Tony alzó la cabeza con impaciencia al sentir un golpecito en su hombro. Estaba montando un filme que debía tener listo para las ocho, y no tenía tiempo que perder.
—Ya me encargo yo de eso —le dijo Morris—. Está aquí tu padre. Parece que tiene algo importante que decirte.
—¡No toques esa película! —dijo ella secamente, levantándose; luego preguntó—: ¿Mi padre? ¿Aquí?
—Al menos él dice que es tu padre, querida. ¿Por quién me tomas? ¿Por un poli? ¿Pretendes que obligue a todo el que venga a verte a enseñar su documentación?
—Vuelvo en seguida —dijo ella—. ¡Mientras tanto, deja estar la película!
Encogiéndose de hombros, Morris se dirigió con ella hacia la puerta. El despacho de la joven daba a un atestado estudio, donde una media docena de hombres y mujeres con tejanos trabajaban en el plató o esperaban la sesión de las ocho. En un rincón Tony vio a su padre, que parecía completamente desplazado en aquel lugar. Corrió hacia él, exclamando:
—¡Papá! ¿Qué haces en Nueva York?
El hombre la besó en la mejilla.
—Tengo que hablarte —respondió simplemente. Era un hombre de unos cincuenta años, de ensortijado cabello negro, que pesaba unos cuantos kilos más de lo debido. Hizo tintinear con una mano las monedas que llevaba en su bolsillo mientras con la otra tomaba a su hija del brazo, mirando hacia todos lados con aire azarado.
Ella lo condujo hasta su despacho y cerró la puerta. La mayor parte de los que estaban en el estudio los contemplaron con curiosidad. Sabían que el padre de Tony había ganado el Nobel por su estudio sobre los quasars, y la joven esperaba que nadie le pidiera su autógrafo cuando se fuera.
—Tony —empezó él—, yo… —se dejó caer pesadamente en una silla, tomó un cigarrillo y miró a su hija.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella—. Te creía en la costa.
—Me marcho ahora mismo. He venido para hablar contigo.
Tony se sentó también, sintiendo que su tensión disminuía. Cuanto más agitado se mostraba su padre, más calmada se sentía ella.
—Se trata de Justin, Tony —prosiguió el hombre—. Estoy muy preocupado por él. Necesito tu ayuda.
—¿Justin? —Tony apretó las mandíbulas; encendió muy lentamente un cigarrillo antes de preguntar—: ¿Qué le ocurre?
—Ha desaparecido. Desde hace tres meses. Se fue un buen día, y no regresó. Y ahora empieza a hablarse de peligro con respecto a la seguridad nacional… —mientras hablaba, iba dándole vueltas a un cenicero repleto de colas de película, papeles y colillas; Tony sabía exactamente dónde se encontraba cada objeto en su despacho.
—Empieza otra vez, ¿quieres, papá? —rogó—. ¿Dices que hace tres meses? ¿Y tan sólo ahora empiezas a preocuparte? ¿Tiene esta desaparición algo que ver con la muerte de Nancy?
—Debe de tenerlo —respondió su padre—. Justin se tomó un descanso de un mes por enfermedad; luego vino a trabajar durante diez semanas… y después se fue. Lo dejó todo limpio y arreglado en su despacho: quemó montones de papeles sin dejar el menor rastro, y se fue. Punto final.
Tony aguardaba la continuación. Algunos años antes, su padre había sido profesor de Justin. Luego, ambos trabajaron juntos.
—¿Comprendes lo que significa para un hombre recibir el apoyo financiero del Clark Institute para seguir estudios personales? —preguntó su padre; y, al ver que ella agitaba negativamente la cabeza, prosiguió—: Bien, te lo diré. Yo nunca he obtenido esa subvención, mientras que hace diez años se la dieron a él. A los treinta y cuatro años, dispone de unos medios enormes; puede hacer un uso ilimitado del ordenador. Eso es lo que significa.
—¿Qué estaba haciendo? —preguntó Tony.
—No puedo decírtelo. Asistía a algunas sesiones, como todos nosotros; pero, fuera de eso, era completamente independiente. Y, al irse, ha puesto tal orden en sus dossiers que nadie puede saber qué ha quedado de su trabajo —el padre de Tony encendió otro cigarrillo y lo apagó casi inmediatamente—. Quieren que vuelva a su puesto —dijo—, o que se deje internar en un hospital si realmente es víctima de una depresión nerviosa.
—Has hablado de un peligro para la seguridad nacional… ¿Justin? —preguntó Tony, mirándole con aire incrédulo.
—Sé que él no tiene nada que ver con eso, y tú lo sabes también. Pero la gente del Servicio de Seguridad acostumbra pensar mal. Un hombre no se marcha así si simplemente quiere abandonar su empleo. Presenta su dimisión, y se retira de un modo correcto.
—Como de costumbre, están metiendo la pata —dijo la joven.
—Escucha, Tony —prosiguió su padre—. Justin tiene serios problemas. No estoy bromeando: estoy convencido de ello. ¿Y si tuvo realmente una depresión nerviosa tras la muerte de Nancy? ¡Dios mío! ¡Tenía bastantes motivos para desmoronarse! No quiere o no puede decir dónde fue durante las cinco semanas de descanso que se tomó tras aquel drama. Afirma que simplemente condujo su coche a través del país, sin un destino determinado, y que no recuerda ni dónde fue, ni dónde vivió, ni siquiera a quién pudo ver Y le creo: es exactamente como actuaría él. Pero si uno mira las cosas con ojos suspicaces, todo esto parece de pronto extraño.
Tony atrajo el cenicero hacia ella y empezó a pensar intensamente en Justin.
—¿Trabajaba en algún proyecto que pudiera despertar el interés de los militares? —preguntó—. Sabes que habría dimitido si se hubiera dado cuenta de ello. Siempre había dicho que lo haría.
Su padre agitó negativamente la cabeza.
—Trabajó siempre en aquello para lo cual había pedido una subvención.
—Entonces, ¿qué es lo que te ha decidido a venir aquí, ahora? —insistió ella—. ¿Ha ocurrido algo que haya hecho tu visita necesaria?
Su padre agitó de nuevo la cabeza.
—Justin no quiso hablar conmigo antes de irse —dijo—, y ahora he recibido la orden de mantenerme apartado de él. Se le vigila para saber si alguien entra en contacto con él, o si es él mismo quien entra en contacto con alguien. He recibido informes relativos a México. Su pasaporte está en regla; no encontraría la menor dificultad si decidiera marcharse hacia cualquier lugar del mundo. Pero no pueden dejarle hacer eso. Esta mañana he sabido que había alquilado los servicios de una agencia de detectives para hurgar en su propio pasado. Su pasado, el de sus padres, y los antecesores de otros investigadores como él. ¡Tony, esto se parece cada vez más a una depresión nerviosa!
La joven inclinó la cabeza.
—Pero ¿por qué vienes a verme a mí? ¿Qué crees que puedo hacer yo?
—Hablarle. Tiene confianza en ti.
Ella negó con la cabeza y sintió que sus mejillas ardían. Murmuró, muy lentamente:
—Yo no existo para él. Nunca he existido.
Su padre se inclinó hacia delante y la miró serenamente.
—Tony —dijo—, tú siempre le has querido: se te nota cada vez que alguien menciona su nombre. Escucha, pequeña: la policía no le dejará abandonar el país. Si piensan que alguien le ha comprado, Justin se arriesga a ser víctima de algún fatal accidente. Si la policía considera que lo que tiene es una depresión nerviosa, lo hará hospitalizar y «curar», o lo mantendrá encerrado durante quién sabe cuánto tiempo. Por el contrario, si estiman que simplemente ha llegado al límite de sus fuerzas, que no constituye ningún peligro o una amenaza para sí mismo o para los demás, quizá lo dejen tranquilo. Pero es preciso que sepan a qué atenerse. Si Justin decide irse a México, la policía se verá obligada a hacer algo.
Tony se sintió helada. Su padre se levantó y le puso una mano en el hombro; luego se giró para mirar hacia la pared cubierta de fotografías.
—Te he preocupado, ¿verdad? —dijo—. Esa era precisamente mi intención. Yo también estoy preocupado. Estoy preocupado por él, Tony.
—No puedo irme de aquí inmediatamente —dijo la joven, que sentía unos deseos imperiosos de llorar, de gritar, de maldecir—. ¡No puedes llegar de repente y esperar que haga mis maletas para irme al minuto siguiente! Tengo trabajo aquí. Una película que debe quedar lista esta tarde. Representa mucho para mí y para toda la gente que has visto en el estudio —se interrumpió bruscamente, dándose cuenta de que estaba buscando excusas.
—Debo irme esta misma tarde —dijo su padre—. Nadie sabe que he venido. Justin no necesita saber que te he visto. Está en la cabaña al borde del mar.
—En Massachusetts —murmuró Tony. Ambos comprendían que el asunto había quedado zanjado.
—Tony —dijo su padre con voz muy lenta—, sabes que no te enviaría a su encuentro si no estuviera desesperadamente preocupado.
La joven inclinó la cabeza con resentimiento.
—Y tú sabes que me partiría la cabeza para hacer cualquier cosa que tú me pidieras.
—Llámame tan a menudo como puedas —recomendó él—. Dime cómo se encuentra, qué hace, todo… ¡Dios sabe lo que representará para él que acudas en su ayuda!
Atravesaron el estudio. Mientras caminaban, la joven se iba diciendo que, trabajando sin descanso, tendría aún tiempo de dejar listo el filme en el plazo fijado y tomar inmediatamente el avión. Besó a su padre, y regresó para encontrarse con Morris a sus talones. Morris era el productor. Hubiera querido ser también el guionista y el operador, pero ella se había reservado esos cometidos.
—¡Despégate de mis pies, pelma! —le gritó furiosamente—. ¡Ve a buscar hamburguesas, café, bocadillos de jamón, lo que quieras para alimentar a toda esa gente! ¡Y, sobre todo, no me molestes! —se sentó ante su mesa de montaje y olvidó casi inmediatamente a su padre y a Morris, incluso olvidó al propio Justin.
A las once y media, pagaba al chófer del taxi que la había conducido hasta la cabaña. Era una «cabaña al borde del mar» tan sólo porque la familia de Tony la había llamado siempre así. Su bisabuelo había hecho construir la casa en 1870 y, luego, cada cual había ido añadiendo alas… hasta tal punto que ahora se parecía a una de esas casas que construyen los niños con sus juegos de arquitectura. Tenía casi en su totalidad dos pisos de altura, con multitud de chimeneas y extrañas ventanas, todas ellas completamente oscuras. El aire era limpio y fresco. Tony respiró profundamente el olor del mar, aunque no pudiera verlo.
Se sentía contrariada y furiosa de antemano por la pena que iba a sentir ante el espectáculo de aquella casa vacía. Notaría el frío y la humedad, quizá no hubiera corriente eléctrica, y por supuesto no habría teléfono. Al menos, esperaba encontrar madera para encender el fuego.
Abrió la puerta, metió su maleta por la abertura y empujó la puerta a sus espaldas con el pie. La puerta se cerró con un chasquido, las luces se encendieron, y ella dejó caer su maleta al suelo.
—¡Tony! ¿Eres tú? —dijo una voz.
—¿Quién está ahí? —preguntó ella—. ¿Justin? —durante algunos minutos no pudo distinguir nada; luego, viniendo del oscuro pasillo, Justin emergió a la luz—. ¡Justin! —exclamó la joven—. Creía que no había nadie; ¡me has dado un buen susto!
—Lo lamento, Tony —dijo él—. También es una sorpresa para mí verte aquí. —Estaba mucho más delgado que la última vez que lo había visto, en los funerales de Nancy. Tenía cabellos y ojos oscuros, que evocaban una ascendencia española o mediterránea. De estatura superior a la media, su actual delgadez era realmente inquietante.
—¿Qué haces aquí? —dijeron ambos al mismo tiempo; se echaron a reír, y la joven cerró el cuello de su abrigo exclamando—: ¡Estoy helada! ¿Hay algo para beber? ¿Café, por ejemplo?
—Te prepararé un café con whisky. ¿Te apetece? —Tony lo siguió hasta la cocina, escuchando el ruido de sus pasos repercutir en la vacía casa. Las alfombras que habitualmente cubrían el suelo habían sido cuidadosamente enrolladas y retiradas durante el fin de semana del Día del Trabajo.
La joven empezó a entrar en calor mientras sorbía su hirviente café.
—¿Te encuentras bien, Justin? —preguntó—. Pareces enfermo.
—Me encuentro muy bien —respondió él—. Pero, dime, qué haces tú aquí. ¿Sabes que es más de medianoche?
—Escucha, Justin. Ya sabes que me dedico a hacer películas. Conseguí persuadir a una agencia de que me dejaran presentar una como ensayo. Gasté todo el dinero que pude reunir para hacer ese filme exactamente tal como yo lo quería. Y a la agencia le gustó. ¡Justín! Me han ofrecido un contrato para un cortometraie de veinte minutos. Justin, tú no sabes lo que eso significa para mí. Ya no he podido contenerme más: he tenido que irme durante algún tiempo… hasta la firma del contrato. La cosa será dentro de diez o quince días, me han dicho. Entonces podré pagar a gente que me ayude, un alquiler… —se interrumpió bruscamente y lanzó un profundo suspiro—. Perdóname —dijo, ya más calmada; por increíble que pudiera parecer, se daba cuenta de que había olvidado…, olvidado que era su padre quien la había enviado allí, que no había venido por sí misma; sintiéndose enrojecer, se llevó la taza a los labios.
—Eso es magnífico, Tony —dijo Justin—. Realmente maravilloso. Tu padre debe de estar orgulloso de ti.
—Aún no sabe nada —murmuró ella—. Le llamaré dentro de dos o tres días —Justin la miraba con una ligera sonrisa, como si no prestara excesiva atención ni a ella ni a lo que decía, sino que estuviera escuchando otra cosa—. ¿Te molesta que yo esté aquí? —preguntó con tono vacilante—. Quiero decir… tú llegaste primero. ¿Preferirías estar solo?
—No tiene ninguna importancia —respondió Justin; después la miró, sonrió, esta vez abiertamente, y repitió—: Ninguna importancia. Estoy contento de que estés aquí, y de que te haya ocurrido algo agradable.
Más tarde, en su cama, hundida bajo un edredón grueso, pero ligero como la nieve, cálido y agradable, ella pensó de nuevo en aquella sonrisa que había iluminado el rostro de Justin. Era un introvertido; sonreía raras veces, pero cuando lo hacía su sonrisa era franca y espontánea. Cuando dirigía su atención hacia algo, lo hacía con una seriedad mayor que nadie en el mundo. Acurrucada en su cálida y blanca cama, Tony no tardó en sumergirse en el sueño. En dos o tres ocasiones, creyó oír los pasos de Justin resonar por la vieja casa.
Durmió largamente, y se despertó para encontrar la habitación inundada por el sol. Cuando bajó, vio que Justin estaba en el porche contemplando el océano.
—Buenos días —dijo ella—. ¡Qué magnífico día!
—Sí, hace un buen día —respondió él—. Estaba por bajar al pueblo a comprar leche y huevos, pero he preferido esperar para saber si necesitabas algo.
—Voy contigo —dijo ella.
—¿No quieres desayunar antes?
Ella negó con la cabeza.
—Dame tiempo para ponerme un jersey… Aunque, ¿crees que lo voy a necesitar?
—No, creo que no.
Tony se puso alegremente en camino a su lado, imaginando que era su amiga, su prometida, su esposa. Hubiera querido adelantar su mano y tomar la de él. Hubiera querido no tener más de doce años, o no ser la sobrina de Nancy, ser simplemente una mujer que él hubiera encontrado en algún lado, en su camino. Pero todos esos deseos no eran más que cosas fugitivas. Tenía bastante con que el sol fuera cálido, la brisa suave, y que Justin estuviera a su lado. De pronto, él se detuvo y señaló con la mano una pequeña vela de color naranja que parecía volar por encima de la superficie del agua. Ambos la miraron durante un momento, y luego prosiguieron su marcha.
—Me he preguntado si es razonable que te quedes aquí —dijo finalmente Justin—. He llegado a la conclusión de que es mejor que te vayas hoy mismo.
—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Tienes miedo de que la gente murmure?
—No he pensado en eso —dijo él—. Sin embargo, es un hecho a considerar. Lo que me inquieta principalmente es que podrían interrogarte. Y, si hubiera problemas, tú te encontrarías mezclada en ellos.
—¿Interrogarme? ¿Quién querría hacerlo?
—Me están vigilando —dijo Justin lacónicamente.
Tony dio una patada a un guijarro y contempló cómo rodaba entre los frambuesos antes de preguntar:
—¿Quién te vigila, Justin? ¿Y por qué?
—La policía debe de tomarme por un espía —dijo él—. O, si no por un espía, al menos por alguien sospechoso.
La joven crispó los puños, y luego los relajó.
—¿Tienes problemas, Justin? —preguntó.
—No exactamente. Creo que la policía no hará nada mientras yo permanezca tranquilamente aquí. Pero si llegan los otros, podrían empezar las dificultades. ¿Cuánto tiempo piensas estar aquí?
—Cerca de una semana. De hecho, no tengo ningún plan prefijado.
—Es probable que no lleguen antes de eso… Pienso que no llegarán aquí hasta a mediados de octubre a lo sumo. No sé —frunció el ceño y aceleró el paso, hasta tal punto que la joven tuvo que echar a correr para alcanzarle.
—¡Justin! —exclamó—. ¡No comprendo nada de lo que me estás contando! ¿Quién debe llegar? ¿Y por qué podría causarte problemas su llegada?
—Mis padres —respondió él—. Creía habértelo dicho ya. Estoy esperando a Mark y Cora Wright.
Tony se detuvo en seco y lo miró con aire alucinado. Él dio aún un par de pasos antes de girarse para ver por qué ella no seguía a su lado.
—¿Qué quieres decir? —murmuró ella—. ¡Tus padres están muertos!
—¡Oh, no! —dijo él—. Al menos, todavía no. Vendrán para matarme, ¿comprendes? Y, si tú sigues aún aquí, puede que corras peligro. Por eso me preguntaba cuánto tiempo tenías intención de quedarte.
Permanecían inmóviles, a un metro aproximadamente el uno del otro. Tony dio un paso hacia su compañero, sintiendo un nudo en el estómago. Él la miraba directamente a la cara, con una expresión cordial en el rostro.
—¡Están muertos! —repitió la joven—. Eres huérfano.
Justin negó con la cabeza.
—No, no están muertos —dijo—. Cuando vengan, por supuesto, tendré que matarlos…, si es que vienen —añadió tras un instante de silencio—. Ya que es posible que, si temen una trampa, se mantengan a prudente distancia —tomando a Tony del brazo, reanudó la marcha—. Estás pálida —observó—. Hemos hecho mal dando este largo paseo antes de desayunar. Ven, vamos a tomar algo en el café del pueblo.
Ella intentó apartarse de él, pero él la mantenía firmemente sujeta por el brazo. Al cabo de unos instantes, prosiguió:
—¿Has estudiado alguna vez arqueología? Yo acabo de leer una obra sobre los olmecas. ¿Sabes que esculpían cabezas gigantescas, y que las abandonaban inmediatamente para que la jungla las recubriera? Evidentemente, no poseían metales: no trabajaban más que piedra contra piedra. Esos relatos siempre me han fascinado, y a menudo me pregunto por qué. ¿Acaso el resto de las estatuas ha sido conservado así? ¿Y qué crees que les ocurrió a los olmecas?
Continuó hablando de las civilizaciones desaparecidas de la América Central hasta su llegada a la oficina de correos, donde le entregaron una docena de cartas dirigidas a él, y luego en el café, donde pidió dos pastas con confitura de arándano y salchichas en la charcutería, y durante todo el camino de regreso.
Todos los habitantes del pueblo saludaban amistosamente a Tony, como si ella fuera uno de los suyos. Aceptaban a Justin, pero esperaban a que él diera el primer paso. Sin aparentar observar esta diferencia de comportamiento, éste continuaba discutiendo acerca de los pueblos antiguos, y Tony se dijo que debía de haber leído todo lo que se había escrito al respecto.
—Construyeron pirámides —explicó, a propósito de otro pueblo desaparecido—. El mayor edificio hecho por manos humanas se encuentra allí: la pirámide de Cholula. Existe también una estatuilla que representa a una mujer con dos rostros de la que podría haber sido copiada la Dora Maar de Picasso… si no fuera porque esa estatuilla fue hallada después de que el pintor ejecutara su obra. Según un mito, o una leyenda, popular allí, un dios barbudo debería llegar un día. Y efectivamente llegó: era español —Justin se interrumpió y permaneció un instante pensativo, antes de continuar—. También existían los ziggurats. Y las pirámides egipcias. Luego vinieron los telescopios y, finalmente, las plataformas en el espacio para permitir observar las estrellas. ¿Por qué crees que el hombre ha querido observar siempre las estrellas? ¿Por el deseo de comunicarse con otros seres?
—No lo sé —respondió suavemente Tony, incapaz de seguir sus pensamientos—. La mayor parte de la gente no se preocupa de esas cosas, ¿no crees?
Él sonrió de nuevo, con aquella sonrisa que iluminaba y transformaba totalmente su rostro.
—¡Completamente cierto! —dijo con tono satisfecho.
De vuelta en la casa, Justin se disculpó y subió a leer su correo; algunos minutos más tarde, Tony escuchó el teclear de una máquina de escribir. Se dirigió hacia la parte trasera de la casa, donde enormes bloques de granito dominaban el océano. Más tarde, con la marea baja, iría a pasear por la minúscula playa que el mar, al retirarse, dejaría al descubierto. En la faja de arena, de unos cinco metros de ancho, se formaban pequeños charcos defendidos por barreras naturales que, de una a otra marea, albergaban una multitud de formas de vida. Cuando era niña, Tony adoraba aquella playita aislada.
Al levantar la vista hacia el Albergue de los Marinos, comprendió que allá debían de encontrarse los eventuales observadores, ya que era el único lugar desde el cual se podía vigilar la casa. El albergue había estado antiguamente reservado a los marinos, pero recientemente había sido transformado en restaurante especializado en marisco, con un dancing en la parte baja y algunas habitaciones en el primer piso. Viajantes de comercio, una familia cansada de conducir durante mucho tiempo, una pareja en fin de semana, solían ser los clientes habituales del albergue, así como miembros del FBI, de la CIA o de cualquier otra oficina de información que creyera que Justin podía constituir un peligro, se dijo amargamente la joven.
Pensó en Justin con una melancolía ya antigua, puesto que había comenzado a manifestarse hacía ya nueve años, cuando Tony no tenía más que dieciséis y Justin acababa de prometerse con su tía… Una melancolía que se había hecho más profunda con el tiempo y de la que sabía que no iba a poder librarse nunca. Hasta el día de la boda, había creído que Justin la descubriría de pronto a ella, Tony, y se olvidaría completamente de Nancy. Al menos, se dijo firmemente, si no lo había creído, sí había querido creerlo. Pero Justin no la había visto nunca más que como la sobrina de Nancy. Si él no había comprendido lo que pasaba en el corazón de la joven, Nancy, por el contrario, lo había adivinado en seguida. Tony se sentía desasosegada cuando recordaba el modo en que Nancy la había mirado en una ocasión, poco antes de la boda, y, pasando un brazo alrededor de su cuello, la había besado dulcemente en la mejilla… mientras ella, Tony, soltándose con un movimiento brusco, echaba a correr hacia la casa, cegada por lágrimas de rabia, humillación y desesperación.
Cogió un liquen de la pared rocosa. Era azul, rojo y violeta, extraños colores para una planta, como si, en toda su larga historia, nunca hubiera descubierto la clorofila.
La joven se sobresaltó al oír la voz de Justin muy cerca de ella.
—¿Vienes a bañarte? —preguntó su compañero, repitiendo evidentemente una pregunta que acababa de hacer. Iba en bañador y, de nuevo, Tony se dijo que estaba terriblemente delgado.
—Me conformaré con verte —dijo ella—. El agua está demasiado fría.
La playa aparecía cubierta de una arena que la humedad había vuelto negra y dura, hasta tal punto que el pie no podía hundirse en ella. Justin nadó muy aprisa durante unos minutos, luego salió del agua y se secó vigorosamente con una toalla. Su cuerpo estaba amoratado.
—¿Estabas trabajando? —preguntó la joven—. Te he oído escribir a máquina.
—He escrito algunas cartas —recogiendo un liso guijarro, lo examinó durante un momento antes de continuar—: Mira, se ve el feldespato de su interior. Y el cuarzo. Piensa en el largo viaje que ha realizado: cuatrocientos kilómetros… quinientos tal vez. No estoy muy fuerte en geología —añadió con tono de excusa—. Había una montaña, pero llegaron los glaciares y arrancaron grandes porciones que hicieron rodar aquí y allá. Después los glaciares retrocedieron y volvieron los bosques. La Tierra se elevó de un lado, se aplanó del otro. El nivel del océano ascendió, luego volvió a bajar. Comenzó un nuevo período glacial. Durante miles y miles de años hubo glaciares, bosques, y otros glaciares. Y finalmente, nuestro pequeño guijarro fue a parar a una playa que no existe más que doce horas por día. Y el viaje continuará: un trocito por aquí, un trocito por allá. Será reducido a migajas: el cuarzo por un lado, el feldespato por el otro, y terminará por producirse la separación definitiva. Un día, un terrible huracán barrerá la costa, y lo que quedará del pequeño guijarro será arrastrado hacia el mar junto con toneladas de arena y barro, árboles, casas… Los fragmentos más pesados permanecerán en el fondo del mar, y las nieves eternas de los sedimentos los recubrirán. Los trocitos de cuarzo serán prácticamente inmortales: a ellos quedará reducido finalmente nuestro guijarro, tras un período que podría muy bien extenderse a lo largo de varios millones de años. —Volvió a dejar el guijarro con un gesto lleno de respeto, miró hacia el agua y dijo—: El problema del hombre es no poder considerar más que el período de su propia existencia, y aun eso de modo deformado. Para él, lo que no se produjo en su próximo pasado no se produjo; y no cree que lo que no tenga que producirse en un futuro próximo llegue a producirse alguna vez.
Tony cambió de lugar para mirarle, y preguntó:
—¿Puedo saber lo qué has querido decir al afirmar que tus padres iban a venir aquí? No lo comprendo. Están muertos, ¿no?
—Nunca morirán —dijo Justin con voz áspera, agitando la cabeza—: Les he dirigido un mensaje que ha aparecido en los principales periódicos de todo el mundo. Terminarán por verlo, y entonces sabrán que he descubierto la verdad sobre ellos. Entonces vendrán. Esas cartas que he recibido hoy eran respuestas a mis anuncios. Pero ninguna de ellas me traía la respuesta que estoy esperando: ésa aún no ha llegado. Las cartas habían sido abiertas y leídas —añadió con un tono repentinamente alegre—. Ellos saben que recibo un correo extravagante de todos los locos que habitan las cinco partes del mundo…, y esto debe de inquietarles.
Señaló con un gesto de su cabeza el Albergue de los Marinos y se levantó.
—Ahora volvamos —dijo—. Tengo frío.
—Pero no me has explicado absolutamente nada —protestó Tony desesperadamente—. Estoy preocupada por ti, y tú hablas con enigmas.
—¿Te preocupas por mí? —preguntó Justin—. ¿Por qué?
—Porque… porque tienes problemas… y porque eres mi tío.
Él sonrió indulgentemente y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
—Tú eres ahora una hermosa mujer, Tony…, y una condenada mentirosa —comenzó a subir la pendiente que llevaba hasta la casa—. Volveremos a hablar de todo esto más tarde. Ahora tengo que dormir. No me atrevo a dormir una vez caída la noche, pero en pleno día no vendrán; saben que estoy despierto —mirando a la joven por encima de su hombro, le dirigió una sonrisa taimada y agregó—: Anda, contén tu lengua y no sueltes esas palabras que te rondan por la cabeza… Me levantaré hacia las ocho.
—¿Y cuándo comes? —preguntó Tony.
—Cuando me acuerdo —respondió él, y siguió subiendo—. Si tú tienes hábitos más regulares, no me esperes.
La casa estaba silenciosa, y Tony se dio cuenta de que andaba sobre la punta de los pies a fin de que el ruido de sus pasos no resonara demasiado fuerte. Se quitó los zapatos. En la cocina había poca cosa…, nada con lo que se pudiera hacer una comida. Se dijo que más tarde regresaría al pueblo para comprar marisco y un poco de ensalada. No era muy buena cocinera, pero no hubiera podido crecer en aquella familia sin saber preparar los mariscos y crustáceos. Se instaló en el porche con un libro y se puso a contemplar el océano. La marea estaba subiendo, y un fresco vientecillo soplaba del nordeste. Aquella noche haría frío.
A la hora que se había fijado, fue a hacer sus compras; pero no llamó a su padre, Aún no, se dijo. No, todavía era demasiado pronto.
El marisco estaba bueno, el vino no valía nada, pero ni ella ni su compañero repararon en ello. Lo dejaron en sus vasos y bebieron café mientras miraban las llamas con todos los colores del arco iris que danzaban en la chimenea.
—¿Y ahora, Justin? —preguntó con tono tranquilo; su vida imaginaria era muy rica y llena, y no sentía el menor deseo de liberarse de ella.
—Bien —comenzó Justin—. Nancy y yo fuimos de acampada aquel fin de semana. Las respuestas que yo buscaba parecían estar de pronto todas allá, al alcance de mi mano, y necesitaba irme, o ponerme a hablar con tu padre, con alguien. Y además, aún no estaba preparado… Nancy comprendía ese tipo de cosas —añadió con aire pensativo—. Siempre íbamos de acampada cuando nos ocurría algo feliz. No bajo tienda: simplemente en los sacos de dormir, bajo las estrellas. Toda mi vida —prosiguió mirándola por primera vez— supe exactamente lo que quería hacer: hablar con las estrellas. Nunca he tenido la menor duda al respecto… Pero…, de pronto, en mitad de la noche, aquellos bandidos nos asaltaron. Me golpearon, me ataron a un árbol y, tras haber violado a Nancy, la mataron. Yo les vi hacerlo. Perdí completamente la cabeza, por supuesto. Empecé a gritar, a insultarles, a describirles con todo detalle lo que pensaba de ellos, en una palabra, a hacer todo lo que podía para incitarles a que me mataran también; pero, tras aquel golpe en la cabeza que me dieron al principio, no volvieron a tocarme.
Tony temblaba tan fuerte que no podía llevar su taza de café a los labios ni encender un cigarrillo. Con los ojos secos, miraba fijamente el fuego, esperando la continuación.
—Permanecí allí durante dos días —continuó Justin con una voz desprovista de emoción, como si estuviera contando un filme que hubiera visto algunos años antes—, y, durante esos dos días, creo que la mayor parte del tiempo estuve privado de razón. Cuando aquellos chicos me descubrieron y me desataron, estaba completamente al límite de mis fuerzas. Cuando me llamaron para interrogarme, no recordaba gran cosa de lo que había pasado. Inmediatamente después me fui durante algunas semanas, pero tampoco he guardado un recuerdo claro de este período. Todo lo que sé es que conduje tanto de día como de noche, durmiendo en el coche, comiendo cuando me sentía demasiado débil o cuando recordaba que hacía ya mucho que no había tomado nada. Una noche, me quedé sin gasolina; tuve que ir a pie hasta, el pueblo más próximo, a quince o veinte kilómetros de allá, bajo las estrellas, y recordé lo que suponía que debía hacer, aquello por lo que estaba con vida, y volví al trabajo —se levantó bruscamente y abandonó la estancia; algunos segundos más tarde regresó, diciendo—: Es el viento. Sopla muy fuerte ahora.
Un poco antes había recorrido toda la casa para asegurarse de que puertas y ventanas estaban bien cerradas, pero no había echado la llave a la puerta de entrada. Ambos estaban en una pequeña habitación que el abuelo de Tony llamaba «el despacho». Desde allí podían ver la puerta de entrada; pero Justin había dicho que no esperaba todavía a nadie, y en todo caso no tan temprano.
—¿Nunca has tenido una obsesión, Tony? —preguntó de pronto—. ¿Una verdadera obsesión?
La joven negó con la cabeza, incapaz de responder.
—Bien —continuó él—, no es agradable. Es algo que te atormenta día y noche. Mi obsesión era comunicarme con otros seres dotados de inteligencia que se encontraban en el espacio. Siempre he sabido que era posible hacerlo, que ellos estaban allá y que nuestra tecnología estaba lo suficientemente avanzada como para hacerlo posible. Todos los cursos que seguí en la escuela, aparte de los que me fueron impuestos, todas las lecturas que realicé tenían esa única finalidad. Estaba a punto de publicar lo que había descubierto, a anunciar lo que debía hacerse a continuación. Todo estaba a punto hace seis meses. Era el trabajo que me esperaba cuando volví a mi puesto. Lo miré, y comprendí que se habían estado sirviendo de mí.
Tony cerró los ojos, pues le molestaba el crepitar de las llamas. Le quemaban como si el fuego que quedaba impreso en su retina proviniera de la córnea misma. Hubiera querido que Justin se callara, pero era incapaz de pronunciar una sola palabra.
—Se habían servido de mí, como de tantos otros en el pasado —continuó su compañero; y un asomo de emoción se infiltraba ahora en su voz, haciéndola más sorda, acelerando su ritmo—. Todo debió de encajarse en mi cabeza mientras estaba atado a aquel árbol, o mientras conducía en el transcurso de las siguientes semanas. Cuando regresé a mi puesto, no tuve ninguna necesidad de reflexionar. Me contenté con quedarme sentado en mi mesa de trabajo, ensamblando los elementos y volviendo a separarlos para ver si aparecían fallos. Pero todo concordaba. Soy para ellos un agente. Han tenido otros y, si fracaso, tendrán otros más después de mí.
Bruscamente, Justin se puso en pie de un salto y empezó a pasear arriba y abajo por la estancia, con paso rápido. Su voz se había hecho tan baja y hablaba tan aprisa que Tony tenía que hacer esfuerzos para distinguir las palabras que pronunciaba.
—Me apostaron aquí apenas nacido —dijo— con una finalidad muy precisa: hacerme hablar con las estrellas. Y estoy en condiciones de hacerlo. Mañana podría decir al mundo cómo hay que hacerlo y en qué dirección. Ellos lo saben, y por eso me vigilan. Tienen miedo de tomar medidas contra mí porque no saben de lo que soy capaz. Podría decidir matarme, dejándoles colgados. Eso es lo que piensan. También se dicen que puedo haberles traicionado ya para pasarme al otro bando. Se han apresurado a catalogar mi trabajo como «materia clasificada» sin la menor razón. Sabían que me preparaba para publicarlo, así que tomaron la delantera —se echó a reír; luego, sentándose en el suelo a los pies de Tony, levantó la mirada hacia ella—. No estás obligada a creerme —dijo con suavidad—. Ni siquiera tienes necesidad de hacer ver que me crees. No tiene importancia.
—Pero —protestó ella—, no es exactamente que no te crea: es que no te comprendo… No entiendo absolutamente nada de lo que quieres decir.
—Las personas que oficialmente eran mis padres no fueron encontradas nunca, ya sabes —dijo Justin—. Ningún cadáver que pudiera ser identificado. Un oportuno accidente seguido de una caída al río, un niño imposible de identificar…, eso es todo. Según dijeron, él era mecánico, ella ama de casa. Hacía sólo dos semanas que habían llegado de California a Kansas City, llevaban sólo dos semanas ocupando su apartamento. Nadie los conocía ni recordaba haberlos visto nunca. Surgieron de ninguna parte para desaparecer inmediatamente, sin dejar más que un niño obsesionado. Esos son mis padres…
Tony le dirigió una triste mirada, deseando desesperadamente tomar una de sus manos o pasar sus dedos por entre sus cabellos, como si aquel contacto tranquilizador pudiera arrancarle de su pesadilla. Pero no se atrevió a tocarle.
—Justin —dijo simplemente—, todo eso es extraño, pero no tanto como tú crees. De esto a concluir, como estás haciendo, que has sido puesto aquí como agente y que tus padres no eran lo que parecían ser, hay un abismo. ¿No te das cuenta de ello?
—Sí —respondió él—. Por eso decidí dejar que fuera un investigador privado el que probara que yo estaba equivocado, si es que podía. Luego pasé las siguientes semanas alimentando nombres al ordenador, pasando revista a todos aquellos que habían publicado obras sobre el tema que me interesa. Así obtuve los nombres de cuatro individuos cuyo nacimiento era más o menos parecido al mío. Entre ellos había dos de mi generación: un ruso y un israelita. El israelita resultó muerto durante la Guerra de los Seis Días, y el ruso murió en un accidente de aviación. Así que sólo quedo yo —dirigió una larga sonrisa a Tony y prosiguió—: ¿Sabes cómo lo he hecho para atraerlos aquí? Les envié mi pésame. Hice insertar anuncios en los periódicos del mundo entero: en el Japón, en Hong Kong, en Inglaterra, en Francia, en Israel…, anuncios que decían: «Deseo expresar mi más sentido pésame por la trágica pérdida de Alexei y de Simón». Creo que algún día ellos los leerán y sabrán…
Tony se pasó la lengua por sus labios y preguntó:
—Y si no acude nadie, ¿qué conclusión sacarás de ello?
—Entonces —respondió él— sabré que estoy bajo los efectos de una manía persecutoria, y me haré curar.
Ella se atrevió a tocarle. Pasando un dedo por su mejilla, preguntó:
—Justin, ¿puedo quedarme aquí y esperar contigo? Te lo ruego.
Suavemente, él rechazó la mano de la joven, que volvió a caer sobre sus rodillas.
—Me gustaría que te quedaras —dijo—. Durante algún tiempo… Ahora ve a dormir —añadió, levantándose y estirando sus músculos; la miró, le sonrió indulgentemente y añadió—: Eres una chica excelente, Tony. No me has preguntado quiénes son ni por qué hacen esto. No me has preguntado absolutamente nada. No crees una palabra de lo que te he contado, ¿verdad?
—No lo sé —respondió ella—. Creo que no.
—Gracias por admitirlo —dijo él; tras unos instantes, añadió—: Existe una raza que instala parejas en otros planetas para que den nacimiento, de tanto en tanto, a niños que, cuando su técnica les permita hacerlo, entren en contacto con su mundo de origen. Tengo todas las razones para pensar que soy el «medio» para hacerles venir aquí y creo que, si vinieran, no les gustaría absolutamente nada lo que iban a encontrar. Pienso que tratarían la Tierra y a sus habitantes exactamente como nosotros trataríamos una isla del Pacífico si descubriéramos que albergaba un temible virus que no supiéramos cómo combatir. Sin la menor vacilación, aniquilaríamos a los portadores de este virus y a todas las demás formas de vida existentes sobre la isla si fuera necesario… Y yo sé cómo atraerlos a ellos a esta isla que es la nuestra.
Tony se levantó y, con los ojos fijos en él, preguntó:
—¿Cuánto tiempo piensas esperar?
—Dos meses como máximo —respondió Justin—. Pero no creo que tenga que esperar tanto tiempo. Creo que vendrán en el momento mismo en que lean mis anuncios. Porque he descubierto su verdadera naturaleza, y saben que voy a esforzarme en encontrarles para matarlos.
Tony inclinó la cabeza y abandonó el tema. Se llevó las tazas a la cocina para lavarlas, y luego se fue a acostar. Pero necesitó mucho tiempo para conseguir dormirse.
A la mañana siguiente hacía frío, y el viento soplaba fuertemente, pero el sol brillaba en todo su esplendor. Fueron a pie hasta el pueblo, y la joven se separó unos instantes de su compañero para telefonear a su padre.
—Simplemente está cansado, papá —dijo—. Arréglalo para que lo dejen tranquilo unas semanas, sin molestarlo, y todo irá bien. Me quedaré con él durante todo este tiempo.
Su padre, inquieto al ver que se quedaba más de uno o dos días, parecía querer pedir detalles acerca del estado de salud de Justin, pero ella lo interrumpió secamente:
—Debo dejarte ahora; Justin está ahí al lado. Haz que lo dejen tranquilo, papá. Te prometo que no intentará huir.
Tony colgó con un sentimiento de culpabilidad. Ella y su padre habían estado siempre muy unidos. Ella no tenía más que diez años cuando sus padres se habían separado; eligió quedarse con él, y su deseo fue aceptado. No recordaba haberle mentido nunca antes.
Justin y ella regresaban a la casa cuando el sonido de un claxon les hizo apartarse. Era Doughberty, el mecánico del pueblo, al volante de un «Volkswagen» que detuvo a su altura mientras preguntaba:
—¿Quieren subir? Paso exactamente delante de su casa.
Justin agitó negativamente la cabeza y Tony respondió:
—No, gracias. Nos conviene un poco de ejercicio. ¿De quién es este coche?
—De una pareja joven que se ha quedado en el albergue. Se les estropeó el coche en la autopista, hace dos días. ¡Maldito trasto alemán! No acabo de encontrar lo que le pasa, pero cuando uno de ellos dos intenta ponerlo en marcha, el motor se para.
—¿Una pareja joven? —preguntó Justin—. ¿De qué edad más o menos? ¿Veinte años?
—No tanto como eso —dijo Doughberty—. Quizá rocen la treintena. ¿Por qué?
—Simple curiosidad —respondió Justin. Pero Tony comprendió que era mucho más que curiosidad, ya que una mal disimulada excitación afloraba en el tono de su compañero. Doughberty les hizo un saludo con la mano y puso de nuevo el coche en marcha.
—¡Ya están aquí! —gritó Justin con voz triunfante—. ¡No estaba seguro de que mordieran el anzuelo, pero ya están aquí!
Tony lo miró con aire sorprendido.
—Pero no tienen más de treinta años —hizo notar—. ¡Los que estás buscando no pueden tener esa edad!
—¡Por supuesto que sí! —replicó él—. Nunca serán más viejos que esto: la treintena es la mejor edad para tener niños. Nada que pueda llamar la atención… —Avanzaba demasiado aprisa, y la joven, esforzándose en seguirle, no dijo nada hasta que llegaron a la casa.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó entonces, penetrando en la cocina; él había dejado el correo sobre la mesa y medía la estancia a grandes pasos—. ¿Qué piensas hacer, Justin? —repitió, con voz temblorosa. Se sentía al borde de la crisis nerviosa. Se esforzaba en reprimir su agitación, y para lograrlo empezó a distribuir nerviosamente las provisiones que acababan de comprar en los estantes del refrigerador, mientras se repetía a sí mismo que lo mejor que podía hacer era abandonar toda discusión… momentáneamente al menos.
La cocina era grande, y alrededor de la mesa situada en su centro había lugar para una media docena de personas como mínimo. Tony se sentó y observó a su compañero.
—Jamás podré acercarme a ellos en ese albergue lleno de gente —dijo Justin, como si pensara en voz alta—. Cuando tú te hayas ido, cambiaré de táctica: me pasearé por la playa. Subiré a las rocas. Me haré ver del mejor modo posible.
—No pienso irme —dijo Tony calmadamente.
—Entonces, ellos prepararán un plan para abordarme —dijo Justin, sin oírla.
—No pienso irme —repitió ella con mayor insistencia.
—Es como en el ajedrez —continuó Justin—. Cada cual permanece en sus posiciones y mantiene seguro su rey, pero la partida no puede permanecer indecisa. Tomaré medidas para salir de este callejón sin salida, y veremos si rehúsan o no mi gambito.
—¡Justin, escúchame! —gritó ella—. Podríamos salir juntos. Tú y yo. Esto no llamaría la atención. Pero si empiezas a mostrarte tras haber permanecido todo este tiempo sin dejarte ver, la cosa no parecerá natural.
Él la miró, frunciendo el ceño.
—Tú no estarás aquí —protestó.
—Necesitas a alguien a tu lado para poder dormir —afirmó ella, esforzándose en disimular la desesperación que asomaba a su voz—. Ahora que sabes que están cerca de aquí, no te atreverás a dormir —Justin continuaba paseando arriba y abajo—. Por otro lado —casi gritó ella—, ¡no pienso irme! ¡Si quieres echarme de aquí, me iré al albergue!
Él la miró entonces de un modo lejano, extraño, más aterrador que su silencio. Sentándose ante la mesa, examinó atentamente a la joven y musitó:
—Tienes que irte ahora, Tony. Vuelve a Nueva York, a tu película, a tus amigos —ella agitó negativamente la cabeza—. Tony —prosiguió él—, vas a sufrir terriblemente —alargó una mano, acarició sus cabellos y se levantó, añadiendo—: Siento un gran afecto por ti, Tony, y sé que Nancy también te quería mucho. No quiero que sufras.
—Entonces, ¿puedo quedarme? —preguntó ella.
En el umbral, Justin se detuvo para mirarla de nuevo, con una expresión ausente y lejana, Asintió ligeramente con la cabeza y salió.
Tony sabía que sería él quien sufriría. La gente no comprendía su bondad, el modo en que se interesaba por los demás. Incluso en medio de sus alucinaciones no pensaba más que en los otros. Estaba dispuesto a sacrificar su carrera, su propia vida, para salvar al mundo. Y nunca comprendería nada.
Mientras él dormía, Tony se esforzaba en reflexionar, paseando arriba y abajo por la cocina. Sabía que había llegado el momento de telefonear a su padre. Cuando Justin se levantó, hacia las ocho, ella le dijo:
—Voy al albergue a llamar a Morris para saber si hay algo nuevo acerca del contrato. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Prepararé la comida mientras tanto.
Ella asintió con un gesto y salió. El albergue no estaba más lejos que una manzana de casas. Apenas llegó allí, miró hacia la casa preguntándose si Justin se daba cuenta de hasta qué punto estaba expuesto. Cualquier persona desde el patio, el porche o a lo largo de una de las paredes, podía verle perfectamente. Era un blanco perfecto para un fusil de largo alcance… Aquel pensamiento la hizo estremecerse, y sintió que a sus ojos afluían lágrimas de piedad. Llamó a su padre, componiendo los números en el panel con dedos entumecidos. Su voz era dura y entrecortada.
—Escucha, papá —dijo—, debes hacer algo urgentemente. En el viejo Albergue de los Marinos hay una pareja que es preciso que se vaya a toda costa —se detuvo un momento para escuchar lo que decía su padre y prosiguió—: Sí, forma parte de sus alucinaciones. Es demasiado complicado para explicártelo ahora. Pero si esa pareja se va y nadie lo molesta durante un mes, digamos hasta finales de octubre, todo irá bien. Te juro que todo irá bien.
—¡Es ya demasiado tarde! —respondió su padre con un tono cortante—. Es preciso que vuelva mucho antes que esto: ¡a primeros de mes! ¡Sin él no habrá ningún proyecto que presentar, y eso supondrá un lío enorme!
—¡Creía que era por él por quien te preocupabas! —gritó Tony—. ¡No por el proyecto en el que trabaja!
—Cálmate, Tony. ¡Por el amor de Dios, cálmate! —hubo un momento de silencio, luego su padre continuó—. Escucha, debo reflexionar un poco, ponerme en contacto con la policía para que se ocupe de esa pareja. Vuelve a llamarme mañana.
Tony asintió con la cabeza al aparato y colgó lentamente.
Recordando a Morris, le llamó tal como había anunciado a Justin. No tenía nada que decirle, aparte el descontento general que suscitaba su ausencia.
Regresó a la casa, vagamente inquieta sin saber por qué. Era, pensaba, como si hubiera pulsado el botón de una máquina sin saber exactamente qué era lo que ponía en marcha, cuánto tiempo necesitaría esperar para saberlo, ni cómo actuar para asegurarse de que la máquina funcionaría correctamente.
Tras el almuerzo, que tomaron un poco tarde, Tony y Justin se sentaron ante la chimenea para charlar un rato.
—Una de las sesiones que tuvimos —dijo Justin— tenía por objeto la inminente crisis de la producción de alimentos. Habrá que elegir entre los distintos países aquellos a los que alimentaremos y aquellos a los que deberemos dejar morir de hambre. Esta elección será enteramente política, y conducirá a la humanidad a una homogeneidad cada vez mayor. Aquellos que se adapten a nuestro sistema, a nuestra filosofía, a nuestros métodos, sobrevivirán; los otros, morirán. Y estamos en situación de convertirnos en la fuerza más destructiva que este planeta haya conocido jamás.
Después habló de la alegría que uno experimenta contemplando las estrellas a través de un gran telescopio. Habló también de la polución y, una vez, más, de los olmecas, de la libertad… A medianoche, aconsejó a Tony que fuera a acostarse.
Ella oyó el ruido de sus pasos y, más tarde, el de la lluvia golpeando violentamente el techo de la casa. Siguió cayendo durante todo el día siguiente y, mientras se dirigían al pueblo, pensó que, arrebujados hasta la nariz en sus impermeables, parecían dos fantasmas. Por la tarde Justin fue a dormir, y ella leyó hasta las cinco, tras lo cual preparó café. Mientras el agua se calentaba, Tony oyó llamar a la puerta trasera. Fue a abrir, y vio a su padre en el umbral. La lluvia caía oblicuamente bajo el empuje del viento, y hacía frío.
—¡Papá! —exclamó la joven, aliviada—. ¡Estoy tan contenta de verte! Tengo que hablar contigo.
Avanzó su padre, entornando la puerta a sus espaldas, y permaneció de pie bajo la lluvia.
—¿Está durmiendo? —preguntó su padre.
Tony afirmó con la cabeza.
—Échate algo por encima y salgamos. No debemos despertarlo.
Tras ponerse el impermeable, bajo el que se sentía calada hasta los huesos, la joven regresó al porche trasero barrido por la lluvia y preguntó:
—¿Se ha ido ya la pareja del albergue?
—Aún no. Y ahora dime por qué crees que tienen que irse. No son más que gente de paso.
—Justin cree que debe matarlos —explicó ella con voz entrecortada—. Entiende, si se van ahora y la policía lo deja tranquilo un tiempo, todo irá bien para él. Ha dicho que se someterá a tratamiento, pues a veces incluso él cree que puede ser víctima de alucinaciones. Si no ocurre nada, aceptará esta idea y todo irá bien.
—Pero será demasiado tarde para el proyecto —dijo su padre; Tony no podía ver su rostro, oculto bajo su sombrero de ala ancha.
—¿Y eso qué importa? —exclamó ella—. ¡Podrá continuarlo cuando se haya restablecido!
—¡Entonces ya no habrá dinero disponible! Lo he apoyado, he corrido riesgos por él, he llenado montañas de papeles por él: es nuestro trabajo el que quiere sabotear. Simplemente porque tiene un ligero ataque de xenofobia. ¡Eso es todo! ¡No le dejaré destruir el trabajo de toda una vida por eso!
—¡Pero necesita tiempo! —gritó Tony.
—¡Ya basta de tonterías! —gruñó su padre—. ¡No tiene más que miedo a la oscuridad! —mirando al albergue y la sombra que producía en las rocas, añadió—: Manténlo aquí. No lo dejes irse.
—¡No pueden obligarlo a trabajar para ellos! —protestó la joven—. ¡Y si intentan entrar por la fuerza en la casa, se defenderá!
Su padre la sacudió violentamente por los hombros.
—¡Escucha, Tony! —dijo—. Estás mezclada en algo de lo que no comprendes una maldita palabra. Hace seis meses, Justin halló lo que investigaba. Captó señales emitidas desde hace mil años, e incluso quizá más, por otros seres dotados de inteligencia. Lo probó. Sabe de dónde vienen esas señales, y trabajó con el ordenador para descifrarlas. Sabe cómo enviar una señal que sea inteligible para esos seres, quienes sean: Sé de qué estoy hablando, maldita sea, estuve trabajando con él y sé bien hasta dónde había llegado. No quemó sus papeles, Tony: analizamos todas las cenizas hasta los restos más pequeños. Su trabajo está oculto en alguna parte, pero yo vi parte de él y, sobre la base de lo que vi, he puesto al corriente a algunos miembros del Gobierno… Cualquiera que consiga entrar en contacto con esa raza obtendrá informaciones de un valor inestimable. Nuevas armas. Curas milagrosas. Nuevas fuentes de energía. La inmortalidad… —Su rostro estaba muy cerca del de su hija, y hablaba muy aprisa, casi febrilmente, mientras la mantenía sujeta por los hombros—. ¡Y todo esto es cierto, Tony! ¡Piensa en todo lo que hemos obtenido en el transcurso de los últimos cien años y multiplícalo por cien, por doscientos! Conocimientos que no hemos logrado obtener durante un millar de años… Me han dado seis meses para presentar pruebas, Tony. Y luego, ¡ninguna limitación! ¿Comprendes por qué no tenemos tiempo de andarnos con sensiblerías en estos momentos?
Ella se liberó con un movimiento brusco y retrocedió.
—¡Lo matarás si intentas obligarle a hacer algo, sea lo que sea, en estos momentos! —gritó.
—¡No tenemos tiempo que perder! —repitió él—. ¿No entiendes lo que acabo de decirte? El proyecto va a desmoronarse y no será emprendido de nuevo mientras yo aún esté con vida… no lo bastante pronto como para que nuestro mensaje pueda partir y recibir una respuesta. ¡No abandonaré la partida, y esos hombres que están en el albergue tampoco la abandonarán! Llamaremos a un médico, lo curaremos, pero es preciso que vuelva a su puesto inmediatamente.
—No podéis obligarle a trabajar —dijo Tony con vehemencia.
Su padre la miró por un instante, bajó aún más sobre sus ojos el ala de su sombrero y se alejó, recomendando por encima de su hombro:
—Sobre todo, no le dejes irse.
Tony volvió a entrar en la casa y arrojó su impermeable sobre una silla. Subió con la idea de cambiarse de ropa, pero, cambiando de opinión, se dirigió hacia la puerta de la habitación de Justin y la abrió.
Él se irguió inmediatamente en su cama, con una mano oculta bajo las sábanas. Sin duda aquella mano sujetaba un revólver apuntando hacia ella. Tony deseó por un momento oír el estampido.
—Justin, oh, Justin —exclamó; y, arrodillándose al lado de la cama, con el rostro hundido entre las sábanas, se echó a llorar desesperadamente—. Mi padre ha venido —dijo sollozando—. Creí que quería ayudarte, Justin. Creí que te ayudaría. Y se lo he contado todo. Lo siento. ¡Perdóname, por favor! —sollozaba hasta el agotamiento.
—No pasa nada, Tony —dijo él suavemente—. No pasa nada.
Ella suspiró profundamente, una, dos veces.
—Lo quería tanto —dijo finalmente—. Tenía tanta confianza en él. Lo admiraba. ¡Durante todos estos años le he creído perfecto! ¡Estaba tan orgullosa de él, tan orgullosa de ser su hija, de ver a la gente reconocer su valía!
La cálida mano de Justin se posó en su cabeza. Obligándola a levantar el rostro, la miró directamente a los ojos.
—Estás helada —dijo, tras un instante de silencio—. Ve a cambiarte de ropa. Bajo en seguida, y entonces podremos hablar.
Tomaron el café en el despacho, donde Justin había encendido la chimenea. Tony se sentía tremendamente cansada y deprimida. Hundiéndose en el respaldo de la silla, cerró los ojos.
—¿No podrías volver a tu puesto y hacer como si trabajaras? —preguntó al cabo de un momento.
—No —dijo él—. Sabes bien que no puedo. Tu padre va a controlarlo todo a partir de ahora: se daría cuenta en seguida. Además, debo matar a mis padres.
Ella no abrió los ojos. Naturalmente…
—Vuelvo en seguida —dijo él.
Tony sintió que las lágrimas corrían bajo sus párpados y mantuvo los ojos herméticamente cerrados, esforzándose en no oír el ruido de los pasos de Justin en el pasillo, luego en la cocina. Se oyó el chasquido de una puerta, el sonido de unas voces, y luego, increíblemente fuerte, el estampido de unos disparos. Gritó, y se precipitó hacia la cocina. Justin estaba de pie cerca de la puerta, con un pequeño revólver en la mano. Un hombre y una mujer estaban tendidos en el suelo.
El ruido del alboroto era tal que la casa parecía a punto de estallar. Desde el porche llegaban corriendo hombres, otros lo hacían desde la parte delantera de la casa. El padre de Tony estaba también allí, intentando apartarla, pero ella se sujetaba fuertemente a Justin.
—Están muertos —dijo un hombre, arrodillado junto al cuerpo de la mujer.
—¡Tony, por el amor de Dios, ven aquí! —gritó su padre.
—Déjenla tranquila —ordenó otro hombre, con tono autoritario; miró los cadáveres y se giró hacia Justin—. Usted los ha matado —dijo.
Justin mantenía aún el revólver apuntado hacia delante. Estaba pálido, con una palidez que Tony jamás había visto en él. Incluso sus labios estaban blancos.
—Déme esto —dijo el hombre de la voz autoritaria; y, dirigiéndose hacia Justin, le quitó el revolver de las manos; Justin ni siquiera se movió—. Ahora volverá a su puesto —ordenó.
—No.
—Sí. Volverá. Le necesitamos, muchacho. Usted sabe cómo hablar con ellos, ¿no es así? Y les hablará, Justin Wright. En nombre de nuestro Gobierno. Y, cuando respondan, es a nuestro Gobierno a quien responderán. A nuestras preguntas. Nadie más que nosotros debe saber nada de ellos, ni del modo de entrar en contacto con ellos, antes de que nosotros estemos preparados. Estamos en un callejón sin salida, pero cualquiera que se halle en condiciones de hablar con esos seres podrá sacarnos de este callejón. Usted lo sabe, nosotros lo sabemos, y también lo saben los rusos, y los chinos, y todas esas otras malditas razas de la Tierra —lentamente, levantó el revólver que había retirado de las manos de Justin y lo apuntó hacia él—. Y, si no nos da usted su conformidad inmediatamente —añadió—, vamos a terminar con todo esto, lo internaremos como un loco homicida… y va a decirnos usted dónde están sus papeles, Justin Wright, va a responder a todas las preguntas que le hagamos. Usted lo sabe tan bien como nosotros.
—No.
—No seas tonto, Justin —dijo el padre de Tony—. Vuelve voluntariamente y termina el trabajo que comenzaste.
Justin miró a Tony que, como hipnotizada, miraba fijamente al revólver. Extendió la mano y le acarició los cabellos. Ella desvió los ojos del revólver para posarlos en él. Una leve sonrisa vagaba por sus labios, y su rostro tenía una expresión muy tranquila, una expresión que jamás había visto en él.
—¡No, Justin! —exclamó ella, agitando violentamente la cabeza—. ¡No tienes necesidad de volver a tu puesto ahora! Ellos están muertos, y ya no habrá otros en su lugar. ¡No debes dejarte dominar! —la expresión del rostro de Justin no varió; Tony giró los ojos hacia su padre y exclamó—: ¡Te has servido de mí! ¡Tú eres quien ha maquinado todo esto! Tenías que encontrar un modo de llegar hasta él, ¿no?… ¡Pero yo le quiero!
—Un simple capricho —murmuró su padre—. No seas niña, Tony.
—¡No sabes lo que estás haciendo! —gritó ella; señaló los cuerpos que yacían en el suelo—. ¿Y esos dos…? —los miró fijamente por un instante, luego se giró para mirar de nuevo a su padre, con un repentino horror—. ¡Fuiste tu quien los hizo venir a la casa! —dijo con voz ronca—. ¡Tú lo sabías: yo te lo conté todo! ¡Tú los hiciste venir para que Justin no tuviera que ir a buscarlos!
—Nos ocuparemos de ellos —dijo el hombre que había tomado el revólver de Justin; se giró hacia éste, que seguía estando pálido, aunque un poco menos que antes, y continuaba sonriendo tristemente.
—Tony —dijo Justin—, no te reproches nada. No es culpa tuya. Recuérdalo siempre. Quiero volver a mi puesto. ¿Comprendes lo que te quiero decir? —la miró, con aquella sonrisa extraña, lejana y aterradora siempre en sus labios, y continuó observándola hasta que ella hizo con la cabeza un signo de desesperado asentimiento—. Lo comprendes, Tony —continuó—. Recuérdalo siempre: se lo merecen. ¡Se lo merecen! —luego, girándose hacia el hombre que le había quitado el revólver, añadió—: Hubiera debido saberlo. Creo que hace ya seis meses que lo comprendí… Está bien: vamos.
El hombre vaciló. Miró primero a Tony, luego a su padre.
—La chica va a necesitar una larga temporada de reposo —murmuró.
—Yo cuidaré de ella —dijo su padre.
Justin y el hombre del revólver abandonaron la cocina, seguidos por los otros tres nombres.
—¡No! —gritó Tony—. ¡No! ¡No! —alguien la cogió brutalmente por el brazo y la arrastró hacia el pasillo, en dirección a la escalera, mientras ella seguía gritando.