3 de octubre — Padua-Ferrara-Ravena. — Hemos llegado a Ravena sólo cuatro días después de abandonar esa horrible Venecia. ¡Y todo en un coche alquilado! Me siento dolorida y gravemente defraudada. Lo mismo sucedió ayer, y el día antes, y el anterior. Deseo tener a alguien con quien hablar. Esta noche, mamá ni siquiera se acercó a cenar. Papá simplemente se sentó ahí sin decir nada, con aspecto de doscientos años de edad por lo menos, en vez de cien, que son los que demuestra habitualmente. Me pregunto cuál es su verdadera edad. Pero no está bien andar haciéndose preguntas. Nunca lo sabremos, o, por lo menos, yo no lo sabré. A menudo pienso que mamá lo sabe, o casi. Desearía que mamá fuese alguien con quien yo pudiera hablar, como la mamá de Caroline. Yo con frecuencia pensaba que Caroline y su mamá eran más bien hermanas muy unidas, aunque desde luego jamás pude afirmar tal cosa. Es que Caroline es bonita y alegre, mientras que yo soy pálida y silenciosa. Al subir a mi habitación después de cenar, me limité a sentarme frente al largo espejo, y miré y miré. Estuve haciéndolo durante media hora, o tal vez una. Cuando me puse de pie, afuera había oscurecido completamente.
No me gusta mi habitación. Es demasiado grande y hay solamente dos sillas de madera, pintadas de azul verdoso con líneas doradas, o en un tiempo estuvieron pintadas así. Odio tener que echarme en la cama en momentos en que preferiría sentarme, y todos saben lo malo que eso es para la espalda. Además, esta cama, a pesar de ser enorme, parece tan dura como la tierra cuando se reseca en verano. No es que la tierra sea así aquí. En otros lugares lejanos. La lluvia no ha cesado desde que dejamos Venecia. Ni un instante. Del todo diferente a lo que dijo la señorita Gisborne antes de que partiéramos de mi querido, querido Derbyshire. La cama es verdaderamente inmensa. Podrían caber no menos de ocho personas de mi tamaño. Me disgusta pensar en ello. Acabo de recordarlo: estamos a tres del mes, de manera que nos hemos ausentado hace exactamente medio año. ¡En cuántos lugares he estado durante este tiempo… o he pasado por ellos! A muchos de ellos ya los he olvidado completamente. En todo caso, nunca los vi realmente. Papá tiene sus propias ideas, y una cosa que tengo por cierta es que son absolutamente dispares de las ideas de otra gente. Para mí, Padua entera es nada más que un hombre sobre un caballo, de piedra o de bronce, supongo, ¡pues ni siquiera sé de qué es! El conjunto de Ferrara está constituido por un vasto palacio-castillo-fortaleza que, simplemente, me asustó, así que yo no quise mirarlo. Era tan grande como esta cama… respecto a su propio entorno, naturalmente. Y ésas son dos ciudades famosas que he visitado esta misma semana. ¡No hablemos de donde me encontraba hace, digamos, dos meses! ¡Qué absurdo!, como acostumbra a decir la mamá de Caroline. Querría que estuviese aquí ahora, y Caroline también. Jamás persona alguna me abrazó y me besó ni me hizo sentir feliz en la forma que ellas.
La Contessa me ha provisto de no menos de doce velas. Las hallé en uno de los cajones. Supongo que no hay nada más que hacer que leer… a excepción, quizá, de decir las plegarias. Desgraciadamente, hace mucho que terminé de leer todos los libros que traje conmigo, y es muy difícil comprar algunos nuevos, especialmente en inglés. De todos modos, me las arreglé para adquirir dos muy largos, de Ann Radchiffe, al partir de Venecia. Lamentablemente, aunque la habitación tiene doce velas, sólo hay dos candelabros, ambos rotos, igual que casi todo. Dos velas deberían iluminar lo bastante, pero todo lo que hacen es que la habitación parezca incluso más grande y más oscura. No son, seguramente, importadas, de buena calidad. Advertí en el cajón que estaban muy sucias y descoloridas. En realidad, una de ellas se veía completamente negra. Esa debe de haber permanecido en el cajón larguísimo tiempo. Dicho sea de paso, colgada del techo, en medio del cuarto, hay una armazón. No sería veraz describirla con la forma de una araña; más bien diría que es el fantasma de una araña. De cualquier manera, se encuentra muy alejada de los pies de la cama. En estas casas extranjeras en que nos alojamos, han construido habitaciones enormes. Precisamente como si durante todo el tiempo hiciese mucho calor, lo que realmente no ocurre. ¡Qué absurdo!
A decir verdad, me siento absolutamente helada en este momento, a pesar de que incluso llevo puesto mi vestido de lana verde oscuro, que en Derbyshire me permitió sobreponerme durante el último invierno. Me pregunto si estaría más caliente dentro de la cama. Es algo que mi mente nunca ha podido elaborar. La señorita Gisborne siempre me llama friolera. Veo que he utilizado el tiempo presente. Me pregunto si ello es apropiado en el caso de la señorita Gisborne. ¿Alguna vez volveré a ver a la señorita Gisborne? Quiero decir en esta vida, claro está.
Ahora que han transcurrido seis días desde que inicié este diario, descubro que estoy poniendo todo, como siempre hago una vez que comienzo. Siento casi como si nada horrible pudiera sucederme mientras siga escribiendo. Esto es sencillamente tonto, pero me pregunto a veces si las cosas más tontas no son frecuentemente las más verdaderas.
Escribo palabras sobre la página, pero ¿qué digo? Antes de partir, todo el mundo me decía que, no importa qué es lo que hiciera, debía de llevar un diario, un diario de viaje. No creo que éste sea un diario de viaje de ninguna manera. Encuentro que en tanto estoy viajando con papá y mamá, no contemplo el mundo exterior sino a duras penas. O bien nos movemos pesadamente, por instinto, en los lugares desde donde se puede ver algo, o, por lo menos, desde los que las cosas pueden verse mejor; o me contemplo solitaria sumida en la enorme bóveda de un dormitorio durante horas y horas y horas, generalmente incapaz de irme a dormir, a veces durante toda la noche. Podría ver mucho más, si tuviera ocasión de recorrer las distintas ciudades por mí misma… Naturalmente, no quiero decir de noche. Anhelo que eso fuese posible. Algunas veces francamente odio ser una chica. Ni siquiera papá puede odiar tanto como yo el que yo sea chica.
¡Y cuando hay algo que hacer, parece ser siempre lo mismo! Por ejemplo, aquí estamos en una de esas casas en las cuales papá siempre parece tener derecho de entrada. Sinceramente, es demasiado maligno de mi parte, pero me resulta inevitable preguntarme por qué tanta gente deseará conocer a papá, que por lo general es muy silencioso y desagradable, ¡y tan viejo! Quizá la respuesta es sumamente simple: se trata de que en realidad no le ven, ni a mamá ni a mí. Llegamos, papá nos confía al mayordomo o a alguien, y la familia jamás pone los ojos sobre nosotros, porque la familia nunca está en casa. Estas familias extranjeras, al parecer, poseen una gran cantidad de casas, y constantemente están viviendo en otra de ellas. Y cuando uno de la familia aparece, él o ella habitualmente es casi igual de viejo que papá, y raramente puede decir una palabra en inglés. Yo creo tener una bonita voz, si bien no es fácil afirmarlo con total certeza, pero, realmente, desearía haber trabajado duro aprendiendo idiomas extranjeros. Claro que… la dificultad reside en que la señorita Gisborne es muy mala enseñándolos. Debo decir eso en mi propia defensa, aunque ahora no sirve de mucho. Me pregunto cómo lo pasaría la señorita Gisborne en caso de encontrarse en este cuarto conmigo. No mucho mejor que yo, supongo.
He olvidado decir, sin embargo, que éste es uno de los momentos en que se supone que estamos reunidos con la querida familia; de todos modos, ésta se compone al parecer de solo dos personas: la Contessa y su hija. De cuando en cuando pienso que ya he visto bastantes mujeres y que no tengo especiales deseos de conocer a otras, cualesquiera que sean sus edades. Las mujeres son más bien monótonas; a no ser que, claro, sean como Caroline y su mamá; ninguna de las dos lo es, ni puede serlo. Hasta ahora la Contessa y su hija no han aparecido. No sé por qué, aunque no hay duda de que papá lo sabe. Y me han dicho que las conoceremos a las dos de la mañana. Espero muy poco. Me pregunto si hará suficiente calor para permitirme que me ponga mi vestido de satín verde en lugar del de lana verde. Probablemente, no.
¡Y ésta es la ciudad en donde el grande, el inmortal lord Byron vive en pecado y desenfrenadamente! Incluso mamá ha hablado de esto varias veces. Esta casa de melancolía no está realmente en la ciudad. Es una villa emplazada a poca distancia en las afueras, aunque yo no sé en qué dirección, y estoy segura de que mamá ni lo sabe ni le importa. Me pareció que después de atravesar la ciudad esta tarde, viajamos durante quince o veinte minutos. De cualquier forma, estar en la misma región en que se halla lord Byron, de algún modo ha de conmover aun el corazón más duro; y mi corazón, estoy segura, no es duro en lo más mínimo.
Descubro que he estado garrapateando durante cerca de una hora. La señorita Gisborne sigue diciendo que soy excesivamente propensa a insertar guiones innecesarios, y que eso es una debilidad. Si es una debilidad, me propongo fomentarla.
Sé que ha transcurrido una hora, porque en alguna parte hay un enorme reloj que suena cada cuarto de hora. Debe de ser un reloj enorme debido al ruido que produce, y porque en el extranjero todo es enorme.
Siento más frío que nunca, y mis brazos están totalmente rígidos. Pero debo quitarme la ropa, soplar las velas, e introducir mi diminuto ser en esta enorme cama aterradora. Odio las protuberancias que se producen por todo el cuerpo cuando se viaja en el extranjero, y espero ansiosamente que durante esta noche no tenga que sufrirlas. También espero que no me asalte la sed, ya que no hay agua de ninguna clase, ni siquiera para beber.
¡Ah, lord Byron, viviendo en plena orgía y perversidad! Es imposible olvidarse de él. Me pregunto qué pensaría de mí. Espero que no haya muchas cosas penetrantes en este cuarto.
4 de octubre. ¡Qué sorpresa! La Contessa ha dicho que todo quedará debidamente ordenado para que yo realice cortas caminatas por la ciudad, a condición de que mi doncella me acompañe; ¡y cuando mamá señaló inmediatamente que yo no tenía doncella, ofreció los servicios de la suya! ¡Pensar que esto está ocurriendo justamente un día después que escribí en este mismo diario que una cosa así nunca podría suceder! Ahora me afirmo en la certeza de que hubiera sido absolutamente correcto de mi parte pasear por las otras ciudades también. Me atrevería a decir que papá y mamá propusieron siempre algo distinto únicamente a causa de la dificultad de la doncella. Por cierto, yo debería tener una doncella, y lo mismo mamá y papá, un hombre ¡así como también todos nosotros deberíamos poseer un coche propio con nuestro blasón en las puertas! En el supuesto de que fuésemos demasiado pobres, sería humillante. Y ya que no somos tan pobres (estoy segura de que no lo somos), es ridículo. De cualquier manera, papá y mamá siguieron haciendo alharaca, pero la Contessa dijo que ahora estábamos dentro de los Estados de la Iglesia y, por lo tanto, vivíamos acogidos a la especial beneficencia de Dios. La Contessa habla inglés muy bien, e incluso conoce los idiotismos ingleses, como los llama la señorita Gisborne.
Papá contrajo el rostro cuando la Contessa mencionó los Estados de la Iglesia, tal como yo sabía que iba a hacerlo. Papá hizo notar muchas veces, mientras estábamos en camino hacia aquí, que los Estados Papales, como él los denomina, son los peor administrados de Europa, y que no lo decía sólo en su carácter de protestante. Me maravillo. Cuando papá expresa opiniones de esa naturaleza, a menudo me parece que son caprichos suyos, igual que sus ideas acerca del mejor modo de viajar. Después que la Contessa hubo hablado de esa forma, yo sentí —muy fuertemente— que ha de ser más bien hermoso estar regido directamente por el Papa y sus cardenales. Naturalmente, los cardenales e incluso el Papa están sujetos a error, igual que nuestros propios Obispos y Rectores, que no dejan de ser hombres, como lo recalca continuamente el señor Biggs-Hartley en casa; de todos modos, aquéllos sencillamente deben estar más cerca de Dios que el tipo de gente que nos rige en Inglaterra. Yo no creo que se pueda confiar en papá para juzgar esa cuestión.
He decidido resueltamente actuar según la amable sugerencia de la Contessa. La señorita Gisborne dice que, aunque soy poca cosa, poseo gran voluntad propia. Esta será una oportunidad para probarlo. Quizá haya ciertas dificultades, porque la doncella de la Contessa sólo habla italiano; pero cuando estemos solas, soy yo quien será señora, y ella, la doncella, y nada cambiará eso. He visto a la muchacha. Es bonita, si no se toma en cuenta el tamaño de su nariz.
Hoy tuvimos humedad, como de costumbre. Esta tarde dimos una vuelta por Ravena, en el carruaje propio, con armas en las puertas, y un lacayo, además del cochero. Papá pagó y despidió el coche que habíamos alquilado. Supongo que habrá recorrido pesadamente el camino de regreso a Fisina, frente a Venecia. Cuento con nuestra permanencia en Ravena durante una semana. Parece ser ésa la estancia habitual de papá en los principales sitios de parada. Aunque no es mucho tiempo, generalmente resulta suficiente de acuerdo a nuestra manera de vivir.
En el curso de la tarde, vimos la tumba de Dante, que se encuentra simplemente a un lado de la calle, y entramos en una gran iglesia en donde está instalado el Trono de Neptuno, y luego estuvimos en la tumba de Gala Placidia, que es azul por dentro, y muy hermosa. Yo me mantenía alerta para descubrir algún indicio de la residencia de lord Byron, pero no hacía ninguna falta especular, porque, al pasar estruendosamente por una de las calles, la Contessa casi lo grita:
—El Palazzo Guiccioli. Miren el alambrado a lo largo del fondo de la entrada, que impedía que los animales de lord Byron escaparan.
—Cierto, cierto —dijo papá, mirando más intensamente que cuando estuvo ante la tumba de Dante.
No se dijo nada más, porque, aunque papá y mamá habían aludido en varias ocasiones al modo de vida actual de lord Byron, por lo que yo estaría en condiciones de entender cosas que podían surgir de la conversación, ni la Contessa, ni papá, ni mamá sabían cuánto podía entender yo realmente. Además, la pequeña Contessina se encontraba en el carruaje, sentada sobre un cojín en el suelo, a los pies de mamá, lo que hacía cinco personas en total —ya que los carruajes son tan grandes como todo lo demás en el extranjero—, y me atrevería a decir que ella no sabía absolutamente nada, dulce pequeña inocente.
«Contessina» es solamente una especie de apodo o sobriquet, usado por la familia y los sirvientes. La Contessina es, en realidad, una Contessa: en las familias extranjeras, si un hombre es Duque, entonces todos los demás hombres de la familia vienen a ser Duques también, y todas las mujeres, Duquesas. Es muy confuso, y nada parecido a una buena ordenación a la manera de la nuestra, en que hay únicamente un Duque y una Duquesa por cada familia. No sé la edad de la pequeña Contessina. La mayoría de las niñas extranjeras aparentan más edad de la que en realidad cuentan, en tanto que la mayoría de nuestras niñas parecen más jóvenes. La Contessina es muy delgada, una verdadera sílfide. Tiene un cutis oliváceo, sin imperfección alguna. A menudo la gente escribe acerca de «cutis oliváceos»: el de la Contessina lo es realmente. Sus ojos son enormes, en forma de grandes granos de café, y de un color muy semejante al de éstos; pero nunca los usa para mirar a nadie. Habla tan poco y por lo general con expresión tan vacua y difusa, que uno pensaría en ella como algo insignificante, aunque yo no creo que lo sea. La forma de educación de las niñas extranjeras es absolutamente diferente a la de nuestras niñas. Mamá se refiere frecuentemente a ello frunciendo los labios. Debo admitir que me es imposible imaginarme a mí misma considerando a la Contessina una amiga, sin perjuicio de que lo sea a su manera particular, con sus pies de aproximadamente la mitad del tamaño de los míos o los de Caroline.
Cuando las niñas extranjeras crecen, convirtiéndose en mujeres, generalmente, pobrecitas, continúan pareciendo mayores de lo que son. Estoy segura de que esto es aplicable a la Contessa. La Contessa ha sido muy amable conmigo —en las pocas horas que llevo de conocerla—, e incluso parece apenarse un poco por mí, como, en verdad, me sucede a mí con ella. Pero yo no entiendo a la Contessa. ¿Dónde estaba anoche? ¿La pequeña Contessina es su única hija? ¿Qué ha ocurrido con su esposo? ¿Es porque está muerto que ella parece tan triste? ¿Para qué quiere ella vivir en una casa tan grande —se la llama Villa, pero una se ve obligada a pensar en ella como un Palazzo—, siendo así que está cayéndose a pedazos y gran parte de ella, asimismo, se encuentra escasamente amueblada? Me gustaría preguntarle a mamá sobre esas cuestiones, mas dudo que ella tenga las respuestas adecuadas, o tan siquiera respuesta alguna.
La Contessa apareció para la cena, esta noche, y también la pequeña Contessina. Mamá llevaba ese vestido que no me gusta nada. Efectivamente, es de un tipo de rojo inadecuado…, especialmente para Italia, donde los colores oscuros son de uso más común. La noche se presentó con mejor ambiente que la anterior; si bien, por otra parte, yo difícilmente podía haber estado peor. (El señor Biggs-Hartley dice que nunca deberíamos decir eso: las cosas siempre pueden ser peores.) No fue una buena noche. La Contessa estuvo tratando de aparecer completamente alegre, a pesar de que, evidentemente, le resultaba dificultoso, cualquiera que fuese el motivo; pero ni papá ni mamá saben cómo reaccionar en esas situaciones, y sé demasiado bien que yo misma me encuentro mejor pensando en las cosas que charlando en grupo. Lo que prefiero es estar sola con unos pocos amigos, a quienes yo conozca verdaderamente bien, y a los que sinceramente pueda confiarme y querer. Ay, hace mucho que ni siquiera tengo uno así, a quien coger de la mano. Hasta se diría que las cartas se pierden en ruta, y a duras penas puedo asombrarme; suponiendo, en primer lugar, no hace falta decirlo, que la gente se moleste en escribirse, y es difícil encontrar una razón por la que habrían de hacerlo después de todo este tiempo transcurrido. Al terminar la cena, papá y mamá y la Contessa se dedicaron a un juego italiano que incluye cartas y dados. Los sirvientes habían encendido un fuego en el Salone, y la Contessina se sentó cerca de él, sin hacer ni decir nada. Si le hubieran dado la oportunidad, mamá hubiese señalado que «los niños deberían estar en la cama hace mucho rato», y estoy segura de que lo hubiera hecho. La Contessa quería enseñarme el juego, pero inmediatamente papá dijo que yo era demasiado joven, lo cual es absolutamente ridículo. Más tarde, tras haber jugado larguísimo tiempo con papá y mamá, la Contessa dijo que mañana se mostraría firme (la Contessa conoce tantas de esas expresiones, que uno juraría que debe de haber vivido en Inglaterra), y que insistiría en que yo aprendiese. Papá torció el gesto, y mamá frunció los labios, de la manera habitual. Yo había estado haciendo calceta, lo cual jamás habrá de gustarme, ni le veré ningún objeto, ya que los sirvientes pueden hacerlo para nosotros; y descubrí que me encontraba sumida en profundos pensamientos. Y entonces advertí que una lagrimita caía lentamente por el rostro de la Contessa. Impensadamente, me puse en pie de un salto; pero entonces la Contessa sonrió, y yo volví a sentarme. Uno de mis profundos pensamientos era que lo que hace llorar a la gente, no es tanto las desgracias íntimas, sino algo que permanece constantemente en el seno mismo de la vida, algo sobre lo que cae una luz en los momentos en que estamos procurando disfrutar en compañía de otros.
Compruebo que están desapareciendo los horribles chichones. En realidad, no he sufrido ninguno más, y eso es una ventaja comparado con lo que ocurría cada noche en Dijon, ese lugar hediondo. Pero me hubiese gustado tener una habitación más alegre, mejor amueblada, aunque esta noche logré, al venir a la cama, traerme una de nuestras botellas de agua mineral, y hasta un vaso con el que bebería. Es meramente agua mineral italiana, desde luego, acerca de la cual mamá dice que es poco menos impura que el agua corriente; pero como toda el agua corriente parece provenir de los sucios pozos que se ven por las calles laterales, creo que mamá exagera. Admito, sin embargo, que no es como el agua embotellada que se compra en Francia. ¡Qué absurdo, de todos modos, verse obligado a comprar agua en botellas! A pesar de todo, hay algunas cosas de los países extranjeros que han llegado a gustarme; incluso, tal vez, las prefiera a las nuestras. Nunca permitiría que papá y mamá me oyeran hablar así. A menudo desearía no ser tan sensitiva, así las habitaciones que me adjudican y cosas por el estilo no me importarían tanto. ¡Y mamá es aún más sensible que yo con respecto al agua! Estoy segura de que eso no es tan importante. No puede serlo. Para mí es evidente que mamá es menos sensible que yo, en lo que se refiere a cosas importantes. ¡Mi vida entera se basa en ese hecho evidente! Mi verdadera vida, claro.
Yo preferiría más bien que la Contessa me invitara a compartir su habitación, porque creo que ella es sensible en el mismo sentido en que lo soy yo. Pero, tal vez la niñita duerme en la habitación de la Contessa. Yo no debería, en verdad, pensar eso. Yo no odio a la pequeña Contessina, ni siquiera me desagrada. Supongo que ya tendrá sus propias preocupaciones. Pero papá y mamá nunca estarían de acuerdo con esto, de ninguna manera. Ahora ya he escrito todo lo que había que escribir acerca de este día perfectamente normal, bien que, de algún modo, un tanto singular. En esta gran habitación helada, a duras penas puedo moverme a causa del frío.
5 de octubre. Cuando entré a saludar a mamá esta mañana, tenía las más extraordinarias noticias. Me dijo que me sentara (mamá y papá tienen en sus habitaciones muchas más sillas que yo, y también otras cosas), ¡y luego me informó que habría una fiesta! Mamá hablaba como si se tratara de una prueba terriblemente penosa, que nos era imposible eludir; y daba la impresión de que no le cabía duda de que yo debería tomar la noticia en igual forma. No sé lo que realmente pensé acerca de ello. Es cierto que nunca he disfrutado de una fiesta, todavía (no es que no haya estado presente en ninguna); pero durante todo el día he sido consciente de que un sentimiento diferente se agitaba en mi interior, me he sentido más ligera y más activa en cierto sentido, y esta noche está presente en mí el pensamiento de que se debe a la inminencia de una fiesta que aguarda ante mí. Después de todo, probablemente las fiestas extranjeras sean distintas de las fiestas en la patria. Me lo repito a mí misma continuamente. Esta fiesta en particular, será ofrecida por la Contessa, quien, estoy segura, sabe más de estas cosas que mamá. Si así es, no ha de ser la única cosa acerca de la que la Contessa sabe más que mamá.
La fiesta se celebrará pasado mañana. Mientras estábamos bebiendo nuestro café y comiendo nuestros panini (siempre son muy desmenuzables y pulvurentos en Italia), mamá preguntó a la Contessa si estaba segura de que habría tiempo suficiente para los preparativos. Pero la Contessa simplemente sonrió —de una manera muy cortés, claro está—. En Italia, probablemente es más fácil hacer las cosas con rapidez (cuando uno verdaderamente se lo propone, desde luego), debido a que todo el mundo tiene tantos sirvientes. Aunque es difícil creer que la Contessa posea mucho dinero, en apariencia mantiene mayor cantidad de sirvientes que nosotros, y, lo que es más, ellos se comportan como esclavos antes que como sirvientes, en total contraposición con nuestro equilibrado plantel de servicio de Derbyshire. Tal vez se trata solamente de que todos están muy encariñados con la Contessa. Lo cual yo comprendería enteramente. De cualquier manera, durante todo el día los preparativos para la fiesta se han desarrollado animadamente; había gente colgando banderas, y raros olores provenían del ala en que está la cocina. Incluso la Casa de Baños situada en el extremo alejado del jardín (se dice que fue construida por los bizantinos), se ha engalanado, la han limpiado de telarañas, y se ha poblado de cocineros que están perpetrando no sé qué. La transformación es totalmente desconcertante. Me pregunto en qué momento mamá supo lo que nos aguarda. Seguramente debe de haber sido por lo menos antes de que nos fuésemos a dormir anoche.
Pienso que debería encontrarme incómoda ante el hecho de no tener un vestido nuevo. Un séquito de costureras tendría que trabajar día y noche durante cuarenta y ocho horas, como en los cuentos de hadas. Me gustaría (¿a quién no?), pero de ninguna manera aliento la seguridad de que se me proveería de un nuevo vestido, aunque se dispusiera de semanas enteras para hacerlo. Probablemente papá y mamá convendrían en que yo dispongo indiscutiblemente de suficientes vestidos, aun en el caso de que el Papa y sus cardenales fuesen quienes se disponían a agasajarme. Por lo demás, no me siento realmente molesta. A veces pienso que yo muestro el suficiente interés por mis ropas, como diría la mamá de Caroline. Sea como fuere he aprendido por experiencia que, la mayoría de las veces, los vestidos nuevos son absolutamente decepcionantes. Sigo recordándomelo.
La otra cosa importante en el día de hoy, es que he salido a dar mi primer paseo por la ciudad, con la doncella de la Contessa, Emilia. Pasé rápidamente por alto lo que papá tenía que opinar sobre el tema, tal como me lo había prometido a mí misma. Mamá se mantuvo recostada todo el tiempo, y la Contessa se limitó a sonreír con su dulce sonrisa, y mandó en busca de Emilia para que me acompañase.
Debo admitir que el paseo no fue un éxito completo. Llevé conmigo nuestro ejemplar del Manual de Ravena y sus Antigüedades, de Grubb (papá difícilmente podía decir no, por miedo a que yo hiciera algo mucho peor), y comencé a observar lugares en el mapa, con la intención de visitarlos. Me pareció que ése era el mejor modo de empezar, y que, una vez en marcha, estaría en condiciones de contemplar la vida que apareciera ante mí. Frecuentemente, cuando es necesario enfrentar una situación específica, me encuentro plenamente decidida. La primera dificultad se presentó en lo concerniente al larguísimo paseo dentro de Ravena misma. Emilia aclaró inmediatamente que ella no estaba acostumbrada a caminar un paso. Eso podía haber sido una mera afectación, o más bien pretensión, puesto que todos saben que las muchachas de esa clase provienen de familias campesinas, y estoy absolutamente segura de que se ven obligadas a caminar todo el día, no ya sólo a pasear. Por lo tanto, no hice caso, lo cual me fue mucho más difícil debido a mi imposibilidad para entender una palabra de lo que decía Emilia. Sencillamente, la arrastré conmigo a empujones. Ante mi decisión, pronto rindió todas sus pretensiones, y salió del paso lo mejor posible. Por el camino, encontramos algunos rudos carreteros y gran número de niños horribles que, tan pronto como notaban quiénes éramos, en su mayor parte se detenían fastidiándonos; en todo caso, esto no era nada comparado a los caminos de Derby, donde últimamente lanzaban piedras a los carruajes que pasaban.
La siguiente dificultad residió en que Emilia no estaba acostumbrada en lo más mínimo a lo que yo tenía en mente cuando llegamos a Ravena. Desde luego, la gente no va una y otra vez a contemplar sus propias antigüedades locales, por muy viejas que sean; y menos que nadie, supongo, la gente italiana. Cuando no acompañaba a su señora, Emilia acostumbraba a ir a la ciudad únicamente con algún propósito preciso: comprar o vender algo, o despachar una carta. Había en su actitud ese no sé qué que me recordó a las muchachas de las comedias: su único trabajo consiste en llevar y traer billet-doux, y en ocasiones tomar el lugar de sus señoras, con el conocimiento de sus señoras o no. Logré visitar otra de esas Casas de Baños, ésta un espectáculo público llamada el Baptisterio del Ortodoxo, debido a que cayó en manos de los cristianos después de los últimos días de los romanos, quienes la habían construido. Era, indudablemente, mucho mayor que la Casa de Baños del jardín de la Contessa, y en su interior más bien oscura y con el suelo tan desnivelado que resultaba difícil mantenerse en equilibrio. También había allí dentro un horrible animal muerto. Emilia se echó a reír, y me pareció sumamente claro de qué se reía. Se paseaba dando trancos, como si hubiera vuelto a sus montañas, y evidentemente estaba sugiriendo que si yo me proponía recorrer todo el camino hasta el propio tacón o la punta de Italia, ella se encontraba por completo preparada para andar conmigo, y quizá para andar adelantándose a mí. Como niña inglesa que soy, no me preocupé por ello, ni siquiera por la total inversión de la actitud original de Emilia, casi insinuando que su deliberada e impenitente política consistía en mantener la situación entre nosotras bajo su propio control. Por todo esto, como he dicho, el paseo no constituyó un éxito completo. De todos modos, ha sido un comienzo. Es evidente que el mundo puede ofrecer más de lo que se presentaría espontáneamente en mi camino si yo pasara toda mi vida arrastrándome con papá a un lado y mamá al otro. Reflexionaré acerca de la mejor forma de congeniar con Emilia, ahora que ya conozco su manera de ser. Cuando regresamos a la Villa, no me encontraba cansada en lo más mínimo. Desprecio a las muchachas que se fatigan, en la mismísima medida en que las desprecia Caroline.
Créase o no, mamá aún estaba tendida. Al entrar yo, me dijo que descansaba preparándose para la fiesta. Pero la fiesta no es hasta pasado mañana. ¡Pobre querida mamá: lo mejor que podía haber hecho, para empezar, era no salir de Inglaterra! Debo cuidarme mucho de no ser así cuando llegue a esa misma época de la vida y esté casada, como supongo que sucederá. Viendo a mamá en reposo, me doy cuenta de golpe de que todavía conservaría su belleza si no apareciera siempre tan cansada y preocupada. Sin duda que ella alguna vez fue mucho más hermosa que yo. Lo sé bien. Yo —¡ay!— verdaderamente no soy nada hermosa. Pero poseo otros méritos, como señala la señorita Gisborne.
Cuando subí para acostarme, vi algo inesperado. La pequeña Contessina había dejado el Salón antes que el resto de nosotros, como de costumbre, sin una palabra. Sólo yo, posiblemente, la vi deslizar afuera, tan calladamente se retiró. Advertí que no volvía, y supuse que, debido a su edad, estaba completamente agotada. Con seguridad mamá hubiera dicho eso. Pero luego, cuando yo subía las escaleras, llevando mi vela, pude ver por mí misma lo que realmente había sucedido. En uno de los rincones del rellano —como lo llamamos en Inglaterra—, hay un misterioso ropero o armario pequeño, desde el que se abren dos puertas, ambas con cerradura, cosa que sé porque yo misma he girado cautelosamente las manijas. En ese rincón, a la luz de la vela, vi a la Contessina, a quien un hombre abrazaba. Creo que no podía haber sido uno de los sirvientes, aunque realmente no puedo afirmarlo. Tal vez me equivoco en cuanto a eso, pero no hay equivocación respecto de que se trataba de la Contessina. Ellos habían permanecido allí en completa oscuridad, y, lo que es más, en ningún momento movieron un solo músculo mientras yo subí las escaleras y anduve calmosamente por el pasillo en dirección opuesta. Supongo que esperaban que yo no alcanzara a verlos en la penumbra. Es probable que creyeran que nadie se iría a la cama todavía. O tal vez se encontraban ajenos a todo sentido del tiempo, según la expresión de Ann Radchiffe. No tengo idea exacta de la edad de la Contessina, pero aparenta unos doce años o menos. Desde luego, no diré nada a nadie.
6 de octubre. He estado pensando, a intervalos, durante todo el día, acerca de las diferencias entre la manera en que se supone que nos comportamos, y la forma en que realmente lo hacemos. Y en ambos casos, no existe concordancia con el modo de comportarnos a que nos conmina Dios, y que no podemos alcanzar nunca, hagamos lo que hagamos y no importa cuánto nos lo propongamos, de acuerdo a lo que siempre pone de relieve el señor Biggs-Hartley. Todos nosotros, al parecer, somos por lo menos tres personas diferentes. Y eso, sólo para empezar.
Me siento decepcionada por los resultados de mi pequeña excursión de ayer en compañía de Emilia. He pensado muchas veces en todo aquello de lo que yo me veía privada a causa de ser una niña imposibilitada de corretear por mí misma; pero ahora dudo de que haya algo por lo que valga la pena sentirse defraudado. Es como si se tuviera la sensación de que, cuanto más se aproxima uno a una cosa, ésta va dejando de estar presente, o más bien, de existir en absoluto. Aparte, claro está, de los malos olores y las malas palabras, y de esas rudas criaturas horrendas de las cuales se supone que las mujeres estamos «protegidas». Pero me estoy poniendo metafísica, contra lo que el señor Biggs-Hartley nos advierte regularmente. Desearía que Caroline se encontrara con nosotros. Creo que podría sentirme de una manera por completo distinta con relación a las cosas, si ella estuviese aquí para salir conmigo, las dos solas. De todos modos, es innecesario decirlo, no habría diferencia para nosotras en cuanto a lo que las cosas, auténticamente, fueran… o no fueran. Es curioso el que las cosas parezcan no existir cuando se las va a ver con una determinada persona, y después, con todo, cobran existencia si se las visita en compañía de otra persona. Naturalmente, esto es pura quimera; pero ¿qué (por momentos lo pienso así) no lo es?
Me encuentro absolutamente sin amigos y sola en esta tierra extraña. Se me ocurre que debo poseer una gran fuerza interior que me permite mantenerme firme como hasta ahora y cumplir mis deberes con tan pocas quejas. Muy amablemente, la Contessa me ha dado un libro de versos de Dante, impreso en italiano por un lado y con la traducción inglesa en la página opuesta. Destacó que eso me ayudaría a aprender mejor su idioma. No estoy segura de que haya de ser así. Obedientemente, he leído varias páginas del libro, y ciertamente no hay nada en este mundo que me guste más que leer, pero las ideas de Dante son tan oscuras y complicadas, que sospecho que no es escritor para una mujer, y, con toda seguridad, no para una mujer inglesa. También su cara me asusta, tan adusta y severa. Después de mirar su retrato, hermosamente grabado en el comienzo del libro, me asalta el temor de que veré esa cara atisbando por sobre mi hombro cuando me siento frente al espejo. No me asombra que Beatriz no tuviera nada que ver con él. Creo que fallaba totalmente en cuanto a los méritos que atraen a nuestro sexo. Desde luego, una no debe ni siquiera sugerir a un italiano tal cosa, por ejemplo a la Contessa, porque para los italianos Dante es tan sagrado como Shakespeare o el doctor Johnson lo son para nosotros.
Por primera vez, estoy escribiendo durante la tarde. Me temo que sufro de tedio, y, puesto que eso es un pecado (aun cuando sea venial), procuro librarme de él. Ahora que soy mucho más propensa a faltas menores, tales como el tedio y la intolerancia, que a vulgaridades como dejarme abrazar y besar por un sirviente. Y téngase en cuenta que no es que me sienta carente de energía ni de pasión. Se trata de que necesito de algo o alguien digno de tales sentimientos, y sólo me niego a agotarlos en lo que es indigno. ¡Pero qué «sólo» éste! ¡Qué bien comprendo el tedio universal que posee a nuestro vecino, lord Byron! ¡Yo, una delgada muchachita, siento, al menos en lo que a esto se refiere, al unísono con el gran poeta! Podría haber consuelo en el pensamiento, si yo fuese capaz de consuelo. En todo caso, estoy convencida de que no habrá nada más que sea digno de consignar esta noche, antes de que mis ojos se cierren en un sueño profundo.
Más tarde. ¡Estaba equivocada! Después de cenar esta noche, sencillamente no pude resistir preguntarle a la Contessa si alguna vez había conocido a lord Byron. Yo daba por supuesto que no había de ser algo que ella proclamase sin que se lo pidieran, ni cuando papá y mamá se hallaban presente, ni, por razones de delicadeza, en una de las muy raras ocasiones en que ella y yo estábamos solas; pero pensé que yo ahora podía ser considerada suficientemente simpática como para aventurar una discreta pregunta.
Temo que formulé la cuestión muy cruelmente. Mientras papá y mamá se enzarzaban en una de sus disputas, atravesé la habitación y me senté en el extremo del sofá en el que la Contessa se encontraba reclinada; y cuando ella me sonrió y me dijo algo agradable, yo simplemente formulé mi pregunta, de manera totalmente directa.
—Sí, mia cara —respondió—, le he conocido, pero no podemos invitarlo a nuestra fiesta debido a su temperamento político. En realidad, ello ha conducido ya a varias muertes, que algunos son reacios a aceptar a manos de un straniero, aunque se trate de una persona eminente.
Y evidentemente existía la maravillosa posibilidad —que había estado en el fondo de mis pensamientos— de que lord Byron asistiera a la fiesta de la Contessa. No era la primera vez que la Contessa mostró su fascinante penetración en la mente de los demás… o precisamente de la mía.
7 de octubre. ¡El día de la fiesta! Es muy temprano, y el sol brilla como no lo he visto brillar en bastante tiempo. Quizá brille así normalmente a esta hora del día, mientras yo todavía duermo. «¡Lo que os perdéis vosotras, niñas, por no levantaros!», como siempre exclama la mamá de Caroline, si bien es la más indulgente de las madres. El problema consiste en que uno siempre se despierta temprano en las ocasiones en que sería más agradable dormitar mayor tiempo; es lo que sucede hoy, con la fiesta por delante de nosotros. Escribo esto, porque estoy completamente segura de que no seré otra cosa que un manojo de nervios durante todo el día, y, después que todo haya terminado, me encontraré absolutamente agotada y exhausta. ¡Así me ocurre siempre con las fiestas! Me alegra que pasado mañana sea domingo.
8 de octubre. En la fiesta he conocido a un hombre que, debo confesarlo, me ha interesado mucho; y, además de eso, ¿qué otra cosa importa?, como pregunta la señora Fremlinson en The Hopeful and the Despairing Heart, libro que, entre todos, es casi mi favorito, lo declaro sinceramente.
¿Quién podría creerlo? Hace un momento, cuando aún estaba adormecida, hubo una llamada a mi puerta, justo lo bastante fuerte para despertarme, pero en otro sentido muy suave y discreta, y ahí estaba la Contessa en persona, ataviada con el más hermoso négligé, entre rosa y malva, ¡portando una bandeja sobre la que había cosas para comer y beber, verdaderamente un desayuno extranjero completo! Debo reconocer que en ese momento yo bien podía haber devorado un desayuno inglés completo, mas, ¿qué podía haber sido más amable y solícito de parte de la encantadora Contessa? Su cabello oscuro (aunque no tan oscuro como el de la mayoría de las italianas), aún sin arreglar, caía enmarcando su bello sí que triste rostro, si bien advertí que todos sus anillos lucían en sus dedos, brillando y destellando a la luz del sol.
—Ay, mia cara —dijo, echando una ojeada a las muchas deficiencias de la habitación—, los tiempos que han sido, y los tiempos que son —entonces se inclinó sobre mi rostro, descansó ligeramente su mano en mi camisón, y me besó—. ¡Pero qué pálida estás! —continuó—. Pareces un lirio blanco en el altar.
Yo sonreí.
—Soy inglesa —dije—, y carezco de colores fuertes.
La Contessa siguió mirándome fijamente. Después dijo:
—¿La fiesta te ha fatigado mucho?
Puesto que parecía expresarlo interrogativamente, respondí con vigor:
—No, en lo más mínimo, se lo aseguro, Contessa. Ha sido la más hermosa noche de mi vida.
Lo cual era incuestionablemente la verdad y nada más que la verdad. Me senté sobre la gran cama, y, al hacerlo, vi mi imagen en el espejo. Era cierto que se me veía pálida, desacostumbradamente pálida. Estaba a punto de hacer notar lo temprano de la hora, cuando la Contessa pareció contraerse sobre sí misma con un grito sofocado, y también ella se puso notablemente pálida, considerando el matiz natural de su piel.
Extendió una mano, y señaló. Me pareció que indicaba hacia la almohada que se hallaba detrás de mí. Desconcertada por su conducta, miré a mi alrededor, y vi sobre la almohada una marca roja irregular, no muy grande, pero indudablemente una mancha de sangre. Me llevé las manos al cuello.
—Dio Illustrissimo! —gritó la Contessa—. Ell’è stregata!
Conozco bastante italiano, del Dante o de donde sea, para estar informada de lo que eso significaba: «Está hechizada». Salté de la cama y eché mis brazos alrededor de la Contessa, antes de que pudiera huir, tal parecía dispuesta a hacerlo. Le supliqué que me dijera algo más, aunque abrigaba la certeza de que no lo haría. Los italianos, inclusive los educados, todavía toman la idea de «brujería» con una seriedad que a nosotros nos resulta increíble, y, por lo general, hasta temen hablar de ello. Yo sabía por instinto que, en este punto, Emilia y su señora estarían de acuerdo. En verdad, la Contessa daba la impresión de que mi simple abrazo la desasosegaba aún más, pero pronto se calmó, y salió de la habitación diciendo muy afablemente que le era necesario tener unas palabras con mis padres acerca de mí. Incluso se las arregló para desearme buon appetito para mi desayuno.
Examiné mi cara y mi cuello en el espejo, y en mi cuello, con bastante claridad, se veía una leve cicatriz que lo explicaba todo —excepto, es verdad, de qué manera había llegado a tener tal señal, sí que, para comprenderlo, las novedades, los rigores, y las excitaciones de la fiesta de anoche eran enteramente suficientes. Una no puede esperar que, entrando en el torneo del amor, salga de él sin un solo rasguño: y es inmersa en el torneo que, me emociona pensarlo, de veras he hecho mi camino. Sospecho que sea inherente a la típica manera italiana de considerar las cosas, el que un pequeñísimo desliz, perfectamente natural, desencadene un efecto tan desproporcionado sobre la Contessa. A mí, una muchacha inglesa, la mancha sobre la almohada ni siquiera me inquieta. Esperemos que esta nimiedad no conduzca a la muchacha cuyo deber será cambiar la funda, a gritar histéricamente.
Si aparezco especialmente pálida, se debe en parte al contraste de la brillantísima luz del sol. Regresé en seguida a la cama, y consumí hasta la última miga y la última gota de lo que me había traído la Contessa. Parecía estar muy débil por falta de alimentos, y la verdad es que sólo había tomado frugalmente algunos bocados durante la comida de anoche, y además, naturalmente, bebí mucho más que la mayoría de los días anteriores de mi corta vida, con toda probabilidad, más que ninguno.
Y ahora yazgo aquí, cubierta con mi bonito camisón y nada más, mi pluma en la mano, y el sol sobre mi rostro, ¡y pienso en él! Yo no creía que una persona así existiera en el mundo real. Pensaba que los escritores como Fremlinson y Radchiffe mejoraban a los hombres, a objeto de reconciliar a sus lectoras femeninas con su suerte, y para que sus menos numerosos lectores masculinos se elevaran a un mejor concepto de sí mismos. La mamá de Caroline y la señorita Gisborne, cada cual a su manera absolutamente diferente, lo han indicado con muchísima claridad; y mi propia observación del sexo opuesto, hasta el presente, ha confirmado su opinión. ¡Pero ahora, he conocido realmente a un hombre acerca del cual aun la más delicada creación de la señora Fremlinson no hace sino aludir vagamente! ¡Es un Adonis! ¡Un Apolo! ¡Seguramente un dios! ¡Donde él pisa, brotan asfodelos!
El primer toque romántico radica en que él no me fue debidamente presentado… a decir verdad, no me lo presentaron de ninguna forma. Comprendo que ha sido muy incorrecto, mas es innegable que resultaba muy excitante. Los invitados, en su mayor parte, bailaban un minuetto pasado de moda, y como yo no conocía los pasos del baile, me encontraba, junto a mamá, sentada al final del salón, cuando ella súbitamente se sintió agobiada por algún motivo, y hubo de retirarse. Destacó que estaría de vuelta sólo uno o dos minutos después; y casi tan pronto como ella marchó, él estaba allí de pie, exactamente como si hubiese emergido de entre los descoloridos tapices que cubrían la pared, o incluso de los tapices mismos; claro que él ni remotamente aparecía descolorido, bien que más tarde, cuando se trajeron más velas para la cena, noté que era mayor de lo que yo supuse en un principio, con una mirada tan sabia y experimentada cual jamás he visto en rostro alguno.
Desde luego, él no debía hablarme inmediatamente, pues yo me habría levantado y marchado, sino obligarme, con sus ojos y sus palabras, a que yo permaneciese allí. Dijo algo agradable acerca de que yo era el único pimpollo en un jardín, por lo demás otoñal, aunque no soy tan boba que no haya oído antes discursos de ese talante, pero, lo que dijo a continuación, me hizo vacilar fatalmente. Dijo (y nunca, nunca olvidaré sus palabras):
—Puesto que ambos somos visitantes pertenecientes a un mundo que no es éste, deberíamos conocernos.
Eso concordaba tan exactamente con lo que constantemente siento con relación a mí misma, tal cual este diario (me lo imagino) pone en claro, que no pude evitar someterme un poquitín ante la perceptibilidad que le permitía hallar precisamente las palabras que se dirigían a mi más profunda convicción, en extremo irregular y peligrosa, aunque yo conociera bien la posición que debía tomar. Y él hablaba un hermoso inglés; ¡su acento (no creo que fuera italiano) ayudaba a que sus palabras sonaran más escogidas y deliciosas!
Deberé señalar aquí que no es cierto que todos los invitados de la Contessa fuesen «otoñales», si bien la mayoría de ellos lo era indudablemente. Dulce criatura como es ella, había convidado a varios cavalieri de la nobleza local con el fin expreso de complacerme, y algunos me fueron debidamente presentados, aunque no redundó en bien de entablar conversaciones, en parte a causa de la escasa disponibilidad de una lengua común, pero particularmente porque cada cavaliere soltero se me antojaba más bien lo que en Derbyshire llamamos un «Juanito-estaca». Era típico de la benévola naturaleza de la Contessa el que percibiera lo poco afortunado de esos rencontres, de modo que no intentó alentar, llamas que en ningún momento hubieran pasado de ser fuegos fatuos. ¡Cuan diferente a las matronas de Derbyshire, quienes, una vez dispuestas sus mentes a la tarea, le dan a los fuelles no sólo durante una noche completa, sino persistiendo por semanas, meses, o, en ocasiones, años! ¡Pero sería inimaginable aplicar la palabra «matrona» a la amable Contessa! Tal como se presentó la cosa, los cuatro cavalieri quedaron librados a ensayar lo que pudieran con respecto a la joven Contessina o cualesquiera otras bambine que se mostraran en desfile.
Me detengo un momento en busca de vocablos con los que describirlo. Está por encima de la estatura media, y, a la vez que delgado y elegante, transmite una maravillosa impresión de fuerza y vigor. Su piel es un poco pálida; su nariz, aquilina y autoritaria (empero de vibrantes y sensitivas ventanas); su boca, escarlata, y (no puedo menos que emplear el término) apasionada. Sólo mirar su boca me impulsa a pensar en elevada poesía y anchurosos mares. Sus dedos son muy largos y finos, más poderosos en el apretón de manos, como lo experimenté por mí misma antes de finalizar la noche. Me pareció inicialmente que su cabello era completamente negro, sin embargo, más tarde observé que estaba delicadamente rayado de gris, y tal vez era incluso blanco. Su frente es alta, ancha y noble. ¿Estoy describiendo a un dios o a un hombre? Encuentro muy difícil asegurarlo.
En cuanto a su conversación, sólo puedo decir que, verdaderamente, no es de este mundo. Él no ofrece nada de esa charla vacía habitual de las reuniones sociales que, aun si tiene algún significado, es absolutamente distinto del que las palabras por sí mismas transmiten…, un significado a menudo odioso para mí. Todo lo que él dijo (al menos después del primer cumplido convencional), le hablaba a algo profundo dentro de mí, y todo lo que dije en respuesta, era lo que realmente yo quería decir. Antes, no había sido capaz de hablar de ese modo con hombre alguno de ninguna clase, de papá en adelante, y con muy pocas mujeres. Y aún me resulta arduo recordar sobre qué temas conversamos. Creo que debe de ser una consecuencia del sentimiento latente en la forma con que nos expresamos. Yo no solamente recuerdo, sino que todavía percibo —en todo mi ser y a través de mí— ese sentimiento profundo y cálido, transfigurándome. Los temas, no. Estaban relacionados con la vida, y la belleza, y el arte, y la Naturaleza, y yo misma: en realidad, con todo. Todo; es decir, exceptuando las tan diversas y tan necias cosas acerca de las que casi todo el mundo habla constantemente, charlando y tonteando sin detenerse en lo importante. Él observó en una ocasión que «lo que prevalece en las mujeres son las palabras», y yo no pude menos que sonreír. Tan cierto es.
Afortunadamente, mamá no volvió a aparecer. Y en cuanto a los demás, me atrevería a afirmar que se encontraban más aliviados que otra cosa de ver a la torpe inglesita alejada de sus manos, por así decir, y aparentemente situada. Ya que mamá se hallaba indispuesta, la obligación de velar por mí recaería en la Contessa, pero la divisé una sola vez, a la distancia. Quizá había resuelto no entrometerse en lo que yo no quería que lo hiciera. De haber sido así, era lo que yo esperaba de ella. No sé.
Entonces llegó la cena. Para gran sorpresa mía (y mi pena), mi amigo, si así puedo llamarlo, se excusó de participar. Su explicación —falta de apetito— a duras penas podía ser aceptada como suficiente o cortés, pero las palabras que empleó lograron (tal cual siempre, creo, sucede con él) atenuar la ofensa. Afirmó con la mayor seriedad que yo debería alimentarme aun a pesar de que él no estaba en condiciones de escoltarme, y que aguardaría mi regreso. En tanto hablaba, me miraba en forma tan conmovedora que hube de aceptar la situación, aunque bien podría decir que yo sentía tan poco apetito (por los groseros alimentos de este mundo) como él. Advierto que hasta ahora he omitido referirme a la belleza y el poder de sus ojos, tan oscuros que resultan casi negros… por lo menos a la luz de las velas. Retrayendo mis pensamientos, quizá un poco ansiosamente, se me ocurre que él podía sentirse conturbado de mostrar la plenitud de sus años bajo las brillantes luces de la cena. Esa es una vanidad que de ningún modo se limita a mi propio sexo. Realmente, él parecía huir de la intensa luminosidad aun en ese alejado extremo del salón. Y ello, contrariando esa impresión de fuerza que emanaba de él tan marcadamente. Con mucho tacto, hice ademán de marcharme.
—¿Volverás? —preguntó, muy ansiosamente, compulsivamente.
Permanecí en calma. Me limité a sonreír.
Y entonces papá se apoderó de mí. Explicó que mamá, subido que hubo, sucumbió por completo, tal como yo podía haber previsto que sucedería, y en realidad lo sabía; y dijo que una vez hubiera cenado, «haría mejor subiendo yo también». Papá me cogió por el codo y me llevó a las mesas, y comenzó a tratar de atiborrarme igual que a un pavo, mas, como he dicho, no sentía gusto por ello, a tal punto que no puedo ahora nombrar una sola de las cosas que comí, ni de las que comió papá. Cualquier cosa de la que se tratara, la «lavé allí mismo» (como decimos en Derbyshire) con una desacostumbrada cantidad (para mí) de vino del lugar, del que la gente, incluido papá, dice siempre que es tan «liviano», aunque a mí invariablemente me pareció que no era «más liviano» que los otros, por el contrario, considerablemente «más pesado» que cualquiera otro que yo pudiera nombrar. Lo que es más, temprano en la noche ya había consumido una cierta cantidad mientras se suponía que estaba flirteando con los «Juanito-estaca» locales. Y, cosa curiosa, papá, que jamás deja de oponer dificultades a casi todo lo que yo haga, en este caso no puso reparos a mi manera completamente desmedida de beber vino. Creo no haber visto que en ningún momento siquiera tratase de imponerme un límite. Esto es significativo, desde luego, sólo durante las raras ausencias de mamá, a quien no se aplica esa observación. Es que la propia mamá con frecuencia ya no se encuentra bien después de dos o tres vasos. En la cena de anoche, yo me hallaba en estado de «trance»: tragar comida me era poco menos que imposible, pero beber vino, casi fatalmente fácil. Entonces papá empezó a intentar empujarme hacia la cama nuevamente. Después de todo ese vino, y con mi nuevo amigo esperándome pacientemente, eso era absurdo. De alguna manera yo tenía que deshacerme de papá, así que prometí formalmente, y olvidé mi promesa (cualquiera que fuese) en seguida. Felizmente, no volví a poner los ojos sobre papá desde ese momento en adelante.
Ni, en realidad, sobre nadie hasta que la Contessa me despertó esta mañana: sobre nadie, excepto uno.
Allí estaba él, esperándome tranquilamente entre las sombras que se extendían por los tapices levemente oscilantes y por los banderines alineados alrededor de los muros, por encima de nosotros. Esta vez, él apretó mi mano con verdadera vehemencia. Fue sólo por un momento, claro está, pero yo sentí la firmeza de su apretón. Dijo que no deseaba impedirme que asistiera al salón de baile, pero yo repliqué que no, oh, no. De verdad, difícilmente me hubiera sido posible bailar en ese instante; y me imagino que los bailes que ejecutaban a nuestro alrededor esas mohosas reliquias, en el mejor de los casos, no eran para mí. Entonces dijo, con una ligera sonrisa, que en un tiempo él había sido un gran bailarín. Oh, dije yo desganadamente, bajo el influjo del vino, ¿dónde fue eso? En Versailles, respondió, y en Petersburgo. Debo decir que, vino o no vino, eso me sorprendió; porque, sin duda, como todo el mundo sabe, Versailles fue destruido por los incendiarios en 1789, hace treinta años largos. Sin duda le miré significativamente, porque entonces dijo, sonriendo una vez más, aunque con desmayo:
—Sí, soy muy, muy viejo.
Pronunció esto con un énfasis tan curioso, que denotaba no pedir la negativa que normalmente provocan tales palabras. Verdaderamente, yo no encontré absolutamente nada que decir. Y, sin embargo, aquello no tenía sentido, y mi negativa hubiera sido sincera. Yo no conozco su edad, e incluso me es difícil tan sólo una aproximación, pero «muy, muy viejo» no lo es con toda seguridad; por el contrario, sinceramente, considerando todos los aspectos importantes, es una de las personas más jóvenes que imaginar se pueda, y una de las más ardientes. Vestía hermosísimas ropas negras, con una pequeña condecoración de alguna clase, y tengo la certeza de que muy distinguida por lo modesta. Papá ha destacado a menudo que la deslumbrante exhibición de honores no es demasiado correcta.
De alguna manera, lo más romántico es que ni siquiera sé su nombre. Cuando la gente comenzaba a retirarse de la fiesta, no muy tarde, supongo, puesto que, al fin y al cabo, la mayoría era de bastante edad, tomó mi mano y esta vez la retuvo, y yo no afecté ni la mínima resistencia.
—Volveremos a vernos muchas veces —dijo—, mirando tan profunda y firmemente en mis ojos que yo sentí que penetraba en lo más íntimo de mi corazón y de mi alma. Efectivamente, en ese momento algo ejercía tanto poder y misterio sobre mis sentimientos, que sólo acerté a murmurar «Sí» con una voz tan débil que a duras penas me hubiera oído, y luego cubrí mis ojos con las manos, esos ojos que habían recibido en su interior esa fija mirada de él, tan penetrante. Durante un instante (no debe de haber pasado más tiempo, pues otros hubieran notado mi turbación) me hundí en una silla, y en torno de mí todo era negro y flotaba, y, al recobrarme, él ya no se encontraba allí, y no quedaba nada por hacer sino recibir el beso de la Contessa que decía «Pareces cansada, pequeña», y marchar inmediatamente hacia mi gran cama.
Y aunque se dice que las nuevas emociones ahuyentan el cansancio (como he podido confirmarlo por mí misma en una o dos ocasiones), parece ser que me dormí en seguida, y muy profundamente, y durante un larguísimo rato. Sé también que soñé persistentemente, pero me resulta imposible recordar con qué. Tal vez no me sea necesaria la ayuda de la memoria, puesto que seguramente podré conjeturarlo.
Esta es la primera ocasión desde que permanezco en Italia, en que el sol es notablemente muy cálido. Creo que no escribiré nada más hoy. Ya he cubierto páginas con mi pequeña y clara caligrafía, que tanto debe a la paciencia y severidad de la señorita Gisborne, y a su alto nivel en todos los asuntos tocantes a la joven feminidad. Más bien me sorprende que me hayan dejado sola durante tanto tiempo. Aunque no creo que papá y mamá realicen mucho en proporción al esfuerzo que despliegan, son enemigos de «estarse por ahí echado sin hacer nada», especialmente tratándose de mí; pero debo reconocer que en lo referente a sí mismos también lo son. Me pregunto de qué manera lo estará pasando mamá después de las excitaciones de anoche. No cabe duda de que debería levantarme, vestirme, y averiguarlo; pero, en cambio, susurro para mí misma que una vez más me siento vigorosamente lanzada hacia el abrazo de Morfeo.
9 de octubre. Ayer por la mañana decidí que había registrado bastante para un solo día (aunque para referirme a aquel maravilloso acontecimiento he intentado, vanamente, hallar palabras); empero, existen pocas ocupaciones privadas en este mundo que me gusten más que dedicar los pensamientos y las impresiones de mi corazón a este pequeño, secreto diario, que nadie, jamás, sobre la Tierra, verá (me cuidaré muy bien de ello), de manera que tengo la certeza de que hubiese vuelto a coger la pluma por la noche en el caso de producirse un incidente lo bastante positivo para incitarme a escribir sobre él. Esta, sospecho, es una de las que la señorita Gisborne llamaría mis oraciones recargadas; mas las oraciones recargadas pueden ser el reflejo, estoy segura, de espíritus sobresaturados, ¡e incluso constituir su único alivio y su salida! ¡Qué bien recuerdo en este momento el conmovedor consejo de la señorita Gisborne!: Sólo debes hallar las palabras acertadas para expresar tus dificultades, y tus dificultades se convertirán en instrumento de regocijo. Ay, en la hora presente no se ofrecen a mí las palabras adecuadas: por algún extraño motivo, me es imposible recuperar el dominio de mí misma, hallo que soy hielo y fuego por partes iguales. Nunca anteriormente me he sentido tan espléndidamente viva, y, sin embargo, abrigo en lo más hondo de mí la sobrenatural convicción de que mis días están estrictamente contados. Ello no me asusta, como podría suponerse. En realidad, está muy cerca de ser un alivio. Jamás me he movido con placer en este mundo, a despecho de todo el cuidado que me ha sido prodigado, y si no hubiera conocido a Caroline, hasta ahora mi mejor amiga (ya veces su mamá también), por comparación con… Oh, no hay palabras. Tampoco me he recobrado de los requerimientos que anoche se cernieron sobre mí. Por esto me siento en cierto modo avergonzada, y no se lo reconoceré a nadie. Como si la emoción me desgarrara, estoy agotada hasta adquirir la dimensión de una hebra de seda.
La Contessa, que se presentó ayer en mi cuarto por la mañana, desapareció luego y no se la vio de nuevo en todo el día. De todas maneras, dio la impresión de haber hablado con mamá acerca de mí, como había anunciado. Eso pronto se hizo evidente.
Antes de que me levantara de la cama y me atreviera a salir de mi soleado cuarto, ya era por la tarde. El hambre me acosaba nuevamente, y sentía que era necesario averiguar si mamá se había restablecido por completo. Así que lo primero fue ir a golpear a la puerta de las habitaciones de mamá y papá. No obtuve respuesta, fui escaleras abajo y, aunque la gente no andaba por ahí (cuando hace mucho sol, la mayoría de los italianos simplemente se echan a la sombra), encontré a mamá, plena y florecientemente saludable, en la terraza que tiene vista al jardín. Tenía consigo su caja de labores, y estaba sentada a pleno sol, procurando hacer dos trabajos al mismo tiempo, quizá tres, según su costumbre. Si mamá se siente totalmente bien, es invariable que se inquiete terriblemente. Creo que ella carece de lo que el caballero qué conocimos en Lausana llamaba «el don del reposo». (Nunca olvidaré esa expresión.)
Mamá me vio en seguida.
—¿Por qué no bailaste siquiera con uno de esos simpáticos jóvenes que la Contessa se había tomado la molestia de invitar especialmente en atención a ti? La Contessa está muy acongojada a causa de ello. Además, ¿qué has estado haciendo toda la mañana? ¿Con este encantador y soleado día? ¿Y qué son todas esas tonterías que la Contessa ha tratado de decirme de ti? Yo no consigo entender una palabra de eso. Quizá puedas aclarármelo tú. Supongo que se trata de algo que debería saber. ¿Estás segura de que esto no es una consecuencia del acuerdo de tu padre y tu madre para que recorrieses la ciudad por ti misma?
Yo sé perfectamente, no es necesario decirlo, de qué manera contestar a mamá cuando me increpa en tales términos.
—La Contessa está muy alterada a raíz de todo eso —volvió a exclamar mamá después que yo hablé, como si una banda de granujas hubiera robado todas las cucharas, y yo fuese cómplice del delito—. Ella insinúa claramente algo que la cortesía le impide poner en palabras, y es algo que tiene que ver contigo. Yo quedaría agradecida si me dijeras de qué se trata. Dímelo en seguida —ordenó mamá muy enérgicamente.
Lógicamente, yo tenía la conciencia de que algo se había interpuesto entre la Contessa y yo esa mañana, y para entonces ya sabía muy bien lo que subyacía en ello: de uno u otro modo, la Contessa adivinó mi rencontre de la noche anterior, y se había hecho cargo de una parte (¡aunque cuan lejos del total!) del efecto que produjo sobre mí. Incluso comprendí que se había expresado de una manera que los ingleses llamamos sobreexcitada, a la italiana. Resultaba claro que había comunicado a mamá algo sobre el tema, bien que en forma velada, ya que no deseaba traicionarme. En verdad, me había informado de que lo haría, y yo ahora me arrepentía de no haber intentado disuadirla. El hecho es que, en mi situación soñolienta, yo estaba casi fuera de mis cabales.
—Mamá —dije, con la dignidad que he aprendido a exhibir en tales ocasiones—, si la Contessa tiene algún motivo de queja por mi conducta, tengo por cierto que mostrará su disgusto solamente en mi presencia. —Y, efectivamente, yo estaba segura de eso; aunque dudaba de que la Contessa consideraría necesario quejarse de mí; el que se hubiera dirigido a mamá en el actual asunto representaba, yo podía asegurarlo, una tentativa de ayudarme de alguna manera, con toda probabilidad cerrada, lo que era casi inevitable si quien interpelaba a mamá no la conocía muy bien.
—Me estás desafiando, niña —chilló mamá—. Estás desafiando a tu propia madre.
Se había excitado tanto que se las compuso para pincharse. Mamá se pincha constantemente cuando se mete en labores de aguja, principalmente, pienso siempre, porque no desea concentrarse en ninguna tarea en especial, y guarda una bolita de algodón en su caja en previsión de que ocurra lo mismo la próxima vez. En esta ocasión, no obstante, el algodón parecía haberse perdido, y ella mostraba haberse infligido una verdadera herida. Pobre mamá, agitando las faldillas como un pájaro sus alas debajo de una red, mientras la sangre empezaba a fluir en completa libertad; me incliné sobre su mano y la succioné. Resultó extrañísimo sentir la sangre de mamá en la boca. Lo más raro es que sabía deliciosa; ¡igual que una golosina excepcionalmente deliciosa! Mientras escribo ahora estas palabras, siento que mi propia sangre enciende mis mejillas.
Entonces mamá se las arregló para restañar su pequeña herida con su pañuelo de bolsillo: uno de los bonitos que había adquirido en Besançon. Me miraba con su habitual expresión crítica, pero todo lo que dijo fue:
—Quizá sea una suerte que el lunes nos vayamos de aquí.
Aunque ésa constituía nuestra acostumbrada rutina, no se había dicho nada en la presente ocasión, yo estaba estupefacta. (¡Esto, sospecho, era algo concreto digno de ser registrado ayer por la noche!)
—¡Qué! —exclamé—. ¡Dejar a la dulce Contessa tan pronto! ¡Abandonar después de una sola semana la ciudad donde Dante paseó y escribió!
No puedo menos que sonreír un poco, al advertir que, impensadamente, empiezo a adoptar la manera extravagante de los italianos para decir las cosas. No poseo ni remotamente la certeza de que Dante escribiera mucho en Ravena, pero los italianos no se dejan influir por esas objeciones cuando se trata de la elección de las palabras. Comprendo que es algo de lo que debo cuidarme.
—Donde Dante paseó, puede no ser un lugar conveniente para que tú pasees —replicó mamá, dura, mas mostrando una agudeza en la frase y el pensamiento más pronunciada que lo acostumbrado en ella. Durante un rato estuvo mimando su pulgar lastimado, y nada había que mitigara su aspereza hacia mí. La sangre comenzaba a teñir de rojo el improvisado vendaje, y yo marché consumida por lo que los escritores llaman «muy confusos sentimientos».
Fuera como fuese, me amañé para ver algo más del ancho mundo antes de que abandonáramos Ravena; y en el mismo día siguiente, el día de hoy, domingo, incluso a pesar de que es domingo. Al parecer, en Ravena no existe Iglesia Anglicana, así que todo lo qué pudimos idear consistió en que papá leyera unas pocas plegarias esta mañana, y recorrer la letanía, mamá y yo recitando las respuestas. El mayordomo nos indicó a los tres un salón especial con ese propósito. No contenía nada, salvo una vieja mesa con las patas vacilantes y una fila de sillas de madera; todo ello más polvoriento y aún más decrépito que otros objetos que he visto en la Villa. Es cierto que todo esto también ha ocurrido en otros lugares llegado el domingo, pero nunca anteriormente en tan desalentadoras condiciones; diré más, condiciones insalubres. Esta experiencia me afectaba muy desagradablemente, y me encontraba enteramente incapaz de embeberme de la Palabra de Dios, como era mi deber. En ninguna ocasión anterior me he sentido así, siquiera fuese durante la menos elevada de las Oraciones Familiares. Pensamientos positivamente irreverentes afluían sin control a mi pequeña cabeza: por ejemplo, me encontré preguntándome qué eficacia podía contener la Palabra de Dios en bien de la Salvación, siendo tartamudeada por un mero laico sin canonizar como papá… no, he querido decir, claro está, sin ordenar, más dejé caer la primera palabra porque es tan cómica aplicada a papá, quien siempre está denunciando a los santos romanos, y a todo lo que ellos representan, tal cual sucedió en días recientes de pública devoción en su honor. Los ingleses hablan muy ásperamente de los curas católicos romanos, pero al menos éstos, incluyendo al más indigno, han sido tocados por manos que vuelven una vez y otra y otra a san Pedro, y por su intermedio a la Fuente Estimulante de la Gracia misma. Difícilmente se podría decir lo mismo de papá, y creo que aun la posición consagracionista del señor Biggs-Hartley es materia de discusión. Siento muy intensamente que la sangre del Cordero no puede ser intermediaria, a menos que lo sea a instancia del elegido, ni lavar manos que no sean fuertes y blancas.
Oh, ¿cómo podrá él cumplir su promesa de que «nos volveremos a encontrar», si papá y mamá, protestando, me arrebatan del sitio en que coincidimos la primera vez? Por no hablar ya de «encontrarnos muchas veces». Tales pensamientos me distraen, no necesito decirlo; y, sin embargo, estoy completamente segura de que me dispersan menos de lo que cabría suponer. La razón de esta certeza es bastante simple: en lo más profundo de mí, yo sé que algo maravilloso, cierta particular atracción se ha producido entre él y yo, y que, en consecuencia, y sin duda, nos volveremos a encontrar «muchas veces». Aturdida como me encuentro por todo esto, simultáneamente se afirma mi confianza; de tal manera, me siento casi en paz: fuego y hielo, ya lo he dicho. Advierto que aún me es posible atender a otras preocupaciones, cosa que no me ocurría en modo alguno cuando, hace mucho, mucho, me embargaba la fantasía de estar «enamorada» (¡muera ese pensamiento!) de Franklin Stobart. Sí, sí, ¡mi maravilloso amigo ha depositado al fin en mi alma turbulenta una dosis de paz! Únicamente, desearía no sentirme tan cansada. Sin duda, tal estado se desvanecerá cuando los sucesos de hace dos noches se encuentren más distantes (¡qué tristeza, empero, cuando así sea! ¡Qué tristeza, ocurra lo que ocurra!), y, me parece, este cansancio de las tardes pasará también. No, no «cansancio». Me niego a admitir la palabra; esa insolente Emilia ha regresado a casa «fresca como una margarita», empleando la expresión que la clase de gente semejante a ella usa en el lugar de donde yo provengo.
¡Pero qué paseo fue, sin embargo! Anduvimos a través de Pineta di Classe: una floresta enorme, entre Ravena y el mar, con pinos parecidos a paraguas, muy tupidos, oscuros y peludos; y, así dicen, ¡o un bandido o una fiera se esconden detrás de cada uno de ellos! Yo nunca he visto tales pinos: ni en Francia, ni en Suiza, ni en los Países Bajos, y mucho menos en Inglaterra. Son más bien semejantes a los árboles de Las mil y una noches (no es que yo haya leído esa obra), ¡muy densos en la copa, y el tronco lo bastante recio para que los roedores aniden en él! ¡Y en qué incontable número, todos tan viejos! De no tener guía, a los pocos minutos me hubiera extraviado, tantos y tan vagos son los diferentes senderos entre las inmensas coníferas; mas he de admitir que Emilia, ahora completamente despojada de su bien élevée melindrería, andaba a zancadas casi igual que un muchacho, y mostraba un conocimiento de los mejores caminos del que yo sólo podía admirarme y sacar ventaja. Hemos llegado a aproximarnos a un entendimiento, y esencialmente es de ella que voy aprendiendo una parte que desconocía del italiano y que empieza a sorprenderme. Constantemente recuerdo, empero, que es un idioma muy simple: el gran poeta del Paraíso Perdido (no es que yo haya leído esa obra, tampoco), señalaba que es innecesario reservar períodos especiales de instrucción para el italiano, puesto que uno sencillamente lo puede captar al venir aquí. Esto es lo que se está demostrando en la práctica entre Emilia y yo.
Los caminos del bosque se encuentran evidentemente mejor dispuestos para paseantes a caballo, y en un lugar dos de éstos surgieron de uno de los muchos senderos que aparecían a nuestra izquierda.
—Guardi! —exclamó Emilia, y apretó mi brazo como si yo fuese su íntima—. Milord Byron e il Signor Shelley! —(No intentaré indicar la cómica aproximación de la pronunciación de Emilia a los nombres ingleses.)
¡Qué momento en mi vida… o en la vida de cualquiera! ¡Ver simultáneamente a esas dos personas, ambas tan grandes y tan famosas, y ambas tan irrevocablemente condenadas! No hubo, naturalmente, tiempo suficiente para poder observarles de cerca, aunque Shelley dio muestras de reconocimiento, moviendo despectivamente su látigo al retroceder nosotras un poco a fin de permitir libre paso a él y a su amigo; pero sospecho que lo que me causó fuerte impresión es que ambos me parecieron considerablemente mayores de lo que yo suponía, y lord Byron mucho más corpulento (de la misma manera que su cabello es completamente gris, aun cuando creo que acaba de comenzar la cuarta década de su vida). Shelley llevaba un traje marcadamente desaliñado, y lord Byron se mostraba sumamente cómico: a este respecto, al menos, la realidad concordaba con la fama. Ambos iban sin sombrero ni capa. Marchaban a medio galope por el sendero que nosotras habíamos recorrido. Hablaban en voz alta (la de Shelley es de un tono notablemente elevado), los dos al mismo tiempo, por encima del ruido sordo de los cascos de sus caballos. Ninguno de ellos dejó de hablar, ni en el momento en que disminuyeron el paso para dar un rodeo, por así decir, alrededor del sitio en que nosotras estábamos paradas.
¡Y de esta forma tuve una amplia visión del legendario lord Byron! Verdaderamente, un momento portentoso; ¡pero cuánto más portentoso de haber sucedido antes de ese instante que para mí fue el más maravilloso de todos los posibles! ¡De cualquier modo, sería un gran error de mi parte quejarme porque la creciente luna roja ha cubierto enteramente de penumbra mi universal luz nocturna! ¡Lord Byron, ese hijo del destino, está ofrecido al mundo entero, y, sin duda, a todos los tiempos, o por lo menos a una gran parte de ellos! ¡Mi hado es distinto, y lo estrecho sobre mi pecho con los ávidos brazos de una jovencita!
—Come sone gentili! —exclamó Emilia, siguiendo con la mirada a nuestros dos hombres a caballo.
Quizá ése no era el comentario más apropiado refiriéndose a lord Byron y a Shelley, pero yo no tenía nada que replicar (aun cuando hubiese hallado las palabras italianas), así que continuamos nuestro camino, Emilia ahora desenfadada al punto de ponerse a cantar con su hermosísima voz, y yo con el corazón desfallecido incapaz de reprenderla; hasta que, finalmente, el bosque de pinos se abrió ante mí ofreciéndome la primera visión del mar Adriático, y, pocos pasos más allá, una amplísima perspectiva del mismo. (Me niego a tomar en serio la Laguna de Venecia.) El mar Adriático está unido con el mar Mediterráneo; en realidad es propiamente una porción de éste, de manera que ahora me permito decir para mis adentros que «he visto el Mediterráneo», al que el buen viejo doctor Johnson definía como el verdadero objetivo de todo Viaje. Fue casi como si, al final de un largo camino, con mis propios ojos hubiera visto el Santo Grial, y la Sangre del Redentor fluyendo ante mí en dorado esplendor; y permanecí inmóvil durante un largo rato, perdida por completo en los profundos pensamientos que me exaltaban. El mundo se desploma una vez más sobre mí, en un instante, cuando recapacito acerca de esa luminosa, extática inundación.
Pero no puedo escribir más. Me siento tan inusitadamente fatigada, y, no obstante, lo vivido de mi visión concita toda maravilla. Es como si mi mano fuese guiada igual que la de Isabella por el lejano Traffio, en el prodigioso libro de la Fremlinson; de tal modo, Isabella fue capaz de dejar una relación de los extraños sucesos que precedieron a su muerte, sin cuya narración, lo mismo que ahora me pasa a mí, el libro, aun siendo ficción, de ninguna forma podría haber sido escrito. La vieja luna baña mis páginas y mi camisón con su brillantísimo carmesí. En Italia, siempre es luna llena, y siempre es muy roja.
¡Oh, la próxima vez que vea a mi amigo, mi dechado de virtudes, mi genio!
10 de octubre. He experimentado un sueño tan dulce y grandioso, que me es preciso registrarlo antes de que lo olvide, incluso a pesar de mi convencimiento de que ya casi nada queda sobre lo que se pueda escribir. He soñado que él estaba conmigo; que vestía mi cuello y mi pecho con besos que eran al mismo tiempo los más suaves y los más intensos del mundo; que llenaba mis oídos con pensamientos tan insólitos que únicamente pueden haber venido de un mundo remoto.
Y ahora principia el amanecer italiano: todo el cielo es rojo y cárdeno. Las lluvias se han ido como para no volver. El sol bermejo me incita a volar antes de que sea otra vez otoño y después invierno. ¡Levantar vuelo! ¡Hoy partimos hacia Rímini! Sí, en Rímini es donde voy a refugiarme. Esto es absurdo.
Y en mi habitación rojo-amanecer, nuevamente hay sangre debajo de mí. Pero esta vez, yo sé. Es que, ante su abrazo, mi ser desborda de alegría y bienvenida; su abrazo, que es a un tiempo el más suave y el más recio del mundo. ¡Qué raro que alguna vez haya podido dejar de recordar tal gloria!
Me levanté de mi cama en busca de agua, ya que de nuevo faltaba en mi habitación. Comprobé que la felicidad me debilitaba al punto de casi desmayarme. Después de caer sobre la cama durante un rato, me recobré penosamente y poco a poco logré abrir la puerta. Y, ¿qué encontraría allí? O, más bien, ¿a quién? En el corredor débilmente iluminado, se hallaba, silenciosa, nada menos que la pequeña Contessina, de quien yo no tenía noticias desde la soirée à danse ofrecida por su mamá. Estaba vestida con una suerte de bata oscura, y yo dejo debatir entre ella y su conciencia qué motivaba su presencia. Indudablemente por alguna buena razón relacionada con ello, pareció volverse de piedra al verme a mí. Ciertamente, mi déshabillé era más manifiesto que el suyo. Incluso había omitido cubrir mi camisón. Y en él se veía sangre… como si yo hubiese recibido una herida. Cuando me acerqué a ella tranquilizadoramente (al fin y al cabo, no somos sino dos jovencitas, y yo no soy su juez… ni el de nadie), pegó un chillido bajo, casi graznando, y huyó de mí como si yo fuese la Erl Queen en persona, nuevamente atenida al silencio, sin duda por sus mismas buenas razones. La pequeña Contessina cometió una tontería, puesto que todo lo que yo me proponía hacer era tomarla en mis brazos, y luego besarla en prenda de nuestra común humanidad y de lo extraordinario de nuestro encuentro a esa hora.
Yo quedé desconcertada ante la infantilidad de la Contessina (estas italianas se las componen para mostrarse bambine huidizas y endurecidas mujeres de mundo al mismo tiempo), y, sintiendo que nuevamente desfallecía, me apoyé contra la pared del pasillo. Cuando volví a sostenerme del todo, reparé, a la luz carmesí que filtraba una de las polvorientas ventanas, que había logrado impedir mi caída dejando una huella escarlata sobre el yeso pintado. Resulta difícil de explicar, y es imposible quitarla. ¡Qué aburrida estoy de esas règles y convencionalismos que me han tenido atrapada hasta ahora! ¡Cuan alejada me encuentro de la libertad sin límites que se me ha prometido, y de la que me siento segurísima en el futuro!
Me las ingenié para hallar un poco de agua (la Villa de la Contessa no pertenece ya a la clase de las que tienen servidores alerta —o supuestamente alerta— durante toda la noche en los vastos vestíbulos), y con ella hice lo que pude, por lo menos en mi propio cuarto. Infortunadamente, no tenía ni el agua ni la fuerza necesarias para hacerlo todo. Además, voy volviéndome temeraria.
11 de octubre. Ningún querido sueño, anoche. Considerable y artero motivo de desagrado, asimismo, teniendo en cuenta nuestra partida de Ravena ayer. Mamá reveló que la Contessa nos prestaba su propio carruaje.
—Desea perdernos de vista —dijo, mirando hacia la cornisa.
—¿Cómo puede ser, mamá? —pregunté—. Precisamente, ¿acaso nos vio sino de cuando en cuando? A nuestra llegada, estaba invisible, y ahora, durante días, ha desaparecido nuevamente.
—No hay conexión entre una y otra cosa —replicó mamá—. Cuando llegamos, la Contessa se encontraba indispuesta, tal nos sucede a menudo a nosotras, las madres, ya lo aprenderás pronto por ti misma. Pero es que durante los últimos días se ha sentido muy disgustada por tu conducta, y ahora desea que nos vayamos.
Ya que mamá seguía mirando hacia la pared en vez de mirarme a mí, saqué la punta de mi lengua, solamente un pequeñísimo trozo, pero ése mamá alcanzó a verlo, y levantó su mano antes de percatarse que yo ya era adulta, y que enmendarme no sería obra de una simple bofetada.
Y entonces, en el momento en que todos estábamos a punto de entrar en el sucio y viejo carruaje, la Contessa se dio maña para deslizarse hasta la luz, y yo la sorprendí santiguándose tras de mi espalda, o sin duda ella suponía que se hallaba tras de mí. Apreté las manos para no escupirle. Desde entonces he comenzado a conjeturar si no pretendía ella, en realidad, que yo viese lo que hacía. Yo había sentido mucho cariño hacia la Contessa, estuve tan entregada a ella —aun me es posible recordarlo perfectamente bien—; pero ahora todo ha cambiado. Una semana, advierto, a veces puede sobrepasar una vida; y del mismo modo, en cuanto a eso, lo puede una sola noche imborrable. La Contessa tuvo mucho cuidado en evitar que sus ojos se encontraran ni por un momento con los míos, por lo que, tan pronto como me di cuenta de ello, no dejé de mirarla insistentemente igual que un pequeño basilisco. Se disculpó ante papá y mamá por la ausencia de la Contessina, a quien describió en la cama aullando mortificada por la migraña o sumida en el negro calambre de otra enfermedad (¡sinceramente, no me importó cuál! ¡Ni me importa!), ¡sin duda un incidente debido a la inmadurez femenina en Italia! ¡Y papá y mamá respondieron como si realmente los preocupara la tonta chicuela! Otra forma de manifestar su desaprobación hacia mí, huelga decirlo. Yo pienso que la Contessina y su mamá pertenecen a una misma especie, con la diferencia de que la Contessa ha tenido tiempo de adquirir mayor habilidad en el disimulo y la duplicidad. Estoy segura de que todas las hembras italianas son por el estilo cuando se las conoce de verdad. A causa de la Contessa he clavado tanto las uñas en las palmas de mis manos, que el dolor me duró todo el día, y todavía parece como si hubiera apretado una daga en cada una de ellas, igual que en el cuento de sir Walter Scott.
En el carruaje iban un cochero y un lacayo, entrambos nada jóvenes, por el contrario parecían dos viejos sabihondos; y, al llegar a Classe, nos detuvimos a fin de que papá, mamá y yo tuviésemos oportunidad de entrar en la Iglesia, famosa por sus mosaicos, retrotrayéndonos, como de costumbre, a los bizantinos. Las grandes puertas del extremo occidental estaban abiertas a la ardiente luz del sol, y en verdad el espectáculo del interior se mostraba muy hermoso, en un azul pálido, el color del cielo, y en brillante oro; mas no vi más que eso, porque, a punto de iniciar el recorrido del crucero, me dominó de nuevo mi desfallecimiento, y, sentándome en un banco, propuse a papá y mamá que entrasen sin mí, a lo que inmediatamente se avinieron con la sensatez de los ingleses, eludiendo alborotar por mí a la estúpida manera italiana. El banco era de mármol, sus brazos con forma de leones, y aunque el mármol estaba gastado, y resquebrajado, y picado de viruelas, era un espléndido objeto pesado, esculpido, sí no me equivoco, por los propios romanos. Descansando sobre él, pronto me sentí mejor nuevamente, y entonces advertí que los dos viejos gordos ajetreaban en las puertas y ventanas del coche. Supuse que las estaban engrasando, lo que con seguridad hubiera sido muy conveniente, del mismo modo que una considerable aplicación de pintura al vehículo entero. Mas cuando papá y mamá salieron al fin de la Iglesia, y todos volvimos a ocupar nuestros sitios, en seguida mamá comenzó a quejarse de un olor que, según decía, o creía recordar, era el del ajo silvestre. Naturalmente, encontrándose uno en el extranjero, el olor del ajo se percibe en todas partes, por lo que comprendí a papá cuando simplemente le dijo a mamá que no fuera lunática; después descubrí que me afectaba más y más a mí misma, así que cumplimos la jornada en total silencio, sin que ninguno de nosotros, a excepción de papá, mostrara mucho apetito ante la muy ordinaria comida que nos presentaron en route a Cesenatico.
—Se te ve blanca —me dijo papá cuando bajamos del coche; luego agregó dirigiéndose a mamá, intentando vanamente evitar que yo oyera—: Ahora me doy cuenta de por qué la Contessa habló como lo hizo.
Mamá se limitó a encogerse de hombros: algo que, antes de salir al extranjero, jamás hubiera pensado hacer, pero que en la actualidad hace frecuentemente, yo diría que con malevolencia. A ojos vistas, la Contessa se ocupaba constantemente de desmerecer mi aspecto, y en realidad estoy pálida, más pálida que nunca, empero siempre lo he sido, pálida como un pequeño fantasma; pero sólo yo conozco la razón del cambio que se ha producido en mí, y nadie lo sabrá jamás, porque nadie nunca podrá saberlo. No se trata tanto de un «secreto». Es, más bien, una revelación.
En Rímini, paramos en la taberna; y somos casi las únicas personas que lo hacen. No es para maravillarme: la taberna es un lugar desvaído y prohibitorio; la padrona tiene lo que en Derbyshire llamamos «labio leporino»; y el servicio es de lo peor. En verdad, nadie se ha atrevido a acercárseme. Todos los cuartos, incluido el mío, son muy grandes; y todos comunican con otros, al estilo de hace doscientos años. El edificio parece un Palazzo que ha decaído con los tiempos duros, y quizá lo sea. En un principio temía que mis queridos papá y mamá fueran alojados en el apartamento junto al mío, lo que de ninguna manera me resultaría conveniente, pero, no sé por qué, no ha ocurrido tal cosa, así que, entre mi cuarto y la escalera hay dos cámaras oscuras y vacías, que en otra oportunidad me hubieran causado alarma y ahora recibo con placer. ¿Reposaré en el extranjero con tanta tranquilidad y bien-être tal como uno lo da por supuesto en Derbyshire? Bueno, no, no; y un escalofrío recorre mi espalda mientras escribo; sin embargo, se trata de un estremecimiento más de excitación que de temor. Pronto me encontraré plenamente en otra parte, y absolutamente por encima de toda trivialidad.
He abierto un par de las grandes ventanas, una tarea sucia y, me parece, ruidosa. Salí a la luz de la luna, en el balcón de piedra, y eché una mirada a la Piazza. Rímini se me antoja en estos momentos una ciudad pobrísima, y no se aprecia nada de la algarabía nocturna que constituye común característica de la vida italiana. A esta hora, todo está en completo silencio; incluso parece extraño que así sea. Todavía hace mucho calor, pero entre la Tierra y la Luna se extiende la niebla.
Me he deslizado dentro de otra de esas enormes camas italianas. El vuela hacia mí. No hay necesidad de más palabras. Solamente hace falta que me duerma, y eso resultará sencillo, exhausta como estoy.
12, 13, 14 de octubre. Nada para contar, sino él; y de él, nada se puede contar. (Me siento muy fatigada, pero se trata de la fatiga que sigue a la exaltación, no del vulgar cansancio de la vida corriente; hoy advertí que no tengo ya sombra ni reflejo.) Afortunadamente, mamá se halla destruida por completo (como dicen los simplones irlandeses) a causa del viaje desde Ravena, y no se la ha visto después de llegar. ¡Cuántas, cuántas horas pasan nuestros mayores en recogimiento! ¡Qué contenta me siento de no haberme visto precisada a experimentar jamás tal esclavitud! ¡De qué modo me regocija pensar en la nueva vida que se despliega ante mí en el Infinito, el nuevo océano que ya besa mis pies, el nuevo bajel con las velas púrpura y los remos rojos en el que embarcaré en cualquier momento! En el tiempo en que uno se enfrenta a tan tremenda transformación, ¡qué estúpidas son algunas palabras! Pero la costumbre de usarlas se prolonga incluso ahora que a duras penas tengo fuerzas para coger la pluma. Pronto, pronto, una nueva fuerza me poseerá, un fuego inconcebible; y el poder de asumir la forma nocturna que yo anhele, o de volar a través de la oscuridad. ¡Qué amor el suyo! ¡Hasta qué punto soy la elegida entre todas las mujeres; y sólo soy una muchachita inglesa! Es un milagro, y yo entraré en los salones de Esas Otras Mujeres orgullosamente.
Papá, tan acosado como está por mamá, no se ha dado cuenta de que no como nada y de que sólo bebo agua; que en nuestras horrendas y odiosas comidas, yo no hago otra cosa que fingir.
Créase o no, papá y yo visitamos ayer el Tempio Malatestiano. Papá asistió como un Visitante Inglés; yo (al menos por comparación con papá), como Pitonisa. Es un hermoso edificio, entre los más hermosos del mundo, dicen. Pero, en cuanto a mí, un particular esplendor yace en la noble y amorosa muerte que alberga, y en el control que sobre ello siento crecer en mí. Estaba tan desgarrada con mi nuevo poder, que papá hubo de ayudarme para regresar a la taberna. ¡Pobre papá, agobiado, cual él supone, por dos débiles, inválidas mujeres! Casi me apiadé de él.
Desearía tener a mi alcance a la bonita Contessina, y besar su cuello.
15 de octubre. Anoche abrí mi par de ventanas (el otro par se me resiste, debilitada —en términos de este mundo— como me encuentro), y, sin atreverme a adelantarme enteramente, me quedé en el sitio, desnuda, y alcé mis brazos. En seguida empezó a susurrar un suave viento, donde antes todo había permanecido quieto como la muerte. El susurro fue subiendo de tono ininterrumpidamente hasta convertirse en rugido, y el leve estremecimiento de la noche se trocó en el ardor que sale al abrir la puerta de un horno. Por la ventana abierta pasó un gran alboroto de gritos y lloros, zumbando y chillando y arañando, cual si cuerpos invisibles (o casi invisibles) giraran y giraran en el aire exterior, en un constante lamentarse y reprochar. Los tristes sonidos me partían la cabeza, y mi cuerpo estaba húmedo. Después, en un instante, todo se desvaneció. Él se encontraba allí de pie, ante mí, en el sombrío alféizar de la ventana.
—Esto —dijo— es Amor, como ya sabe la elegida de este mundo.
—¿La Elegida? —le rogué, en voz tan baja que me pareció que no era siquiera voz (¿pero qué importa?).
—Oh, sí —confirmó—. De este mundo, la elegida.
16 de octubre. El clima de Italia cambia constantemente. Hoy, una vez más, está frío y húmedo.
Han empezado a creerme enferma. Mamá, nuevamente en pie por un rato, se agita como una moscarda sobre un carnero moribundo. Incluso llamaron a un médico, tras discutir en mi presencia si un doctor italiano podía ser considerado de alguna utilidad. Con la poca voz que me queda, me sumé vigorosamente a la opinión de que no. De todas maneras, hizo su aparición el galeno: vestía de negro rancio y, créase o no, llevaba peluca gris…, en todo, un verdadero Pantalone. ¡Qué farsa! Mostrando mis colmillos cada vez más agudos, pronto lo despaché, aullando igual que en la Vieja Comedia a la que él pertenecía. Entonces escupí su anémica y senil linfa, limpié mis labios de su piel y olor, y volví, felicitándome, a mi canapé.
Iannna mortis vita, según dice el señor Biggs-Hartley en su divertido latín macarrónico. ¡Y pensar que hoy es domingo! Me pregunto por qué nadie se ha molestado en rezar por mí.
17 de octubre. Me han dejado sola todo el día. No es que eso me importe.
Anoche tuvo lugar el más extraño y el más hermoso suceso de mi vida, un sello puesto sobre mi futuro.
Me encontraba tendida aquí, con mi doble ventana abierta, cuando advertí que esa niebla estaba entrando. Le abrí mis brazos, pero desde la herida de mi cuello la sangre empezó a gotear sobre mi seno; esa herida, desde luego, no se cura, aunque parece ser que no hay especial dificultad en disimular la marca ante toda la raza humana, incluyendo a los hombres instruidos poseedores de certificados de estudio de la Universidad de Sciozza.
Afuera, en la Piazza, se percibía un sonido de caminar arrastrando los pies y de acariciar con el hocico, semejante al de una oveja a la que meten en el redil en una de las granjas familiares. Bajé de la cama, caminé y salí al balcón.
La niebla filtraba la luz de la luna convirtiéndolo en un gris-plata que yo nunca he visto en parte alguna.
La Piazza entera, que es muy grande, estaba llena de enormes lobos tordillos y en perfecto silencio, exceptuando los leves sonidos que he mencionado; esos lobos, todos con sus lenguas caídas afuera, negras en contraste con la plateada luz, miraban hacia mi ventana.
Rímini se encuentra próxima a los Apeninos, donde abundan notoriamente los lobos, que comúnmente devoran a los bebés y los chicuelos. Supongo que la llegada del invierno los empuja hacia las ciudades.
Les sonreí a los lobos. Después crucé las manos sobre mi diminuto seno, e hice una reverencia. Ellos ocuparán un lugar prominente entre mi nueva gente. Mi sangre será de ellos, y la suya, mía.
Olvidé decir que he logrado cerrar con llave mi puerta. Ahora, en esos asuntos, cuento con asistencia.
No sé cómo, pero he logrado volver a la cama. El aire se ha vuelto extremadamente frío, casi helado. No sé por qué razón, pienso en todas las habitaciones vacías de este antiguo Palazzo derruido (no me cabe duda de que alguna vez lo ha sido), que han perdido su antigua majestuosidad. No creo que escribiré nada más. Estoy convencida de que no tengo nada más que decir.