar la oscuridad que colgaba por encima de su cabeza.
Aquel día, como los nueve anteriores, iluminó a un Tharsis radicalmente distinto de lo que había sido durante los últimos soñolientos diez mil años. La erosión eólica de las rocas puede crear una infinidad de sombras, pero jamás excava una línea recta o un arco perfecto. El campamento humano bajo él rompía las desgarradas líneas de las rocas con ángulos y curvas regulares.
El campamento era cualquier cosa menos un modelo de orden. No daba en absoluto la impresión de que alguna planificación hubiera presidido la desordenada dispersión de domo, módulo de aterrizaje, tractores y esparcido equipo. Había crecido, como todos los campamentos base humanos, sin orden ni concierto. Parecía seguir las huellas de la Base Tranquilidad, aunque a mucha mayor escala.
La Base Tharsis se asentaba sobre una amplia cornisa aproximadamente a medio camino hacia arriba del irregular fondo del brazo Tharsis, perteneciente al Gran Valle de la Hendedura. El lugar había sido elegido debido a que era una zona lisa, que permitía un fácil acceso, mediante un ascenso suave, a las planas llanuras de la Meseta Tharsis, al tiempo que se hallaba apenas a un kilómetro del fondo del valle. Nadie podía decir qué área era más digna de estudio, si las llanuras o el cañón. De modo que el lugar había sido elegido como un compromiso. Lo cual significaba que los equipos de exploración debían subir o bajar, porque no había nada digno de estudio en las inmediaciones del campamento. Incluso los estratos visibles y los testimonios de la acción aerológica no podían ser vistos sin subir medio kilómetro, hasta el punto donde Crawford se hallaba ahora para observar la salida del sol.
Examinó el domo mientras caminaba de regreso al campamento. Había una silueta apenas visible a través del plástico. A aquella distancia hubiera sido incapaz de decir quién era de no ser por su negro rostro. Era una mujer. La vio avanzar hacia la pared del domo y limpiar con el brazo un círculo para mirar a su través. Evidentemente, vio el rojo brillante de su traje, puesto que señaló hacia él. Ella también llevaba puesto su traje, excepto el casco, que contenía la radio. Supo que iba a tener problemas. La vio apartarse de la pared e inclinarse para recoger el casco, a fin de poder decirle lo que pensaba de la gente que desobedecía sus órdenes, cuando el domo se estremeció como una medusa.
Una alarma se disparó en su casco, llana y extrañamente relajante a través de su pequeño altavoz. Se detuvo allí por un momento mientras un perfecto anillo de humo hecho de polvo se alzaba en torno al borde del domo. Entonces echó a correr.
Vio el desastre desarrollarse ante sus ojos, en silencio salvo por el rítmico batir de la alarma en sus oídos. El domo estaba danzando y tensándose, intentando echar a volar. El suelo se alzó en su centro, arrojando de rodillas a la mujer negra. Al segundo siguiente el interior era una torbellineante tormenta de nieve. Matthew resbaló en la arena y cayó hacia delante; volvió a alzarse justo a tiempo para ver las cuerdas de fibra de vidrio del lado más cercano a él romperse y soltarse de las escarpias de acero que anclaban el domo a la roca.
Ahora el domo se parecía a un fantástico ornamento navideño lleno de copos de nieve, con el parpadeante resplandor rojo y azul de las alarmas. La parte superior del domo se alzó por encima de su cabeza, y el suelo se elevó por los aires, sujeto solamente por los anclajes aún intactos del lado más alejado de él. Hubo un estallido de nieve y polvo; luego el suelo volvió a descender lentamente hasta posarse de nuevo sobre el terreno. Entonces no se produjo ningún movimiento, excepto el lento desmoronarse del despresurizado techo del domo mientras caía sobre las estructuras que ocupaban su interior.
El tractor oruga se deslizó lateralmente al detenerse, casi a punto de volcar, junto al deshinchado domo. Dos figuras con trajes presurizados salieron de él. Se dirigieron hacia el domo, vacilantes, empujándose el uno al otro. Uno de ellos sujetó el brazo de su compañero y señaló hacia el módulo de aterrizaje. Ambos cambiaron la dirección de su marcha y treparon por la escalerilla que colgaba por el lado del módulo.
Crawford fue el único que alzó la vista cuando la esclusa inició su cielo. Los dos recién llegados casi tropezaron entre sí al surgir de ella. Deseaban hacer algo, y rápido, pero no sabían el qué. Finalmente, se limitaron a quedarse allí plantados, retorciéndose en silencio las manos y mirando al suelo. Uno de ellos se quitó el casco. Era una mujer fornida, de unos treinta años, con su pelo rojizo cortado casi al rape.
—Matt, hemos venido apenas… —Se interrumpió, dándose cuenta de lo inútil de aquellas palabras—. ¿Cómo está Lou?
—Lou no saldrá de ésta.
Hizo un gesto hacia el camastro, donde un hombre corpulento permanecía tendido respirando penosamente en una máscara de plástico transparente. Era oxígeno puro. La sangre rezumaba de su nariz y de sus oídos.
—¿Daños cerebrales?
Crawford asintió. Miró a su alrededor, a los demás ocupantes de la estancia. Allí estaba la Comandante de la Misión Superficie, Mary Lang, la mujer negra que había visto en el interior del domo inmediatamente antes de la explosión. Se hallaba sentada a la cabecera del camastro de Lou Prager, sujetándose la cabeza entre las manos. En cierto modo, su aspecto resultaba más impresionante que el de Lou. Nadie que la conociera hubiera podido pensar que era capaz de hundirse en un tal estado de apatía. Durante la última hora no se había movido en absoluto.
Sentado en el suelo, envuelto en una manta, se hallaba Martin Ralston, el químico. Su camisa estaba manchada de sangre, y había sangre seca en su rostro y manos; hasta hacía poco no había conseguido que su nariz dejara de sangrar, pero sus ojos estaban alertas.
Se estremeció, desviando la mirada de Lang, su jefe titular, a Crawford, el único que parecía lo bastante tranquilo como para enfrentarse a cualquier situación. Martin era un seguidor nato, en quien se podía confiar, pero carente en absoluto de imaginación.
Crawford volvió a mirar a los recién llegados. Se trataba de Lucy Stone McKillian, la ecóloga pelirroja, y Song Sue Lee, la exobióloga. Seguían aún en pie, aturdidas, junto a la esclusa de aire, incapaces de comprender todavía que había quince hombres y mujeres muertos bajo la cubierta del domo.
—¿Qué dicen en la Burroughs? —preguntó McKillian, arrojando su casco al suelo y sentándose cansadamente con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared.
El módulo de aterrizaje no era el lugar más confortable para celebrar una reunión; todos los camastros estaban montados horizontalmente, puesto que su propósito era amortiguar la aceleración del aterrizaje y el despegue. Con la nave apoyada sobre su cola, eso hacía que el noventa por ciento del espacio del módulo quedara inutilizado. Estaban todos reunidos junto a la mampara circular en la parte de atrás de los sistemas vitales, inmediatamente delante del depósito de combustible.
—Estamos aguardando una respuesta —dijo Crawford—. Pero puedo imaginar lo que van a decir: no hay nada que hacer. A menos que una de vosotras dos tenga algo de experiencia en el manejo de módulos marcianos de aterrizaje y no nos lo haya dicho nunca.
Ninguna de las dos se molestó en responder a aquello. La radio en la proa chirrió, luego repiqueteó llamando su atención. Crawford miró a Lang, que no hizo ningún movimiento para acudir a responder. Se puso en pie y trepó por la escalerilla para sentarse en el asiento del copiloto. Conectó el receptor.
—¿Comandante Lang?
—No, aquí Crawford de nuevo. La comandante Lang está… indispuesta. Está atareada con Lou, intentando hacer algo.
—Es inútil. El doctor dice que es un milagro que todavía siga respirando. Si alguna vez llegara a recuperarse, no sería en absoluto el mismo que han conocido. La telemetría no muestra nada que se parezca a una onda cerebral normal. Ahora necesito hablar con la comandante Lang. Haga que suba.
La voz del comandante de misión Weinstein estaba acostumbrada a dar órdenes, y era casi tan emotiva como un informe meteorológico.
—Señor, se lo diré, pero no creo que acuda. Se trata todavía de su operación, ya sabe.
No le dio tiempo a Weinstein de replicar a eso. Éste se había visto atrapado por su propia antigüedad a comandar la Edgar Rice Burroughs, la nave orbital que los había traído a ellos hasta Marte y que se suponía tenía que llevarlos de regreso. El mando del Podkayne, el módulo de aterrizaje que se llevaría la parte del león en los titulares de los periódicos, había recaído en Lang. Había muy poca amistad entre los dos, especialmente desde que Weinstein empezó a rumiar acerca de los beneficios financieros que iban a recaer sobre la primera mujer en posar el pie en Marte, en vez de sobre el comandante de la misión. Se vio a sí mismo como otro Michael Collins.
Crawford llamó a Lang, que alzó la cabeza lo suficiente para murmurar algo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Crawford.
—Ha dicho que tomes el mensaje. —McKillian empezó a subir la escalerilla mientras decía esto. Ahora llegó a su lado y dijo en voz más baja—: Matt, está completamente destrozada. Sería mejor que tomaras tú el mando.
—Sí, lo sé.
Se volvió de nuevo hacia la radio, y McKillian escuchó por encima de su hombro mientras Weinstein resumía para ellos la situación tal como la veía. Encajaba mucho con la propia estimación de Crawford, excepto en un punto crucial. Desconectó el transmisor y se reunió con los demás supervivientes.
Miró en torno a los rostros de los demás y decidió que no era el momento de hablar de posibilidades de rescate. No le entusiasmaba ser el jefe. Esperaba que Lang se recuperara pronto y le quitara el peso de sobre sus hombros. Mientras tanto, tenía que hacer que empezaran a ocuparse en algo. Dio unos suaves golpecitos a McKillian en el hombro y la empujó hacia la esclusa.
—Haz que los entierren —dijo.
Ella apretó fuertemente los párpados, reteniendo las lágrimas, y asintió.
No fue un trabajo agradable. Apenas estaban a la mitad cuando Song descendió la escalerilla con el cuerpo de Lou Prager.
—Examinemos todo lo que sabemos. En primer lugar, ahora que Lou está muerto, las posibilidades de despegar de aquí son muy escasas. Es decir, a menos que Mary piense que puede absorber todo lo que necesita saber acerca de pilotar el Podkayne a partir de esas instrucciones que envió Weinstein. ¿Qué dices a ello, Mary?
Mary Lang estaba recostada, atravesada en el camastro improvisado que recientemente había estado ocupado por el piloto del Podkayne, Lou Prager. Cabeceaba apáticamente, apoyada contra el casco de aluminio del módulo; tenía la barbilla hundida en el pecho, y los ojos semicerrados.
Song le había administrado un sedante de las reservas del fallecido doctor, por consejo del médico a bordo de la E.R.B. Aquello había permitido a Lang dejar de luchar tan duramente contra el aullante pánico que deseaba soltar de su interior. Pero no había cambiado su estado de ánimo. Había renunciado por completo, no iba a hacer nada por nadie.
Cuando se inició el reventón, Lang había saltado rápidamente hacia su casco. Luego se había debatido contra la ventisca de nieve y el ondulante fondo del domo, dirigiéndose hacia la estructura abierta por arriba donde estaban durmiendo los demás miembros de la expedición. La explosión duró tan sólo diez segundos, y luego se le presentó el problema de luchar con el desplomante techo del domo, que rápidamente la enterró entre los pliegues de su plástico transparente. Era algo muy parecido a una de esas pesadillas en las que uno intenta correr hundido hasta las rodillas en arenas movedizas. Tuvo que luchar para avanzar cada metro de su recorrido, pero lo consiguió.
Lo hizo a tiempo de ver a sus compañeros de nave de los últimos seis meses jadear silenciosamente y escupir sangre por todos los orificios de su rostro mientras luchaban por ponerse sus trajes a presión. Era una tarea inútil intentar elegir a qué dos o tres de ellos salvar en el tiempo de que disponía, Quizá hubiera podido hacer algo más de no haber existido el monstruoso combate que había tenido que sostener para alcanzarles; se hallaba en estado de shock, y creía a medias que todo aquello no era más que una pesadilla. Así que aferró al que estaba más próximo, que resultó ser el doctor Ralston. Casi había acabado de colocarse su traje, de modo que ella le aseguró el casco y se trasladó al siguiente. Se trataba de Luther Nakamura, y estaba inmóvil. Peor aún, estaba enfundado sólo a medías en su traje. En aquel momento hubiera debido actuar de forma práctica, abandonándole y dirigiéndose a salvar a aquellos que aún tenían alguna posibilidad. Ahora lo sabía, pero seguía sin gustarle la idea, como tampoco le había gustado entonces.
Mientras estaba metiendo a Nakamura en su traje, llegó Crawford. Había caminado por encima de los pliegues de plástico del techo hasta alcanzar el dormitorio, y había entrado por él abriendo un agujero con el láser que utilizaba normalmente para vaporizar muestras de rocas.
Crawford había tenido tiempo de pensar en el problema de a quién salvar. Se dirigió directamente a Lou Prager y terminó de colocarle el traje. Pero ya era demasiado tarde. No sabía siquiera si hubiera representado alguna diferencia el que Mary Lang hubiera acudido primero a salvarle a él.
Ahora Mary permanecía tendida en el camastro, sus pies colgando blandamente hacia ella, meneando despacio la cabeza de un lado a otro.
—¿Estás segura? —la aguijoneó Crawford, esperando obtener un sobresalto, un indicio de sobresalto, algo.
—Estoy segura —murmuró ella—. ¿Sabéis cuánto tiempo tuvo que entrenarse Lou para hacer volar esta cosa? Y casi estuvo a punto de hacerla pedazos. Yo… oh, demonios, es imposible.
—Me niego a aceptar eso como una respuesta definitiva —dijo él—. Pero mientras tanto tenemos que examinar las posibilidades que existen si lo que Mary dice es cierto.
Ralston se echó a reír. Fue una risa carente de amargura; sonaba realmente divertido. Crawford siguió machacando:
—Hay una cosa que sí sabemos segura. La E.R.B. no podrá hacer nada por nosotros. Oh, nos ayudarán con todos los consejos que sean necesarios, quizá más de los que deseemos, pero cualquier tipo de rescate resulta imposible.
—Sabemos eso —dijo McKillian. Estaba agotada y se sentía enferma por la visión de los rostros de sus amigos muertos—. ¿De qué sirve toda esta charla?
—Espera un momento —la interrumpió Song—. ¿Por qué no pueden ellos…? Quiero decir que disponen de mucho tiempo, ¿no? Según tengo entendido, tienen que irse dentro de seis meses debido a las condiciones orbitales, pero en todo ese tiempo…
—¿Acaso no sabes nada de espacionaves? —exclamó McKillian violentamente.
Song prosiguió, imperturbable:
—Sé lo suficiente para ser consciente de que la Edgar no está equipada para entradas atmosféricas. Mi idea era, no hacer bajar toda la nave, sino sólo lo que haya a bordo de la misma que podamos necesitar. Es decir, un piloto. ¿No es eso posible?
Crawford se pasó las manos por el pelo, preguntándose qué decir. Esa posibilidad había sido discutida, y estaba siendo estudiada. Pero había tenido que ser clasificada como extremadamente remota.
—Tienes razón —dijo—. Lo que necesitamos es un piloto, y ese piloto es el comandante Weinstein. Lo cual presenta problemas, legalmente al menos. Él es el capitán de una nave y no debe abandonarla. Eso es lo que lo mantiene en la Edgar en primer lugar. Pero se entrenó mucho en el simulador de la plataforma de aterrizaje cuando estaba convencido de que sería elegido para el equipo de tierra. Ya conoces a Winey, siempre ha tenido el instinto del protagonismo en todo. De modo que si creyera que podía hacerlo, estaría aquí abajo al minuto siguiente, a fin de recogemos y llevarse él toda la publicidad. Tengo entendido que están intentando construir un sistema de paracaídas con escudo térmico para una de las cápsulas que se suponía debían hacernos llegar las provisiones durante nuestra estancia aquí. Pero es muy arriesgado. Uno no modifica a la ligera un diseño aerodinámico, no uno que se supone debe golpear la atmósfera a más de diez mil kilómetros de velocidad. Así que creo que podemos dejar eso de lado también. Seguirán trabajando en ello, pero cuando esté listo, Winey no se va a meter allí dentro. Desea ser un héroe, pero también desea vivir para verlo.
Hubo una breve subida de la moral por parte de Song, Ralston y McKillian ante la idea de un posible rescate. Pero cuanto más pensaban en ello, menos contentos parecían. En el fondo, todos estaban de acuerdo con la afirmación de Crawford.
—Así que coloquemos eso también en el archivo del Hada Madrina y olvidémoslo. Si ocurre, estupendo. Pero será mejor que demos por sentado que no va a ocurrir. Como es probable que sepáis, las E.R.B.-Podkayne son las únicas naves existentes que pueden alcanzar Marte y aterrizar en él. El otro par se halla todavía en el estadio de control de presupuestos en el Congreso. Winey habló con la Tierra y cree que van a acelerar los trámites preliminares, de modo que la construcción pueda iniciarse dentro de un año. La partida estaba programada para dentro de cinco años a partir de ahora, pero puede que así se consiga ganar un año. Ahora es una misión de rescate, más fácil de vender. Sin embargo, el diseño necesitará modificaciones, aunque sólo sea para incluir cinco asientos más a fin de llevarnos a nosotros de vuelta. Podéis apostar a que se realizarán más modificaciones cuando enviemos nuestro informe sobre el reventón. Así que mejor añadamos unos seis meses al esquema.
McKillian estaba ya harta de todo aquello.
—Matt, ¿de qué demonios estás hablando? ¿Misión de rescate? Maldita sea, sabes tan bien como yo que cuando nos encuentren aquí, llevaremos muertos un montón de tiempo. Probablemente muramos en un año.
—Ahí es donde te equivocas. Sobreviviremos.
—¿Cómo?
—No tengo ni la más remota idea.
La miró directamente a los ojos mientras decía eso. Ella casi no se molestó en contestar, pero la curiosidad pudo más:
—¿Se trata sólo de una sesión para infundir moral? Gracias, pero no la necesito. Prefiero enfrentarme a la situación tal como es. ¿O acaso tienes realmente algo?
—Ambas cosas. No tengo nada concreto salvo decir que sobreviviremos, de la misma forma que los seres humanos han sobrevivido siempre: conservando nuestro calor, comiendo, bebiendo. A esa lista tenemos que añadir «respirando». Eso es lo más difícil, pero excepto eso, no somos distintos de cualquier otro grupo de supervivientes en un lugar difícil. No sé qué es lo que tendremos que hacer específicamente, pero sé que encontraremos las respuestas.
—O moriremos intentándolo —dijo Song.
—O moriremos intentándolo —asintió Crawford, sonriéndole.
Al menos ella había captado la esencia de la situación. Fuera o no posible la supervivencia, era necesario mantener la ilusión de que sí lo era. De otro modo, mejor abrirse las venas. Mejor no haber nacido siquiera, ya que la vida es una inevitable y fatal lucha por sobrevivir.
—¿Qué hay del aire? —preguntó McKillian, aún no convencida.
—No lo sé —respondió él alegremente—. Es un buen problema, ¿no?
—¿Qué hay del agua?
—Bueno, en este valle hay un estrato de permagel a unos veinte metros de profundidad.
Ella se echó a reír.
—Maravilloso. ¿Así que eso es lo que quieres que hagamos? ¿Perforar y perforar, y calentar el hielo con nuestras pequeñas cabecitas rosadas? No funcionará, te lo digo yo.
Crawford aguardó hasta que ella hubo recitado una larga lista de razones por las cuales estaban condenados. La mayor parte de ellas tenían sentido. Cuando hubo terminado, habló suavemente:
—Lucy, escúchate a ti misma.
—Simplemente estoy…
—Estás colocándote del lado de la muerte. ¿Deseas morir? ¿Estás tan decidida que ni siquiera vas a escuchar a alguien que dice que puedes vivir?
Ella permaneció largo rato inmóvil; luego, incómoda, agitó los pies. Lo miró, después miró a Song y a Ralston. Estaban aguardando, y no le quedó más que enrojecer y sonreírles lentamente.
—Tienes razón. ¿Qué tenemos que hacer primero?
—Exactamente lo que estamos haciendo. Ser conscientes de la realidad de nuestra situación. Necesitamos hacer una lista de todo lo que tenemos disponible. Lo escribiremos en un papel, pero puedo daros un esquema general.
Empezó a contar los puntos con los dedos.
—Uno, tenemos comida para veinte personas durante tres meses. Eso representa casi un año para nosotros cinco. Con un racionamiento, quizá año y medio. Eso suponiendo que todas las cápsulas de provisiones nos lleguen correctamente. Además, la Edgar va a rebuscar en todos los rincones y nos enviará todo aquello de lo que puedan prescindir en las tres cápsulas de reserva. Eso puede mantenernos hasta dos años, incluso tres.
»Dos, tenemos agua suficiente por tiempo indefinido, si los recicladores siguen funcionando. Eso constituirá un problema, porque nuestro reactor agotará su energía dentro de dos años. Necesitaremos otra fuente de energía, y quizá otra fuente de agua.
»El problema con el oxígeno es más o menos el mismo. Dos años como máximo. Tenemos que encontrar una forma de conservarlo mucho más de lo que lo estamos haciendo ahora. Entre nosotros, no sé cómo. Song, ¿tienes alguna idea?
Ella adoptó un aire pensativo, que produjo dos verticales signos de admiración entre sus sesgados ojos.
—Posiblemente un cultivo de plantas de la Edgar. Si podemos encontrar alguna forma de hacer crecer plantas a la luz del sol marciano, y conseguir que los rayos ultravioletas no las maten…
McKillian pareció horrorizada, como todo buen ecólogo.
—¿Y qué hay de la contaminación? —preguntó—. ¿Para qué creéis que sirvió toda aquella esterilización antes de nuestro amartizaje? ¿Pretendéis enviar al diablo el equilibrio ecológico de Marte? Nadie podrá saber nunca si las muestras recogidas en un futuro serán plantas auténticamente marcianas o ejemplares terrestres mutados.
—¿Qué equilibrio ecológico? —contraatacó Song—. Sabes tan bien como yo que el resultado de este viaje ha sido muy próximo a cero. Unas cuantas bacterias anaerobias, una mancha de líquenes, ambos apenas distinguibles de las formas terrestres…
—Eso es precisamente lo que quiero decir. Si importáis formas de la Tierra ahora, jamás podremos saber en qué se diferencian.
—Pero puede hacerse, ¿no? Con la protección adecuada, de modo que las plantas no resulten eliminadas antes de germinar, podemos disponer de una factoría hidropónica que funcione…
—Oh, sí, puede hacerse. Puedo ver tres o cuatro sistemas de hacerlo en este mismo momento. Pero no estáis enfocando la cuestión principal, que es…
—Dejadlo estar —dijo Crawford—. Simplemente deseaba saber si teníais algunas ideas al respecto.
Se sentía secretamente complacido por la discusión; les hacía pensar a ambas de forma positiva, haciéndolas salir de la mortal apatía contra la cual debían protegerse.
—Creo que esta discusión ha servido para su propósito —prosiguió—, que era convencer a todos de que la supervivencia es posible.
Miró intranquilo a Lang, que aún meneaba la cabeza, con los ojos vidriosos como si todavía estuviera viendo a sus compañeros morir ante ella.
—Simplemente deseo dejar bien sentado que en vez de una expedición, ahora somos una colonia. No en el sentido habitual de planear quedamos aquí para siempre, aunque toda nuestra planificación deberá ser orientada sobre este supuesto. No nos enfrentamos simplemente a la necesidad de alargar nuestros recursos hasta que llegue el rescate. Lo más probable es que las medidas restrictivas no nos hagan ningún bien. Las respuestas que nos salvarán son respuestas a largo plazo, el tipo de respuestas que buscaría una colonia. Dentro de dos años tendremos que hallarnos en una posición que nos permita sobrevivir dentro de un modo de vida que nos mantenga indefinidamente. Tendremos que encajar en este medio ambiente en todo lo que podamos, y adaptarlo a nosotros en todo lo que no podamos. Para ello, estamos mejor equipados que la mayor parte de los colonos del pasado, al menos a corto plazo. Tenemos amplias reservas de todo lo que necesita una colonia: comida, agua, herramientas, materias primas, energía, cerebros y mujeres. Sin esas cosas, ninguna colonia tiene muchas posibilidades. Todo lo que nos falta es un reaprovisionamiento regular desde nuestro país natal, pero un grupo de colonos realmente bueno puede seguir adelante sin eso. ¿Qué tenéis que decir? ¿Estáis todos conmigo?
Algo había hecho que Mary Lang alzara los ojos. Se trataba de un reflejo, un reflejo de supervivencia condicionado por toda una vida de lucha para abrirse camino hasta arriba. Se enraizó de nuevo en ella y la hizo alzarse primero en la cama, luego sobre sus pies. Luchó por librarse de los efectos de los calmantes y permaneció allí erguida, los ojos turbios pero lúcidos.
—¿Qué te hace pensar que las mujeres son un recurso natural, Crawford? —dijo, lenta y deliberadamente.
—Bueno, lo que quiero decir es que sin el estímulo moral proporcionado por los miembros del sexo opuesto, una colonia carecerá del empuje necesario para seguir adelante.
—Eso es lo que piensas, de acuerdo. Y piensas en las mujeres disponibles para los auténticos colonos como una razón de vivir. Lo he oído antes. Es una forma machista de considerar las cosas, Crawford.
Estaba recuperando su estatura mientras la miraban, pareciendo crecer hasta que dominó a todo el grupo con el intangible poder que señala al líder. Aspiró hondo, y estuvo completamente despierta por primera vez aquel día.
—Dejaremos de pensar de esa manera inmediatamente, ahora. Soy la comandante de la misión. Aprecio que te hicieras cargo de las cosas mientras yo estaba…, ¿cómo dijiste? Indispuesta. Pero deberías prestar más atención a los aspectos sociales de nuestra situación. Si alguien es aquí una mercancía, sois tú y Ralston, en virtud de vuestro escaso número. Habrá algunas cuestiones delicadas que resolver aquí, pero por el momento funcionaremos como una unidad, bajo mi mando. Haremos todo lo posible por minimizar la competencia social entre las mujeres con respecto a los hombres. Así es como lo haremos. ¿Ha quedado claro?
Varios asentimientos de cabeza fueron toda la respuesta. No los acusó, sino que siguió hablando:
—Desde el principio me pregunté por qué estabas entre nosotros, Crawford. —Empezó a pasear arriba y abajo en el atestado espacio. Los otros se apartaron de su camino casi sin pensar, excepto Ralston, que seguía acurrucado bajo su manta—. ¿Un historiador? Seguro, es una espléndida idea, pero nada práctica. Tengo que admitir que he pensado siempre en ti como en un lujo, algo tan inútil como los pezones en el pecho de un hombre. Pero estaba equivocada. Toda la gente de la NASA estaba equivocada. El Cuerpo de Astronautas luchó como locos por mantenerte fuera de este viaje. Ya habría tiempo suficiente para eso en vuelos sucesivos. Estábamos cegados por nuestra lealtad a la filosofía de los pilotos de pruebas del vuelo espacial. Deseábamos tan pocos científicos como fuera posible y tantos astronautas como lográramos reunir. No nos gusta pensar en nosotros como en pilotos de transbordador. Creo que demostramos durante los Apolo que podíamos realizar trabajos científicos tan bien como cualquiera. Te vimos como una especie de insulto, una bofetada de los científicos de Houston para demostramos cuán bajo habíamos caído.
—Si yo fuera capaz de…
—Cállate. Sin embargo, estábamos equivocados. Leí en tu currículum que eras un experto en supervivencia. ¿Cuál es tu honesta evaluación de nuestras posibilidades?
Crawford se alzó de hombros, intranquilo ante la pregunta. No sabía si era el momento adecuado para especular con que podían fracasar.
—Dime la verdad.
—Más bien escasas. Sobre todo por el problema del aire. La gente sobre la que he leído nunca tuvo que plantearse dónde encontrarían el aire necesario para su siguiente inspiración.
—¿Has oído hablar alguna vez del Apolo Trece?
Le sonrió.
—Circunstancias especiales. Problemas a corto plazo.
—Tienes razón, por supuesto. Y en las otras dos únicas emergencias espaciales auténticas desde aquella vez, pereció toda la tripulación. —Se volvió y miró ceñudamente a cada uno de los demás, por turno—. Sin embargo, nosotros no vamos a perder.
Esperó a que alguno de ellos mostrara su desacuerdo, pero nadie se atrevió. Se relajó y siguió caminando arriba y abajo por la estancia. Se volvió de nuevo hacia Crawford.
—Me doy cuenta de que tendré que recurrir con frecuencia a tus conocimientos en los próximos años. ¿Cuál es según tú el siguiente punto en el orden del día?
Crawford se relajó. El terrible peso de la responsabilidad, que nunca había deseado, ya no gravitaba sobre sus hombros. Se sintió contento de seguir a su líder.
—A decir verdad, estaba preguntándome qué decir a continuación. Tenemos que hacer un minucioso inventario. Creo que deberíamos empezar por eso.
—Correcto, pero hay un punto aún más importante. Tenemos que ir al domo y descubrir qué fue lo que causó el reventón. Esa maldita cosa no hubiera debido reventar; es la primera de su tipo que lo ha hecho. Y además desde el fondo. Pero reventó, y tenemos que saber por qué, o estaremos ignorando un hecho de Marte que aún puede matarnos a nosotros. Hagamos eso primero. Ralston, ¿puedes andar?
Cuando él asintió, ella se selló el casco y se encaminó a esclusa. Se volvió y miró especulativamente a Crawford.
—¿Sabes, amigo?, si me hubieras pinchado con un aguijón eléctrico de los que se utilizan para arrear el ganado no me hubieras hecho saltar como lo has hecho hace unos minutos. ¿Puedo preguntarte por qué has dicho eso?
Crawford no sentía ningún deseo de responder. Dijo, con un rostro perfectamente impasible:
—¿Yo? Creo que lo mejor será que supongas que soy un chauvinista, simplemente.
—Lo veremos. ¿De acuerdo?
—¿Qué es esto?
Song Sue Lee estaba de rodillas, examinando una de las centenares de pequeñas y rígidas púas que brotaban del suelo. Intentó rascarse la cabeza pero se vio frustrada por el casco.
—Parece plástico. Sin embargo, tengo la fuerte sensación de que es la forma de vida superior que Lucy y yo estuvimos buscando ayer.
—¿Y pretendes decirme que esas pequeñas púas han practicado agujeros en el fondo del domo? No me lo creo.
Song se puso en pie, moviéndose rígidamente. Todos habían trabajado duramente para vaciar el domo desplomado y quitar la enorme y arrugada masa a fin de dejar al descubierto el suelo que había bajo ella. Estaba cansada, y perdió la calma por un momento al responder a Mary Lang.
—Yo no he dicho eso. Apartamos el domo y encontramos esas púas. Eres tú quien ha supuesto que habían abierto agujeros en el fondo.
—Lo siento —repuso Lang, suavemente—. Sigue con lo que estabas diciendo.
—Bueno, la tuya no ha sido una mala suposición, después de todo —admitió Song—. Pero los agujeros que vi no habían sido punzados. Habían sido corroídos.
Aguardó a que Lang protestara diciendo que el fondo del domo era tan químicamente inerte como cualquier otro plástico descubierto. Pero Lang había aprendido la lección. Y tenía talento para enfrentarse a los hechos.
—Bien. Así pues, tenernos una cosa que corroe el plástico. Y además parece estar hecha de plástico, por añadidura. ¿Alguna idea de por qué eligió este lugar en particular para crecer, y no otro?
—Tengo una idea al respecto —dijo McKillian—. He hecho algunos estudios en torno al domo para ver si la alteración del índice de humedad que hemos estado creando aquí ha podido tener algún efecto sobre las esporas del suelo. Llevamos nueve días aquí, exhalando vapor de agua, anhídrido carbónico, e incluso algo de oxígeno. No mucho, pero quizá más del que parece, considerando las pocas concentraciones que se encuentran naturalmente disponibles. Alteramos la biosfera. ¿Sabe alguien dónde era expelido el aire usado del domo?
Lang enarcó las cejas.
—Sí, era enviado bajo el domo. El aire que expelemos era caliente, así que se pensó que podía utilizarse una última vez antes de dejarlo libre, para calentar el suelo del domo y disminuir la pérdida de calor.
—Y el vapor de agua se condensaba debajo del domo cuando entraba en contacto con el aire frío. ¿Te das cuenta del esquema?
—Creo que sí —dijo Lang—. De todos modos, era tan poca agua… Sabes que no deseábamos malgastarla; la condensábamos hasta que el aire que expelíamos estaba tan seco como un viejo hueso.
—Para la Tierra quizá sí. Aquí era una lluvia torrencial. Alcanzó las semillas o esporas del suelo y desencadenó su crecimiento. Vamos a tener que ir con mucho cuidado cuando utilicemos cualquier cosa que contenga plástico. ¿Qué incluye eso?
Lang gruñó.
—Todas las esclusas de las cámaras de aire, por una parte. —Hubo muecas de todos ellos ante aquel pensamiento—. Por otra parte, una buena proporción de nuestros trajes. Song, ve con cuidado, no camines sobre esa cosa. No sabemos lo poderosa que es o si es capaz de corroer el plástico de tus botas, pero será mejor que juguemos sobre seguro. ¿Qué opinas de esto, Ralston? ¿Crees que puedes descubrir hasta qué punto es peligroso?
—¿Quieres decir identificar el disolvente que utiliza esa cosa? Probablemente, si podemos habilitar algún espacio para trabajar y puedo recuperar mi equipo.
—Mary —dijo McKillian—, se me ocurre que será mejor que empecemos a buscar esporas aéreas. Si hay algunas, eso puede significar que la esclusa de entrada del Podkayne es vulnerable. Incluso a treinta metros por encima del suelo.
—De acuerdo. Ocúpate de eso. Puesto que dormiremos en el módulo hasta que descubramos qué podemos hacer en el suelo, será mejor que actuemos sobre seguro. Mientras tanto, dormiremos con los trajes puestos.
Hubo gruñidos impotentes ante aquello, pero no protestas. McKillian y Ralston se encaminaron hacia el montón de equipo recuperado, esperando poder utilizar el suficiente para empezar sus análisis. Song se arrodilló de nuevo y empezó a cavar en torno a una de las púas de diez centímetros.
Crawford siguió a Lang de vuelta al Podkayne.
—Mary, desearía… ¿Te importa que te llame Mary?
—Supongo que no. No creo que «comandante Lang» pueda aguantar cinco años. Sin embargo, preferiría que siguieras pensando en mí como comandante.
Él consideró la cuestión.
—De acuerdo, comandante Mary.
Ella le lanzó un puñetazo amistoso. Apenas lo había antes del desastre. Para ella había sido simplemente un nombre en una lista, y una espina clavada en la estimación del Cuerpo de Astronautas. Pero no había sentido ninguna animadversión personal hacia él, y ahora se daba cuenta de que empezaba a caerle bien.
—¿Qué tienes en la cabeza?
—Oh, varias cosas. Pero quizá no me corresponda a mí ahora sobre el tapete. Antes que nada, desearía decir que si te sientes… preocupada, o dudosa, acerca de mi apoyo o lealtad, debido a que antes tomé el mando durante un rato…, pues…
—¿Sí?
—Sólo quería decirte que no tengo ambiciones en esa dirección —terminó débilmente.
Ella le dio una palmada en el hombro.
—Por supuesto, ya lo sé. Olvidas que he leído tu expediente. Menciona varios interesantes episodios sobre los que me gustaría que me hablaras algún día, de tu época de «aventurero»…
—Demonios, todo eso ha sido muy exagerado. Simplemente ocurrió que me vi metido en algunos líos y conseguí salirme de ellos.
—Sin embargo, fuiste elegido para esta misión por encima de centenares de solicitantes. La idea era que tú suponías una buena baza, un hombre de acción con experiencia probada en supervivencia. Y ha funcionado. No obstante, otra cosa que recuerdo de tu informe es que no eres un líder, y que eres un solitario que cooperará con un grupo y no planteará problemas de disciplina, pero que trabajas mejor solo. ¿Quieres volar en solitario?
Él le dirigió una sonrisa.
—No, gracias. Sin embargo, lo que has dicho es cierto. No tengo el menor deseo de tomar ninguna responsabilidad. Pero resulta que tengo algunos conocimientos que tal vez puedan ser útiles.
—Y los utilizaremos. Tú limítate a hablar. Estaré escuchando. —Empezó a decir algo, luego pensó en otra cosa distinta—. Dime, ¿qué opinas de que una mujer dirija este proyecto? He tenido que luchar constantemente por abrirme camino desde mis días en las Fuerzas Aéreas. Así que si tienes alguna objeción que hacer puedes planteármela directamente.
Él se mostró genuinamente sorprendido.
—Supongo que no te habrás tomado en serio lo que he dicho. Será mejor que lo admita; era intencionado, como ese aguijón eléctrico que mencionaste. Parecía como si necesitaras una buena patada en el culo.
—Gracias por ella. Pero no has respondido a mi pregunta.
—Quien dirige, dirige —dijo él simplemente—. Te seguiré mientras te mantengas dirigiendo.
—¿Mientras sea en la dirección que tú deseas? —Ella se echó a reír, y le dio un codazo en las costillas—. Te veo como mi gran visir, el hombre que mantiene los arcanos del conocimiento y aconseja al regente. Creo que tendré que vigilarte. Yo también sé un poco de historia.
Crawford no fue capaz de decir hasta qué punto ella hablaba en serio. Dejó el asunto a un lado con un alzamiento de hombros.
—De lo que realmente deseaba hablarte es de esto: dijiste que no podías hacer volar esta nave. Pero no eras tú misma; estabas deprimida y sintiéndote impotente. ¿Mantienes lo que dijiste?
—Lo mantengo. Sube y te mostraré por qué.
En la cabina del piloto, Crawford estuvo dispuesto a creerla. Como todas las máquinas volantes desde los días de la manga de aire y la carlinga abierta, aquélla era una loca confusión de diales, interruptores y luces, diseñados de modo que maravillaran a cualquiera que no supiera nada al respecto. Se sentó en el asiento del copiloto y la escuchó.
—Teníamos un piloto de reserva, por supuesto. Quizá te sorprenda saber que no era yo. Era Dorothy Cantrell, y está muerta. Sé para qué sirve casi todo lo que hay en este panel, y puedo manejarlo en su mayor parte muy fácilmente. Y lo que no sepa puedo aprenderlo. Algunos de los sistemas están computarizados; dales el programa correcto y ellos trabajarán por sí mismos, en el espacio.
Miró soñadoramente a los controles, y Crawford se dio cuenta de que, como Weinstein, a ella no le gustaba abandonar el placer del vuelo para dirigir un grupo de exploradores. Mary había sido anteriormente piloto de pruebas, y sobre todas las cosas adoraba volar. Palmeó la hilera de controles manuales a su derecha. Había otros parecidos a su izquierda.
—Esto es lo que nos mataría, Crawford —dijo—. ¿Cuál es tu nombre de pila?… Matt. Matt, este bebé es un avión durante los primeros cuarenta mil metros. No tiene el combustible necesario para alcanzar la órbita sólo con sus chorros. Ahora las alas están dobladas. Probablemente no las has visto durante nuestra entrada, pero viste los modelos. Son muy ligeras, supercríticas, y diseñadas para esta atmósfera. Lou decía que era como hacer volar una bañera, pero vuela. Y se necesita habilidad, es casi un arte. Lou practicó durante tres años con los mejores simuladores que pudimos construir, y pese a todo tuvo que confiar en cosas que uno no puede aprender en un simulador. Y nos llevó abajo en una sola pieza con penas y trabajos. No nos dimos demasiada cuenta de ello, pero estuvimos terriblemente cerca de hacemos pedazos. Lou era joven; también lo era Cantrell. Ambos no hacían otra cosa que volar. Practicaban cada día; tenían un toque especial. Eran de lo mejor. —Se dejó caer en su asiento—. Yo no he volado en nada excepto aparatos de entrenamiento desde hace ocho años.
Crawford no sabía si era mejor dejarlo correr.
—Pero eras una de las mejores. Todo el mundo sabe eso. ¿Sigues creyendo que no puedes hacerlo?
Ella alzó las manos.
—¿Cómo puedo hacerte comprender? No se parece a nada en lo que yo haya volado nunca. Sería como… —Buscó una comparación, intentando aferrarla haciendo gestos en el aire—. Escucha. El hecho de que alguien pueda pilotar un biplano, quizá incluso ser el mejor piloto de biplanos de todos los tiempos, ¿significa que está cualificado para pilotar un helicóptero?
—No lo sé.
—No está cualificado. Créeme.
—De acuerdo. Pero sigue existiendo el hecho de que aquí en Marte tú eres lo más parecido a un piloto para el Podkayne. Creo que deberías considerar eso cuando decidas lo que debemos hacer.
Calló, temeroso de sonar como queriendo forzarla a algo.
Ella entrecerró los ojos y miró a nada en particular.
—He pensado en eso. —Aguardó un largo rato—. Creo que las posibilidades son de mil a una contra nosotros si intento hacer volar esto. Pero lo haré, si es nuestra única posibilidad. Y ése es tu trabajo; muéstrame otras posibilidades mejores. Si no lo consigues, házmelo saber.
Tres semanas más tarde, el Cañón Tharsis había sido transformado en un jardín de infancia lleno de juguetes. Crawford no encontraba una forma mejor de describirlo. Cada una de las púas de plástico había florecido en un fantástico molino de viento, y no había dos iguales. Algunos eran minúsculos, con las aspas paralelas al suelo y de no más de cien centímetros de alto. Había otros que parecían derricks hechos con puntales de plástico similares a telas de araña, que no hubieran parecido fuera de lugar en un campo petrolífero de Kansas. Algunos de ellos tenían cinco metros de altura. Poseían todos los colores y multitud de configuraciones, pero todos tenían aspas cubiertas con una película transparente parecida al celofán, y giraban como veletas multicolores en la áspera brisa marciana. Crawford pensó en una feria industrial construida por gnomos. Casi podía verlos afanándose entre las girantes ruedas.
Song había aislado uno de ellos de la mejor manera que había podido. Todavía seguía agitando incrédula la cabeza. No había podido desenterrar la larga y aislada raíz primaria, pero podía calcular hasta cuán profundo llegaba. Se extendía hacia abajo hasta la capa de permagel, a veinte metros de profundidad.
El terreno entre los molinos de viento estaba revestido con una resplandeciente capa de plástico. Aquélla era la segunda parte de la ingeniosa solución de las plantas para sobrevivir en Marte. Los molinos utilizaban la energía del viento, y el recubrimiento del suelo se componía de dos finas películas de plástico con un espacio entre ellas para que circulara el agua. El agua era calentada por el sol y luego bombeada hasta la capa de permagel, fundiendo un poco más cada vez.
—Pero sigue faltando todavía algo en nuestro esquema —les había dicho Song la noche anterior, cuando les transmitió en resumen lo que había descubierto—. Martin no ha sido capaz de encontrar un mecanismo que permita a esas cosas crecer ingiriendo arena y rocas y transformándolas en materiales parecidos al plástico. Así que debemos asumir que hay una reserva de algo como petróleo en crudo ahí abajo, quizá helado junto con el agua.
—¿De dónde puede haber procedido? —había preguntado Lang.
—¿Habéis oído hablar de las teorías del largo período estacional marciano? Bueno, parte de ello es más que una teoría. La combinación de la inclinación polar marciana, el ciclo precesional y la excentricidad de la órbita producen estaciones que tienen aproximadamente doce mil años de duración. Nos hallamos en mitad del invierno, aunque aterrizamos en el «verano» nominal. Se ha teorizado que si existe alguna vida en Marte, tiene que estar adaptada a estos largos ciclos. Hiberna en esporas durante el ciclo frío, cuando el agua y el anhídrido carbónico se hielan en los polos, y luego brota cuando se funde el suficiente hielo para permitir los procesos biológicos. Parece que hemos engañado a esas plantas; creen que ha llegado el verano debido a que el vapor de agua en torno al campamento ha aumentado.
—¿Y qué hay acerca del crudo? —preguntó Ralston.
No creía por completo en parte del modelo que había ayudado a trazar. Él era un químico de laboratorio, especializado en compuestos inorgánicos. La forma en que aquellas plantas producían plásticos sin intervención de un gran calor, por medio de interacciones puramente catalíticas, lo había dejado confuso y a la defensiva. Deseaba que aquellos locos molinos de viento desaparecieran.
—Creo que puedo responder a eso —dijo McKillian—. Esos organismos sobreviven muy precariamente, incluso en las mejores condiciones. Los que lo consiguen no malgastan absolutamente nada. Es lógico pensar que cualquier depósito realmente antiguo de petróleo en crudo haya sido agotado en tan sólo unos cuantos de esos ciclos. Así que lo que estamos pensando que es petróleo en crudo debe de ser alguna otra cosa un poco diferente. Tiene que tratarse de los restos de la última generación.
—Pero ¿cómo pueden haber ido a parar tan profundamente esos restos? —preguntó Ralston—. Cabría esperar que estuvieran más arriba. Los vientos no pueden enterrarlos tan profundamente en sólo doce mil años.
—Tienes razón —convino McKillian—. Realmente, no lo sé. Pero tengo una teoría. Puesto que esas plantas no malgastan nada, ¿por qué no conservar sus cuerpos cuando mueren? Brotan del suelo; ¿no es posible que puedan enterrarse profundamente cuando las cosas empiezan a ponerse difíciles de nuevo? Dejan esporas tras ellas mientras se retiran, distribuyéndolas a todo lo largo del suelo. De esa forma, si las superiores resultan destruidas o son esterilizadas por los rayos ultravioletas, las que hay inmediatamente debajo podrán desarrollarse cuando vuelvan las condiciones correctas. Luego, cuando alcanzan la capa de permagel, se descomponen en el lodo orgánico que hemos postulado y…, bueno, es un poco complicado, ¿no?
—A mí me suena bien —le aseguró Lang—. Servirá como teoría de trabajo. Ahora, ¿qué hay acerca de las esporas aéreas?
Se hizo evidente que estaban a salvo de aquel peligro. En aquellos momentos había esporas en el aire, pero no eran peligrosas para los colonos. Las plantas atacaban únicamente algunas clases de plástico, y además tan sólo en algunos estadios de su vida. Puesto que aún estaban transformándose, era cuestión de seguir vigilando; pero las esclusas y los trajes estaban seguros. La tripulación pudo gozar del lujo de dormir sin sus trajes.
Había mucho trabajo que hacer. La mayor parte de tipo manual recaía en Crawford y, en cierta medida, en Lang. Permanecían juntos durante mucho tiempo. Los otros tres debían estar libres para proseguir sus investigaciones, puesto que habían decidido que solamente conociendo a la perfección su entorno podrían tener alguna posibilidad.
Crawford y Lang habían conseguido recuperar la mayor parte del domo. Trabajando con equipo de parcheo y láseres para cortar el resistente material, construyeron un domo mucho más pequeño. Lo erigieron en un saliente de roca desnuda, modificaron la salida de los gases para impedir la condensación en la parte de abajo del domo, y añadieron más dispositivos de seguridad. Ahora dormían en una zona presurizada en el interior del domo, y uno de ellos permanecía despierto de guardia durante todo el tiempo. En ejercicios de entrenamiento, llegaron a pasar de un sueño profundo a una integridad totalmente estanca en treinta segundos. No iban a dejarse sorprender de nuevo.
Crawford apartó los ojos de las piezas que giraban locamente en la granja de molinos de viento. Se hallaba con el resto de la tripulación, sentado en el domo con el casco quitado. Eso era lo máximo que autorizaba Lang a todos, excepto en el atestado dormitorio. Song Sue Lee estaba en la radio, transmitiendo su informe a la Edgar Rice Burroughs. En su mano tenía uno de los módulos de bombeo que había seccionado de una de las plantas. Consistía en un conjunto de medio metro de diámetro de ocho hojas que giraban libremente sobre cojinetes de teflón. Bajo él había varios diminutos engranajes y la bomba en sí. La estaba haciendo girar lentamente mientras hablaba.
—Realmente no lo comprendo —estaba diciendo Crawford en voz baja a Lucy McKillian—. ¿Qué hay de revolucionario en esos pequeños molinos de viento?
—Es algo completamente nuevo —le contestó McKillian, también susurrando—. Piensa en ello. Allá en la Tierra, la naturaleza no ha inventado la rueda. A veces me he preguntado por qué no. Hay limitaciones, por supuesto, pero es una idea tan buena… Simplemente, piensa en lo que nosotros hemos hecho con ella. Sin embargo, todos los movimientos en la naturaleza se hallan confinados al arriba y abajo, adelante y atrás, adentro y afuera, o apretar y soltar. Nada en la Tierra gira y gira, a menos que nosotros lo construyamos. Piensa en ello.
Crawford lo hizo, y empezó a ver la novedad que representaba. Intentó en vano pensar en algún mecanismo en animales o plantas de origen terrestre que girara y se mantuviera girando constantemente. No pudo.
Song terminó su informe y tendió el micrófono a Lang. Antes de que ella pudiera empezar, Weinstein se puso al otro lado.
—Ha habido un cambio de planes aquí arriba —dijo, sin ningún preámbulo—. Espero que eso no represente una conmoción para vosotros. Si pensáis en ello, comprenderéis su lógica… Dentro de siete días regresamos a la Tierra.
No les sorprendió demasiado. La Burroughs les había entregado ya casi todo lo que le era posible en forma de datos y pertrechos. Había una última cápsula cargada lista para ser enviada; después de ella, su presencia allí no sería más que una frustración para ambos grupos. Había una gran ironía en el hecho de que dos naves tan poderosas estuvieran tan cerca la una de la otra y tan impotentes de hacer nada concreto. La tripulación de la Burroughs se resentía de ello.
—Hemos vuelto a calcularlo todo basándonos en la masa más pequeña sin vosotros veinte y las seis toneladas de muestras que debíamos haber traído de vuelta. Utilizando el combustible que os hubiéramos enviado para el despegue, podemos seleccionar una órbita más rápida en dirección a Venus. La fecha de partida para esa órbita es dentro de siete días. Efectuaremos una cita orbital con una cápsula teledirigida llena de pertrechos con la cual no habíamos contado.
«Y además —se dijo Lang para sus adentros—, es mucho más dramático.» Caer en dirección al sol siguiendo una arriesgada órbita cometaria, con las despensas totalmente vacías, encaminándose hacia una cita orbital aleatoria…
—Me gustaría conocer vuestros comentarios —prosiguió Weinstein—. Esto no es absolutamente definitivo todavía.
Todos miraron a Lang. Se sintieron tranquilizados al verla tranquila e imperturbable.
—Creo que es la mejor idea. Una cosa; supongo que no habréis considerado que yo podría pilotar el Podkayne.
—No te lo tomes a mal, Mary —dijo suavemente Weinstein—, pero hemos descartado esa posibilidad. La gente de la Tierra estima que no podrías hacerlo. Han hecho algunos experimentos, escogiendo a pilotos realmente buenos y poniéndolos en los simuladores. No han conseguido superarlo, y creemos que tú tampoco podrías.
—No necesitas endulzármelo. Lo sé tan bien como cualquier otro. Pero incluso una posibilidad de mil millones contra una es mejor que nada. Correré el riesgo si creen que Crawford tiene razón, que la supervivencia es al menos teóricamente posible.
Hubo una larga vacilación.
—Creo que es lo correcto. Pero…, Mary, voy a ser franco. No creo que sea posible. Deseo estar equivocado, pero no tengo esperanzas…
—Gracias, Winey, por tus animosas palabras. Siempre has sido excelente levantando la moral de una persona. Incidentalmente, esa otra misión, esa en la que estabas dispuesto a bajar hasta aquí como un meteorito para salvar nuestros culos, ¿también ha sido dejada de lado?
La tripulación reunida a su alrededor sonrió, y Song lanzó una risita aguda. Weinstein no era el hombre más popular en Marte.
—Mary, ya te he hablado de eso —se quejó. Fue una queja suave, y lo más significativo de ella fue que no puso ninguna objeción a ser llamado por su apodo. Estaba siendo gentil con los condenados—. Estudiamos el asunto día y noche. Incluso conseguí el permiso de delegar temporalmente el mando. Pero las plaquetas que construyeron en la Tierra no resistieron la entrada. Era lo mejor que podíamos hacer. No podíamos arriesgar toda la misión en un intento que la gente de la Tierra no garantizaba.
—Lo sé. Te llamaré de nuevo mañana. —Cortó la comunicación y se sentó sobre sus talones—. Me pregunto: si las pruebas hechas por la Tierra sobre el papel higiénico no llegan a dar resultado, ¿qué hubiéramos…? —Agitó las manos en el aire—. ¿Qué estoy diciendo? Eso es mezquino. Winey no me cae bien, pero tiene razón. —Se puso en pie, con gesto de fastidio—. Vamos, muchachos, tenemos un montón de trabajo que hacer.
Llamaron a su colonia Nueva Ámsterdam, a causa de los molinos de viento. A las plantas marcianas las bautizaron tiovivos, aunque Crawford abogó durante mucho tiempo por el nombre de spinnaker.
Trabajaron durante todo el día e hicieron todo lo que pudieron por ignorar a la Burroughs sobre sus cabezas. Los mensajes en ambas direcciones eran cortos y lacónicos. Por inútil que pareciera ya la nave madre, sabían que iban a echarles de menos cuando se fueran. Por eso el día de la partida fue rígido y premeditadamente indiferente. Todo el mundo se fue a la cama horas antes de la hora estipulada.
Cuando estuvo seguro de que los demás estaban dormidos, Crawford abrió los ojos y miró a su alrededor en el oscuro dormitorio. No había nada de hogareño en él; estaban apelotonados los unos contra los otros en burdos camastros hechos con material aislante, Las instalaciones sanitarias se hallaban detrás de una endeble barrera contra una pared, y olían terriblemente. Pero ninguno de ellos habría aceptado dormir afuera en el domo, aunque Lang lo hubiera permitido.
La única luz procedía de los iluminados diales que se suponía que el elemento de guardia vigilaba durante toda la noche. No había nadie sentado frente a ellos. Crawford supuso que el vigilante se había ido a dormir. Eso hubiera debido irritarle, pero no tenía tiempo para ello. Tenía que ponerse su traje de presión, y agradeció la oportunidad de poder hacerlo discretamente. Empezó a vestirse furtivamente.
Como historiador, creía que no podía dejar pasar un momento así sin observarlo. Era una tontería, pero así son las cosas. Tenía que estar allí afuera, contemplarlo con sus propios ojos. No importaba si no vivía para poder contarlo nunca; debía registrarlo.
Alguien se sentó en el camastro situado junto al suyo. Crawford se inmovilizó, pero era demasiado tarde. Ella se frotó los ojos y miró a la oscuridad.
—¿Matt? —Bostezó—. ¿Qué… qué ocurre? ¿Hay algo…?
—Chissst. Voy a salir. Vuelve a dormirte, Song.
—Hum.
Se desperezó, se frotó fuertemente los ojos con los nudillos y se echó hacia atrás el pelo que cubría su rostro. Iba vestida con un mono de trabajo suelto, una prenda que necesitaba urgentemente un lavado, como todo el resto de sus ropas. Por un momento, mientras observaba su imprecisa silueta desperezarse y levantarse, Crawford olvidó la Burroughs. Obligó a su mente a dejar de pensar en la mujer.
—Voy contigo —dijo Song en voz baja.
—De acuerdo. Pero no despiertes a los demás.
De pie justo en la parte exterior de la compuerta de aire estaba Mary Lang. Se volvió hacia ellos cuando salieron, y no pareció sorprendida.
—¿Eres tú quien está de guardia? —le preguntó Crawford.
—Ajá. He quebrantado mis propias reglas. Pero vosotros dos habéis hecho lo mismo. Consideraos arrestados.
Se echó a reír y les hizo señas de que se reunieran con ella. Se cogieron del brazo y alzaron los ojos hacia el cielo.
—¿Cuánto tiempo falta? —preguntó Song, cuando hubo transcurrido un rato.
—Sólo unos cuantos minutos. Tranquila.
Crawford miró a Lang y creyó ver lágrimas en su rostro, pero no pudo asegurarlo en la oscuridad.
De pronto surgió una pequeña estrella nueva, más brillante que todas las demás, más brillante que Fobos. Mirarla directamente hacia que los ojos dolieran, pero ninguno de ellos apartó la vista. Era el reactor a fusión de la Edgar Rice Burroughs, encaminándose hacia el Sol, alejándose del largo invierno de Marte. Fue visible durante largos minutos, luego lanzó un último destello y desapareció. Aunque hacía calor en el domo, Crawford estaba temblando. Pasaron diez minutos antes de que ninguno de ellos se sintiera con ánimos de volver al dormitorio.
Se apiñaron en la esclusa de aire, cuidando de no mirarse al rostro los unos a los otros, mientras aguardaban el ciclo automático. La puerta interior se abrió y Lang avanzó… y retrocedió inmediatamente a la esclusa. Crawford tuvo un atisbo de Ralston y de Lucy McKillian; luego Mary cerró la compuerta.
—Hay personas que no tienen poesía en sus almas —dijo.
—O demasiada —apuntó Song con una risita.
—¿Os apetece dar un paseo por el domo conmigo? Quizá podamos discutir algunas formas de proporcionar a la gente un poco e intimidad.
La compuerta interior se abrió, y allí estaba McKillian, parpadeando ante la luz de la desnuda bombilla que iluminaba la esclusa mientras sujetaba su camisa ante ella con una mano.
—Pasad —dijo, dando un paso atrás—. Más vale que hablemos de esto.
Entraron, y McKillian encendió la luz y se sentó en su colchón. Ralston estaba parpadeando, apelotonado nerviosamente bajo su montón de mantas. Desde el día del reventón, siempre parecía tener frío.
Aunque había sido ella quien había solicitado la discusión, McKillian se quedó callada. Song y Crawford se sentaron en sus camastros, y finalmente, mientras el silencio se hacía cada vez más tenso, todos se quedaron mirando a Lang.
Ésta empezó a liberarse de su traje.
—Bien, creo que eso arregla las cosas. Me alegra oír todos vuestros comentarios. Lucy, si esperas algún tipo de reprimenda, olvídalo. Lo primero que haremos mañana por la mañana será tomar medidas para conseguir un poco de intimidad para eso; pero, no importa lo que hagamos, vamos a tener que aceptar una cierta promiscuidad durante los próximos años. Creo que todos nosotros deberíamos relajamos. ¿Alguna objeción?
Estaba a medias fuera de su traje cuando hizo una pausa para escuchar los comentarios. No hubo ninguno. Acabó de desnudarse por completo y tendió la mano hacia el conmutador de la luz.
—En cierto sentido, ya era hora —dijo, arrojando sus ropas a un rincón—. Lo único que podemos hacer con esas ropas es quemarlas. Todos oleremos un poco mejor. Song, es tu turno de guardia.
Apagó las luces, y se dejó caer pesadamente en su colchón.
Hubo mucho roce de ropas y mucho retorcerse durante los siguientes minutos, mientras todos se desembarazaban de sus ropas. Song rozó a Crawford en la oscuridad, y le pidió disculpas con voz murmurante. Luego todos se metieron en sus propios camastros. Pasaron varias tensas horas antes de que ninguno de ellos consiguiera dormirse.
La semana siguiente a la partida de la Burroughs fue de histérica reacción para todos los neoamsterdamitas. La atmósfera era forzada y falsa; una sensación de «comamos, bebamos y seamos felices» dominaba todo lo que hacían.
Construyeron un refugio aislado dentro del domo, sin decir en ningún momento en voz alta para qué lo estaban construyendo. Pero no dejó de tener su utilidad en ningún momento. El trabajo productivo se vio perjudicado cuando los cinco se dedicaron frenéticamente a hallar todas las permutaciones posibles entre tres mujeres y dos hombres. Se desarrollaron animosidades, florecieron durante unas cuantas horas, y luego se disolvieron en lloriqueantes reconciliaciones. Se agrupaban tres contra dos, dos contra uno, o incluso uno de ellos declaraba la guerra a los otros cuatro. Ralston y Song anunciaron su compromiso, que duró diez horas. Crawford estuvo a punto de llegar a las manos con Lang, ayudado por McKillian. McKillian renunció para siempre a los hombres y tuvo una breve y tempestuosa relación con Song. Luego Song descubrió a McKillian con Ralston, y Crawford se la encontró entre sus brazos de rebote, sólo para ser apartado un poco más tarde por el propio Ralston.
Mary Lang dejó que las cosas se desarrollaran por sí mismas, interviniendo tan sólo cuando se ponían violentas. Ella tampoco se sentía inmunizada contra aquel frenesí, pero conseguía permanecer al margen la mayor parte de las veces. Iba al refugio con quien se lo pidiera, intentando no hacer favoritismos, y trataba suavemente de que sus compañeros volvieran al trabajo. Como le dijo a McKillian a finales de la semana:
—Al menos empezamos a conocemos los unos a los otros.
Las cosas fueron volviendo a su cauce, tal como Lang había sabido que ocurriría. Entraron en su segunda semana casi en la misma posición en que se hallaban cuando comenzaron: sin ninguna relación sentimental firmemente establecida. Pero se conocían los unos a los otros mucho mejor, se sentían relajados en la compañía íntima de cualquier otro, y estaban apoyados por un nuevo sentido de la camaradería. Eran lo más parecido a un auténtico equipo. Las rivalidades no habían muerto por completo, pero ya no dominaban la colonia. Lang les hizo trabajar más duramente que nunca, a fin de recuperar el tiempo perdido.
Crawford se perdió la mayor parte del trabajo interesante, puesto que estaba más dotado para los trabajos manuales, que parecían no tener fin. De modo que él y Lang tenían que saber de los nuevos descubrimientos en las reuniones nocturnas en el abrigo. No recordaba nada acerca del descubrimiento de ninguna forma de vida animal, de modo que cuando vio algo arrastrándose por entre el jardín de tiovivos, dejó caer todo lo que tenía en las manos y corrió hacia allí.
Se detuvo al borde del jardín, recordando la orden de Lang de no entrar en él a manos que fuera para recoger muestras. Observó durante un momento la cosa que se movía —¿un insecto?, ¿una tortuga?—, se convenció de que no podría ir muy lejos a su ritmo arrastrante, y se apresuró a buscar a Song.
—Tendréis que darle mi nombre —dijo mientras regresaban a toda prisa al jardín—. Estoy en mi derecho, ¿no? Yo lo he descubierto.
—Por supuesto —dijo Song, mirando hacia donde él señalaba—. Tú muéstrame esa maldita cosa y te inmortalizaré.
La cosa tenía unos veinte centímetros de largo, era casi redonda, con forma de domo. Estaba recubierta por un caparazón duro.
—No sé qué hacer con él —admitió Song—. Si es el único, no me atrevo a disecarlo, y quizá ni siquiera debiera tocarlo.
—No te preocupes, hay otro detrás de ti.
Ahora que estaban buscándolas, descubrieron rápidamente cuatro de aquellas criaturas. Song sacó una bolsa para muestras de su bolsillo y la mantuvo abierta delante del animal. Éste se arrastró hasta meterse a medias en la bolsa, luego pareció pensar que había algo que no estaba bien allí. Se detuvo, pero Song le dio un empujón y lo acabó de meter en la bolsa. Alzó la bolsa para mirar por debajo, y se echó a reír maravillada.
—Ruedas —dijo—. Esa cosa se mueve sobre ruedas.
—No sé de dónde procede —les dijo Song al grupo aquella noche—. Ni siquiera puedo creer en ello. De todos modos, sería un espléndido juego educativo para un niño. Lo he desmontado en sus veinte o treinta piezas, las he vuelto a montar, y sigue moviéndose. Su caparazón es de poliestireno a prueba de impactos, con una capa de pintura no tóxica en el exterior…
—No es realmente poliestireno —la interrumpió Ralston.
—… y supongo que si recargamos con periodicidad sus baterías seguirá moviéndose eternamente. Y es casi de poliestireno, eso es lo que tú has dicho.
—¿Estás hablando en serio acerca de las baterías? —preguntó Lang.
—No estoy segura. Martin cree que hay un metabolismo químico en la parte superior del caparazón, que todavía no he explorado. Pero no puedo decir si está realmente vivo en el sentido que nosotros le damos a ese término. Quiero decir, ¡se mueve sobre ruedas! Tiene tres ruedas, adaptadas a la arena, y algo que es un cruce entre una transmisión de banda elástica y un muelle real. La energía está almacenada en un músculo retorcido y es liberada lentamente. No creo que pueda viajar más de cien metros. A menos que logre volver a retorcer el músculo, y no tengo la menor idea de cómo puede hacerlo.
—Suena muy especializado —dijo McKillian, pensativamente. Quizá debiéramos buscar el nicho que ocupan. Por la forma en que lo describes, no puede funcionar sin la ayuda de un simbionte. Quizá fertilice las plantas, como las abejas, y las plantas le proporcionen, o él tome de ellas, la energía para darse cuerda. ¿Has visto algún mecanismo que ese bicho pueda utilizar para tomar energía de las aspas giratorias de los tiovivos?
—Eso es lo que pienso hacer por la mañana —dijo Song—. A menos que Mary nos autorice a echar una ojeada esta noche.
Lo dijo esperanzadamente, pero sin ninguna expectativa real. Mary Lang meneó la cabeza categóricamente.
—Eso tendrá que esperar. Hace frío ahí afuera, chica.
Una nueva exploración del girante jardín al día siguiente reveló varias nuevas especies, incluida otra cosa que tenía que ser un animal. Era una criatura voladora, del tamaño de una mosca de la fruta, que conseguía deslizarse de planta en planta cuando el viento descendía, gracias a la acción de un juego de palas rotatorias, como un autogiro.
Crawford y Lang permanecieron junto a los científicos mientras éstos efectuaban sus observaciones. No sentían ningún deseo de volver a la tarea que los había ocupado durante las últimas dos semanas: hacer que el Podkayne adoptara una posición horizontal sin sufrir ningún daño. El módulo había sido asegurado con cables estabilizadores poco después del aterrizaje, y en los planes se había tenido en cuenta la posibilidad de colocar la nave de costado en el caso de una tormenta de viento realmente fuerte. Pero los planes habían previsto una fuerza de veinte personas, trabajando durante todo un día con un complejo dispositivo de poleas y transmisiones. Era un trabajo lento, y no podía ser apresurado. Si la nave caía y perdía presión, no les quedaría ni la posibilidad de una plegaria.
Así que dieron la bienvenida a la oportunidad de acudir al jardín de las maravillas. El lugar era aún más maravilloso que la última vez que Crawford le había echado una mirada. Había gruesas lianas que Song aseguraba que transportaban agua, caliente y fría, y otros varios fluidos. Había más ejemplares de la variedad alta de derricks, haciendo que el lugar pareciera un campo petrolífero de color pastel.
Tuvieron pocos problemas en descubrir de dónde procedían los matthews. Encontraron docenas de excrecencias de veinte centímetros de diámetro en los lados de los derricks más grandes. Evidentemente, crecían de ellos como tumores, y quedaban libres cuando se abrían. Para qué servían era otro asunto. Todo lo que pudieron descubrir fue que los matthews se limitaban a arrastrarse en línea recta hasta que su energía se agotaba. Si se les daba cuerda de nuevo, seguían avanzando. Había docenas de ellos yaciendo inmóviles sobre la arena en un radio de un centenar de metros del jardín.
Dos semanas de investigaciones no les permitieron saber más. Tuvieron que abandonar a los matthews por el momento, pues otro enigma surgido ante ellos exigió toda su atención.
Esta vez Crawford fue el último en enterarse. Fue llamado por radio, y encontró al grupo a cuatro patas, formando un círculo en torno a una excrescencia en el suelo del cementerio.
El cementerio, allí donde habían enterrado a sus quince compañeros muertos el día del desastre, había brotado a la vida a lo largo de la siguiente semana tras la partida de la Burroughs. Estaba separado del emplazamiento original del domo por trescientos metros de arena eólica. De modo que McKillian supuso que este segundo florecimiento de vida había sido causado por el agua contenida en los cuerpos de los muertos. Lo que no podían llegar a imaginar era por qué este lugar difería tan radicalmente del primero.
Había tiovivos en el segundo jardín, pero carecían de la variedad y desorden de los originales. Eran de un tamaño casi uniforme, aproximadamente cuatro metros de altura, y todos del mismo color, un púrpura oscuro. Habían bombeado agua durante dos semanas, luego se habían detenido. Cuando Song los examinó, informó que sus engranajes estaban helados, secos. Parecían haber perdido la facultad de segregar ese plástico que mantenía las estructuras fluidas y vivas. El agua en los conductos estaba helada. Aunque no quiso pronunciarse sobre el asunto, tuvo la seguridad de que estaban muertos. En su lugar había una segunda red de conducciones que se enrollaban en torno a los derricks y esparcían hojas transparentes de plástico a la luz del sol, calentando el agua que circulaba a su través. El agua seguía siendo bombeada, pero no por el ahora familiar sistema de molinos de viento. Espaciadas a lo largo de todas las conducciones había bombas de expansión-contracción con válvulas muy parecidas a las del corazón humano.
La nueva maravilla era un simple detalle en medio de aquel complejo petroquímico viviente. Era una planta corta que se alzaba medio metro, para extender luego dos tallos paralelos al suelo. Y al extremo de cada tallo había un globo perfecto, uno de ellos gris, el otro azul. El azul era mucho más grande que el gris.
Crawford la contempló brevemente, luego se puso en cuclillas junto a los demás, preguntándose qué era toda aquella agitación. Todos parecían muy solemnes, casi asustados.
—¿Me habéis llamado para ver esto?
Lang alzó la vista hacia él, y algo en su rostro le hizo ponerse nervioso.
—Míralo, Matt. Míralo bien.
Eso hizo, sintiéndose estúpido, y preguntándose cuál era el chiste. Observó una mancha blanca cerca de la parte superior del globo más grande. Era estriada, como una bola de mármol translúcido con venas de material opaco en ella. Se dio cuenta de que parecía muy familiar, y sintió que el pelo de la nuca se le erizaba.
—Gira —dijo Lang suavemente—. Eso es lo que ha llamado la atención de Song. Vino aquí un día, y estaba en una posición distinta de la vez anterior.
—Déjame adivinar —dijo, con una calma mucho mayor de la que sentía realmente—. La pequeña gira en torno a la grande, ¿correcto?
—Correcto. Y además mantiene una cara vuelta a la grande, la cual da una vuelta cada veinticuatro horas. Además, tiene una inclinación axial de veintitrés grados.
—Es un… ¿cuál es la palabra? Planetario. Es un planetario de relojería.
Crawford tuvo que ponerse en pie y sacudir la cabeza a fin de aclararla.
—Es curioso —dijo Lang, suavemente—. Siempre pensé que sería algo llamativo, o al menos obvio. Un artefacto alienígena mezclado con huesos de los hombres de las cavernas, o una espacionave entrando en nuestro sistema. Creo que estaba pensando en términos de fragmentos de cerámica y bombas atómicas.
—Bien, todo eso suena más bien insignificante comparado con esto —dijo Song—. ¿Os dais cuenta… de lo que estamos hablando aquí? ¿Evolución… o ingeniería? ¿Son las plantas mismas las que han hecho esto, o fueron diseñadas para hacerlo por quienes las construyeron? ¿Entendéis lo que quiero decir? Durante mucho tiempo me he sentido sorprendida por esas ruedas. Simplemente, no he conseguido llegar a creer que evolucionaron de forma natural.
—¿Qué quieres decir?
—Que creo que esas plantas que hemos estado viendo fueron diseñadas para ser lo que son. Están demasiado perfectamente adaptadas, son demasiado ingeniosas para haber aparecido como una mera respuesta al medio ambiente.
Sus ojos parecieron vagar; se puso en pie y miró hacia el valle por debajo de ellos. Era tan árido como cualquier otra cosa que pudieran imaginar: salientes de rocas rojas, amarillas y marrones, y peñascos caídos. Y delante de todo, los girantes colores de los tiovivos.
—Pero ¿por qué esto? —preguntó Crawford, señalando a la imposible planta-artefacto—. ¿Por qué un modelo de la Tierra y la Luna? ¿Y por qué precisamente aquí, en el cementerio?
—Porque éramos esperados —dijo Song, sin dejar de mirar hacia otro lado—. Debieron de observar la Tierra, durante la última estación veraniega. No sé, quizá incluso fueron hasta allí. Si lo hicieron, debieron de encontrar hombres y mujeres como nosotros, cazando y viviendo en cuevas. Encendiendo fuegos, utilizando mazas, puliendo puntas de flechas. Tú sabes más al respecto que yo, Matt.
—¿Quiénes son? —preguntó Ralston—. ¿Creéis que vamos a encontrarnos con marcianos? ¿Con gente? No sé cómo. No lo creo.
—Me temo que yo también soy escéptica —dijo Lang—. Sin duda tiene que haber alguna otra forma de explicar esto.
—¡No! No la hay. Oh, no gente como nosotros, por supuesto. Quizá los estemos contemplando en este mismo momento, girando como locos. —Todos ellos miraron intranquilos a los tiovivos—. Pero no creo que estén todavía aquí. Creo que vamos a presenciar, a lo largo de los próximos años, a esas plantas y esos animales incrementar su complejidad a medida que construyen una biosfera y se preparan para la llegada de los constructores. Pensad en ello. Cuando llegue el verano, las condiciones van a ser muy distintas. La atmósfera será casi tan densa como la nuestra, con casi la misma presión parcial de oxígeno. Para entonces, a miles de años de distancia de ahora, esas primitivas formas habrán desaparecido. Estas cosas están adaptadas a una baja presión, a una ausencia de oxígeno, a una escasez de agua. Las posteriores serán adaptadas a un entorno mucho más parecido al nuestro. Y será entonces cuando veremos a los constructores, cuando el escenario haya sido construido adecuadamente.
Sonaba casi religioso cuando dijo eso.
Lang se puso en pie y sacudió el hombro de Song. Song volvió lentamente en sí y se dejó caer sentada, cegada todavía por su visión particular. Crawford tuvo un atisbo de aquella misma visión, y aquello lo asustó. Y un atisbo de algo más, algo que podía ser importante pero que no conseguía acabar de captar.
—¿No lo comprendéis? —prosiguió ella, más calmada ahora—. Es demasiado oportuno, una coincidencia demasiado grande. Esta cosa es como una… una lápida mortuoria, un monumento. Está creciendo precisamente aquí en el cementerio, de los cuerpos de nuestros amigos. ¿Podéis creer que se trata simplemente de una coincidencia?
Evidentemente, nadie podía. Pero al mismo tiempo Crawford no lograba ver ninguna razón por la cual las cosas tuvieran que haber ocurrido así.
Le costaba dejar el misterio para más adelante, pero no había nada que pudiera hacer al respecto. No se sentían con ánimos para desenterrar aquella cosa, ni siquiera después de que otras cinco, idénticas, surgieran en el camposanto. Hubo un nuevo consenso entre ellos de dejar a las plantas y animales marcianos solos. Como ateos nerviosos, la mayor parte de ellos no creían en las teorías de Song, pero tenían la inquieta sensación de estar hollando lugares prohibidos cuando cruzaban los jardines. Inconscientemente, creían que era mejor dejarlos solos, no fuera que resultasen ser propiedad privada.
Durante seis meses, nada realmente nuevo brotó entre los tiovivos. Song no se mostró sorprendida. Dijo que aquello apoyaba su teoría de que esas plantas eran únicamente los guardianes encargados de preparar el camino para la llegada de otras variedades menos resistentes y que respiraban aire. Calentarían el aire y traerían el agua más cerca de la superficie; luego, cuando su función hubiera terminado, desaparecerían.
Los tres científicos decidieron trasladar sus estudios a otros asuntos más importantes relativos a cubrir las necesidades inmediatas de la colonia. El material del domo estaba mostrando señales de debilidad a medida que los remiendos provisionales iban perdiendo consistencia, así que era preciso buscar urgentemente un nuevo hogar. Cada día se veían obligados a taponar pequeñas fugas, cada una de las cuales podía convertirse en un importante reventón.
El Podkayne había sido tendido en el suelo y, lamentablemente, empezado a desarmar. Aquél fue un mal día para Mary Lang, el peor desde el día del reventón. Lo veía como una necesidad, pero tenía la sensación de hacerle algo horrible a una orgullosa máquina volante. Durante toda una semana estuvo rumiando sobre aquello, desarrollando un terrible mal humor; era casi imposible acercarse a ella. Luego, de pronto, le pidió a Crawford que se reuniera con ella en el refugio privado. Era la primera vez que le pedía a alguien algo así. Permanecieron durante toda una hora el uno en brazos del otro, y Lang sollozó suavemente en el pecho de él. Crawford se sintió orgulloso de haber sido elegido para hacerle compañía cuando ella no pudo seguir manteniendo su dura y competente máscara de fortaleza. En cierto sentido, se necesitaba mucho valor para exponer de aquel modo su debilidad a la única persona de las cuatro que posiblemente podía presentarse como un rival a su liderazgo. No traicionó aquella confianza. Al fin y al cabo, era ella quien estaba confortándole a él.
A partir de aquel día, Lang se dedicó ferozmente a desmantelar el viejo Podkayne. Supervisó el desmontaje de los motores para proporcionar más espacio vital, y únicamente Crawford fue capaz de ver lo que le estaba costando. Vaciaron los tanques de combustible y almacenaron éste en todos los contenedores disponibles que pudieron encontrar. Más tarde podría resultarles útil para calefacción y para recargar baterías. Consiguieron convertir cajas de embalaje de plástico en contenedores de combustible forrándolas interiormente con hojas del material de doble pared que utilizaban los tiovivos para calentar el agua. Se sentían nerviosos ante aquel vandalismo, pero no tenían otra elección. No dejaban de mirar nerviosamente al cementerio mientras arrancaban hojas de metro cuadrado de ese material.
Cuando terminaron disponían de un largo alojamiento cilíndrico, dividido en dos pequeños dormitorios, una sala comunitaria, y un taller-almacén-laboratorio en el antiguo depósito de combustible. Crawford y Lang pasaron la primera noche juntos en el «ático», la antigua cabina de mandos, la única habitación con ventanales.
Tendido allí, despierto sobre el burdo colchón, al lado de Mary Lang en el cálido aire, con la negra pierna de ella convertida en una angulosa línea de sombra que cruzaba su cuerpo; contemplando a través de la portilla las nítidas y fijas estrellas, sin nada hecho todavía acerca de los problemas de oxígeno, agua y alimento para los años por venir, y sin ninguna seguridad de sobrevivir a aquella noche en un planeta determinado a matarle…, Crawford se dio cuenta de que nunca había sido tan feliz en su vida.
Exactamente ocho meses, día por día, después del desastre hicieron dos descubrimientos. Uno de ellos fue en el jardín de tiovivos, y tenía que ver con una nueva planta que mostraba lo que podían ser frutos. Se trataba de racimos de esferas blancas del tamaño de uvas, muy duras y notablemente pesadas. El segundo descubrimiento fue hecho por Lucy McKillian, y se refería a la ausencia de un acontecimiento que, hasta entonces, se había producido tan regularmente como la Luna llena.
—Estoy embarazada —anunció a los demás aquella noche, haciendo que Song dejara para otro día el examen de los frutos blancos.
No era inesperado; Lang lo había estado previendo desde la noche en que la Burroughs se fue. Pero no se había preocupado al respecto. Ahora había que decidir qué hacer.
—Temía que pudiera ocurrir —dijo Crawford—. ¿Qué vamos a hacer, Mary?
—¿Por qué no me dices lo que piensas? Eres un experto en supervivencia. Los bebés, en nuestra situación, ¿son una ventaja o una desventaja?
—Me temo que voy a tener que decir que son un problema. Lucy necesitará alimento extra durante su embarazo, y después, y luego será una boca extra que habrá que alimentar. No podemos permitimos un tal drenaje en nuestros recursos.
Lang no dijo nada, esperando la opinión de McKillian.
—Espera un momento. ¿Qué hay acerca de todo eso de los «colonos» que no has dejado de decirnos desde que quedamos varados aquí? ¿Quién ha oído hablar de una colonia sin niños? Si no crecemos, nos estancaremos, ¿no? Debemos tener niños.
Miró a uno y otro lado, de Lang hasta Crawford, su rostro expresando informuladas dudas.
—Nos hallamos en unas circunstancias especiales, Lucy —explicó Crawford—. Por supuesto, estaría completamente de acuerdo si nos halláramos en mejor situación. Pero ni siquiera podemos estar seguros de que podamos sobrevivir nosotros mismos, y mucho menos un niño. Quiero decir que no podemos permitimos niños hasta que estemos establecidos.
—¿Tú deseas el niño, Lucy? —preguntó suavemente Lang.
McKillian no parecía saber lo que deseaba.
—No. Yo… Pero sí. Sí, creo que sí. —Los miró a todos, suplicándoles que comprendieran—. Entended, no he tenido ninguno, y nunca he planeado tenerlo. Tengo treinta y cuatro años, y nunca, nunca, lo he echado de menos. Siempre he deseado ir aquí y allá, y no puedes hacerlo con un bebé. Pero tampoco planeé nunca convertirme en un colono en Marte. Yo… Las cosas han cambiado, ¿no? Me he sentido tan deprimida… —Miró a su alrededor, y Song y Ralston estaban asintiendo aprobadoramente. Aliviada al comprobar que no era la única en sentir la opresión, prosiguió, más intensamente—: Creo que si tengo que pasar otro día como ayer, y como anteayer…, y como hoy, terminaré poniéndome a gritar. Parece tan inútil acumular toda esa información… ¿Para qué?
—Estoy de acuerdo con Lucy —dijo Ralston, sorprendentemente.
Crawford había creído que Ralston iba a ser el único inmune a la inevitable desesperación de los náufragos. Ralston en su laboratorio era la imagen viviente del desapego, de la persona que existía únicamente para observar.
—Yo también —dijo Lang, terminando la discusión. Les explicó sus razones—: Míralo de esta forma, Matt. No importa cuánto estiremos nuestras provisiones, no van a durarnos más allá de los próximos cuatro años. O encontramos una forma de procuramos lo que necesitamos a partir de lo que hay a nuestro alrededor, o todos vamos a morir. Y si encontramos una forma de hacer eso, ¿qué importará cuántos seamos entonces? Como máximo, esto acercará unas pocas semanas, o un mes, la fecha en que debamos convertirnos en autosuficientes.
—No lo había considerado desde ese punto de vista —admitió Crawford.
—Sin embargo, eso no es importante. Lo importante es lo que dijiste desde un principio, y me sorprende que no lo veas, Si somos una colonia, tenemos que expandirnos. Por definición. Historiador, ¿qué les ocurrió a las colonias que no se expandieron?
—No hurgues en la herida.
—Murieron. Sé lo suficiente para afirmarlo. Amigos, ya no somos intrépidos exploradores espaciales. No somos los hombres y mujeres especializados que se suponían que éramos. Nos guste o no, y sugiero que empiece a gustarnos, somos pioneros intentando vivir en un ambiente hostil. Las posibilidades en contra nuestra son muchas, y no estamos aquí para siempre; pero como ha dicho siempre Matt, lo mejor es que planifiquemos las cosas como si debiéramos sobrevivir eternamente. ¿Algún comentario?
No hubo ninguno, hasta que Song dijo, pensativamente:
—Me parece que un bebé entre nosotros alegraría las cosas. Dos bebés alegrarían las cosas doblemente. Creo que tengo ganas de seguir el ejemplo. Ven conmigo, Martin.
—Un momento, muchacha —dijo secamente Lang—. Si te quedas embarazada ahora, voy a verme obligada a ordenarte que abortes. Tenemos los medicamentos apropiados para ello, ya lo sabes.
—Eso es discriminación.
—Quizá sí. Pero el hecho de que seamos colonos no significa que debamos comportarnos como conejos. Una mujer embarazada deberá ser dispensada de los trabajos manuales al final de su embarazo, y no podemos permitimos más de uno a la vez. Una vez Lucy tenga el suyo, entonces plantea la cuestión de nuevo. Pero observa atentamente a Lucy, muchacha. ¿Has pensado realmente en todo lo que va a tener que soportar? ¿Has intentado imaginarla metiéndose en su traje de presión cuando esté de seis o siete meses?
Por sus expresiones, se hizo evidente que ni Song ni McKillian habían pensado en aquello.
—Muy bien —prosiguió Lang—. Eso representará un confinamiento literal para ella, aquí precisamente, en el Podkayne. A menos que podamos encontrar algo más adecuado para ella, lo cual dudo seriamente. ¿Sigues deseando seguir adelante, Lucy?
—¿Puedo disponer de algo de tiempo para pensar?
—Por supuesto. Tienes casi dos meses. Después de eso, los medicamentos no son seguros.
—Yo te aconsejaría que siguieras adelante —dijo Crawford—. Sé que mi opinión no significa nada una vez haya cerrado mi estúpida bocaza. Sé que me resulta muy fácil hablar; no voy a ser yo quien se vea implicado en ello. Pero la colonia necesita esto. Todos lo hemos sentido; la falta de una meta, de un estímulo que nos haga seguir adelante. Creo que lo encontraremos si tú sigues adelante con ello.
McKillian se golpeó pensativamente los dientes con la punta de un dedo.
—Tienes razón —dijo—. Tu opinión no significa nada. —Le palmeó alegremente la rodilla cuando lo vio enrojecer—. Incidentalmente, creo que el niño es tuyo. Y creo que voy a seguir adelante hasta el final.
El ático pareció haberse convertido en una prerrogativa incuestionada de Lang y Crawford. Simplemente, se convirtió en una costumbre, puesto que parecía haberse desarrollado una relación entre ellos, y ninguno de los demás se había quejado. Ninguna de las demás mujeres parecía sentirse afectada por esa situación. Y Lang dejaba las cosas así. Lo que ocurriera entre ellos tres no le importaba, siempre que se mostraran felices y no se presentaran problemas.
Lang estaba dejándose mecer en brazos de Crawford, intentando decidir si deseaba hacer de nuevo el amor, cuando se produjo una detonación en el Podkayne.
Desde la última emergencia no había dejado de pensar que ella había sido en parte responsable de lo ocurrido por su tardanza en reaccionar. Esta vez estaba cruzando la puerta casi antes de que las reverberaciones hubieran desaparecido, dejando que Crawford se masajeara dolorido la pierna que le había pisado en su apresuramiento.
Llegó a tiempo de ver a McKillian y Ralston correr apresuradamente hacia el laboratorio de la parte de atrás de la nave. Había una luz roja destellando, pero vio de inmediato que no se trataba de lo peor; la luz de la presión seguía resplandeciendo verde. Era el detector de humos. Estaba saliendo humo del laboratorio.
Inspiró profundamente y se metió en él, sólo para chocar contra Ralston cuando salía arrastrando a Song. Excepto una expresión desconcertada y unos cuantos cortes, Song parecía estar perfectamente. Crawford y McKillian se les unieron mientras la tendían sobre uno de los camastros.
—Fue uno de los frutos —dijo Song, jadeando para recuperar el aliento y tosiendo—. Estaba calentándolo en un bocal, boca abajo, y estalló. Supongo que me aturdió. Lo siguiente que recuerdo es a Martin arrastrándome fuera. ¡Eh, tengo que volver allí! Hay otro… puede ser peligroso. Y los daños, tengo que comprobar…
Se debatió para alzarse, pero Lang la obligó a permanecer tendida.
—Tómatelo con calina. ¿Qué hay del otro?
—Lo puse en las mordazas, con la intención de perforarlo… Lo que no recuerdo es si llegué a conectar el taladro o no. Quería sacar una muestra de su núcleo. Será mejor que echéis una mirada. Si la taladradora llega a lo que hizo estallar al otro, puede que estalle también.
—Yo me encargo —dijo McKillian, volviéndose hacia el laboratorio.
—Tú te quedas aquí —ladró Lang—. Sabemos que no es lo bastante potente como para dañar la nave, pero podría matarte si te alcanza de lleno. Nos quedaremos aquí hasta que estalle. Al diablo con los daños. ¡Y cierra esa puerta, rápido!
Antes de que pudieran cerrarla oyeron un silbido, como el de una válvula de una olla a presión empezando a girar, y luego una rápida serie de sonidos metálicos. Una pequeña bola blanca cruzó la puerta y rebotó contra tres paredes. Se movió tan rápido que apenas pudieron seguirla con los ojos. Alcanzó a Crawford en un brazo, luego cayó al suelo, donde rebotó también varias veces antes de inmovilizarse. El silbido murió, y Crawford la recogió. Era más ligera de lo que había sido antes. Había un orificio taladrado en uno de sus lados. El orificio estaba frío cuando lo tocó con los dedos. Sorprendido, creyendo que se había quemado, se llevó el dedo a la boca y se lo chupó con aire ausente durante mucho rato antes de darse cuenta de la verdad.
—Esos «frutos» están llenos de gas comprimido —dijo a los demás—. Tenemos que abrir otro, cuidadosamente esta vez. Casi temo pensar en el gas que creo que hay en su interior, pero estoy convencido de que todos nuestros problemas se han solucionado.
Cuando llegó la expedición de rescate, ya nadie la llamaba así. En el intervalo se había producido algo sin importancia, una larga y brutal guerra con el Imperio Palestino, y había surgido la creciente convicción de que los supervivientes de la primera expedición no habían tenido por supuesto ninguna posibilidad. No había habido tiempo para lujos tales como viajes espaciales más allá de la Luna ni miles de millones de dólares que invertir, mientras la política energética del mundo era debatida en los desiertos de Arabia con armas nucleares tácticas.
Cuando finalmente apareció la nave, ya no era una nave de la NASA. Estaba auspiciada por la reciente Agencia Espacial Internacional. Su tripulación procedía de todos los lugares de la Tierra. Su propulsión era nueva también, y mucho mejor que la anterior. Como siempre, la guerra le había dado a la investigación una patada en el trasero. Su misión era proseguir la exploración marciana allí donde la primera expedición la había dejado y, de paso, recuperar los restos de los veinte norteamericanos para devolverlos a la Tierra.
La nave descendió con un impresionante espectáculo de llamas y torbellinos de arena, a tres kilómetros de la Base Tharsis.
El capitán, un hindú llamado Singh, ordenó a su tripulación que empezara a erigir las edificaciones permanentes; luego subió a un tractor oruga con tres de sus oficiales para efectuar el viaje hasta Tharsis. Habían transcurrido casi exactamente doce años terrestres desde la partida de la Edgar Rice Burroughs.
El Podkayne era apenas visible detrás de una red de lianas multicolores. Las lianas eran lo bastante densas como para frustrar los esfuerzos del grupo de rescate para atravesarlas y penetrar en la vieja nave. Pero las dos compuertas estancas estaban abiertas, y la arena había penetrado formando pequeñas olas más allá de la entrada. La popa del aparato estaba casi completamente enterrada.
Singh ordenó a su gente que se detuviera, y retrocedió unos pasos para admirar la complejidad de la vida en un lugar tan yermo. Había tiovivos de veinte metros de alto esparcidos a todo su alrededor, con aspas tan grandes como las alas de un avión de transporte.
—Tendremos que ir a buscar herramientas cortantes para liberar la nave —dijo a sus compañeros—. Probablemente estarán ahí dentro. ¡Vaya lugar! Creo que vamos a tener trabajo.
Caminó siguiendo el borde de aquella densa maleza, que ahora cubría varios kilómetros cuadrados. Llegó a una sección donde el color predominante era el púrpura. Era extrañamente distinta del resto del jardín. Se hallaba poblada por altos derricks, pero estaban como helados, inmóviles. Y cubriendo todos los derricks había una red translúcida de tiras de plástico de diez centímetros de ancho, lo bastante densa como para constituir una barrera impenetrable. Era como una tela de araña hecha de un material plano y delgado en vez de la fibrosa seda de la araña. Se proyectaba hacia afuera por entre todos los brazos entrecruzados de los tiovivos.
—¡Hola!, ¿pueden oírme ahora?
Singh se sobresaltó, luego dio media vuelta y miró a los tres oficiales. Parecían tan sorprendidos como él.
—¿Hola, hola, hola?… Esta frecuencia no da ningún resultado, Mary. ¿Quieres que pruebe otro canal?
—Esperen un momento. Puedo oírles. ¿Quiénes son ustedes?
—¡Eh, me ha oído! Aquí Song Sue Lee, y estoy directamente frente a usted. Si mira bien a través de la tela de araña, podrá verme. Agitaré los brazos. ¿Me ve?
Singh creyó percibir algo de movimiento cuando apretó el rostro contra la translúcida tela de araña. La tela resistió el empuje de sus manos, echándole hacia atrás como un globo hinchado.
—Creo que la veo. —La enormidad de todo aquello apenas estaba empezando a alcanzarle. Controló tensamente su rostro mientras sus oficiales se apiñaban a su alrededor, y consiguió no tartamudear—. ¿Se encuentran ustedes bien? ¿Hay algo que podamos hacer?
Hubo una pausa.
—Bueno, ahora que lo menciona, podrían haber llegado cuando correspondía. Pero eso es agua pasada, supongo. Si tienen juguetes o algo así, sería estupendo. ¡Las historias que le he contado al pequeño Billy acerca de las cosas hermosas que iban a traerle ustedes! No va a haber forma de contenerle, se lo aseguro.
Todo aquello estaba escapándosele al capitán Singh de las manos.
—Señora Song, ¿cómo podemos llegar hasta usted?
—Oh, lo siento. Diríjanse a su derecha unos diez metros, hasta que puedan ver un chorro de vapor escapándose de la red. Ahí, ¿lo ven?
Lo hicieron, y mientras miraban una sección de la tela de araña ésta se abrió y una oleada de aire cálido casi les azotó. El agua se condensó en sus visores, y de pronto casi dejaron de ver.
—¡Rápido, rápido, entren! ¡No podemos tener abierto mucho rato!
Entraron a tientas, arañando la escarcha de sus visores con las manos. La tela de araña se cerró tras ellos, y se encontraron de pie en el centro de una complicadísima red hecha con filamentos entrelazados del mismo material que la tela de araña. El manómetro de Singh señaló 30 milibares.
Se abrió otra sección, y la cruzaron. Tras pasar otras tres puertas, la temperatura y la presión alcanzaron unos índices muy parecidos a los de la Tierra. Se encontraron de pie junto a una menuda mujer de aspecto oriental, con una piel tan bronceada que casi parecía negra. No llevaba ropas, pero parecía adecuadamente vestida con una brillante sonrisa que creaba hoyuelos tanto en su boca como en sus ojos. Su pelo estaba veteado de gris. Debía de tener —Singh hizo una pausa para calcularlo— cuarenta y un años.
—Por aquí —dijo la mujer, señalando hacia un túnel formado por más bandas de plástico.
Dieron vueltas y más vueltas por un complicado laberinto, cruzando puertas que se abrían cuando se acercaban a ellas, obligándoles a veces a ponerse de rodillas cuando eran demasiado bajas. Oyeron el sonido de voces de niños.
Llegaron a lo que debía de ser el centro del laberinto, y se encontraron con las personas que todo el mundo suponía desaparecidas. Dieciocho en total. Los niños permanecían completamente inmóviles y miraban de modo solemne a los recién llegados, mientras que los otros cuatro adultos…
Los adultos permanecían de pie, separados los unos de los otros en aquella estancia, mientras pequeños helicópteros revoloteaban a su alrededor, envolviéndolos de la cabeza a los pies con tiras de tela de araña que los convertían en guirnaldas humanas.
—Naturalmente, dudo que hubiéramos podido hacer nada de esto sin la ayuda de los marcianos —estaba diciendo Mary Lang, desde su elevada posición sobre una cosa naranja que muy bien hubiera podido ser una seta venenosa—. Una vez comprendimos lo que estaba ocurriendo en el cementerio, no hubo necesidad de explorar formas alternativas de conseguir comida, agua y oxígeno. La necesidad no iba a presentarse nunca. Teníamos todo el suministro que necesitábamos.
Alzó los pies para dejar pasar a un grupo de tres asombradas mujeres de la nave de rescate. Les estaban dejando entrar en grupos de cinco cada hora. No se atrevían a abrir las compuertas exteriores más a menudo que eso, y Lang estaba preguntándose si no sería demasiado a menudo. El lugar estaba atestado, y los niños empezaban a ponerse nerviosos. Pero era mejor dejar que la tripulación satisficiera su curiosidad allí dentro, donde podía ser vigilada, que dejarla causar destrozos afuera.
El nido interno no tenía forma definida. Los neoamsterdamitas lo habían dejado casi de la misma forma en que los tiovivos lo habían construido, eliminando simplemente algún obstáculo aquí y allá para permitir a los seres humanos ir de un lado para otro. Era un laberinto de paredes diáfanas y de puntales de plástico, con transparentes conducciones de plástico cruzando hacia todos lados y acarreando fluidos de color azul pálido, rosa, dorado y vinoso. En algunas de las conducciones habían sido insertadas espitas metálicas procedentes del Podkayne. McKillian se apresuró a llenar unos vasos para los visitantes, que deseaban probar la solución anticongelante compuesta en un cincuenta por ciento por etanol. Delicioso pensó el capitán Singh, vaciando su tercer vaso, y aquello era todo lo que podía comprender.
Tenía problemas en plantear las preguntas que deseaba formular, y se dio cuenta de que había bebido demasiado. El espíritu de celebración, la alegría de encontrar a aquella gente más allá de toda esperanza… Difícilmente podía uno mantenerse apartado de todo aquello. Pero rechazó un cuarto vaso, muy a su pesar.
—Puedo comprender la bebida —dijo cautelosamente—. El etanol es un compuesto simple y puede formar parte de muchas combinaciones químicas distintas. Pero resulta difícil creer que hayan sobrevivido comiendo la comida que estas plantas producían para ustedes.
—No cuando comprenda lo que es este cementerio y por qué se ha convertido en lo que se ha convertido —dijo Song. Estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo, alimentando a su hijo pequeño, Ethan—. En primer lugar, tiene que comprender que todo lo que ve —prosiguió, haciendo un gesto con la mano hacia los metros de colgante escultura blanda, y casi logrando que Ethan perdiera el pezón— fue diseñado para contener a seres que no están más adaptados a este Marte de lo que lo estamos nosotros. Que necesitan calor, oxígeno a una presión más bien alta, y agua libre. Nada de todo ello se halla aquí ahora, pero puede ser creado mediante plantas adecuadamente diseñadas. Ellos crearon esas plantas para que se pusieran en acción a los primeros indicios de agua libre, y empezaran a construir lugares donde ellos pudieran vivir mientras aguardaban la llegada del pleno verano. Cuando eso ocurra, todo el planeta florecerá. Entonces podremos salir al exterior sin necesidad de llevar trajes o usar aerobayas.
—Sí, entiendo —dijo Singh—. Y es realmente maravilloso, incluso demasiado para creerlo.
Se distrajo por un momento, alzando la vista hacia el techo, donde las aerobayas, unas esferas blancas casi del tamaño de bolas de boliche, colgaban en racimos de las conducciones que les proporcionaban oxígeno a alta presión.
—Me gustaría ver ese proceso desde el principio —dijo—. Desde que se ponen sus trajes para salir al exterior, quiero decir.
—Nos estábamos vistiendo cuando ustedes llegaron aquí. El proceso requiere una media hora, por eso no pudimos salir a tiempo para acudir a su encuentro.
—¿Cuánto tiempo duran esos… trajes?
—Aproximadamente un día —dijo Crawford—. Uno tiene que destruirlos para salir de ellos. Las bandas de plástico no se cortan bien, pero hay otro animal especializado que corroe ese tipo de plástico. Es reciclado dentro del sistema. Si deseas vestirte, lo único que tienes que hacer es tomar un helipájaro, sujetarlo por la cola y luego lanzarlo. Empieza a girar en torno tuyo mientras vuela, y te enrolla con su secreción. Se necesita un poco de práctica, pero funciona. La materia que segrega se pega a sí misma, pero no a tu cuerpo. Así que te dejas envolver por varias capas, dejas que todas se vayan secando, luego conectas una aerobaya, y quedas hinchado y aislado.
—Maravilloso —dijo Singh, realmente impresionado. Había visto a los pequeños helipájaros tejer los trajes, y a los otros animales, parecidos a pequeñas babosas, corroerlos cuando los colonos ya no los necesitaban—. Pero sin algo similar a una válvula de escape no hubieran durado ustedes mucho. ¿Cómo consiguen eso?
—Utilizamos las válvulas respiratorias de nuestros antiguos trajes —dijo McKillian—. O bien las plantas que generan válvulas aún no han aparecido en el entorno, o bien no somos lo bastante listos para reconocerlas. Por otra parte, el aislamiento no es perfecto. Sólo salimos en los momentos más cálidos del día, y nuestras manos y pies tienden a enfriarse. Pero nos las arreglamos.
Singh se dio cuenta de que se habían alejado de su pregunta original.
—¿Y la comida? Seguramente es demasiado esperar que esos marcianos coman lo mismo que nosotros. ¿No lo creen así?
—Por supuesto, y hemos tenido suerte disponiendo de Martin Ralston a nuestro lado. Él no dejaba de decirnos que los frutos del cementerio eran comestibles para los seres humanos. Grasas, féculas, proteínas; todo ello idéntico a lo que llevamos nosotros en nuestro interior. La clave estaba en el planetario, por supuesto.
Lang señaló hacia los globos gemelos en mitad de la habitación, todavía perfectamente sincronizados con el tiempo de la Tierra.
—Era una baliza. Lo comprendimos cuando vimos que crecía solamente en el cementerio. Pero ¿qué era lo que nos estaba diciendo? Teníamos la sensación de que quería dar a entender que éramos esperados. Song tuvo esa impresión desde el principio, y todos terminamos estando de acuerdo con ella. Pero sólo nos dimos cuenta de hasta qué punto todas las plantas estaban preparadas para nosotros cuando Martín empezó a analizar los frutos y los nutrientes del lugar.
»Escuchen, esos marcianos…, y puedo ver por su expresión que siguen sin creer realmente en ellos, pero terminarán haciéndolo si permanecen aquí el tiempo suficiente… esos marcianos saben de genética. Y saben a fondo. Poseemos un millar de teorías acerca de su aspecto, y no vamos a aburrirles con ellas todavía, pero eso es algo que sabemos. Pueden construir cualquier cosa que necesiten, confeccionar un modelo en ADN, encapsularlo en una espora y enterrarlo, sabiendo exactamente lo que saldrá de él dentro de cuarenta mil años. Cuando empieza a hacer frío aquí, y se dan cuenta de que el ciclo está llegando a su fin, siembran el planeta con las esporas y… hacen algo. Quizá mueren, o quizá tienen alguna otra forma de pasar el tiempo. Pero saben que volverán.
»No podemos decir desde cuándo se preparan para recibir nuestra visita. Quizá tan sólo en este ciclo; quizá desde hace veinte ciclos. Sea como fuere, en el último ciclo enterraron el tipo de esporas que producirían esos pequeños artilugios. —Tanteó la esfera azul que representaba la Tierra con la punta del pie—. Los programaron de modo que fueran activados solamente cuando se hallaran ante determinadas condiciones. Quizá sabían exactamente cuáles serían; quizá tan sólo prepararon un abanico de posibilidades. Song cree que nos visitaron, allá por la Edad de Piedra. En ciertos aspectos resulta más fácil de creer que la otra alternativa. De esa forma sabían nuestra estructura genética y qué tipo de comida necesitábamos, y cómo prepararse.
»Porque si no nos hubieran visitado, habrían preparado otras esporas. Esporas capaces de analizar nuevas proteínas y duplicarlas. Más que eso, algunas de las plantas tendrían que ser capaces de copiar un determinado material genético si tropezaban con él. Echen una mirada a esa conducción que hay detrás de ustedes.
Singh se volvió y vio una conducción casi tan gruesa como su brazo. Era flexible, y en ella había una especie de hinchazón que pulsaba constantemente, expandiéndose y contrayéndose.
—Abran esa protuberancia y se sentirán asombrados por su semejanza a un corazón humano. De modo que ahí tenemos otro hecho significativo; este lugar empezó a desarrollarse con los tiovivos, pero más tarde se modificó por sí mismo y empezó a usar el sistema de bombeo del corazón humano, extrayéndolo de la información genética tomada de los cuerpos de los hombres y mujeres que nosotros enterramos.
Hizo una pausa para dejar que digirieran aquello, luego prosiguió con una sonrisa ligeramente soñadora:
—Lo mismo podemos decir respecto a la comida y la bebida. Ese licor que están bebiendo, por ejemplo. Es medianamente alcohólico, y sin duda eso es lo que habría sido si no hubieran existido los cadáveres. Pero el resto de él es muy parecido a la hemoglobina. En cierto modo, es una especie de sangre fermentada. Sangre humana.
Singh se alegró de haber rechazado el cuarto vaso. Uno de los miembros de su tripulación depositó discretamente su vaso a un lado.
—Nunca he comido carne humana —prosiguió Lang—, pero creo que sé cuál debe de ser su sabor. Esas lianas a su derecha, arrancamos la corteza y comemos la pulpa de su interior. Tiene buen sabor. Desearía poder cocerla, pero no tenemos nada con que hacer fuego, y no podemos correr el riesgo con la alta proporción de oxígeno existente, de todos modos.
Singh y todos los demás permanecieron en silencio durante un rato. El capitán se dio cuenta de que estaba empezando a creer realmente en los marcianos. La teoría parecía cubrir un montón de hechos que de otro modo resultaban inexplicables.
Mary Lang suspiró, se dio una palmada en los muslos, y se puso en pie. Como todos los demás, estaba desnuda, y parecía absolutamente cómoda de esa forma. Ninguno de ellos se había enfundado nada excepto un traje de presión marciano desde hacía ocho años. Pasó la mano amorosamente por la tela de araña de la pared, la pared que les proporcionaba a ella, a sus compañeros colonos y a sus hijos protección contra el frío y el tenue aire desde hacía tanto tiempo. Singh se sintió impresionado por su natural familiaridad con lo que para él era un entorno sobrenatural. Parecía hallarse en su casa. No pudo imaginarla en ningún otro lugar.
Miró a los niños. Una niñita de ocho años con unos ojos enormes estaba arrodillada a sus pies. Cuando sus ojos se posaron en ella, la niña le sonrió tentativamente Y cogió su manos.
—¿Has traído chicle? —preguntó.
Él le dirigió una sonrisa.
—No, cariño, pero puede que haya un poco en la nave.
Ella pareció satisfecha. Esperaría a experimentar las maravillas de la ciencia terrestre.
—Nuestras necesidades quedaron aseguradas —dijo Mary Lang suavemente—. Supimos que estaban acudiendo cuando alteraron sus planes para encajamos a nosotros en ellos. —Miró a Singh—. Hubiera ocurrido incluso sin el reventón y sin los enterramientos. También empezó a ocurrir lo mismo en tomo al Podkayne, desencadenado por nuestros desechos: orina, heces y todo lo demás. No sé si desde el punto de vista alimentario hubiera sabido tan bien, pero nos hubiera permitido igualmente subsistir.
Singh se puso en pie. Estaba emocionado, pero no se creía capaz de expresarlo adecuadamente. Por eso sonó casi brusco, muy poco educado.
—Supongo que se sentirán ansiosos de subir a la nave —dijo—. Van a sernos de una ayuda inapreciable. ¡Saben tanto de lo que hemos venido a descubrir! Y serán famosísimos cuando regresen a la Tierra. Sus sueldos atrasados deben de suponer ya una suma realmente fabulosa.
Hubo un silencio, que fue roto por la estentórea risa de Lang. Los demás se le unieron casi de inmediato, y los niños también, aunque no sabían de qué se estaban riendo, pero comprendían instintivamente y se alegraban de aquello que rompía la tensión.
—Lo siento, capitán. Eso no ha sido educado. Pero no pensamos volver.
Singh miró uno por uno a los adultos y no vio ningún rastro de duda. Y se sintió ligeramente sorprendido al descubrir que aquella afirmación no le extrañaba en absoluto.
—No voy a tomar eso como una decisión definitiva —dijo—. Como saben muy bien, estaremos aquí durante seis meses. Si al final de ese período desean ustedes irse, recuerden que siguen siendo todavía ciudadanos del planeta Tierra.
—¿De veras? Tendrá que resumimos usted un poco la situación política que hay allí actualmente. Éramos ciudadanos de los Estados Unidos cuando partimos. Pero eso no importa. Ustedes no han venido aquí como conquistadores, aunque apreciamos el hecho de que hayan venido. Es bueno saber que no hemos sido olvidados.
Lo dijo con una seguridad absoluta, y los demás asintieron ante sus palabras. Singh se dio cuenta con cierta incomodidad de que la idea de una misión de rescate había muerto definitivamente apenas unos años después de la tragedia inicial. Él y su nave estaban allí únicamente para explorar.
Lang volvió a sentarse y palmeó el suelo en torno a ella, un suelo que estaba cubierto por una capa múltiple de aquella tela de araña estanca marciana, el tipo de tela de araña que solamente podía haber sido diseñada por seres de sangre caliente, que respiraban oxígeno y necesitaban agua para sobrevivir, seres que necesitaban protección para sus cuerpos hasta que surgiera el verano en todo su esplendor.
—Nos gusta estar aquí. Es un buen lugar para criar, educar y desarrollar una familia, no como la Tierra la última vez que estuve en ella. Y no puede ser mucho mejor ahora, inmediatamente después de otra guerra. Además, tampoco podemos irnos, ni siquiera aunque lo deseáramos.
Dirigió a Singh una resplandeciente sonrisa, y palmeó de nuevo el suelo.
—Los marcianos aparecerán de un momento a otro. Y deseamos darles las gracias por todo esto.